ORLANDO FALS BORDA, SOCIÓLOGO DEL COMPROMISO


ORLANDO FALS BORDA, COMMITMENT SOCIOLOGIST



Gonzalo Cataño*

* Sociólogo, profesor del Programa de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Externado de Colombia, Bogotá, Colombia, [anomia@supercabletv.net.co]. Fecha de recepción: 7 de noviembre de 2008, fecha de modificación: 14 de noviembre de 2008, fecha de aceptación: 28 de noviembre de 2008.


RESUMEN

[Palabras clave: sociología científica, Orlando Fals Borda; JEL: Z13]

Este ensayo presenta el desarrollo del pensamiento del sociólogo y crítico social colombiano Orlando Fals Borda en tres grandes etapas: el establecimiento de una sociología científica, la afirmación de una sociología comprometida y el uso del conocimiento para la transformación social. Hace, además, un balance crítico de los logros y limitaciones de sus posiciones políticas.

ABSTRACT

[Keywords: scientific sociology, Orlando Fals Borda; JEL: Z13]

This essay presents the development of thinking of the Colombian sociologist and social critic Orlando Fals Borda in three major stages: the establishment of a scientific sociology, the assertion of a committed sociology and the use of knowledge for social transformation. A critical balance of the achievements and constraints of his political positions is also made.



“Se escribe de mala gana cuando se acaba de conocer la muerte de un hombre a quien se le debe mucho”, apuntó el historiador y crítico literario Georg Brandes al recibir la noticia del fallecimiento de Hipólito Tain e (Brandes, s.f., 33). Lo mismo nos sucede con la reciente desaparición del profesor Orlando Fals Borda. Su muerte está muy fresca en la mente de sus alumnos y allegados para hablar con sosiego de su personalidad y de sus logros intelectuales. El sentimiento, el afecto y el cariño todavía empañan la mente del analista e impiden la apreciación serena de los hechos. Fals fue un autor prolífico y, aunque el tema de su vida fueron los campesinos, dentro de él trató muchos aspectos y de muy diversa manera. Su veintena de libros y su centenar de ensayos y artículos conforman una obra de extensión poco frecuente en nuestro medio, cuyo balance requiere una mirada más sosegada.

En espera de un ánimo más temperado, el lector encontrará en estas páginas una presentación general de la evolución de su pensamiento y de sus estrategias políticas y de cambio social. Una evaluación más apaciguada de sus contribuciones y de sus indigencias exige la consulta de archivos, instituciones y personas que atesoran documentos, memorias y recuerdos.

Orlando Fals Borda nació en Barranquilla el 11 de julio de 1925 en el seno de una familia presbiteriana de clase media. Desde la adolescencia se familiarizó con el inglés, lengua que alcanzó a hablar, leer y escribir con fluidez, y que le sirvió para difundir su pensamiento en escenarios más dilatados que los del mundo hispano parlante. Murió en Bogotá el 12 de agosto de 2008 a los 83 años de edad, colmado de honores y del reconocimiento de la comunidad científica nacional y extranjera. Cuando se pronuncia su nombre, se sabe que se alude al fundador de la sociología moderna en el país y a una de las mentes más fecundas de las ciencias sociales latinoamericanas.

POR UNA SOCIOLOGÍA CIENTÍFICA

La variada producción intelectual de Fals –escrita a lo largo de 60 años de actividad ininterrumpida– se puede ordenar en tres grandes etapas. La primera, que cubre los años cincuenta y el lustro inicial de la década de los sesenta, está vinculada con sus estudios de sociología en Estados Unidos y con la creación de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia. Su rasgo dominante es la afirmación de una ciencia social rigurosa, empírica y teóricamente significativa. Hay aquí un especial cuidado por la objetividad y por el uso combinado de técnicas y métodos de investigación empírica, además de un particular interés por el potencial aplicado de la sociología a los problemas del país. Su expresión más acabada se encuentra en dos estudios de sociología rural redactados para cumplir sendas obligaciones académicas: Campesinos de los Andes (1955), su tesis de –Magíster en la Universidad de Minnesota, y El hombre y la tierra en Boyacá (1957), su disertación doctoral en la Universidad de Florida. En estas obras tempranas, orientadas por lo mejor de la sociología rural de su tiempo, el joven Fals hizo gala de un hábil manejo de datos demográficos, históricos y etnográficos que le permitieron trazar un agudo retrato de los modos de vida del campesino cundiboyacense. Estudió su pasado, su hábitat, su cultura y sus nacientes vínculos con la rutilante sociedad urbano-industrial. Aquella singular combinación de la perspectiva sociológica con la histórica y la antropológica elevó su nombre al pináculo de la ciencia social latinoamericana cuando apenas cumplía treinta años de edad. El volumen de 1955, publicado originalmente en inglés por Florida University Press, recibió los más entusiastas aplausos de reconocidos latinoamericanistas, como el antropólogo Eric Wolf, el geógrafo James J. Parsons y el sociólogo T. Lynn Smith.

Estas destrezas teóricas y analíticas las había recibido en Minnesota de manos de Lowry Nelson (1893-1986), un líder de la sociología rural norteamericana con estudios en agronomía. Autor de un influyente manual de sociología rural, que Fals estudió con atención, había trabajado sobre los mormones del Estado de Utah, su patria chica, y sobre la vida rural caribeña en su libro Rural Cuba (1950), un clásico en la materia. En las páginas de este volumen, Nelson examinó los hábitos familiares, los métodos de explotación agrícola, la tenencia de la tierra, las oportunidades educativas, los niveles de vida y las clases sociales de la isla de José Martí. Esta rica información provenía de entrevistas, observaciones en el terreno, análisis censales y meditaciones históricas. En el Departamento de Sociología de Minnesota de los años cincuenta, cuando Fals adelantaba su maestría, todavía se sentía la huella de la mente abarcadora del ruso Pitirim Sorokin, el teórico, investigador y crítico social y político que dejó su huella en los más diversos campos del análisis sociológico. Sorokin trabajó en Minnesota entre 1924 y 1930 y en sus claustros escribió y organizó, con Carle C. Zimmerman, dos obras fundacionales de sociología rural: Principios de sociología rural y urbana (1929) y la monumental Fuentes sistemáticas de la sociología rural en tres tomos (1930-1932), libro en el que se les sumó el veterano Charles J. Galpin, “el patriarca de la sociología rural estadounidense”1.

