DURKHEIM EN COLOMBIA*


DURKHEIM IN COLOMBIA



Gonzalo Cataño**

** Sociólogo, profesor del Programa de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Externado de Colombia, Bogotá, Colombia, [anomia@supercabletv.net.co]. Fecha de recepción: 27 de enero de 2009, fecha de modificación: 29 de abril de 2009, fecha de aceptación: 2 de julio de 2009.


RESUMEN

[Palabras clave: teoría sociológica, historia del pensamiento social, pedagogía, religión, anomia, tipología; JEL: Z13]

El presente ensayo registra la llegada del pensamiento de Émile Durkheim al país. Pone especial cuidado en los empleos que hicieron de su obra los sociólogos, los pedagogos y los historiadores colombianos a lo largo del siglo XX. Igualmente, ofrece información sobre la enseñanza del sociólogo francés en las instituciones de educación superior y sobre las traducciones de sus textos emprendidas por los estudiosos nacionales de su obra.

ABSTRACT

[Keywords: sociological theory, history of social thought, pedagogy, religion, anomie, typology; JEL: Z13]

This essay is an account of the reception of Émile Durkheim’s thought in Colombia. Special attention is given to its application aand use by Colombian sociologists, educators and historians. It also covers the teaching of Durkheim’s work in universities and the translation of his texts by Colombian scholars.


Agradezco a los colegas de la Universidad Nacional la invitación a participar en esta conmemoración de los 150 años del nacimiento de Émile Durkheim, autor que me ha acompañado durante buena parte de mi vida de sociólogo. Y, además, por celebrarlo con la presencia de la profesora Lidia Girola de México y el profesor Ramón Ramos de España, a quien tanto debemos por sus traducciones, ensayos y libros acerca del fundador de la escuela francesa de sociología.

Mi disertación será un recuento de la llegada a Colombia de la obra de Durkheim y de sus usos entre nosotros en el siglo XX. No seré exhaustivo y en ningún momento pretendo serlo. Seguir con detalle la bibliografía publicada en provincia y en la capital no es tarea fácil. Los registros de las bibliotecas y de los centros de documentación son imprecisos y con frecuencia precarios. Sólo me anima el deseo de mostrar que los empleos de Durkheim han sido más ricos y añejos de lo que se podría pensar. Dividiré la exposición en dos partes: la lectura del sociólogo francés antes de 1959, y su presencia después de ese año que, como se sabe, fue decisivo en la sociología nacional. En efecto, en 1959 se fundaron los primeros departamentos de sociología del país y su labor marcó una ruptura con el pasado sociológico en manos de autodidactas, ensayistas y amantes de la question sociale. Indicaré, además, los escenarios intelectuales e institucionales en los que se desarrollaron estas lecturas, y sus consecuencias para el conocimiento de los problemas objeto de estudio. Esta perspectiva anuncia el dinamismo con el que se recibieron sus contribuciones. Sabemos que las aproximaciones piadosas a un gran pensador dejan poca huella en la cultura receptora, y al final le hacen un flaco servicio al sabio extranjero, siempre deseoso de dejar su impronta en entornos más vastos que aquellos en donde brotó su obra. La sociología –sus autores, sus libros, sus teorías– sólo se convierte en un hecho cultural cuando interviene la experiencia de quienes la reciben, la asimilan y la juzgan. Son ellos los que la aceptan, la entienden y la piensan, o los que la rechazan, la niegan y la desprecian; los que con su trabajos crean una tradición, o con su silencio instauran un vacío que impide que arraigue un autor o una corriente de pensamiento en un medio intelectual determinado (Jauss, 1987, 59).

I

Hasta donde tenemos noticia, la primera mención de Durkheim en Colombia apareció en un trabajo del historiador, geógrafo y militar Francisco Javier Vergara y Velasco (1860-1914). En una exposición sobre los rasgos del nuevo concepto de historia (la historia como ciencia), basada en escritos de varios autores –entre los que descollaban los historiadores Charles Langlois y Charles Seignobos, y los sociólogos Jacob Novicow, Maxim Kovalevsky y Émile Durkheim–, anotó que “el historiador no puede ignorar los progresos de la sociología”. Si la historia revive los acontecimientos, si los describe en una secuencia fundada en datos extraídos de los archivos, es tarea de las ciencias sociales explicarlos siguiendo las demandas de la investigación más rigurosa. “La historia –agregó– es ciencia en cuanto a los procedimientos de investigación, cualquiera que sea la forma artística que se pretenda darle para la exposición de los hechos”. Para que esto fuera realidad, los historiadores debían abandonar la crónica ligera, el dato superfluo, las fechas inútiles, los personajes sin sentido y la biografía encomiástica de los mandatarios. Debían centrar su atención en la historia del “pueblo”, en lo que le sucedió y le sucede a la mayoría de la población. En el mejor clima durkheimiano, habría que observar el rol de las instituciones, de las costumbres y de las creencias –de las realidades colectivas, en una palabra–, cuya acción confiere sentido a la contingencia y a la extrema fluidez de los hechos individuales, tan caros a la forma tradicional de hacer historia. La historia no alcanzará la calificación de ciencia si no se eleva por encima de lo individual; si persiste en la anécdota y en el dato aislado su capacidad de generalización será siempre muy pobre y limitada (Vergara y Velasco, 1906, II-VIII).1

Vergara no llevó a feliz término su proyecto historiográfico. No produjo un trabajo de envergadura que mostrara las bondades que anunciaba, pero tuvo la fortuna y el coraje de plantear la estrategia que guiaba la mejor investigación histórica europea de su tiempo. Tenía buena formación en geografía, pero sus conocimientos sociológicos, económicos y políticos (en teoría del Estado) eran muy precarios. Sin ellos no podía ofrecer un retrato persuasivo del desarrollo material, cultural y social del país, y hubo que esperar casi cuarenta años para la feliz realización de su programa2. Sus anhelos sólo se harían realidad con los trabajos de la generación de Luis E. Nieto Arteta, Guillermo Hernández Rodríguez y Luis Ospina Vásquez, investigadores analíticamente orientados que subrayaron el papel de las instituciones, la función de las ideologías y las formas económicas que acompañaron el desenvolvimiento de la nación.

En los años en que Vergara divulgaba el nuevo concepto de historia, dos jóvenes –Luis Eduardo y Agustín Nieto Caballero (1889-1975)– adelantaban sus estudios de derecho, economía y pedagogía en Francia. Allí conocieron a las figuras más representativas de la cultura francesa de la época. Escucharon a los filósofos Émile Boutroux (profesor de Durkheim) y Henri Bergson (compañero del joven Durkheim en la Escuela Normal Superior); a los juristas y economistas Marcel Planiol, André Weiss, Henri Berthélemy, Paul Leroy-Beaulieu y Charles Gide; al matemático Henri Poincaré y al físico Paul Langevin; a los escritores Anatole France, Paul Bourget y Maurice Barrés; al crítico Émile Faguet y al dirigente socialista Jean Jaurès; a los psicólogos Alfred Binet, Pierre Janet y Théodule Ribot, y al profesor de ciencias de la educación de la Sorbona Émile Durkheim. En un texto autobiográfico don Agustín escribió con entusiasmo:

Eran los días en que Henri Bergson congregaba en su cátedra del Colegio de Francia, no sólo a los severos estudiantes de filosofía sino a todo el mundo elegante de la llamada por antonomasia Ciudad Luz [...] El éxito mundano de sus sabias disertaciones se debía a la magia de su personalidad. Hablaba con voz pausada, como si adrede expresara con difícil facilidad su pensamiento. Daba la impresión de estar creando cada vez, delante del auditorio, sus ideas [...] De sus labios salía un surtidor de bellas imágenes, de inesperadas metáforas. Sus discípulos, y las damas del gran mundo que se apresuraban a buscar cada tarde sitio entre ellos, quedaban desde el primer momento cautivados, quizá aún más que por la profundidad de los conceptos, por la manera como eran expresados. Jamás los oyentes, que a lo largo de cuatro años le seguimos, dejamos de oír cosas nuevas y hermosas. Asistir a su cátedra era presenciar un soberbio espectáculo de fuegos artificiales.
Calle de por medio, en la Sorbona, Emilio Durkheim, el severo maestro a quien no vimos sonreír jamás, nos explicaba con el rigor del pensamiento germano y la claridad cartesiana, la ciencia de la educación, y Alfredo Binet, el genial psicólogo cuya temprana muerte sumió en dolor a la juventud estudiosa de aquel momento, nos iniciaba en las pruebas de la inteligencia que habrían de recorrer el mundo de la sabiduría (Nieto, 1964, 38, y 1966, 32).

Sospecho que Nieto Caballero fue el único colombiano que tuvo una relación directa con el autor de Las reglas del método sociológico. No estamos seguros, sin embargo, de si pasó por sus clases en calidad de oyente o de alumno con deberes académicos y “exámenes reglamentarios”, como él mismo apuntó cuando aludió a las asignaturas obligatorias que tomó en la Escuela de Derecho. De todas formas, Durkheim –y otros pedagogos como el norteamericano John Dewey– lo introdujeron a los problemas de la Escuela Nueva y le mostraron los vínculos de la educación con la sociedad. Los objetivos de la Escuela Nueva instituían el respeto a la integridad del niño, el aprendizaje por la acción y la experimentación personales, y la expulsión del castigo y la violencia de las instituciones escolares. A todo esto Durkheim añadía en sus cursos de ciencias de la educación la importancia de interiorizar en el corazón de los niños y adolescentes el espíritu de disciplina, las nociones de responsabilidad y autonomía de la voluntad, y la adhesión a las instituciones y grupos más preciados de la sociedad. En medio de estas tareas no olvidaba la discusión acerca del contenido y alcance de la pedagogía y sus relaciones con las necesidades del organismo social, que dieron lugar a sus conferencias sobre las teorías pedagógicas en Francia desde la alta Edad Media hasta finales del siglo XIX3. Los aspectos teóricos de sus charlas las propagó “el severo maestro” en varios ensayos aparecidos en el lexicón más comprensivo del momento, el Nouveau dictionnaire de pédagogie et d’éducation primaire (1911) de su amigo Ferdinand Buisson, tesauro que Nieto Caballero, como todos los pedagogos ilustrados de la época, consultaba con frecuencia4.

