POLÍTICOS, PREDICADORES Y MERCADOS


POLITICIANS, PREACHERS AND MARKET


Un comentario a Proceso político y bienestar social de Homero Cuevas, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 1998



Jorge Iván González



Los comentarios iniciales del texto de Cuevas sobre el edicto del Emperador Diocleciano marcan el tono general de su reflexión: la teoría económica debe indagar por qué razón el precio justo, fundamento del bienestar público, no puede ser definido, como lo pretendió Diocleciano, por fuera del mercado. Para Diocleciano el mercado no podía garantizar la justicia en las transacciones. Y, por tanto, él como máxima autoridad se sentía con la responsabilidad de fijar un precio –el precio justo– de todos los bienes en todos los rincones del imperio. La actitud de Diocleciano contrasta con la de Becker, para quien,

[...] la competencia espontánea entre los grupos de presión tiende hacia el bien común, reemplazando la necesidad de gobiernos benevolentes movidos por el afán de corregir las fallas del mercado, ya se trate de déspotas altruistas, burocracias autoritarias o mayorías democráticas (Cuevas, 1998: 194).

Cuevas introduce al lector en el mundo apasionante de la ética y de la economía. A lo largo del recuento histórico va tejiendo los argumentos de tal manera que sin necesidad de presentar los detalles del pensamiento de cada autor logra extraer lo esencial. Al final del libro queda la satisfacción de haber entendido las dimensiones básicas del problema. Cuevas nos guía por un mundo difícil y complejo en el que los autores van haciendo su aparición de manera discreta, aportando lo suyo, sin que la diversidad de personajes distraiga la atención del lector. Proceso Político y Bienestar Social mantiene un hilo conductor, que se va enriqueciendo paso a paso, a medida que el razonamiento va adquiriendo nuevos perfiles. Entre las posiciones extremas, reflejadas en el edicto de Diocleciano y en la solución de Becker, se ha desarrollado una polémica fructífera que ha terminado obligando a la economía a explicitar su dimensión ética.

En una conferencia reciente en la que Cuevas hacía una exposición de los aspectos centrales de su libro decía que frente a fenómenos como la corrupción y la compra de votos, el economista debía tener una actitud similar a la del médico en el anfiteatro: en lugar de salir espantado, abre el cadáver y analiza las causas de la muerte. Frente a los olores putrefactos de la sociedad, la posición más cómoda es optar por una salida moralista y calificar los comportamientos de los otros como “malos”. Esta actitud no permite avanzar en el análisis ni en la comprensión de los problemas. En Colombia los diversos moralismos han ahogado nuestras reflexiones sobre la corrupción, el narcotráfico, el comportamiento de la clase política, etc. La descalificación moralizante no ha permitido ahondar en las complejidades del comportamiento de los individuos y de la sociedad. Tal vez el rasgo común de todos los autores mencionados por Cuevas, es la preocupación por indagar hasta qué punto la racionalidad económica también tiene validez en la esfera política. Desde ángulos muy distintos, todos se preguntan si los determinantes de la elección individual son los mismos que rigen la decisión colectiva.

El Edicto de Diocleciano descalifica el mercado. Becker, por el contrario, rescata el mercado. El paso de una posición a la otra, dice Cuevas, fue una auténtica revolución, en la que la magia del mercado, como la llamó Quesnay, permitió “confundir” la pasión por el trabajo al servicio del propio individuo, con la pasión por el trabajo al servicio de los demás. La exposición de Smith, fundada en su idea de la “mano invisible”, permitió mostrar que “... la libertad competitiva en su forma más perfecta conduciría a un resultado altruista de máximo bienestar público, democrático y justo” (Cuevas, 1998: 8). El panadero de Smith es la mejor ilustración. El bienestar del panadero y de sus vecinos no es el resultado del altruismo de las partes. Al hacer buen pan, el panadero no busca servir a los demás. El consumidor tampoco compra pan por solidaridad con el panadero. Basta con que el vendedor y el comprador piensen en su propia satisfacción. Y de la fusión de estas dos actitudes egoístas se deriva un mejor bienestar para todos. ¡He ahí la magia del mercado! Pero, advierte Cuevas, ni el propio Smith estaba convencido de que la lógica del panadero pudiera ser generalizable. Observa con preocupación que no obstante las bondades de la mano invisible, los pobres y miserables seguían deambulando por las calles. Y, en estas condiciones, la sociedad no puede ser próspera y feliz. Resulta, entonces,

[...] que el sistema competitivo, sobre todo en condiciones como las conocidas por Smith, queda abierto a fallas en este sentido (bienestar y justicia distributiva). La actitud de Smith frente a esta falla fue paradójica. El máximo defensor de la libertad competitiva clama por la necesidad de justicia” (Cuevas, 1998: 31).

