EVALUACIÓN DE LAS LEYES: LECCIONES DE LA CRIMINOLOGÍA
EVALUATION OF THE LAWS: CRIMINOLOGY LESSONS
Mauricio Rubio*
* Magíster en Economía, profesor investigador de la Facultad de Economía de la Universidad Externado de Colombia, Bogotá, Colombia, [mauriciorubiop@wanadoo.fr]. Fecha de recepción: 15 de agosto de 2008, fecha de modificación: 12 de septiembre de 2008, fecha de aceptación: 17 de octubre de 2008.
RESUMEN
[Palabras clave: criminología, evaluación, reforma legal, metodología, análisis económico del derecho; JEL: K14]
En este ensayo se argumenta que la labor de evaluar el impacto de las leyes no puede ser un ejercicio teórico sino que requiere un enfoque especializado, empírico, local y multidisciplinario. De la criminología, una disciplina auxiliar del derecho penal, se pueden obtener valiosas lecciones prácticas, teóricas y normativas, por ejemplo, en su manera de abordar el tema de la recolección de información. También se hace referencia a sus enseñanzas teóricas para el debate conceptual sobre el crimen y se sugieren pautas metodológicas para evaluar el impacto de las reformas legales.
ABSTRACT
[Keywords: criminology, evaluation, legal reform, methodology, law and economics; JEL: K14]
This essay argues that the design and evaluation of legal reforms require an expert, empirical, local and multidisciplinary approach. From criminology, an auxiliary discipline of criminal law, several practical, theoretical and normative lessons can be drawn; for example, the way it addresses the issue of information gathering. It also refers to its theoretical insights for the conceptual debate on crime and suggests methodological guidelines for the evaluation the impact of legal reforms.
Now, what I want is, Facts. Teach these boys and girls nothing but Facts [...]
In this life, we want nothing but Facts, sir; nothing but Facts!
Charles Dickens, Hard Times
En el tema de las instituciones, la reforma legal y su efecto sobre el desempeño económico convergen varias líneas de investigación que se pueden apoyar y complementar siempre que se tenga claridad sobre los alcances y las limitaciones de cada una. El área penal es tan sólo una parte del sistema legal, pero es útil analizar lo que se sabe sobre su entorno, por varias razones. Primera, hay larga experiencia de reformas sustantivas y de procedimiento. Segunda, se trata del ámbito legal que históricamente ha sido objeto de más análisis, debate y escrutinio de los datos por distintas disciplinas. Tercera, es un campo en el que los economistas han hecho aportes empíricos importantes pero donde sus recomendaciones de política han generado reacciones negativas, o franca indiferencia. Algunas reflexiones sobre la economía del crimen son entonces útiles para identificar los aportes y limitaciones del enfoque económico en la tarea de evaluar las leyes.
Este ensayo tiene dos propósitos. El primero, argumentar que la evaluación del impacto de las leyes requiere un enfoque especializado, empírico, local y multidisciplinario. Ninguna de las disciplinas interesadas en el tema tiene las herramientas conceptuales y metodológicas adecuadas para abordarla. La responsabilidad de analizar el comportamiento delictivo, sugerir y evaluar políticas para enfrentarlo ha recaído en la criminología, una disciplina auxiliar del derecho penal de la que se pueden obtener varias lecciones. El segundo es señalar algunas lecciones prácticas, teóricas y normativas que ofrece la criminología para la evaluación del impacto de las leyes.
El trabajo se divide en tres secciones. La primera muestra cómo se ha abordado el tema de la recolección de información en la criminología. La segunda sintetiza las principales enseñanzas teóricas de la evolución y el estado actual del debate conceptual sobre el crimen. La tercera sugiere algunas pautas metodológicas muy simples para evaluar el impacto de las reformas legales.
LECCIONES PARA LA BÚSQUEDA DE INFORMACIÓN
LA OBSERVACIÓN DIRECTA ES IRREMPLAZABLE
La primera lección de la criminología parece dictada por Thomas Gradgrind, el personaje de Dickens obsesionado por los Hechos: para entender y evaluar cualquier institución es indispensable observarla, registrar y medir lo que ocurre en su entorno. Además, se requiere cercanía y concordancia de las teorías con los datos que se utilizan para contrastarlas.
Un aspecto sorprendente de los trabajos sobre instituciones y desarrollo es el abismo entre la teoría, que sigue siendo micro, y los datos que se usan con más frecuencia para contrastar las hipótesis: indicadores de opinión agregados. En abierto contraste con la importancia que se atribuye a los asuntos institucionales, son irrisorios los esfuerzos para precisar, mediante observación directa, cuáles son los agentes y las conductas relevantes, qué acciones son deseables y por qué, cuál es su incidencia y cómo repercuten en lo económico. Lo que se gasta en medir las variables económicas tradicionales no guarda proporción, dado el papel determinante de las reglas del juego, con lo poco que se invierte en observar, registrar y medir el comportamiento de los actores frente a las instituciones.
También es extraña la prioridad que dichos trabajos dan a la cuantificación del efecto agregado de conductas mal identificadas, observadas y medidas. En otras áreas la secuencia, más lógica, fue inversa: antes de considerar los efectos de un fenómeno se resolvió el asunto más elemental de su medición. Numerosas variables económicas, sociales o demográficas están bien medidas sin que aún se haya explorado su impacto sobre el crecimiento o la inversión.
Lo criminal entraría en esta categoría, la de un fenómeno que se observa, registra, documenta y mide para entenderlo o alterarlo mucho antes que su impacto económico despierte algún interés. Hace un milenio, siglos antes de Adam Smith o de la preocupación por la pobreza, Guillermo el Normando sentó las bases de una sólida justicia penal. Le interesaba reducir las muertes violentas. Algunas reformas legales que introdujeron Guillermo y sus sucesores no sólo sentaron los cimientos de las instituciones más apreciadas por los economistas sino una base de información sobre homicidios excepcional para Europa en la Edad Media, con estándares de calidad y cobertura aún no alcanzados por algunas sociedades contemporáneas. No es arriesgado asociar este afán de la corona inglesa por tener información detallada de todas las muertes violentas con el temprano monopolio de la justicia penal. El soberano inglés no se contentaba con la opinión de sus asesores sobre la situación de orden público. Recibía de manera regular y periódica información sobre los homicidios que ocurrían en cada región, los que se cometían en las aldeas y en el campo, datos sobre la víctima y, cuando se identificaba, detalles del agresor (G iven, 1977, 6).
Una prueba contundente y duradera de ello es el monumental y escrupuloso registro de personas, animales, propiedades y litigios que se hizo en el Domesday, a finales del siglo XI, debido al interés de Guillermo en evaluar el desempeño de su administración y de la justicia mediante el registro minucioso de lo que ocurría en todo su territorio. En este esfuerzo, una mezcla de censo e indagación judicial, se registraron todas las controversias relacionadas con la propiedad y la posesión de tierras en las dos décadas previas. Se quería contrastar las condiciones de vida antes y después de la llegada de los normandos; en jerga moderna, evaluar el impacto de una reforma legal drástica, la conquista. Guillermo quería “saber todo lo que los hombres pudieran contarle acerca de su nuevo reino, sus habitantes, su riqueza, sus costumbre provinciales, sus tradiciones y su capacidad para tributar” (Douglas, 1964, 353).
Aunque menos añeja que el Domesday, la criminología ha mostrado desde sus orígenes una marcada vocación por la información primaria y la observación directa. Sin pretender hacer un recuento histórico de los procedimientos de recolección de información utilizados para entender el crimen, vale la pena reseñar los avances más relevantes desde el siglo XIX, cuando nació esta disciplina. A pesar del escaso desarrollo de la estadística y del diseño de muestras y encuestas, el afán por observar, registrar y sistematizar evidencia primaria fue primordial desde entonces.