Después de terminar la maestría, Fals fue a Florida en busca del doctorado. Allí recibió clases de Thomas Lynn Smith, alumno de Nelson y Sorokin en Minnesota y autor de varios trabajos sobre Colombia, Brasil y México. En Colombia se lo conocía desde 1944 por una monografía sobre el municipio de Tabio, que inició la sociología rural en el país y allanó el camino de su joven y talentoso estudiante (Smith et al., 1944).

Además de la calidad académica de sus primeros libros, el temprano éxito de Fals estuvo asociado a una característica permanente de su obra: el estudio de temáticas socialmente relevantes. En un tiempo en que la reforma agraria y la discusión de la situación de la población campesina estaban a la orden del día en América Latina, sus intereses de investigación se fijaron en la pobreza rural, en los ofensivos sistemas de tenencia de la tierra y en los sistemas de valores de los grupos tradicionales resistentes al cambio. Su intención era mostrar que la sociología y sus procedimientos de investigación podían aclarar situaciones complejas y proponer soluciones a los numerosos problemas del país. La ciencia estudiaba la realidad con instrumentos objetivos y la difusión de sus resultados podía promover una conciencia de las dificultades en los grupos políticos con influencia y capacidad decisoria. No en vano la tesis de doctorado sobre la tenencia de la tierra en Boyacá llevaba un atractivo subtítulo: “Bases socio-históricas para una reforma agraria”.

En los años que siguieron a sus estudios de postgrado, Fals dedicó sus energías a la fundación de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional. Quería transmitir sus experiencias y crear una comunidad de investigadores sobre fundamentos estables. El “Informe Lebret”, elaborado por la Misión Economía y Humanismo (1958, 366), había recomendado poco antes la formación de expertos “que conozcan las técnicas recientes de análisis sociológico practicadas en Europa y en los Estados Unidos, con capacidad de adaptarlas a la realidad colombiana”. Fals tomó como suya esta recomendación y en 1959 comprometió a las autoridades de la Universidad Nacional para abrir estudios de sociología, esfuerzo que tuvo su asiento inicial en la Facultad de Ciencias Económicas. Para las tareas docentes reclutó al inolvidable Camilo Torres y a varios egresados de la desaparecida Escuela Normal Superior de Bogotá, la institución que 25 años atrás había emprendido el primer intento moderno de formación de científicos sociales en el país. Fue así como a su alrededor concentró las labores de enseñanza e investigación de los antropólogos Virginia Gutiérrez, Roberto Pineda, Milcíades Chaves y Segundo Bernal, y algo más tarde a los licenciados en ciencias sociales Miguel Fornaguera y Darío Mesa. A ellos se unieron el geógrafo Ernesto Guhl, el historiador de origen ucraniano Juan Friede, el abogado Eduardo Umaña Luna y el sociólogo y antropólogo Carlos Escalante. Pero Fals no se limitó a emplear los recursos que ofrecía el medio. Su prestigio hizo que varios analistas extranjeros se vincularan al proyecto en calidad de profesores visitantes. Por la Facultad de Sociología de aquellos años pasaron el inglés Andrew Pearse, el germano-brasileño Emilio Willems y los norteamericanos Everett Rogers, Arthur Vidich, Aaron Lipman, Eugene Havens, William Flinn y su profesor T. Lynn Smith. Todos ellos, nacionales y extranjeros, contribuyeron a crear en la novísima escuela de sociología de aquellos días un clima de apertura y pluralismo intelectuales poco frecuente en las universidades de América Latina. Y no obstante las dificultades políticas de la época, rápidamente se afirmó como el principal centro formativo de los sociólogos colombianos.

Al lado de estas labores organizativas, Fals no se olvidó de sus trabajos académicos. Sabía bien que profesor y departamento de ciencias sociales que no haga investigación carece de legitimidad para exigírsela a sus estudiantes. Junto a sus tareas administrativas emprendió investigaciones sobre la violencia, la educación, la modernización y la acción comunal, que difundió en la colección “Monografías Sociológicas”, órgano oficial de la Facultad. Y con ayuda de los colegas y de su colaborador más cercano, Camilo Torres, fundó la Asociación Colombiana de Sociología para promover el encuentro y las publicaciones de los sociólogos. Por aquellos años la Asociación tuvo a su cargo la dirección del VII Congreso Latinoamericano de Sociología (julio de 1964) y la organización del I y del II Congreso Nacional de Sociología que se realizaron en Bogotá en 1963 y 1967.

POR UNA SOCIOLOGÍA COMPROMETIDA

Pero a mediados de los sesenta los intereses intelectuales de Fals tomaron un rumbo diferente. Su mente se centró en las tensiones políticas y en las fuerzas sociales que las nutrían. Eran los años dorados del Frente Nacional, los días en que los partidos tradicionales disfrutaban paritariamente del aparato del Estado y olvidaban sus viejas rencillas políticas y burocráticas. Liberales y conservadores se repartieron la administración pública (los ministerios, las gobernaciones y las alcaldías) para serenar las fuentes de la disensión social, y con esta “paz” confundieron la alianza entre los partidos con el consenso nacional. No eran conscientes, sin embargo, de que dejaban por fuera a los campesinos, a sectores enteros de la clase obrera y a los estratos medios vinculados con la universidad, grupos que respiraban nuevos aires provenientes del exterior. El movimiento estudiantil explotó con todo su vigor agitacional y en las áreas rurales las asociaciones campesinas se fortalecieron y la lucha guerrillera –muy cercana al partido liberal en las décadas anteriores– dejó atrás sus antiguos nichos ideológicos para seguir el ejemplo de la Revolución cubana. Los sociólogos y la sociología no escaparon a esta sacudida. El carismático profesor de sociología urbana, Camilo Torres, recorrió el país, se tomó las plazas públicas y en menos de un año concentró la atención de amplios sectores de la opinión nacional. No satisfecho con estos logros, a finales de 1965 abandonó sus actividades docentes y políticas para integrarse al movimiento guerrillero, donde meses después encontró la muerte cuando apenas cumplía 37 años de edad.

