DISCURSO SOBRE LA RAZA*


SPEECH ON RACE



Barack Obama

* Discurso pronunciado por el entonces candidato a la presidencia de Estados Unidos, Barack Obama, en Filadelfia, el 18 de marzo de 2008. Traducción de Alberto Supelano.



Nosotros, el pueblo, a fin de formar una unión más perfecta

Hace doscientos veintiún años, en un edificio que todavía está al otro lado de la calle, un grupo de hombres se reunió y con estas sencillas palabras dio inicio al improbable experimento de la democracia norteamericana. Agricultores y eruditos, estadistas y patriotas que atravesaron el océano para escapar de la tiranía y la persecución finalmente hicieron real su declaración de independencia en una convención en Filadelfia que trascurrió durante la primavera de 1787.

El documento que redactaron fue firmado eventualmente, pero en últimas quedó incompleto. Llevaba la mancha del pecado original de la esclavitud en esta nación, una cuestión que dividió a las colonias y estancó la convención, hasta cuando los fundadores decidieron permitir que el comercio de esclavos continuara al menos veinte años más, y dejar una solución final a las generaciones futuras.

Por supuesto, la respuesta a la cuestión de la esclavitud ya estaba incorporada en nuestra Constitución: una Constitución que en su esencia contenía el ideal de igual ciudadanía conforme a la ley; una Constitución que prometía al pueblo libertad y justicia, y una unión que se podía y debía perfeccionar en el curso del tiempo.

No obstante, las palabras escritas en un pergamino no serían suficientes para liberar a los esclavos ni para otorgar a los hombres y las mujeres de todo credo y color plenos derechos y obligaciones como ciudadanos de Estados Unidos. Se necesitarían generaciones sucesivas de estadounidenses dispuestos a hacer su aporte –mediante protestas y luchas, en las calles y en los tribunales, a través de una guerra civil y la desobediencia civil, y siempre con grandes riesgos– para cerrar esa brecha entre la promesa de nuestros ideales y la realidad de su tiempo.

Ésta fue una de las tareas que nos propusimos al comienzo de esta campaña: continuar la larga marcha de quienes vinieron antes de nosotros, una marcha por una América más justa, más igual, más libre, más solidaria y más próspera. Decidí postularme para la presidencia en este momento de la historia porque creo profundamente que no podemos resolver los desafíos de nuestra época a menos que los resolvamos juntos; a menos que perfeccionemos nuestra unión entendiendo que tenemos historias diferentes pero esperanzas comunes; que podemos no lucir iguales y no proceder del mismo lugar, pero todos queremos ir en la misma dirección: hacia un futuro mejor para nuestros hijos y nuestros nietos.

Esta convicción proviene de mi fe inquebrantable en la decencia y la generosidad del pueblo estadounidense. Pero también proviene de mi propia historia estadounidense.

Soy hijo de un hombre negro de Kenia y de una mujer blanca de Kansas. Fui criado con la ayuda de un abuelo blanco que sobrevivió a la Gran Depresión para servir en el Ejército de Patton durante la Segunda Guerra Mundial y de una abuela blanca que trabajó en una línea de ensamblaje de bombarderos en Fort Leavenworth mientras él estaba en el extranjero. Fui a algunas de las mejores escuelas de Estados Unidos y viví en uno de los países más pobres del mundo. Estoy casado con una negra estadounidense que lleva sangre de esclavos y dueños de esclavos: una herencia que transmitimos a nuestras dos preciadas hijas. Tengo hermanos, hermanas, sobrinas, sobrinos, tíos y primos de toda raza y todo color, dispersos en tres continentes, y nunca olvidaré mientras viva que en ningún otro país de la Tierra mi historia habría sido posible.

Una historia que no ha hecho de mí el más convencional de los candidatos. Pero una historia que ha impreso en mi estructura genética la idea de que esta nación es más que la suma de sus partes; que además de muchos, somos realmente uno.

En el primer año de esta campaña, contra todas las predicciones adversas, vimos que el pueblo estadounidense estaba ávido de este mensaje de unidad. A pesar de la tentación de ver mi candidatura a través de un lente puramente racial, obtuvimos victorias inspiradoras en estados con algunas de las poblaciones más blancas del país. En Carolina del Sur, donde aún ondea la bandera confederada, construimos una poderosa coalición de estadounidenses africanos y estadounidenses blancos.

