EL SOCIALISMO DEL SIGLO XXI, UNA ALTERNATIVA FACTIBLE?
IS 21ST CENTURY SOCIALISM A FEASIBLE ALTERNATIVE?
Alejandro Agafonow*
Håvard Haarstad**
*Doctor en Economía Política, miembro de Outline on Political Economy, Bergen, Noruega, [a.agafonow@gmail.com].
**Magíster en Geografía, investigador de la Universidad de Bergen, Noruega, [havard.haarstad@geog.uib.no]. Fecha de recepción: 7 de marzo de 2008, fecha de modificación: 13 de enero de 2009, fecha de aceptación: 2 de julio de 2009.
RESUMEN
[Palabras clave: socialismo, mercado, planificación, marxismo; JEL: P21, P27]
Este escrito hace un análisis crítico de una de las fuentes del socialismo del siglo XXI. Los regímenes socialistas del siglo XX distorsionaron el modelo teórico marxista, en parte debido a la imposibilidad del cálculo económico en el sistema socialista centralizado. Allin Cottrell y Paul Cockshott sostienen que esta imposibilidad se puede superar con el uso de computadores y la tecnología de Internet. El artículo critica algunos aspectos económicos y políticos de su propuesta. La crítica de los aspectos económicos se inspira en el socialismo de mercado, mientras que la de los aspectos políticos se desarrolla a partir de los debates sobre el liberalismo político o igualitario.
ABSTRACT
[Keywords: socialism, market, planning, Marxism; JEL: P21, P27]
The purpose of this work is to contribute to a critical analysis of what has been called 21 st century socialism. Socialist regimes of the 20 th century distorted the theoretical Marxian economic model partly because of the impossibility of socialist economic calculation. Allin Cottrell and Paul Cockshott argue that in the 21 st century Socialism, supported by several political parties, social movements and some Latin-American governments, the impossibility of economic calculation can be overcome by the use of computers and Internet. In this paper we offer criticism of economic and political aspects of Cottrell and Cockshott’s theoretical design. Our discussion of the economic aspects is inspired by market socialism, while our discussion of political aspects draws on debates surrounding political or egalitarian liberalism.
El propósito de este escrito es contribuir al análisis crítico del socialismo del siglo XXI, término acuñado por algunos partidos políticos, movimientos sociales y gobiernos latinoamericanos. En vez de señalar las contradicciones de sus partidarios, analiza la teoría económica y política de este modelo socialista. En su manifiesto constitutivo, la Unión Latinoamericana por la Democracia Participativa esbozó algunas ideas que dan unidad teórica y doctrinal a su ideario, y cita algunos textos como principales referencias teóricas1, entre ellas el libro Towards a New Socialism, de Allin Cottrell y Paul Cockshott que, junto al artículo que se publicó en el número 19 de esta revista y otras obras que comentaremos, es a nuestro juicio una de las empresas teórica más sólidas sobre la organización de este nuevo socialismo de inspiración marxista.
Los marxistas evadieron durante muchos años la definición concreta de un modelo, movidos por la hostilidad de Marx y Engels hacia el socialismo utópico. Como dice Huerta de Soto (2005, 167), uno de los críticos del socialismo más destacados en lengua castellana, Karl Kautsky, espoleado por la crítica, violó el acuerdo tácito de no tratar aspectos concretos de la futura organización socialista en On the Morrow of the Social Revolution2. No obstante, en el siglo XX la vocación constructiva del socialismo utópico fue heredada por una corriente no marxista, el socialismo de mercado, que presentó alternativas económicamente factibles distintas del capitalismo. Aquí nos limitamos a analizar la obra de Cottrell y Cockshott.
Primero se presentan las ideas de estos dos autores y luego se critica su modelo socialista. En la primera parte, que se divide en tres secciones, se examinan su dimensión económica y las fórmulas institucionales que proponen para superar la imposibilidad del cálculo económico en ausencia de un mercado de factores de producción, retomando la controversia iniciada por Ludwig von Mises en 1920. Además, señalamos una consecuencia inesperada de su refutación implícita de uno de los pilares de la teoría del valor trabajo. En la segunda parte se considera su dimensión política y se señalan tres problemas que Cottrell y Cockshott han descuidado, con la esperanza de que refinen su propuesta: el de la sociedad civil, el de la estructuración y el de la participación informada.
LA TESIS DE LA IMPOSIBILIDAD DE VON MISES
A pesar de que el socialismo real del siglo XX se caracterizó por una fuerte centralización en la asignación de los recursos y excluyó la libre elección de proveedores en un ambiente de rivalidad comercial, la libertad para competir en el comercio exterior, la exportación de capital y el mercado bursátil,3 Robbins (1938, 203-204) juzgó que no había razones para que las unidades productivas no se pudieran dirigir con algún grado de eficiencia técnica y, en vez de considerar que era imposible, se preguntó si el socialismo usaba los recursos de manera más eficiente que si se usaran de otra manera. Hoy sabemos que el uso de los recursos en las economías mixtas es más eficiente que en el socialismo real y que éste se erigió gracias a que sus fundadores se distanciaron del modelo económico marxiano original, en el que era imposible el cálculo económico.