Los frenólogos buscaban asociaciones entre ciertos rasgos faciales de los individuos y sus cualidades morales. Esperaban identificar las características físicas de asesinos, ladrones y prostitutas. César Lombroso examinó casi 400 cráneos de criminales que comparó con los de personas sin antecedentes penales, en particular con los de cientos de soldados caídos en la batalla de Solferino. Su conclusión: los criminales tenían una región occipital anormalmente desarrollada (N égrier-D., 1992, 50). En The English Convict (1913), Goring y Pearson estudiaron en detalle cerca de 3.000 prisioneros, y aislaron 96 rasgos que compararon con los de un grupo de control. Según ellos, y en contra de Lombroso, no había diferencias morfológicas notables entre los prisioneros y el resto de la población pero sí en aspectos como el peso o la estatura: los criminales eran más pequeños (Lilly et al., 2007, 24). El estadounidense E. A. Hooton continuó esta línea de investigación y publicó en 1937 The American Criminal: an Anthropological Study, basado en el análisis de criminales y un grupo de control, en total 17.000 individuos en ocho estados. Sus conclusiones fueron similares a las de Lombroso: el criminal tenía rasgos faciales peculiares y era más propenso a tatuarse (N égrier-D., 1992, 54). Varios autores pusieron en duda esos hallazgos criticando su tono racista y la validez de su grupo de control. Otro norteamenricano, Borman centró su atención en el mal funcionamiento del sistema endocrino, más frecuente entre los prisioneros de Sing Sing que en un grupo de control. Trabajando en un centro de detenciones de New Jersey, otros especialistas encontraron resultados distintos con el mismo método. Después se llamó la atención sobre la posibilidad de que el equilibrio dietético en la alimentación de los prisioneros hubiera afectado los resultados.
Uno de los trabajos más influyentes en política carcelaria, el State of the Prisons de John Howard, fue resultado de una minuciosa investigación que realizó este filántropo inglés en su país y varios lugares de Europa. Visitando prisiones, hablando con los detenidos y registrando en detalle las condiciones de vida en estos centros, Howard describió el estado general de las prisiones. Su influencia no se debe tanto a haber señalado la injusticia, la insalubridad y las condiciones deplorables, que ya habían sido denunciadas, sino a su descripción detallada y sistemática. Elyzabeth Fry continuaría el trabajo de Howard, concentrándose en las condiciones de los centros de reclusión de mujeres.
Otros estudios empíricos sobre criminalidad se basaron en fuentes oficiales, de policía, juzgados y prisiones. Desde 1775, la jurisdicción de París empezó a publicar los datos de condenas por crímenes y delitos, lo que llevó a un magistrado a plantear que la expansión urbana era la principal razón de su incremento (Debuyst et al., 1995, 141). Las estadísticas criminales se empezaron a publicar en Francia en 1826. Con este tipo de información, la “Escuela Franco-Belga del medio social” buscó la explicación de la delincuencia en el entorno externo al individuo. Se elaboraron mapas de la geografía del crimen, y en ciertos casos se identificaron algunas características económicas, sociales y demográficas de los agresores.
En 1833, en su Essai de la statistique morale de la France, el geógrafo A. M. Guerry detectó una asociación entre el crimen, la geografía, el clima y las estaciones (ibíd., 142). Se consolidó así la cartografía como método de estudio para comparar los mapas de los distintos tipos de crímenes con los de las condiciones políticas, sociales, demográficas y económicas. El belga Quételet utilizó la estadística para analizar el crimen por regiones. Observó que en el sur de Europa el homicidio era más frecuente durante el verano, mientras que la incidencia del robo era superior en el norte del continente y durante la estación fría. Anticipando el interés de Lombroso por las características físicas, en 1871 formalizó el método antropométrico para medir diferentes partes del cuerpo humano. Poco después, la policía judicial francesa aplicaba regularmente este tipo de medición (Négrier-D., 1992, 66).
Desde esa época, Quételet señaló el principal problema de las estadísticas oficiales: sólo cubrían los delitos denunciados a las autoridades. “Nuestras observaciones sólo hacen referencia a cierto número de delitos conocidos y juzgados, sobre una suma total de delitos cometidos que no se conoce”1. En el mismo sentido, H. A. Frégier señaló en 1840 que a la cifra oficial le faltaban “los delitos y crímenes no denunciados y que consecuentemente no son perseguidos”2.
Hacia 1940, en Estados Unidos, Austin Porterfield publicó Youth in Trouble, primer trabajo basado en una encuesta de auto reporte de infractores, que analizó los expedientes judiciales de unos 2.000 delincuentes y los comparó con un grupo de control de 300 universitarios. Porterfield encontró que cada estudiante había cometido al menos una de las infracciones, menos frecuentes pero igual de graves, de los delincuentes, y que pocos habían tenido que rendir cuentas ante la justicia (T hornberry y Krohn, 2000).
Sheldon y Eleanor Glueck, de la Universidad de Harvard, estudiaron el comportamiento criminal durante más de cuarenta años. Para su estudio más conocido, Unraveling Juvenile Delinquency Study (UJD), publicado en 1950, tomaron una muestra de 500 jóvenes delincuentes entre los 10 y los 17 años en el área de Boston con su respectivo grupo de control, también de 500 jóvenes. Recogieron extensa información sobre características sociales, psicológicas, biológicas, vida familiar, desempeño escolar y experiencia laboral de los 1.000 jóvenes entre 1939 y 1948. Entrevistaron a los familiares, profesores, empleadores y vecinos así como a funcionarios de los servicios sociales y del sistema judicial sobre las infracciones cometidas. Al grupo original se le hizo un seguimiento, a los 25 y a los 32 años, de los principales hechos biográficos: matrimonios, divorcios, cambios de residencia o empleo, hijos, servicio militar. Se recogió información detallada sobre hábitos de trabajo, ingresos, períodos de desempleo; se registró su participación en actividades comunitarias y el uso del tiempo libre. Se estudió la iniciación tardía en actividades delictivas del grupo de control y el abandono del crimen por los delincuentes juveniles (Sampson y Laub, 1995, 26-31).
En Estados Unidos, la validez de los datos de crimen basados en fuentes policiales se empezó a cuestionar en los años sesenta, y se propuso adaptar las encuestas de hogares para construir un indicador menos vulnerable a las arbitrariedades que se atribuían a las cifras oficiales. Crecía la preocupación por el número de incidentes que no llegaba a conocimiento de las autoridades. En 1965 se crearon dos comisiones para reformar la justicia. Tomó fuerza la idea de usar encuestas directas a los ciudadanos como estadísticas sobre crimen. Las primeras subvenciones para investigación de lo que sería el National Institute of Justice incluían rubros para trabajo de campo con víctimas del crimen y usuarios de la justicia (Cantor y Lynch, 2000).
Las encuestas de victimización se han ido consolidando a nivel internacional como una herramienta fundamental para el análisis de la situación criminal independiente de las estadísticas de la policía. Se trata de una extensión de las encuestas de hogares que indaga las experiencias ante el crimen y las percepciones de la justicia3. La mayor parte de los países industrializados cuentan en la actualidad con esta herramienta para medir las tasas de victimización, sus variaciones por segmentos de población, la proporción de crímenes denunciados, las razones para no denunciar, las medidas para protegerse y las percepciones sobre inseguridad y desempeño de las autoridades. La International Crime Victimisation Survey (ICVS) es un proyecto internacional que agrupa a 67 países4. La generalización de las encuestas de auto reporte de infractores ha sido más lenta (Junger-Tas et al., 1994).
En la evolución de los métodos de recolección de información de la criminología sobresale un patrón: permanecer cerca del objeto de estudio –el delincuente y su entorno– y eliminar las posibles interferencias posteriores al acto criminal. Se ha advertido que los datos basados en los sucesivos eslabones de la cadena judicial suministran información contaminada puesto que también dependen de las reacciones de terceros y de otros agentes, policías, fiscales, jueces y jurados, cuyas conductas se deben estudiar por separado.
CONTAR CON LOS OPERADORES Y CON VARIAS DISCIPLINAS
Varios factores contribuyeron al interés de la criminología en recoger y registrar evidencia desde la misma fuente. En primer lugar, el contacto directo con los operadores de la justicia penal que permitió aprovechar la vocación de algunos de ellos por llevar una bitácora de sus actividades. Inspectores de policía, responsables de prisiones y centros de detención, jueces e incluso filántropos interesados en el tema iniciaron sus reflexiones sobre el crimen con base en datos y descripciones de esos operadores y de las circunstancias en las que actuaban.