Esto no quiere decir que la raza no haya sido tema de la campaña. En diversas etapas de la campaña, algunos comentaristas me han juzgado “demasiado negro” o “no suficientemente negro”. Vimos que las tensiones raciales salieron a la superficie durante la semana anterior a la elección primaria de Carolina del Sur. La prensa también ha escudriñado cada encuesta a boca de urna en busca de la prueba más reciente de polarización racial, no sólo en términos de blancos y negros, sino también de negros y mestizos.

No obstante, sólo en las dos últimas semanas la discusión de la raza en esta campaña ha tomado un giro particularmente divisivo.

En un extremo del espectro, escuchamos la insinuación de que mi candidatura es de algún modo un ejercicio de acción afirmativa, que se basa exclusivamente en el deseo de los liberales ingenuos de comprar barata la reconciliación racial. En el otro extremo, escuchamos a mi antiguo pastor, el reverendo Jeremiah Wright, que usa un lenguaje incendiario para expresar opiniones que no sólo tienen el potencial para ahondar la división racial sino que denigran de la grandeza y de la bondad de nuestra nación; que con razón ofenden por igual a blancos y negros.

Ya condené en términos inequívocos las declaraciones del reverendo Wright que causaron esa controversia. Para algunos, subsisten preguntas incómodas. ¿Sabía yo que es un crítico ocasionalmente feroz de la política nacional y exterior estadounidense? Por supuesto. ¿Alguna vez le escuché comentarios que podían ser controversiales mientras asistía a la iglesia? Sí. ¿Estuve en fuerte desacuerdo con muchas de sus opiniones políticas? Totalmente; así como estoy seguro de que muchos de ustedes han escuchado comentarios de sus pastores, sacerdotes o rabinos con los que están en fuerte desacuerdo.

Pero los comentarios que ocasionaron esta reciente tormenta de fuego no eran simplemente controversiales. No eran simplemente el esfuerzo de un líder religioso por denunciar la injusticia percibida. Expresaban, en cambio, una opinión profundamente distorsionada de este país; una opinión que considera endémico al racismo blanco, y que eleva lo que está mal en Estados Unidos por encima de todo lo que sabemos que está bien en Estados Unidos; una opinión que considera que los conflictos en el Medio Oriente se originan principalmente en las acciones de aliados leales como Israel, en vez de surgir de las ideologías perversas y rencorosas del Islam radical.

En sí mismos, los comentarios del reverendo Wright no sólo eran equivocados sino también divisivos, divisivos en un momento en que necesitamos unidad; racialmente cargados en un momento en que debemos unirnos para resolver un conjunto de problemas monumentales: dos guerras, la amenaza terrorista, el declive económico, la crisis crónica de atención de la salud y el cambio climático potencialmente devastador; problemas que no son negros o blancos o latinos o asiáticos, sino problemas que enfrentamos todos.

Teniendo en cuenta mis antecedentes, mi política, mis valores e ideales profesados, no habrá dudas para quienes mis declaraciones condenatorias no son suficientes. Pueden preguntar: ¿por qué me relacioné con el reverendo Wright? ¿Por qué no me uní a otra iglesia? Y confieso que si todo lo que conociera del reverendo Wright fueran los fragmentos de esos sermones que se transmiten incesantemente en la televisión y en YouTube, o si Trinity United Church of Christ se asemejara a las caricaturas que difunden algunos comentaristas, no hay duda de que yo reaccionaría casi de la misma manera.

Pero la verdad es que eso no es todo lo que conozco de ese hombre. El hombre que conocí hace más de veinte años es un hombre que contribuyó a iniciarme en la fe cristiana, un hombre que me habló de nuestra obligación de amar a los demás, de cuidar a los enfermos y de velar por los pobres. Es un hombre que sirvió a su país como infante de marina; que estudió y ha dictado conferencias en las mejores universidades y seminarios del país, y que durante más de treinta años ha dirigido una iglesia que sirve a la comunidad haciendo el trabajo de Dios aquí en la Tierra: alojando a las personas sin hogar, atendiendo a los necesitados, prestando servicios de guardería y becas y catequesis en las cárceles y socorriendo a quienes sufren de sida.