Sobre este fondo, Fals afirmó un nuevo énfasis, la “sociología comprometida”, que le ocupó los últimos años de la década de los sesenta y los primeros de la de los setenta. Esta segunda etapa se inició con La subversión en Colombia, Visión del cambio social en la historia (1967), donde examinó las frustraciones de los movimientos sociales y la capacidad del Estado colombiano para disipar las demandas de los sectores populares. La subversión era un trabajo de sociología viva, sobre la marcha, referido a los acontecimientos mismos, que captaba las “lecciones del pasado” para comprender el presente y orientar el futuro. En sus capítulos planteó el compromiso del investigador con sus temas de estudio, exigencia que lo llevó a revisar los presupuestos epistemológicos de sus anteriores obras fundadas en la objetividad y la sociología libre de valores. A su juicio, todo analista interesado en los procesos actuales, aquellos que implican finalidad y propósito, pronto descubre que la noción de neutralidad se disuelve en la mente hasta volverse un predicado vacío. Su calidad de miembro activo de la sociedad lo conduce, irremediablemente, a tomar posiciones ante realidades escindidas y en permanente disputa. Y aún más, en los países en desarrollo como Colombia, el sociólogo no puede evadir las valoraciones: los sectores empobrecidos esperan de él un diagnóstico de la sociedad en transición y una elección del mejor camino para alcanzar los anhelos de igualdad y justicia sociales.

La subversión, un volumen de 300 páginas, dedicado a su amigo Camilo Torres y al político liberal Otto Morales Benítez, fue redactado con premura. Su prosa abatía al lector desde el comienzo y el uso frecuente de conceptos y definiciones sin un referente empírico claro hacía que el lenguaje cayera en una pesada jerga de difícil comprensión para los no iniciados. Y pese a que un año más tarde sacó una segunda edición –“revisada, ampliada y puesta al día”, con el título de Subversión y cambio social (1968), ahora sin el nombre de Morales Benítez en la dedicatoria, esta edición tenía un tono más radical–, sus postulados sólo lograron alguna atención cuando la editorial Siglo XXI difundió el opúsculo Las revoluciones inconclusas de América Latina (1968), que contenía una exposición llana y directa de las tesis consignadas en las dos ediciones anteriores. La obra superó los marcos hispanoamericanos con la publicación de una versión inglesa en las prensas de la Universidad de Columbia de Nueva York, Subversion and Social Change in Colombia (1969), muy consultada por los analistas anglosajones interesados en la suerte de los países latinoamericanos. El esoterismo de su prosa fue comentado sarcásticamente por el sociólogo inglés de origen polaco Stanislav Andrevski en su devastador volumen, Las ciencias sociales como forma de brujería. Andrevski señaló que al libro lo nutría una “mezcla de marxismo aguado con parsonianismo deshilvanado”, y que como para Fals subversión significaba producir cambios en la sociedad, el título era pleonástico (Andrevski, 1973, 93-94).

Cabe recordar, además, que en las páginas de La subversión se encuentra la mejor exposición de su pensamiento político de la época y el desarrollo más completo de sus reflexiones históricas sobre el poder, el Estado, las clases dirigentes y el alcance de los movimientos sociales. Y así pareció entenderlo un académico soviético de estirpe marxista-leninista:

Durante los últimos años se han hecho famosos en todo el continente los trabajos del sociólogo colombiano radical de izquierda Orlando Fals Borda. La fuerza principal del desarrollo histórico en todas sus etapas, a juicio de Fals Borda, son las fuerzas del “derrocamiento” que niegan las “tradiciones”. La fuente del derrocamiento radica en las utopías, producidas y difundidas por las “antiélites”, por las minorías con pensamiento crítico. Difundiéndose en las masas y empujando a la sociedad hacia una revuelta revolucionaria, las utopías pierden su poder explosivo y el país nuevamente entra en una etapa de debilidad (B urlatski, 1982, 336-337).

El académico no se quedaba en la mera exposición. A continuación arremetía contra el proyecto revolucionario del sociólogo colombiano:

“La concepción de Fals Borda, a pesar de su pretensión de originalidad, lleva la impronta de la interpretación elitaria de la revolución. La revolución es concebida como un acto puramente destructivo y externo a la sociedad estable. Sus orígenes están en el ámbito del espíritu y de la conciencia crítica” (ibíd., 337).

En esta etapa Fals también buscó un fundamento institucional y académico. Su capacidad organizativa lo condujo a crear el Programa Latinoamericano para el Desarrollo (PLEDES), una maestría adjunta a la Facultad de Sociología para formar especialistas en el campo de las transformaciones socio-culturales. Ahora su pensamiento comenzaba a impregnarse de latinoamericanismo, una tradición cultural donde la noción de neutralidad ética y política tenía pocos adeptos. Su antigua formación anglosajona fue quedando atrás, para recordar sólo a los pensadores de habla inglesa más afines a la crítica, el inconformismo y el extrañamiento con las condiciones de vida imperantes. Su acercamiento a las contribuciones de la sociología latinoamericana, muy sensibles al marxismo en aquellos años, lo llevaron, además, a enjuiciar el colonialismo intelectual y a subrayar la necesidad de una “ciencia propia”, de una disciplina que diera cuenta de los problemas de la región, y el compromiso con el desarrollo y el bienestar de la mayoría de la población. De allí el concepto de “subversión”, empleado como equivalente a proyectos de transformación impulsados por grupos y agentes sociales estratégicos. Por el PLEDES, que duró cinco años, de 1964 a 1969, pasaron algunos de los más notables sociólogos latinoamericanos de la época, como profesores regulares o como visitantes y conferencistas esporádicos. Una vez más el nombre de Fals era foco de atracción y fuente de intercambios académicos, haciendo del PLEDES el esfuerzo institucional más conspicuo del país por estudiar los aportes de la sociología latinoamericana en una época de gran florecimiento intelectual en la región.