Gracias a su labor como médico militar, Lombroso tuvo acceso a los cráneos de soldados que comparó con los de su muestra de criminales. Garófalo, otro representante de la escuela positivista italiana, no sólo era académico sino penalista practicante, fiscal y magistrado enfrentado a los problemas cotidianos del sistema penal de justicia. Estaba en condiciones de discutir conceptualmente los planteamientos de Lombroso o Ferri y, además, evaluar las implicaciones prácticas de sus escritos.
Shaw y McKay, dos influyentes criminólogos de la escuela de Chicago, no trabajaban en la universidad. Hacían investigación en un centro de atención de menores.
A finales de los cincuenta se instaló en Montreal el europeo Denis Szabo para hacer investigación y enseñar criminología. Entre la alternativa de plantearse grandes temas de reflexión filosófica o resolver problemas concretos y participar en el debate sobre la administración urbana optó por la segunda. Su aproximación inicial se basó en recoger las impresiones de los ciudadanos sobre las normas, las leyes y la manera de hacerlas cumplir. Le interesaba evaluar la justicia, la policía y los cuerpos legislativos. Mediante encuestas, seminarios, conferencias y la difusión sistemática de los resultados de las investigaciones logró progresiva influencia en la administración penitenciaria y en la policía. A pesar de alguna reticencia institucional, los criminólogos de su escuela lograron consolidar su reputación de ser los que saben lo que pasa. Los resultados positivos de las investigaciones se manifestaron en campos como la formación de la policía y los guardias de prisiones, la modernización de los anexos psiquiátricos, la gestión de los tribunales y la ayuda judicial. Se empezaron a discutir métodos para enfrentar el crimen organizado y se creó una comisión permanente de reformas legislativas (Négrier-D., 1992, 146-147).
También se debe mencionar el papel de los médicos legistas, salubristas y psiquiatras. Parent-Duchatelet, médico, trabajó con el consejo de salubridad de París a comienzos del siglo XIX. En todas las actividades del consejo dedicaba grandes esfuerzos a recoger información, hablando con los afectados, observando sus condiciones de vida y de trabajo, verificando su situación sanitaria y sus antecedentes familiares. Opinaba que “aún más que en la medicina, los libros no remplazan a la práctica, y si existen algunos sobre estas materias, son con frecuencia menos capaces de aclarar que de inducir a errores”5. Paul Dubuisson, jurista y médico, dirigió un hospital psiquiátrico y trabajaba como experto forense. Los Archivos de antropología criminal y la escuela criminológica de Lyon fueron promovidos por Alexandre Lacassagne, profesor de medicina legal, que escribió con el soporte de sus informes forenses para la justicia y el apoyo de estudiantes que trabajaban bajo su dirección (Renneville, 2006).
Lacassagne analizó por qué las aptitudes del médico forense son útiles para la reflexión sobre el crimen. Por su estrecha vinculación con el derecho y la justicia penal, debe estar al tanto de cualquier modificación de las leyes. A su vez, la medicina legal, basada en la observación y la experimentación, suministra a la justicia elementos que ayudan a tomar decisiones. Por ejemplo, los avances en los procedimientos de levantamiento de cadáveres y las autopsias contribuyeron a mejorar la información sobre el momento y las causas de las muertes violentas; así se pudo distinguir la muerte súbita de los accidentes, los homicidios y los suicidios. También se hicieron progresos en la identificación de los afectados. Gracias a las ciencias forenses, la prueba testimonial, en la que se basaban las investigaciones penales, fue sustituida por la prueba técnica, por los indicios, “testigos mudos, sin duda, pero que el experto puede revelar y que aportan un conjunto de demostraciones decisivas e irrefutables” (Lacassagne, 1913, 347).
Davie (2006) señala que el estudio sistemático de los criminales coincidió con el nombramiento de médicos en las prisiones de Gran Bretaña a mediados del siglo XIX. Algunos de ellos emprendieron investigaciones empíricas detalladas sobre las características mentales y físicas de los detenidos.
Aunque la criminalidad no es el tema principal de la psiquiatría, la incluyó en su campo de acción cuando los alienistas colaboraron con la justicia penal. Éstos debían describir los estados de locura. A partir de allí, diferenciar los sujetos normales de los que no lo eran para determinar la responsabilidad penal. Por último, debían supervisar a los delincuentes que recibían tratamiento en los asilos. Ello obligaba a escribir minuciosos reportes para los tribunales que eran verdaderos estudios de caso. Muchos estudiantes de psiquiatría se formaron visitando asilos. La determinación de la responsabilidad fue una tarea intelectual fértil en la reflexión sobre el crimen. A la práctica psiquiátrica había que sumar el examen de las leyes penales y de los antecedentes sociales y familiares de los enfermos mentales cuyo comportamiento violento reforzaba la proximidad al mundo criminal. En los Archivos de antropología criminal de 1887 a 1914, eran comunes las contribuciones de psiquiatras franceses e italianos (Coffin, 2006, y Debuyst et al., 1995, 215).
No menos importantes en el desarrollo de la criminología fueron los aportes de los médicos del sistema de salud pública, una de las áreas en que se dio el salto del estudio del caso individual al análisis estadístico. Además, el contacto directo con un gran número de personas afectadas colocaba a los salubristas en la situación de intermediarios entre la comunidad y las autoridades. Palpaban, en el terreno, la demanda de servicios estatales.
Debuyst et al. (1995) señalan que, igual que la medicina legal, la criminología es una disciplina compleja que enfrenta desafíos importantes en tres dimensiones: debe articular el conocimiento científico y la reflexión ética; debe tener en cuenta los aportes de diversas ramas del conocimiento, incluida la jurídica; y debe asegurar una interacción adecuada entre la teoría y la práctica para formular políticas relevantes y realistas.
Varios elementos facilitaron el desarrollo de la criminología como oficio interdisciplinario. Primero, las profesiones que la forjaron tienen una tradición anclada en varias especialidades. Por ello, el acervo de información acumulada puede ser replicado, analizado y, sobre todo, criticado y mejorado desde distintas perspectivas. Segundo, la aproximación empírica y positivista, basada en encontrar correlatos del crimen –lo que hoy se conoce como factores de riesgo– llevó a elaborar explicaciones. Por lo general, esto se hizo agrupando variables en grandes categorías pertenecientes al ámbito de alguna disciplina, que así quedaba involucrada en la tarea de explicar el crimen. A este respecto, Gottfredson y Hirschi (1990) señalan que el índice de Crime: Its Causes and Remedies de Lombroso (1899)6 se parece al catálogo de una universidad, con secciones de geología, antropología, demografía, educación, economía, religión, genética y política.
No menos determinante ha sido la existencia de un lenguaje común que pueden entender los especialistas de otras áreas e incluso cualquier ciudadano. Esto ha sido definitivo para que las conclusiones hagan parte del debate público, no necesariamente intelectual, técnico o ilustrado. En los inicios de la criminología, algunos médicos legistas eran a la vez juristas que redactaban documentos para los tribunales o participaban en debates parlamentarios. Debían ser capaces de argumentar y convencer, no se trataba de revelar verdades universales sino de mostrar habilidad retórica para incidir en decisiones concretas. La influencia de Lombroso, su capacidad para comunicar, quizá esté asociada a que antes de ser médico estudió literatura, lingüística y arqueología.
Acaso esta peculiaridad de la criminología –trabajos que se pueden leer como literatura no especializada– tenga que ver con el hecho de que los novelistas han sido competidores en la formulación de teorías sobre el crimen. Victor Hugo y Dostoievski se interesaron en la miseria humana, los dilemas morales y el sufrimiento que pueden conducir a comportamientos extremos. El héroe romántico tipo Robin Hood que lucha contra la tiranía es un personaje literario recurrente. Huckleberry Finn, de Mark Twain, sigue inspirando a los estudiosos de las pandillas en Centroamérica (Rocha, 2000). Algunos trabajos sobre criminales tuvieron difusión e influencia por estar bien escritos, como una novela. El estudio de Bernaldo de Quirós sobre las bandas andaluzas en el siglo XIX o No nacimos pa’ semilla, de Alonso Salazar, sobre los sicarios en Medellín entran en esa categoría.