A su regreso a Colombia, Nieto Caballero difundió este mensaje en el Gimnasio Moderno, la prestigiosa institución de enseñanza primaria y secundaria de alumnos de clase media y alta que dirigió por más de cincuenta años. Tradujo las enseñanzas de sus profesores franceses en amor a la patria, en respeto a los intereses del niño y en afirmación de los sentimientos de obligación y reverencia a la autoridad, o –como le gustaba decir– en “formar ciudadanos íntegros, hombres de bien, con un claro sentido de sus responsabilidades” (Nieto, 1974, 419). En un discurso de 1918 reiteró estos objetivos:

Preciso es dar a la educación un carácter de eficacia social; desarrollar plenamente al individuo, no como unidad aislada que ha de brillar por su altura, sino como miembro de una comunidad a la que ha de enaltecer. El individuo pasa; la colectividad permanece […] ni un solo momento es posible olvidar que estamos educando colombianos (Nieto, 1964, 38).

Dudo que Nieto Caballero se haya acercado a los libros mayores de Durkheim, La división del trabajo social, El suicidio o Las formas elementales de la vida religiosa. Son textos difíciles y algo tediosos para un pedagogo comprometido con las didácticas y las absorbentes tareas cotidianas de la administración educativa. Pero la idea de la sociedad como razón final para la cual se educa (recordemos la definición durkheimiana de educación estampada en el Nouveau dictionnaire: “la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que todavía no están maduras para la vida social”) fue permanente en el colombiano. Y con ello dio ejemplo a otros pedagogos influyentes, como Rafael Bernal Jiménez (1898-1974), el arquitecto de la reforma educativa del Departamento de Boyacá durante la década de 1920. Bernal, que años después se definió como sociólogo y fundó y presidió el efímero Instituto Colombiano de Sociología, conocía bien Las reglas del método sociológico, en cuyas páginas halló en versión condensada los postulados esenciales de la sociología de la educación. El boyacense consideraba el estudio del niño bajo dos aspectos: la perspectiva orgánica y psicológica, y la perspectiva social. Esta última aludía a la adaptación del infante al grupo y a la finalidad temporal (práctica y aplicada) de la enseñanza, tareas que exigen “la intervención de la pedagogía sociológica como orientadora del esfuerzo educativo hacia fines históricamente definidos”. Y para dar fuerza a su argumentación, se remitió a los pasajes del primer capítulo de Las reglas donde el francés postuló el carácter social de los procesos educativos:

Es vano creer que podemos educar a nuestros hijos como queremos [...] Cada sociedad, considerada en un momento determinado de su desarrollo, tiene un sistema de educación que se impone a los individuos con una fuerza generalmente irresistible (Bernal, 1949, 239-240).

Después de sus labores en Boyacá, Bernal regresó a Bogotá para dirigir la Facultad de Educación adscrita a la Universidad Nacional, que se convirtió en la recordada Escuela Normal Superior. Enseñó sociología en varias universidades de la capital y al calor de sus cursos redactó la voluminosa Introducción a la sociología o itinerario para una filosofía de lo social, publicada en 1961 por la imprenta del Ejército Nacional, donde volvió una vez más sobre Durkheim. Allí reseñó su sociologismo, la subordinación del individuo a la sociedad, y su estrategia metodológica: desechar las prenociones y emprender las labores de investigación a partir de los hechos (Bernal, 1961, 183-184, 231-239).

Estos ecos dejaron huella en otros educadores. El veterano profesor de enseñanza media Luis Emilio Pinto Linero (1911-?) –inspector de educación, rector de colegios de secundaria y director de programas de educación pública– redactó un ensayo de sociología educativa siguiendo las directrices del sociólogo francés. Se proclamó su discípulo a distancia, y desde el comienzo de su libro escribió que dado que “la educación es un fenómeno eminentemente social tanto por su origen como por sus funciones, hemos creído conveniente enfocar nuestro modesto estudio con un criterio sociológico” (1946, 10). Pinto registró en la bibliografía la lección inaugural de Durkheim en la Sorbona, “Pédagogie et sociologie” (1902), pero parece que la fuente principal de su texto era la inteligente Sociología de la educación (1942) del brasileño Fernando de Azevedo, el desarrollo más completo y acabado durante aquellos años de la perspectiva durkheimiana en asuntos educativos5.

II

De lo dicho se desprende que Durkheim tuvo una presencia en la esfera pedagógica con asientos institucionales estables. Pero éste no fue el único ámbito de influencia de su obra. Otro medio de difusión fueron las conferencias de sociología dictadas en las facultades de Derecho, algunas de las cuales se convirtieron en libro de texto. Sus autores hablaron allí de las “doctrinas” de Durkheim y expusieron sus limitaciones y sus contribuciones al pensamiento social. Las primeras de estas disertaciones pertenecen al mencionado Diego Mendoza Pérez (1857-1933), profesor de sociología de la Universidad Externado a finales de los años veinte. En ellas abordó el concepto de función desarrollado en el capítulo V de Las reglas. “Emilio Durkheim dice que la palabra función se emplea de dos manera diferentes: o designa un sistema de movimientos vitales (abstracción hecha de sus consecuencias), o expresa la correspondencia que existe entre esos movimientos y las necesidades del organismo”. Y por su cuenta afirmó que la función del gobierno y del Estado es defender la sociedad de los influjos antisociales, de la misma forma que la función de un organismo es la de protegerse, nutrirse y conservarse. También abordó la noción de hecho social, pero ya no basándose directamente en Durkheim sino en los textos de su sobrino Marcel Mauss, de su alumno Paul Fauconnet y de René Maunier, autor de una perspicaz introducción a la sociología de cien páginas. Siguiendo a estos autores definió los hechos sociales como uniformidades de vida y pensamiento, como maneras de ser comunes a un grupo de individuos, esto es, como hábitos colectivos de los hombres (Mendoza, 1962, 16-17 y 69-71)6.

Cuando Mendoza Pérez ofrecía su curso en el Externado, el padre José A. Bermúdez (1886-1938), historiador y filósofo del derecho, dictaba su cátedra de sociología en la Escuela de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional. Por sus clases pasaron numerosos estudiantes que después se destacaron en la política y en la vida intelectual, como Gerardo Molina, Juan José Turbay, Diego Montaña Cuéllar y Luis E. Nieto Arteta. La aproximación sociológica de Bermúdez no lograba desprenderse del marco confesional de las encíclicas papales y de las reflexiones sociales de los teólogos. De la mano de la popular Introducción a la sociología de Maunier, definió los hechos sociales como “repetición de algo que muchos otros ejecutan”, e insistió en que “para Durkheim [constituían] una especie de coacción que la colectividad ejerce sobre el individuo” (Bermúdez, 1931, 17)7. Después criticó su noción de moral que “por desgracia tanto ha influido en el desarrollo de la moderna sociología”. Para Durkheim, señaló, no existe una moral universal. Por el contrario, parte del hecho de que toda sociedad tiene sus reglas y formas particulares de legitimar creencias y sancionar el comportamiento de sus integrantes. La sociedad se impone a sus miembros, los moldea y los ajusta a normas generales. Lo que más molestaba al padre Bermúdez era que esta perspectiva eliminaba la necesidad de un legislador supremo y de una ley natural, “universal y necesaria”, para todos los hombres y todas las sociedades, según habían establecido los escolásticos. Al respecto escribió con desasosiego:

En esto hemos retrocedido los hombres de las presentes edades mucho más que los pueblos que tuvimos en otro tiempo por salvajes, pues la verdad es que mientras estos salvajes daban siempre a su moral un aspecto religioso y sagrado, nosotros en nuestra edad tenemos que presenciar con dolor el empeño de no pocos pensadores que sólo parecen preocupados por destruir a Dios de nuestra práctica, y por implantar en el mundo una moral independiente, que acabará por arruinar del todo la moral natural (Bermúdez, 1931, 91).

Algo semejante ocurría con la sociología jurídica de Durkheim, que consideraba el derecho como un mero resultado de la vida social. En su esquema no había lugar para la existencia de ideas abstractas, metafísicas o imperecederas de justicia o, lo que era aún más grave, para la existencia de un derecho “racional o natural esculpido por el propio Creador en la conciencia de los hombres”. A los ojos del padre Bermúdez esto era funesto:

Si suponemos que hay un pueblo que practique legalmente el homicidio, la violación del domicilio o el latrocinio, y reconocemos al mismo tiempo las teorías ético-jurídicas de sociólogos al estilo de Durkheim, llegamos a una de estas dos conclusiones: o que hay que reconocer la bondad de las leyes que aquel pueblo ha dado como consecuencia de sus depravadas costumbres, o que el sistema preconizado por Durkheim para explicar los fundamentos de la moral y del Derecho no son admisibles (ibíd., 99)8.