En mi primer libro, Los sueños de mi padre, describí la experiencia de mi primer servicio en Trinity:

La gente empezó a gritar, a levantarse de sus asientos y a aplaudir y a dar grandes voces; un fuerte viento elevaba la voz del reverendo hacia las vigas del techo […] Y en esa nota única –¡esperanza!– escuché otra cosa; al pie de esa cruz, en miles de iglesias de la ciudad, imaginé las historias de personas negras corrientes que se mezclaban con las historias de David y Goliat, de Moisés y el faraón, de los cristianos en la madriguera de los leones, del campo de huesos secos de Ezequiel. Esas historias –de supervivencia y libertad y esperanza– se convirtieron en nuestra historia, en mi historia; la sangre que se había derramado era nuestra sangre; las lágrimas, nuestras lágrimas; hasta que esta iglesia negra, en este día brillante, pareció otra vez una nave que llevaba la historia de un pueblo a las generaciones futuras y a un mundo más grande. Nuestras pruebas y triunfos se tornaron a la vez únicas y universales, negras y más que negras; en la narración de nuestro viaje, las historias y las canciones nos dieron medios para recordar que no necesitábamos sentir vergüenza de […] recuerdos que todas las personas podían estudiar y apreciar; y con los que podíamos empezar a reconstruir.

Esa ha sido mi experiencia en Trinity. Igual que otras iglesias predominantemente negras del país, Trinity encarna a la comunidad negra en su totalidad: al médico y a la madre que recibe ayuda pública, al estudiante modelo y al ex pandillero. Igual que otras iglesias negras, los servicios de Trinity están llenos de risas roncas y de humor a veces procaz. Están llenos de danzas, aplausos, chillidos y gritos que pueden parecer irritantes a los oídos no acostumbrados. La iglesia contiene en su plenitud la generosidad y la crueldad, la inteligencia feroz y la ignorancia terrible, las luchas y los éxitos, el amor y sí, la amargura y el prejuicio que conforman la experiencia negra en América.

Y esto ayuda a explicar, quizás, mi relación con el reverendo Wright. Tan imperfecto como él pueda ser, para mí ha sido como la familia. Reforzó mi fe, ofició mi boda y bautizó a mis hijas. Ni una sola vez en mis conversaciones con él lo he escuchado hablar de algún grupo étnico en términos despectivos ni tratar a los blancos con los que interactuaba con algo distinto de cortesía y respeto. Él contiene dentro de sí las contradicciones –lo bueno y lo malo– de la comunidad a la que ha servido diligentemente durante tantos años.

No puedo repudiarlo como no puedo repudiar a la comunidad negra. No puedo repudiarlo como no puedo repudiar a mi abuela blanca: una mujer que ayudó a criarme, una mujer que se sacrificó una y otra vez por mí, una mujer que me ama tanto como ama algo en este mundo, pero una mujer que una vez confesó su temor a los negros con que se cruzaba en la calle, y que en más de una ocasión ha expresado estereotipos raciales o étnicos que me hacían estremecer.

Estas personas son parte de mí. Y son parte de América, este país que amo.

Algunos verán esto como un intento de justificar o disculpar comentarios que son inexcusables. Puedo asegurarles que no es así. Supongo que lo políticamente seguro sería pasar por alto este episodio y esperar a que se desvanezca. Podemos desechar al reverendo Wright como a un chiflado o a un demagogo, así como algunos desecharon a Geraldine Ferraro, luego de sus declaraciones recientes, como si albergara algún prejuicio racial profundamente arraigado.

Pero pienso que la raza es un asunto que esta nación no puede darse el lujo de ignorar en este momento. Estaríamos cometiendo el mismo error que el reverendo Wright cometió en sus sermones ofensivos sobre Estados Unidos: simplificar y estereotipar y amplificar lo negativo hasta el punto de distorsionar la realidad.

El hecho es que los comentarios que se han escuchado y los asuntos que han emergido a la superficie en las últimas semanas reflejan las complejidades del problema racial en este país que nunca hemos profundizado realmente: una parte de nuestra unión que aún debemos perfeccionar. Y si hoy las pasamos por alto, si simplemente nos retiramos a nuestras esquinas respectivas, nunca podremos unirnos y resolver desafíos como la atención de la salud, o la educación, o la necesidad de encontrar buenos empleos para todos los estadounidenses.

