LA LIBERTAD NO ES UN LUJO*
LIBERTY IS NOT LUXURY
Development as Freedom, de Amartya Sen, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1999
Mauricio Pérez Salazar**
* Esta reseña fue elaborada antes de que apareciera en el mercado una versión del libro en español titulado Desarrollo y libertad.
** Decano de la Facultad de Economía de la Universidad Externado de Colombia, mauricio.perez@uexternado.edu.co
DESARROLLO Y DEMOCRACIA
Cuando era estudiante de pregrado tuve la fortuna de tomar el curso de desarrollo económico de W. Arthur Lewis en la Universidad de Princeton. A finales de semestre, Lewis invitó a toda la clase a un té en su casa. La idea era, me imagino, la de propiciar una discusión más informal entre nosotros sobre los temas que se estaban analizando en la cátedra y los seminarios. El momento histórico –mediados de la década de los setenta– y la etapa que atravesaba en mi propia formación personal, hicieron inevitable una pregunta en esa tertulia.
“Profesor Lewis, muchos de los casos más exitosos en materia de desarrollo son países, como los del oriente asiático (y algunos latinoamericanos, entre ellos Brasil), donde no hay libertad política. ¿Cree usted que exista alguna contradicción entre desarrollo y democracia?”
El profesor Lewis recibió mi pregunta con bondad, pero también con algo de perplejidad. Pensó un momento antes de contestarme, como si no estuviera muy seguro de su respuesta. Con un tono ligeramente dubitativo (algo no muy común en él) dijo: “Lo más importante es que se asegure el respeto de las libertades civiles y sobre todo de las que permiten la operación del mercado”. La frase de Lewis no me dejó muy satisfecho, y creo que a él tampoco le gustó del todo1.
Sin embargo, no era un tema central de su indagación como académico y de alguna manera tenía como trasfondo un problema empírico. La inestabilidad asociada a regímenes democráticos no había arrojado los mejores resultados en muchas partes del mundo en desarrollo. Algunos economistas, entonces y ahora, optaron por afirmar que su responsabilidad era puramente técnica, y que lo político no era de su incumbencia. El apelativo, de ordinario no muy elogioso, de “Chicago boy” alude en lo esencial a esta actitud.
El hecho de que el primer libro publicado por Amartya Kumar Sen, luego de que recibiera el Premio Nobel de Economía, lleve como título Development as Freedom, o sea, desarrollo como libertad, es indicativo de cuanto ha madurado la economía y hasta qué punto ha superado la tara de ser, como decía Jesús Antonio Bejarano, apolítica, amoral y ainstitucional (Bejarano, 2000).
Equiparar el progreso económico y el político no es de por sí novedoso. De hecho, hace un cuarto de siglo los alumnos del profesor Lewis hubiéramos entendido como cosa obvia que sin cierto grado de prosperidad no era posible la libertad política, y que la democracia genuina era una especie de lujo que sólo podía darse en países ricos.
La tesis de Sen es bien distinta y mucho más cercana a las inquietudes de quienes hoy habitan las partes más pobres del mundo. El desarrollo y la libertad van de la mano, y es más fácil lograr el primero cuando se tiene la segunda.
Esta obra de Sen, basada en un ciclo de conferencias inicialmente pronunciadas ante funcionarios del Banco Mundial, puede considerarse una síntesis de su pensamiento económico. Aunque es de una riqueza conceptual y fáctica sorprendente, su presentación es fácilmente accesible para lectores que no dominen los aspectos más técnicos de la economía. Cubre una amplia gama de temas, desde las bases filosóficas de la economía hasta los sesgos informacionales de las políticas de desarrollo. Es un ensayo crítico, en el mejor sentido de la palabra, y Sen muestra en él una erudición que abarca mucho más que la literatura económica.
MUERTOS DE HAMBRE, MUJERES DESAPARECIDAS Y ESCLAVOS PRÓSPEROS
Para iniciar el análisis de los argumentos de Sen tal vez sea útil reseñar varios de los problemas que han sido objeto de sus trabajos empíricos y que presenta en su texto.
El primero es el caso de las hambrunas, tal vez la manifestación más aguda de privación. Que una sociedad, sea cual sea su forma de organización política y económica, llegue al triste extremo de permitir que una proporción de sus integrantes carezca de acceso a los alimentos necesarios, ya no para prevenir la malnutrición sino para mantener la vida, es una señal terrible de fracaso. Cuando se llega a ese extremo, toda discusión sobre criterios de medición de pobreza sobra.