El libro de cabecera de Bermúdez era Las reglas, a pesar de que sabía que Durkheim había publicado “multitud de obras”. En sus páginas encontró el método, los conceptos, la visión y el estilo de argumentación del fundador de la escuela francesa de sociología. A veces citaba a sus herederos, como el egiptólogo Alexandre Moret y Georges Davy, autores de De los clanes a los imperios, libro al que juzgó interesante; pero se cuidaba de advertir a los lectores que estuvieran atentos a “los errores filosóficos que la obra contiene” (Bermúdez, 1926, 142)9.

En la década siguiente, el abogado, periodista y político antioqueño Ricardo Uribe Escobar (1892-1968) enseñó sociología en la Universidad de Antioquia. En sus lecciones, redactadas en un lenguaje claro y mesurado, no exento de elegancia, puso especial cuidado en el legado de Durkheim. Discutió con propiedad sus posturas metodológicas sobre los hechos sociales y su aproximación a las funciones de la división del trabajo, sin dejar de lado las teorías totémicas y la noción de lo sagrado estudiada por sus alumnos Beuchat, Hubert y Mauss (Uribe, 1965, 133-139, 171-175 y 300). Sus apuntes de clase rebasaron las aulas y fueron leídos por amigos y allegados, alcanzando comentarios elogiosos. Así, en el celebrado Diccionario biográfico y bibliográfico de Colombia, don Joaquín Ospina apuntó que además de la política, el periodismo y la profesión de abogado, Uribe “se ha dedicado últimamente al ramo de la sociología y tiene algunos apuntes tan interesantes que van a ser un buen texto para las Facultades de Derecho” (1939, 836). Y el antropólogo Paul Rivet le escribió: “su admirable esfuerzo científico me ha conmovido sobre manera. He admirado cómo, a pesar de la dificultad de la documentación, usted ha podido dictar y escribir un curso sólido, bien construido y de alta significación” (Uribe, 1965, 111)10.

Otro manual, de estirpe confesional como el de Bermúdez, provino de Abraham Fernández de Soto (1911-1956), jurista y profesor de sociología de la Universidad Nacional en los años cincuenta. En sus Treinta lecciones de sociología católica, de 1952, muy cercanas al pensamiento del canónigo español José M. Llovera, dirigidas a “enseñar a las juventudes universitarias de mi patria que hay una concepción católica de cada uno de los temas que constituyen la ciencia del hombre en sociedad”, hizo una exposición crítica de las escuelas sociológicas. Su tratamiento de Durkheim es confuso y deja ver una escasa familiaridad con la historia del pensamiento sociológico. Para empezar, dice que Durkheim –junto con Tarde, Simmel y Tönnies– concebía la sociología como una ciencia puramente especulativa, cuyo objeto es el estudio de las estructuras y formas de la asociación. Páginas más adelante, sin embargo, olvida esta declaración y comunica a su audiencia que Durkheim consideraba a la sociología ya no como el examen de las “formas”, sino como la ciencia de las instituciones sociales, de su génesis y su funcionamiento. Si los hechos sociales son maneras de obrar que ejercen una acción coactiva externa sobre el individuo, “el objeto de estudio de la sociología son las leyes jurídicas y morales, los dogmas religiosos, en fin, las manifestaciones en que se expresan las instituciones sociales”. Fernández de Soto encontraba estrecha y limitante esta aproximación. A su juicio, el depósito de las reglas jurídicas, morales y de las que provienen de la tradición y las costumbres no representa toda la vida colectiva. Son apenas “la estática”, la parte menos viva de la sociedad; si lo aceptáramos, dejaríamos por fuera el movimiento, la dinámica social (Fernández, 1952, 16, 23, 31-32).

El dominio confesional de aquellos días, los más crudos de la administración conservadora de Laureano Gómez y del designado Roberto Urdaneta Arbeláez, no fue, sin embargo, absoluto. Uno de los alumnos de Bermúdez, Diego Montaña Cuéllar (1910-1991), también enseñó sociología, pero con un enfoque diferente y muy cercano al materialismo histórico. Montaña se hizo liberal y luego marxista y esporádico militante del partido comunista. A pesar de sus adhesiones ideológicas nunca desdeñó a su mentor. En una de sus conferencias lo recordó en un tono amable muy cercano al encomio.

El profesor Bermúdez tenía una orientación tomista, como correspondía a su calidad de presbítero católico. Por su inteligencia, su gallardía personal, su amplio criterio filosófico y las cualidades de su espíritu tuvo la más destacada posición dentro del clero colombiano, y descolló en el mundo de las letras patrias. Fue el fundador de la cátedra de sociología (Montaña, 1950, 55).

Como sabemos, esto último no es cierto. El fundador de la cátedra de sociología en nuestro medio fue, por sugerencia del presidente en ejercicio Rafael Núñez, Salvador Camacho Roldán durante los años ochenta del siglo XIX.

En sus conferencias en la Universidad Nacional y en la Universidad Libre, Montaña abordó las ideas de Durkheim con una extensión y permisividad cercanas a la tradición marxista. “En América, más que en ninguna parte –apuntó– tiene plena validez el sistema impuesto por Durkheim de estudiar los hechos como cosas, objetivamente”. A diferencia de Tarde, concluyó, los fenómenos sociales no se pueden explicar por imitación. Por el contrario, es la vida social la que produce la imitación y lleva a maneras colectivas de obrar, sentir y pensar. Y si bien es verdad que la sociología es la ciencia de las instituciones, de su génesis y de su funcionamiento, también lo es que en su interior se producen “los medios gracias a los cuales se transforman y engendran las necesidades que impulsan a los hombres a una acción revolucionaria” (ibíd., 13-15). A Durkheim se le debe, además –concluyó– el haber fijado definitivamente la sociología como ciencia positiva, como disciplina que trabaja con hechos que se plasman en regularidades de la conducta que hacen que lo individual cobre la forma de lo colectivo (Montaña, 1954, 33-38).

III

Las anteriores conferencias de sociología, y sólo hemos mencionado unas pocas, son –como producto intelectual– algo estériles11. Su contenido es evasivo. Reflejan lecturas dispersas y nada metódicas de sus autores, y algunas son tan esquemáticas que su contenido no supera el croquis de una teoría, el enunciado de una corriente de pensamiento o el catálogo de las figuras más prominentes de la reflexión social. El lector contemporáneo se sorprende con varias de ellas y no está seguro de que sus autores entendieran realmente de lo que hablaban. ¿Cómo entender la frase de López de Mesa, en la Disertación sociológica, de que “en la centuria XIX, Comte a mediados, Durkheim a fines, dijeron que el hombre se explica por la Humanidad”? (1939, 40)12. ¿La humanidad era la sociedad? Muchas de estas conferencias, redactadas en un estilo pesado, sentencioso y hueco, eran, además, resúmenes de resúmenes, condensaciones de manuales e introducciones a la sociología de fácil consulta en español por aquellos días. Es la típica sociología de cátedra, la exposición formal de “escuelas” y corrientes de pensamiento en el salón de clases que el estudiante debía memorizar para formarse una idea, una imagen de los esfuerzos por fundar una ciencia de la sociedad desde el mundo griego hasta nuestros días. Ninguna de estas conferencias hizo carrera. Al expresar las lecturas y extractos personales del docente, desaparecían en el momento mismo en que el profesor abandonaba la universidad donde “regentaba” la cátedra (Bernal, 1957, 65). El que llegaba y ocupaba la vacante traía su propia orientación, sus libros y sus autores preferidos, y con ellos armaba sus conferencias que después conocían la publicación impresa. No pocos profesores hablaban de las bondades de la investigación –y mencionaban las técnicas de recolección y análisis de datos– pero no la hacían. La dejaban para una mejor oportunidad o para sus estudiantes que, quizá con más disposición y empeño, podrían en algún momento acercarse a las estadísticas periódicas, a los archivos o a la observación de los hechos “comunitarios”. Y cuando estos catedráticos se comprometían con la producción intelectual, apenas superaban el periodismo, el relato literario, el campo anegado de la filosofía social o el ensayo histórico valorativamente orientado con escaso o nulo trabajo de archivo. Hubo excepciones, por supuesto, pero en su mayoría dictaban sociología como un curso más de cultura general. Además de sociología enseñaban ética, “filosofía y letras” o una introducción al derecho13.

A pesar de los infortunios, los cursos de sociología general agitaron ideas, nombres y tradiciones de pensamiento que de alguna manera mantuvieron vivo el clamor sociológico. Año tras año sensibilizaron a los estudiantes de las facultades de derecho sobre los aspectos sociales que moldeaban su profesión y animaban su materia de estudio. En estas escuelas era muy corriente la vieja sentencia latina Ubi societas, ibi ius, “Donde hay sociedad, hay derecho”, y no pocos maestros conocían las palabras de Durkheim en La división del trabajo social: el derecho es ante todo un hecho social que supera el interés inmediato de los pleitistas (Durkheim, 1967, 101). Pero si todo esto era verdad, había que mostrar cómo operaban en realidad las instituciones y cómo incidían en la conducta de los individuos. Para dar respuesta a esta inquietud surgieron los primeros usos de Durkheim en la investigación social.