LA INFORMACIÓN JUDICIAL ES INSUFICIENTE
Desde sus orígenes, los criminólogos que usaron estadísticas judiciales entendieron que estos datos sólo representan una fracción de un fenómeno del que no se conoce la totalidad. La comparación entre datos de distinto origen ha dejado en claro que no es un simple problema de representatividad numérica. Lo que se judicializa es una muestra casi siempre sesgada del universo de incidentes criminales, y la gravedad del sesgo es proporcional al acceso diferencial de ciertos grupos a los juzgados. Quételet señaló que la magnitud desconocida del crimen dependía del incidente: si en el caso de asesinatos se podía esperar una correspondencia entre lo ocurrido y lo registrado, la estadística oficial de robos dependía de las denuncias y la capacidad de las autoridades para identificar a los autores (Debuyst et al., 1995, 146).
En Estados Unidos, los primeros ejercicios con cifras judiciales indicaron que el delito se concentraba en forma desproporcionada en las zonas pobres y marginadas de las ciudades y que los condenados por la justicia eran ante todo personas de las clases populares o de minorías étnicas. Hacia 1930, sociólogos como Merton y Sutherland, corroborando a Quételet, señalaron que este tipo de información no era el más adecuado para el diagnóstico porque no daba cuenta de la delincuencia escondida, de la cifra negra de la criminalidad (Thornberry y Krohn, 2000). También en los treinta, Sofia Robinson calculó que el número de delincuentes juveniles se duplicaba cuando se tenían en cuenta algunas agencias no oficiales, y no sólo los juzgados de menores. Además, reportó que las características sociales de los infractores, o aspectos como su raza o religión, dependían mucho del lugar a donde eran enviados los menores. La información judicial no sólo era insuficiente sino engañosa. Estudios posteriores llegaron a conclusiones similares (ibíd.).
La realización regular de encuestas de victimización en Estados Unidos obedeció al creciente escepticismo ante las cifras que compilaba el Uniform Crime Report (UCR) desde 1929 con los datos que enviaban los departamentos locales de policía. El FBI, que publicaba el UCR, no se hacía responsable por su confiabilidad. El punto más álgido de la desconfianza llegó a mediados de los sesenta, cuando el New York Times publicó la opinión de un experto para quien “los datos del FBI no valen ni el papel en el que se imprimen” (Robinson, 1966, 1031). Los interrogantes tenían que ver con la imprecisión por falta de denuncias y, sobre todo, con la parcialidad de los datos. La policía tenía un conflicto de intereses y se temía que estuviera “cocinando los libros”. Se reconocía que en distintos niveles se podía ejercer discrecionalidad en el registro de eventos. El hecho de que en varias reformas de los departamentos de policía se mencionara la práctica de “matar crímenes” en los libros hacía sospechar que el mal registro estaba ligado a manipulaciones para obtener recursos. Los resultados de las encuestas piloto anteriores a la adopción de la National Crime Survey (NCS) confirmaron los temores. La incidencia de ataques era superior a lo que sugerían las estadísticas oficiales y, aun controlando los casos no denunciados, se obtenían tasas mayores a las de la policía. Se concluyó que “la falta de reporte por la policía puede contribuir más a la cifra negra que la falta de reporte a la policía” (Cantor y Lynch, 2000, 102).
El Census Bureau y las agencias encargadas de hacer las encuestas, en cambio, no tenían conflictos de interés en el registro del crimen y, en la práctica, eliminaron el temor a que las cifras estuvieran manipuladas. Cuando se publicó Crime in the United States 1973, la encuesta alcanzó notoriedad y aceptación inmediata como indicador en los medios, la academia y el debate público.
Una muestra del escepticismo de la criminología ante cualquier fuente de información es la costumbre de comparar magnitudes y tendencias de distinto origen, no para invalidarlas sino porque esas discrepancias merecen ser explicadas y dan luces sobre el comportamiento de las agencias involucradas. Hace casi un siglo el médico legista Lacassagne, perito judicial acostumbrado a recoger evidencia y a contrastar fuentes contradictorias, dio ejemplo de que cualquier dato es un simple indicio que se debe someter al escrutinio de toda la información disponible. Su observación del subregistro de las cifras judiciales surgió precisamente de compararlas con otras fuentes. Le preocupaba la información sobre envenenamientos y abortos; analizó los venenos reportados en los casos judiciales y los comparó con los de incidentes no letales que llegaban a los hospitales. Hizo un ejercicio similar con los casos de “muerte súbita”. También analizó la verosimilitud de las cifras oficiales sobre aborto: estableció una relación con los nacimientos y, en algunos hospitales, la comparó con el número de mujeres que llegaban para ser atendidas por complicaciones relacionadas con esa práctica. Concluyó que “si examinamos de cerca cómo se cometen estos crímenes, y los medios empleados, nos damos cuenta de que un buen número de ellos no se conoce [...] parece haber una disminución de la criminalidad legal, o por lo menos de los crímenes juzgados, pero un aumento de la criminalidad aparente” (Lacassagne, 1913, 327). Constató que la incidencia de delincuentes había aumentado entre los menores en casos de robo y homicidio y que, por tanto, la edad promedio de los delincuentes debía haber bajado. Corroboró esta observación con las edades de los miembros de tres pandillas de jóvenes en París. Señaló las diferencias en la evolución de la violencia entre París y Lyon y contrastó la verosimilitud de las cifras judiciales con los resultados de las autopsias.
En Estados Unidos, ante la persistente diferencia entre las encuestas de auto reporte y las cifras oficiales, a finales de los setenta se iniciaron esfuerzos para examinar las inconsistencias. En 1979 se hizo un estudio para comparar las cifras de las tres fuentes y las características de los delincuentes que se derivaban de ellas. Se encontró que en las características de los agresores había mayor similitud entre las encuestas de victimización y las cifras oficiales que entre estas y las de auto reporte. Primero se pensó que estas últimas captaban conductas distintas a las de las otras fuentes. Luego se observó que parte del problema podía obedecer a que un pequeño grupo de jóvenes comete un número muy alto de delitos. En las encuestas, estos delincuentes intensivos estaban subrepresentados (Thornberry y Krohn, 2000).
En Colombia, las cifras judiciales de 1970 a 1986 de los procesos abiertos por homicidio captaban relativamente bien la tendencia de los datos de la policía, y estos eran consistentes con los de Medicina Legal. Desde 1987, como resultado de cambios en el procedimiento penal, las cifras judiciales de homicidios se alejaron definitivamente de las cifras de denuncias. A mediados de los noventa la diferencia era de uno a tres (Rubio, 1999). En esa misma época, en Perú se estimó que las discrepancias entre las cifras oficiales de defunciones y los datos calculados a partir de los censos eran de un 50%. En Lima, las diferencias entre el número de homicidios reportado por el Ministerio de Salud y la cifra de denunciados es de 1 a 6. En El Salvador se han encontrado diferencias de 1 a 3 entre los datos de homicidios reportados por la Policía y la Fiscalía General de la República, los que a su vez tienen discrepancias superiores al 60% con los datos calculados a partir de la información censal (Londoño et al., 2000). Parte importante del esfuerzo que se ha hecho en América Latina por cotejar y analizar críticamente la información criminal de distintas fuentes ha sido promovido, igual que en Europa en el siglo XIX, por los profesionales de la salud pública y la medicina legal.
NO SIEMPRE ES CONVENIENTE AGREGAR
Se podría pensar que el énfasis en los datos desagregados y locales de incidentes concretos se debe a la influencia de los médicos legistas en los inicios de la criminología. En realidad es más antiguo. Aunque desde los romanos la noción de derecho es inseparable de reglas o normas generales e impersonales, en sus orígenes el derecho se basaba en precedentes concretos. Buena parte de las instituciones penales occidentales surgieron no de reflexiones conceptuales para mejorar la sociedad sino para solucionar problemas concretos. Guillermo el Normando estableció el coroner con fines alcabaleros, para investigar las muertes violentas. La Inquisición fue instituida por Inocencio III para reprimir delitos imputables al clérigo, como el concubinato, la simonía y la herejía. El Ministerio Público surgió en Francia a partir de los procuradores que nombraba el rey, o un señor feudal, para defenderse (Laingui y Lebrige, 1979, 49 y 58). El gran aporte utilitarista de Beccaria estuvo motivado por el afán de controlar la crueldad de los castigos.