Estos fueron años de controversias teóricas y metodológicas. Quizá la más significativa fue la que sostuvo con el sociólogo uruguayo Aldo Solari sobre la objetividad, el compromiso y la sociología libre de valores2. En este intercambio Fals insistió en que la elección de temas alejados de los problemas más acuciantes de la sociedad muestra hacia dónde se inclina el científico y qué valores lo asisten. Si persiste en su alejamiento y en el desconocimiento de las tensiones de la sociedad contemporánea, “no sólo se descubre la orientación conservadora y reaccionaria del científico, sino que se echa por tierra la justificación histórica de la sociología como ciencia de la crisis”. La querella de Fals era una manifestación endógena de las discusiones sobre la crisis de la sociología occidental que ocupaba la atención de los sociólogos europeos y estadounidenses durante aquellos años, caracterizada por la quiebra del funcionalismo como marco de referencia hegemónico, que tuvo su expresión más acabada en el sonado libro de Alvin Gouldner, La crisis de la sociología occidental (1970). “Hoy teorizamos entre el estruendo de las armas de fuego [la guerra de Vietman estaba en la cúspide]. El viejo orden tiene clavadas en su piel las picas de cien rebeliones”, escribió Gouldner con vigor en la primera página de su obra para llamar la atención de los intelectuales renuentes a tomar conciencia de los problemas de su tiempo3.

Aunque la idea de compromiso no era extraña en el medio latinoamericano, pues ya era conocida en los círculos literarios que se adherían a los reclamos de Sartre, “el escritor le habla a sus contemporáneos, a sus compatriotas, a sus hermanos de raza o de clase” (Sartre, 1950, 90), se debía formalizar el modelo de una sociología comprometida. Fals escribió varios ensayos a ese respecto, que luego reunió en Ciencia propia y colonialismo intelectual (1970), un pequeño volumen donde examinaba las inevitables relaciones entre ciencia y política y entre sociología y práctica social. En esos textos llevaba su compromiso más allá de la mera comprensión y difusión de los problemas y necesidades del “pueblo”. Como investigador, deseaba conocer la vida de las comunidades mediante entrevistas, observaciones directas y consulta de archivos históricos, pero, a diferencia del pasado, ahora pensaba que se debía ir más lejos. Los resultados de la investigación no se debían destinar únicamente a multiplicar el acervo de la ciencia o a iluminar la inteligencia de las élites que dirigían el Estado. Por el contrario, debían retornar a las personas que los habían producido. Constituían su haber más preciado para examinar su situación y tomar conciencia de sus propios problemas. El investigador era sólo un mediador que ayudaba a aflorar el pasado, las tradiciones más queridas y las luchas y experiencias que en otros tiempos promovieron la afirmación y el progreso del grupo. Su informe El reformismo por dentro de América Latina (1971), una evaluación del movimiento cooperativo de Colombia, Ecuador y Venezuela, auspiciada por las Naciones Unidas, le mostró una vez más la capacidad de los Estados latinoamericanos para aprovecharse de las iniciativas de la población campesina. Al tomar este rumbo, la mente de Fals empezó a transitar los senderos de una tercera fase que llamaría “Investigación-Acción”, una estrategia teórica y metodológica nacida de las entrañas mismas de la etapa anterior.

LA INVESTIGACIÓN-ACCIÓN

Un proyecto de este tipo no se podía llevar a cabo en el medio universitario, regido por cánones de neutralidad valorativa y ordenamientos curriculares extraños al estudio de comunidades campesinas para sublevarlas. El ámbito más adecuado eran las organizaciones políticas o los centros privados de investigación comprometidos con el cambio. Fals eligió esta última opción. Creó instituciones –FUNDARCO, Punta de Lanza y Fundación Rosca de Investigación y Acción Social– para captar recursos nacionales y extranjeros a fin de asegurar su modus vivendi, sus pesquisas y sus lides intelectuales y políticas. Renunció a las tareas docentes y lo que, al principio, pensó que era una decisión temporal se prolongó hasta convertirse en un modo de vida. “Salí de la Universidad hace 18 años, y definitivamente no me arrepiento de haberlo hecho”, dijo en un encuentro de investigadores (Fals et al., 1986, 75). Y no había razón para arrepentimientos. Esta tercera etapa, que comenzó al despuntar los años setenta y se prolongó hasta el final de sus días, con un ligero y tardío paso por el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Nacional, estuvo colmada de experiencias políticas y logros intelectuales que ratifican su inquebrantable pasión por la investigación.

Desde esos años fue otro el escenario de sus fatigas. El público integrado por estudiantes y profesores fue relevado por campesinos, sindicatos y partidos de izquierda. Su empresa era ahora de carácter político, científico y subversivo. Quería conocer para transformar, saber para despertar la conciencia de los moradores de pueblos, caseríos y veredas4. Esto le exigía modificar el lenguaje, el estilo y la presentación de los informes de investigación. Los jueces de los trabajos no serían ahora sus colegas de los claustros universitarios, sino hombres y mujeres con escasas habilidades escolares. Como en las famosas Tesis sobre Feuerbach del joven Marx, el propio educador, Fals en este caso, tenía que ser educado. Su larga experiencia de investigador del medio rural debía pasar por serias transformaciones. En primer lugar, debía tener una mente abierta, sin cortapisas teóricas que le coartaran la mirada de las múltiples dimensiones de lo real y, en segundo lugar, estar atento a lo que pensaban, musitaban y deseaban las personas con las que trabajaba para devolverles un resultado apropiado. Si en el pasado los campesinos se ruborizaban por su dificultad para responder un cuestionario, ahora era el intelectual quien se sonrojaba por la torpeza de sus conceptos y de sus marcos de referencia. El investigador debía ser investigado, su rol de sujeto debía trocarse en el de objeto, y aprender que el conocimiento se adquiere en una relación igualitaria con quien lo posee y tiene el deseo de transmitirlo. En medio de estas experiencias difundió la noción, tomada de los campesinos momposinos, de sentipensante: el trance de pensar-sintiendo. Rápidamente la tradujo a la condición del saber más acabado, al acto de “combinar la mente con el corazón”, la razón con el sentimiento, estrategia del saber empático que recuerda los mecanismos diltheyanos de vivencia (vida experimentada) y de comprensión (reconstrucción y vivificación imaginaria de una experiencia ajena para conocerla mejor).