Una meditación preliminar en esta dirección fue la del joven Cayetano Betancur en su festejada tesis de grado de 1937 en la Universidad de Antioquia, Ensayo de una filosofía del derecho. Allí distinguió dos posturas del empirismo jurídico: la que reduce el derecho a la norma estatuida en la legislación y, la “más científica”, que amplía la noción de lo jurídico a las reglas, cualesquiera que ellas sean, que gobiernan las conductas concretas de los hombres en sociedad. A esta corriente pertenecen, entre otros, “Tarde, Lévy-Bruhl y Durkheim” (1937, 34). Un ejemplo más directo fue la sugestiva monografía del egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, Augusto Vargas Cuéllar, Las nuevas tendencias sociales y el Estado colombiano: ensayo de sociología política, de 1941. El joven autor expuso con solvencia la perspectiva de Durkheim sobre los hechos sociales, la solidaridad y las instituciones. A diferencia de los intérpretes anteriores, conocía tanto Las reglas como La división del trabajo social, que glosa una y otra vez para exponer los elementos de la solidaridad mecánica y orgánica. Vargas estaba interesado en la teoría de los grupos sociales para fundamentar una crítica del individualismo, y en la teoría de las instituciones para auspiciar un programa de descentralización administrativa en el país. Con ayuda de Durkheim, del jurista Maurice Hauriou y del sociólogo galo-ruso Georges Gurvitch desarrolló una definición de la sociedad como complejo de instituciones impulsadas por grupos con intereses particulares. Los grupos ostentan una personalidad con objetivos propios, una moral que reclama una legislación autónoma, esto es, un derecho estatutario que regule su funcionamiento. Vargas defendía la descentralización y quería destronar la exclusividad del derecho estatal, de las normas surgidas del organismo central que ahogan las fuerzas vivas de la sociedad. Era, en pocas palabras, una defensa del pluralismo jurídico, del respeto al derecho espontáneo de los grupos que viven en un país de múltiples regiones “que no se compadece con la vieja noción exclusivista del derecho unitario” (Vargas, 1941, 127)14.

Tres años después de la tesis de Vargas, el sociólogo norteamericano T. Lynn Smith (1903-1976) y los abogados Justo Díaz Rodríguez y Luis R. García publicaron Tabio, estudio de la organización social rural, una obra pionera sobre la comunidad en la que se aplicaron de manera sistemática las modernas técnicas de investigación social: la observación, la entrevista, el cuestionario y las estadísticas censales. Al caracterizar a la población rural de los años cuarenta, encontraron que las relaciones tradicionales declinaban para dar cabida a nuevas formas de interdependencia y cohesión social derivadas de una mayor complejidad de la división del trabajo. Los énfasis pasaban de una “solidaridad mecánica”, de una similitud de funciones y creencias, a una “solidaridad orgánica”, a la mutua interdependencia fundada en la expansión de las actividades especializadas en la comunidad (Smith et al., 1944, 68). Algo parecido halló trece años más tarde el joven Orlando Fals Borda (1925-2008), alumno de Smith, en sus estudios de sociología rural. En El hombre y la tierra en Boyacá registró “la evolución de la sociedad [colombiana] de su presente etapa rural primaria, en la cual predomina la solidarité mécanique, de que habla Durkheim, a una más compleja con solidarité organique” (Fals, 1957, 5). Pero en su estudio sobre la comunidad de Saucío, en el municipio de Chocontá, se tropezó con una realidad diferente. Allí todavía imperaban los lazos personales y la identidad de visiones, que hacían que “la solidaridad de las gentes de Saucío pueda considerarse mecánica en el sentido empleado por Durkheim: aunque hay alguna especialización, la personalidad individual es absorbida por la personalidad colectiva” (Fals, 1961, 46).

En los estudios de sociología rural de la época también se emplearon las perspectivas analíticas de los alumnos de Durkheim. En su disertación doctoral en la Universidad de Lovaina sobre el campesino colombiano, el padre Gustavo Pérez Ramírez estudió las pautas de consumo de los colombianos siguiendo las orientaciones de Maurice Halbwachs. Empleando su marco de referencia, Pérez encontró que las necesidades de consumo cambiaban según las clases sociales y los períodos históricos. Un mismo ingreso monetario no tenía idéntico uso según estuviera en manos de un obrero, de un empleado o de un funcionario, y cambiaba “bajo la influencia de la evolución social”. Las clases trabajadoras no distribuyen sus gastos de la misma manera que lo hacían hace treinta años (Pérez, 1959, 105-109).

Durante la década de 1940 hubo otra manifestación de los usos de Durkheim, tanto de manera directa como a través de sus herederos intelectuales. Fue el caso de los trabajos de antropología histórica sobre las funciones de la religión en los pueblos precolombinos. En su estudio de los chibchas, Guillermo Hernández Rodríguez (1906-1990) citó Las formas elementales de la vida religiosa para afirmar la generalidad de las deidades incorpóreas, misteriosas y anónimas en el pensamiento religioso. Aludió, además, a los trabajos de Beuchat, Mauss y Hubert sobre el poder de los jefes militares entre los aztecas, y a las funciones del mito, la magia y el sacrificio en la cosmovisión de los grupos indígenas de la Nueva Granada (Hernández, 1949, 94, 140, 147). Estos mensajes de la etnología durkheimiana se difundieron aún más con la fundación del Instituto Etnológico Nacional en 1941. Su primer director, Paul Rivet, que vivió en el país entre 1941 y 1943, conocía bien los trabajos de la escuela francesa de sociología. Junto con Mauss y Lucien Lévy-Bruhl había creado en 1925 el Instituto de Etnografía de la Universidad de París, una dependencia del Musée de l’Homme donde se formaron los antropólogos galos de los años de 1920 y 1930. En sus claustros, Marcel Mauss emprendió su magisterio etnográfico resumido en el célebre Manuel d’etnographie, una pormenorizada guía con carga analítica para observar, registrar y clasificar en el terreno los fenómenos sociales y culturales15. En los años de residencia en Colombia, Rivet tuvo a su cargo los cursos de antropología general, antropología americana, lingüística americana y, como era de esperar, de orígenes del hombre americano (Uribe, 1996, 69). Su cariño por Mauss y su amigo Lévy-Bruhl fue de toda la vida. A ellos y “a los 5.075 alumnos que han seguido los cursos del Institut d’Ethnologie de Paris” dedicó su libro más célebre, Los orígenes del hombre americano16.

Pero para precisar esta huella teórica y práctica en nuestro medio debemos dar la palabra a los etnólogos. Un estudio de la presencia de la etnografía francesa revelaría la influencia de la escuela durkheimiana en la formación de los primeros antropólogos nacionales y en el análisis de las formas de vida de las comunidades indígenas y campesinas del país.

IV

Después de 1959, la relación de los colombianos con el sociólogo francés fue muy distinta. Con la fundación de los primeros departamentos de sociología su nombre cobró fuerza y su conocimiento ganó en precisión y detalle. La timidez de la lectura y de los usos de la generación anterior se trocó en un estudio más acabado de sus textos y en aplicaciones más conscientes y controladas de su perspectiva teórica. Creció, además, la literatura secundaria sobre su vida y obra, y nuevas traducciones enriquecieron su legado. No se debe olvidar que el libro canónico que sirvió para conocer su pensamiento antes de 1959, Las reglas del método sociológico, vertido al castellano por el infatigable Antonio Ferrer y Robert en 1912, fue usado por generaciones como manual de sociología y como expresión de lo que era o quería ser la ciencia de la sociedad17. El texto era claro, contundente y de tamaño moderado, y sus variados ejemplos –tomados de la propia experiencia de Durkheim como investigador– mostraban una forma concreta y persuasiva de hacer sociología. Otros libros del sociólogo francés apenas se leyeron, aunque estaban disponibles en castellano desde 1910. Recordemos que en 1915 aparecieron sus panfletos sobre la Primera Guerra Mundial, Alemania por encima de todo y ¿Quién ha querido la guerra?; en 1928, El suicidio y La división del trabajo social; y tres años después, El socialismo y Educación y sociología, la compilación de sus principales ensayos de sociología de la educación. En la década de 1940 se conoció el curso sobre La educación moral, y en la de 1950 los trabajos sobre las representaciones individuales y colectivas, la determinación del hecho moral y la discusión de los juicios de valor y los juicios de realidad, compilados bajo el título de Sociología y filosofía (Cataño, 1998). Pero ninguno de estos volúmenes tuvo mayor impacto. Los lectores de El socialismo, por ejemplo, se acercaron a sus páginas no como a una aplicación del enfoque de Durkheim al estudio de las ideas y del pensamiento social, sino como a un libro más que brindaba información útil sobre Saint-Simon y el nacimiento del socialismo.

Los primeros usos de Durkheim durante la década de 1960 siguieron el patrón de T. L. Smith y de Fals Borda. Colombia se urbanizaba aceleradamente y el campo perdía peso en el escenario nacional. La industrialización, la violencia y la emigración de campesinos a las ciudades agitaban al país y sacudían los lazos comunitarios. Camilo Torres (1929-1966), el profesor de sociología urbana del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional, registró este proceso en varios trabajos. Describió las nuevas formas de cooperación en las urbes con creciente división del trabajo y acentuó la declinación de las antiguas solidaridades agrarias, de los terruños donde todos hacían todo y de todo. Era el paso de la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica; ahora unos necesitaban de los demás y nadie era autosuficiente y capaz de valerse por sí mismo (Torres, 1970, 212, 232). Idéntica situación apareció en el trabajo de uno de sus alumnos, Rodrigo Parra, que contenía una meditación sobre la anomia (el desarraigo) en las comunidades rurales que sufrían cambios sociales acelerados (Parra, 1966, 21, 77-78)18.

Estas aplicaciones se extendieron por los terrenos de la sociología de la religión, como fue el caso de Sociedad y religión en Colombia de Benjamin Haddox (1965, 21-23), y por las sendas de la utilidad de la sociología, tan caras al Fals Borda de La subversión en Colombia. Al plantearse la pregunta clásica: ¿para qué el conocimiento?, Fals respondió que lo que interesa no es la ciencia per se, sino su empleo para el bien de la humanidad. Como ilustración, recordó que un sociólogo tan alejado de las controversias políticas como Durkheim, “a quien se presenta en las academias como abanderado del estricto método sociológico”, terminó su gran obra sobre el suicidio con un capítulo sobre las consecuencias prácticas de este reiterado hecho social en la cultura occidental (Fals, 1967, 279). Posiblemente Fals estaba al tanto de que en el prólogo a La división del trabajo social Durkheim había señalado que sus “investigaciones no merecerían la pena si no tuvieran más que un interés especulativo” (ibíd., 34)19.

