PERSPECTIVA HISTÓRICA DE LA ECONOMÍA COLOMBIANA*
HISTORICAL PERSPECTIVE OF COLOMBIAN ECONOMY
Luis Ospina Vásquez
* Conferencia dictada en el marco del ciclo auspiciado por la Biblioteca Luis Ángel Arango, para preparar el sesquicentenario de la Independencia. Tomado de Ciencias Económicas 6, 16, 1960, Medellín, Universidad de Antioquia, pp. 5-32.
Cuando el Director de la Biblioteca Luis Ángel Arango tuvo a bien designarme para hablar en este ciclo de conferencias, y me señaló el tema, me di a vacilar.
No, ciertamente, porque yo pudiera negarle mi concurso, cualquiera que sea su valor, al doctor Duarte French, y a la Biblioteca: he abusado demasiado de la bondad de los sucesivos directores de ella, a través de años ya largos; y por lo demás, se me hacía un honor al llamarme a colaborar en la misión que la Biblioteca se ha impuesto; vacilaba sobre lo que pudiera decir del tema que se me ofrecía: el desarrollo industrial de Colombia.
Entiendo que no se trata de hacer la historia de nuestro desarrollo industrial, en el sentido estrecho del término. Estas conferencias tienen la intención, según creo, de presentar una especie de panorámica de nuestra historia en los ciento cincuenta años transcurridos desde que se inició la lucha por la independencia. Se excluyen de ellas, por consiguiente, el estudio propiamente técnico, y el estrictamente especializado. Es por lo menos la interpretación que yo les doy. Confieso que me causó un alivio poder entender en esa forma la tarea que se me pedía. He gastado algunos años haciendo una historia relativamente detallada de ciertos aspectos del proceso económico en un período largo de nuestra vida y sé lo árida que es esa tarea, para quien la realiza y para quien se impone la labor de examinar, o siquiera leer, o de hojear, un libro en que una tarea de esa clase se concreta.
Se trata pues de hacer una labor de síntesis, de mirar el tema por lo alto, y de situarlo en el rodaje general de nuestra vida; y de deducir enseñanzas del proceso histórico, y aun de extrapolarlo, de proyectarlo hacia el porvenir. Si hay audacia en todo esto, es, me parece, lo que la ocasión requiere.
Y muy audazmente, yo daría la idea de lo que esa síntesis pide, bajo la especie de una suposición extrema.
Supongamos que vemos a cierta porción de la tierra desde una gran distancia, pero con suma claridad, y que el tiempo en que nos encontramos sumidos es un tiempo inmensamente acelerado. Bajo nuestra mirada esa porción de tierra irá cambiando de aspecto.
Haciendo a un lado los efectos de posibles cambios espontáneos geológicos y climáticos, el autor de esas variaciones son unas cuantas ideas, que obran a través del hombre. La región que observamos se llama Persia, o Siria, o África Menor. La inspiración teológica de un mercader árabe ha lanzado sobre ella gentes nuevas, y más que gentes, ideas. Por ellas, el límite entre el desierto y lo cultivado se hace indeciso; el desierto avanza. Va desapareciendo el arbolado, los cultivos se van localizando en áreas discontinuas, el desierto o el semidesierto, o un mísero cultivo de secano, se insinúa entre las manchas de cultivo de los jardines regados. Estas consecuencias físicas estaban implícitas en esa concepción religiosa.
Obraba por mediación de ideas más prácticas y pedestres, pero son las ideas las que han hecho los desiertos, y las que han hecho florecer los yermos y despoblados. Una síntesis del desarrollo económico de un país o de una región es, esencialmente, la historia del impacto de ciertas ideas sobre un conjunto físico, y de las consecuencias de ese impacto sobre el hombre de ese medio.
Naturalmente, yo no pretendo aventurarme hasta esa región de las causas más profundas de nuestro desarrollo económico. Me he de restringir a lo más inmediato. Pero eso más inmediato es resultado del impacto de ideas –de ideas derivadas en último lugar de cavilaciones teológicas y filosóficas increíblemente arduas y abstrusas– sobre un medio físico, a través de los hombres que en él se movieron y actuaron.
La razón de ser de estas conferencias (y otras causas) pide que me concrete a cierto período de nuestra historia, o por lo menos que lo destaque especialmente. Tomo como punto de partida y como primera etapa el momento en que estalló la rebelión contra España, y los años que le siguieron, hasta mediados del siglo pasado.
El Nuevo Reino de Granada, en el momento de iniciarse la lucha contra España, presentaba una ordenación económica y social considerablemente mejor de lo que la imaginación popular se figura. Me parece que es poco discutible que el tenor de la vida –que no es el simple nivel de vida, o el standard of living, estrictamente concretado en los consumos, sino un conjunto mucho más complejo y mucho más interesante, en el cual entran en buena parte los imponderables– en los últimos decenios de la Colonia fue de valor bastante alto. He traído en otra parte algunos datos para sustentar ese aserto. No es necesario repetirlos. Los creo de algún valor, y si no temiera incurrir en paradoja diría que otra prueba, y buena, de ese aserto, es la insurrección de los Comuneros. Que un impuesto nuevo, que los atropellos de los agentes del resguardo de rentas, que destruyeron algunos sembrados de tabaco, fuera cosa capaz de ocasionar un levantamiento popular de la importancia de ese movimiento, da la sensación de una vida social y política de calidad alta a quien ha visto la forma y naturaleza de los gravámenes que se han impuesto más tarde, y el casi diario atropello y despojo que es suerte común de los labriegos en Colombia –en toda Colombia, puede decirse, y no en épocas de desmoralización y violencia, ni por actos de forajidos, sino por la acción normal del fisco.
Conviene no perder de vista esto, para dar su valor al anticolonialismo, que ha sido una de las constantes, y de las más funestas, de nuestro pensamiento y de nuestro obrar en materias económicas y sociales.
Nuestro país no era un país de miseria, no era un país proletarizado, ni era, como algunos otros países hispanoamericanos, dos países: el país indio y el país europeo, totalmente distanciados. No estaba una parte de la población deprimida totalmente, por fuero de raza y nacimiento.
Existía el problema del indio. El indio había sufrido, y sufría, y sufre, del traumatismo histórico del vencimiento y la conquista, de la brusca desaparición de su sistema social; y había sufrido violencia física, había descendido en algunas regiones a un estado de servidumbre, casi a la esclavitud. En grandes extensiones la raza había desaparecido total o virtualmente, no tanto sin duda por exterminación violenta deliberada, sino por la depresión vital que traen consigo las catástrofes políticas y la servidumbre, por las enfermedades que habían traído los europeos –y también por el cruzamiento con éstos. Para el final de la Colonia “el problema del indio” estaba reducido más o menos a sus términos actuales. Era, esencialmente, un problema de algunas regiones de la faja de tierra, desde antes de la Colonia densamente poblada, relativamente, que va del Zulia al Táchira (la faja oriental, si nos referimos a la parte poblada del país), y más especialmente era un problema de las tierras altas de lo que hoy son los departamentos de Cundinamarca y Boyacá, y secundariamente de partes de Nariño y del Cauca. No era únicamente, ni principalmente, un problema económico.
En la realidad, el problema del indio es el problema de la incurable mezquindad de sus conceptos morales, de la falta de respeto propio, de la fealdad corporal. En mucha parte ello provenía, sin duda, del gran traumatismo de su vencimiento y sujeción, pero la Corona de España no había tratado deliberadamente de agravar su situación (como por lo demás no lo ha hecho la República) y antes trató de dar un asiento estable a su vida (resguardos) y de organizarla socialmente, con base principalmente en ideas religiosas. Si algo se puede deducir con certeza de un estudio de la legislación, y de su aplicación, y de las prácticas administrativas en este campo, y de las fuentes que nos dan noticia de la situación social al final de la Colonia, es que para entonces el indio conservaba aún mucha parte de sus tierras, que el proceso de su proletarización no había progresado tanto como ha progresado después. La mita, el concierto forzado, habían desaparecido desde hacía varias generaciones (salvo, el segundo, en algunas regiones: Popayán, el Chocó, etc.). No parece que la remuneración del obrero agrícola fuera insuficiente para su sustento. Era, con suma probabilidad, en todo caso, mejor que la que hoy goza.