Los frutos de estos esfuerzos se plasmaron en dos publicaciones de saber pedagógico –Capitalismo, hacienda y poblamiento en la Costa Atlántica (1973 y 1975) e Historia de la cuestión agraria en Colombia (1975)–, redactados en un lenguaje directo con ilustraciones, mapas y fotografías que ayudaban a entender los temas de estudio. Las portadas llevaban el nombre de Fals, aunque él insistía en que eran trabajos colectivos fruto de un saber ventilado con campesinos, intelectuales y dirigentes de las regiones analizadas. El objetivo de los textos era claramente político: “hacer avanzar la causa de la revolución socialista en Colombia”. Sus páginas se leyeron en los cursos universitarios más militantes de introducción a las ciencias sociales, pero, en general, el sector académico los encontró elementales, esquemáticos y demasiado ideológicos. Los labriegos y líderes de base debieron considerarlos, por el contrario, bastante “encumbrados”, academicistas y teóricos. Sus capítulos ostentaban citas, pies de página y bibliografías con títulos en inglés, elementos que, unidos al frecuente uso de conceptos tomados de la economía y de la sociología, debían resultar bastante exóticos para las culturas orales de las empobrecidas áreas rurales.

Estas experiencias prepararon el terreno para una investigación de gran alcance que Fals esbozaba en silencio: la Historia doble de la Costa. Su contacto con las organizaciones campesinas del Departamento de Córdoba, para las que había escrito los opúsculos anteriores, lo familiarizaron con la historia y la cultura del pueblo costeño, región en la que nació pero de la que se sentía espiritualmente alejado por su origen urbano de clase media. Ahora quería hacer una presentación más comprensiva de la vida, las luchas y la formación social del norte del país. El primer tomo de la Historia salió en 1979 y el cuarto y último en 1986. Fue una labor persistente, continua, sin respiro, que mostró que el autor de los dos grandes libros de sociología rural de los años cincuenta todavía tenía mucho que decir y de manera novedosa5.

El autor vivió semestres enteros en las regiones de su estudio. Simpatizó con sus moradores y recorrió sus pueblos, sus veredas y los caminos que facilitaban sus intercambios. El relato comienza con los tiempos precolombinos y el período colonial en la región de Mompox, para continuar con los sucesos políticos del antiguo Estado de Bolívar, centrados en la figura decimonónica del general Juan José Nieto. Luego la atención se traslada a los pueblos del río San Jorge para examinar su pasado, la mezcla de razas y las tensiones políticas y religiosas de finales del siglo XIX y comienzos del XX. La tetralogía finaliza con el “retorno a la tierra”, con las luchas agrarias de los habitantes del río Sinú en busca de la propiedad que ayer les fue arrebatada y que fue suya en tiempos remotos. La Historia es “doble” por la lógica de la presentación del material. Fals quiso innovar en el método de exposición así como en el método de investigación. Como las vanguardias literarias latinoamericanas de nuestros días –que buscan destruir el relato mezclando los más diversos géneros y manifestaciones artísticas (música, pintura, poesía y prosa) para resaltar las sensaciones de ritmo, espacio y tiempo–, se afanó por superar el tradicional informe sociológico. Optó por una exposición a dos voces: la de la página izquierda, de carácter anecdótico, coloquial y descriptivo, la de la derecha, de modulación “científica”, es decir, documental, conceptual y metodológica. La primera la llenan personajes vivos con los que el autor dialoga, y la segunda registra las fuentes, las explicaciones históricas, las leyendas y los procesos aludidos por los entrevistados. Esto produce en el lector la sensación de contrapunto, de nota contra nota, de voces del pasado y del presente que discuten y rivalizan sobre los problemas que las aquejan. Y, como en los textos anteriores, la Historia despliega dibujos, mapas y fotografías que recrean la solidaridad de una cultura que a finales del siglo XX se niega a desaparecer ante el ímpetu de la violencia y la feroz arremetida del mundo urbano. En conjunto, la obra es un homenaje al pueblo costeño, y su autor encuentra las mejores palabras para exaltar a los pobres del campo y enaltecer sus manifestaciones culturales, expresadas en la música, el baile, la hermandad y el cotorreo6.

Una vez terminó la Historia doble, Fals se dedicó a formalizar los procedimientos de su estrategia, que ahora llamó Investigación-Acción Participativa (IAP), expresión que le sirvió para recalcar que el conocimiento se adquiere y se aplica con el consentimiento de los miembros de la comunidad. La oleada de seguidores y adeptos de otros países le exigió, además, una teorización más completa de sus maneras de hacer. Se sucedieron los congresos internacionales y los simposios regionales para evaluar las experiencias nacionales y extranjeras. Con asombro halló que lo que ayer era una conducta desviada, ahora parecía un estilo de trabajo en vías de normalización. Como el William James de principios del siglo XX, Fals observó que toda innovación de teoría y método en el campo de las ciencias sociales es, al principio, atacada por absurda; luego admitida como cierta, pero tildada por sus rivales de evidente e insignificante; y, por último, considerada tan importante que sus propios detractores pretenden haberla descubierto (James, 1945, 145).

POR LAS SENDAS DE LA POLÍTICA Y DE LA TRANFORMACIÓN SOCIAL

Fals no fue sólo un investigador. También fue un hombre de la política. Desde La subversión en Colombia se declaró socialista, pero un socialista muy particular, à la colombiana, no exento de ribetes anarquistas. Gerardo Molina fue quien mejor lo describió. En su entusiasta recuento de las ideas socialistas en Colombia lo llamó “socialista democrático” y defensor del “carácter autóctono del socialismo”, del colectivismo que se nutre de las “breñas, ciénagas y montes que nuestros indígenas explotaban en forma comunitaria”. Para Fals –recuerda Molina– no hay modelos socialistas universales; a cada país le corresponde crear el suyo. En Colombia sería una organización con amplia participación de los sectores populares que tuviera profundo respeto por las formas de vida local y regional. La democracia surge de la participación de las bases: de las discusiones y acuerdos de abajo hacia arriba. Lo contrario, la orientación desde arriba, es dominación y despotismo embozado. Se requiere entonces rechazar el Estado centralista, aquella institución que quiere administrarlo todo, y repudiar la noción de dictadura del proletariado, tan cara a la experiencia rusa y a la tradición marxista-leninista de los partidos comunistas de América Latina (Molina, 1987, 331-334).