Una vez establecidas las primeras escuelas de sociología, el acercamiento al sociólogo francés se basó, principalmente, en literatura secundaria. Esto ayudó a precisar sus temas entre profesores y estudiantes: las características de los hechos sociales, las representaciones colectivas, la anomia, los tipos de suicidio, lo sagrado y lo profano, el totemismo, la impronta de la división del trabajo en la sociedad y la definición de sociología como el examen de las instituciones, como el estudio de las creencias y de los modos de conducta instituidos por la colectividad. Los manuales de Harry E. Barnes y Howard Becker, de Pitirim Sorokin, de Nicholas Timasheff y de Don Martindale contribuyeron a fijar esta recepción encapsulada de Durkheim. Pero a finales de la década de 1960 vino la lectura directa de sus obras en seminarios especializados que ocupaban uno o dos semestres de labor académica. Se leyeron con algún detalle La división del trabajo social, El suicidio y la formalización epistemológica de estos libros condensada en Las reglas. Los cursos más audaces merodearon Las formas elementales de la vida religiosa y algunos textos de sociología política. Esta labor docente encontró su apoyo en la editorial Schapire de Buenos Aires que por esos años puso de nuevo en circulación los textos ya conocidos y otros que no se habían traducido al castellano. Entonces se tuvo acceso a Las formas elementales, a las Lecciones de sociología, a Pragmatismo y sociología y a renovadas versiones de Las reglas, La división del trabajo, El suicidio, La educación moral y Educación y sociología. Al lado de esta valiosa bibliografía llegó una creciente literatura secundaria. Se conocieron las biografías intelectuales clásicas de Harry Alpert y Steven Lukes, y las autorizadas exposiciones críticas de Georges Gurvitch, Talcott Parsons, Raymond Aron, Robert Nisbet, Irving Zeitlin, Edward Tiryakian y Anthony Giddens. Algunos de estos textos, como los de Alpert y Gurvitch, existían en el mercado mucho antes de 1959, pero sólo fueron leídos con atención y esmero una vez que el estudio directo de Durkheim ganó la atención de profesores y estudiantes20. Sabemos que la literatura secundaria no reemplaza a las obras originales, especialmente para aquellos sociólogos y sociólogas de mayor vocación intelectual, pero es claro que ayuda a transitar con mayor holgura por los pasajes oscuros de un autor. Aclara las dudas, puntualiza los conceptos, ilustra las fuentes de su pensamiento e indica las situaciones particulares que promovieron su teoría, los problemas que suscitó y los dilemas que intentó resolver. Y esto es un amparo formidable cuando no se cuenta con el auxilio de profesores experimentados o con la posibilidad de frecuentarlos para superar las dificultades.

V

El objetivo latente o manifiesto de los seminarios sobre Durkheim –y de otros autores como Marx, Weber, Parsons y Merton– era la formación de los estudiantes en las fuentes de la sociología y en sus manifestaciones más recientes. Se quería superar el resumen y la lectura holgazana de manuales y libros introductorios, para insistir en el examen de las grandes obras que sellaron la suerte de la sociología moderna. En el caso de Durkheim se buscaba familiarizarlos con la construcción de conceptos, la elaboración de teorías y la contrastación empírica. A diferencia de otros sociólogos de su generación, él mostraba casos concretos de investigación empírica fáciles de seguir y analizar, como en El suicidio, libro que es un excelente ejemplo de sociología en acción, de elaboración de marcos de referencia para iluminar datos dirigidos a explicar el orden y el cambio sociales en las sociedades de nuestros días.

Algo similar ocurrió en el campo pedagógico. Con la apertura de los programas de postgrado en las facultades de educación, surgió un interés por el estudio de los fundamentos sociales de la educación. La Universidad Pedagógica Nacional (UPN) inició este proceso y rápidamente se convirtió en patrón para los demás centros de formación de docentes. En 1976 creó la maestría en investigación socioeducativa, y allí la enseñanza de Durkheim cobró un valor estratégico. No sólo era el fundador de la sociología de la educación, sino también un pensador que había meditado sobre la esencia de la pedagogía y sus relaciones con la sociología y la psicología. A todo ello sumó una investigación de gran alcance sobre los estadios de la pedagogía occidental en su libro póstumo L’évolution pédagogique en France21.

La experiencia de la UPN quedó registrada en una evaluación de la maestría en Investigación Socioeducativa (Cataño, 1989, 125-169). El programa ofreció seminarios sobre la obra “pedagógica” de Durkheim, Weber y Mannheim para estimular la capacidad analítica y la imaginación teórica de los jóvenes investigadores. Se quería abandonar la enseñanza afincada en compendios, muy corriente en las facultades de educación, tradicionalmente alejadas del contacto directo con las grandes tradiciones de pensamiento, y ofrecer un marco de referencia que facilitara la observación del desenvolvimiento de las instituciones educativas en el contexto social. Los objetivos eran bastante ambiciosos:

Los clásicos proporcionan un modelo para el trabajo intelectual y ofrecen un andamiaje conceptual para obtener explicaciones más coherentes de los fenómenos sociales. Previenen contra el parroquialismo intelectual y promueven las discusiones de importancia para el avance del conocimiento. Quien se forma a la sombra de espíritus penetrantes como Émile Durkheim, Max Weber, Georg Simmel, Thorstein Veblen o Karl Mannheim, lleva una marca indeleble que usualmente se expresa en el buen sentido y en el juicio certero. Con diferencias de grado, en estos autores está siempre presente la intención de lo general sin olvidar las singularidades de los fenómenos o, dicho de otra manera, tienen la rara cualidad de extraer conclusiones generales después de adelantar agudos escrutinios de lo particular. La discusión del legado de los clásicos será, por lo tanto, un instrumento creativo para ampliar el contexto y la perspectiva de la investigación social y no un mero adorno retórico para salpicar de erudición los informes de investigación (ibíd., 1989, 166-167).

Estos acentos tuvieron una consecuencia inesperada que reforzó el contacto con Durkheim y las demás figuras del pensamiento social. Dado que buena parte de su obra sobre educación no estaba vertida al castellano, o se había agotado, se emprendió una labor editorial de alguna extensión22. Se volvió a poner en circulación la vieja traducción de los ensayos de Educación y sociología publicada en 1931 en la colección “La Lectura” animada por el pedagogo Lorenzo Luzuriaga23.

Y se emprendieron traslados de textos desconocidos en Hispanoamérica. El más significativo fue Educación y pedagogía: ensayos y controversias, una colección de 14 textos dispersos no compilados hasta ese momento que contribuía a un mejor conocimiento de su obra pedagógica24.

Pero aquí no terminó la labor de traducción, sólo fue el comienzo. El programa editorial de la Asociación Colombiana de Sociología de los años ochenta patrocinó la edición de la tesis complementaria de Durkheim para obtener el doctorado, “Contribución de Montesquieu a la constitución de la ciencia social” (la tesis mayor era La división del trabajo social). Atendiendo al ordenamiento de la edición francesa se incluyó el extenso ensayo “El contrato social de Rousseau”, y con el título Montesquieu y Rousseau: precursores de la sociología (1990) puso a disposición dos importantes trabajos que mostraban una faceta poco conocida de Durkheim25. A estas versiones se sumaron, años después, la sugestiva conferencia de Durkheim “El porvenir de la religión”, traducida por Sonia Muñoz, que acompaña su traslado del opúsculo de Henri Hubert, Breve estudio de la representación del tiempo en la religión y en la magia, y las “Reseñas sobre temas económicos” reunidas por la Revista de Economía Institucional de la Universidad Externado de Colombia en traducción de Alberto Supelano.

Estos ejemplos muestran una modesta pero persistente participación colombiana en la difusión de Durkheim en los campos de la pedagogía, la religión, la economía y la historia del pensamiento social. A ellos se suma, por supuesto, el aprovechamiento de su obra en el terreno. Aquí, sin embargo, no es fácil señalar con seguridad los usos y aplicaciones. Las repetidas lecturas, seminarios y resúmenes ofrecidos en los departamentos de sociología, en las facultades de educación y en los programas de antropología han naturalizado su pensamiento en la mente de los analistas hasta borrarlo de las referencias. Quien use el concepto de solidaridad social, de anomia o de representaciones sociales no tiene necesariamente que citar al autor de El suicidio. Estos conceptos están formalizados en los manuales, en los diccionarios y en las enciclopedias. Hacen parte de la ciencia normal, del vocabulario corriente de los investigadores. ¿Quién se remite a Comte cuando emplea el concepto de dinámica social? ¿Quién recuerda a Plejanov cuando utiliza la expresión materialismo dialéctico? ¿Quién menciona a William Cullen cuando se refiere a la neurosis? ¿Quién cita a Dugald Stewart cuando aplica la noción de historia conjetural? Es la “obliteración por incorporación”, el irónico acto de borrar de la memoria al autor y el origen de una teoría, de un hallazgo o de una idea una vez que hace parte del saber público y del pensamiento común (Merton, 1980, 45). Los usuarios son aquí ladrones honrados, usuarios de un patrimonio común que tuvo un progenitor que sólo recuerdan los lexicones más estrictos o los historiadores de la cultura más esmerados. Mediante esta práctica, buena parte de la ciencia social de nuestros días es durkheimiana sin saberlo: las ideas del sociólogo francés circulan por sus venas sin que sus practicantes tengan conciencia de la fuente de las teorías y conceptos que emplean cotidianamente.