Con frecuencia se asume que las hambrunas son el resultado de factores perturbadores externos: las guerras, los desastres naturales imprevisibles que reducen de manera drástica la disponibilidad de alimentos. Quizás así haya sido durante buena parte de la historia de la humanidad. Pero las hambrunas que interesan a Sen y que ocurrieron durante los siglos XIX y XX no se ajustan a esa tipología. Lo trágico de estos casos es que la gente se ha muerto de hambre en medio de una relativa abundancia de alimentos.
Tómese, por ejemplo, la gran hambruna irlandesa de mediados del siglo XIX. Irlanda era entonces dependencia política de la Gran Bretaña, el país más rico del mundo. La ilustrada opinión pública inglesa se preocupaba por la promoción de toda suerte de causas nobles, incluyendo la abolición de la esclavitud en tierras lejanas y la prevención de la crueldad con los animales. Esa misma opinión pública se mostró indiferente mientras morían de hambre centenares de miles de irlandeses y millones más se veían obligados a emigrar. Al tiempo, Irlanda exportaba comida a Gran Bretaña.
En varias hambrunas del siglo XX –la de Bengala en 1943, la de la provincia etíope de Wollo en 1973, la de Bangladesh en 1974– se repite la misma historia. La disponibilidad de alimentos no disminuye (si se toman en cuenta lugares cercanos) o incluso crece; y de las zonas de hambruna salen comestibles a otras partes.
¿Qué pasó? A juicio de Sen, dos tipos de problemas se conjugan. Uno tiene que ver con la organización y las instituciones de la sociedad. Si no hay mecanismos que garanticen a todos un “título” (el original inglés es entitlement ) a una parte de sus recursos que permita la subsistencia física mínima, puede haber, literalmente, muertos de hambre.
Cabe destacar que aquí no se requiere la presencia de fallas de mercado. La competencia perfecta, el óptimo de Pareto y el equilibrio pueden darse en medio de la hambruna. Otro factor son políticas coyunturales equivocadas, o la ausencia de ellas. Aumentar la oferta de alimentos no sirve de mucho cuando los demandantes potenciales no tienen con qué comprarlos. La falta de una prensa libre que llame la atención al problema, y de una forma de gobierno que sea sensible al clamor de los afectados hace posible que no pase nada.
Las hambrunas producen imágenes y relatos horripilantes y hoy la opinión pública global las percibe como un problema que requiere acción sin que importe mucho dónde ocurran. Es bien distinto el caso de otro de los problemas que Sen trae a consideración, el de las mujeres desaparecidas.
Por su contextura biológica, las mujeres son más robustas y resistentes a las enfermedades que los hombres. Ello hace que en sociedades avanzadas, donde las posibilidades de acceso a servicios de salud son simétricas para los dos géneros, sea normal que la población incluya, aproximadamente 105 mujeres por cada 100 hombres. Incluso en el África negra, en condiciones de tasas de fecundidad muy altas y una escasa provisión de esos servicios, se encuentra una relación de 102 mujeres por 100 hombres. Pero en muchas partes del mundo la relación es inversa. En Bangladesh, China y Asia occidental sólo se hallan 94 mujeres por cada cien hombres. En la India, 93, y en Pakistán, apenas 90.
La explicación causal es bien sencilla. En tales países hay un fuerte sesgo cultural en contra de las mujeres, que se refleja, entre otros hechos, en un menor acceso a la educación y al mercado laboral. Ese perjuicio se extiende a las preferencias de los padres acerca del género de sus hijos, pues ciertas costumbres (el dote matrimonial de las hijas, en la India, y una noción fuertemente patrilineal de las responsabilidades familiares, en la China ) hacen que la niña se perciba como una responsabilidad onerosa. Versiones de prensa indican la existencia de una discriminación reproductiva en contra de fetos femeninos en la China, donde se dan al tiempo la limitación legal al número de niños, la facilidad de acudir al aborto y la existencia de técnicas que permiten determinar el género del feto en una etapa temprana.