La comprensión de esta realidad requiere que recordemos cómo llegamos a este punto. Como escribió William Faulkner alguna vez, “El pasado no está muerto y enterrado. En realidad, ni siquiera es pasado”. No necesitamos recitar aquí la historia de la injusticia racial en este país. Pero necesitamos recordarnos a nosotros mismos que muchas de las disparidades que hoy existen en la comunidad afro-americana se remontan directamente hasta las desigualdades heredadas de una generación anterior que sufrió bajo el legado brutal de la esclavitud y de Jim Crow.

Las escuelas segregadas eran, y aún son, escuelas inferiores; aún no las hemos mejorado, cincuenta años después del fallo Brown vs. Board of Education, y la educación inferior que proporcionaban, en ese entonces y todavía, ayuda a explicar la amplia brecha de logros entre estudiantes negros y blancos de hoy.

La discriminación legalizada –donde se impedía, a menudo a través de la violencia, que los negros tuvieran propiedades, o no se daban préstamos a empresarios afro-americanos, o los negros no podían tener acceso a las hipotecas de la FHA, o se excluía a los negros de los sindicatos, de la fuerza policial o de los departamentos de bomberos– significaba que las familias negras no podían amasar una riqueza significativa para legarla a las generaciones futuras. Esa historia ayuda a explicar la brecha de riqueza y de ingresos entre negros y blancos, y las concentraciones de pobreza que persisten en tantas comunidades urbanas y rurales de hoy en día.

Una falta de oportunidades económicas entre los negros, y la vergüenza y la frustración por no ser capaces de mantener a la familia, contribuyeron a la erosión de las familias negras; un problema que las políticas de asistencia social pueden haber agravado durante años. Y la falta de servicios básicos en tantos vecindarios urbanos negros –parques para que jueguen los niños, policías que hagan la ronda, recolección regular de basuras y cumplimiento de las normas de construcción– todo ello ayudó a crear un ciclo de violencia, deterioro y desidia que sigue acosándonos.

Ésta es la realidad en la que crecieron el reverendo Wright y otros afro-americanos de su generación. Llegaron a la mayoría de edad a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, una época en que la segregación era aún la ley de la tierra y las oportunidades eran sistemáticamente restringidas. Lo que es admirable no es cuántos fracasaron por la discriminación, sino cuántos hombres y cuántas mujeres superaron las desventajas; cuántos fueron capaces de abrir un camino donde no lo había para aquellos que, como yo, vendrían después de ellos.

Pero al lado de todos aquellos que con las uñas pudieron hacerse a un pedazo del sueño americano, hubo muchos que no lo lograron; aquellos que en últimas fueron derrotados, de una manera u otra, por la discriminación. Ese legado de derrota se transmitió a las generaciones siguientes: a esos jóvenes y, cada vez más, a esas jóvenes que vemos en las esquinas de las calles o languideciendo en nuestras cárceles, sin esperanzas ni posibilidades para el futuro. Aun para los negros que lo lograron, las cuestiones de la raza y del racismo siguen definiendo su visión del mundo de manera fundamental. Para los hombres y las mujeres de la generación del reverendo Wright, los recuerdos de la humillación y la duda y el temor no han desaparecido; como tampoco la ira y la amargura de esos años. Esa ira no se puede expresar en público, frente a compañeros de trabajo blancos o amigos blancos. Pero encuentra eco en la peluquería o alrededor de la mesa de la cocina. A veces, esa ira es explotada por los políticos, para levantar votos con consignas raciales, o para compensar las fallas propias de un político.

Y ocasionalmente encuentra eco en la iglesia, en la mañana del domingo, en el púlpito y en los bancos. El hecho de que tantas personas se sorprendan al escuchar esa ira en algunos de los sermones del reverendo Wright simplemente nos recuerda el viejo lugar común de que la hora más segregada en la vida estadounidense es la del domingo en la mañana. Esa ira no es siempre productiva; en efecto, demasiado a menudo distrae la atención de la solución de los problemas reales; nos impide enfrentar directamente nuestra complicidad con nuestra propia situación e impide que la comunidad afro-americana forje las alianzas que necesita para realizar el cambio verdadero. Pero la ira es legítima, es poderosa, y desear que simplemente desaparezca, condenarla sin entender sus causas, sólo sirve para ensanchar el abismo de malentendidos que existe entre las razas.