Y en bastantes regiones el campesino podía suplementar las ganancias de su labor agrícola por el ejercicio de una industria casera o semicasera: alfarería, producción de textiles. La producción de éstos era importante, dentro de la economía de ese entonces. La producción de textiles estaba radicada esencialmente en la región andina santandereana. Su centro tradicional era El Socorro.
Conviene recordar esto, porque tendemos a olvidar que nuestro país, en la Colonia, y en los primeros tiempos de la República, fue un país industrial. Un país industrial en la escala que regía entonces, con una técnica modesta, en comparación con la contemporánea de los países avanzados, pero que con todo proveía de textiles a una parte mucho mayor de la población de lo que hasta hace poco sucedía.
También era la minería una actividad secundaria importante, pero el fondo de nuestro paisaje económico era una agricultura de productividad mediana o menos que mediana.
Esa agricultura era de dos clases: había la agricultura de las tierras altas y la de las tierras bajas.
La primera estaba radicada principalmente en la faja oriental. Era la misma que había venido con los conquistadores. Habían traído animales y plantas, habían adaptado los métodos de cultivo tradicionales de España (los de las tierras no irrigadas) a las condiciones del medio y a los productos nativos. Las prácticas agrícolas de España, en materia de cultivos no irrigados, eran sin duda de las más primitivas de Europa, y perdieron en la trasplantada. No evolucionaron, ni aquí, ni en España. A medida que en otras partes se perfeccionaba la técnica agrícola, que se iniciaba y se consumaba la Revolución Agrícola, se destacaba más la inferioridad de las prácticas tradicionales españolas, cuyas formas degeneradas habíamos heredado; y con ellas el espíritu de rutina, el empirismo, del cultivador español, aumentados por la apatía y la torpeza del indio. Aparte de que pocos serían los cultivadores expertos, o siquiera profesionales, que a estas tierras vinieron.
Esa agricultura no incluía la ganadería como parte del proceso general de la producción. La ganadería y los cultivos no se compenetraban, casi que no se tocaban, en el engranaje de la producción agrícola. Es difícil de exagerar el daño que esta inconexión nos ha causado. Si la forma agrícola que vino de España a nuestras tierras frías hubiera contenido siquiera en germen esa conexión, hubiera sido posible que en ese sector de nuestra producción rural se hubiera desarrollado sin mucha dificultad una combinación del tipo de la que dio base para la Revolución Agrícola. No la contenía.
Los métodos de cultivo del hacendado y los del pequeño cultivador, muchas veces indígena, en las tierras frías, no se diferenciaban notablemente, y eran antieconómicos, destructivos, e incapaces de evolución.
En esa agricultura el autoabastecimiento de la unidad productora desempeñaba un papel importante, pero no tanto como en la agricultura campesina propiamente tal, en la que ese autoabastecimiento es la consideración principal, y sólo una parte pequeña de los productos, una parte que deliberadamente se hace mínima, va al mercado a cambiarse por unos poquísimos productos del mundo externo. En la agricultura campesina propiamente tal, esta autocontención depende de una tendencia muy propagada y profunda: la de considerar la tierra como fuente directa de la subsistencia, no como equipo de un negocio (de donde dependen prácticas agrícolas muy peculiares). La agricultura de nuestro pequeño cultivador de tierra fría no ha sido campesina, en ese sentido. No ha sido tampoco agricultura comercial. No había, en realidad, ni agricultura campesina, ni agricultura comercial o industrial, en el sentido estricto de los términos, y tratándose de los productos destinados a nuestro propio consumo (en la tierra fría no se producían –ni se producen– otros, y casi que tampoco, en otro tiempo, en las calientes). Este es uno de los rasgos importantes de nuestra vida económica. La unidad productora pequeña típica no ha producido esencialmente para su propio consumo, ha producido para el mercado, principalmente, pero para un mercado pequeño, cercano, y ha producido con métodos rudimentarios, mucho más que los usuales en la producción campesina propiamente dicha, en donde tal producción se ha dado con todo su desarrollo. La unidad mayor se ha encontrado más o menos en el mismo caso: no se trataba de agricultura comercial, pero tampoco era agricultura campesina.
Esa agricultura era (y sigue siendo) híbrida, de rasgos mal definidos. Los entes de esa clase comúnmente se ven condenados a la estagnación. Por simplificar hablaremos de agricultura de subsistencia para designar a la que produce para el mercado local, con métodos tradicionales; también se le podría llamar subindustrial.
Se trata de los cultivos de las tierras altas y frías, o talvez mejor, de los de las regiones altas de la faja oriental ya definida: las demás regiones de tierra fría, poco extensas, entonces estaban en buena parte despobladas. En el extremo norte de la cordillera central los cultivos presentaban un desarrollo un poco distinto: en esa región se había establecido una relación entre la ganadería y la producción de alimentos (maíz, especialmente), de tipo original. Era una relación de sucesión. El pasto sucede al cultivo. Ni allá, ni en la faja oriental, se había establecido la gran ligazón entre los cultivos y la explotación del ganado que es la característica de la agricultura permanente en grandes extensiones de la zona templada del norte, de la agricultura bionómica de tipo europeo.
Sin embargo, en esas zonas altas, pero más aún en las bajas, en forma tan callada que solemos atribuirla a la acción de fuerzas naturales, la ganadería había realizado una operación de importancia económica enorme: la creación de razas bovinas adaptadas a las especialísimas condiciones de nuestro medio. Más tarde, la introducción y propagación de pastos nuevos, y luego la de razas finas y su cruce con las de antiguo naturalizadas entre nosotros, marcaron avances muy importantes en su estructura. Esta fácil aclimatación del ganado, y la introducción de los nuevos pastos, se deben considerar como pasos de primera importancia en la historia económica del país. Los efectos de las introducciones de pastos, en la época posrevolucionaria, empero, no se vinieron a hacer sentir en forma muy notable sino cuando ya mediaba el siglo pasado.
La agricultura de subsistencia de las tierras templadas y calientes era en general la típica agricultura de milpa, tan propagada en los trópicos: corte y quema del monte, cultivo durante unos pocos años, un solo año, a veces, y vuelta del terreno a la vegetación espontánea.
En algunas regiones, ya se dijo, al cultivo sucedía generalmente el pasto. Esa modalidad del sistema estaba especialmente extendida en la región antioqueña, en las tierras altas como en las bajas, y se reforzó muchísimo con la introducción de nuevos pastos. Favorecía la expansión del hábitat y la finca de mediana extensión.
En donde la cobertura vegetal se prestaba para ello, se desarrolló la ganadería extensiva, con importancia bastante grande en la llanura Atlántica, el Valle del Cauca, el alto valle del Magdalena (Tolima Grande), y los Llanos Orientales. En el caso de esta clase de ganadería, la inconexión con los cultivos era total. La agricultura comercial o industrial apenas si tenía más importancia que en las tierras frías.
La plantación no existía, prácticamente. La producción de panela (y de azúcar, pero en ínfimas cantidades) se realizaba en empresas que no presentaban las formas de la plantación o sólo muy débilmente, y lo mismo se puede decir de la producción de cacao, y de otros productos cuyo cultivo se ha realizado muy frecuentemente en “plantaciones” en otros países. No en el nuestro, o sólo excepcionalmente.
La agricultura de subsistencia constituía la actividad económica básica del país, como la constituye todavía, aunque rara vez lo recordamos, y aún parece a veces que quisiéramos disimularnos ese hecho, deliberadamente. De ella dependía esencialmente la situación económica de la masa de la población.
Esencialmente, la historia de nuestro proceso industrial (dando al término “industria” la acepción que la hace sinónimo de actividad manufacturera), en los primeros cien años de vida independiente, es la historia de la destrucción de la industria autóctona. Esa destrucción se llevó a cabo en varias etapas, con algunos cambios de dirección: por momentos se trató de proteger la industria textil nacional (1830, 1880), o más bien de reemplazar la vieja industria textil por otra de tipo nuevo; y a la industrial textil se añadían otras, para protegerlas: cerámica, papel, etc. Por el momento esa protección, débil e indecisa, era ineficaz. Las industrias de tipo tradicional se morían, no las reemplazaban las de otro tipo. Para fines del siglo pasado no había en nuestro suelo, puede decirse, ninguna actividad manufacturera.