A pesar de los olvidos por anexión y asimilación, se pueden identificar sus huellas en los estudios sobre educación. Una investigación sobre la educación y la estructura social en Colombia partió de la definición durkheimiana de educación –que tiende a identificarse con el concepto de socialización– y se guió por su caracterización de los maestros como portadores de patrones morales y por su enfoque de la influencia de los medios sociales particulares en la dinámica de la educación formal. Para Durkheim, las castas, las clases, los grupos profesionales y los entornos urbanos, pueblerinos y rurales dejan su impronta en las labores escolares, aunque sus instituciones se rijan por normas y reglamentos idénticos. La educación de los patricios –señaló– no es la de los plebeyos, la del bramán no es la del sudra, la del burgués no es la del obrero y la de la ciudad no es la del campo (Cataño, 1989, 13, 43, 68, 89).

VI

Junto a estos usos surgieron las primeras exégesis del pensamiento de Durkheim derivadas de los seminarios de teoría sociológica. Manuel G. Camargo, estudiante de la Universidad Nacional, se graduó con una tesis sobre la sociología del derecho en Durkheim, Weber y Parsons. Con propiedad expuso las funciones del orden jurídico desarrolladas en La división del trabajo social. Para Durkheim –nos dice Camargo– el derecho es una norma de conducta sancionada que expresa necesidades sociales y reposa en la opinión (la conciencia colectiva). Su función es reforzar la solidaridad social hasta convertirse en su símbolo más visible. En las sociedades primitivas, con poca división del trabajo y una uniformidad social muy extendida, prevalece un derecho represivo que termina en la expiación (el castigo), y en las sociedades más evolucionadas, con una complejidad de funciones y diferencias sociales profundas, impera un derecho restitutivo (cooperativo), que busca la reparación de los daños causados (Camargo, 1981, 45-124).

Seis años después, el profesor de sociología rural de la Universidad Nacional, Jaime E. Jaramillo, abordó las tipologías constructivas de organización social –las de Tönnies, Sorokin, Redfield, Parsons y Durkheim– en un volumen que recuerda el orientador libro de John C. McKinney de 1966, Tipología constructiva y teoría social. Jaramillo insistió en la utilidad de la dicotomía solidaridad mecánica-solidaridad orgánica para estudiar los problemas del Tercer Mundo. Volviendo sobre un pasaje de La división del trabajo social (Durkheim, 1967, 247-252), dedicado a la disminución de la fuerza de la tradición a causa del aumento de la población, las migraciones y el crecimiento de las ciudades, ligó las reflexiones durkheimianas –tomadas de la experiencia europea– con el caso latinoamericano. La desintegración de las comunidades rurales y pueblerinas, la quiebra de las costumbres ancestrales, la pérdida de la autoridad de los ancianos, el movimiento de la población hacia las grandes urbes, donde, como recordó Durkheim, “los temperamentos son tan cambiantes que todo lo que proviene del pasado es un poco sospechoso”, marcaron la entrada de los países latinoamericanos a la vida moderna. Es el reino de la solidaridad orgánica, de la integración de unos y otros por la mutua combinación y complementariedad de las funciones especializadas en permanente crecimiento y expansión (Jaramillo, 1987, 153-159).

Las nuevas traducciones de los libros y ensayos de Durkheim sobre historia de las ideas –sus estudios sobre Saint-Simon, Montesquieu, Rousseau y las doctrinas pedagógicas, lo mismo que sus textos de lucha política como “Alemania por encima de todo”: la mentalidad alemana y la guerra – llamaron la atención hacia un campo apenas cultivado por los sociólogos nacionales: el estudio de los pensadores nativos. Estos trabajos ofrecían ejemplos del examen de las ideas como expresión del medio social y cultural y, lo más sugerente, señalaban la incidencia de las ideas en el entorno que las vio nacer y que les sirvió de incitación y estímulo. Para Durkheim, los idearios eran productos sociales y a la vez gérmenes de procesos sociales. En estos tratamientos había una tercera lección no menos significativa. En varios de ellos, los consagrados a Montesquieu y Rousseau especialmente, mostró las bondades de la exégesis interna, de la explicación del autor por el autor. Su lógica era simple. Durkheim tomaba en sus manos una obra –un libro, una teoría, una tradición de pensamiento–, separaba sus elementos constitutivos, definía sus conceptos, su vocabulario y su contenido y a continuación indicaba cómo se relacionaban internamente. Descomponía la teoría objeto de análisis para volverla a armar paso a paso, y en medio de esta delicada labor volvía la mirada a sus antecedentes para establecer los vínculos con el pasado y evaluar los posibles progresos que la teoría entrañaba para el conocimiento o el desarrollo de una disciplina particular (Cataño, 1999, 246-247). Sabemos que esta era una práctica corriente en Durkheim. En una ocasión le manifestó a un amigo: “Si usted desea madurar su pensamiento, entréguese al estudio meticuloso de un gran maestro; desmonte un sistema en sus mecanismos más secretos. Es lo que yo hice y [aquí] mi maestro fue Renouvier” (cit. por Alpert, 1945, 11, y Lukes, 1984, 55).

El uso de esta perspectiva se encuentra en los trabajos de Fernando Uricoechea, profesor de teoría sociológica de la Universidad Nacional. En un texto corto, apresurado y no siempre claro, reseñó su concepción de la vida religiosa y la halló estrecha, paradójica y contradictoria (Uricoechea, 2002a, 25-42). Quería explicar a Durkheim siguiendo la metodología de Durkheim. A su juicio, el sociólogo francés generalizó los rasgos del fenómeno religioso tomando un caso elemental, el sistema totémico australiano, pero “lastimosamente” –escribió– sus conclusiones apenas son válidas para la experiencia australiana. Uricoechea no cree que se puedan hacer generalizaciones desprendidas del cuidadoso escrutinio de un caso particular. ¿No lo hizo Marx para el capitalismo siguiendo la experiencia inglesa? Como en el survey, el análisis basado en encuestas, quiere muestras representativas. A continuación abordó su elaboración conceptual de lo sagrado y lo profano y su postura ante el animismo y el “naturismo” (¿naturalismo?). En el desarrollo de estos temas encontró que su argumentación era precaria, ingeniosa y falaz. Eran elaboraciones meramente racionales, construcciones lógicas y de bufete, de consistencia limitada. En esta labor de destrucción, Uricoechea no le decía al lector qué camino debía tomar para hacerse a una buena teoría de los fenómenos religiosos. A sus ojos, Durkheim lo intentó y fracasó.

En otro texto de mayor extensión, Uricoechea volvió sobre Durkheim para destronar su teoría de la división del trabajo y su concepción de la solidaridad social (2002b, 157-206). Después de una juiciosa exposición de los temas centrales de La división del trabajo social –la conciencia colectiva, la pena y el crimen, el derecho represivo y el derecho restitutivo, la solidaridad mecánica y la solidaridad orgánica, el papel de los grupos profesionales y la noción de función–, que sugiere una atenta lectura de la obra, se enfrenta con sus explicaciones causales. En este terreno encuentra pobres los esfuerzos de Durkheim para explicar los fundamentos de la solidaridad: “carece del rigor metodológico necesario para una comprobación satisfactoria”. Su insistencia en las variaciones concomitantes –la presencia de una asociación entre dos variables cuando la oscilación de una de ellas va acompañada de mutaciones simultáneas en la otra– apenas sugiere el vínculo entre dos variables, pero no que una causa a la otra. Este es otro asunto, dice Uricoechea. No cree, además, que la solidaridad mecánica y la orgánica sean antagónicas: una del pasado, de las sociedades “elementales”, y otra del presente, de las sociedades complejas. Por el contrario, son complementarias, dos tipos ideales que se mueven con libertad y énfasis diferente según las circunstancias. Una y otra están presentes en nuestra sociedad. Hay que reconocer que Uricoechea es un crítico feroz no exento de admiración y aprecio. Sabe que Durkheim es un maestro del que se aprende tanto de sus aciertos como de sus errores. Califica La división del trabajo de “magnífica obra”, y Las formas elementales como la “más hermosa de sus grandes obras” (2002a, 188 y 196)26.

En varias ocasiones, Uricoechea también desafió la concepción durkheimiana de la historia. A su juicio, el francés no mostró interés por las situaciones particulares y los individuos históricos. Su empleo del pasado fue meramente pragmático; lo usó como despensa, como arsenal de datos e informaciones para ilustrar sus generalizaciones sociológicas (1988, 9-10). Parece, sin embargo, que el colombiano no tuvo oportunidad de meditar sobre un volumen poco frecuentado por los sociólogos, pero muy visitado por los educadores cultivados: La evolución pedagógica en Francia. Sus 27 capítulos ofrecen un impresionante fresco del espíritu francés desde Carlomagno hasta finales del siglo XIX. Es una historia analíticamente orientada de los ideales pedagógicos, con personajes e instituciones que cumplen tareas formativas y de crítica social en los campos de la filosofía, la ciencia, la literatura, las artes, la economía, la política y el gobierno. Una creación que muestra lo mejor de la sociología de la cultura de Durkheim y de su manera de operar en el vasto campo de la sociología del conocimiento que tanto ayudó a normalizar.