Los primeros intentos de resumir en estadísticas un gran número de delitos eran muy detallados y sólo agrupaban incidentes homogéneos. Desde sus inicios en 1825, el Compte Géneral de la Statistique Criminelle contempló diez tipos de incidentes entre los crímenes contra las personas: homicidios, asesinatos, parricidios, golpes y heridas graves, golpes y heridas contra familiares, infanticidios, abortos, envenenamientos, violaciones y atentados al pudor. Y un número similar de delitos contra la propiedad: falsificación de moneda, falsificación de documentos comerciales, en escritura pública o privada, robos en la vía pública, robos por un empleado doméstico, otros robos calificados, abuso de confianza, bancarrotas e incendios intencionales (Lacassagne, 1913, 325).
Los informes que se compilaban en Estados Unidos desde 1929 para la publicación de los UCR contemplaban siete categorías: homicidio, violación, robo, atraco, robo a la residencia, incendio intencional y robo de vehículo.
La ICVS distingue más de quince categorías de incidentes. En los atentados a la propiedad establece diferencias entre robos en la casa, de un vehículo, de cosas dentro del vehículo, de objetos personales, con o sin violencia. Entre los ataques sexuales separa la violación del acoso7. Por su parte, las encuestas de auto reporte de infracciones consideran trece tipos de ofensas contra la propiedad y seis contra las personas, además de vandalismo, incendio intencional, consumo de droga y alcohol, y otras contravenciones (Junger-Tas et al., 1994, 62).
En contra de esta tendencia, desde el influyente trabajo de Gary Becker de finales de los sesenta (Becker, 1968), la vertiente teórica de la economía del crimen insiste en que es posible agregar todos los delitos en una sola magnitud, una oferta global de crimen, y como objetivo de la política criminal propone minimizar los costos sociales de esta variable (ibíd., y Cooter y Ulen, 1998, 549-550). Isaac Ehrlich (1996) hace explícita la noción de mercado del crimen, e insiste en mezclar y sumar los distintos tipos de delitos.
Estas ambiciosas propuestas de agregación económica han tenido poca influencia en oficios artesanales como la criminología y la justicia penal. A pesar de ello, la escuela de Derecho y Economía (D&E) ha dejado un legado desafortunado, menos explícito que en el área criminal: el supuesto de que los conflictos e incidentes individuales se pueden sumar y agregar en una sola magnitud que, además, se puede reducir a unidades monetarias. No es arriesgado situar en los trabajos de Gary Becker este paso inoportuno de agregar y monetizar lo que, desde hace siglos, el derecho ha mantenido separado y fuera de la esfera de los mercados: las relaciones jurídicas y las decisiones judiciales. Una peculiaridad de la variante de D&E iniciada por Becker es su propuesta de política pública –la eficiencia económica como objetivo del derecho– que, a diferencia de lo que ocurría hasta entonces, no surgía del conocimiento y el análisis de la legislación o de la jurisprudencia. Por vez primera los economistas sugerían objetivos al sistema jurídico en campos que no habían estudiado a profundidad, en los que no habían mostrado mayor interés y que ni siquiera habían discutido con los juristas. El planteamiento original de Becker ha persistido y fue adoptado sin analizar previamente los objetivos, manifiestos o implícitos, del derecho penal y de la política criminal. Igual que el modelo de comportamiento, la recomendación se ha extendido más allá de la frontera penal para abarcar todo el marco legal, y toda la justicia.
Así, sin la debida discusión conceptual y práctica con otras disciplinas, la escuela de D&E adoptó la metáfora de los precios y los mercados para las conductas ante la ley. Con algunas concesiones se puede aceptar el supuesto de que, a nivel micro y en forma análoga a un precio, una sanción legal es un incentivo para que los individuos alteren su conducta. Pero la pretensión de que las instituciones, las reglas del juego, se pueden agregar, así como el PIB, mediante una suma ponderada de todos los intercambios, y con un equivalente monetario, es más que ciencia ficción. Además de su poca viabilidad técnica, es un esfuerzo que no despierta interés entre los no economistas.
Incluso desde el D&E experimental se empieza a desafiar el supuesto de que los distintos asuntos legales se pueden comparar o agregar, o equiparar las decisiones judiciales a un sistema de precios. Cass R. Sunstein, por ejemplo, muestra que aun con un conjunto de normas sociales compartidas y un acuerdo relativo sobre el orden de gravedad de los incidentes, los punitive damages awards monetarios tienen poco que ver con los precios, pues son impredecibles, inconsistentes y erráticos. Además, difieren cuando se hacen de manera individual o en grupo (Sunstein, 2006, 38).
No sorprende que la mayoría de los indicadores agregados que los economistas usan para medir, supuestamente, la calidad institucional o judicial y buscar correlaciones con variables económicas se basen en percepciones y opiniones, y no en asuntos observables que se puedan medir. Un artificio para sumar peras con manzanas es consultar la opinión de unos expertos sobre la canasta de peras y manzanas. Pero toda la evidencia disponible sobre asuntos criminales muestra la enorme heterogeneidad, entre sociedades y a lo largo del tiempo, de la canasta de delitos. Los ejercicios de comparación de canastas heterogéneas son arriesgados. Por esta razón, entre otras, una lección de la criminología es la de centrar el análisis en unos pocos incidentes adecuadamente tipificados, y por separado. La extensión de esta lección a otras ramas del derecho parece más que razonable.
El legado del utilitarismo que, a través de la economía, se ha filtrado en el área de la reforma legal y judicial, al dar énfasis al impacto conjunto y agregado sobre el desempeño económico, es inconveniente por varias razones. En primer lugar, porque saca del debate a los operadores, más interesados en medir asuntos concretos que en grandes agregados macro. En segundo lugar, porque dificulta el diálogo con otras disciplinas interesadas en la reforma legal pero menos apegadas a Jeremías Bentham, como la mayoría de juristas, profesionales de la salud pública, antropólogos, sociólogos, psicólogos, psiquiatras, historiadores y geógrafos, y hace difícil avanzar y sofisticar la identificación, definición y medición del fenómeno bajo estudio. Esto, a su vez, dificulta la contrastación de hipótesis y retrasa el desarrollo de la teoría. Es claro que los avances en la comprensión del crimen tuvieron como requisito un enfoque desagregado e inductivo.
Por último, en materia de evaluación de las leyes, el afán de agregación hace más ardua, compleja y sujeta a interminables discusiones doctrinales la especificación de los objetivos de política. Parte de la dificultad actual para evaluar el impacto de las reformas legales puede tener su origen en este desafortunado afán de agregación, inadecuadamente importado de la economía. Por estas razones, una propuesta básica para avanzar en la evaluación del impacto de las leyes es desmarcarse del utilitarismo, a nivel descriptivo o explicativo, y concentrarse en medir, explicar, teorizar y fijar objetivos de política sobre un conjunto limitado de incidentes concretos y bien definidos. La navaja de Occam, el principio de parsimonia, también se debe aplicar a la reflexión normativa: entre dos objetivos de política es preferible el más simple de formular, discutir, medir y evaluar.
LECCIONES SOBRE TEORÍA
SUPERAR EL INDIVIDUALISMO Y EL HOLISMO
Desde los primeros debates entre la escuela clásica, los positivistas, la antropología criminal y los sociólogos interesados en entender el delito, en la criminología existe una tensión entre el enfoque puramente individualista del ser humano y el holista o exclusivamente social.
El sello distintivo de la escuela clásica era el énfasis en el criminal individual, un ser guiado por sus propios intereses, capaz de calcular los costos y beneficios de sus acciones y actuar en consecuencia. Con estas premisas, la sanción del crimen debía adaptarse a la ofensa y no a las características físicas o sociales de quien la comete. Bentham, Beccaria, Max Weber y la actual economía del crimen comparten esta idea. Aunque los primeros hacían énfasis en los mecanismos políticos de sanción –las penas establecidas por la ley– nunca ignoraron otras formas de sanción. En la teoría del comportamiento individual que propuso Bentham la distinción entre actos criminales, pecados, imprudencias o incumplimientos no es la más relevante. El placer y el dolor gobiernan las acciones en todos los casos y lo que cambia es la naturaleza del dolor, es decir, las sanciones. Si son políticas, llevan a la definición del crimen; si son religiosas, a la del pecado; si son sociales, a la de inconformidad o malos modales, y si son físicas, a la de imprudencia. De hecho, Bentham consideraba que las acciones de los vecinos y de la comunidad eran las fuentes más importantes de placer y dolor para el individuo (Gottfredson y Hirschi, 1990, 7). La economía del crimen se centra en las sanciones políticas, legales o estatales, dejando de lado las morales, religiosas o sociales. La sociología, en cambio, considera más pertinentes las segundas que las primeras.