No sé si las antiguas industrias textiles hubieran sido capaces de transformarse. No lo hicieron. Probablemente eran demasiado endebles para poderlo hacer. Endebles como técnica, y como organización; y probablemente esto último fue el factor definitivo en su desaparición. No lograron pasar de las formas sencillas, técnicas y estructurales, de la industria casera. Talvez podamos absolver a nuestros librecambistas (y a nuestros proteccionistas, que querían proteger otras industrias u otras formas de producción industrial, no las tradicionales) de la muerte de éstas: probablemente no eran capaces de vivir.
El proceso de su desaparición fue lento, sin grandes sobresaltos; se le dio poca importancia. Puede decirse que fue insensible; pasados los primeros cincuenta o sesenta años de vida independiente, la importancia monetaria de la producción que desaparecía no era ya grande, dentro de una economía que, a pesar de su poca vitalidad, crecía. Pero las implicaciones de esa desaparición eran grandes. El país prescindía de una forma de actividad económica y fiaba su bienestar y desarrollo al desarrollo de otras actividades, que lo hacían más dependiente del exterior. Lo hacía en gran parte –creo haberlo demostrado en otro lugar– como una reacción contra la servidumbre colonial, para afirmar y realizar ideas anticoloniales, pero al hacerlo daba a su vida económica un cariz que después se ha tenido por colonial.
El país se dio a buscar un producto agrícola que tuviera las cualidades necesarias para ser exportable, a pesar de los altísimos fletes que encontraría, y que suplementara el tradicional artículo de exportación, el oro.
Esta forma de vivencia fue la característica de nuestro país en la segunda mitad del siglo pasado. En el primer momento la dependencia del exterior era poco sensible. Sólo un hilo delgado nos conectaba permanentemente con la economía mundial: el oro.
No hemos dado a la minería la importancia que merece, y la alabanza que merece, como espinazo de nuestra economía en un período largo, o mejor, como órgano, glándula, de la evolución y crecimiento de nuestra economía nacional, en las centurias que precedieron a la actual. A través de esos años, año tras año, casi sin excepción, el oro ocupó el primero o el segundo puesto en el rol de nuestras exportaciones. Es cierto que los valores de lo exportado no eran grandes, en cifras absolutas, que seguramente, aunque carecemos de datos sobre el valor de la producción total del país, representaban una proporción pequeña de ese valor total; pero ese valor era la parte principal del precio de la actividad de nuestros grupos menos rutinarios, de las actividades propiamente económicas que se desarrollaban en nuestro país.
Es difícil visualizar exactamente cómo hubiera sido nuestra vida sin la exportación de oro. Nos hubiéramos visto encerrados en una especie de isla, de vida muy monótona y atenuada. Y si no puede decirse que la minería de oro, y las actividades conectadas con ella, se hayan llevado a un nivel técnico muy alto, sí fueron una escuela muy preciosa, de técnica y de organización, cuyos resultados se hicieron sentir principalmente en una región donde esa minería fue especialmente importante y próspera, en la región antioqueña.
Por intermitencias nuestra economía recibía un choque del exterior por razón de un producto de exportación que surgía repentinamente para desaparecer después, desastrosamente. Primero fue el tabaco, cuya exportación en algunos años dio cifras importantes, luego el añil, cuya exportación duró apenas un momento, y después las quinas, cuyo paso fue casi tan corto, y más desastroso. El café ha durado más, y ya la exportación del oro ha quedado reducida a una proporción insignificante.
Todo esto afectaba muy poco a la agricultura de subsistencia, que se limitaba a ensanchar su ámbito, sin modificar sus métodos. La ganadería, en cambio, hizo algunos progresos y la industria volvió a desempeñar un papel de importancia en nuestra economía. Se le está protegiendo continuamente desde 1880, pero eficazmente sólo desde principios de este siglo.
Reducido a estos rasgos, nuestro desarrollo económico aparece como un proceso sumamente sencillo. Y en realidad lo es, aunque desde luego mucho menos de lo que esta presentación pudiera hacer creer, pero en los detalles, no en sus características generales, no en su fisonomía. Admiro mucho a quienes logran ver en él proyecciones vastas, grandes profundidades, errores trágicos –algo de epopeya. Un poco de eso hay, no lo dudo (la colonización de la parte media de la Cordillera Central, la propagación del cultivo del café, la primera implantación de nómico de un grupo humano casi en todos sus subgrupos componentes, la industria textil, etc.), pero, en general, es la historia del desarrollo económico en la totalidad de sus representantes, apático e incompetente, que explota desganadamente y sin imaginación ni previsión mayores un medio natural mediocre.
Y no era más dinámica y vivaz su ideación, en materias económicas. Como emanación y órgano de operación de ideas generales, de un idearium difuso, que más que otra cosa es una mentalidad, un habitus, las someras elucubraciones que han dado la rationale de la acción en estos campos cobran una vida de que por sí carecen. Dar esta conexión es lo que ha hecho para una faceta de nuestra economía Luis Eduardo Nieto Arteta en un opúsculo de mucho arte y sabor: El café en la sociedad colombiana. Antes lo había hecho, ya para la economía en general, aunque en forma muy inferior, en mi opinión, en Economía y cultura en la historia de Colombia.
Pero talvez precisamente el gran arte de esos ensayos nos haga ver lo insustancial, y a veces trivial, de las ideas económicas, expuestas como tales, y la poca sofisticación de las deducciones económicas hechas con base en las ideas generales.
Las ideas llamadas económicas que han tenido aceptación e importancia en la marcha del país se han situado entre las propiamente teóricas y las del hombre de la calle. Sin duda será así, en grado más o menos grande, en todas partes. Entre nosotros, esas ideas del plano medio intelectual han sido invariablemente de suma facilidad e ingenuidad. En realidad se ha tratado generalmente de una receta sencillísima, de un eslogan, puede decirse, que en cada momento se ha creído que representa la fórmula salvadora, definitiva y total. La historia de nuestra evolución ideológica en achaques de economía es la historia del paso de una receta, y el advenimiento de otra.
Esa entidad mental que en cada momento nos ha señalado la dirección y la forma de la acción económica es la idea clave de un momento de nuestra evolución en esa materia.
Esas ideas clave –talvez debiera decirse más bien frases clave– muy comúnmente se han relacionado con un “complejo colonial”, de inmensa importancia en la evolución económica y política del país. Por sobreponemos a la Colonia hemos tomado caminos que nos han alejado de nosotros mismos, que nos han llevado a todas las imitaciones.
Nuestros primeros organizadores quisieron naturalmente dar al país un régimen en todo distinto, contrario, al que había impuesto España. Esto quería decir en primer lugar que se trataría de un régimen de libertad económica. Se creía muy inocentemente que con ello se resolverían prontamente todos nuestros problemas. Eran, naturalmente, librecambistas. Lo fueron con suma ingenuidad; con tanta ingenuidad que se permitían algunas infracciones pequeñas a los cánones de la estricta ortodoxia. La suerte de las industrias manufactureras autóctonas no era motivo de preocupación.
Vino luego un período en el que la desilusión, por lo nulo o lo negativo de los resultados obtenidos, trajo una reacción contra esos cánones e impuso nuevas posiciones. Duró de 1830 a 1846, aproximadamente. Se implantaron sistemas de protección industrial que no carecieron completamente de eficacia. La fundamentación ideológica, empero, era pobrísima. El ensayo, que había dado resultado al principio, terminaba mal, en gran parte por razón de los trastornos políticos de 1840.
Un grupo influyente quería que se dejara lo que juzgaban un sistema anticuado, la vuelta a lo colonial. Con la ascendencia de los portadores de esas ideas (que eran, por lo demás, las de muchos conservadores, las oficiales del partido conservador, tal como para estos años las exponían sus fundadores, Ospina y Caro) se entra en el período del liberalismo económico manchesteriano. Este liberalismo quedaba reducido, en manos de nuestros ideólogos, a su forma más escueta, en muchos casos, a la simple muletilla.
Tenía por lo menos la ventaja de la consistencia lógica, aunque en el hecho los que aplicaban prácticamente la doctrina se permitieron algunas modestas transgresiones al credo liberal ortodoxo.
La principal fue el fomento de la industria siderúrgica. Es una industria que ha tenido la peculiaridad de atraer, como ninguna otra demostración económica, el interés de los platitudinarios.
