CRIMEN E IMPUNIDAD, PRECISIONES SOBRE LA VIOLENCIA
REVIEW OF “CRIME AND IMPUNITY, VIOLENCE PRECISIONS” BY MAURICIO RUBIO
de Mauricio Rubio, TM Editores, CEDE, Bogotá, 1999
Jesús Antonio Bejarano
En una de las muchas afirmaciones que en el libro de Mauricio Rubio suscitan la reflexión se dice que “en materia de violencia, paz, negociaciones y diálogos, para encontrar opiniones que no riñan con la evidencia, que no pisoteen los principios y que no insulten el sentido común parece necesario buscar más allá de nuestras fronteras. Frente a estos temas, para no sentirse extravagante, es preciso aferrarse a lo que dice gente completamente aislada de ese mar de inconsistencias, eufemismos, misterio, engaño o abiertas amenazas que rodean el debate en el país. Las manipulaciones y, sin duda, el temor han llegado en Colombia al extremo de contaminar el lenguaje; ya no se pueden llamar las cosas por su nombre, ya no se pueden describir las situaciones como lo que son” (p. 225). Guiado sin duda por el afán de restituir las preguntas básicas que el temor o el oportunismo parecen haber escamoteado, este libro es un esfuerzo riguroso e innovador que ayuda a superar el voluntarismo y las aproximaciones subjetivas que predominan hoy en los análisis de la violencia y de la paz.
Será preciso admitir que pese a la abrumadora realidad cotidiana, nutrida de hechos de violencia de todo orden, lo cierto es que entendemos poco de esa violencia y lo poco que entendemos no lo entendemos bien. Una parte de las razones de nuestra limitada comprensión está en la desorientación de las ciencias sociales según la forma habitual en que se practican en Colombia. La sociología, la economía, las ciencias políticas, parecieran a menudo dar rodeos para evitar enfrentar explicaciones rigurosas de estos fenómenos, cuando no es que asumen de manera acrítica como verdades bien sabidas afirmaciones que hacen carrera, sin mayor sustento empírico y que se apoyan las más de las veces en una mala lectura de cifras.
Así, se van difundiendo y aceptando tesis tales como aquella de que la violencia que nos está matando es la de la calle, que orientó desde el conocido informe “Colombia, Violencia y Democracia” la manera de enfocar varias de las políticas de seguridad del país, igual la tesis del llamado “empate militar” que condujo a desestimar la importancia del esfuerzo para una construcción rigurosa de las condiciones del proceso de paz, sobre la presunción de que la negociación debía producirse de por sí en ausencia de otras alternativas. Igual la socorrida y por supuesto equivocada tesis, compartida por muchos políticos y muchos académicos de que la pobreza es la causa de la violencia armada, tesis que no resiste la menor contrastación ni en el plano internacional ni en el plano interno.
En esas circunstancias, interrogantes que deberían implicar análisis complejos y aproximaciones teóricas más rigurosas merecen sólo respuestas acartonadas (“soluciones lingüísticas” las llama Rubio) tales como “meterle pueblo al proceso”, como se expresa en la más vulgar retórica de algunos de los participantes de la llamada sociedad civil, o la tesis de “negociar en medio del conflicto”, tesis ambigua que parece servir para explicar la debilidad de las condenas a los actos terroristas de la insurgencia, o frases como la de “negociar con todos los actores”, como si todos fueran lo mismo o como si con todos se pudiera hablar de lo mismo. Las soluciones a la violencia parecen, pues, llenarse de eufemismos, de suerte que la renuencia a calificar de terroristas a los actos terroristas, o las más recientes sutiles distinciones entre el secuestro económico y el secuestro político, sólo oscurecen las perspectivas de análisis, y sobre todo escamotean las dimensiones éticas con que deben juzgarse los hechos violentos; todo ello, finalmente, pretende ser un esfuerzo “pacifista” por dar explicaciones que al poco andar se convierten en justificaciones de las acciones violentas. Así, podrían recogerse en abundancia ejemplos como los de las múltiples declaraciones de miembros de la sociedad civil “explicativas” del genocidio de Machuca, la calificación como “avance” de la claudicación ética sobre el tema del secuestro que se presenta en el punto 10 del acuerdo de Maguncia o la visita de “buenos oficios” que dio como resultado el Acuerdo de Paramillo. Pareciera pues, advierte Mauricio Rubio, que estamos sometidos a una especie de “síndrome de Estocolmo colectivo” en el cual lo que más preocupa es que al igual que los rehenes del Banco asaltado en Estocolmo, “parecen ser cada vez más los sectores influyentes de la opinión pública colombiana que sucumben ante la manifestación de los buenos sentimientos de los violentos –en medio de la intensificación de las amenazas–, ante el reiterado contraste entre los pequeños inconvenientes que ocasionan y los errores que podrían provocar y ante la peculiar idea de que la sociedad debe pagarles para protegerlos de sus propios desafueros” (p. 28).