La tesis de la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo fue expuesta por Boris Brutzkus, Ludwig von Mises y Max Weber4, aunque von Mises desarrolló el argumento hasta extremos desconocidos antes de 1920, cuando las observaciones de Enrico Barone y Vilfredo Pareto sobre la incapacidad de un planificador central para resolver el sistema de ecuaciones de una economía extensa eran la norma. Von Mises negó que el planificador socialista pudiera llevar a cabo cualquier actividad económica sin ayuda de una unidad de cuenta, como el dinero en las economías de mercado. La infinidad de recursos heterogéneos desbordaba la capacidad de una sola mente para determinar las combinaciones más provechosas. Cuando las decisiones económicas van más allá de los límites de una granja familiar, sin mercado y sin dinero no se pueden registrar las variaciones de recursos a través de las largas y complejas cadenas de producción, para determinar si una inversión consume o no recursos excesivos. El blanco de esta observación era la economía natural o en especie, defendida por los marxistas que pretendían suprimir el dinero y usar los recursos sin mediación de una unidad de cuenta, entre quienes el más destacado era Otto Neurath.
Aunque von Mises sugirió que era posible considerar el tiempo de trabajo como unidad de cuenta5, objetaba la contabilidad en tiempo de trabajo, una opción que sugerían algunos escritos de Marx y Engels6. Una de sus objeciones era que la dimensión temporal del trabajo ocultaba las calidades del trabajo sustantivo ejecutado efectivamente, mientras que los precios de mercado sí captaban las diferencias a través de la utilidad que los bienes y servicios proporcionaban al consumidor. Aunque Marx (2000, 146-148) distinguía entre trabajo simple y complejo para referirse al trabajo no calificado y calificado, las diferencias introducidas para efectos contables nunca podrían dar cuenta de las infinitas diferencias en el trabajo sustantivo. Otra objeción se refería a la tasación de los bienes no reproducibles por el trabajo humano, es decir, a los recursos naturales. Cuando estos se tasan en el mercado, su consumo se reduce de acuerdo con su escasez relativa, imputando un precio mayor cuando ésta aumenta. Pero la tasación en tiempo de trabajo no restringiría adecuadamente el consumo de recursos naturales porque el trabajo humano no interviene en su producción directa sino en su procesamiento. A lo sumo, el rendimiento decreciente del trabajo, que depende de las condiciones naturales de explotación, contribuiría a frenar el consumo de bienes no reproducibles7.
El socialismo real no combinó los recursos productivos en busca de las fórmulas más provechosas sin una unidad de cuenta, como en una economía natural, ni adoptó el tiempo de trabajo como unidad de cuenta, como en una economía con contabilidad en tiempo de trabajo. Aunque altamente centralizado, recurrió en parte al mercado para corregir los errores de la administración central en la asignación de bienes de consumo, gracias al menudeo entre consumidores; para administrar parte de los factores de producción, como la tierra, que estaban fuera del control del plan central; y para la apropiación privada de parte del producto generado por el trabajo autónomo y el uso independiente de la tierra. Además, las relaciones entre unidades productivas dentro de los circuitos oficiales eran mercantiles, es decir, mediadas por dinero. La economía natural era simplemente imposible8; la contabilidad en tiempo de trabajo, más allá de las limitaciones señaladas por von Mises, enfrentaba los problemas de información y disposición del conocimiento que señalaron Barone y Pareto, cuyo planteamiento refinaron en la década de 1930 Lionel Robbins y Friedrich Hayek desde el punto de vista austro-liberal, y Henry D. Dickinson desde el punto de vista liberal-socialista.
Pero antes de esos refinamientos otros economistas se sumaron a Pareto y Barone para señalar diversos problemas de la contabilidad en tiempo de trabajo. Este tipo de economía requiere un registro minucioso del tiempo que dedica cada trabajador a cada actividad productiva, a lo largo de intrincadas y prolongadas cadenas de producción antes de llegar al producto final, y del trabajo acumulado en factores de producción que se usan en alguna etapa del proceso, y que se deprecian en la producción de bienes intermedios transfiriendo tiempo de trabajo cristalizado. Además, los consumidores recibirían los productos finales a cambio de un cupón o vale de trabajo que obtendrían luego de proporcionar su fuerza de trabajo a la comunidad.
Para organizar la economía con base en estas premisas se requiere superar al menos tres obstáculos: elaborar una fórmula factible para corregir el plan de producción a partir de las preferencias reales de los consumidores; elaborar una fórmula para evitar que los bienes tasados por sus costos en trabajo queden ociosos cuando el sacrificio marginal de vales de trabajo exceda la utilidad marginal que obtienen los consumidores, o se formen colas o listas de espera para adquirir bienes escasos cuando la utilidad marginal de los consumidores excede e l sacrificio marginal de vales de trabajo; y capacidad para resolver el sistema de ecuaciones de la gigantesca hoja de cálculo de la economía socialista: la tabla de insumo-producto. La obra de Allin Cottrell y Paul Cockshott es una de las iniciativas contemporáneas más ambiciosas para superar estos tres obstáculos.
LA TRIPLE OBJECIÓN AL CÁLCULO EN TIEMPO DE TRABAJO
La objeción Brutzkus-Halm-Pareto (Agafonow, 2008) comienza con la observación de que el tiempo de trabajo socialmente necesario – las condiciones normales (medias) de producción, independientemente de las diferencias entre trabajo simple y complejo– no tiene relación con la utilidad que una mercancía puede proporcionar al consumidor. Marx era consciente de ello9., y Brutzkus (1935, 73) señaló que la teoría del valor trabajo carecía de criterios para canalizar el trabajo socialmente necesario hacia la producción de bienes aprobados por los consumidores. En la economía centralmente planificada, este vacío se intentó llenar con el juicio del planificador. Cottrell y Cockshott (2003, 13; 2008, 175, y s.f., 5) reconocen el problema y proponen resolverlo organizando un mercado que permita la libre demanda de bienes de consumo y la formación de precios que sirvan como índice del grado de escasez. A diferencia de Maurice Dobb (1970), que también propuso ese índice pero usando dinero como unidad de cuenta, y de Oskar Lange (1970), que propuso fijar los precios de acuerdo con los costos marginales de producción, Cottrell y Cockshott proponen usar cupones o vales de trabajo.
