SOBRE LA NATURALEZA DEL CAPITAL, PRIMERA PARTE*


ON THE NATURE OF CAPITAL, FIRST PART



Thorstein Veblen

* Publicado en Quarterly Journal of Economics, vol. 22, agosto de 1908, págs. 517-542. Traducción de Luis Lorente y Alberto Supelano.



LA PRODUCTIVIDAD DE LOS BIENES DE CAPITAL

Es usual que la teoría económica se refiera al capital como a un conjunto de “bienes productivos”. Este término, y su equivalente “bienes de capital”, inmediatamente nos inducen a pensar en el equipo industrial, ante todo en los aparatos mecánicos empleados en los procesos de la industria. Cuando la eficiencia productiva de éstos o de otras clases semejantes de bienes de capital se somete a un análisis detallado, no es inusual que se retroceda hasta la actividad productiva de los trabajadores; así, los sistemas teóricos comúnmente aceptados consideran que el trabajo individual es el factor productivo último. Las teorías corrientes de la producción, como también las de la distribución, están planteadas en términos individualistas, en particular cuando estas teorías se basan en premisas hedonistas, como comúnmente lo están.

Ahora bien, cualquier cosa que sea o no cierta de la conducta humana en algún otro campo, en el aspecto económico el hombre nunca ha llevado una vida aislada ni autosuficiente como individuo, ni en la realidad ni en potencia. Hablando humanamente, tal cosa es imposible. Ni una persona individual, ni una familia, ni una estirpe pueden mantener su vida en aislamiento. Hablando en términos económicos, ese es el rasgo característico de la humanidad que la separa de otras especies animales. La historia de la vida de la raza ha sido la historia de la vida de las comunidades humanas, de mayor o menor tamaño, con mayor o menor solidaridad de grupo y con mayor o menor continuidad cultural a través de generaciones sucesivas. Los fenómenos de la vida humana sólo se presentan bajo esta forma.

Esta continuidad, consistencia o coherencia del grupo es de un carácter inmaterial. Es una cuestión de conocimiento, de uso, de hábitos de vida y de hábitos de pensamiento, no una cuestión de continuidad o de contacto mecánico, ni siquiera de consanguinidad. Donde quiera que encontremos una comunidad humana, tal como se encuentra por ejemplo, entre los pueblos de menores culturas, la encontraremos en posesión de algo que podemos designar como un cuerpo de conocimientos tecnológicos –conocimiento necesario y utilizable en la obtención de los medios de vida– que comprende, al menos, algunas adquisiciones básicas como el lenguaje, el uso del fuego, los bordes cortantes, las estacas con punta, algunas herramientas para perforar, algunas variedades de cuerdas, correas o fibras, junto con alguna habilidad para hacer nudos y para hacer tejidos. Coordinado con este conocimiento de formas y de medios, existe también, de modo uniforme, un conocimiento de hecho del comportamiento físico de los materiales con que los hombres tienen que vérselas para obtener sus medios de vida, muy superior a lo que cualquier individuo haya aprendido o pueda aprender con su experiencia particular. Esa información y pericia sobre los usos y medios de vida pertenece al grupo como un todo y, fuera de elementos tomados de otros grupos, es el producto de ese grupo en particular, si bien no producido por una sola generación. Se le puede llamar el equipo inmaterial o, por una licencia del lenguaje, los bienes intangibles de la comunidad1 y, en las épocas primitivas por lo menos, ésta era, con mucho, la clase bienes o equipos de la comunidad más importante y de mayores consecuencias. Sin acceso a este acervo común de equipo inmaterial, no puede vivir ningún individuo ni ninguna fracción de la comunidad, mucho menos aún avanzar. Ese acervo de conocimientos y prácticas tal vez se posea de manera informal y poco rígida, pero se mantiene como un bien común, por el grupo como un cuerpo en conjunto, en su capacidad colectiva, se podría decir; y es transmitido y aumentado en y por el grupo –sin que importe que esa transmisión se conciba en forma laxa y aleatoria– no por los individuos ni por líneas de descendencia particulares.

El conocimiento requerido y la familiaridad con las formas y medios es un producto, quizá un subproducto, de la vida de la comunidad en su conjunto, y sólo pueden mantenerse y preservarse por la comunidad como un todo. Sea cual sea la verdad de la historia de la raza en las fases prehistóricas que escapan a nuestra posibilidad de investigación, parece ser cierto, para los grupos humanos y fases más primitivas de los que contamos con información, que la masa del conocimiento tecnológico poseído por una comunidad, y necesario para su sostenimiento y para el sostenimiento de cada uno de sus miembros o subgrupos, es una carga demasiado grande para que pueda asumirla un individuo o estirpe cualquiera. Por supuesto, esto es verdadero, con mucho mayor rigor y consistencia, cuanto más avanzado sea el “estado de las artes industriales”. También parece ser cierto, con una generalidad que es realmente sorprendente, que cuando una comunidad cultural se rompe o el número de miembros disminuye en forma apreciable, su herencia tecnológica se deteriora y peligra, aunque haya sido pequeña antes de ese hecho. De otra parte, parece ser cierto, con igual uniformidad, que cuando un miembro individual o cierta fracción de una comunidad que se encuentre en lo que denominamos un estadio inferior de desarrollo económico, se saca de ella y se entrena e instruye en los usos de una tecnología mayor y más eficiente, y se la lleva de nuevo a su comunidad original, tal individuo o fracción de la comunidad son incapaces de resistir las tendencias tecnológicas colectivas de su comunidad o, incluso, de reorientarlas en forma apreciable. Ese experimento tal vez pueda ocasionar leves, transitorias y gradualmente importantes consecuencias tecnológicas; pero éstas sólo llegan a tener efectividad cuando se difunden y asimilan a lo largo de todo el cuerpo de la comunidad, y es muy reducida cuando adoptan la forma de una eficiencia excepcional del individuo o de la fracción sometida a ese entrenamiento excepcional. En materias tecnológicas, la herencia no circula a través de los canales de la consanguinidad sino a través de los de la tradición y la habituación, que son necesariamente tan amplios como el esquema de vida de la comunidad. Incluso en una comunidad relativamente pequeña y primitiva, la masa de detalles que abarcan sus conocimientos y sus prácticas es grande, demasiado grande para que cualquier individuo u hogar llegue a ser un experto competente en todos esos detalles; y sus ramificaciones se extienden y diversifican al mismo tiempo que influyen, en forma directa o indirecta, sobre la vida y el trabajo de cada miembro de la comunidad. Ni el patrón o rutina de vida, ni el trabajo diario de cualquier individuo de la comunidad pueden permanecer iguales después de introducir un cambio apreciable, para bien o mal, en cualquier rama del equipo tecnológico de la comunidad. Si la comunidad crece y adquiere las dimensiones de un pueblo civilizado moderno, y su equipo inmaterial crece proporcionalmente en magnitud y en variedad, cada vez será más difícil encontrar el nexo entre un cambio en algún detalle tecnológico y la fortuna de un miembro de la comunidad. Pero, por lo menos, se puede afirmar con cierta seguridad, que un incremento en el volumen y la complejidad de los conocimientos y prácticas tecnológicos no emancipa progresivamente a la vida y al trabajo de los individuos del dominio tecnológico.