Núñez renovó la atmósfera, trayendo, si no ideas originales, puntos de vista distintos. Quería que se hiciera un ensayo de protección, principalmente por razones de equilibrio social. Se admitió la protección industrial sin discusión mayor. Pasó a ser una idea clave. Lo es aún.
Cuando ya se empezaba a ver que podía dar lugar a resultados efectivos se le combatió, pero la discusión no se iba a fondo. Las ideas clave no se discuten a fondo. Se les ataca de flanco, y son raros los que a tanto se atreven.
De las entidades ideológicas (si no es abusivo dar tal nombre a manifestaciones ideales tan modestas) encaminadas a combatir la protección, la que más se propagó fue la de las “industrias exóticas”.
No se trataba de que los precios de los productos de esas industrias fueran mayores que los del mercado exterior. Se trataba de que esas industrias elaboraban materia prima extranjera. Hay que reconocer que lo usual era que esa materia prima, o el producto semielaborado que servía de materia prima a alguna de las “industrias exóticas” en cuestión, estuviera muy poco gravado, y el producto acabado, en cambio, lo estuviera muy fuertemente. Así resultaba económicamente factible dar las últimas manipulaciones a un producto en el país, y con eso se tenía una “industria nacional”. Esta forma de la protección aduanera es la que más eficacia ha demostrado, en el orden de favorecer el trasplante de industrias a nuestro suelo. Pero esas industrias eran “exóticas”. Pronto se le ocurrió a alguien que poniendo gravámenes muy fuertes a las materias primas se podía hacer que se produjeran en el país, aunque resultaran caras. Consumiéndolas, las industrias exóticas dejaban de serlo, en la opinión de esos teorizantes, si bien sus productos resultaban aún más caros y más malos que antes.
Con estas “ideas” se llevó algún tiempo nuestro régimen de protección industrial.
Mejor dicho, con ellas se lleva todavía, sólo que se ha encontrado la manera de aprobar y fomentar industrias de ambas clases. Se fomentan las que dan alguna última mano a productos cuasielaborados, introducidos con gravámenes fiscales benignos. Su tipo es la industria de ensamblaje, hoy tan desarrollada, y muy fomentada. Al mismo tiempo, se desexotizan ciertas industrias, obligándolas a consumir materia prima nacional, más cara que la extranjera. Se dan para ello, no propiamente argumentos, pero sí frases hechas, que tienen por lo menos el mérito de su eficacia política.
La idea madre, base actual de la política económica, es el axioma de la necesidad de la industrialización.
De esa idea clave dependen las demás. Así, la necesidad de la planificación (otra idea clave) es, por ahora, la necesidad de obrar en forma consistente, sistemática (por lo menos en principio) en el sentido de la industrialización indiscriminada, y muy poco más.
La conexión entre ese dogma y las ideas generales, entre él y el desarrollo general –una idea del desarrollo general que abarque un campo amplio de la vivencia de la nación– no aparece más claramente, aparece menos claramente que cuando se iniciaba el movimiento hacia la protección y la industrialización, ahora ochenta años.
Los argumentos básicos tampoco son mejores; pero en realidad una tendencia de esta clase no necesita de argumentos de valor para que se le acepte: está aceptada de antemano, con o sin argumentos.
Desconsuela comprobar la manera increíblemente superficial como hemos pensado nuestra acción económica más fundamental, la trivialidad de los argumentos en que se han apoyado y se apoyan las resoluciones más importantes. Quisiera que no fuera así, pero desgraciadamente creo que la constatación de esta carencia es una de las enseñanzas más importantes y evidentes de nuestra historia.
Es muy difícil exagerar lo que ha costado a nuestra economía esta manera de pensar.
¿Qué es lo que hemos logrado? ¿Cómo es, cualitativamente, nuestra economía?
Hay que decir, en primer lugar, que nuestra economía no es una economía francamente colonial, por más que así se diga a veces. No es una economía escindida: la economía en que un sector grande de la producción está en manos de extranjeros, y se lleva en un plano totalmente extraño al del medio en que se está sumida, como sucede en las regiones en que la plantación tiene gran importancia. Esto, por lo menos, hemos obtenido: nuestro equipo es nuestro, con excepciones de poca importancia relativa y que no constituyen islotes culturales y económicos, quistes notables en el cuerpo de nuestra economía.
Otra cosa es que, por las razones que atrás se dieron, y que esencialmente dependieron de nuestro propia querer, de nuestra manera de ver nuestro porvenir, esa economía dependa para su prosperidad de factores externos, en grado mayor del que quisiéramos. Tal dependencia, por sí sola, no constituye en colonial a la economía que la padece, pero sí la expone a cambios bruscos, de efectos muy perniciosos.
Esa economía no es una economía notablemente desequilibrada.
El concepto de equilibrio es un concepto estático. Aplicándolo a nuestra economía, tal como en el momento se da, no aparece en ella una enorme hipertrofia de ninguna de las partes. Su dependencia del exterior, y de un solo producto, el café, si excesiva, no es tan grande como la de otras economías.
Esto desde luego no quiere decir que estemos empleando los recursos de que disponemos en la forma más adecuada posible, cualquiera que sea el criterio que se adopte para calificar esa adecuación.
Se trata de una economía muy pobre y endeble. No nos ha dado un nivel de vida que se pueda considerar como aceptable. Se trata de una economía destructiva.
La base física de ese desarrollo es el empleo de recursos naturales muy modestos, cuya mayor parte va a la agricultura. La parte principal de nuestra agricultura está constituida por la de subsistencia.
Los datos estadísticos disimulan el carácter esencial de nuestra agricultura, y en especial la de subsistencia. Es probable, por ejemplo, que el valor que se atribuye a esa producción sea inferior al real, por la dificultad de apreciar la parte muy grande de ella que se consume en la misma unidad productora. Y de todas maneras, todavía hoy, de la agricultura deriva directamente la mayor parte de la población sus recursos, y ella da, aún sin hacer las correcciones posibles a los cálculos, una fracción muy importante del valor del producto nacional. Las proporciones fueron mayores en otro tiempo. Y en todo tiempo ha estado encomendado a la agricultura el manejo de nuestro principal recurso natural, la tierra. La agricultura de subsistencia ocupa la parte mayor de la tierra dedicada a los cultivos no herbáceos, y el uso de esa tierra es el sector crítico de nuestra economía.
Hoy, como antes, la agricultura de subsistencia se divide en dos tipos: el de las tierras altas y frías, y el de las bajas.
En las primeras, la situación no parece haber cambiado en el último siglo. El área ocupada por la hacienda se ha extendido, probablemente, por la absorción de los resguardos, donde los hubo, y por la adquisición de parcelas a pequeños cultivadores. Sus sistemas de explotación en general han cambiado poco, y en los casos en que sí se ha dado cambio, ha sido comúnmente en el sentido de la comercialización e industrialización de la ganadería y en especial del desarrollo de la producción lechera, en donde encuentra mercados próximos. El volumen de la producción afectada por cambios fundamentales no es grande, ni absoluta ni relativamente.
El pequeño cultivador de tierra fría, desde luego no ha cambiado sus métodos.
La presión de la población sobre la tierra ha aumentado, y una buena fracción de la tierra cultivable ha desaparecido o se ha desmejorado considerablemente, por la erosión o la depleción.
En las tierras bajas la agricultura de milpa propiamente tal –la que hace suceder al monte alto el cultivo temporal, y a éste, otra vez, el monte alto, o por lo menos una cobertura vegetal espontánea poderosa, que tarda bastantes años en desarrollarse– se ejerce en ciertas franjas, en los bordes del islote despedazado que forma nuestra área de poblamiento. Ya el espacio con que se cuenta en esas franjas es relativamente poco, si no se toman en cuenta las regiones ecuatoriales (de alta precipitación constante), que atraen pocos pobladores. En muchas partes, con más o menos energía y éxito, se ha adoptado el sistema primitivamente originado en Antioquia, y al maíz sucede el pasto. Esto ha impedido la degradación definitiva de grandes extensiones de tierras que han pasado al aprovechamiento relativamente estable, si no muy proficuo, de la ganadería, a la manera típica nuestra. En otras no se emplea ese sistema, y en algunas la presión de la población no permite dar a la regeneración de la vegetación el tiempo necesario, y la tierra sufre.
Tomando el país en conjunto esa degradación del medio agrícola ha recaído sobre una área grande, y que se extiende con bastante rapidez. Las repercusiones de esta deterioración sobre nuestro desarrollo histórico son grandes y alarmantes, y pueden serle definitivamente fatales.