Y más adelante agrega:

Smith divisó con claridad otras fallas, como la tendencia hacia la acumulación excesiva de lucros, la insensibilidad del sistema para la provisión automática de “bienes públicos” y su miopía ante determinados costos. Por esta razón, aunque la Riqueza de las Naciones empieza con una exégesis de la división del trabajo, termina responsabilizándola como fuente de destrucción de los bienes más preciados del ser humano. Como remedio, aconsejó la universalización de la educación y la cultura (Cuevas, 1998: 32).

Cuevas hace una excelente descripción de la doble faceta de Smith: admira el mercado pero no lo absolutiza. Tiene plena conciencia de que la libertad competitiva no garantiza la justicia. Si la armonía que existe entre el panadero y sus vecinos fuera válida para todas las actividades económicas y sociales no habría ningún conflicto entre la decisión individual y la elección colectiva. Bastaría con que le diéramos rienda suelta al mercado. Pero como esta salida es muy problemática, se abre un campo de acción para la filosofía moral, que obliga a pensar la relación entre ética y economía. La desconfianza de Smith frente al mercado ha sido retomada de muy diversas maneras por la teoría económica. Desde otra perspectiva, Bentham (1783) vuelve sobre la preocupación de Smith,

[...] la sociedad se mantiene unidad únicamente por los sacrificios que pueden ser inducidos a hacer sus miembros, de las satisfacciones que exigen: lograr estos sacrificios es la gran dificultad y la mayor tarea del gobierno (Bentham, 1783: 11).

El bienestar de la sociedad sólo puede lograrse mediante intervenciones, como la del gobierno, que son externas al mercado. Al seguir el recorrido propuesto por Cuevas encontramos que Walras, un autor que normalmente se considera muy distante del tema de la justicia, aborda el asunto “de manera explícita y frontal” (Cuevas, 1998, p. 62). Para Walras la justicia consiste en “darle a cada quien lo que le pertenece”.

Es cierto que la Nueva Economía del Bienestar, que comienza con Pareto (Samuelson, 1947), ha tratado de despojar la noción de justicia de todo contenido distributivo. Y gracias a esta amputación ha formulado, con pretensiones de consistencia universal, los dos principios básicos: i) el equilibrio competitivo es óptimo de Pareto, ii) el óptimo de Pareto es equilibrio competitivo. Al primer principio también se le conoce como “teorema directo”. Y al segundo como “teorema inverso” (Sen, 1993). La validez de estos dos postulados está restringida a un campo muy limitado: al del panadero de Smith. Los límites de los dos principios fundantes de la teoría del bienestar han sido explicitados por autores como Arrow y Sen. El sistema de precios, dice Arrow (1974b: 22), “no siempre funciona”. Al igual que Smith, tampoco cree que la oferta y la demanda respondan bien en campos como la educación y la salud (Arrow, 1963b). Y, adicionalmente, considera que la lógica del mercado no logra dar cuenta del funcionamiento de las organizaciones (Arrow, 1974a, 1974 b). Y de la misma manera que Smith, reconoce que por la vía del mercado no es posible solucionar el problema de la justicia (Arrow, 1972, 1974b). Pero para Arrow la mayor limitación del mercado se expresa en la imposibilidad de conciliar la decisión individual y la elección social (Arrow, 1951, 1963). Esta ruptura la expresa a través del llamado Teorema de Imposibilidad. La regla de la decisión por mayoría, que es la forma como las democracias occidentales tratan de conciliar las elecciones individual y colectiva, es inconsistente.

El problema de la decisión colectiva aparece tan pronto se deja de lado el precio y la calidad del pan. La elección colectiva se presenta cuando el panadero de Smith se reúne con sus vecinos para decidir temas comunes como el trazado del nuevo camino, el pago de impuestos, el monto de las contribuciones para el predicador, el nombre del futuro director de la escuela, etc. Estos ejemplos muestran que los asuntos que afectan la vida corriente de la comunidad tocan aspectos de muy diversa índole, como el económico, el social, el político, etc. No todo lo económico se resuelve en el mercado, especialmente en aquellas circunstancias en las que es necesario pasar de la elección individual a la decisión colectiva.

Cuevas (1998: 96) señala que una de las implicaciones del Teorema de Imposibilidad es que “... el mecanismo atomístico o individualista del mercado es incapaz de una elección social racional”. Siguiendo la línea de Arrow, pero con mayor contundencia, Sen considera que la racionalidad maximizadora, unida a la absolutización del mercado, puede conducir a lo que Nozick llama “horrores morales catastróficos” (Sen, 1997: 25). Lejos de garantizar el bienestar, el liberalismo extremo puede tener consecuencias “terribles”.

Para Sen los dos principios de la teoría del bienestar (teoremas directo e inverso) son inconsistentes: primero, porque no es posible la existencia de un liberal paretiano (Sen, 1970a) y, segundo, porque las distribuciones compatibles con el óptimo de Pareto son múltiples (Sen, 1993). La primera crítica es más fundamental y toca de cerca el teorema directo. Sen demostró “...que las condiciones paretianas podrían interferir con los derechos individuales, inclusive en el caso de requerir tan sólo una libertad o un liberalismo mínimos” (Cuevas, 1998: 109). La segunda crítica, que no llama la atención de Cuevas, es relevante porque tiene grandes implicaciones en el campo de las políticas públicas. Sen dice que el teorema inverso pertenece a un “manual del revolucionario”. Puesto que el óptimo de Pareto es compatible con múltiples distribuciones del ingreso, el revolucionario podría escoger aquella que fuera más equitativa. En otras palabras, aun si se acepta el teorema inverso, la pregunta por la justicia distributiva queda sin respuesta.