La ampliación del conocimiento tecnológico –que se conserva, usa y transmite en la vida de la comunidad– es desde luego un resultado de la experiencia de los individuos. Experiencia, experimentación, hábito, conocimiento e iniciativa son fenómenos de la vida individual y ésta es, necesariamente, la fuente de la que surge todo el patrimonio colectivo de la comunidad. La posibilidad de su crecimiento reside en la factibilidad de acumular el conocimiento obtenido a través de la experiencia y la iniciativa individuales y, por tanto, depende de que un individuo aprenda de la experiencia de otro. Pero la iniciativa y las actividades tecnológicas individuales –tal y como se expresan, por ejemplo, en las invenciones y los descubrimientos de más y mejores formas de hacer las cosas– provienen del conocimiento acumulado en el pasado, al tiempo que lo amplían. La iniciativa individual no tiene ninguna oportunidad si no tiene como base el acervo común, y los logros de tal iniciativa carecen de efectos, excepto cuando se adicionan a ese inventario común. De modo que las invenciones o descubrimientos que así se consiguen siempre incorporan tanto de lo que ya se ha hecho, que la contribución creativa del inventor o descubridor es comparativamente trivial.

En cualquier fase conocida de la cultura, el inventario común de equipo tecnológico intangible es relativamente grande y complejo, esto es, frente a la capacidad individual de crearlo o usarlo, y la historia de su crecimiento y uso es la historia del desarrollo de la civilización material. Ese conocimiento de formas y medios se incorpora a los dispositivos materiales y a los procesos por medio de los cuales los miembros de la comunidad hacen su vida. La eficiencia tecnológica sólo tiene efecto a través de estos medios. Estos “dispositivos materiales” (bienes de capital, equipo material) son cosas tales como herramientas, recipientes, vehículos, materias primas, edificios, diques y similares, incluyendo la tierra en uso; incluyen también, especialmente durante la mayor parte del desarrollo inicial, los minerales, las plantas y los animales útiles. Decir que estos minerales, plantas y animales son útiles –en otras palabras, que son bienes económicos– significa que han sido incorporados a la vida de la comunidad, a su conocimiento de usos y medios.

En los estadios relativamente primitivos de la cultura, las plantas y los minerales útiles se usan, sin duda, en forma bruta; como, por ejemplo, se siguen utilizando el pescado y la madera. Sin embargo, en la medida en que son útiles también deben ser, en forma inequívoca, contabilizados dentro del equipo material (“bienes tangibles”) de la comunidad. Esto se ilustra bastante bien con la relación entre los indios de las praderas y el búfalo o con la relación entre los indios de la costa noroccidental y el salmón; o con el uso de la flora silvestre por parte de comunidades tales como la de los indios Coahuila, los negros australianos o los Andamanes.

Pero con el correr del tiempo, la experiencia y la iniciativa, las plantas y los animales domesticados –es decir, mejorados– pasan a ocupar el lugar preponderante. Dentro de los expedientes tecnológicos de mayor rango encontramos, entonces, diversas especies y variedades de animales domésticos y, más particularmente aún, diversos granos, frutos, tubérculos y similares, todos ellos virtualmente creados por el hombre para el uso humano; tal vez una historia más escrupulosamente veraz diría que fueron creados, en su mayor parte, por las mujeres, durante extensos períodos de selección y cultivo cuidadosos. Por supuesto, estas cosas son útiles porque los hombres han aprendido a usarlas y, en cuanto producto del aprendizaje, aprendieron a usarlas a lo largo de una prolongada y voluminosa experiencia y experimentación, en la que cada paso se apoya en los logros acumulados en el pasado. Otras cosas que con el tiempo llegarán a tener una utilidad mayor que éstas son todavía inútiles, económicamente no existen en los estadios anteriores de la cultura, porque los hombres de ese tiempo aún no han aprendido.

Mientras que este equipo inmaterial de la industria –los bienes intangibles de la comunidad– en apariencia siempre ha sido relativamente grande y ha estado principalmente bajo el cuidado de la comunidad en conjunto; de otro lado, en los primeros estadios de la cultura humana, digamos en el primer noventa por ciento, el equipo material –los bienes tangibles– era relativamente insignificante y era poseído en forma poco rígida por individuos o grupos de hogares. Este equipo material es relativamente escaso en las primeras fases del desarrollo tecnológico y la forma de tenencia bajo la cual es poseído, al menos en apariencia, es vaga e incierta. En una fase relativamente primitiva de desarrollo, y bajo condiciones normales de clima y ambiente, la posesión de los artículos concretos (“bienes de capital”) necesarios para emplear el conocimiento común de bienes y medios es un asunto de poca importancia, al contrario del punto de vista usualmente sostenido por los economistas de la escuela clásica. Dado el conocimiento técnico y el entrenamiento comunes –y éstos son dados por la educación y la habituación de la vida cotidiana– la adquisición, construcción o usufructo del escaso equipo material necesario se resuelve como algo corriente de la vida diaria, más aun cuando este equipo material no incluye un inventario de animales domésticos o plantaciones de árboles y vegetales domesticados. En circunstancias dadas, un esquema tecnológico relativamente primitivo puede incluir algunos equipos materiales relativamente grandes como, por ejemplo, los corrales trampa ( piskun ) para búfalos de los indios pies negros o las presas para salmones en los ríos habitados por los indios de la costa noroccidental. Esa clase de equipo material es poseída y trabajada en forma colectiva, ya sea por la comunidad en conjunto o por subgrupos de tamaño considerable. Bajo las condiciones ordinarias más usuales, parece que incluso después de conseguir un avance relativamente grande en los cultivos agrícolas, el equipo industrial requerido no es una cuestión de gran importancia, particularmente en el caso de la tierra y los árboles cultivados, como lo indican las nociones de propiedad laxas e insignificantes que prevalecen entre los pueblos que se hayan en ese estadio de la cultura. No se conoce un estadio de comunismo primitivo.