En esas tierras bajas, calientes o templadas, a través del proceso explicado, principalmente, se ha desarrollado una ganadería de bastante importancia. Una ganadería semiintensiva, bien adaptada al medio, y bastante próspera. Vale la pena de explicar un poco esto.
Es un rasgo muy importante, especialmente porque demuestra que el camino hacia ciertas formas agrícolas no nos está cerrado, como sí parece que lo está para otras regiones tropicales.
Se cree generalmente que la ganadería que se practica en los fundos ganaderos grandes y medianos de las tierras calientes es una ganadería extensiva, de ningún mérito agrícola. No lo es, en la mayor parte de los casos. Entre la ganadería extensiva propiamente tal, de la que quedan restos en nuestros Llanos Orientales y en algunos otros poquísimos sitios, y la extensiva, a base de alimentos concentrados, y con miras principalmente a la producción de leche, se sitúa una ganadería en la que se da cierto cultivo a los pastos, en la que se emplean preferentemente los llamados “artificiales”, en la que se opera cierta selección (hay que ver la extensión que han tomado en nuestra ganadería los cruces con ganado cebú, en un lapso relativamente corto). Ese ha sido el tipo característico de nuestra ganadería, desde que le dio su forma actual la introducción de la pará, la guinea, y la yaraguá, y de otros pastos, en distintas épocas, y la del alambre de púas en la década del setenta. La de las tierras frías, por lo demás, en general se le parece mucho, aunque en ella, con más frecuencia que en la otra se busque la producción de leche y de sus derivados como fin importante de la explotación.
Nuestra ganadería de las tierras calientes se ha dado formas relativamente perfectas, ha prosperado, no ha tropezado con obstáculos extraordinarios. Esto es cosa que se debe destacar resueltamente. El medio de nuestras tierras calientes no presenta para el ganado y la ganadería la inhospitalidad de otras tierras tropicales. Es cosa que se debe tener muy presente al apreciar las posibilidades de la agricultura mixta en nuestras tierras bajas.
La agricultura industrial de las tierras calientes y templadas se subdivide en dos ramas.
La una la compone el café, que con nuestros métodos, y en el medio físico en que se desarrolla, carece, y no puede menos de seguir careciendo, de ciertos caracteres que asociamos comúnmente con los cultivos industriales. En particular, rechaza la mecanización. Es susceptible de grandes perfeccionamientos (introducción de nuevas variedades), pero no de gran mecanización.
En cambio, en los cultivos industriales de la otra rama (algodón, azúcar, etc.) es posible llevar bastante lejos la mecanización. Por lo menos no hay inconvenientes técnicos insuperables para ello. Esto es muy importante en sí mismo. Es más importante talvez por razón del atractivo invencible que la mecanización tiene para las mentalidades que suelen moverse en cierto plano intelectual.
Esos cultivos industriales capaces de alta mecanización ocupan ya un lugar importante en nuestra producción agrícola.
Ni esta agricultura, ni la de subsistencia, han establecido relación con la agricultura animal. Mejor dicho, ese contacto está (entre nosotros) en ensayo, en el caso del café, y en algún otro. No se ha generalizado.
El otro factor económico cuya importancia en los primeros cien años de nuestra vida independiente (y en todo el período de la Colonia) se destacó atrás, la minería de oro, ha caído a un plano de poca significación; y no lo ha reemplazado en su puesto importante otra producción minera nueva, pero la extracción de petróleo, la de carbón, y recientemente la de hierro, juegan un papel secundario de alguna importancia en nuestra vida económica.
Sobre estas bases económicas y físicas bastante mediocres, como se ve, se ha levantado, a precio de un gran esfuerzo, con la ayuda de una protección muy decidida, y aún drástica (no desprovista de costo general, y aun grande, pero cuya cuantía no es fácil de precisar), un aparato manufacturero importante.
Esencialmente, se trata de industria ligera. La industria pesada no tiene sino pocos representantes. De ellos, Paz del Río constituye un caso muy especial. Otras empresas de la industria pesada tienen características menos extrañas que ese monstruo.
Generalmente, nuestras industrias producen a precios no competitivos, aunque en algunas se haya avanzado considerablemente en el camino del adelanto técnico, y en la mejor factura y baratura del producto. En bastantes casos, el nivel de organización y manejo es relativamente alto.
La producción terciaria tiene el desarrollo muy modesto que corresponde a nuestro grado de adelanto, o de atraso.
Esta es, en sus grandes rasgos, la posición a la que ha traído a nuestra economía la combinación de actos espontáneos y de actos deliberadamente encaminados a fines determinados del orden económico general, en combinación con las fuerzas y los acontecimientos naturales.
El rendimiento que nos da nuestra actividad económica no es ni siquiera el mínimo que necesitamos para sobrevivir sin deterioro biológico. Falta mucho para ello.
Evidentemente, esta carencia es ominosa, pero más aún lo es esto: la plataforma en que está asentada se está deshaciendo, físicamente. Los recursos naturales, no sobresalientes ni mucho menos, que forman la base de cualquier posible desarrollo de nuestra economía, están disminuyendo con un ritmo rápido, y que tiende a acelerarse. Esto se refiere en primer lugar a la tierra, pero la deterioración agrícola lleva consigo la de otros recursos, y en especial, la del muy precioso de las fuentes de energía hidroeléctricas.
El daño más notable se presenta, según creo, en la agricultura de subsistencia de las tierras templadas.
La producción agrícola de subsistencia en los trópicos no ha encontrado una forma permanente de uso general sino en la muy poco apreciada de la milpa. En el supuesto de una rotación en la que el período de reposo de la tierra es largo, en la que se da tiempo para una regeneración más o menos total de la cobertura vegetal natural, esta forma de cultivo es permanente. Si la rotación se acorta es destructiva.
Es lo que pasa en mucha parte de nuestro país. El monte ha desaparecido en mucha extensión, y en gran parte le ha sucedido el pasto. En donde no ha sido así, al monte grueso ha sucedido el “rastrojo de agricultura”, muchas veces en vía de degradación; después hasta esa débil reposición de la fertilidad desaparece. En el mejor de los casos, es el barbecho desnudo y cultivos pobrísimos –cada vez más pobres, hasta, talvez, la estabilización en un nivel muy bajo. En otros casos es el desaparecimiento de la tierra agrícola.
La restricción progresiva del área en la que es posible la rotación larga hará que caigan al régimen de la explotación destructiva de esta clase áreas grandes cuya desaparición como tierra agrícola será causa de que aumente la presión sobre las demás, que a su vez desaparecerán más y más rápidamente. Es el caso del proceso irreversible, de temibles consecuencias.
Nuestro cultivo de exportación principal, el del café, no es altamente destructivo, en la forma corno tradicionalmente se le ha practicado en nuestro país. Y hay un conocimiento bastante completo de estos aspectos de la producción del grano, se conocen ya métodos que hacen su cultivo prácticamente inocuo, y esos métodos se están propagando, aunque lentamente. No parece exagerado decir que ese cultivo está en vía de hacerse permanente, ecológicamente. Pero económicamente está muy amenazado. Sin embargo, aunque sufriera un retroceso grande, no es probable que se llegue a una desaparición tan completa como lo fue la del tabaco, el añil y las quinas. Subsistirá en buena parte, buena parte de ese cultivo se hace en forma y condiciones que le permiten competir en el mercado mundial, aun en un mercado deprimido; pero podría ser que esa competencia fomentara el abuso destructivo de la tierra.
En las tierras frías, pobladas densamente en muchas partes desde los tiempos precolombinos, la destrucción actual de la tierra es más lenta, probablemente. Mucha parte de la que iba a ocurrir ocurrió ya, y talvez desde los tiempos anteriores a la Conquista. Y por lo demás, sobre todo en la Cordillera Oriental, en la que la constitución geológica de los terrenos los hace más erodibles, la topografía de las tierras altas da lugar a una inclinación media de las tierras cultivadas menor que la de las de la zona templada. Hay en las tierras altas algunas mesetas y valles altos planos, si bien de extensión pequeña. Mucha parte de las tierras bajas son planas. En las medias no hay, virtualmente, tierras planas.