Esto nos lleva a la objeción de Halm (1975, 160): “Los bienes producidos con ayuda del capital no se pueden vender solamente por sus costos de trabajo por la simple razón de que si fueran vendidos a este precio la demanda de bienes de capital excedería con creces la oferta disponible”. Esto sucedería en el caso de bienes muy escasos, cuyo contenido en trabajo sería insuficiente para restringir su demanda y evitar las colas o listas de espera. Sucedería lo contrario en el caso de bienes menos escasos, pero cuyo contenido en trabajo obligue a imputar precios muy altos en vales de trabajo que pocos consumidores estén dispuestos a pagar, ya que el sacrificio marginal de vales no sería compensado por la utilidad que el bien les proporciona. En este caso aparecerían inventarios que no se pueden liquidar y, en general, una economía desbalanceada. Esta diferencia entre el contenido de trabajo y el precio fijado por la oferta y la demanda es una consecuencia de que en una economía donde la prueba última de la utilidad de los bienes es el juicio de los consumidores nunca se puede alcanzar un equilibrio marxiano.
La tesis de que el trabajo es la fuente de valor que determina los precios se basa en la falsa hipótesis de que se alcanza un equilibrio cuando se forma un precio natural ajeno a las plusvalías extraordinarias que algunas unidades productivas pueden obtener con innovaciones a la producción (Marx, 2000, 255-256 y 450). Según esta tesis, la competencia permite generalizar los métodos de producción hasta el punto en que nadie obtiene beneficios extraordinarios; en este ficticio punto estacionario se acaban las oscilaciones de precios; la oferta y la demanda no explican nada y el valor individual de las mercancías coincide con su valor social. Un correlato de este equilibrio es que el trabajo es “el centro de gravitación en torno al cual giran sus precios” (ibíd., 2000b, 182) y que el contenido en trabajo de las mercancías determina los precios de mercado. Este hecho quedaría demostrado cuando se alcanza el punto estacionario. Pero este modelo depende del falso supuesto de una función de producción en la que los costos varían en una dirección preestablecida mientras se generalizan los métodos de producción, una dirección cuyo destino final sería un estado de equilibrio donde el cambio tecnológico cesaría. Las desviaciones entre los precios y las cantidades de tiempo de trabajo serían señales de error social (Wright, 2008, 384).
Esta tesis es objetable en una economía de mercado y es refutada por el hecho de que ni siquiera es aplicable a una economía de contabilidad en tiempo de trabajo que permita la libre elección de los consumidores, como la que proponen Cottrell y Cockshott. Si la tesis de la gravitación de los precios en torno al trabajo fuera cierta, no deberíamos preocuparnos por las diferencias entre los precios y el tiempo de trabajo ni por los desbalances que ya hemos señalado; los precios de desequilibrio coincidirían naturalmente en algún momento con el tiempo de trabajo que contienen las mercancías. Pero esto no es posible porque en una economía de mercado lo que Wright percibe como un error es la norma, debido a la fuente primaria del valor que precede al tiempo de trabajo: las preferencias de los consumidores a las que intenta anticiparse la acción especulativa del empresario. En la economía que proponen Cottrell y Cockshott el empresario desaparece, y lo que precede al tiempo de trabajo es la preferencia pura sujeta a los cambios de gustos y a la maduración del individuo.
Su solución a esta objeción se basa en la obra de Stanislav G. Strumilin (1946), quien sostuvo que a largo plazo la razón precio/valor en trabajo debería ser igual a 1, es decir, que los precios y el tiempo de trabajo debían coincidir. Según Cottrell y Cockshott esto no lo produce espontáneamente la fuerza gravitacional del trabajo sino un planificador central que reasigne deliberadamente el trabajo a la producción de aquellos bienes que los cambios de preferencias indican que son más valiosos o deseados10. Paradójicamente, Cottrell y Cockshott parecen apoyar así la idea de que el trabajo es el centro de gravitación de los precios, sin advertir que contradice la función que cumpliría su planificador. Los estudios empíricos que supuestamente demuestran esta tesis (conocida como el problema de la transformación) se basan en una función de producción en equilibrio imaginada a posteriori. Si esa idea fuese cierta, la función del planificador central consistiría en no planificar en absoluto sino limitarse a contemplar cómo la fuerza gravitacional del trabajo elimina la diferencia entre el contenido de trabajo de un producto y su precio, y hace igual a 1 la razón precio/valor, en un mundo donde las preferencias de los consumidores no cambian. Pero Cottrell y Cokshott (2003, 12-13 y 2008, 175-176; 1993, 105-106) dan un papel muy distinto a su planificador; de ahí su contradicción:
La idea central es que el plan exige producir un vector específico de bienes de consumo final, y éstos son marcados con su contenido de trabajo social. Si la oferta y la demanda planeadas llegan a coincidir cuando el precio de los bienes individuales se fija de acuerdo con el valor en trabajo, el sistema ya está en equilibrio. Pero esto es poco probable en una economía dinámica. Si la oferta y la demanda difieren, la “autoridad de mercadeo” de los bienes de consumo debe ajustar los precios para lograr (aproximadamente) un equilibrio de corto plazo, es decir, debe aumentar los precios de los bienes cuya oferta es baja y reducir los precios donde hay excedentes11. En la siguiente etapa, los planificadores examinan las relaciones de precios de equilibrio del mercado y el valor en trabajo de los diversos bienes de consumo (estas dos magnitudes se expresan en horas de trabajo; el contenido de trabajo en un caso y las etiquetas de trabajo en el otro). Siguiendo la concepción de Strumilin, estas relaciones deberían ser iguales (e iguales a 1) en el equilibrio de largo plazo. Por consiguiente, el plan de bienes de consumo del período siguiente debería exigir un aumento de la producción de los bienes cuya relación precio/valor es mayor que el promedio y reducir la de aquellos cuya relación es inferior al promedio.
