LAS CIENCIAS SOCIALES BAJO PRESIÓN*


SOCIAL SCIENCES UNDER PRESSURE



Lisa Anderson**

* Palabras pronunciadas en la clausura del seminario Information and Democratic Society: Representing and Conveying Quantitative Data celebrado en la Universidad de Columbia el 31 de marzo de 2000.

** Directora de la School of International and Public Affairs, Universidad de Columbia.


Hoy han celebrado ustedes los extraordinarios logros de las ciencias sociales modernas –los refinamientos de nuestra medición del impacto de cambios en el mercado laboral sobre estructuras familiares, por ejemplo, y los matices de nuestro entendimiento sobre cómo la opinión pública afecta y es afectada por los medios masivos de comunicación– y han examinado temas de frontera en el desarrollo metodológico y técnico: el potencial del Internet para crear mayores y mejores redes de colaboración entre académicos, y los méritos relativos de los experimentos aleatorios y de la teoría de las decisiones en la evaluación de programas. Ha debido ser una experiencia refrescante, pero alentadora e intimidante a la vez.

Desde una perspectiva, el potencial de las ciencias sociales para mejorar el conocimiento académico y las políticas públicas es, evidentemente, enorme. Sin embargo, desde otra, el grado de nuestra ignorancia –y los peligros de dicha ignorancia– es preocupante. Inquietudes sobre la confidencialidad de quienes responden encuestas, y las dificultades de estimar la magnitud de la economía informal nos han obligado a confrontar los límites de los procedimientos estándares que utilizamos como científicos sociales.

Quisiera tomar unos minutos para regresar al tema central de la conferencia de hoy –“La información y la sociedad democrática”– y considerar las implicaciones de nuestros logros y limitaciones como científicos sociales para la creación y mantenimiento de una vida política y social de carácter democrático.

No voy a hacer un repaso de las muchas definiciones de la democracia que ha propuesto la ciencia política –pueden tener la certeza de que son numerosas y variadas– pero quisiera recordar la conexión íntima entre el desarrollo de las ciencias sociales y el Estado moderno. Sin perjuicio de los múltiples efectos colaterales de la investigación en ciencias sociales, no deberíamos olvidar que los primeros esfuerzos de recolección sistemática de estadísticas fueron realizados por los gobernantes de los incipientes Estados modernos con el propósito de recaudar impuestos y reclutar soldados –de allí la raíz común de las palabras “estado” y “estadística”. Las ciencias sociales y la política pública, entendida como proyecto diferenciado de las intrigas familiares o de las veleidades personales de los soberanos, se criaron juntas. En el siglo XX la capacidad de compilar y de analizar grandes cantidades de datos sobre el comportamiento humano y los procesos sociales y económicos fue el fundamento del estado de bienestar. Para planear la intervención keynesiana en la macroeconomía y la provisión pública de servicios sociales, economistas y otros científicos sociales desarrollaron modelos, corrieron regresiones y diseñaron políticas que tenían en cuenta las relaciones entre tributación y nivel de empleo, tendencias demográficas y los niveles de las pensiones de seguridad social. Con frecuencia la necesidad política ha sido la madre del ingenio en las ciencias sociales.

Hoy, muchas de las innovaciones en las ciencias sociales tienen otras motivaciones: porque somos virtuosos de la técnica, porque los problemas teóricos y metodológicos son intrínsecamente interesantes, porque tenemos nuevos y abundantes datos con que trabajar, porque la literatura de nuestras disciplinas plantea preguntas intrigantes. Los vínculos entre este trabajo y la política pública no siempre se perciben a simple vista. Pero si vamos más allá de la superficie de las presentaciones de hoy, sus implicaciones para la política pública se hacen evidentes. ¿Poseemos un derecho a la privacidad? ¿Cuáles son las obligaciones legales y éticas de los científicos sociales para lograr la confidencialidad? ¿Existen formas para hacer que los mercados sean más eficientes, más transparentes y mejor regulados? Si las hay, ¿esto llevará a la prosperidad? ¿Cómo podemos evaluar el impacto de los programas y proyectos sobre su población objetivo? ¿Cómo podemos hacer para que esa evaluación sea útil para quienes diseñan política?

Es esta íntima, aunque a veces implícita, conexión entre la ciencia social y la política pública lo que explica buena parte de la variedad en la investigación en ciencias sociales en distintas partes del mundo. La investigación es costosa, y algunas de las fortalezas y debilidades de las comunidades académicas de las ciencias sociales en cada país son el reflejo de la riqueza o la pobreza de las sociedades donde trabajan sus integrantes. Contratar encuestadores, programadores y digitadores, mantener un equipo de cómputo, acceder a Internet, éstas son actividades más fáciles de realizar en Boston que en Bogotá, y más fáciles en Bogotá que en Burkina Faso. En África, por ejemplo, muchas universidades difícilmente ameritan ese nombre, y sus condiciones no son las más propicias para la investigación en ciencias sociales. Cito un informe reciente del Social Sciences Research Council:

edificaciones dilapidadas; suministro errático de electricidad y agua; bibliotecas mal dotadas y salones de clase hacinados; carencia de personal calificado y, debido a los bajos salarios, baja moral de quienes trabajan; falta de oportunidades para elaborar investigaciones significativas; gerencia deficiente; y deterioro del estatus social y prestigio [SSRC, Networks, 19].