De hecho, existe una ira similar en algunos segmentos de la comunidad blanca. La mayoría de la clase trabajadora y de la clase media estadounidenses no siente que haya sido particularmente privilegiada por su raza. Su experiencia es la experiencia del inmigrante; en cuanto a ellos concierne, nadie les ha regalado nada, lo que tienen lo han construido desde cero. Han trabajado duro toda su vida, muchas veces sólo para ver sus empleos despachados al extranjero o su pensión perdida después de una vida de trabajo. Están preocupados por su futuro, y sienten que sus sueños se están desvaneciendo; en una época de salarios estancados y de competencia global, las oportunidades llegan a ser concebidas como un juego de suma cero, en el que sus sueños se realizan a costa mía. De modo que cuando se les dice que manden en autobús a sus hijos a una escuela del otro extremo de la ciudad, cuando oyen que un afro-americano está sacando ventaja de un buen empleo o de un cupo en una buena universidad debido a una injusticia que ellos nunca cometieron, cuando se les dice que sus temores por los crímenes en los vecindarios urbanos son de algún modo prejuiciados, el resentimiento crece con el tiempo.

Igual que la ira dentro de la comunidad negra, esos resentimientos no siempre se expresan entre personas refinadas. Pero han contribuido a dar forma al paisaje político al menos durante una generación. La ira contra la asistencia social y la acción afirmativa ayudó a forjar la coalición de Reagan. Los políticos explotaron rutinariamente el temor al crimen para sus propios fines electorales. Los presentadores de programas de entrevistas y los comentaristas conservadores construyeron carreras enteras desenmascarando falsas denuncias de racismo mientras desestimaban las discusiones legítimas de la injusticia y de la desigualdad racial como mera corrección política o racismo a la inversa.

Así como la ira negra a menudo probó ser contraproducente, este resentimiento blanco desvió la atención de los verdaderos culpables de la reducción de la clase media: una cultura corporativa plagada de negociados, de prácticas contables cuestionables y de codicia de corto plazo; una política de Washington dominada por cabilderos y grupos de interés particular; unas políticas económicas que favorecen a pocos a costa de muchos. Y, no obstante, desear que los resentimientos de los estadounidenses blancos desaparezcan, calificarlos de equivocados y aun de racistas, sin reconocer que se basan en preocupaciones legítimas, también amplía la división racial y bloquea el camino de la comprensión.

Aquí es donde estamos ahora. En una encrucijada racial en la que hemos estado arrinconados durante años. En contra de las denuncias de algunos de mis críticos, negros y blancos, nunca he sido tan ingenuo como para creer que podamos superar nuestras divisiones raciales en un solo ciclo electoral o con una sola candidatura, en particular con una candidatura tan imperfecta como la mía.

Pero he expresado la firme convicción –una convicción originada en mi fe en Dios y mi fe en el pueblo estadounidense– de que trabajando juntos podemos restañar algunas de nuestras viejas heridas raciales, y que en realidad no tenemos otra elección si queremos proseguir en el camino de una unión más perfecta.

Para la comunidad afro-americana, ese camino implica aceptar las cargas de nuestro pasado sin convertirnos en víctimas de nuestro pasado. Implica seguir insistiendo en una medida plena de justicia en cada aspecto de la vida estadounidense. Pero también implica unir nuestras quejas particulares –por una mejor atención de la salud y mejores escuelas y mejores empleos– a las grandes aspiraciones de todos los estadounidenses: de la mujer blanca que lucha por romper las barreras invisibles a su ascenso, del hombre blanco que fue despedido, del inmigrante que trata de alimentar a su familia. Y esto significa asumir la plena responsabilidad de nuestra propia vida, exigiendo más de nuestros padres, y dedicando más tiempo a nuestros hijos, y leerles y enseñarles que aunque enfrenten desafíos y discriminación en su propia vida, nunca deben sucumbir a la desesperación ni al cinismo, que siempre deben creer que pueden escribir su propio destino.