Los primeros positivistas, como los frenólogos, buscaban la prueba científica de que el crimen era consecuencia de rasgos y características físicas del individuo. Los agresores debían ser eliminados, encerrados indefinidamente o curados mediante intervención médica. Más adelante, al encontrar nuevos correlatos o factores de riesgo del crimen en otras áreas, se amplió la gama de intervenciones susceptibles de alterar el comportamiento criminal.
En la primera mitad del siglo XIX surgió una serie de movimientos que buscaban remedios definitivos a los males ocasionados por la industrialización. Marx y Engels veían el crimen como una especie de revuelta contra la explotación. El escocés Robert Owen pensaba que la propiedad privada era la verdadera causa de la criminalidad, que dejaría de existir en un mundo socialista (Debuyst et al., 1995). En Estados Unidos, a principios del siglo XX, el crimen –que interesó ante todo a los sociólogos– se empezó a considerar como un producto social. Era indispensable entender sus raíces sociales y, para prevenirlo, se debían transformar los procesos de educación y formación de los individuos, en particular de los más desfavorecidos. En Colombia, la noción de causas objetivas de la violencia se enmarca en esta línea de análisis.
Las diversas teorías del crimen han tenido consecuencias diferentes en materia de política criminal. Se puede sospechar que el énfasis de la literatura económica contemporánea en la respuesta judicial como medio idóneo para reducir los costos de transacción tiene sus raíces en la vocación individualista de la disciplina: el desafío es cómo alterar los incentivos. Si a eso se suma el legado del utilitarismo que, como se anotó, lleva a tratar de agregar las relaciones jurídicas en una dimensión única, a imagen del mercado de bienes y servicios, queda claro el vínculo automático que busca la economía entre el desempeño de la justicia y el crecimiento del producto.
En la criminología hoy existe acuerdo en apartarse de las posiciones extremas individualismo/holismo, aceptando que ambas son parcialmente relevantes (Bunge, 2007, 9). En A General Theory of Crime, Gottfredson y Hirschi señalan que los postulados individualistas de la escuela clásica no tienen por qué excluir las influencias sociales sobre el comportamiento. La observación de que el crimen es el resultado de ciertas características del infractor y la afirmación de que las condiciones ambientales afectan la incidencia de crímenes han recibido suficiente respaldo empírico y, por tanto, no se deben descartar ni considerar incompatibles. La meta es una teoría consistente con las dos aproximaciones. Aunque son bastante críticos del empirismo radical por las deficiencias de su aparato conceptual, su trabajo es un claro reconocimiento de toda esa acumulación de información y evidencia que, en últimas, fue lo que impidió que el conocimiento del crimen quedara subsumido en una sola disciplina y en un marco conceptual rígido.
Los positivistas aceptaron la importancia de los factores sociales gracias a su vocación empírica. El mismo Lombroso (1899)8 suavizó su posición en las publicaciones sucesivas de su obra, y al final reconoció la influencia de elementos religiosos, sociales y culturales. La estigmatización de su obra, supuestamente limitada al determinismo biológico, le resta mérito a su principal contribución: haber anticipado la noción de multicausalidad del crimen.
Todo crimen tiene su origen en múltiples causas, que se entrelazan y confunden, pero cada una de ellas, por las necesidades del pensamiento y la palabra, debemos investigarla por separado. Esta multiplicidad es la regla general en los fenómenos humanos, a los cuales casi nunca se puede atribuir una causa única no relacionada con otras.
Sólo las corrientes con poca vocación empírica –como el marxismo, la criminología crítica y la vertiente teórica de la economía del crimen– siguen aferradas a una posición más dogmática anclada en la distinción tajante entre individualismo y holismo.
En criminología, la principal consecuencia de la superación teórica del individualismo ha sido la introducción de la idea de prevención del delito: actuar sobre las causas ambientales y sociales y no exclusivamente sobre el individuo. Al dejar atrás el holismo también abandonó la idea de que cualquier reforma legal requiere previamente un cambio de fondo en la estructura social.
Para el análisis del impacto de las leyes, esta posición intermedia y pragmática de la criminología, que matiza y tiende a abandonar un debate estéril entre dos maneras distintas de ver la naturaleza humana, es una lección pertinente porque entre las profesiones involucradas en el análisis de las instituciones sigue latente la tensión entre el individualismo y el holismo. Bussani y Mattei (1995) muestran el impasse al que se ha llegado, a nivel conceptual, entre el D&E y la antropología jurídica, o entre los economistas neoclásicos y los de formación marxista interesados en el desarrollo. En América Latina, los desacuerdos conceptuales entre los economistas, herederos intelectuales de Bentham y Smith, y los juristas, más cercanos al holismo de Durkheim o al marxismo, son evidentes y parecen insuperables en el corto plazo (Rubio, 2007).
No es arriesgado pronosticar que, así como en la criminología, la convergencia hacia una posición intermedia, relevante para los operadores y para evaluar su desempeño, sólo será factible con base en el trabajo empírico compartido, debatido y criticado por distintas especialidades, y no tratando de imponer el enfoque teórico supuestamente adecuado para entender el mundo.
PREVENIR O SANCIONAR
César Beccaria afirmó que es mejor prevenir un delito que tener que castigarlo. Anotó, además, que
otro medio de evitar los delitos es recompensar la virtud [...] si los premios propuestos por las academias a los descubridores de las verdades provechosas han multiplicado las noticias y los buenos libros, ¿por qué los premios distribuidos por la benéfica mano del soberano no multiplicarían así mismo las acciones virtuosas? La moneda del honor es siempre inagotable y fructífera en las manos del sabio distribuidor (Beccaria, [1794], 1994, 110).
Así, en la reflexión sobre el delito se ha reconocido desde hace siglos que la sanción no es la única manera de hacer cumplir la ley penal. En el D&E y en la literatura sobre reforma legal y judicial, por el contrario, la alternativa de la prevención como mecanismo para lograr el respeto por la ley no ha despertado mayor interés.
En criminología, la opción política por una u otra alternativa ha sido objeto de un largo debate, que aún subsiste y es asimilable al que se da entre la visión holista del mundo de la sociología clásica y la visión individualista de la elección racional. Desde la primera perspectiva, el papel de la intervención pública ante el crimen debe hacer énfasis en la alteración de las condiciones económicas y sociales que empujaron a ciertos actores sociales a la delincuencia. En cambio, desde la elección racional la respuesta debe enviar un mensaje disuasivo, mediante la aplicación de las sanciones, a quien ha decidido delinquir, para alterar los elementos que afectan esa elección.
Aunque existen diversas corrientes que asignan un rol distinto a las sanciones, esta dicotomía es cada vez menos tajante en criminología. Sherman et al. definen la prevención como un resultado, al que se puede llegar mediante el uso de distintos medios o instrumentos, uno de ellos las sanciones (Shermann et al., 1996).
Sorprende que una idea tan antigua, simple, sugestiva e incluso arraigada en la sabiduría convencional como la de “mejor prevenir que sancionar” aún no haya encontrado cabida en buena parte de la literatura económica sobre reforma legal y judicial. Este descuido es una muestra adicional del abismo que separa la teoría de la práctica. En el área de los accidentes, por ejemplo, en la que el D&E centra el análisis en la sanción judicial, el tort law, varias disciplinas coinciden en que para inducir conductas cautelosas puede ser más eficaz la prevención (Rubio, 2007). Luego de una serie de accidentes mortales en las carreteras españolas que hicieron de agosto de 2007 un mes de particular siniestralidad, el Director General de Tráfico declaró que no pensaba variar las líneas básicas de su política: “a largo plazo, educación y mejora de las infraestructuras. Y a corto, vigilancia y concienciación”9.