Obviamente, llevar a cabo investigación satisfactoria y útil con estas restricciones no es fácil. Quizá ni siquiera sea responsable.

Las limitaciones económicas también pueden distorsionar la tradición investigativa: un reporte de la UNESCO sobre Europa central y oriental afirma que:

los científicos sociales en el área generalmente no emplean estadísticas, modelos u otros métodos cuantitativos de alto rendimiento en buena medida debido a las dificultades para acceder al software y a los equipos de cómputo necesarios.

En muchas partes en el mundo en desarrollo y en las economías en transición la difusión de los resultados de la investigación se ve obstruida por la pobreza y los bajos presupuestos de las bibliotecas, mientras la agenda de investigación es determinada por los intereses de los donantes internacionales o el clientelismo de las firmas consultoras internacionales. Esto sesga la investigación hacia el trabajo aplicado y lo aleja de la innovación metodológica y técnica. Los mejores talentos de las ciencias sociales son atraídos de las universidades hacia firmas comerciales y ONG con buen financiamiento que hacen poco, o nada, por apoyar la formación.

Pero la riqueza o la pobreza no son, me atrevo a afirmar, los únicos determinantes de la vitalidad de la comunidad investigativa en las ciencias sociales de hoy. Como se ha demostrado en esta reunión, investigaciones de alta calidad en las ciencias sociales, y, aún más importante, un compromiso permanente con su realización existen en muchos países pobres incluyendo los africanos.

Una amenaza mayor es la hostilidad e incomprensión del ambiente social y político. La ausencia de una audiencia que conozca o aprecie puede reflejar una determinada evaluación de las ciencias sociales o de su asociación con la política pública. Después de todo, la investigación en las ciencias sociales no es sólo una herramienta que surgió de y fue útil para la construcción del Estado moderno. También puede contribuir a la construcción y elaboración de regímenes políticos modernos, en especial democracias. Ello no siempre se valora positivamente.

Permítaseme elaborar. He sugerido que existen dos tipos de razones, distintas de las restricciones financieras, que explican la presión a la que están sometidos muchos de los científicos sociales que trabajan fuera de Estados Unidos. Una es la hostilidad, que está bastante difundida. La segunda es la falta de comprensión, quizá se esté debilitando pero es más interesante; comenzaré por ella.

En cuanto desarrollemos métodos más sofisticados y modelos más elaborados debemos tener en cuenta que nuestra ciencia social se basa en una concepción del conocimiento que valora la cuantificación, mide la realidad con precisión numérica o con probabilidades y favorece una concepción del ser humano como una observación, una estadística –como “capital humano”1–. Esta perspectiva es ampliamente compartida en los países avanzados. Las encuestas políticas, el mercadeo masivo y la investigación médica han popularizado el vocabulario de la economía cuantitativa y la estadística por varias generaciones –pero no es universal, incluso en Estados Unidos–. La resistencia a ser un “número sin nombre y sin cara” es una parte central de la cultura popular de finales del siglo XX en Norteamérica. Como lo indican reacciones populares a los informes sobre el derrame de desechos nucleares o las noticias sobre una cura milagrosa del cáncer, la desconfianza acerca de las “mentiras, desvergonzadas y estadísticas” no se merma frente a amenazas percibidas contra la salud y el bienestar personales.

La brecha entre las comunidades científicas y sus sociedades es mucho más profunda en el resto del mundo. Donde el alfabetismo no es la regla general, el sentido de lo numérico es aun más escaso. Debemos tener conciencia de que nuestro compromiso con la cuantificación puede implicar distorsiones en la definición del ser humano, de su identidad, de sus intereses. Al realizar “experimentos mentales” y diseñar protocolos de investigación debemos resistir la tentación, demasiado humana, de adivinar las preferencias de personas para quienes los milagros pueden ser tan reales como lo son las probabilidades para nosotros, a partir de la extrapolación desde nuestra propia lógica.

Por ejemplo, en el norte de África los demógrafos estudian sociedades donde las mujeres reportan todos los hijos que han tenido –vivos o muertos– como miembros de la familia, porque todos ellos poseen almas. Existen así mismo comunidades donde el mercado, como nosotros lo conocemos, nunca ha operado. En algunos de los países productores de petróleo, como en Arabia, ni los antecedentes de una economía nómada pastoril y de comercio regional ni un presente de grandes aunque erráticas ganancias ocasionales ofrecen mucha orientación acerca de cómo puede operar una economía desarrollada de mercado. La disponibilidad de recursos sin que sea necesario un sistema tributario doméstico hace que el Estado no tenga muchos incentivos para informarse acerca de la población que gobierna. Sin que sea necesario cobrar impuestos, con la capacidad económica suficiente para contratar mercenarios, estos gobiernos tienen poco interés en averiguar sobre la vida de sus gobernados. En cambio, las políticas gubernamentales reflejan una concepción de la sociedad humana y del intercambio social que da prelación a las relaciones personales y familiares sobre la operación formal e impersonal del mercado. Su relación con las realidades de la vida de la gran mayoría de la población es a lo mejor tenue. En este contexto, la utilidad de las ciencias sociales cuantitativas en la creación o evaluación de políticas públicas es casi nula, lo que explica por qué el gobernador del Banco Central de Libia –y, lo que es más impactante aún, su director de investigaciones– no pudo responder una pregunta acerca de la tasa de inflación de su país.