Pero, a medida que el inventario común de conocimiento tecnológico crece en volumen, amplitud y eficiencia, el equipo material que sirve para poner en práctica este conocimiento de formas y medios se hace cada vez mayor, más considerable en relación con la capacidad de los individuos. Cuando el desarrollo tecnológico alcanza un nivel que requiere unidades relativamente grandes de equipo material para el uso efectivo en la industria o, en otros términos, cuando la posesión del equipo material requerido se vuelve un asunto de gran importancia, de modo que pone en desventaja a los individuos que carecen de estos bienes materiales y coloca a sus poseedores en una posición de ventaja notoria, entonces interviene la fuerza, los derechos de propiedad empiezan a tomar una forma definida, los principios de la propiedad ganan fuerza y consistencia y los hombres empiezan a acumular bienes de capital y a tomar medidas para mantenerlos seguros.

Generalmente, un avance apreciable en las artes industriales es seguido o acompañado por un incremento de población. Puede que la dificultad para procurarse la subsistencia no sea mayor después de ese incremento, incluso podría ser menor, pero como resultado hay una reducción relativa del área disponible, de las materias primas disponibles y, corrientemente, también una mayor accesibilidad de las diferentes partes de la comunidad. Se hace posible un control más amplio. Al mismo tiempo, se necesitan unidades de equipo material cada vez mayores para las actividades industriales. A medida que esta situación se desarrolla, se va haciendo posible que el individuo con mayor fuerza usufructúe el conocimiento común de formas y medios, apoderándose del material necesario, que puede ser relativamente escaso e indispensable para procurarse la subsistencia bajo el estado corriente de las artes industriales.2 Circunstancias de espacio y número impiden escapar a esta nueva situación tecnológica. El conocimiento común de formas y medios no puede utilizarse, bajo las nuevas condiciones, sin contar con el equipo material adaptado al estado de las artes industriales de ese momento; y ese equipo material utilizable no es ya una cuestión insignificante que pueda conseguirse con la iniciativa y aplicación artesanales. Beati Posidentis.

El énfasis de la situación tecnológica, como podría decirse, puede recaer ahora sobre una u otra línea de bienes materiales, de acuerdo con las exigencias de clima, topografía, flora y fauna, densidad de la población y similares. Igualmente, bajo la regla impuesta por las mismas exigencias, el crecimiento inicial de los derechos de propiedad y de los principios (hábitos de pensamiento) de la propiedad privada recaerá sobre una u otra línea de bienes materiales, dependiendo de que una u otra proporcione una ventaja estratégica para aumentar la eficiencia tecnológica de la comunidad.

Si la situación tecnológica –el estado de las artes industriales– es tal que el énfasis estratégico recae sobre el trabajo manual, sobre la habilidad artesanal y, si al mismo tiempo, el crecimiento de la población hace que la tierra sea relativamente escasa, o el contacto hostil con otras comunidades impide que los miembros de la comunidad se dispersen libremente sobre la tierra próxima, deberíamos esperar, entonces, que el crecimiento de la propiedad tome principalmente la dirección de la esclavitud o de alguna forma equivalente de servidumbre, consiguiendo así un control ingenuo y directo del conocimiento de formas y medios.3 En cambio, si el desarrollo ha seguido otro camino, y la comunidad ha llegado a un punto en que la búsqueda de la subsistencia es cuestión de aumentar los rebaños y hatos, es razonable entonces esperar que esta clase de bienes materiales sea el sujeto principal de los derechos de propiedad. De hecho, parece que una cultura pastoril comúnmente también involucra cierto grado de servidumbre, junto con la propiedad de hatos y rebaños.

En circunstancias diferentes, los aparatos mecánicos de la industria o la tierra cultivable pueden ocupar la posición de ventaja estratégica, y adquirir el principal lugar en las consideraciones de los hombres como objetos de propiedad. En este sentido, la evidencia proporcionada por las culturas y comunidades primitivas conocidas (relativamente) parece indicar que los esclavos y el ganado tuvieron la primacía como objetos de propiedad, en un período primitivo de crecimiento de la civilización material, antes que la tierra o los instrumentos mecánicos. Y parece igualmente evidente –de hecho, aún más– que en conjunto la tierra precedió al equipo material como eje de la propiedad privada y medio para aumentar la eficiencia industrial de la comunidad.

Es apenas en un período muy posterior de la historia de la civilización material, que la propiedad privada de los equipos industriales, en el sentido más estricto en que esta frase se emplea comúnmente, se convierte en el método dominante y típico para aumentar el equipo inmaterial. De hecho, este punto sólo se ha alcanzado muy pocas veces incluso en forma parcial, y sólo una vez con tal grado de finalidad como para hacerlo indiscutible. Se podría decir, con cierta imprecisión, que el poder ejercido mediante la propiedad de esclavos, ganado o tierra gana fuerza sólo después de que el desarrollo económico ha recorrido cerca del noventa por ciento de su curso hasta hoy; podría decirse entonces, en forma semejante, que ha debido transcurrir el noventa y nueve por ciento de este curso de desarrollo, antes de que la propiedad de los equipos mecánicos llegue a tener la primacía indiscutible como base del dominio pecuniario. Esta institución moderna del “capitalismo” –la propiedad predominante del capital industrial tal como lo conocemos– es, por cierto, una innovación muy tardía y, sin embargo, tan enraizada en nuestro esquema familiar de vida, que tenemos cierta dificultad para verlo en su perspectiva total y nos encontramos dudando entre negar su existencia o confirmarlo como un hecho natural previo a todas las instituciones humanas.