Sin embargo, esas condiciones no son generalizadas en otros países asiáticos. Allí, la historia de las mujeres desaparecidas puede equipararse en buena medida con un genocidio infantil silencioso y taimado, y que nunca llega a los noticieros de televisión. No es necesario que se “asesinen” las niñas. Tratos como el descuido o la distribución desigual de alimentos dentro de la familia tienen efectos equivalentes. La magnitud del fenómeno de las mujeres desaparecidas se ha estimado entre 60 y 100 millones. Como punto de comparación, las víctimas de la segunda guerra mundial, incluidas las del holocausto, no fueron más de 50 millones de seres humanos.
Un tercer caso se refiere a la situación de los esclavos negros en el sur de los Estados Unidos antes de la guerra civil. Sus niveles de consumo, sus expectativas de vida eran comparables e incluso superiores a los de obreros blancos (y libres). Sin embargo, los negros aborrecían la esclavitud y arriesgaban sus vidas para fugarse. Luego de la emancipación, ni siquiera el ofrecimiento de ingresos que duplicaban su “remuneración” como esclavos fue suficiente para persuadirlos a aceptar condiciones de trabajo similares a las de la preguerra.
Los tres tienen relación con la desigualdad: entre ricos y pobres, entre hombres y mujeres y entre libres y esclavos. Tienen también que ver con la esquiva noción de bienestar. El análisis de Sen muestra que en muchos casos los problemas que enfrenta la economía desbordan las posibilidades de soluciones “técnicas”, que en últimas son aparentemente óptimas por las restricciones en la información que se tiene en cuenta por las exigencias de su misma metodología. El problema está dado porque los economistas no hacen las preguntas correctas, o porque se abstienen de hacer las preguntas que deberían hacerse.
MERCADOS Y ESTADO, UNA VEZ MÁS
Sen nos recuerda que el debate sobre las bondades relativas de los mercados y de la acción estatal suele ser pendular, y que en décadas recientes ha prevalecido la posición que favorece las primeras. Sin embargo, prosigue:
La necesidad de un escrutinio crítico de las preconcepciones usuales en materia política y económica nunca ha sido mayor. Los prejuicios de hoy (en favor del mecanismo puro del mercado) requieren de investigación cuidadosa y sostendría, deben ser rechazados en parte. Pero tenemos que evitar la resurrección de las locuras de ayer que rehusaban ver los méritos –inclusive la necesidad inevitable– de los mercados… Mi ilustre compatriota Gautama Buddha tal vez tenía demasiada predisposición a ver la necesidad universal del “camino medio” (aunque no llegó a hacer una discusión específica del mecanismo de mercado) pero algo hay que aprender en sus discursos sobre el no extremismo que pronunció hace 2500 años (Sen, 1999, 112).
La defensa más usual del mecanismo del mercado se basa en criterios de eficiencia. Esos argumentos no son deleznables, y las dificultades enfrentadas por las economías centralmente planificadas son una demostración palpable de su validez. Es imposible igualar la capacidad de los mercados como medio para la transmisión de información útil para la toma de decisiones económicas y otras formas de organización de la producción y de la distribución tienen problemas insolubles, de información también, ligados a la existencia de relaciones del tipo principal-agente.
Para Sen los mercados tienen en su favor una razón mucho más poderosa, de carácter ético. Los mercados por la forma como operan favorecen más la libertad y autonomía en la toma de decisiones acerca de su bienestar por los individuos. Ese argumento fue reconocido por el mismo Marx en su descripción del capitalismo. Como lo ilustra la experiencia de la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos, el marco del mercado puede ser preferido como un asunto de dignidad humana. Sen cita múltiples casos donde la posibilidad de vincularse a los mercados laborales, por fuera de estructuras tradicionales de servidumbre, ha tenido efectos emancipadores. La intervención estatal es muchas veces una mampara detrás de la cual se esconden intereses particulares, y Sen señala que esta inquietud era uno de los motivos principales que tenía Adam Smith para desconfiar de ella. Cita también a Wilfredo Pareto, quien definió con precisión la caza de rentas (o rent-seeking ) antes de que existiera el término:
Si una medida A causa la pérdida de un franco a mil personas, y una ganancia de mil francos a un individuo, el segundo le dedicará mucha energía mientras que los segundos la resistirán débilmente. Al final, es probable que tenga éxito la persona interesada en ganarse los mil francos por medio de A. (Sen, 1999,122)
Pero no por eso debe olvidarse la existencia de bienes públicos, de externalidades y de comportamientos particulares que son racionales en el sentido estrecho pero que implican pérdidas sociales. Un caso de especial interés son las actividades públicas que contribuyen a formar capacidades, siendo el ejemplo por excelencia el de la educación pública. Los logros de la República Popular China en materia de indicadores sociales que no guardan correspondencia con su ingreso per cápita, para no hablar de las tasas de crecimiento registradas luego con una cautelosa apertura económica, no hubieran sido concebibles sin la previa inversión pública en la masificación de la educación.