A ningún pedagogo o padre de familia le extraña la idea de que la honestidad, el cumplimiento de la palabra y de las obligaciones, no hacer trampa o el hábito de pagar las deudas son actitudes que se pueden inculcar desde la infancia, sin que sean necesarios incentivos judiciales.
Al tener en cuenta la dimensión preventiva, la relación entre instituciones y desempeño económico se hace más compleja. Por un lado, se refuerza el argumento de que, históricamente, mayores oportunidades económicas permiten mejorar la oferta institucional. En la prevención no judicial de conflictos es clara la causalidad de lo económico a lo institucional: mediante la inversión de recursos –p. ej., en educación, salud o apoyo a la familia– es posible inducir en los agentes económicos unos patrones de comportamiento más acordes con los bajos costos de transacción.
Por otro lado, se amplía el horizonte de tiempo relevante para el análisis. El impacto de ciertos conflictos sobre el desempeño económico puede no ser perceptible coyunturalmente, pero es determinante a largo plazo si, por ejemplo, afecta la posibilidad de acceso a los mercados de la población más pobre o la inversión en capital humano. Los ‘problemas juveniles’ –deserción escolar, consumo de droga, embarazo adolescente, madres solteras– entrarían en esta categoría de asuntos con escasa o nula interferencia en el ambiente económico coyuntural, poco relevantes para la justicia, pero fundamentales en materia de desarrollo a largo plazo.
También en el ámbito de la prevención es sorprendente la poca atención que la literatura económica sobre reforma legal y judicial da a la estructura y los conflictos familiares que, como se sabe en criminología, son determinantes de los comportamientos problemáticos posteriores. Y se puede sospechar que afectan áreas críticas para el desempeño económico, como los derechos de propiedad. Un economista observador, Tanzi (1995), muestra en forma convincente los vínculos entre estructura familiar y corrupción.
Afirmar que los arreglos familiares son un elemento crítico de las instituciones es más que una conjetura. El estudio de cohortes de jóvenes infractores muestra que lo que somos como adultos ante la ley penal no es más que el resultado de una secuencia individual de pequeños incidentes acumulativos que el entorno inmediato acepta y consolida, o rechaza y corrige, a lo largo de nuestra biografía. En ese proceso de socialización, o civilización, el papel de la familia es crucial. Aún no se ha extendido este esquema a las instituciones no penales, pero hay razones para pensar que también es pertinente. Basta leer un párrafo que describe someramente el papel crítico de la familia en el desarrollo del autocontrol, al que se considera esencial para reducir la incidencia de conductas problemáticas en la adolescencia, pensando que tal vez por esa misma vía se puedan alterar comportamientos oportunistas, imprudentes o deshonestos en las relaciones comerciales entre adultos.
La habilidad y el deseo de retrasar la gratificación inmediata en pos de un propósito mayor se puede suponer resultado del entrenamiento. Muchas de las acciones de los padres se dirigen a suprimir comportamientos impulsivos, a hacer que el niño considere las consecuencias de largo alcance de sus acciones. De hecho, parte importante de la labor de los padres es enseñarle al niño los derechos y los sentimientos de los demás, y que esos derechos y sentimientos tienen que restringir su comportamiento (Gottfredson y Hirschi, 1990, 96-97).
La pregunta clave que abre la criminología a otras áreas legales es si, como ocurre con el delito, con el consumo de droga y aun con algunos accidentes, hay comportamientos tempranos que permitan predecir conductas no cooperativas, oportunistas e irresponsables de los agentes económicos –la esencia de instituciones que no contribuyen al desempeño económico– y que se puedan prevenir sin esperar a que un juez civil o comercial los enderece con una sentencia siempre demorada y costosa.
Existe abundante literatura no económica que analiza el vínculo entre estructura familiar, leyes, normas y costumbres hereditarias y el mercado de tierras o el laboral. Otro hecho que hace relevante el análisis de la institución familiar, y la solución de conflictos en ese entorno, es el de las empresas familiares que en varios países son el esquema dominante de propiedad. En ambientes donde las decisiones empresariales son una extensión de los asuntos familiares, las reformas legales o judiciales que buscan fortalecer el mercado de capitales pueden tener un alcance más limitado que en aquellos donde el esquema empresarial típico es la corporación de accionistas.
Más escasa en la literatura económica, pero no menos importante, es la relación entre estructura familiar y transmisión intergeneracional de la propiedad. Por ejemplo, en sociedades con altas tasas de hijos extramatrimoniales, como América Latina, es fácil pensar en complicaciones de los procesos de sucesión de tal magnitud que pueden afectar el horizonte relevante de inversión de las empresas.
PROPUESTA PARA EVALUAR LAS LEYES
LA EVALUACIÓN DE LAS NORMAS SEGÚN LOS JURISTAS
Para evaluar o valorar una norma jurídica, Norberto Bobbio (1992) distingue tres criterios básicos: la justicia de la norma, su validez y su eficacia. El primero busca determinar si se trata de una norma justa; evalúa qué tanto se adecua a los fines de una organización, su coherencia con lo que se debe hacer. Para evaluar su validez se compara con el conjunto de normas aceptadas; se determina si forma parte del ordenamiento jurídico vigente. Por último, la eficacia de una norma se refiere a su impacto sobre el comportamiento de los destinatarios y, en particular, a su cumplimiento. En caso de ser violada, el problema de la eficacia pasa por el análisis de la respuesta que se da al incumplimiento.
Bobbio subraya que estos tres criterios son independientes y definen las grandes áreas de reflexión del derecho: la teoría de la justicia, que trata de precisar los valores hacia los cuales tiende el derecho; la teoría general del derecho, preocupada por la validez y la coherencia de los ordenamientos jurídicos, y la sociología jurídica, que analiza la aplicación de las normas y su efecto sobre el comportamiento de los individuos. Señala además los peligros del reduccionismo, entendido como la tendencia a ignorar alguno de los criterios de valoración o a incorporarlo en los otros dos.
Una lección importante de la criminología es la de haberse situado sin ambigüedades en el terreno de la sociología jurídica, preocupada por la eficacia y basada en el trabajo empírico. Al tomar el derecho penal como un dato, se han evitado incursiones en el campo de la teoría jurídica o la teoría del derecho. El D&E, en cambio, se presenta como una empresa más ambiciosa. No se limita al análisis del comportamiento de los individuos ante la ley sino que señala, más allá de su competencia, que el sistema jurídico y las reformas legales deben ser mecanismos para promover la eficiencia económica.
En el área penal, se puede sospechar que esta desinformada imposición de criterios normativos ha sido lo que más le ha restado aceptación a la economía del crimen, opacando incluso sus valiosos aportes empíricos (Rubio, 2007). También se puede argumentar que el afán de agregación de los economistas, la siempre problemática tendencia a sumar peras con manzanas en símiles imperfectos del mercado de bienes, es un vicio normativo, heredado del utilitarismo, que ha impuesto obstáculos al acopio de información y al desarrollo de teoría en conjunto con otras disciplinas, en particular con los juristas.
Así, un requisito para avanzar en la compleja tarea de evaluar el impacto de la reforma legal es superar estos “numerosos sesgos ocultos en el razonamiento económico, el contrabandeo de premisas de valor y las frecuentes falacias naturalistas” (Streeten, 2007, 39). El primer paso en esa dirección consiste en simplificar, focalizar y desagregar las teorías, los datos para contrastarlas, los objetivos de política y los criterios para evaluar las reformas.
DATOS, TEORÍA, POLÍTICAS Y EVALUACIÓN DESAGREGADAS
Al reconocerse desde el principio como una disciplina de apoyo al derecho penal –la rama legal obsesionada por la tipificación de las conductas que reciben sanción coercitiva–, la criminología ha centrado su atención en el análisis de conflictos con la ley concretos y precisos, tanto en la recolección de información como en las reflexiones sobre los agentes que los cometen. En consecuencia, la evaluación de las reformas penales parte del análisis de su impacto sobre los asuntos precisos y específicos que contempla la reforma, y no con base en criterios agregados, ambiciosos pero con frecuencia etéreos y esquivos a la medición.