En algunos lugares el escepticismo o la hostilidad frente a los métodos científicos no es un reflejo de lo que en esta era de globalización pudiera denominarse visiones anacrónicas del mundo. Por el contrario, es un resultado de políticas gubernamentales deliberadas. Por ejemplo, los casos de gobiernos que son renuentes a (o quizás incapaces de) recolectar o divulgar información de este tipo. El mundo árabe posee el menor uso per cápita de Internet en el mundo, no porque estos países no puedan pagar la tecnología necesaria, sino porque los regímenes creen que no se debe difundir la información que acompaña dicha tecnología. La mitad del volumen total de las transacciones económicas en Egipto, México, Nigeria y las Filipinas no son contabilizadas; en los hoteles de Irak existen avisos advirtiendo a los ciudadanos para que no hablen con extranjeros; científicos de Europa oriental que han conducido investigaciones sobre la contaminación ambiental han sido condenados por traición al Estado; y científicos sociales en Colombia han sido asesinados.

Muchos de los conceptos de las ciencias sociales, en especial de la ciencia política, están tan asociados con las políticas democráticas y las economías de mercado que resulta casi imposible llevar sus métodos y perspectivas a otras partes del mundo sin exportar al mismo tiempo los regímenes políticos y económicos bajo los cuales se desarrollaron. ¿Qué puede hacer un estadístico en formación cuando se entera de que el dato sobre la población total de Arabia Saudita, para no hablar de cualquier desagregación de datos censales, es un secreto de Estado? ¿Cómo puede contribuir la teoría del votante mediano a nuestra interpretación de sistemas políticos donde el fraude electoral es rutinario? ¿Qué pertinencia tiene la nueva economía institucional cuando se enfrenta a la falta de una definición clara de los derechos de propiedad en los vastos sectores públicos del mundo en desarrollo?

En este tipo de contextos –que prevalecen en, pero no son exclusivos del mundo árabe, donde he realizado la mayoría de mis investigación como científica social– el asegurar formación apropiada, un ambiente laboral amable y otros medios de apoyo institucional a las ciencias sociales es una decisión profundamente política. En este sentido las ciencias sociales no son “libres de valores”, son liberales en el sentido dado a esta palabra en el siglo XIX. Privilegian al individuo, hacen suyos las libertades humanas y fundamentales de expresión, conciencia y reunión (¿qué es la revisión de pares sino una suerte de reunión virtual para el intercambio de opiniones y creencias?). Las ciencias sociales también son democráticas al tener como norma fundamental las definiciones formales e imparciales del procedimiento científico.

Muchas ideologías y tradiciones religiosas alrededor del mundo pretenden basarse en otros valores. Algunos de estos son genuinos y otros no, pero todos debilitan nuestra comunidad científica internacional. El gobierno de Burma cerró todas las universidades hace algunos años; el estado Iraní suspendió la mayoría de la educación y las investigaciones en las ciencias sociales luego de la revolución; la familia real saudita ha limitado de manera drástica el espacio de las ciencias sociales en las universidades del reino; el régimen libio remplazó el curriculum convencional de la ciencias sociales por las enseñanzas de Mu’ammar Qaddafi. En todos estos países y en muchos más las ciencias sociales están sitiadas.

Cuando hablemos de la internacionalización de las ciencias sociales debemos recordar que éstas siempre tienen alguna relación con la “información y la sociedad democrática”. La posibilidad de investigar en las ciencias sociales presume no sólo infraestructura técnica, equipos, movilidad, habilidades y entrenamiento, sino, lo que es más importante, requiere de la vigencia de las libertades de expresión, información y asociación. De esta forma, la ciencia social genuina nunca escapará de sus orígenes en la política pública. Pero, lejos de ser el servidor obsecuente del Estado puede llegar a ser un reto directo al orden público establecido.

¿A dónde nos lleva esto? Bueno, esto me permite valorar el ambiente en donde vivo, que no sólo es tolerante sino que invita a la investigación en ciencias sociales. También me compromete con la generalización y, eventualmente, la universalización de las condiciones necesarias para la investigación sostenida y tranquila de las ciencias sociales. Yo sí creo que lo que es bueno para las ciencias sociales lo es también para la vida moderna en general. Esa, debo reconocerlo, es la razón por la cual soy integrante de la junta directiva de Human Rights Watch. Finalmente, esto me hace sentir modesta frente a los logros de mis colegas –especialmente aquellos que trabajan bajo presión–.


NOTAS AL PIE

1. Para un tratamiento histórico de este punto, véase Crosby, Alfred W., 1997. The Measure of Reality: Quantification and Western Society, 1250-1660, Cambridge University Press.