La tercera objeción fue planteada por Pareto hace un siglo, quien señaló que en el caso de 100 individuos y 700 productos habría que resolver un sistema de 70.699 ecuaciones, tarea que sobrepasaba nuestra capacidad de análisis algebraico (1945, 178). El problema es mucho mayor en una economía de varios millones de individuos y productos. A este respecto y refiriéndose al socialismo marxista, Wieser comentó: “En mi opinión, en todo el curso de la historia, nunca se ha contemplado un cambio más importante en el orden social que el que ahora se desea en la vida económica, y nunca se han pensado los planes de cambio de manera más imperfecta” (1956, 65). Por su parte, Dieterich argumenta que la inviabilidad de este socialismo fue parte de la tragedia de un modo de producción que nació antes de tiempo12. De manera que no serviría superar las dos objeciones anteriores sin tener suficiente capacidad de análisis algebraico, objeción en la que reposa en última instancia la imposibilidad del socialismo del siglo XXI.
¿Cuánto tiempo tomaría hoy resolver un sistema de ecuaciones de una economía de 10 millones de productos? Las simulaciones de Cottrell y Cockshott indican que con el método de eliminación de Gauss y el uso de superordenadores (como los japoneses Fujitsu VP200 o Hitachi S810/20) se necesitarían 10 11 segundos, más de 3.000 años, pero que la solución se puede obtener en pocos minutos con técnicas numéricas iterativas que transforman la tabla de insumo-producto en vectores que suprimen las entradas nulas de la tabla, debido a que gran parte de los productos sólo requieren decenas o centenas de insumos y no millones.
¿Cuál ha sido la reacción de los austro-liberales? En la literatura anglosajona la recepción del trabajo de Cottrell y Cockshott ha sido tímida, aunque en The Quarterly Journal of Austrian Economics aparece el siguiente juicio: “C&C, creo yo, han mostrado que la planificación socialista es posible. Este es un feliz resultado. Después de todo, ¿quién se regocijaría con el descubrimiento de una inherente incapacidad humana?” (Brewster, 2004, 69)13. Además, el debate sobre la deshomogeneización entre Hayek y von Mises produjo una fractura en el pensamiento austro-liberal, que llevó a los seguidores de von Mises a renegar de Hayek porque no puso el acento en la propiedad privada sino en las propiedades coordinativas del conocimiento público que acarrean los precios, lo que deja abierta la posibilidad de que las tecnologías de computación superen la incapacidad para controlar centralmente los precios y coordinar a los productores independientes14.
En España, Latinoamérica y Portugal, los austro-liberales desconocen el trabajo de Cottrell y Cockshott, con excepción de Barbieri (2004, 271), que los incluye erróneamente entre los socialistas de mercado. Este error puede obedecer a dos razones. Primera, a la nociva influencia centralizadora de Oskar Lange, que distrajo la atención del trabajo más maduro de Henry D. Dickinson y de otros liberal-socialistas que elaboraron modelos descentralizados y que llevó a muchos teóricos a atribuir al socialismo de mercado un grado de centralización característico del socialismo de planificación central, como Huerta de S. (2005), Pontón (1987) y Vázquez (1993)15. Segunda, a la confusión que puede provocar la inclinación marxista de Lange, que hace olvidar que su socialismo neoclásico se basa en la teoría subjetiva del valor. Él restringió la utilidad del marxismo al plano sociológico y argumentó que en economía es irrenunciable recurrir a la teoría subjetiva del valor (Lange, 1935 y 1945).
LA FALSA TESIS DE LA SATISFACCIÓN “POST-FESTUM”
Casi cien años después de haber advertido los límites de la capacidad de análisis algebraico, se ha hecho factible un modelo de economía de contabilidad en tiempo de trabajo que satisface las premisas marxianas y permite el uso coherente del tiempo de trabajo como unidad de cuenta en la contabilización de la variación de los recursos sociales. Hoy el cálculo económico es común a diversos modelos, desde las economías colectivas bajo control unificado, como el socialismo de Cottrell y Cockshott, hasta las economías de mercado capitalista y socialista, pasando por las economías domésticas en las que se producen individualmente bienes no destinados al mercado. No obstante, aunque sea posible el cálculo económico en el socialismo marxista, eso no significa que éste pueda asignar los recursos más eficientemente que el capitalismo o el socialismo de mercado, pues la propuesta de Cottrell y Cockshott suprime la descentralización en las decisiones de inversión y la rivalidad entre unidades productivas para ganarse la aprobación de los consumidores ofreciéndoles productos mejor adaptados a sus necesidades. Sólo el marco institucional del ficticio capitalismo puro que proponen los austro-liberales y de las economías mixtas –de las que el socialismo de mercado es un caso particular– puede resolver el problema dinámico de comparar un método de producción con métodos que aún no existen y cuyo descubrimiento es inducido por la competencia16.
