PERTINENCIA PARA LA POLÍTICA ECONÓMICA*


RELEVANCE FOR ECONOMIC POLICY



Javier Fernández Riva

* Este texto corresponde al capítulo 6 del libro Modelos clásico y keynesiano. Un enfoque teórico con especial atención a su relevancia para la economía colombiana, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2007. Las referencias a las páginas que figuran en este texto corresponden a esa edición.


Los modelos de este libro son de estática comparativa y tienen limitaciones para aplicarse a asuntos como la inflación y el crecimiento, pero proveen la base para una discusión preliminar de la política económica aplicada, siempre que se utilicen con cuidado. Para facilitar esa discusión en el cuadro 2 (pp. 188-195), al final de este capítulo, se presenta una historia macroeconómica de Colombia de 1990 a 2004, mediante 80 variables. El grupo incluye versiones más o menos directas y algunas aproximaciones a las variables que examinamos en los modelos teóricos (producto, consumo, inversión, tasas de interés, precios, salarios, dinero, exportaciones, importaciones, flujos de capitales, etc.), más algunas transformaciones de las mismas que facilitan apreciar cambios o relaciones. La discusión siguiente, que usará esa base estadística, no pretende ahondar en la discusión de la política económica colombiana sino ilustrar cómo los modelos teóricos pueden facilitar la comprensión de asuntos de política económica de la mayor importancia.

POLÍTICA MACRO EXPANSIVA DURANTE LA APERTURA ECONÓMICA DE 1991-1994

Al iniciarse la década de 1990 Colombia había superado plenamente la “crisis de la deuda latinoamericana” que estalló en 1982, así como las crisis fiscal y financiera que se vivieron a mediados de los ochenta, y disfrutaba de un crecimiento económico aceptable y de una sólida situación fiscal, de deuda externa y de balanza de pagos. El lunar era una inflación de más del 30% porque, aunque la política de devaluación deliberada de 1985 -19 90 había logrado elevar el tipo de cambio real y consolidar la situación externa, el país no había podido evitar del todo los efectos de la devaluación sobre los precios. Por otro lado, pese a algunas medidas de apertura tomadas en los últimos años del gobierno Barco (1986-1990), todavía predominaban las restricciones a las importaciones y a la cuenta de capitales que habían sido tradicionales en Colombia durante la mayor parte del siglo XX y se acentuaron en la administración Betancur (1982-1986), con la “crisis latinoamericana de la deuda externa”. En 1991 la administración Gaviria, inaugurada en agosto de 1990, tomó la decisión de abrir la economía en forma rápida. Al mismo tiempo, la nueva autoridad monetaria establecida en la Constitución de 1991, el Banco de la República independiente, definió como su prioridad la reducción de la inflación.

La política de apertura a las importaciones, cuya base era la reducción de los aranceles y la eliminación de las restricciones administrativas a las importaciones, estaba concebida con criterios de largo plazo pero complementaba en forma ideal la política de reducción de la inflación porque hacía que la competencia externa impusiera un techo a los precios locales, menor cuanto más bajo fuera el precio del dólar. La política de apertura al mercado internacional de capitales, combinada con una amnistía tributaria a los capitales que se repatriaran, operaba en el mismo sentido. Ello era así porque, debido al alto tipo de cambio real que se había alcanzado en 1990, después de 5 años de una política deliberada para aumentar la competitividad cambiaria del país, y teniendo en cuenta la sólida situación fiscal y de la balanza de pagos al inicio de los noventa, las expectativas de los mercados eran de apreciación real e incluso nominal del peso frente al dólar, lo que invitaba a traer capitales al país. Ese incentivo se reforzó con programas de privatización, esto es, de venta de las viejas empresas estatales creadas y desarrolladas durante las décadas previas, lo que aumentó la oferta de dólares y la tendencia a la revaluación del peso pues los compradores fueron firmas externas o firmas locales con financiamiento externo.