VII

Del recuento anterior se desprende que la obra de Durkheim y de algunos de sus discípulos tiene un puesto bien ganado en la sociología nacional. Como en toda recepción, las formas de apropiación de un pensador por parte de los analistas sociales, la lectura fue selectiva. En los círculos pedagógicos hubo mayor interés por los ensayos acerca de la función escolar y por libros como La educación moral y La evolución pedagógica en Francia. En los dominios de la antropología, un área todavía por explorar, se dio preferencia a los estudios etnológicos, especialmente a los de sus alumnos27. Los sociólogos tendieron a subrayar los textos canónicos, La división del trabajo, El suicidio y Las reglas. Sospechaban que allí estaba el Durkheim esencial, el que pasó sin mayores dificultades a los manuales de metodología, a las discusiones teóricas y a la lucrativa industria de las introducciones a la sociología. Pero lo que cada una de estas guildas académicas ha ganado en singularidad y hondura, lo ha perdido en integridad y en visión de conjunto. Durkheim desarrolló un esquema general de pensamiento que llevó a los más diversos campos de la reflexión sociológica. Su orientación teórica le sirvió para estudiar los temas religiosos, la división del trabajo, el suicidio, las ideas, la educación, la política, la moral (la cultura) y algunas dimensiones de la vida económica. Era el mismo enfoque para juzgar las más diversas manifestaciones de lo social. Y en esta labor opacó las sociologías rivales de la Francia de su tiempo. ¿Quién recuerda hoy al laborioso doctor Charles Letourneau con trabajos en todos los campos del saber humano?28. Ante la sociología durkheimiana se desvanecieron igualmente Gabriel Tarde, René Worms, el multifacético Gustave Le Bon y los herederos de Frédéric Le Play. Durkheim afirmó una metodología, una lógica de la investigación –unos procedimientos, unos principios y operaciones de razonamiento, una meditación sobre la naturaleza de los conceptos– que hoy hace parte del patrón operativo de las ciencias sociales. Exigió la presencia de datos y teorías que se enriquecieran mutuamente. A ello unió una prosa controlada y suficientemente elástica para sujetar y aprehender la complejidad de lo real. Escribió libros y múltiples ensayos cuya organización interna se impuso en las revistas profesionales. Una caracterización de este género como forma en sociología lo opuso al estilo libre y sin cortapisas de su rival, el alemán Georg Simmel:

[Sus ensayos] exhiben un ordenamiento interno riguroso: un marco de referencia, definiciones precisas, hipótesis, abundancia de datos y búsqueda de conclusiones. Su exposición es coherente y ajena a las digresiones; su lenguaje no se permite libertades estilísticas y su prosa avanza en medio de severos controles de claridad y transparencia. Un razonamiento absorbente y sin tropiezos parece conducir al lector desde los planteamientos iniciales hasta el resultado final (Cataño, 2004, 68-69).

De allí que su huella en Colombia no esté asociada solamente al empleo de sus marcos de referencia en la investigación empírica o en la reflexión teórica, sino también en el entrenamiento de las jóvenes camadas de científicos sociales con vocación empírica, disposición teórica y habilidades aplicadas. Quienes lo han estudiado con algún cuidado saben que “sólo puede influirse eficazmente sobre las cosas en la medida en que se conoce su naturaleza” (Durkheim, 1976, 182). No se puede dirigir bien –por ejemplo– la reforma de un sistema escolar, si no se sabe lo que es y de qué está hecho, cuáles son los conceptos y los grupos profesionales que lo conforman, las necesidades a que responde y las causas que lo llevaron a su estado actual. El rastro de Durkheim no se redujo entonces al salón de clases, al trabajo de campo o a la investigación histórica; también se manifiesta, como lo quería Fals Borda, en los proyectos y en la voluntad de cambio afincados en un saber estricto de lo que se desea transformar. Ambos autores hubieran suscrito sin cortapisas el juicio de Kurt Lewin: “No hay nada tan práctico como una buena teoría” (Lewin, 1978, 161).

Si ello es así, no creemos engañarnos al decir que Durkheim es uno de los clásicos más conocidos y arraigados en nuestro medio. Posiblemente comparta este estatus con Marx y Weber, aunque la recepción de este último es más reciente, más especializada y menos extendida. En el futuro habrá sin duda más estudios sobre su obra y quizá más traducciones. Todavía hay mucho por hacer en este terreno. Sus trabajos juveniles no han sido trasladados al castellano y un cúmulo de ensayos, artículos y recensiones donde abordó las contribuciones de otros autores y se interrogó acerca de los fundamentos de su propia obra espera la mano redentora de los traductores, de esos inveterados y no siempre valorados agentes de la naturalización del pensamiento extranjero. Si un gran pensador no se desliza por nuestra lengua, no arraiga. Como el extranjero de Simmel, es un extraño, un forastero que se desvanece con la misma rapidez con que se vislumbra su silueta en lontananza. Es verdad que un sabio que conozca la lengua original puede acceder a sus secretos sin mayores trabas, pero esto, para la generalidad de los estudiosos y el conjunto de la disciplina, no es suficiente. Tiene que estar cerca, al lado, unido a nuestro idioma para volver sobre él siempre que se lo requiera, y todo ello porque no hay más lengua viva que la lengua en que se vive y se medita. De no ser así el pensador se disipa en la lejanía de lo exótico y nunca se lo percibe como algo propio, familiar y allegado.

Ahora sabemos que este no es el caso del sociólogo francés. Durkheim llegó al país hace más de una centuria para quedarse. El contacto inicial provino de una esporádica relación con el original, pero, sobre todo, de las tempranas traducciones de varias de sus obras que –con los días que unos tras otros conforman la usanza, el hábito y la tradición– afirmaron su nombre en las ciencias sociales nacionales. Sus contribuciones se fueron esparciendo con naturalidad como instrumento de investigación, como guía para la formación de jóvenes analistas y como eventual ejemplo de aplicación de los productos de la ciencia en la promoción del cambio social. Durkheim es nuestro como lo es de Europa, Norteamérica y las demás regiones donde se cultiva con algún decoro la ciencia de Comte.

NOTAS AL PIE

* Palabras pronunciadas en los festejos del sesquicentenario del nacimiento de Émile Durkheim promovidos por el Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 14-18 de abril de 2008.

1. Para dar fuerza y legitimidad a este mensaje de renovación de los estudios históricos, Vergara difundió dos autorizados manifiestos del positivismo historiográfico fin de siècle: publicó una versión compendiada, con aplicaciones al caso colombiano, de la aplaudida Introducción a los estudios históricos de Langlois y Seignobos (Vergara y Velasco, 1907), y una traducción del famoso ensayo La historia de Gabriel Monod, profesor de Durkheim en la Normal Superior. Para mayor información sobre estas labores de difusión de Vergara, ver Cataño (1999, 56-60).

2. De todas formas, quien más se acercó a este ideal en su época fue Diego Mendoza Pérez con el “Ensayo sobre la evolución de la propiedad en Colombia” (1897), un examen del proceso de división de la propiedad rural desde los tiempos coloniales hasta finales del siglo XIX (Mendoza Pérez, 1994, 83-147).

3. Las clases de Ciencias de la Educación fueron publicadas después de la muerte de Durkheim por sus alumnos con los títulos de La educación moral y La evolución de la pedagogía en Francia.

4. La mayoría de los ensayos de Durkheim aparecidos en el Nouveau dictionnaire fueron recogidos más tarde por su discípulo Paul Fauconnet en el opúsculo Educación y sociología, que contiene los materiales fundacionales de la sociología de la educación.

5. “Azevedo introdujo al Brasil la obra de Emilio Durkheim”, escribió años después Montaña Cuéllar en su Sociología americana (1950, 50).

6. Para un examen más completo del curso de sociología de Mendoza, ver Cataño (1999, 73-80). El curso se publicó por primera vez en la revista Externado II, 3-6, julio-agosto de 1936, pp. 233-483.

7. En verdad, el interés de Bermúdez por el analista francés venía de tiempo atrás. En su curso de filosofía del derecho de 1926 se había referido ya a “la moral sociológica de Durkheim”, que considera a la sociedad como una especie de ente trascendental distinto de los individuos que la integran (Bermúdez, 1926, 126).

8. La guía intelectual de estas críticas provenía de Le conflit de la morale et de la sociologie (1911) del sacerdote y político belga Simon Deploige, con quien Durkheim polemizó en varias ocasiones. Bermúdez recomendaba con ahínco la lectura de esta obra “a los estudiantes que deseen informarse de los errores de Durkheim” (Bermúdez, 1931, 88). Por su lado, el sociólogo francés consideraba el libro de Deploige un “pamphlet apologétique” dirigido a exaltar la filosofía social de Tomás de Aquino y a despreciar las contribuciones de la sociología (Durkheim, 1975, 401-407).

9 Es claro que se refería a la unión de los fenómenos religiosos con la organización totémica (el tótem como alma difusa del clan, como fuente primigenia del grupo). El libro de Moret y Davy –de la colección “La Evolución de la Humanidad” dirigida por Henri Berr, un historiador muy cercano a la perspectiva de Durkheim–, apareció tempranamente en español en la editorial Cervantes de Barcelona, en 1925 (la edición francesa era de 1923). Además de Moret y Davy, la colección de Berr difundió trabajos de los durkheimianos Henri Hubert, Marcel Granet y Louis Gernet.

10. El curso de Uribe alcanzó tardíamente la publicación definitiva en las páginas de la revista Estudios de Derecho (1965) de la Universidad de Antioquia, tres años antes de su muerte.

11. Otras conferencias orales y escritas de sus profesores, que tuvieron recibo en las instituciones de educación superior, fueron las de Benigno Mantilla (1956) en la Universidad de Antioquia, las de Abel Naranjo Villegas (1963) en la Universidad del Rosario y las de Eduardo Santa (1968) en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Todas mencionan a Durkheim, pero ninguna supera el resumen estereotipado de su “doctrina” (de sus posturas cerradas con aura de dogma).