Además, este nuevo socialismo refuta la tesis de la superfluidad del rodeo de los precios (Marx, 1977, 101), tesis que la mayoría de los autores marxistas aún apoyan17, porque sostienen que el mercado relega a segundo plano la satisfacción de las necesidades y orienta la producción a la consecución de beneficios privados. Así, las necesidades sociales son un objetivo secundario y la producción adquiere un carácter social post-festum. Una vez disminuyeran las desigualdades de ingreso, y si lo precios de mercado no fueran una señal apropiada de las preferencias de los individuos, dado que el tiempo de trabajo no guardara la menor relación con la capacidad de un producto para proporcionar satisfacción, estaríamos obligados a confiar en el juicio del planificador central acerca de lo que juzga mejor para cada individuo. Además, si sólo tasáramos los productos por su contenido en trabajo, sería válida la objeción de Georg Halm y el resultado sería una economía con grandes listas de espera e inventarios que no se pueden liquidar.
La tesis de la superfluidad del rodeo de los precios se derrumba porque para elaborar un modelo factible de cálculo económico Cottrell y Cockshott deben reconocer que las preferencias de los consumidores sólo se pueden tener en cuenta a posteriori (1993, 54-56; 2003, 13, y 2008, 176), aunque confían en que se puede diseñar un algoritmo equilibrador que prediga el tiempo de trabajo que requerirán los bienes finales. No obstante, esta capacidad de predicción siempre estará limitada por la estabilidad de las preferencias, que no se cumple estrictamente, y desear lo contrario sería como amputarse un pie para no desgastar uno de los calcetines18. Los precios que se forman en el mercado de consumo permiten corregir el plan central y determinar los valores en tiempo de trabajo, de ahí que los precios sean el centro de gravitación de los valores trabajo y no al revés, como creía Marx y creen los economistas que suscriben la teoría del valor trabajo, entre ellos, paradójicamente, Cottrell y Cockshott. Si sólo podemos satisfacer post-festum las necesidades sociales, ¿qué sentido tiene la contabilidad en tiempo de trabajo? Invirtiendo el aforismo marxista, podemos decir: “no demos el rodeo del valor trabajo; dejemos funcionar al mercado” (Agafonow, 2008).
Hoy tenemos un rico conocimiento, obtenido a través de la investigación y la experimentación en economías mixtas, sobre el funcionamiento del mercado capitalista y las enmiendas que requiere para implementar modelos de cuasi-mercado que subsanen sus deficiencias y preserven sus virtudes dinámicas poniéndolas al servicio de una sociedad democrática. Dos de los modelos de cuasi-mercado más ambiciosos son el mecanismo positivo de precios, que mantiene las ganancias como indicador del éxito de la empresa socialista en la provisión de bienes que satisfagan las preferencias más urgentes, y el mecanismo preceptivo de precios, que tasa los bienes según sus costos marginales y permite ampliar al máximo la escala de producción consistente con la escasez relativa y las libres preferencias de los consumidores, donde el indicador del éxito de la empresa socialista es el volumen de producción material efectivamente liquidado19. Estas alternativas de socialismo de mercado enfrentan el reto que Ovejero planteó al pensamiento de izquierda: “asegurar la coordinación sin que ello aliente un tipo de conductas que hacen imposibles las condiciones cívicas necesarias” (1999, 30).
EL PROGRAMA CONSTITUCIONAL MARXISTA
En esta sección discutimos algunos temas relacionados con la dimensión política de la propuesta de Cottrell y Cockshott. Ellos tienen razón en su escepticismo ante la democracia representativa, y en que “solamente cuando la distinción entre gobernante y gobernado es abolida, cuando las masas por sí mismas decidan las cuestiones más importantes mediante instituciones de democracia participativa, el secreto totalitario alojado en el corazón del socialismo dejará de ser una contradicción” (2004, 14). Su solución es usar nuevas tecnologías en la votación directa de los planes económicos. Nuestra preocupación es que quizá así no se democratice la sociedad y que el nuevo socialismo padezca los mismos problemas que afectan a la democracia representativa.
En el artículo que se publicó en el número anterior de esta revista, Cottrell y Cockshott sostienen que el movimiento socialista nunca ha desarrollado un programa constitucional correcto y que ha aceptado la idea errónea de que las elecciones son un mecanismo democrático. Como solución proponen usar Internet para avanzar hacia la democracia directa y restaurar el significado original de la democracia de la antigua sociedad griega, donde los ciudadanos votaban directamente las políticas concretas y el gobierno las ejecutaba. Según ellos, este significado original se podría restaurar usando computadores conectados a Internet para votar los planes de desarrollo y los presupuestos que proponen los partidos políticos rivales. Los planes sectoriales se ejecutarían bajo supervisión de comités compuestos por miembros elegidos entre “todos los que tienen un interés legítimo en el asunto”.
Esa propuesta resuelve algunos problemas prácticos de la planificación en una economía de contabilidad en tiempo de trabajo, y considera apropiadamente la descentralización y la democratización de las decisiones políticas. Con todo, aún quedan por resolver algunos de los principales problemas de esta forma de democracia representativa marxista, pues Cottrell y Cockshott no logran deshacerse de los mecanismos de representación política inevitables en sociedades muy numerosas. Por ejemplo, proponen que los programas de televisión, en los que un público representativo debate en el estudio asuntos de actualidad, “después de lo cual la audiencia [...] puede votar por teléfono”, puede ser una vía para quitar “el poder de las manos de la clase política actual” (2002, 4-5). Nos preocupa que el voto electrónico y los debates televisados no descentralicen realmente el poder que hoy ejercen la clase política y su contraparte económica a través de canales democráticos formales. Las relaciones de poder en las democracias representativas son más complejas de lo que supone este tipo de propuestas.
A continuación discutimos tres problemas políticos que se omiten en el esquema de Cottrell y Cockshott –el de la sociedad civil, el de la estructuración y el de la participación informada–, con el propósito de complementar su propuesta.