El riesgo económico a comienzos de los noventa tenía que ver con la posibilidad de que un gran abaratamiento de las importaciones, por la combinación de baja de aranceles y revaluación del peso, desviara demasiada demanda hacia compras al resto del mundo, sustituyendo producción local, e indujera una recesión. Aunque en esos años el régimen cambiario era administrado, la Junta Directiva del Banco de la República, que desde la Constitución de 1991 se convirtió en la autoridad monetaria y cambiaria, y cuya prioridad absoluta era bajar la inflación, permitió que entre 1990 y 1994 el tipo de cambio real del peso frente al dólar cayera de 133 a 100, como se observa en la fila 66 del cuadro 2 al final del capítulo (pp. 188-195). En un contexto inflacionario una lenta devaluación nominal equivale a lo que en nuestros modelos de economía abierta con tipo de cambio administrado sería una baja del tipo de cambio nominal E, que disminuye la demanda agregada (desplaza la curva IS hacia la izquierda) y tiene efectos depresivos. Las importaciones respondieron con entusiasmo a la combinación de apertura con revaluación, como se aprecia en la fila 18 del cuadro 2 (pp. 188-195), donde se muestra que entre 1991 y 1994 crecieron un 122% en términos reales, pues a precios de 1994 saltaron de $ 6. 368 MM a $ 14. 127 MM. En la gráfica 1 mostramos un índice de las importaciones reales de bienes y servicios y un índice del PIB, una línea de referencia que facilita apreciar el colosal aumento de las importaciones durante la apertura económica con revaluación, que continuó hasta la víspera de la crisis de 1998-1999; como veremos en la sección siguiente.

Gráfica 1
PIB e importaciones reales de bienes y servicios

Gráfica 2
Cartera de créditos/ PIB
(Porcentajes)

El riesgo de recesión por sustitución de la producción local con importaciones se neutralizó adoptando, entre 1991 y 1994, la política monetaria y fiscal más expansiva de que se tenga memoria en Colombia. La oferta monetaria ampliada creció el 39,6% en 1992, el 43,8% en 1993 y el 42,9% en 1994, para acumular el 187% entre 1991 y 1994 (filas 51 y 52 del cuadro 2, (pp. 192-193)). Eso alimentó un extraordinario aumento del crédito y del endeudamiento de las personas y empresas. Ese crédito, medido como porcentaje del PIB, saltó del 22,5% en 1991 al 33,2% en 1994 y siguió creciendo durante algunos años más (fila 53 del cuadro 2, p. 193, y figura 20, p. 156), antes de desplomarse en 1998, cuando el Banco de la República decidió frenar en seco, como se examina en la sección siguiente. La política monetaria expansiva de la primera parte de los noventa también dio lugar a una gran baja de las tasas de interés. La tasa de depósitos a término de 90 días (DTF) se redujo en términos reales del 8,5% promedio en 1991 al 1,4% en 1993, aunque comenzó a subir a mediados de 1994, al término del Gobierno Gaviria (fila 64 del cuadro 2, p. 194). En cuanto a la política fiscal, según las Cuentas Nacionales el consumo real del sector público aumentó 16,1% en 1992, un 16,6% en 1993 y un 17,3% en 1994 (gráfica 3), con lo que la relación de gasto de consumo del sector público a PIB saltó del 9,5% en 1991 al 14,7% en 1994 (fila 9). En el Gobierno Nacional Central (GNC) los gastos distintos de intereses saltaron del 8,5% del PIB en 1990 al 11,6% en 1994. Sin embargo, es interesante señalar que en ese período el déficit fiscal no empeoró mucho pues los recaudos tributarios también crecieron rápidamente. En el GNC los ingresos saltaron del 8,9% del PIB en 1990 al 11,4% en 1994, como se consigna en la fila 73 del cuadro 2 (p. 195) y el balance del GNC antes de pago de intereses sólo se deterioró del 0,4% al-0,2% del PIB. El entonces Ministro de Hacienda, Rudolf Hommes reconoció, en posteriores escritos, que el Gobierno era consciente del poder expansivo del “presupuesto balanceado”, esto es, de que, aunque los impuestos crecieran pari passu con los gastos para evitar una explosión del déficit, el efecto neto sobre la demanda agregada sería positivo, como lo sugieren los modelos keynesianos examinados en este libro.