Hablar de la propiedad del equipo industrial como una institución para monopolizar los bienes intangibles de la comunidad conlleva, inevitablemente, una nota de condena implícita aunque no deseada. Tal implicación de mérito o demérito es una circunstancia desfavorable para cualquier investigación teórica. Cualquier sesgo sentimental, ya sea de aprobación o de desaprobación, generado por tal censura implícita inevitablemente obstaculiza el desarrollo desapasionado de la argumentación. Para mitigar hasta donde sea posible el efecto de esta nota discordante conviene retroceder por un momento a otras formas más primitivas y remotas de la institución –como la esclavitud y la riqueza territorial– llegando a comprender los hechos modernos del capital industrial mediante una aproximación indirecta y gradual.

Estas antiguas instituciones de propiedad, la esclavitud y la propiedad de la tierra, son materias de historia. Consideradas como factores dominantes en el esquema de vida de una comunidad, su crónica histórica está completa, y no se requiere ningún argumento para apoyar la afirmación de que es una crónica del dominio económico de los propietarios de los esclavos o de la tierra, según sea el caso. El resultado de la esclavitud en su mejor día, o de la propiedad de la tierra en la época medieval o a comienzos de la era moderna fue el de hacer que la eficiencia industrial de la comunidad sirviera a las necesidades de los propietarios de esclavos, en el primer caso, y a las de los propietarios de la tierra, en el otro. El efecto de estas instituciones a este respecto ya no se pone en duda, excepto en forma tan esporádica y apologética que no debe detener nuestra argumentación.

Pero el hecho de que ese fuera el efecto directo e inmediato de esas instituciones de propiedad en su momento, de ningún modo implica la condena instantánea de tales instituciones. Es posible afirmar que la esclavitud y la riqueza territorial, cada una en su debido tiempo y ambiente cultural, sirvieron para mejorar la suerte del hombre y el avance de la cultura humana. Que esos argumentos tengan como fin demostrar los méritos de la esclavitud o de la propiedad de la tierra como un medio de avance cultural no nos interesa en nuestra actual investigación, como tampoco los méritos de los argumentos que se esgrimen. Hacemos referencia a esta cuestión para recordar que cualquier resultado teórico similar de un análisis de la productividad de los “bienes de capital” no debe admitirse por los méritos que revista en la controversia entre los críticos socialistas del capitalismo y los portavoces de la ley y el orden.

La naturaleza de la riqueza territorial, en cuanto a teoría económica, especialmente en lo que se refiere a su productividad, ha sido examinada con las precauciones más celosas y la más tenaz lógica durante el último siglo y ningún estudioso de la economía puede seguir fácilmente el curso de los argumentos mediante los cuales se ha desarrollado esa línea de teoría económica. Aquí, sólo es necesario modificar ligeramente el punto de vista para analizar la totalidad del argumento concerniente a la renta de la tierra en lo que atañe a nuestro tema. La renta tiene la naturaleza de una ganancia diferencial, que descansa sobre la ventaja diferencial, en cuanto a productividad se refiere, de la actividad industrial que se emplea sobre o en relación con la tierra. Esta ventaja diferencial, asociada a una parcela de tierra dada, puede ser un diferencial con respecto a otra parcela, o con respecto a la actividad industrial que se emplea independientemente de la tierra. La ventaja diferencial asociada a la tierra agrícola, es decir, en contraposición a la industria en conjunto, descansa sobre ciertas peculiaridades generales de la situación tecnológica. Entre ellas las siguientes: la especie humana, o la fracción que nos concierne, es numerosa en relación con la extensión de su hábitat; los métodos para obtener el sustento, como se han desarrollado hasta ese momento –los usos y medios de vida– hacen uso de ciertos cultivos y animales domésticos. Aparte de tales condiciones, que se presuponen en las discusiones sobre la renta agrícola, manifiestamente no podría haber ninguna ventaja diferencial asociada a la tierra y ninguna producción de renta. Con la creciente disponibilidad de medios de transporte, las tierras agrícolas de Inglaterra, por ejemplo, lo mismo que las de Europa en general, declinaron en valor, no porque llegaran a ser menos fértiles sino porque podía conseguirse exactamente el mismo resultado, en una forma más ventajosa, utilizando nuevos métodos. Igualmente, las regiones donde se encontraba el sílice y el ámbar, que son ahora territorio danés y sueco, en la zona próxima a la desembocadura al Báltico, fueron, en la cultura neolítica del norte de Europa, las tierras más favorecidas y valiosas dentro de esa región cultural. Pero, con la llegada de los metales y la disminución relativa del comercio del ámbar, llegaron a decaer en la escala de productividad y preferencias. Igualmente, en tiempos más recientes, con la aparición de la “industria” y el crecimiento de la tecnología de las comunicaciones, la propiedad urbana ha ascendido, en contraste con la propiedad rural, y la tierra localizada en una posición ventajosa con respecto a los muelles y a los ferrocarriles ha adquirido un valor y una “productividad” que no puede atribuírsele independientemente de estas novedades tecnológicas.

El argumento que sostienen los abogados de la tasa de impuestos única y otros economistas, en relación con el “incremento no ganado” es suficientemente familiar pero, en general, sus implicaciones posteriores no han sido reconocidas. Se sostiene que el incremento no ganado es producido por el crecimiento de la comunidad, en número y en sus artes industriales. El argumento parece ser sólido, y es aceptado comúnmente, pero se ha pasado por alto que de este argumento se deriva la conclusión posterior de que todos los valores de la tierra y la productividad de la tierra, incluyendo las “características originales e indestructibles del suelo”, son una función del estado de las artes industriales. Es sólo dentro de la situación tecnológica dada –el esquema corriente de formas y medios– que una parcela de tierra tiene los poderes productivos que en ese momento posee. En otras palabras, es útil sólo porque, hasta donde, y en la forma en que los hombres han aprendido a utilizarla. Esto es lo que permite clasificarla en la categoría económica de “tierra”. Y la posición preferencial del terrateniente, como alguien que tiene derecho al “producto neto”, consiste en su derecho legal a decidir cuándo, hasta dónde y en qué términos los hombres podrán poner en práctica sus conocimientos tecnológicos en aquellos aspectos relacionados con el uso de su parcela de tierra.