Tomando cohortes anteriores de países del este Asiático que han emprendido el sendero del desarrollo, lo mismo puede decirse del Japón Meiji y de la Corea de Park. Aun cuando los mercados funcionen bien, como mercados, son muchas las áreas de la actividad humana donde hay interacción que no es y no puede mediatizarse por ellos. Hay cosas que deben estar por fuera del comercio (por ejemplo, la justicia) para que el comercio pueda existir. Adam Smith, que vivió en una época cuando florecía la especulación, defendió los controles a la usura porque estimaba que ello limitaría el acceso de los “proyectistas” irresponsables (promotores, diríamos nosotros) al mercado de capitales.
La conclusión de Sen respecto de este debate es muy del “camino medio” de su compatriota Gautama Buddha. Reconoce que el peso de la evidencia indica la conveniencia de políticas fiscales prudentes y conservadoras; pero a la vez, insiste en que la estabilidad macroeconómica es un medio y no un fin, y que debe balancearse con otras prioridades, como el asegurar que sí haya oportunidades sociales que no existirían en la ausencia de la intervención estatal.
LIBERTAD, AGENCIA Y EL BANCO MUNDIAL
Es diciente el hecho de que la audiencia original de los planteamientos contenidos en este libro fueran funcionarios del Banco Mundial. Esta institución ha sido la fuente de inspiración de muchas de las políticas públicas que se aplican hoy en países en desarrollo.
Si bien los enfoques en la orientación del Banco Mundial han cambiado a lo largo de las últimas décadas, se pueden identificar dos constantes de ese estilo de hacer políticas. Por una parte, está la aplicación de la teoría económica a problemas específicos de desarrollo. De hecho, Sen es apenas uno de los eminentes economistas del desarrollo que han trabajado como consultores en la institución2.
Por la otra, el Banco se ha preocupado por generalizar en el mundo en desarrollo lo que percibe en un momento dado como las “mejores prácticas” en cada ámbito de política. Dicho en otros términos, la filosofía del Banco Mundial es la de que una política particular que haya sido exitosa en Zimbabwe también debería aplicarse en Albania.
La influencia del Banco, por supuesto, no se debe en forma exclusiva a la calidad de las políticas que recomienda; es más un producto de la condicionalidad de sus préstamos, que con frecuencia es vista por los países “beneficiarios” como una imposición. Quienes han tenido la oportunidad de participar en negociaciones con el Banco Mundial a veces se preguntan si éste no estará tratando de convertir a la economía en una ciencia experimental, en la cual las naciones en desarrollo harían el papel de conejillos de Indias.
A otro nivel, el estilo paternalista del Banco Mundial no es ajeno a la manera como se formulan políticas económicas y en especial políticas sociales a nivel nacional. El tecnócrata sentado en su cómoda oficina en la capital decide cuáles son las necesidades que deben ser atendidas y cómo el Estado, directa o indirectamente, debe atenderlas. Con frecuencia, él percibe las influencias externas como una indeseable interferencia en su labor técnica, incontaminada con la “política” que puede reflejar la vocería de los interesados en la política respectiva.
Ese es el punto que inquieta a Sen. Sea en el marco de una relación entre países o instituciones donantes y países recipientes de ayuda, o sea en el marco de la relación entre el Estado y sus ciudadanos, ¿es válido tratar a los pobres como objetos y no como sujetos de un proceso de desarrollo? Su respuesta es negativa. Para Sen, la agencia es indispensable para el logro del desarrollo. En sus palabras:
El uso del término “agencia” requiere algo de clarificación. La expresión “agente” a veces se usa en la literatura de la economía y de la teoría de los juegos para denominar una persona que actúa a instancias de otro (quizás orientado por un “principal”) y cuyos logros se deben evaluar a la luz de los fines de otro (el principal). Uso el término “agente” no en ese sentido, sino en el más tradicional y más noble de alguien que actúa y causa cambios, y cuyos logros se pueden valorar en términos de sus propios valores y objetivos aunque los evaluemos (o no) en términos de algún otro criterio externo... Esto incide sobre muchos asuntos de política pública, desde los estratégicos, tales como la tentación generalizada de formuladores de política de usar la “focalización” (para una “entrega ideal” a una población supuestamente inerte), hasta asuntos fundamentales, tales como la disasociación entre el manejo del gobierno y el proceso democrático de escrutinio y rechazo (y el ejercicio participativo de derechos políticos y civiles) (Sen, 1999, 18-19).