Fuera del café, del cual se ha hablado ya, los cultivos industriales se ejercen en gran parte en tierras planas, menos sujetas a la erosión que las pendientes; pero no está excluida la posibilidad de que esos cultivos estén agotando las tierras que ocupan.
El problema de la inadecuación de nuestra agricultura a su función, y su carácter destructivo, es, me parece, un problema mucho más grave, dentro de la perspectiva histórica, que cualquiera de los otros de nuestra economía. La manera como se le ha atacado es una manifestación la más palpable de la importancia y de la calidad usual de las ideas clave. La idea clave en este campo es la tecnificación y mecanización de nuestra agricultura.
Tengo para mí que es natural que así sea: es una consecuencia de nuestra historia. Es una consecuencia de nuestra reacción ante la Colonia. Es natural que nos dejemos fascinar por las máquinas, y que nos figuremos que la salvación de nuestra agricultura está en la mecanización. Convendría, sin embargo, que antes de embarcarnos estudiáramos la realidad.
La agricultura intensiva o cuasiintensiva de tipo americano, altamente mecanizada, es, esencialmente, una agricultura de llanura. También lo es la mixta de tipo europeo, en el sentido de que tuvo su origen y ha obtenido su principal desarrollo en tierras de llanura, pero es mucho más adaptable a terrenos quebrados. Sin embargo la doctrina corriente, la tendencia de la acción oficial, las ideas generales, favorecen la agricultura mecanizada.
Todos hemos oído, últimamente, ad nauseam, cierto estulto estribillo: cómo en nuestro país “las partes planas, situadas en fértiles valles, se dedican a la ganadería, mientras que para la agricultura se emplean las faldas de las montañas”. Y se propone que se traslade la agricultura a los “fértiles valles” y las pendientes se dediquen al pastoreo. La agricultura de que se trata es una agricultura industrial altamente mecanizada. Por eso se trata de trasladarla a las tierras planas, “tractorizables”. Pero no hay tales “fértiles valles”: la proporción de la tierra plana a la quebrada en nuestro país es pequeña, y mucha parte de las tierras planas no son “fértiles valles” sino sabanas resecas, o tierras inundadizas o excesivamente húmedas, no utilizables para cultivos intensivos, o sólo utilizables mediante mejoras tan costosas que difícilmente serán rentables. Otras son, por el momento, y probablemente por bastante tiempo, económica y aún físicamente inaccesibles. Aunque se aprovecharan todas las extensiones planas accesibles en forma igual a como se aprovechan las partes de ellas que ahora se aprovechan bien, y que ya constituyen una gran porción de lo que se puede aprovechar económicamente para cultivos mecanizados, con ello no se haría más que introducir algunos islotes de cultivo de ese tipo en un mar de cultivos de otro tipo, que son los posibles en una gran extensión: en la extensión inmensamente mayor del territorio con que hoy contamos, y que será la parte con que podemos contar en el futuro fácilmente previsible. Hágase lo que se haga, nuestra agricultura será, en su gran masa, una agricultura que no se desarrollará en esos supuestos “fértiles valles”.
No podemos contar entre esas extensiones planas fértiles, propias para la agricultura de que se trata, a las tierras de nuestros Llanos Orientales. Haciendo a un lado el problema de su comunicación con las regiones pobladas, es muy improbable que la tierra ahí aprovechable en la forma dicha sea mucha. Parece más bien que sólo se puedan emplear en esa forma extensiones discontinuas, islas no grandes, cuya cabida total, sin duda, no será pequeña, en números absolutos, pero sí en relación con la inmensidad de la región contemplada. Ni los más optimistas piensan en que la Amazonia encierre porciones grandes de tierra de la clase de referencia.
Las otras zonas en que se encuentran bloques de alguna extensión de tierras de esa clase son la Meseta Granadina (Sabana de Bogotá), el Valle del Cauca y la Llanura Atlántica.
Es difícil y arriesgado lanzar cifras concretas cuando no hay datos fidedignos que las hagan indiscutibles. Sin embargo me atrevo a lanzas éstas: hay en la parte occidental de nuestro país (excluyendo pues las partes remotas de la Amazonia y la Orinoquia), un millón a un millón quinientas mil hectáreas, menos de dos millones, en todo caso, de tierras aprovechables para la agricultura industrializada, sin necesidad de grandes trabajos. Con un costo grande se pueden adaptar a ese uso otras de extensión igual. Más allá de eso, ahora y (en la medida en que ello se puede prever) en un futuro no remoto, veinte o veinticinco años digamos, el costo de adaptación es prohibitivo. Creo ser amplio; no creo que se pueda aumentar, en las condiciones presentes, y en las del futuro previsible, las extensiones que caen en esas definiciones, antes es muy probable que ese cálculo sea optimista. Es muy poco para una área de cuarenta a cincuenta millones de hectáreas (en parte desocupadas), que serán las que corresponden a la parte de nuestro territorio comprendido dentro de los límites generales del islote de poblamiento.
Es para mí muy claro que esas tierras planas pueden dar un suplemento sumamente importante a nuestra producción agrícola ladereña, pero que no la pueden reemplazar. Aun haciendo una suposición arriesgadísima, suponiéndolas cultivadas en su totalidad muy intensivamente, podrían dar una fracción grande, talvez la parte mayor de lo que ahora necesitamos, como mínimo, en materia de productos agrícolas. Pero no todo lo que necesitamos, y se trata del presente. El traslado de la agricultura a los “fértiles valles”, en un período corto, es cosa imposible, social, económica y técnicamente, y a medida que la población aumenta lo que necesitamos obtener de nuestra agricultura será mayor, y más que proporcionalmente mayor, si el estándar de vida de esa población ha de ser algo superior al mínimo. Dentro de veinte, de veinticinco años, nuestra población pasará, talvez ampliamente, de los veinte millones. Sería poco realista pensar que de los pocos millones de hectáreas que se ha dicho pudieran derivar los productos agrícolas necesarios para una vida siquiera tolerable. Es cierto que el rendimiento físico de una hectárea de tierra se puede llevar muy lejos –con un costo grande en trabajo, en abonos, etc. No se ve claro por qué se haya de producir sólo en esos “fértiles valles”, si en ellos resulta más costoso. Las tierras pendientes entrarán a competir con las planas (y habrá necesidad –como la hay ya, por lo demás– de pensar muy seriamente en conservarles su fertilidad, más precaria que la de las tierras asentadas).
Es posible, naturalmente, que se presenten cambios fundamentales en la técnica agrícola, o que se dé un uso para terrenos hoy poco aprovechables (como el cultivo de plantas para la producción de alcohol para combustible en las tierras de clima ecuatorial, del que se habla desde hace decenios, sin que cristalice). Es poco prudente contar con un desarrollo de este género.
Así, mirando las cosas con cierta perspectiva, parece utópico suponer que nuestro desarrollo agrícola futuro deba tomar –puede tomar– el sentido de un asentamiento de los cultivos en los “fértiles valles” en cuestión, con prescindencia de las faldas, que se dedicarían a la ganadería, como tanto se dice. Y esta separación espacial de la ganadería y la agricultura es muy sugestiva: indica que se piensa en términos de la agricultura mecánica, que se prescinde de la agricultura bionómica, en la que cultivo y ganadería van inseparablemente unidos.
Y siendo éste de la tierra plana de buenas condiciones de situación, de clima, de humedad, de fertilidad, un recurso tan escaso, el recurso escaso de nuestra economía, y dado que el aumento de la población es rápido e inevitable, parece que hubiéramos de mirar con mucha especialidad a la ocupación que se dé a esas tierras privilegiadas.
Esas tierras han ido pasando de la ganadería semiextensiva a la intensiva, o a cultivos semiintensivos, donde ello ha resultado económicamente factible, pero esa evolución ha sido interferida por una acción oficial que merece algún comentario, como otro ejemplo de lo que pueden ciertos conceptos muy superficiales, que muy fácilmente se convierten en ideas clave. Una parte apreciable de esas tierras está ocupada por plantaciones de caña que alimentan centrales azucareras. Ese uso de las tierras es artificial. Sus ventajas desde el punto de vista del costo de oportunidad (dada especialmente la gran inversión de capital que significa) son muy discutibles. En cuanto tiende a hacer que el azúcar reemplace la panela representa una gran pérdida social, por la mejor calidad alimenticia de ésta. Hemos implantado esa industria con costos grandes: por tenerla hemos pagado en promedio, en el curso de varios años, el azúcar que consumimos a un precio mucho más alto que el de los mercados mundiales. En esta forma hemos logrado aclimatar la producción azucarera, una industria que es notoria por ser el tipo más perfecto de las “industrias problemas”.