Gráfica 3
Crecimiento del gasto de consumo público
(Porcentajes)

El consumo privado y la inversión respondieron a esa política expansiva en la forma que tales modelos permitirían esperar, esto es, con fuertes aumentos que facilitaron que, por así decirlo, hubiera demanda para todos: para los extranjeros, a los que Colombia les estaba comprando mucho más que antes, y para los productores locales. En las filas 14 y 16 del cuadro 2 del final del capítulo (p. 189) se aprecia que el consumo privado creció el 13,9% entre 1991 y 1994, y que la inversión bruta saltó un 68,0% en el mismo período. Sin duda, en el caso de la inversión no sólo contó la baja tasa de interés y la abundancia de crédito sino un efecto de confianza y de expectativas favorables sobre el crecimiento, del tipo que en nuestros modelos simplificados caracterizamos como “aumentos exógenos” de la variable inversión autónoma, I A. En cambio, debido a la pérdida de competitividad cambiaria, las exportaciones tuvieron un crecimiento mediocre: en términos reales sólo crecieron el 10,8% entre 1991 y 1994, y la mayor parte de su aumento se explica por mayores exportaciones petroleras, cuyo incremento era independiente del tipo de cambio.

El efecto neto de todo eso sobre el producto y el empleo fue muy positivo, como se aprecia en las filas 19 y 79 del cuadro 2 (p. 189 y 195). Entre 1991 y 1994, el PIB creció un acumulado del 16,0% y la tasa de desempleo promedio anual se redujo del 10,2% al 8, 9 %. Nada de ello debería extrañar a quien haya estudiado los modelos de este libro. La combinación política monetaria y fiscal expansiva logró mantener el crecimiento frente a una avalancha de importaciones estimulada por la revaluación del peso, mientras esa misma revaluación combinada con la drástica baja de aranceles del comienzo de la década facilitó reducir la inflación. Sin embargo, el último logro no fue demasiado impresionante. Entre 1990 y 1994 el PIB aumentó en un 18,7% y la inflación, medida por el deflactor del PIB, se redujo del 28,2% al 24, 8 %. En el mismo período la inflación en pesos de las importaciones cayó del 31,4% al 10, 1 %, y ya vimos que las importaciones, medidas a precios constantes de 1994, saltaron un 122% (fila 18 del cuadro 2, p. 189).

La política descrita tuvo los efectos colaterales negativos que un economista hubiera podido prever usando los modelos keynesianos de economía abierta descritos en este libro. En primer lugar, una severa pérdida de competitividad cambiaria, con efectos acumulativos sobre el comercio exterior durante muchos años. En segundo lugar, un notable deterioro de la balanza de pagos, que pasó de un superávit de US$ 2. 347 millones en 1991 a un déficit de US$ 3. 674 millones en 1994, lo que implica un rápido aumento de los pasivos netos del país con el resto del mundo. Como se muestra en la gráfica 4, el déficit de la cuenta corriente continuó creciendo hasta 1997, y en 1998, cuando la abundancia de crédito externo se transformó en escasez, debió corregirse mediante una recesión y un ajuste cambiario “a regañadientes”, que se discuten en la sección siguiente. En tercer lugar, un exceso de endeudamiento de las personas y empresas, que las tornó vulnerables a una eventual recesión, así como a aumentos de las tasas de interés. Finalmente, cierto agotamiento tributario porque, aunque la explosión de gasto no implicó un gran déficit fiscal, para financiar en forma “ortodoxa” ese gasto los ingresos del gobierno se elevaron vía mayores impuestos, reduciendo así la capacidad de ahorro del sector privado. Los gobiernos posteriores se quejaron de que sus antecesores les dejaron una “olla raspada”, aunque cada uno hizo lo posible por seguir raspándola.