Sen desarrolla dos argumentos a favor de un enfoque de política que no reduzca a sus beneficiarios a una condición inerte. Uno de ellos es el de la eficiencia. Hacer de las mujeres pobres en países de desarrollo protagonistas de su propio destino, por medio de la educación, de esquemas de crédito y de la participación laboral, ha resultado mucho más eficaz para la mejora en indicadores sociales que el incremento del gasto público. Sociedades que discriminan a las mujeres tienen menos éxito en la búsqueda del desarrollo social que aquellas que no lo hacen.
El otro, y el más fundamental, tiene que ver con la pregunta de si la libertad es un valor intrínseco o instrumental. Sen defiende con vehemencia la proposición de que los individuos y las sociedades son mejores en cuanto más libres, y que en últimas el desarrollo sólo puede entenderse como el avance de la libertad. Los fines que identificamos con el desarrollo son los mismos que dan mayor amplitud de acción a los individuos, y en eso no es fácil distinguir entre las restricciones derivadas de órdenes políticos restrictivos y de las que se desprenden de las carencias materiales.
Otro argumento de Sen que contribuye a definir los alcances y objetivos de las políticas públicas es el de las capacidades ( capabilities, en el original). La capacidad de una persona es la libertad sustantiva de lograr un determinado estilo de vida. Sen sugiere que una buena sociedad es aquella que maximiza las capacidades de sus integrantes, y que parte importante de ese proceso es permitir a los individuos elegir de la mejor forma posible el estilo de vida que quieren tener. No es más que el principio socrático: la buena vida es el desarrollo de lo mejor de las potencialidades de cada quien, y la buena sociedad es aquella que lo facilita.
Vuelvo a la pregunta hecha al profesor Lewis, si la democracia es compatible con el desarrollo. La respuesta de Sen es muy clara: no sólo es compatible, es indispensable. Entre otras razones, porque sólo un sistema político libre permite las posibilidades de agencia individual, porque sólo un sistema político libre garantiza el escrutinio de las actividades del Estado que impide aberraciones como las hambrunas. Sin embargo, señala Sen que en algunos campos sistemas democráticos han arrojado resultados inferiores a los autoritarios. No hay hambrunas en la India pero la China ha sido mucho más exitosa en la erradicación del analfabetismo.
A pesar de los aportes de Sen y del enfoque de la elección social que ha preconizado, sigue abierto el debate sobre cómo el proceso político puede y debe optimizar el bienestar social. No hay respuestas ciertas, pero por lo menos tenemos una certeza. La libertad no es un lujo que sólo puedan darse los ricos.
NOTAS AL PIE
1. Sen llama la atención al hecho de que “Varios economistas… han destacado la importancia de la libertad de elegir como criterio de desarrollo… W. A. Lewis afirmo en su célebre obra La teoría del desarrollo económico que el propósito del desarrollo es ampliar ‘la gama de la elección humana’. Sin embargo, después de hacer este punto…, Lewis en últimas decide concentrar su análisis sólo en el ‘crecimiento del producto per cápita’, con base en el argumento de que esto ‘da al hombre mayor control sobre su medio ambiente y por lo tanto aumenta su libertad’” (Sen, 1999, 290).
2. Como puede apreciarse en Meiers, Gerald y Seers, Dudley (1984), no hay eminencia de la economía del desarrollo que no haya sido consultor del Banco Mundial.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Bejarano, Jesús Antonio, “Los nuevos dominios de la ciencia económica”, Cuadernos de Economía, Nº 34, 2000.
2. Meier, Gerald; Seers, Dudley, compiladores. Pioneers in Development, Washington, Oxford University Press and the World Bank, 1984.
3. Sen, Amartya K., Development as Freedom, New York, Alfred A. Knopf, 1999.