No es el único caso de acción de esa clase. Talvez se deba decir que nuestra agricultura industrializada casi toda es una muestra acabada de industria artificial. Es seguramente el ejemplo más claro de la desviación que las llamadas “ideologías, o las ideas de los “economistas”, imponen a los procesos económicos. Son pasos costosos que sólo por casualidad nos pueden llevar en la buena dirección. Pero ¿cuál es esa buena dirección? ¿No la pueden decir las frases-clave? ¿O los “planes” basados en las frases-clave?
Algunas de esas tierras son, por lo que parece, especialmente aptas, físicamente, para los cultivos de “huerta grande”. Para dar mercado lucrativo a sus productos (si se dedicaran extensiones grandes de ellas a esos cultivos) sería necesario que cambiara el régimen dietético de los colombianos, que se introdujeran en él, en cantidades mayores, la leche, las legumbres y verduras –una de las cosas que más activamente se debieran procurar. Si se lograra, estos islotes o algunos de ellos serían oasis de cultivos altamente intensivos dentro de un espacio mucho mayor aprovechado en forma menos intensiva, pero no solamente para la ganadería semiintensiva.
El punto de vista criticado tiene por lo menos el mérito de reconocer que hay prácticas agrícolas, aplicables en las tierras planas, que no son posibles en las pendientes.
Otro punto de vista que denota más desconocimiento de la realidad es el de quienes, suponiendo implícitamente la homogeneidad del medio agrícola en cada uno de los pisos térmicos, desconociendo las enormes diferencias que son consecuencia de las modalidades topográficas y climáticas de las partes de nuestro territorio, y la originalidad de los problemas nuestros, suponiendo, por lo que parece –pues sobre esto no es de uso que se den explicaciones mayores– la existencia de prácticas agrícolas ya dadas, alternativas a las actuales y de mucho mejor calidad, universal e inmediatamente aprovechables, proceden a proyectar cambios casi instantáneos verdaderamente extraordinarios en el aprovechamiento, en los rendimientos de la tierra, y basan sobre ello sus programas.
Las prácticas agrícolas que suponen no existen en estado de inmediata disponibilidad, por lo menos para la parte inmensamente más importante de nuestra agricultura, la que se ejerce en medios calientes.
Ni su implantación es cosa de los pocos años que se suponen. Las tesis y programas de quienes exponen estas utopías nos han hecho un daño inmenso. Nadie ha pensado seriamente, me supongo, en la posibilidad de realización de un programa de la clase del de la CEPAL, por ejemplo, pero avanzar programas de esa clase estorba el planteamiento y la realización de los realistas. La acción realista no es la de trasplantar mecánicamente métodos que resolverían nuestros problemas. Esos métodos no existen, en forma que se les pueda trasplantar mecánicamente. Nuestro problema es precisamente idear, o por lo menos adaptar a nuestro caso peculiarísimo, métodos agrícolas adecuados, e integrarlos, injertarlos, en nuestra vida económica.
El problema es sin duda inmensamente difícil. Sin embargo, se sabe ya de complejos de cultivos tropicales en los que la estabilidad se conjuga con la abundancia del producto, en cuya composición entran los productos animales, como necesidad del cultivo mismo –formas ya parecidas a las de la agricultura estable de tipo europeo.
Una forma de conjunción de los cultivos vegetales con la ganadería para formar una agricultura bionómica adaptada al trópico ha sido realizada con base en los estudios y experimentos llevados a cabo en la India por Sir Albert Howard, cuyos resultados prácticos han quedado concretados en el llamado Método de Indore, hoy ya muy propagado en los trópicos. Esa, y formas afines, pueden ser el punto de partida, o la base, de una transformación que haga para la agricultura tropical lo que para la de las zonas templadas hizo la Revolución Agrícola del siglo antepasado. Esa revolución está en marcha. No se trata de experimentos de laboratorio. Hay ya datos que permiten avanzar un juicio sobre la aplicabilidad de esos sistemas a los cultivos de subsistencia, en el orden técnico y en el económico. Los métodos de que se trata, basados en la conexión entre el cultivo de plantas y la ganadería, no tienen la misma dificultad para adaptarse a la agricultura de ladera que los de caracteres distintos. Todo indica que los podemos adaptar a las exigencias de nuestras necesidades muy peculiares, y aun se han dado pasos muy importantes en ese sentido, a pesar de que estas ideas, y los estudios y experimentos a ellas referentes, se han visto con el más perfecto desprecio, han sido considerados sin importancia, y aun ridículos, y ñoños, y retrógrados, por muchos de los que hubieran podido ayudarlos a implantarse y propagarse.
Hace algunos años se hizo una tentativa de dar vigencia a ideas de este género, como parte del programa de una administración presidencial. No pudieron los gacetilleros y los “ideólogos” resistir la tentación de ejercitar su ingenio sobre ese plan.
Conozco un plan para la constitución de parcelas pequeñas –pero no ruinosos minifundios– en las que se podría desarrollar una producción estable, balanceada, capaz de dar base y sustento a una vida de familia activa y sana. El autor la pensó con especialidad para las tierras de clima medio, de suelo pobre, de la franja nordeste del islote de poblamiento antioqueño.
Se atrevió a presentarlo a quienes podían hacer algo por su realización. Se le contestó con una carcajada.
Los cultivos de subsistencia de las tierras frías se pueden adaptar con más facilidad a una pauta o rutina de cultivo de ese tipo; y más talvez el cultivo del café.
¿Lo haremos? La incomprensión de lo nuestro ha sido la causa principal por la que el desarrollo industrial, tan notable, de nuestro país en los últimos cuarenta años no ha estimulado una mutación correspondiente en la agricultura. La errónea manera de pensar sobre estos asuntos no es sólo la de los encargados oficialmente de funciones de guianza económica, es también la de los particulares. Es nuestra manera de pensar. El pliegue de nuestro pensamiento, que ha llevado a una forma y estilo de la acción oficial, ha influido en el mismo sentido en la acción extraoficial. Esto es, probablemente, lo más grave de nuestro caso.
En la evolución que dio por resultado la creación de la forma europea de agricultura permanente, y que se ha llamado la Revolución Agrícola, el crecimiento de las ciudades, su mayor riqueza, por el progreso de las manufacturas, la demanda de productos agrícolas distintos de los antes usados (y especialmente de artículos alimenticios de origen animal), fue el factor determinante en la evolución. Sin la industrialización y la urbanización y la concentración del mercado no habría sido económicamente viable la nueva agricultura (y a la inversa: el campo, enriquecido, absorbía fácilmente el mayor producto de las actividades urbanas).
No ha sucedido lo mismo entre nosotros. Hemos realizado, o estamos realizando, nuestra Revolución Industrial. No hemos realizado la agrícola. Por esta razón nuestra economía es una economía no propiamente desequilibrada sino deforme, y destructiva, y en peligro de retrogresión por la desaparición de los recursos básicos.
La industrialización podría dar el medio, y el impulso, para el desarrollo de una agricultura permanente y abundante y así, con inmensa ventaja propia, dotarnos de base para una economía estable, apta para llenar lo que en primer lugar hemos de exigirle: una alimentación apropiada y suficiente para nuestras masas. El gran costo económico que la industrialización implica tendría entonces una contrapartida que, mirando al período largo, posiblemente la justificaría. No hemos mirado nuestra industrialización por ese aspecto. Esa manera de situar y engranar los procesos hubiera hecho ver muchas cosas en forma distinta a como se les ha visto comúnmente, y así se hubieran tomado caminos muy distintos, se hubieran seguido consecuencias muy distintas. La industria avanzada y la nueva agricultura se hubieran apoyado, se hubieran necesitado mutuamente. Talvez se deba decir que la industrialización era, si no condición necesaria, por lo menos medio propicio para una gran mutación agrícola, que podría venir por razón de un proceso deliberado, planeado, o más fácilmente aún, por razón de concomitancias naturales. Lo ha estorbado, ante todo, nuestra perversa ideología. Ella nos ha dado un diseño de pensamiento –y de acción, por consiguiente– en el que la consideración de estos engranajes no encuentran cabida.