Irónicamente, esta noción quintaesencialmente estadounidense –y sí, conservadora– de la autoayuda se expresaba a menudo en los sermones del reverendo Wright. Pero lo que mi anterior pastor muy a menudo no pudo comprender es que embarcarse en un programa de autoayuda también requiere creer que la sociedad puede cambiar.

El profundo error de los sermones del reverendo Wright no es que haya hablado del racismo en nuestra sociedad, sino que lo haya dicho como si nuestra sociedad fuera estática, como si no se hubiera hecho ningún progreso, como si este país –un país que ha hecho posible que uno de sus propios miembros se postule para el más alto cargo de la nación y haya construido una coalición de blancos y negros, latinos y asiáticos, ricos y pobres, jóvenes y viejos– aún estuviese atado irrevocablemente a un pasado trágico. Pero lo que sabemos –lo que hemos visto– es que Estados Unidos puede cambiar. Ése es el verdadero genio de esta nación. Lo que ya hemos logrado nos da la esperanza –la audacia de la esperanza– para lo que podemos y debemos lograr mañana.

En la comunidad blanca, el camino a una unión más perfecta implica reconocer que lo que aflige a la comunidad afro-americana no existe sólo en la mente de gentes negras; ese es el legado de la discriminación; y los actuales hechos de discriminación, aunque menos explícitos que en el pasado, son reales y se deben enfrentar. No sólo con palabras, sino con hechos: invirtiendo en nuestras escuelas y en nuestras comunidades, haciendo cumplir nuestras leyes de derechos civiles y asegurando la imparcialidad de nuestro sistema de justicia penal, proporcionando a esta generación escaleras de oportunidades de las que no disponían las generaciones anteriores. Esto requiere que todos los estadounidenses entiendan que sus sueños no tienen que realizarse a costa de mis sueños; que invertir en la salud, en el bienestar y en la educación de los niños negros y mestizos y blancos ayudará en últimas a que todos prosperen en Estados Unidos.

Al final, entonces, lo que se pide no es nada más, y nada menos, que lo que demandan todas las grandes religiones del mundo: que hagamos por los demás lo que los demás harían por nosotros. Seamos guardianes de nuestro hermano, nos dicen las Escrituras. Seamos guardianes de nuestra hermana. Encontremos ese interés común que todos tenemos en el otro, y dejemos que nuestra política también refleje ese espíritu.

Porque tenemos una opción en este país. Podemos aceptar una política que alimenta la división y el conflicto y el cinismo. Podemos tratar la raza sólo como un espectáculo –como hicimos en el juicio de O. J. Simpson– o después de la tragedia, como hicimos con las consecuencias del Katrina –o como forraje para las noticias de la noche. Podemos ver los sermones del reverendo Wright en todos los canales, todos los días, y hablar de ellos desde hoy hasta la elección, y hacer una única pregunta en esta campaña: si el pueblo estadounidense piensa que creo o simpatizo de algún modo con sus palabras más ofensivas. Podemos abalanzarnos sobre alguna imprudencia de un partidario de Hillary como prueba de que ella juega la carta racial, o podemos especular si todos los hombres blancos acudirán en tropel a votar por John McCain en las elecciones generales sin considerar sus políticas.

Podemos hacer eso.

Pero si lo hacemos, puedo decirles que en la próxima elección estaremos hablando de alguna otra distracción. Y luego de otra. Y luego de otra. Y nada cambiará.

Ésa es una opción. Ahora bien, en este momento, en esta elección, podemos unirnos y decir: “No esta vez”. Esta vez queremos hablar de las escuelas que se están derrumbando y que están robando el futuro de los niños negros y los niños blancos y los niños asiáticos y los niños hispanos y los niños nativos. Esta vez queremos rechazar el cinismo que nos dice que estos niños no pueden aprender, que esos niños no se parecen a nosotros y que son el problema de otros. Los niños de Estados Unidos no son esos niños, son nuestros niños, y no dejaremos que se queden atrás en la economía del siglo XXI. No esta vez.

Esta vez queremos hablar de las colas de las salas de emergencia repletas de blancos y negros e hispanos que no tienen atención médica, que no tienen el poder para vencer por sí solos a los grupos de intereses particulares de Washington, pero que pueden tenerlo si lo hacemos juntos.