Después de recorrer una parte muy importante de la vía de la elección social desarrollada por Arrow (1951, 1963) y Sen (1970 b), Cuevas cambia de rumbo. Y en lugar de continuar profundizando en la teoría de la elección social, decide avanzar por la senda de la economía constitucional, de la que hace parte la elección pública, propuesta por Buchanan y Tullock (1962). Cuevas deja de lado la teoría de la elección social porque considera que después de la polémica alrededor de la función de bienestar social (FBS) de Arrow, y de la función de decisión social (FDS) de Sen, las discusiones han abordado tópicos, como el de capacidades y libertades propuesto por Sen, que se alejan de la temática original. Aunque el comentario de Cuevas es pertinente, debe tenerse en cuenta que el distanciamiento de la FBS y de la FDS ha sido muy productivo. Cuevas no mira esta cara de la moneda. Olvida que durante los últimos 25 años Sen ha avanzado en el estudio de las implicaciones que tiene la elección colectiva en las políticas públicas, la desigualdad, la pobreza, el desarrollo humano y el bienestar.

El punto de vista de la economía constitucional es diferente al de la teoría de la elección social. A principios de los sesenta, Buchanan y Tullock (1962) le critican a Arrow (1951) su ingenuidad en el análisis de las procesos de decisión política. Buchanan y Tullock consideran que fenómenos como la compra-venta de votos debería tenerse en cuenta de manera explícita en el estudio de los procesos de elección. Para ellos el análisis de Arrow (1951) es demasiado angelical. Buchanan y Tullock tampoco están de acuerdo con las consideraciones que hace Arrow a propósito de la “racionalidad colectiva”. El único que razona es el individuo. Y, por tanto, no tiene mucho sentido pretender que la elección colectiva tenga propiedades, como la transitividad, que son inherentes a la elección individual. Arrow (1963) responde diciendo que nunca ha negado las impurezas de los sistemas electorales. De otro lado, aclara que cuando se refiere a la racionalidad colectiva no está pensando en que el gobierno sea un sujeto racional que elige y, por tanto, no pone en duda que la racionalidad sea un asunto de naturaleza individual.

El enfoque de Buchanan y Tullock no es tan optimista como el de Becker, quien ve la relación entre los individuos, los grupos y el bienestar general “a través de lentes de color rosa” (Cuevas, 1998: 194). La economía constitucional es atractiva porque sin caer en la imposibilidad de Arrow, desconfía del candor de Becker. Buchanan y Tullock (1962) nos recuerdan que el individualismo metodológico es compatible con actitudes egoístas y altruistas. Y como la mayoría de las personas busca su propio interés, la sociedad tiene que organizarse de tal manera que los esfuerzos egoístas de los individuos terminen favoreciendo el bienestar colectivo. Si se quiere comprender el quehacer político, con el fin de hacerlo más eficiente, debe examinarse con el lente de la racionalidad económica. Y, entonces, la lógica que guía el comportamiento egoísta del panadero de Smith podrá ir ganando nuevos espacios. Para Buchanan (1994) la “ética puritana” favorece este acercamiento entre el interés individual y el colectivo. Buchanan y Tullock (1962) reconocen que hay esferas de la actividad humana en las que es muy difícil conjugar el interés egoísta y el bienestar colectivo. Para llenar estas zonas borrosas se requiere la presencia del predicador. Gracias a los incentivos altruistas creados por el predicador, los individuos terminan actuando a favor del bienestar general, aun en aquellos espacios en los que el mercado no opera (Buchanan, 1994). El predicador es necesario y “todos debemos pagar al predicador”. Sin embargo, una sociedad eficiente debe reducir al mínimo los llamados en favor del altruismo. Mientras menos predicadores mejor.

El último capítulo del libro de Cuevas, “La perspectiva liberal”, es una invitación a pensar en los aportes que la filosofía moral liberal podría hacerle al mundo contemporáneo.

Para fines de la discusión contemporánea, el significado de una perspectiva liberal parece demandar, entonces, enormes esfuerzos de precisión. Porque el campo de la banda es en extremo amplio. En uno de sus límites el individuo parece el punto de partida, siendo sorprendido en cada paso de sus recorridos con el descubrimiento de sus propias externalidades. En el límite opuesto, constituye casi un milagro que logre aislar algunas de sus acciones dentro de la viscosa telaraña de las externalidades (Cuevas, 1998: 225).

Así, pues, el “combate por una perspectiva liberal” se libra dentro de una banda “en extremo amplia”. El debate no está zanjado.


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