Sin embargo, hay ciertas señales de que puede cambiar nuestro común modo de pensar y de obrar en esta materia. Ese cambio sería un acontecimiento histórico de primera, de máxima importancia. En el campo de la acción particular van prendiendo nuevas ideas, y se va dando aplicación eficaz y práctica a nuevos métodos. Esa experimentación se ha efectuado por el favor de las condiciones creadas por la industrialización: para aprovechar mercados concentrados creados por ella, usando capitales obtenidos, directa o indirectamente, por razón de ella, y técnicas derivadas de ella indirectamente: la mayor audacia para el experimento, el hábito, la atmósfera del experimento, que propicia el uso corriente de las operaciones técnicas complicadas. Es un proceso que empieza apenas, y que a pesar de ello se ha desviado en no pocos casos de lo razonable. Es, con todo y eso, un proceso sumamente interesante, y más, porque va contra prácticas y tendencias ya muy arraigadas y se desarrolla en el medio impropicio que crea la competencia contra el productor que arruina su tierra pero, por el momento, produce barato.
Todo el que se ha enterado de la marcha y desarrollo de la Revolución Agrícola habrá notado cómo, al lado de la experimentación del anónimo productor campesino, se dio la del productor en escala mayor, y de mentalidad distinta, y muy generalmente aficionado, o semiaficionado.
El aporte de esta clase de experimentadores a esa magna mutación, especialmente en sus etapas medias y últimas, fue de la mayor importancia. Los ensayos de que trato tienen caracteres semejantes. No me refiero a la tecnificación e industrialización de la producción lechera y a otros conatos de adelanto agrícola, bien cacareados a veces, que tienen un carácter más afín con la mecanización de la agricultura que con esa otra manera de concebirla y ejercitarla; si bien esas nuevas formas de producción, la lechera especialmente, pueden tender también a un aprovechamiento de la tierra que se asemeje a los que son característicos de la agricultura bionómica. Me refiero especialmente a los ensayos en que se busca la producción vegetal como finalidad de importancia igual o poco menor que la de los productos animales –en los que se trata de combinar las dos producciones, no en muchos casos, explícitamente, en busca de la estabilidad de la producción, por sí misma, sino como condición de su rendimiento económico, en condiciones de tierra cara (especialmente por la cercanía de mercados concentrados relativamente grandes y ricos). Los ensayos de esta clase que se están realizando no son pocos en Colombia. De ellos puede salir una forma de explotación agrícola que resuelva el gran problema de la explotación de nuestras tierras inclinadas, de manera estable, económicamente rentable, y de rendimiento físico alto.
He seguido de cerca, a través de varios años, algún ensayo de este género en cierto fundo de una región aledaña a Medellín en la que se han estado elaborando y propagando, por obra en primer lugar de un agrónomo profesional, cuyo ejemplo ha obrado sobre agricultores aficionados, prácticas agrícolas que ya tienen o tienden a tener los caracteres de la agricultura bionómica, y que son viables, y aún bien productivas, económicamente. Es una región fría, de topografía suave, de tierra pobre y maltratada, cubierta antes de rastrojo miserable. Bien regada sí –el fundo que digo se llama Manantiales–, como por lo demás lo están en lo general las tierras de Antioquia, y tierra agradecida. Son tierras como tantas de las tierras de Antioquia, colinarias más bien que de montaña, y es sin duda bueno que los ensayos primeros se hagan en donde las dificultades no son las mayores. Como éste hay, he oído decir, bastantes otros.
Andando por esos campos he pensado que es posible que en ese escenario sin pretensiones, en una actividad sin ruido ni arrebatos, se esté haciendo historia, nuestra verdadera historia, en forma más real y profunda que en lugares más visibles.
Cuando iniciaba esta conversación hablé de situarnos en un punto de vista que es casi aquel “punto de vista de Sirio” de que hablara Renán. Hay un gran trecho entre eso y la breve meseta ondulada de “Las Palmas”. Y podría creerse que he faltado a lo que de mí se exigía, que era dictar una conferencia histórica, más específicamente, una conferencia que explicara “el desarrollo industrial de Colombia”. Creo, sin embargo, haberlo hecho –intentado al menos– dentro de lo que puedo y desde un punto de vista que talvez no todos comparten. He procurado buscar en la historia general de nuestro desarrollo industrial alguna enseñanza, y algún vislumbre sobre la marcha futura.
He destacado la posibilidad de una combinación en la que la actividad industrial (y la terciaria, pero esto en el momento es mucho menos importante que la industrial o secundaria) se conjugue con la agrícola en un proceso de interacciones recíprocas, de donde resulte cierto tenor, cierta forma de economía, y de vida, que juzgamos particularmente deseable, más deseable que otras posibles, y uno de cuyos rasgos principales sería la estabilidad y ubertad de la producción agrícola.
Quisiera poder creer que ese será el rumbo de nuestra acción económica. No hay lugar sin embargo para muchas ilusiones. El rumbo general de las tendencias operantes, tal como se le puede deducir de esos indicios notables que son las ideas clave, no va en ese sentido. Es cierto que no ha sido común que una idea-clave tenga una vigencia larga. Hemos abandonado muchas a lo largo de nuestra historia. Talvez estemos prontos a darnos nuevos rumbos y directivas más acordes con la realidad y la originalidad de nuestros problemas. Si acaso ello nos impulsa en el camino de la resolución del gran problema del aprovechamiento del trópico para una producción agrícola estable y suficiente para sustentar un tenor de vida alto, sería una hazaña histórica trascendental.
El medio tropical, indócil, cargado de problemas nuevos, plantea aquel “desafío” que según Toynbee es la condición necesaria para la elaboración de una nueva forma de vida exitosa. Talvez lo más peligroso de ese “desafío” en el caso nuestro es su forma insidiosa. No nos pone entre la catástrofe, la extinción, a corto plazo, y una vida de cierta plenitud. Se nos ofrece como alternativa a una vida aminorada, una vida de pobreza y aletargamiento, ruin, pero capaz de prolongarse indefinidamente. La mayor parte de nuestro territorio montuoso es de suelo pobre, pero resistente. Puede llegar a un grado de productividad muy bajo, pero no fácilmente a desaparecer del todo como tierra agrícola, como sí puede suceder y ha sucedido en los de constitución distinta, en regiones del Mediterráneo, por ejemplo, y en algunas regiones nuestras. Y no está excluida la posibilidad de un aprovechamiento radicalmente mejor de la mitad oriental de nuestro país: y aun puede creerse que hacia ella se desplace el eje de nuestro poblamiento y de la vida nacional, a favor sin duda de nuevas técnicas que hagan más aprovechables y habitables esos territorios, que en mucha parte, en el estado actual, lo son muy poco.
Es difícil poner límites a las posibilidades, en una época como la nuestra, pero es mucho más probable que el “desafío” nos siga planteado, básicamente, en los términos actuales: como alternativas no catastróficas, no de logro cuasiinstantáneo, sino de realización lenta, en mal o en bien, que por eso mismo exigen mayor previsión, mayor constancia, mayor tino, y cuya base última es la conservación y potenciación (o lo contrario) de los recursos agrícolas, de las tierras que tenemos.
Nuestra historia económica parece demostrar que hemos comprendido poco los términos de ese desafío, que no lo hemos afrontado plenamente, y que nuestro modo de comportarnos ante él, en lo pasado, más que otra cosa, nos da una enseñanza negativa: esta inconsciencia, esta limitación de la visión a lo inmediato, esta tendencia a la receta y a la imitación, no es el camino hacia las realizaciones trascendentales, es un estorbo para ellas.
Yo no sé si este andar atontado de nuestra economía haya de cambiarse, en momento no lejano, por una marcha intencionada hacia metas racionales, o siquiera claramente entendidas. Puedo prever que los eslogan de hoy –la industrialización a ultranza, la sustitución indiscriminada de las importaciones, y “la economía de divisas”– dentro de un tiempo parecerán tan increíblemente inanes como nos parecen ahora los de otros tiempos. No puedo prever qué clase de ideas-clave vayan a reemplazar a las actuales, y si tendrán más valor que las de hoy, si, talvez, tomen un carácter distinto, si logremos formar un cuerpo de doctrina económica de alguna consistencia y eficacia. Creo, sí, que de ello dependerá nuestro porvenir, fundamentalmente.