Todo este razonamiento sobre el incremento no ganado puede aplicarse, con ligeros cambios de frases, al caso de los “bienes de capital”. Los yacimientos daneses de sílice fueron de primordial importancia económica, durante un milenio o algo así, en la edad de piedra; y los instrumentos de sílice pulida de aquel tiempo eran entonces “bienes de capital” de inestimable importancia para la civilización y poseían una “productividad” tan enorme, que puede decirse que la vida de la humanidad en ese mundo se balanceaba sobre el filo de esas magníficas hachas de sílice pulida. Todo esto subsistió durante su época tecnológica. Los yacimientos de sílice, los métodos mecánicos y los “bienes de capital” asociados al sílice eran valiosos y productivos entonces, pero no antes ni después de esa época. En una situación tecnológica cambiada, los bienes de capital de ese tiempo se convirtieron en objetos de museo y su lugar en la economía humana fue ocupado por artefactos tecnológicos que incorporan otro “estado de las artes industriales”, resultado de posteriores y diferentes fases de la experiencia humana. Así como el hacha de sílice pulida, los utensilios de metal y similares que la desplazaron gradualmente de la economía de la cultura occidental fueron el producto de una larga experiencia y un aprendizaje gradual de usos y medios. Las hachas de hierro, igual que las de sílice, incorporan el mismo y antiguo recurso tecnológico de un eje cortante, así como el uso de un mango y la eficiencia debida al peso de la herramienta. Y en el caso de la una y de la otra, consideradas en una perspectiva histórica y desde el punto de vista de la comunidad en su conjunto, el conocimiento de usos y medios incorporados en esos utensilios era de enorme importancia y de grandes consecuencias. La construcción o adquisición de los “bienes de capital” concretos era simplemente un fácil resultado. Tomás Mun diría que “no costaban nada más que trabajo”.

Sin embargo, se podría argumentar que cada artículo concreto de los “bienes de capital” era el producto del trabajo de algún hombre y, como tal, cuando se usaban, su productividad no era nada más que la productividad indirecta, posterior y diferida del trabajo de quien los construyó. Pero, en ese caso, la productividad del constructor sólo era una función del equipo tecnológico inmaterial a su alcance, el cual, a su vez, era el lento destilado espiritual de la experiencia e iniciativa inmemorial de su comunidad. Para el productor o el propietario individual, para quien el acervo de equipo inmaterial acumulado por la comunidad estaba abierto por ser de conocimiento público, el costo de los bienes materiales concretos era el trabajo involucrado en construirlos o conseguirlos y hacer efectivo su acceso a esos conocimientos. Para su vecino, que no había construido o adquirido esa porción de “bienes productivos”, pero para quien los recursos de la comunidad, materiales o inmateriales, estaban abiertos en los mismos términos inmediatos, la situación podría parecer prácticamente idéntica. No tendría motivo de queja, ni tendría ocasión para hacerlo. Sin embargo, como recurso para mantener la vida de la comunidad y como factor para el avance material de la civilización, la situación en su conjunto tiene un sentido completamente diferente.

Hasta cuando los “bienes de capital” requeridos para satisfacer las necesidades tecnológicas del momento fueron lo suficientemente sencillos como para ser construidos por el hombre corriente, con una diligencia y una habilidad razonables, el hecho de que alguien recurriera al inventario común de bienes inmateriales no estorbaba a nadie, y de ello no surgía ninguna ventaja o desventaja diferencial. La situación económica correspondería aproximadamente a la teoría clásica de un sistema de libre competencia –“el simple y obvio sistema de libertad natural”– que descansa sobre la premisa de igual oportunidad. En una forma groseramente aproximada, tal situación tuvo lugar en la vida industrial de Europa Occidental durante la transición de los tiempos medievales a la era moderna, cuando la artesanía y la empresa “industrial” desplazaron a la propiedad territorial como principal factor económico. Dentro del “sistema industrial”, como algo distinto de las clases privilegiadas no industriales, un hombre con una cantidad módica de diligencia, iniciativa y vigor podía abrirse camino de una manera tolerable, sin ventajas especiales bajo la forma de derechos prescriptivos o de medios ya acumulados. El principio de igual oportunidad, sin duda, sólo se cumplía en forma dudosa y aproximada, pero las condiciones a este respecto llegaron a ser tan favorables que los hombres llegaron a persuadirse a sí mismos, a lo largo del siglo XVIII, de que habría una distribución sustancialmente equitativa de oportunidades si se eliminaban todas las prerrogativa diferentes a la propiedad privada de los bienes. Pero este estado de aproximación a un sistema tecnológico factible de igual oportunidad fue tan precario y transitorio que, mientras que el movimiento liberal que convergía hacia esta gran reforma económica aún tomaba fuerza, la situación tecnológica ya había excedido la posibilidad de ese esquema de reforma. Después de la revolución industrial ya no era cierto, ni siquiera en la forma burdamente aproximada en que pudo haberlo sido poco antes, que la igualdad ante la ley, exceptuando los derechos de propiedad, pudiera significar igual oportunidad para todos. En las industrias líderes, que empezaban a marcar la pauta para todo el sistema económico centrado en el mercado, la unidad de equipo industrial que se requería en esta nueva era tecnológica era mucho mayor de lo que cualquier hombre pudiera alcanzar con sus propios esfuerzos haciendo libre uso del conocimiento común de formas y medios. Y el crecimiento de la empresa de negocios progresivamente hizo que la situación del productor pequeño y anticuado fuera cada vez más precaria. Pero los teóricos especulativos de aquel tiempo todavía consideraban los fenómenos de la vida económica corriente a la luz de las tradiciones artesanales y las preconcepciones de los derechos naturales asociados con ese sistema y aún perseguían el ideal de la “libertad natural” como objetivo del desarrollo económico y finalidad de la reforma económica. Ellos se guiaban por los principios (hábitos de pensamiento) surgidos en una situación anterior, tan eficazmente que les impedían ver que la regla de iguales oportunidades que pretendían establecer era tecnológicamente obsoleta.4 Durante los cien o más años de influencia de las teorías de los derechos naturales sobre la ciencia económica, el crecimiento del conocimiento tecnológico ha seguido avanzando sin cesar y, concomitantemente, la industria en gran escala ha crecido cada vez más y dominado progresivamente el terreno. Este régimen de industria en gran escala es lo que los socialistas y algunos otros llaman “capitalismo”. Así usado, “capitalismo” no es un término nítido ni estricto, pero es suficientemente definido como para que sea útil para diversos propósitos. En su aspecto tecnológico, la característica de este capitalismo es que la aplicación industrial requiere una unidad de equipo material mucho mayor de la que un individuo puede alcanzar con su propio trabajo y mucho mayor de la que cualquier persona puede utilizar por sí misma.