Gráfica 4
Balanza de pagos en cuenta corriente
(Millones de dólares)

LA RESPONSABILIDAD DE LA POLÍTICA ECONÓMICA EN LA CRISIS DE 1998 -1 999

En el segundo semestre de 1998 el PIB se descolgó, y en el año completo apenas creció un 0, 6 %, muy por debajo de lo que creció la población. Al año siguiente el PIB cayó un 4, 2 %. Esa fue la única caída de la producción desde 1931, y la peor en toda la historia de Colombia. La caída de 1931, durante la Gran Depresión, fue apenas del-1, 6 %. La recesión de 1998-1999 tuvo consecuencias prolongadas para la economía, entre otras cosas por la ruina de muchos deudores hipotecarios, que perdieron sus viviendas, así como por la liquidación de muchas empresas o su pérdida de capacidad de endeudamiento, y por una crisis financiera que indujo, durante varios años, una retracción del crédito. Además, como resultado de ese pobre desempeño económico, el país perdió desde 1999 la calificación de “grado de inversión” en materia de riesgo soberano, de la que había disfrutado desde 1993, y fue degradado por las agencias calificadoras internacionales a “grado especulativo”, con un inevitable efecto alcista sobre las tasas de interés de su deuda pública externa.

Lo más notable es que en el bienio 1998-1999, cuando el PIB de Colombia cayó un acumulado del 3,6% respecto a 1997, no hubo, ni mucho menos, una recesión mundial. En la fila 25 del cuadro 2 (p. 190) se muestra que en ese bienio el PIB de Estados Unidos creció el 8, 8 %, y en la gráfica 5 se aprecia que el desempeño de Colombia entre 1997 y 2002 fue muy pobre frente al de Estados Unidos. La comparación de índices resulta generosa para Colombia pues Estados Unidos tiene un ingreso per cápita casi 20 veces mayor que el colombiano y una población que crece mucho menos rápidamente. Aunque ello no se muestre en el cuadro 2 (pp. 188-195), podemos añadir que Europa creció en el bienio en cuestión un acumulado del 5, 9 %, y China “explotó” con un crecimiento acumulado del 15, 2 %. Esa evolución mundial contrasta con la de la Gran Depresión de los treinta cuando, entre 1929 y 1931, el PIB de Estados Unidos cayó un 14,4% pero el PIB de Colombia sólo cayó un 2, 4 %. La Junta Directiva del Banco de la República, que está a cargo de los principales instrumentos de política coyuntural, ha tratado de vender la idea de que la crisis de 1998-1999 no tuvo nada que ver con su decisión de restringir la liquidez y disparar las tasas de interés para tratar de obstaculizar la corrección cambiaria, sino que fue el resultado inevitable de una reducción súbita en las entradas de capitales por las “crisis rusa y asiática” que, al inducir una súbita reducción de las entradas de capitales, supuestamente, obligaron a la economía colombiana a frenar en seco para poder reducir su déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos, vía la contracción de las importaciones, hasta transformar el déficit en un superávit. Los modelos desarrollados en este libro facilitan entender que esa pretensión es insostenible.

Gráfica 5
Índices del PIB de Colombia y de Estados Unidos
(1997 = 100)

No afirmo, de ninguna manera, que mediante una flotación del peso, aceptando una devaluación repentina cuando se redujo el acceso a los capitales externos, en lugar de restringir la liquidez y subir las tasas de interés, Colombia hubiera podido evitar por completo un efecto recesivo de la reducción del financiamiento externo. Mucho menos afirmo que esa política alternativa habría carecido de consecuencias para la inflación. El manejo económico de la primera parte de la década, que discutimos en la sección anterior, había creado notables debilidades económicas al permitir que se acumulara un gran déficit de la balanza de pagos en cuenta corriente, que habría hecho indispensable tarde o temprano un ajuste, y al inducir un gran endeudamiento de las empresas y los individuos con el sector financiero y con el exterior. Las consecuencias de las políticas no se limitan a sus efectos coyunturales. En 1998 la economía se había tornado vulnerable a una corrección cambiaria súbita pues una gran devaluación podría haber quebrado a muchos que tenían deudas con el exterior, habría “empobrecido” a quienes se habían acostumbrado a consumir muchos bienes importados (aunque quizás sería más apropiado decir que habría hecho desaparecer su ilusoria sensación previa de riqueza por un “peso fuerte”) y habría inducido inflación de costos. Pero no es válido pintar como una catástrofe la respuesta de la economía a una corrección cambiaria súbita. Muchos países, incluyendo Colombia antes del Estatuto Cambiario de 1967, han efectuado en muchas ocasiones ese tipo de ajustes, con efectos recesivos de corto plazo limitados y hasta plenamente compensados por el estímulo de una reorientación de la demanda hacia la producción nacional, en respuesta a la devaluación, y con efectos inflacionarios manejables. En realidad, antes de que el Fondo Monetario Internacional (FMI) cambiara su enfoque y sus recomendaciones en los noventa, y adoptara la línea de tratar de impedir que los países devaluaran –pues ello perjudica a los inversionistas extranjeros y aumenta los riesgos de “default” de la deuda externa–, la “receta estándar” del FMI para los países que sufrían serios déficit de balanza de pagos debido a la sobrevaluación de sus monedas era corregir lo más pronto posible el rezago cambiario, aceptando los traumatismos de corto plazo sobre la producción y los precios como un costo necesario para recuperar las condiciones para el crecimiento y la sostenibilidad cambiaria.