Esta vez queremos hablar de las fábricas cerradas que alguna vez dieron una vida decente a hombres y mujeres de todas las razas, y de las casas en venta que alguna vez pertenecieron a estadounidenses de todas las religiones, de todas las regiones, de todos los modos de vida. Esta vez queremos hablar del hecho de que el problema real no es que alguien que no se parece a usted usurpe su empleo, es que la corporación en la que trabaja no lo despache al extranjero por nada más que una ganancia.

Esta vez queremos hablar de los hombres y las mujeres de todos los credos y colores que sirven juntos, y luchan juntos, y sangran juntos bajo la misma bandera orgullosa. Queremos hablar de cómo devolverlos a casa de una guerra que nunca se debió autorizar y que nunca se debió emprender, y queremos hablar de cómo demostraremos nuestro patriotismo cuidándolos, a ellos y a sus familias, y dándoles los beneficios que se ganaron.

No me habría postulado para presidente si no creyera con todo mi corazón que esto es lo que la vasta mayoría de los estadounidenses quieren para este país. Esta unión nunca puede ser perfecta, pero una generación tras otra ha mostrado que siempre se puede perfeccionar. Y hoy, cuando me siento dudoso o cínico acerca de esta posibilidad, lo que me da la mayor esperanza es la próxima generación: las personas jóvenes cuyas actitudes y creencias y cuya disposición al cambio ya hicieron historia en esta elección.

Hay una historia en particular que hoy quiero compartir con ustedes: una historia que conté cuando tuve el gran honor de hablar en el aniversario del Dr. King en su iglesia, Ebenezer Baptist, en Atlanta.

Una joven blanca de veintitrés años llamada Ashley Baia se unió a nuestra campaña en Florence, Carolina del Sur. Estaba trabajando para organizar a una comunidad principalmente afro-americana desde comienzos de esta campaña, y un día estaba en una mesa redonda donde todos iban a contar su historia y por qué estaban allí.

Y Ashley dijo que cuando tenía nueve años, su madre enfermó de cáncer. Y debido a que tuvo que faltar algunos días de trabajo, fue despedida y perdió su atención de salud. Tuvieron que declararse en bancarrota, y entonces Ashley decidió que tenía que hacer algo para ayudar a su madre.

Sabía que la comida era uno de sus mayores gastos, y fue así como Ashley convenció a su madre de que lo que realmente le gustaba y deseaba comer más que cualquier otra cosa eran emparedados con mostaza y condimentos. Porque era la manera más barata de comer.

Hizo esto durante un año hasta que su madre mejoró, y dijo a todos los de la mesa redonda que la razón para unirse a nuestra campaña era que podía ayudar a millones de niños del país que también quieren y necesitan ayudar a sus padres.

Ashley podría haber tomado una opción diferente. Quizás alguien le dijo que la causa de los problemas de su madre eran los negros que acudían a la asistencia social y eran demasiado perezosos para trabajar, o los hispanos que entraban ilegalmente al país. Pero ella no lo hizo. Buscó aliados en su lucha contra la injusticia.

Sea como fuere, Ashley termina su historia y luego camina alrededor de la habitación y pregunta a los demás por qué están apoyando la campaña. Todos tienen historias y razones diferentes. Muchos traen a colación un asunto específico. Y finalmente llegan a un anciano negro que se mantuvo sentado y en silencio todo el tiempo. Y Ashley le pregunta por qué está allí. Y no trae a colación un asunto específico. No dice que por la atención de la salud o la economía. No dice que por la educación o la guerra. No dice que estaba allí debido a Barack Obama. Simplemente les dice a todos: “Estoy aquí por Ashley”.

“Estoy aquí por Ashley”. Por sí mismo, ese momento único de reconocimiento entre esa muchacha blanca y ese anciano negro no es suficiente. No es suficiente para dar atención médica a los enfermos, o empleos a los desempleados, o educación a nuestros hijos.

Pero es ahí donde empezamos. Es ahí donde nuestra unión se hace más fuerte. Y como tantas generaciones han llegado a entender en el curso de los doscientos veintiún años desde que una banda de patriotas firmó ese documento en Filadelfia, es ahí donde la perfección comienza.