Identificar cuáles son los conflictos o incidentes –penales o no– más relevantes en una sociedad, cuál es su frecuencia, la proporción que se resuelve por vía judicial o su impacto sobre el desempeño económico y la pobreza son asuntos más empíricos que conceptuales. La evidencia sobre el crimen sugiere que hay grandes diferencias entre sociedades, regiones y épocas. En otros términos, no es razonable suponer que la canasta de incidentes que interesa a la justicia, o que afecta al desarrollo, es similar entre países.
Un enfoque micro, basado en los conflictos o incidentes, hace más viable replicar las condiciones que permitieron el desarrollo de la criminología. Por una parte, con una mentalidad desagregada se hicieron avances en el problema crítico de recoger información susceptible de ser analizada, criticada y mejorada por distintas disciplinas. Por otra parte, se hizo posible la formulación de un conjunto de hipótesis, pequeñas teorías que, contrastadas con los datos, no sólo llevaron a una mejor comprensión del crimen sino a orientar las reformas legales, y a evaluarlas. Tercero, se solucionaron problemas cotidianos de los operadores, lo que a su vez contribuyó a mejorar los sistemas de información y a perfeccionar las explicaciones.
La asociación entre la tendencia a la evaluación macro y las dificultades para llevarla a cabo es palpable en los proyectos de reforma legal cuyos objetivos se formulan de manera global, agregada y consistente con las recomendaciones del D&E, como “mejorar el marco legal” o “aumentar la eficiencia y efectividad del sistema judicial”.
Aun a nivel micro, se puede detectar la tendencia de los economistas a complicar innecesariamente la evaluación del impacto de la reforma legal y, por esa vía, a hacer menos fluido el diálogo con otras disciplinas. Esta observación la ilustra bien un proyecto realizado en Ecuador. Un diagnóstico previo del Banco Mundial había encontrado que allí no existían suficientes recursos legales para las mujeres víctimas de violencia doméstica o que buscaban asistencia alimentaria. Una reforma tuvo en cuenta esta observación en su diseño y creó centros de ayuda legal. Después, un minucioso estudio de evaluación, con trabajo de campo, entrevistas, grupos focales y ayuda de ONG locales, mostró que
las mujeres que utilizaron los centros están mejor legal, económica y subjetivamente, como lo reflejan distintas medidas cualitativas y cuantitativas [...] La participación [...] aumenta la probabilidad de recibir pagos de ayuda alimentaria, disminuye la incidencia de violencia doméstica después de la separación y se asocia con una actitud más positiva hacia el sistema judicial (World Bank, 2006).
Además, estos logros eran consistentes con objetivos explícitos del Banco Mundial: reducción de la pobreza y empoderamiento de las mujeres10. A pesar de ello, el análisis económico de este caso llevó a conclusiones peculiares.
Aunque las preguntas obvias y directas son un medio importante para comprobar si las clínicas tuvieron algún impacto, no se trata de las preguntas correctas que se deben plantear si se está interesado en encontrar cuáles reformas legales son las que tienen el mayor impacto económico, o si se desea comparar la reforma legal con otros usos potenciales de recursos escasos de apoyo al desarrollo. Las preguntas correctas que se deben hacer son si las clínicas legales en el Ecuador incrementaron los ingresos de las mujeres que no las utilizaron, si la violencia hacia esas mujeres se redujo y si los hijos de esas mujeres recibieron mejor educación. En otros términos, lo que realmente importa al evaluar el impacto es medir el efecto indirecto sobre los ingresos de la gente cuya situación económica mejoró porque las clínicas cambiaron las expectativas de las mujeres pobres y de sus parejas (Owen y Portillo, 2003, 8).
Como era de esperar, no se pudieron calcular los efectos indirectos, pero de todos modos se acabó recomendando que “en el futuro, los proyectos de reforma legal y judicial deben [...] promover el desarrollo económico capitalizando el apalancamiento de la ley o los efectos indirectos sobre los incentivos de los agentes económicos” (Owen y Portillo, 2003, abstract).
Así, el minucioso y riguroso trabajo de evaluación empírica quedó opacado por un postulado normativo: la ley, aun en el ámbito de la violencia de pareja, debe buscar la eficiencia económica. Es prudente recordar que este legado utilitarista no siempre lo comparten los operadores que atienden a las mujeres maltratadas, ni los jueces de familia, ni las ONG que apoyan su trabajo, ni los antropólogos y sociólogos que estudian el problema, ni los juristas que redactan las reformas legales, ni la mayor parte de los políticos que las discuten. Y que su simple enunciado multiplica exponencialmente las dificultades para acumular información, conocimiento y experiencia.
En materia de política criminal, el enfoque desagregado, o micro, adoptado por la criminología sin mayores pretensiones normativas, evita o disminuye las confrontaciones conceptuales e ideológicas entre disciplinas, puesto que los objetivos de las reformas o los criterios de evaluación se basan en incidentes reales, menos sujetos a debate. Es más fácil ponerse de acuerdo entre distintas profesiones, con los jueces, los operadores auxiliares del sistema judicial o sus sustitutos informales, en objetivos concretos de reforma legal –como mejorar la salud de los detenidos, disminuir el número de atracadores reincidentes o las agresiones sexuales en Managua o los homicidios de jóvenes en Boston o Belo Horizonte– que sobre agendas más ambiciosas.
De hecho, el enfoque que han adoptado varias evaluaciones del sistema judicial basadas en trabajo de campo es el análisis de asuntos focalizados y homogéneos. Para la comparación internacional de la duración de los litigios comerciales se hizo una encuesta a jueces de primera instancia (Buscaglia y Dakolias, 1999). Un estudio de los juzgados federales de México se centró en el procedimiento abreviado de cobro de deudas, el Juicio Ejecutivo Mercantil (W orld Bank, 2002). Una serie de trabajos realizados en Brasil también se ocuparon del cobro de deudas (W orld Bank, 2004). En un estudio de juzgados y usuarios en Argentina, una de las observaciones consiste, precisamente, en “la necesidad de basar cualquier reforma específica en un diagnóstico más detallado [...] el enfoque en eventos reales [...] puede alterar los debates corrientes y demasiado teóricos sobre la necesidad de reformas” (World Bank, 2003, iii).
En estos trabajos sobresalen varios aspectos que también caracterizan lo que se hace en criminología. Primero, son útiles para contrastar ideas arraigadas que no pasaron la prueba de los datos y que, sin este esfuerzo, habrían inspirado reformas inadecuadas. Segundo, definen su propia variable dependiente, en términos concretos y susceptibles de medición. Tercero, generan sus propios datos y hacen explícita la metodología para recogerlos, de modo que el procedimiento se puede replicar. Cuarto, el informe que resume los resultados puede ser leído y entendido por cualquier ciudadano no especialista, en particular, por las personas vinculadas a las instituciones que se estudian. Quinto, no se preocupan por demostrar vínculos entre los asuntos legales y las variables macroeconómicas.
Este tipo de esfuerzo puntual, lento, artesanal y sin duda tortuoso de recoger información primaria –mediante el análisis de expedientes judiciales o encuestas11– para contrastar unas ideas simples es la alternativa más prometedora para acumular conocimientos sobre las instituciones judiciales.
Sólo se puede tener una idea clara de los usuarios o demandantes, efectivos y potenciales, del sistema judicial mediante un enfoque centrado en conductas concretas y la identificación de los agentes responsables de esas acciones. Esta etapa del análisis es indispensable para entender sus reacciones ante las leyes y evaluar las consecuencias de sus acciones sobre el desempeño económico.
NOTAS AL PIE
1. Quételet (1835), citado por Debuyst et al. (1995, 146).
2. Citado por Debuyst et al. (1995, 161).
3. Ver metodología en [http://www.unicri.it/wwd/analysis/icvs/methodology.php].
4. Ver la lista en [http://www.unicri.it/wwd/analysis/icvs/data.php].
5. Citado por Debuyst et al. (1995, 156).
6. C itado por Gottfredson y Hirshi (1990).
7. Ver [http://www.unicri.it/wwd/analysis/icvs/statistics.php].
8. Crime: Its Causes and Remedies, citado por Gottfredson y Hirshi (1990, 48).
9. “La batalla contra la siniestralidad vial”, El País, 16 de agosto de 2007.
10. World Bank (2000). “Millennium Development Goals”, citado por Owen y Portillo (2003).
11. Reiling et al. (2007) discuten algunas de las dificultades de las metodologías de recolección de información.
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