Pero si los errores previos hicieron que en 1998 Colombia fuera vulnerable a una corrección cambiaria, su excesivo endeudamiento la tornó aún más vulnerable a un gran aumento de las tasas de interés, a una restricción crediticia y a una recesión, las tres cosas que ocurrieron en 1998 y 1999 debido en buena parte a las políticas que se adelantaron para obstaculizar y demorar la corrección cambiaria que el desequilibrio de la balanza de pagos estaba pidiendo a gritos.

¿Por qué a gritos? ¿Cuán grande era ese desequilibrio? Las filas 56 y 57 del cuadro 2 (p. 193) muestran que el déficit de la cuenta corriente tomó un curso explosivo a partir de 1992 y que en 1997 había alcanzado US$ 5. 751 millones, que equivalían al 5,4% del PIB cuando el déficit se convierte a pesos al sobrevaluado tipo de cambio de ese año. Pero un efecto colateral de tener una moneda sobrevaluada (un dólar anormalmente barato) es que distorsiona el indicador de déficit corriente/ PIB pues convierte el déficit en dólares a déficit en pesos a un tipo de cambio demasiado bajo. Ello contribuye a que las autoridades y los deudores del país se confíen, hasta que resulta demasiado tarde para poder efectuar un ajuste cambiario no recesivo. Con un tipo de cambio más sostenible que el de 1997, el déficit corriente de ese año habría excedido el 7% del PIB.

Lo más peculiar del manejo de la política macroeconómica de 1998 y parte de 1999 es que, aunque hasta el distorsionado indicador de la razón déficit en cuenta corriente a PIB estaba advirtiendo que se requería un alza del tipo de cambio real al estilo del que se habría contemplado en los viejos programas de ajuste del FMI que estimulara las exportaciones y redujera las importaciones, la autoridad monetaria se empeñó en calificar de especulativa la presión alcista sobre el dólar y sobre el techo de la “banda cambiaria” que apareció en 1998, cuando se redujo la entrada de capitales. Por ello se esforzó en evitarla o al menos obstaculizarla y posponerla mediante la reducción de la liquidez y una tremenda alza de las tasas de interés orientada a atraer capitales y desalentar su salida. Algunos directores del Banco de la República y muchos analistas fueron más allá, y calificaron de absurda y destinada a fracasar cualquier pretensión de elevar el tipo de cambio real porque, decían, una devaluación induciría un aumento proporcional de la inflación, que se “comería” la competitividad cambiaria. La historia se encargaría de mostrar cuán equivocados estaban, pero lo importante para este libro de modelos teóricos es que quien examine en el capítulo 5 el impacto de la devaluación nominal, dE, sobre los precios, dP, se dará cuenta de que, bajo condiciones normales, es absurdo decir que una devaluación “inducirá un aumento proporcional de los precios”. La experiencia colombiana enseña que tanto las devaluaciones como las revaluaciones nominales del peso tienen efectos muy limitados sobre los precios.