Su relación con el marxismo fue secundaria aunque de admiración. En sus obras hay, sin duda, alusiones a Marx, y a veces empleó su perspectiva analítica –el conflicto, los modos de producción y las formas sociales–, pero nunca fue un autor central en su formación. “No soy marxólogo”, exclamó en una ocasión (Fals, ¿1985?, 12). Esto confiere a sus textos políticos cierta frescura frente a la bibliocracia –el poder y la gravedad del libro– de la izquierda latinoamericana, lista siempre a la postración cuando se enunciaba una frase de Marx y Engels o de Lenin, Gramsci o Mao Tse-Tung. Para Fals, Marx y sus seguidores constituían una tradición más que había enriquecido el desarrollo general de la sociología. Sus contribuciones hacían parte de la ciencia social, pero no eran la ciencia social.

Sus ribetes anarquistas, su mensaje libertario, evidente en la desconfianza del aparato estatal, que identificaba con el gobierno central, provenían de las enseñanzas del príncipe Kropotkin y de la obra de Gustav Landauer. Del ruso, un anarquista amable cuando se lo compara con las fogosidades de su compatriota Bakunin, aprendió la idea del apoyo mutuo: de la cooperación entre los hombres desde los tiempos remotos. En su famoso ensayo de la Enciclopedia Británica de 1910, Kropotkin definió el anarquismo –vocablo griego que significa contrario a la autoridad– como la teoría de la vida y de la conducta que concibe la sociedad sin gobierno. La armonía se obtiene no por sometimiento a una ley o autoridad, sino por acuerdos libres establecidos entre los grupos territoriales y profesionales, libremente constituidos para la producción, el consumo y la satisfacción de la infinita variedad de necesidades y aspiraciones de los seres civilizados. Los hombres –apuntó– trabajan más a gusto y con más eficacia si se sienten unidos por lazos de reciprocidad. Los vínculos de épocas remotas son su mejor ejemplo. Las sociedades primitivas muestran in vivo la idea de asistencia y comprensión mutuas, base de la sociedad justa y del respeto a la voluntad individual. El Estado, cualquiera que sea, oprime y subyuga; tiende a suplantar el libre desenvolvimiento de las comunidades, exaltando minorías que avasallan y explotan el trabajo del pueblo. De Landauer –pensador que encontró en un pasaje de Ideología y utopía de Karl Mannheim–, tomó la noción de topía, el orden social existente, y su contraria, utopía, imágenes añoradas que una vez interiorizadas en el corazón de las masas desempeñan una función revolucionaria (ese fue el germen de su noción de subversión)7. Pero en Landauer había algo más: una exaltación de la vida comunal como fuente de existencia real, completa y acabada; el medio donde los individuos podían alcanzar su realización y la humanidad, la felicidad. La sociedad, el Estado-nación, es una construcción artificial, lejana, extraña y sofocante; enemiga del pueblo llano. “La forma básica de la cultura socialista –indicó en su libro programático Iniciación al socialismo– es la asociación de las comunas económicas que trabajan independientemente y que cambian entre sí sus productos en justicia”. El socialismo es colaboración en libertad; la voluntad sin trabas para resolver las necesidades del grupo. El Estado, tal como se lo conoce, nada tiene que hacer: es un estorbo para el libre ejercicio de la cooperación. Para reemplazarlo hay que volver a la vieja acepción de la palabra república, “la cosa del bien de todos”, y rescatar el significado original de anarquía: “el orden por las asociaciones de voluntariedad” (Landauer, 1947, 184)8.

Estos mensajes nutrieron al último Fals, al Fals militante, al analista veterano comprometido con banderías, partidos y facciones de la balcanizada izquierda colombiana. En un principio el Frente Unido de Camilo Torres, después el Movimiento Firmes de su admirado Gerardo Molina y al final el Polo Democrático, una federación de grupos de oposición que lo eligió presidente honorario. Sus ideas no son fáciles de resumir; tienen matices tan variados y delicados que apenas es posible formarse una imagen de su contenido y alcance. En sus textos programáticos, los hechos y las realidades se mezclan con la emoción y el sentimiento, y los conceptos no están bien definidos. El apego y la devoción por los humildes –su sincera e incuestionable entrega a los campesinos– ganan terreno ante el razonamiento pausado y frío del estratega que pasa largas temporadas de meditación y estudio. Además, algunas de sus reformas están lejos de lo posible por su romanticismo y su utopismo desenfrenados. Ante ellas el crítico no está seguro de si todavía permanece en la esfera de lo político o si se ha desplazado al terreno de los deseos e inclinaciones personales: a las demandas del corazón lejos de la razón9.

Hay que regresar –dice– a la tierra, a las raíces de nuestros pueblos originarios como el zenú, ajenos a la violencia y emparentados con la artesanía, la solidaridad, la ayuda y el brazo prestao. Nuestro socialismo sólo tomará aliento siguiendo el patrón de las antiguas instituciones cooperativas plenas de altruismo y solidaridad comunal –como la minga y el ayllu– y la comprensión y el respeto por la naturaleza. Esta fuente primigenia se ha perdido para muchos observadores de nuestros días, pero aún está presente en la generosidad de los pueblos no contaminados por el egoísmo, la competencia y la altivez de la cultura urbana. A esto se suma el hecho de que Colombia es, desde tiempos inmemoriales, un país con vocación agraria. Recuperar esta disposición natural significa poner de nuevo la agricultura en el centro de la atención, y animar tras ella una política de producción de alimentos dirigida a toda la población. Buscar otra vía es ensayar en el vacío y caer en la estéril y despótica imitación de lecciones foráneas que poco o nada tienen que ver con nuestros problemas. Toda nación digna de respeto –recalcó– no se hace importando o plagiando a otros pueblos, sino aprovechando creativamente lo que mora en sus propias entrañas. Hay que frenar el euroamericanismo, la copia servil de Europa y Estados Unidos, calco que ha resultado en funesto colonialismo intelectual y en un complejo de inferioridad que mutila lo mejor de la inteligencia nacional.