En lo que respecta al primero, muestran muy bien cómo negociar o mediar entre antagonismos económicos, y se podría pensar que ése es su objetivo principal. Su propuesta considera implícitamente antagonismos económicos fundamentales para entender la sociedad, como es común en el pensamiento marxista. La votación por Internet organiza la participación en la planificación económica. Pero la democracia radical también se debe extender a otras esferas sociales. Y cabe preguntar cómo se negociarían otros tipos de antagonismo, como los de género, sexualidad y etnicidad. Es posible, por supuesto, que en condiciones más democráticas y libres de las jerarquías de poder estos conflictos se solucionen por sí mismos. En Towards a New Socialism, definen algunos principios de vida comunal cuyo propósito es “romper la división sexual del trabajo”. Pero esta solución no proporciona los medios institucionales para el reconocimiento explícito y la representación de grupos oprimidos como los que menciona Iris Young (1989), quien argumenta que el ideal del bien común en las democracias institucionalizadas y en la política pública debe contemplar medidas para integrar a los grupos marginados. “Necesitamos una ciudadanía diferente y una heterogeneidad pública”. Si aceptamos su argumento, la ruptura de la división social del trabajo sólo es parte de la solución.
Se puede pensar que los antagonismos no económicos están subordinados al antagonismo económico. Pero se ha argumentado de manera convincente que la política marxista tradicional ha funcionado como una estructura de poder que mantiene o profundiza la opresión no económica. El geógrafo marxista David Harvey (1989) admite que, en su tratamiento de cuestiones de raza, género, pueblos colonizados, minorías, cuestiones ecológicas y ascéticas, la política marxista fue pasiva en el mejor de los casos y reaccionaria en el peor. Gibson-Graham (2006a y 2006b) argumenta que el pensamiento marxista tradicional concibe el trabajo y la economía como fuentes de identidad (una de ellas es pertenecer a la clase trabajadora, si bien hay otras como la de ser mujer o ser latino), pero la democracia es más que democracia económica, y esto se omite en la propuesta de Cottrell y Cockshott. Una política emancipatoria debe partir de una concepción más amplia de lo que significa una sociedad democrática.
Toda sociedad compleja con instituciones razonablemente libres desarrolla una sociedad civil y una esfera pública donde compiten visiones del mundo diferentes y conflictivas (o “doctrinas comprensivas” en sentido rawlsiano), mediante el poder discursivo y argumentos racionales que promueven su punto de vista particular. Habermas (1989) define la “esfera pública” como el dominio de la vida social en el que se forma la opinión pública. Toda propuesta de democracia radical debe contemplar la posibilidad de que surjan otras subjetividades políticas colectivas (Haarstad, 2007), distintas de los sujetos de clase, e incidan en el proyecto revolucionario. Así ha sucedido en las sociedades occidentales, lo que nos lleva a cuestionar la viabilidad de un proyecto revolucionario basado únicamente en antagonismos económicos. En concordancia con Hardt y Negri (2000 y 2004), imaginamos la democracia radical como un proyecto revolucionario que acoge un amplio rango de subjetividades políticas. El proyecto teórico de Hardt y Negri, al abrigo de lo que se puede llamar post-marxismo, se apoya en el concepto de multitud para entender la democracia como un proyecto revolucionario que reúne una amplia gama de luchas contra la opresión. Este concepto tiene la ventaja de que agrupa numerosas diferencias –clase, género, etnicidad, etc.– que no son captadas fácilmente por categorías simples como “clase trabajadora” o “pueblo” y que, por tanto, no se pueden integrar mediante un sistema de votación electrónica de planes económicos.
Haarstad (2007) usa el concepto de subjetividad política colectiva para desarrollar un marco teórico que evite caer en las trampas del esencialismo. Es decir, para conceptualizar la acción política sin suponer que los sujetos políticos sólo suscriben una forma de subjetividad política (por ejemplo, de clase o de género). Esto puede contribuir a un proyecto de democracia económica abierto a subjetividades políticas diferentes y no sólo al “pueblo”, la principal subjetividad política que tratan Cottrell y Cockshott. Un proyecto de democracia radical (no sólo económica) consideraría el desarrollo de instituciones que también politicen las relaciones no económicas; por ejemplo, ¿cómo afectaría un plan económico las relaciones de género o las relaciones étnicas? Es obvio que estos aspectos no se pueden incluir en una tabla de insumo-producto, independientemente de la capacidad de cálculo. Se debe desarrollar entonces una concepción más profunda de democracia, punto que trataremos en relación con el problema de la estructuración.
En términos simples, nos preocupa que su propuesta asuma de antemano una estructuración ambiciosa de las relaciones sociales, antes de dar paso a la participación democrática. Estamos de acuerdo en que el marxismo no ha desarrollado un programa constitucional correcto. Pero disentimos en el grado en que la participación democrática debe estructurar este programa. Su propuesta especifica la estructura de este programa constitucional. El problema es si este programa particular ganaría legitimidad democrática o si se configuraría mediante argumentos racionales en la esfera pública. No queda claro si sería sometido al debate público antes de su implementación. En una democracia económica los ciudadanos no sólo deben contribuir a los planes económicos una vez se haya establecido la estructura básica de la sociedad. La contribución democrática es también necesaria para decidir o configurar la estructura de la sociedad en que se elaboran los planes económicos. Los ciudadanos no sólo deben votar una propuesta, también deben controlar la agenda (Dahl, 1979). La propuesta de Cottrell y Cockshott supone que se puede establecer un umbral de contribución democrática, más allá del cual los asuntos deben ser decididos por los planificadores o quizá por un comité central de revolucionarios de vanguardia. Para discutir este problema recurrimos a un cuerpo teórico diferente, el de la teoría democrática constructivista, y en particular a John Rawls.