Es cierto que entre 1998 y 1999 las autoridades elevaron en varias ocasiones el “techo” de la banda cambiaria, para aliviar la presión cuando esta se hacía insoportable, pero también lo es que la “defensa de la banda” entre una y otra modificación de esta se hizo recurriendo a altas tasas de interés que le hicieron un gran daño a la economía. En el cuadro 2 (pp. 188-195) no mostramos las “tasas de intervención” del Banco de la República, que en algunas semanas de 1998, durante el período más intenso de la “defensa de la banda”, excedieron el 80 %, pero en la fila 55 se aprecia que la tasa de interés real promedio anual para los depósitos a 90 días saltó del 6,2% en 1997 al 15,5% en 1998, un aumento brutal, capaz de inducir una profunda depresión en cualquier país. También se muestra, en las filas 51 y 52, que de la orgía monetaria de los primeros años de la década se pasó a un crecimiento de la oferta monetaria ampliada, M 3, muy inferior a la inflación, esto es, se pasó a una política monetaria contractiva. Entre diciembre de 1997 y diciembre de 1999, M 3 apenas creció un 15, 3 %, cuando los precios del PIB aumentaron un acumulado del 29,3% (fila 27 del cuadro 2, p. 190). La consecuencia fue que muchos deudores, que no lograron que la banca les renovara los créditos, se vieron obligados a amortizar sus deudas con recursos propios, y a servir intereses exorbitantes, al tiempo que se contraía la economía, con una brutal pérdida de empleos y de ingresos. A poco andar, como era previsible, esos deudores “tiraron la toalla”, dejando de pagar sus deudas y entregando a los bancos las garantías (casas, maquinaria, etc.), lo que llevó a la crisis financiera de 1999-2001, que tuvo consecuencias de largo plazo sobre el crecimiento pues durante varios años el crédito se retrajo mientras la banca curaba sus heridas y recuperaba la confianza.

En las filas 19 a 24 del cuadro 2 (pp. 189-190) se aprecia que casi todos los componentes del gasto agregado se contrajeron en 1998-1999. El consumo del Gobierno no cayó en ese período, pero creció mucho menos que en años previos, porque el “extintor de incendios”, el gasto keynesiano anticíclico, se había usado en exceso entre 1992 y 1997. Recordemos que, aunque la demanda interna creció vigorosamente entre 1992 y 1997, en ese período se buscó compensar a punta de gasto público y liquidez abundante los efectos depresivos de la explosión de importaciones. Como ya se señaló, debido a sus ramificaciones financieras la única recesión colombiana en casi siete décadas tuvo efectos prolongados, en términos de lento crecimiento y aumento de la miseria durante varios años. Basta señalar que el PIB de 2004 fue apenas un 10,9% mayor que el del 1997, lo que arroja un crecimiento medio anual de 1,5% entre 1997 y 2004, de lejos el más bajo de la historia colombiana para un período de siete años, y uno de los menores del mundo.

No hay duda, al menos para el autor de este libro, de que en 1998-1999 la autoridad monetaria, después de haber sembrado durante la primera mitad de la década la semilla de la crisis, al generar debilidades estructurales como la revaluación real del peso, un gran déficit de balanza de pagos en cuenta corriente, el agotamiento tributario para financiar el “presupuesto balanceado” y un exceso de deuda de los individuos y las empresas, hizo exactamente lo necesario para desatar una crisis general. La Junta Directiva del Banco de la República estaba bien intencionada, y hay que reconocer que no trató de evitar por completo el ajuste cambiario, sino de moderarlo y posponerlo mediante sucesivas correcciones de la banda cambiaria; pero, debido a la prioridad que le concedía a la baja de la inflación y a su temor, justificado pero excesivo, de que una devaluación súbita hiciera subir los precios, y a su concepción “neoclásica” del ajuste macroeconómico, esto es, al supuesto de que el ajuste recesivo de la balanza de pagos sería rápido y casi indoloro, hizo exactamente lo que los modelos keynesianos sugieren que debería hacer quien que se propusiera dañar la economía.