Llegamos así a un cierto conjunto de paradojas terribles como que para alcanzar la paz uno de los requisitos imprescindibles es el debilitamiento de los organismos de seguridad del Estado o el exabrupto económico de que la paz se compra y con recursos de las víctimas dirigidas a los agresores, o la calificación como enemigos de la paz a quienes denuncian los abusos o los atentados a los derechos más elementales, o a quienes solicitan como requisito para negociar que los diálogos no se hagan bajo la sombra de las amenazas. Todo esto, hoy por hoy, parece considerarse un obstáculo al proceso de paz o una extravagancia belicista.
Este libro, que para muchos podría calificarse de irreverente y para otros pudiera representar la expresión de un pensamiento intolerante, es una de las contribuciones más importantes a la búsqueda de respuestas y enfoques para orientar acciones, estrategias y conductas que contribuyan tanto a la solución pacífica del conflicto armado (sobre la base de la reestructuración y replanteo de principios éticos y políticos elementales de toda democracia y de toda civilización política) como al diseño de políticas de seguridad que permitan ejercer la obligación constitucional que tiene todo Estado de derecho a una respuesta a la violencia apoyada en el uso legítimo de la fuerza, sin que ello signifique declinar las aspiraciones de una solución política negociada para estimular alternativas militaristas o autoritarias.
En el primer capítulo se proponen unas reflexiones sobre el proceso de paz en cuyo trasfondo se advierte la consideración de que las circunstancias en que está transcurriendo este proceso se asimilan más al pago de un rescate que a una negociación libre. Son varios, advierte Mauricio Rubio, los síntomas de que el Estado colombiano no tiene la situación bajo control y mucho menos los autodenominados representantes de la sociedad civil. Hay, dice Rubio, un incómodo tufo autoritario alrededor del proceso que lo torna, en términos de los resultados esperados, bastante leonino.
En el segundo capítulo se llama la atención sobre la calidad de la información respecto del crimen, la violencia y la guerra en el país. A pesar de que Colombia, como indica Rubio, es una de las sociedades latinoamericanas con mejor información sobre muertes violentas, existen en la actualidad varios síntomas de un progresivo proceso de desinformación, preocupante especialmente en lo que hace a las regiones en las cuales la situación es crítica, lo que además no permite una adecuada apreciación de las relaciones entre el conflicto interno, la violencia y el crimen. Estos aspectos de negociación son elementos indispensables para diseñar la política de seguridad, las reformas a la justicia, y, en general, la política de criminalidad.
El tercer capítulo intenta resumir el estado actual del debate sobre las causas de la violencia en Colombia. El análisis de Rubio es francamente pesimista porque muestra de un lado lo poco que hemos aprendido de nuestra propia experiencia, y de otro lado el precario estado de las ciencias sociales y su capacidad para enfrentar una realidad tan dolorosa y tan importante como la de Colombia. Ese debate, más allá de sus términos precisos, refleja una sabiduría convencional colombiana en materia de violencia profundamente equivocada y poco consistente con la poca evidencia y con la realidad; también muestra una sociedad que terminó suministrándoles a los violentos el discurso ideológico para legitimar y justificar sus acciones, al punto de que con una sola excepción, el debate presidencial reciente acaba concluyendo, según los candidatos, que la guerrilla tiene la razón, deslizándose así sin mayor rubor de la constatación común de los hechos a la coincidencia de las causas y por tanto a las justificaciones del uso de la violencia.