Un propósito central de Rawls es averiguar cómo se puede llegar a una sociedad bien ordenada a partir de una sociedad dividida por visiones en conflicto (doctrinas comprensivas). Como ya comentamos, en una sociedad compleja con instituciones relativamente libres existen una sociedad civil y una esfera pública en las que compiten visiones en conflicto mediante el poder discursivo y argumentos racionales. Es imposible lograr la estabilidad política (y cualquier tipo de democracia) si no se permite que grandes grupos que tienen visiones del mundo razonables contribuyan al desarrollo del programa constitucional. En Liberalismo político, Rawls separó la estructura constitucional de la sociedad y la política cotidiana, como la votación de un plan económico propuesto por un partido político. Un supuesto importante es que la estructura constitucional de la sociedad se desarrolla mediante interacciones entre doctrinas comprensivas tras un velo de ignorancia y en una posición original hipotética, cuyo resultado final es suscrito por todas las doctrinas comprensivas razonables. La estructura básica de la sociedad debe adaptarse al principio liberal de legitimidad, es decir, el poder político debe ejercerse “conforme a una constitución cuya esencia todos los ciudadanos, como libres e iguales, deberían razonablemente esperar suscribir a la luz de principios e ideales aceptables para su común razón humana” (Rawls, 2005, 137). Pareciera que Cottrell y Cockshott aparentemente no aspiran a democratizar la estructura básica de la sociedad sino la elaboración de planes económicos.
Entendemos que una propuesta de democracia económica no se puede basar simplemente en principios liberales. No sería democrática si no gana legitimidad para su programa constitucional así como para sus planes económicos. Sostenemos que todo programa de democracia radical y económica debe empezar por la discusión pública de los principios del programa constitucional. La propuesta de democracia económica de Cottrell y Cockshott podría ser impulsada por una subjetividad política colectiva particular, por ejemplo, la de una clase obrera con inclinación democrática. Estaría condicionada por argumentos razonables, a favor y en contra, y sujeta a la negociación de las decisiones, independientemente de su ejecución. Así se podría suscribir e implementar con legitimidad democrática, lo que es esencial para su éxito potencial.
El tercer problema es el de la participación informada. Cottrell y Cockshott proponen que los órganos de la autoridad pública sean controlados por comités de ciudadanos elegidos por sorteo. Estos comités estarían formados por trabajadores de cada sector y por miembros del público. Siguiendo a Burnheim, el principio básico sería que todos los que tienen un interés legítimo en el asunto tengan la oportunidad de participar en su gestión. Nuestra observación aquí se refiere a la idea de que los ciudadanos voten directamente los planes económicos. Es necesario prestar más atención a cuán informadas serían estas decisiones. Nos preguntamos si se debería dar una posición más prominente a las contribuciones educadas y competentes. En una sociedad compleja donde varias doctrinas comprensivas se disputan el reconocimiento, la evaluación de los efectos de los planes económicos es una tarea abrumadora que la mayoría de ciudadanos no puede llevar a cabo diariamente. Este es el origen del problema de la clase política: algunos grupos sociales poseen los medios para tomar decisiones mejor informadas que otros y, por tanto, están mejor dotados para promover sus propios intereses.
Como subraya Dahl (1979), para el ideal de la democracia es fundamental que los ciudadanos tengan una comprensión ilustrada de las propuestas que evalúan, para juzgar sus efectos. El interés legítimo en los asuntos puede no ser una razón suficiente para delegar el poder de decidir sobre un plan económico a un miembro de un comité o a un ciudadano. Sin la debida consideración de las competencias para elaborar planes económicos, hacer propuestas o participar en un comité, el efecto potencial de una propuesta podría simplemente ser ignorado, o la percepción de los efectos podría ser manipulada por intereses especiales. Si el problema de la participación informada no se trata de manera apropiada, es posible que se cree una división de clases entre los ciudadanos que tienen recursos para promover sus intereses especiales y los que no pueden identificar los planes que atienden debidamente sus preocupaciones. Esta es la división de la sociedad contemporánea, donde la esfera pública es dominada por miembros de una clase alta educada. Otro aspecto relacionado es la cuestión de si una sociedad que no da mayor consideración a las decisiones competentes implementaría los planes más convenientes. Con tanta responsabilidad sobre los hombros de los planificadores económicos, es imperativo que sean los más competentes. Esta situación es paradójica. Por un lado, la calidad de la democracia económica depende de las competencias de quienes toman las decisiones y, por otro, para emitir juicios competentes se requiere un sistema de competencias que puede reproducir las divisiones que pretende eliminar.
CONCLUSIONES
En lo que concierne a los aspectos económicos de la propuesta de Cottrell y Cockshott, mostramos que la economía contabilizada en tiempo de trabajo que satisface las premisas marxianas es factible casi un siglo después de que se señalaron los límites de la capacidad para resolver el sistema de ecuaciones de una economía compleja. Y argumentamos que la tesis de que los precios de desequilibrio tienden a coincidir con el tiempo de trabajo que contienen las mercancías depende del falso supuesto de una función de producción compuesta por costos que varían en una dirección preestablecida, mientras se generalizan los métodos de producción, una dirección cuyo destino final sería un estado de equilibrio donde el cambio tecnológico cesaría. No obstante, parece que Cottrell y Cockshott no se han percatado de que esto entra en contradicción con la función de su planificador: intervenir conscientemente para reasignar el trabajo a la producción de aquellos bienes que los cambios de preferencias indican que son más valiosos o deseados. Y esto nos lleva a poner en duda la tesis de la superfluidad del rodeo de los precios y de la satisfacción post-festum de las necesidades en el mercado.