Como en la mejor tradición libertaria de la Europa de finales del siglo XIX y comienzos del XX, la de Kropotkin y sus discípulos, el Estado central es un obstáculo. El porvenir pertenece a los poblados y a su libre determinación. Son ellos la base de la sociedad y el medio en que transcurre la vida cotidiana de los individuos. El Estado oprime y no respeta la diversidad y la autonomía regionales. Colombia perdió a Panamá por una obtusa política de control de ojos cerrados. Es verdad que las comunidades no son entidades aisladas. Se desenvuelven en permanente intercambio con sus vecinas hasta formar regiones naturales que apenas entienden los planificadores del gobierno central. El mapa que hoy se exhibe en hogares, escuelas y oficinas públicas jamás examinó los contextos locales. Sus límites departamentales y municipales no expresan la vida real de la población y de sus territorios. La actual cartografía surgió de los intereses políticos de los partidos tradicionales y de la acción de planificadores antipensantes que nunca consultaron las necesidades del campo. Cuando fue elegido a la Constituyente de 1991, su mayor logro político, propuso un reordenamiento de las provincias siguiendo “el afecto y el espíritu de solidaridad entre las gentes”, pero no tuvo eco.

Fals no fue, sin embargo, un anarquista radical en asuntos estatales. Su mente era la del libertario mesurado, la del estratega que buscaba reformar el Estado, no arrasarlo. Abogaba por una Segunda República, una “República Regional-Unitaria” integrada por una docena de Estados con autonomía para la gestión económica, social y política. Al describirla la llamó “nación posmoderna, descentralizada y autonómica, inspirada en principios socialistas y ecológicos”. Su objetivo inmediato era recuperar “las libertades y ventajas que nuestros antepasados gozaban en sus comunidades cuando los golpeó la violencia originada en cúpulas citadinas”. La Primera República, la que se debía superar, creada por los héroes de la Independencia, gobernó a los colombianos con sucesivos fracasos durante los siglos XIX y XX, y ahora está agotada y en franca crisis. Detrás de la voz “unitaria” estaba la idea de conservar la nación como ente compacto e indiviso. No es claro qué funciones tendría el organismo encargado de cumplir esta operación de integración y aglutinamiento. Su teoría del Estado es bastante borrosa. De todas formas, su exposición alude a un organismo laxo encargado de articular las tareas de la nación “regionalizada, provincializada y municipalizada”. El poder vendría sin duda de abajo, de los labriegos como núcleo básico, y la institución central encargada de acoplar estas voluntades tendría como tarea conjugar, sin hegemonías ni atropellos, los intereses de las regiones libremente asociadas.

La noción de comunidad como ente deliberativo no es clara en Fals, pero su empleo sugiere que se refería a los ciudadanos de una localidad reunidos directamente para discutir y decidir sobre sus problemas. Era la democracia directa, sin intermediarios, la democracia de los antiguos, la de la ciudad griega del siglo V y la que en su tiempo buscó Rousseau para su amada Ginebra. La comunidad, el medio donde imperan las relaciones cara a cara, lo es todo. Es la unidad primaria. De allí parte la “nación posmoderna”. Al asociarse con otras por intercambios económicos y afinidades culturales, y quizá por compartir un pasado común, forman una región y éstas, reunidas, la federación nacional.

En un programa de tales características no podía faltar una reflexión sobre la ciudad. Sabía que los centros urbanos albergan al 70% de la población, y a ellos había que volver la mirada para organizar los proyectos de transformación y cambio. Señaló que el crecimiento desmesurado de las capitales había causado un desequilibrio geopolítico luego del cual Colombia dejó de ser “el arcádico país que era”. La situación se había hecho insostenible y era urgente detener el gigantismo de las urbes. Había que frenar la expansión de Bogotá antes de que se “calcutice y se pavimente toda la Sabana”. Un retorno a la tierra para disminuir la población urbana al menos en un 50% era la prioridad del momento. Para iniciar esta tarea sin traumatismos, se debían crear contenedores demográficos –ciudades intermedias y pequeños municipios– que albergaran núcleos de población manejables. El paso siguiente, tal vez una generación más adelante, sería rescatar la tierra en su plenitud. Hoy tenemos, sin embargo, un contingente de colombianos que podría acelerar este proceso y mostrar, con su modelo, las bondades del plan. Hay que organizar el regreso de los casi tres millones de desplazados de la violencia a sus lugares de origen. Ello exige una pronta y eficaz reforma agraria: la entrega de los latifundios de ganadería extensiva y de tierras subutilizadas a los campesinos que las saben trabajar y explotar de manera racional y adecuada. Esta sería, además, la estrategia más expedita para emprender un plan integral de paz y dar cumplimiento a “los principios socialistas humanitaristas y ecológicos”.

Para Fals, los campesinos son un grupo colaborador y sincero, esencialmente pacífico y respetuoso de la naturaleza. Así lo indican sus tradiciones de solidaridad y mano prestada. Los costeños, sobre todo, de “personalidad informal, franca, hospitalaria y generosa”. Cuando surgen tensiones en sus pueblos, los enfrentamientos toman la coloración del puño y el chisme, nunca la del fusil o aquélla de la repudiable delación. La violencia, el flagelo, el hostigamiento y la intimidación vienen de afuera, del Estado central, de terratenientes ambiciosos, de pactos endemoniados entre la clase dirigente y del capitalismo salvaje animado por feroces intereses individualistas.