El cuarto capítulo hace una exhaustiva discusión sobre uno de los temas que según Rubio es uno de los más hábilmente manipulados en materia de políticas públicas en el país en los últimos años, esto es, el precio de la paz o el costo de la violencia, destacando allí, entre otros, que no habido en ese contexto reparo alguno en asignarles un precio a las vidas humanas con tal de que se logre aumentar el monto global de lo que supuestamente la sociedad civil debía pagar por alcanzar la paz. Este peculiar ejercicio de economía a la colombiana está conduciendo, según Rubio, a una de las más insólitas recomendaciones de política: “aumentar el poder que sobre la asignación de dineros públicos tiene la gente que genera unos costos sociales para supuestamente reducirlos, y con recursos que provienen de quienes sufren los costos. Tal es el modelo detrás de la noción del precio de la paz” (p. xvi).
Finalmente, el último capítulo apunta a unas recomendaciones genéricas en las que se hace énfasis en tres temas: mejorar la base de información sobre el crimen y la violencia colombiana, modernizar las herramientas analíticas y por supuesto recuperar la capacidad de la justicia penal colombiana para identificar y sancionar a los violentos. Los aportes sobre el diagnóstico de la criminalidad y la violencia y las acciones estatales para contrarrestarlas parten obviamente de considerar los problemas de observación y medición cuyas limitaciones parecen ser directamente proporcionales a los niveles de violencia. Así, para poder superar esas dificultades, lo primero es evaluar de manera crítica las fuentes de información alternas, verificando la consistencia, su compatibilidad y sus interrelaciones. Tal es el ejercicio al que se dedica el capítulo 2 que pone bajo escrutinio las fuentes más usuales de información sobre violencia y criminalidad en Colombia, destacando allí primero el excesivo nivel de la tasa de homicidios cuya sola magnitud sugiere algo acerca de la naturaleza de la violencia; segundo, que al hacerse explosiva la violencia homicida la justicia penal pierde el interés por el fenómeno, y, finalmente, que la alta concentración geográfica y la gran inercia que a nivel local presenta la violencia es una de las causas del estado lastimoso de la información.
Parece claro entonces que la calidad de las cifras de criminalidad basadas en las distintas fuentes dan resultados diferentes dependiendo del tipo de delito y de la naturaleza del infractor. “En cierta forma se corrobora la impresión derivada de las estadísticas sobre violencia homicida, en el sentido de que en Colombia la desinformación y el misterio alrededor de la criminalidad parece adicionar a la gravedad del fenómeno el poder de los infractores” (p. 64).
Por otra parte, respecto de las hipótesis explicativas sobre la naturaleza de la violencia en Colombia y sus causas, apenas se puede decir que los avances recientes en el diagnóstico de la violencia colombiana han estado más orientados a desvirtuar ideas arraigadas que a proponer nuevas teorías explicativas. En todo caso los elementos de las explicaciones convencionales que han sido cuestionadas en los últimos años se refieren primero a las llamadas causas objetivas de la violencia, segundo a la falta de relación entre las altas tasas de homicidio entre las actividades criminales y el conflicto armado y, por supuesto, el postulado de que la violencia es el resultado de los problemas generalizados de agresión y riña entre los ciudadanos y no un asunto relacionado con la violencia política. Esta aproximación, advierte Rubio, proviene de una mala lectura de cifras y de un análisis poco riguroso de las causalidades. Finalmente, el planteamiento equivocado de que las sanciones penales son inocuas para disuadir a los violentos y en particular a los rebeldes, quienes deben, según esa tesis, someterse a un tratamiento político a falta de eficacia de las políticas criminales.
Con respecto a las hipótesis causales de la violencia destaca Mauricio Rubio, en primer lugar, la sorpresa que produce la incoherencia de que sean precisamente los más acuciosos defensores de la idea de que el conflicto armado ha sido responsable de un número muy reducido de muertes en el país quienes muestran en la actualidad un mayor afán por negociar con los alzados en armas para encontrar un camino seguro hacia la paz, sin avanzar medianamente en propuestas y análisis sobre los esquemas de seguridad. A ese respecto Rubio dedica varias páginas al influyente informe “Colombia, Violencia y Democracia”1, refutando con detalle las principales conclusiones pero reconociendo obviamente la significación de este informe para el análisis del tema.
El capítulo 4, “El costo de la violencia, el precio de la paz y otras imprecisiones” es un capítulo mucho más afín con la economía institucional que al análisis de la violentología y es un intento aún incompleto, pero en extremo valioso para enfocar la violencia desde el ángulo de los incentivos.