Sin embargo, es preciso reconocer que la recesión de 1998-1999 fue eficaz para reducir la inflación: en la fila 33 del cuadro 2 (p. 191) se confirma que entre 1997, el último año de crecimiento aceptable del PIB, y 2001 la inflación del deflactor del PIB se redujo casi a la tercera parte, del 16,8% al 6,2%. La relación entre la recesión y la reducción de la inflación está bien establecida en términos estadísticos y se ilustra en la gráfica 6 donde se muestra el crecimiento del PIB y la reducción anual, en puntos porcentuales, de la inflación para consumidores. En nuestros modelos de estática comparativa, en lugar de baja de la inflación hablaríamos de una reducción de los precios, y una baja sería uno de los resultados esperados de una caída de la demanda y la producción.

Gráfica 6
Crecimiento del PIB y reducción anual de la inflación para consumidores
(Puntos Porcentuales)

POLÍTICA DE ESTABILIZACIÓN Y REVALUACIÓN REAL

Desde septiembre de 1999, tras la desafortunada y fracasada “defensa del peso contra ataques especulativos” mediante altas tasas de interés, que produjo los resultados ya descritos, Colombia adoptó un régimen de tipo de cambio flotante, como el que discutimos en la sección 5, 5 del capítulo 5. Ello arrojó excelentes dividendos, sobre todo porque permitió bajar a niveles razonables, y luego estabilizar, las tasas de interés, creando así las condiciones para que la economía se recuperara. Pero el inconveniente del tipo de cambio flotante, en un mundo de flujos de capitales muy sensibles a los diferenciales de tasas de interés y a las volátiles expectativas de los mercados, es la inestabilidad cambiaria y el riesgo de que, si se combinan algunas circunstancias, se presente algo mucho más grave que la volatilidad: una prolongada caída del tipo de cambio real que, por no obedecer a una mejora de los fundamentos del país, se convierta en fuente de problemas futuros.

La Tasa Representativa de Mercado, es decir, la cotización media del dólar bancario en el día hábil previo, subió más del 30% entre febrero de 2002 y febrero de 2003, en un momento en que el mercado percibía que el crédito externo se tornaría escaso, pues existía mucha inquietud sobre el curso de Brasil. A partir de ese momento cambiaron las expectativas y el dólar se desplomó más del 20% en términos nominales en los siguientes 20 meses, y más del 25% en términos reales. Aunque en muchos otros países la moneda nacional se apreció frente al dólar, hay una diferencia: en Colombia la abundancia de dólares de 2004 no reflejó un superávit de la balanza corriente, como sí lo hizo en Argentina, Brasil, Taiwán y otros. Esto es, la fortaleza del peso no correspondió a solidez real de la balanza de pagos, y mucho menos a buenas perspectivas cambiarias a mediano plazo. La fortaleza del peso reflejó una bonanza transitoria de exportaciones basada en altos precios de las no tradicionales y una recuperación de las ventas a Venezuela, combinada con entradas netas de capitales debido a endeudamiento del gobierno y del sector privado. Todo ello con el agravante de que muchos de esos capitales eran de corto plazo.

En el capítulo 5 vimos que, bajo cambio flotante, con elasticidades del comercio exterior a los precios relativos que pueden ser muy bajas en el corto plazo, aun pequeños flujos de capitales o pequeños cambios en la balanza comercial pueden tener grandes efectos sobre el tipo de cambio. La inestabilidad de corto plazo de las monedas bajo regímenes de flotación es la norma más que la excepción, pero la historia mundial de las últimas décadas muestra que esa inestabilidad está lejos de representar un problema crítico para el desarrollo del comercio y la globalización. Una cosa muy distinta es un abaratamiento prolongado y excesivo del dólar, que no refleje solidez auténtica de la balanza de pagos, sino entrada de capitales o accidentes de corto plazo del comercio externo.