Con estas estrategias era difícil hacer política y guiar la labor de un partido de masas, como pretende ser el Polo, cuya base electoral se encontraba en las ciudades. Sus colegas parecían tolerarlo; detrás de aquellas propuestas estaba el científico de renombre que daba prestigio a la organización. Sus ideas tenían el sabor de algo remoto, de un plan que sólo tendría éxito cuando el mundo rural combinara lo mejor de la ciudad con las excelencias del campo. La ciudad, a pesar de sus agobios, todavía es muy atractiva para sus propios habitantes y para los pobladores del campo. Los jóvenes aldeanos de ambos sexos que conocieron la escuela y las habilidades del alfabetismo ven en ella la imagen del cambio, de la novedad y del “progreso” personal: trabajo, independencia, movilidad social y mayores oportunidades educativas. Las áreas rurales, en cambio, les ofrecen una rutina opresora, ocupaciones deleznables, bajos ingresos, dependencia patriarcal y un paisaje con estómago vacío. Ante esta opción prefieren, como recordaba Weber a propósito de los campesinos del este del Elba, “respirar el aire viciado pero socialmente más libre de la ciudad” (Weber, 1972, 466). Es verdad que muchos de los desplazados por la violencia gimen por sus antiguos pagos, especialmente los que eran propietarios. Para este contingente de colombianos la ciudad no fue una elección autónoma. Se tomaron sus calles y levantaron barrios de hojalata para salvar la vida de la carnicería de bandas, narcos, paras, guerrilleros y de un ejército que apenas respeta los derechos humanos.

El programa de Fals tiene, además, el sabor de la recuperación de una Arcadia perdida que se fue de las manos de los colombianos por la acción inconsulta de sus gobernantes. A sus palabras las anima una fantástica imprecación contra el caos de la gran ciudad y la descomposición de pueblos y aldeas ayer luminosos y hoy apagados. Con ímpetu romántico imaginó un pasado feliz que le sirvió para dibujar el desespero del presente. Quería ruralizar de nuevo el país en busca de mejores tiempos ahora eclipsados. Exaltó una edad de oro para tejer el mito del calor comunitario, de la solidaridad de grupos aupados por la simpatía y el afecto. No concebía al individuo sin la solidaridad del vecindario. Su interés no era la libertad individual sino la independencia de las comunidades. Desconfiaba de la metrópolis y no estaba seguro de que “el aire de la ciudad libere”. No veía en ella la posibilidad de los intercambios calurosos, y menos todavía el clima de armonía, fraternidad y apoyo. La pretendida libertad individual de la gran ciudad no era para él más que soledad, ostracismo, abatimiento y tristeza.

NOTAS AL PIE

1. Nelson (1948, v) y Coser (1977, 487).

2. Solari (1969) y Fals (1969).

3. El libro de Gouldner fue traducido por la editorial Amorrortu de Buenos Aires en 1973.

4. Estos nuevos acentos tenían mucho que ver con dos movimientos en otras esferas del conocimiento y de la práctica social de los años sesenta: la pedagogía y la teología de la liberación. Ambas manifestaciones eran un grito de libertad y afirmación de los oprimidos. La salvación cristiana no es posible sin la emancipación económica, social y política de los pobres del mundo, y el aprendizaje –la alfabetización– redime y libera. Cuando un adulto aprende a leer y escribir –afirman los adalides de la pedagogía de la liberación–, recupera el dominio de su propia vida y analiza, mediante una reflexión en común con otros seres humanos, su realidad para transformarla. Estos movimientos surgieron en Brasil con el pedagogo Paulo Freire y el teólogo Leonardo Boff (junto al peruano Gustavo Gutiérrez), pero rápidamente ganaron la atención de sacerdotes y maestros de otros países para convertirse en una contribución latinoamericana a la cultura occidental.

5. Un recuento de estas experiencias se encuentra en Parra (1983).

6. El historiador Charles Bergquist hizo una evaluación crítica de La historia en la revista Huellas (26, 1989, 40-56), que se publicó el año siguiente en inglés.

7. Mannheim (1958, 269-274, 305, 345.246). Las tesis de Landauer se encuentran en su libro más representativo, La revolución.

8. Aparte de las ocasionales exposiciones del pensamiento anarquista, que tienden a dejarlo de lado por su misticismo, el mejor embajador en Occidente de las ideas de Landauer fue su amigo Martin Buber, quien le dedicó un comprensivo estudio en el capítulo V de Caminos de utopía. La idea de comunidad, un capítulo obligado de toda sociología rural, estaba por supuesto muy arraigada en la mente de Fals. Desde sus años de Minnesota le eran familiares las conceptualizaciones de Ferdinand Tönnies –la comunidad como una relación de convivencia, vecindad y afecto, como la vida que “se desarrolla en relación constante con el campo y la casa”– y los enfoques de Robert Redfield, un autor que Fals siempre tuvo en gran estima, acerca de la sociedad folk: la agrupación aislada, analfabeta, religiosa, homogénea, autosuficiente, con escasa división del trabajo y un profundo sentido de solidaridad. De este concepto, como se sabe, el antropólogo social norteamericano derivó la tipología del “continuo folk-urbano”, de gran recibo en América Latina durante los años cincuenta, que le sirvió para contrastar la cultura cerrada de los medios rurales con el espíritu abierto, el secularismo, la diversidad y el individualismo de los entornos urbanos. Ver Tönnies (1947, cap. I) y Redfield (1942). Del último Redfield también derivó un compromiso ético –humanista, de amor por la humanidad– respecto de ciertos valores sobre los cuales no debería haber transacción. “En mí –señaló– el hombre y el antropólogo no están tajantemente separados”. Debemos respetar sin duda la cultura y los códigos morales de los pueblos primitivos, ¿pero debemos ser indiferentes ante los caníbales y los cazadores de cabezas? ¿Debemos permanecer callados cuando vemos que los mayas yucatecos capturan un animal salvaje, lo empapan de gasolina y enseguida le prenden fuego? ¿Debemos silenciar la tortura de los prisioneros por parte de los hurones? (Redfield, 1963, cap. VI).

9. La siguiente exposición de las transformaciones pregonadas por Fals se basa en los materiales compilados en Fals (2003, 10). Allí consignó su esperanza de que “las ideas de cambio contenidas en este libro se sigan decantando y estudiando hasta llegar a las clases populares, que han sido mi principal preocupación”.


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