A partir de una consideración esquemática sobre las proposiciones principales de la nueva economía institucional que Rubio resume apretadamente (pp. 160-161) y rechazando explícitamente la idea de que las instituciones tienen siempre como finalidad la eficiencia económica y la reducción de los costos de transacción, explora la proposición central de que “se puede entonces en principio observar la existencia de un conjunto de normas, leyes, costumbres, ideas que sean siempre, por decirlo de alguna manera, socialmente irracionales, es decir que no contribuyan a la eficiencia económica global; la literatura económica sobre la avidez de rentas (rent seeking) habla de actividades, empresarios y ambientes productivos –o sea los motivados por la eficiencia económica, la innovación, la competencia– para distinguirlos de aquellos improductivos o destructivos en las cuales lo predominante son los comportamientos rapaces, rentistas y la transferencia de recursos” (p. 161). Así se pueden caracterizar por lo menos dos senderos institucionales diferentes en términos de su efecto sobre el desempeño económico de una sociedad: aquellos en donde se ha alcanzado un círculo virtuoso donde las instituciones y las reglas del juego estimulan el crecimiento económico y aquellas sociedades regidas por instituciones improductivas que incentivan la transferencia de rentas y elevan los costos de transacción o simplemente implican un desperdicio de recursos en detrimento de las actividades productivas y de innovación tecnológica. En tales sociedades, las organizaciones exitosas son precisamente aquellas hábiles para la búsqueda de rentas. Al acumular recursos y poder estas organizaciones adecuan las reglas del juego a sus intereses. Se genera, pues, un círculo vicioso bajo el cual las características improductivas de la sociedad se refuerzan, así como se refuerzan las manifestaciones de violencia como mecanismo para la búsqueda de renta.
A partir de estas consideraciones, que Rubio lamentablemente no explora en sus implicaciones, se hace un repaso de la literatura sobre los diferentes análisis relacionados con los costos de la violencia, destacando en primer lugar aquellos trabajos orientados básicamente a describir o a estimar la dimensión de la violencia o el tamaño de las actividades criminales; luego aquellos trabajos que analizan el impacto que el crimen y la violencia están teniendo sobre la asignación óptima de los recursos, esto es, sobre la eficiencia productiva, posteriormente los pocos estudios preocupados por los impactos sobre la distribución de los recursos y la riqueza, y finalmente aquellos trabajos que hacen énfasis en los efectos sobre las instituciones, particularmente las instituciones de justicia.
Ahora bien, es cierto que la literatura es abundante en las diversas perspectivas señaladas y sería entonces de presumir que una tal abundancia de análisis pudiera mejorar la eficiencia de las decisiones para enfrentar la criminalidad y la violencia, pero lamentablemente, como destaca Rubio, un aspecto preocupante de las intervenciones que se han propuesto en materia de violencia no ha contado la mayoría de las veces con un soporte empírico o con una evaluación de la viabilidad y se basan por lo general en buenas intenciones: “para el conjunto de la literatura disponible en el país parece haber una infortunada relación inversa entre el aporte de los trabajos a la compresión del problema de la violencia, y las sugerencias de intervención por el otro. Los estudios, que son ricos en evidencia, los que más se han aproximado a la observación directa son precisamente los que reconocen la complejidad del problema, la precariedad del diagnóstico y por lo tanto son más tímidos en términos de recomendaciones de política. Por el contrario, los trabajos más simplistas, de naturaleza casi deductiva son los prolíficos en materia de posibles intervenciones” (p. 223).
El trabajo de Rubio parece corresponder a la primera categoría. Es un examen riguroso, comprensivo, aclara de manera sustantiva muchas de las preguntas básicas que se hacen los analistas de la violencia y de la criminalidad en Colombia. Sin embargo, aunque en el capítulo último “Qué hacer” se producen algunas recomendaciones, éstas se reducen apenas a orientaciones generales: la primera insiste en la necesidad de medir y hace algunas sugerencias sobre algunos métodos de medición, subraya la necesidad de fortalecer la justicia y finalmente parece desechar las posibilidades y la necesidad de la negociación política.
Pese al vacío que queda respecto de “Qué hacer”, en este libro quedan abiertos muchos temas cruciales: la seguridad, la justicia, la negociación, así como un fuerte y valioso llamado a superar los prejuicios con que hasta ahora se han analizado los temas de seguridad y violencia.
NOTAS AL PIE
1. Comisión de Estudios sobre la Violencia “Colombia: Violencia y Democracia”. Informe presentado al Ministerio de Gobierno, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1987.