Tan pronto como aparece el régimen capitalista, en este sentido, deja de ser cierto que el propietario del equipo industrial (o quien lo controle), en cualquier caso dado, sea o pueda ser el mismo que lo produce, en cualquier sentido ingenuo del término “producción”. Este se halla en la necesidad de adquirir su propiedad o control mediante algún otro expediente diferente del trabajo productivo industrial. La actividad industrial requiere una acumulación de riqueza y, excluyendo la fuerza, el fraude y la herencia, el método de adquirir esa acumulación de riqueza es, necesariamente, alguna forma de negociación, es decir, alguna forma de empresa de negocios. La riqueza se acumula, en el campo industrial, de las ganancias de los negocios; es decir, de las ganancias de un negocio ventajoso.5 Considerando la totalidad de la situación, observando el cuerpo de las empresas de negocios en su conjunto, el negocio ventajoso a partir del cual pueden surgir las ganancias y, por tanto, del cual se derivan las acumulaciones del capital es, en último análisis, una negociación entre quienes poseen (o controlan) la riqueza industrial y aquéllos cuyo trabajo aprovecha esta riqueza en la industria productiva. Esta negociación para contratar –generalmente un convenio de salarios– se lleva a cabo conforme a la norma de la libre contratación y se concluye de acuerdo con el juego de la demanda y la oferta, como lo han puesto de manifiesto muchos escritores.

En la visión tecnológica del capital aquí planteada, las relaciones entre las dos partes de la negociación –el capitalista empleador y la clase trabajadora– tienen lugar como sigue. Más o menos rigurosamente, la situación tecnológica obliga a una cierta escala y método en las diferentes líneas de la industria.6 En efecto, la industria sólo se puede mantener recurriendo a la escala y el método requeridos por la tecnología, y éstos requieren un equipo material de cierta (y gran) magnitud; mientras que el equipo material de la magnitud requerida sea propiedad exclusiva del capitalista empleador, de hecho se encontrará fuera del alcance del hombre común.

Un cuerpo correspondiente de equipo inmaterial –conocimiento y prácticas de usos y medios– es igualmente requerido bajo las reglas de las mismas exigencias tecnológicas. En parte, este equipo inmaterial es aplicado en la construcción del equipo material que poseen los capitalistas empleadores y, en parte, en la forma en que este equipo material se usa en los procesos posteriores de la industria. El cuerpo de equipo inmaterial que se aplica en cualquier línea de la industria es relativamente muy grande y, si se somete a un análisis exhaustivo, es virtualmente igual a la totalidad del cuerpo de experiencia acumulado por la comunidad hasta ese momento. La adopción libre de este inventario común de sabiduría tecnológica debe ejercerse durante la construcción y el uso subsiguiente del equipo material; aunque ninguna persona domine o emplee por sí misma más que una fracción insignificante del equipo inmaterial que se incorpora en la instalación u operación de cualquier bloque dado de equipo material.

El propietario del equipo material –el capitalista empleador– es, en el caso típico, ignorante de cualquier fracción apreciable del equipo inmaterial incorporado en la construcción y uso subsiguiente del equipo material que posee o controla. Su conocimiento y entrenamiento, en lo que aquí concierne, es un conocimiento de los negocios no de la industria.7 La escasa habilidad tecnológica que tiene o necesita para sus negocios es de carácter general, absolutamente superficial e inútil en lo que atañe a la eficiencia del trabajo; tampoco cuenta en la organización de los procesos de trabajo. Por tanto, en sus negocios requiere el servicio de personas que tengan un dominio competente de la forma en que opera el equipo tecnológico inmaterial, y es con estas personas con las que establece negociaciones de contratación. En términos generales, la medida en que éstas son útiles para los fines de aquél está dada por su competencia tecnológica. No se emplea ningún trabajador que no posea algún dominio parcial de los conocimiento tecnológicos requeridos –los imbéciles son inútiles en proporción a su imbecilidad– e incluso los trabajadores no adiestrados o “poco inteligentes” se usan relativamente poco, aunque posean ciertas habilidades en detalles industriales de uso común, como ocurre con la gran mayoría en términos absolutos. El “trabajador común” es, en realidad, un trabajador altamente entrenado y muy eficiente en comparación con el hombre común que se extrae de la comunidad únicamente por su aspecto físico.

En manos de estos trabajadores –la comunidad industrial, los portadores del equipo tecnológico inmaterial– los bienes de capital poseídos por el capitalista se convierten en “medios de producción”. Sin ellos, o en las manos de hombres que no sepan usarlos, los bienes en cuestión serían simplemente materiales en bruto, algo enloquecedores y estorbosos por habérseles dado la forma que ahora los convierte en “bienes de capital”. Cuanto más eficaces sean los trabajadores en su dominio de los recursos tecnológicos involucrados, cuanto mayor sea la facilidad con que son capaces de ponerlos en práctica, tanto más productivos serán los procesos en los cuales los trabajadores utilizan los bienes de capital de su empleador. Así también, cuanto más competente sea el trabajo de “supervisión”, la capacidad de supervisar y coordinar el trabajo en relación con la calidad, la velocidad, el volumen, tanto más importante será en la eficiencia productiva agregada. Pero este trabajo de coordinación es una función de la capacidad para supervisar la situación tecnológica en conjunto y de la destreza para proporcionar a un proceso de la industria sus requerimientos aprovechando los efectos de otros. Sin esa necesaria y sagaz correlación de los procesos industriales y su adaptación a las demandas de la situación industrial en su conjunto, el equipo material involucrado no tendría sino una insignificante eficiencia y sólo contaría muy poco como bien de capital. La eficiencia del control ejercido por el jefe de taller, el ingeniero, el supervisor, o cualquiera que sea el término que se use para designar al experto tecnológico que controla y coordina los procesos productivos, determina hasta dónde el equipo material en cuestión puede efectivamente ser considerado como un “bien de capital”.