12. También debió ser sorpresiva e ininteligible para los lectores de la época, como lo es para la nuestra, la excentricidad erudita de López de Mesa cuando afirmó que existe una “economía social, de fuente francesa, que se inicia con el ginebrino Leonardo Sismondi, y se plantea ruidosamente en 1910 cuando Emilio Durkheim habló en la Sociedad de Economía Política de cosas opinables, con gran escándalo de los especialistas” (López de Mesa, 1939, 30). De hecho existió tal debate, pero no tuvo lugar en 1910 sino en 1908, en la sesión del 4 de abril de la Société d’Économie Politique de París. Y allí no se habló de “economía social”, de programas para poblaciones deprimidas, sino de aspectos sociales y culturales que determinan los comportamientos económicos. Durkheim apuntó que la “opinión” –las creencias, la conciencia colectiva– incide en los procesos económicos. Las adhesiones religiosas limitan o promueven el comercio de ciertos productos. Prohíben, por ejemplo, el consumo del cerdo o aumentan la demanda de pescado algunos días de la semana (Durkheim, 2007, 277-283).

13. No cabe duda de que Fals Borda fue muy generoso al señalar que si bien en 1953 no había entrado de lleno la investigación social empírica al país, sí existía en cambio una amplia gama de esfuerzos teóricos. “Hasta ahora –escribió en su tesis de maestría para la Universidad de Minessota– la sociología no ha salido en escala apreciable fuera de las aulas universitarias, ni se ha dirigido hacia la observación y la medición directa de los fenómenos sociales sobre el terreno. Hasta el presente, las contribuciones de los sociólogos colombianos han sido sobresalientes sólo en el campo teórico” (Fals Borda, 1961, 307). Al observar con algún detenimiento la producción intelectual de la época, se encuentra que en la esfera teórica las penurias eran aún mayores que en el campo empírico. Se debe recordar que en los años treinta la Contraloría General de la República dio los primeros pasos para estabilizar el uso de encuestas y de datos censales en el estudio de los problemas sociales.

14. El nombre de Durkheim también circuló por los medios de la criminología y de los tratadistas del derecho penal. Cabe recordar que el primer traductor de El suicidio, el penalista murciano Mariano Ruiz-Funes, acompañó su versión con un largo estudio sobre la “Etiología del suicidio en España” (1928, I-XXXIX). Siguiendo estos acentos, Cayetano Betancur resaltó –en la sección “Los fundamentos del derecho penal” de su Introducción a la ciencia del derecho– la definición durkheimiana de delito: el “acto que ofende el estado fuerte y definido de la conciencia colectiva” (1953, 39, y Durkheim, 1967, 75).

15. Editado por su alumna Denise Paulme en 1947, y traducido tardíamente al castellano por Ediciones Istmo de Madrid en 1971 y por el Fondo de Cultura Económica de Buenos Aires en 2006.

16. Información sobre la colaboración Rivet-Mauss, y sus afinidades socialistas, se encuentra en Marcel Fournier (2006, 235-238, 276-277, 311-312). Las hipótesis de Rivet –el hombre americano proviene de migraciones asiáticas– fueron muy populares en su tiempo y rápidamente pasaron a los manuales de enseñanza, como fue el caso de la difundida Nueva geografía de Colombia, “obra adaptada al programa oficial de bachillerato”, del español transterrado Pablo Vila (1945, 118-120). Vila (1881-1980), formado en la escuela de Vidal de la Blache, muy cercana a los círculos durkheimianos, colaboró en la edición castellana de la monumental Geografía universal de Vidal y de su “fidèle lieutenant” Lucien Gallois

17. Durkheim conoció la versión de Ferrer y Robert y fue consultado acerca de algunos vocablos de difícil traslado al español. Los shakespearianos recuerdan a Ferrer y Robert por su traducción “simbolista” de Macbeth (1906), y los sociólogos por su divulgación, del francés, de Orígenes y evolución de la familia y de la propiedad de Maxim Kovalevski (autor y libro que tanto ayudaron a Marx y a Engels en sus especulaciones sobre el papel económico y social de las antiguas tierras de comunidad familiar) y, del inglés, de El sexo y la sociedad de William I. Thomas.

18. El tema de la anomia, algo desvanecido en la teoría sociológica actual, ha tenido varios cultivadores nacionales como Víctor Reyes (2004) y Carlos Parales (2004 y 2008), además del alemán Peter Waldmann (2006) con su Guerra civil, terrorismo y anomia social: el caso colombiano en un mundo globalizado.

19. El original francés era aún más enfático: “nous estimerions que nos recherches ne méritent pas une heure de peine si elles ne devaient avoir qu’un intérêt spéculatif” (énfasis añadido).

20. A estos textos se deben añadir las traducciones de los libros y ensayos de los alumnos de Durkheim que extendieron su legado y dieron lugar a la formación de la escuela francesa de sociología. Cabe mencionar, en primer lugar, a sus colaboradores más cercanos, como Marcel Mauss, Henri Hubert, Henri Beuchat, Célestin Bouglé, Georges Davy, Paul Fauconnet y Robert Hertz, que combinaron la investigación sociológica con la etnológica. Junto a ellos hay que recordar, en segundo lugar, a los que llevaron su mensaje a terrenos más lejanos, como el egiptólogo Alexander Moret, el historiador de la cultura griega Louis Gernet, el especialista en la China antigua Marcel Granet y el versátil Maurice Halbwachs, investigador del suicidio, la demografía, las clases sociales y la memoria colectiva.

De los antidurkheimianos hay también varias obras en castellano. Las de Gabriel Tarde, difundidas a finales del siglo XIX y principios del XX, fueron muy populares entre los juristas. Las de Gustave Le Bon atrajeron la atención de los psicólogos y del público culto interesado en el comportamiento de las multitudes. De René Worms hubo pocas traducciones, pero su libro introductorio, La sociología, su naturaleza, su contenido, sus agregados, circuló en los años veinte. De Gaston Richard, sucesor de Durkheim en Burdeos, colaborador de L’Année Sociologique y después “durkheimien apostat” y estrecho colaborador de Worms, sólo se conoció su Pedagogía experimental, de evidente interés para los educadores.

21. Titulado en castellano Historia de la educación y de las doctrinas pedagógicas.

22. Aquí jugó un papel crucial la Revista Colombiana de Educación, fundada en 1978. Tradujo y difundió por primera vez trabajos sobre educación de Max Weber, Thorstein Veblen, Robert E. Park, Basil Bernstein, Pierre Bourdieu y Emmanuel Wallerstein.

23. La edición colombiana de Educación y sociología traía el instructivo prólogo de Talcott Parsons a la versión norteamericana, y rápidamente alcanzó tres ediciones: dos en Bogotá (por las editoriales Babel en 1976 y Linotipo en 1979) y una en México (por la imprenta Colofón, s.f.).

24. Los textos también alcanzaron tres ediciones en poco tiempo. Una en la Revista Colombiana de Educación en 1988, otra en Educación y Pedagogía auspiciada por el ICFES y la UPN en 1990 y, la tercera, la definitiva, en las prensas de la editorial Losada de Buenos Aires en 1998. Estas versiones se deben a Inés Elvira Castaño (1949-2008), estudiante del postgrado en Investigación Socioeducativa y profesora de la UPN. Ella promovió, además, la primera traducción castellana del controvertido ensayo de Durkheim, “La concepción materialista de la historia”, divulgado por la Revista Universidad de Antioquia en 1987, y la mencionada discusión de Durkheim con los economistas, “Debate sobre la economía política y las ciencias sociales”, aparecida en Hojas Económicas de 1997 y en la Revista de Economía Institucional 17 de 2007. A los esfuerzos de difusión en los medios pedagógicos se debe añadir la publicación del folleto ¿Qué es educación?, que ofrece una edición comentada del ensayo “La educación, su naturaleza y su función” a cargo del profesor Rafael Ávila de la UPN (Durkheim, 1988).

25. La traducción estuvo a cargo de Rubén Sierra Mejía, filósofo de formación. Esta edición alcanzó circulación hispanoamericana en 2001 con su inclusión en la colección de obras de Durkheim auspiciadas por la casa Miño y Dávila Editores de Madrid y Buenos Aires. En 1990 el profesor Rodrigo Alzate de la Universidad Nacional tradujo “Los principios de 1789 y la sociología”, para las revistas bogotanas Investigar y Argumentos. El Montesquieu y Rousseau despertó un interés por los ancestros de la sociología, como se indica en “Durkheim y los orígenes de la sociología” de Milcíades Vizcaíno (2006, 129-134).

26. A Uricoechea debemos también un paralelo entre la sociología de la religión de Durkheim y la de Max Weber (1996, 5-24).

27. Aquí se debe evocar la obra de un amigo renuente de Durkheim, su contemporáneo Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939), colaborador de los durkheimianos, cuyas obras sobre la moral, las costumbres y la mentalidad primitiva circularon en español desde los años veinte. Lévy-Bruhl ingresó a l’École Normale Supérieure en 1876, el mismo año que Henri Bergson y Jean Jaurès, y un año antes que Durkheim. A su muerte, Marcel Mauss le dedicó un sentido obituario: “Su obra filosófica y sociológica es grande, su obra de profesor y de propagador no fue menos grande” (1969, III, 564).

28. Nuestro Nicolás Tanco Armero (1830-1890) se sirvió de él en la sonada polémica con Salvador Camacho Roldán sobre el alcance de la sociología. Ver Tanco (1883) y Letourneau (1880)


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