En lo que respecta a los aspectos políticos, señalamos tres problemas cuyo tratamiento se debe mejorar: el de la sociedad civil, el de la estructuración y el de la participación informada. En cada uno de ellos reconocimos su preocupación por la democracia económica. Pero en relación con el problema de la sociedad civil, nos preguntamos si el modelo democrático que ellos proponen da cabida a otros antagonismos, aparte del estrictamente económico. Argumentamos que se deben desarrollar las instituciones para politizar relaciones sociales como las de género y etnicidad. Sin embargo, diversas subjetividades políticas colectivas disputan estos intereses en la esfera pública, lo que nos lleva al segundo problema. Aquí argumentamos que también se debe permitir la participación democrática en la conformación de la estructura básica de la sociedad, y no solamente en el desarrollo de los planes económicos. Por último, mencionamos la paradoja de las decisiones competentes y la posibilidad de que reproduzcan las divisiones de clase que esta propuesta de democracia económica intenta superar.
NOTAS AL PIE
1. Biardeau (2007) amplía las fuentes.
2. Aunque el 29 de junio de 1903 Lenin le dirigió una carta donde le informaba que se habían impreso 5.000 copias de la traducción rusa de The Social Revolution. Desconocemos si se excluyó la segunda parte, On the Morrow of the Social Revolution. Ver Lenin (1903).
3. Sobre el análisis de estos aspectos en la URSS, ver Golf (1968), Kabaj (1966), Liberman (1967 y 1968) y Zauberman (1949-1950).
4. Von Mises expuso su argumento en Archiv für Sozialwissenschaften und Sozialpolitik 47, publicado en febrero-marzo de 1920, Brutzkus lo expuso independientemente en agosto de 1920, en Petrogrado (hoy San Petesburgo), y Weber en Economía y Sociedad publicado en 1922; su editor advirtió que Weber no conocía el artículo de von Mises.
5. “Por regla general la producción socialista sólo se podría llevar a cabo racionalmente si se proporcionara una unidad de valor objetiva reconocible, la cual permitiría el cálculo económico en una economía donde ni el dinero ni el intercambio estuvieran presentes. Y sólo es posible considerar al trabajo como tal” (Von Mises, 1975, 116).
6. Ver Marx (1977, 102) y un pasaje muy citado del apartado IV, Distribución, de Engels (1878).
7. Sobre este punto, von Mises se negó a reconocer que el mecanismo de mercado también podía ser insuficiente para restringir la explotación de los bienes no reproducibles, como ha demostrado el problema del calentamiento global.
8. Aunque Cottrell y Cockshott (2008) expresan cierto optimismo acera de la economía natural que podría invalidar sus logros teóricos.
9. “Partiendo de una base dada de productividad del trabajo, la fabricación de una determinada cantidad de artículos, en cada esfera especial de producción, exige una determinada cantidad de tiempo de trabajo social, aunque esta proporción varía completamente según las distintas esferas de producción y no guarda la menor relación interna con la utilidad de estos artículos ni con el carácter especial de sus valores de uso” (Marx, 2000, 190).
10. Refiriéndose a este aspecto del modelo de Heinz Dieterich, Diego Guerrero compara la teoría marxista con esta nueva propuesta en los siguientes términos: “Para Marx, el valor de una mercancía, en una sociedad capitalista desarrollada, se tiene que expresar necesariamente en dinero. Por eso afirma que el precio no es sino ‘otro nombre del valor’. Más en detalle, afirma que el valor (su sustancia) se manifiesta en un ‘valor de cambio’, cuya forma más desarrollada es la monetaria, y eso es el precio. En cambio, la teoría bremeniana contrapone valor y precio como si fueran dos términos polares de una relación antagónica, y ello no sólo es así dentro del capitalismo sino que aparece la misma idea al comparar el capitalismo y el socialismo” (Guerrero, 2007, 6).
11. Por supuesto, con precios de equilibrio de mercado, los bienes van a manos de quienes están dispuestos a pagar más. Y esto no se puede objetar puesto que la distribución del ingreso es igualitaria.
12. Ver Dieterich (2007). A diferencia del modelo que aquí analizamos, el de la Escuela de Bremen tiene graves deficiencias, como el descuido de algunos aspectos de la objeción Brutzkus-Halm-Pareto.
13. El primer trabajo de Cockshott y Cottrell que presentó esta solución se publicó en 1989, y un año después los austro-liberales seguían haciendo juicios militantes: “En ‘El cálculo económico en una comunidad socialista’ Ludwig von Mises demuestra, de una vez y para siempre, que con la planificación central no hay medios para el cálculo económico y que, por tanto, la economía socialista es en sí misma ‘imposible’ (unmöglich), no sólo ineficiente o menos innovadora o dirigida sin un conocimiento descentralizado, sino real, verdadera y literalmente imposible” (Salerno, 1990, 36).
14. Sobre este punto, ver Hoppe (1996) y Hülsmann (1997).
15. Mientras que Benegas (1997), austro-liberal, parece reconocer esa descentralización en su análisis de trabajos contemporáneos sobre el socialismo de mercado.
16. Esto lleva a diferenciar entre cálculo económico y eficiencia dinámica, propiedades que la literatura austro-liberal mezcla confusamente; ver Agafonow (2008).
17. En lengua castellana y portuguesa, por ejemplo, Dias Carcanholo y Nakatani (2005), El Troudi y Monedero (2006), Guerrero (2007), Valenzuela (2002), Vascós (2005) y Zarricueta (2007).
18. Metáfora usada por Dickinson (1971, 96), a propósito de los marxistas que pretenden suprimir la incertidumbre negando la libre elección de los consumidores.
19. Una exposición detallada de estos modelos se encuentra en Agafonow (2008).
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