A lo largo de todo este funcionamiento del trabajador y del supervisor, las finalidades de negocio del capitalista permanecen siempre como telón de fondo, y el grado de éxito que espera de su empresa de negocios depende, manteniendo igual lo demás, de la eficiencia con la que estos técnicos realizan los procesos industriales en los que ha invertido. Sus arreglos laborales con estos trabajadores –los portadores del equipo inmaterial involucrado– permiten que el capitalista oriente los procesos a los que se adecúan sus bienes de capital en su propio beneficio, al costo de la deducción del producto agregado de tales procesos que los trabajadores sean capaces de demandar a cambio de su trabajo. El volumen de esta deducción se determina por la puja competitiva con otros capitalistas que puedan hacer uso de la mismas líneas de eficiencia tecnológica, en la forma en que ha sido planteada por quienes escriben sobre salarios.

Con la concebible consolidación de todos los activos materiales bajo una misma administración de negocios, de modo que se elimine la puja competitiva entre los empleadores, es obvio que la empresa resultante dominará la totalidad de las fuerzas de la situación tecnológica, sólo con la deducción necesaria para la subsistencia de la población trabajadora. En tal caso, esta subsistencia se reduciría al nivel más económico, tal y como se vería desde el punto de vista del empleador. El empleador (capitalista) sería, de hecho, el poseedor de la totalidad del conocimiento de usos y medios de la comunidad, excepto hasta donde ese cuerpo de equipo inmaterial sirva también en los quehaceres domésticos de la población trabajadora. Qué tan cerca a ese estado final puede llegar a aproximarse la actual situación económica es un asunto de opinión. También hay lugar para que se pregunte ampliamente si, en el actual régimen de negocios que implica la competencia entre diversas empresas, las condiciones son más o menos favorables a la población trabajadora de lo que podrían llegar a ser en el caso de una consolidación total de las empresas que haya eliminado toda competencia y colocado la propiedad de los bienes materiales bajo el control de un monopolio absoluto. En respuesta a este interrogante no pueden ofrecerse más que vagas conjeturas.

Pero en relación con la cuestión del monopolio y el uso del equipo inmaterial de la comunidad, debe tenerse en cuenta que la situación tecnológica, tal como hoy se da, no admite una monopolización completa de los recursos tecnológicos de la comunidad, aunque se llegara a presentar una monopolización completa del total de propiedades materiales existentes. Aún existe un amplio rango de procesos industriales en los que no se pueden aplicar los métodos a gran escala y que no presuponen una gran unidad de equipo material o no implican una coordinación tan rigurosa con la industria a gran escala como para sacarlos del dominio del uso discrecional de las personas que no poseen una riqueza material apreciable. Típicos de tales líneas de trabajo, que por ahora no se pueden someter a la monopolización, son los detalles de la rutina del trabajo doméstico a que se aludió antes. En efecto todavía es posible, para una porción apreciable de la población, “ganarse la vida”, más o menos precariamente, sin recurrir a los procesos en gran escala que son controlados por los propietarios de los activos materiales. Este precario margen de libre acceso al conocimiento común de usos y medios parece ser lo que obstaculiza un ajuste más estrecho de los salarios al “mínimo subsistencia” y la propiedad virtual del equipo inmaterial por parte de los propietarios del equipo material.

De lo que se ha dicho hasta aquí se desprende que todos los activos tangibles8 deben su productividad y su valor a los recursos industriales inmateriales que ellos incorporan o cuya propiedad permite que sus dueños los absorban. Estos recursos industriales y materiales son necesariamente un producto de la comunidad, el residuo inmaterial de la experiencia de la comunidad, pasada y presente, el cual no puede existir por fuera de la vida de la comunidad y el cual sólo puede transmitirse bajo el cuidado de la comunidad en su conjunto. Quienes dan gran importancia a la productividad del capital podrían objetar que los bienes tangibles de capital en sí mismos tienen un valor y una eficiencia productiva específica, si no independiente de los procesos industriales en que se utilizan, entonces, por lo menos, como un prerrequisito para esos procesos y, por consiguiente, que como condición material previa para esos procesos establecen una relación causal con el producto industrial. Sin embargo, estos bienes materiales son en sí mismos un producto del ejercicio pasado del conocimiento tecnológico, retrocediendo así hacia hasta el principio. Lo que se involucra en el equipo material, que no es de naturaleza inmaterial o espiritual, y que no es un residuo inmaterial de la experiencia de la comunidad, es únicamente la materia en bruto con la que se construyen los artefactos industriales, donde el énfasis recae totalmente en el término “bruto”.

El tema se aclara con lo que le ocurre a un aparato mecánico que se vuelve obsoleto a causa de a un avance tecnológico y es desplazado por un nuevo aparato que incorpora un nuevo proceso. Ese artefacto va a parar al “montón de la basura”, en sentido literal. El recurso tecnológico específico que incorporaba deja de ser efectivo en la industria, en competencia con los métodos mejorados. Deja de ser un activo inmaterial. Cuando es, de esta manera, eliminado, su receptáculo material deja de tener valor como capital. Deja de ser un activo material. “Los poderes originales e indestructibles” de los constituyentes materiales de los bienes de capital, para adaptar la frase de Ricardo, no hacen que estos constituyentes sean bienes de capital; por supuesto, esos poderes originales e indestructibles, por sí mismos, de ningún modo confieren a los objetos en cuestión la característica de ser bienes económicos. Los materiales en bruto –tierra, minerales y similares– pueden, desde luego, ser una propiedad valiosa y pueden ser contabilizados dentro de los activos de una empresa. Pero el valor que así tienen es una función del uso esperado en que pueden emplearse, y éste es una función de la situación tecnológica en la cual se anticipa que serán útiles.

Todo esto parece subvalorar, o tal vez pasar por alto, los hechos físicos de la industria y la naturaleza física de los bienes. No existe, desde luego, ningún interés en subvalorar la importancia de los bienes materiales o del trabajo manual. Los bienes a los cuales nos referimos en esta investigación son los productos de un trabajo entrenado que se ejerce sobre los materiales disponibles, pero el trabajo debe ser calificado, en un sentido amplio, para que sea trabajo, y los materiales deben estar disponibles para que sean materiales industriales. Y tanto la eficiencia del trabajo entrenado como la disponibilidad de los objetos materiales en cuestión son una función del” estado de las artes industriales”.

Sin embargo, el estado de las artes industriales depende de las características de la naturaleza humana, físicas, intelectuales y espirituales, y del carácter del medio ambiente material. Es con estos elementos que se conforma la tecnología humana y esta tecnología es eficiente sólo en la medida en que se encuentra con las condiciones materiales apropiadas y opera, prácticamente, con las fuerzas materiales requeridas. Las fuerzas brutas del animal humano son un factor indispensable en la industria, como lo son también las características físicas de los objetos materiales con los que opera la industria. Y parece absurdo preguntar cuánto de estos productos de la industria o cuánto de su productividad debe imputarse a estas fuerzas brutas, humanas y no humanas, en contraste con los factores específicamente humanos que producen la eficiencia tecnológica. Ni es necesario entrar aquí en una cuestión de tal importancia, puesto que la investigación gira en torno de las relaciones productivas del capital con la industria, es decir, las relaciones del equipo material y su propiedad con los comportamientos de los hombres que actúan con el ambiente físico en el que la raza ha sido colocada. La cuestión de los bienes de capital (incluyendo la de su propiedad y, por tanto, incluyendo la cuestión de la inversión) es un asunto de cómo la humanidad, como una especie de animales inteligentes, aprovecha las fuerzas brutas que están a su disposición. Es un asunto de cómo el agente humano se ocupa de sus medios de vida y no de cómo las fuerzas del medio ambiente se ocupan del hombre. Cuestiones de este último tipo recaerían bajo la denominación de ecología, una rama de las ciencias biológicas que se interesa en la variabilidad adaptable de las plantas y los animales. La investigación económica se incluiría en este tipo de ciencias si la respuesta humana a las fuerzas del medio ambiente sólo fuera instintiva y variacional, sin incluir nada semejante a una tecnología. Pero en ese caso, no habría que preguntarse qué es el capital o qué son los bienes de capital o qué es el trabajo. Tales preguntas no surgen en relación con los animales no humanos.

En una investigación sobre la productividad del trabajo podrían presentarse algunas dudas sobre la participación o el lugar de las fuerzas brutas del organismo humano en la teoría de la producción; pero en relación con el capital no se presenta ese problema, excepto hasta donde esas fuerzas estén involucradas en la producción de los bienes de capital. Como un paréntesis, más o menos afín a la presente investigación sobre el capital, debe observarse que un análisis de los poderes productivos del trabajo debería, en apariencia, tener en cuenta las energías brutas de la humanidad (las energías nerviosa y muscular) como fuerzas materiales colocadas a la disposición del hombre por circunstancias que están fuera del control humano y que, en gran parte, no son teóricamente diferentes de las fuerzas nerviosas y musculares proporcionadas por los animales domésticos.


NOTAS AL PIE

1. Desde luego, el término “bienes” no debe tomarse en forma literal en este asunto. El término, propiamente, corresponde a un concepto pecuniario no a un concepto industrial o tecnológico y denota propiedad tanto como valor, y debe ser usado en este sentido literal cuando, en un artículo posterior, se analicen la propiedad y la inversión. En relación con lo que estamos discutiendo se usa en forma figurada, por falta de un término más apropiado, con el fin de darle cierta connotación de valor y de utilidad, sin que por ello implique propiedad.

2. Los motivos de explotación y de emulación juegan, sin duda, un papel importante para que surja la práctica de la propiedad y se establezcan los principios sobre los que ésta descansa; pero este juego de motivos y el concomitante crecimiento de las instituciones no pueden discutirse aquí. Ver Veblen (1994) capítulos 1, 2 y 3.

3. Ver Niebore (1900).

4. Para una discusión más amplia de este tema, ver Veblen (1899-1900; 1904, cap. 4).

5. Marx (1867) sostiene que la “acumulación primitiva” de la cual surgió el capitalismo es un hecho de fuerza y fraude. Sombart (1928) sostiene que el origen debe haber sido la riqueza territorial; Ehrenberg y otros críticos de Sombart se inclinan por la opinión de que la fuente más importante fue la usura y el comercio en pequeña escala, Zeit Alter der Fugger, caps. 1 y 2.

6. La frase “más o menos” cubre cierto margen de tolerancia con respecto a la escala y el método, que puede variar más apreciablemente en unas líneas de la industria que en otras, y que no podemos definir o describir en forma más adecuada dentro del espacio aquí disponible, como debería hacerse. El requisito de escala y método es forzado por la competencia. La fuerza y alcance de este ajuste competitivo tampoco pueden tratarse aquí, pero la aceptación corriente del hecho nos dispensa de los detalles.

7. Ver Veblen (1904, cap. 3).

8. El término “bienes tangibles” se utiliza aquí en el sentido de equipo útil de bienes de capital, considerados como una posesión valiosa que produce ingresos a su propietario.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Marx, K. El Capital, Libro I, Cap. 24, 1867, Fondo de Cultura Económica, México, 1946.

2. Niebore, H.J. Slavery as an Industrial System, Martinus Nijhoff, The Hague, 1900.

3. Sombart, W. Der Moderne Kapitalismus, Libro II, Parte II, Cap. 12, 1928.

4. Veblen, T. Theory of Business Enterprise, 1904, Augustus M. Kelley Publishers, Cap. 3. Existe edición en español de Eudeba, 1965.

5. Veblen, T. Theory of the Leisure Class, Penguin USA Paper, Capítulos 1-3, 1899. Existe edición en español del Fondo de Cultura Económica, 1963.

6. Veblen, T. “The preconceptions of economic science”, Quarterly Journal of Economics, julio, 396-426; enero, 1899-1900, 204-269.