La experiencia muestra que una revaluación excesiva y prolongada de la moneda local puede tener altos costos a mediano plazo si es ocasionada por capitales especulativos. Ello es así porque la entrada de esos capitales no sólo refleja un aumento de los pasivos del país con el resto del mundo sino que desestimula las exportaciones de bienes y servicios, esto es, la capacidad para generar dólares en el futuro para atender tales pasivos, y aumenta la demanda de importaciones. Colombia ya tuvo esa experiencia negativa a comienzos de los noventa, y también a finales de los años setenta, antes de la “crisis latinoamericana de la deuda externa”. Incluso países que no han sufrido en carne propia experiencias similares, como China, le conceden gran importancia a la defensa de su “competitividad cambiaria”. No se trata de concebir el tipo de cambio como “el instrumento” para ganar competitividad internacional, una crítica tan necia como frecuente a quienes consideran importante evitar caídas excesivas del tipo de cambio real. La competitividad internacional se logra con educación, tecnología, infraestructura e innovación, no a punta de devaluaciones, pero ello no autoriza a desconocer lo obvio: una pérdida de competitividad cambiaria por un inadecuado manejo de la política económica es capaz de arruinar los esfuerzos mejor orientados en los otros frentes para alcanzar competitividad internacional.

Probar que el tipo de cambio real observado en un momento es inadecuado resulta casi imposible porque la pregunta que debe contestarse es de tipo prospectivo: ¿es razonable la situación de cuenta corriente a la que ese tipo de cambio dará lugar en el futuro, o implicará un desequilibrio excesivo y, a la postre, insostenible? Los analistas responderán de manera diferente esa pregunta dependiendo de sus expectativas sobre los precios y las exportaciones físicas de petróleo, el costo de los intereses de la deuda externa, la capacidad de los exportadores no tradicionales y de quienes compiten con importaciones para sacrificar márgenes o elevar su productividad para compensar una pérdida de competitividad cambiaria, y muchos otros factores. Pero supongamos que se ha llegado a un punto como el de finales del año 2004 donde incluso los más optimistas sobre las perspectivas de la balanza de pagos aceptaban que un tipo de cambio real inferior al vigente en ese momento causaría serios perjuicios a mediano plazo. ¿Qué sugieren los modelos examinados en este libro sobre lo que puede hacerse para evitar que el tipo de cambio siga cayendo?

Lo más directo sería imponer un piso al dólar, esto es, pasar a un tipo de cambio fijo mínimo –aunque no necesariamente con un “techo” como bajo una banda cambiaria– donde el Banco de la República compre el exceso de dólares, obviamente con emisión. A algunos ese abandono o acotación de la política de flotación, debido a la imposición de un piso al dólar –aunque se deje flotar la moneda hacia arriba– les suena no sólo inelegante sino casi pecaminoso. Pero una vez se acepta, como hacemos aquí, por hipótesis, que habría un desastre si la revaluación real se acentúa, las consideraciones de elegancia de la política económica deben ceder a otras de más enjundia. ¿Hay un sacrificio más sustancioso que el de la elegancia cuando se acepta imponer un piso transitorio al dólar?

A diferencia de lo que ocurre cuando se trata de imponer un techo al dólar, cuando el banco central decide comprar dólares no tropieza con un límite de recursos, pues no hay tope a la cantidad de dinero que un banco central puede emitir. Sin embargo, el modelo del capítulo 5 muestra que adquirir una suma importante de reservas para sustentar el dólar puede implicar un gran aumento de la cantidad de dinero y que, si ello ocurre cuando el país está próximo al pleno empleo, tendrá un gran efecto alcista sobre los precios. En ese caso acabaría perdiéndose la competitividad cambiaria que se intentaba defender, pero por una vía peor que la caída del tipo de cambio nominal pues la inflación –en nuestros modelos estáticos, el aumento de los precios– puede causar otros daños. Sin embargo el modelo subraya que ello dependerá de si la economía está o no en pleno empleo o, como se diría en el mundo real, si está creciendo a su ritmo de crecimiento potencial o por debajo de ese nivel. También muestra que, incluso cuando se está en pleno empleo, en principio la autoridad monetaria puede compensar el efecto monetario de la emisión para compra de reservas retirando de la circulación el exceso de dinero, una operación que se conoce como “esterilización monetaria”. Para ello puede usar “encajes” que disminuyan la capacidad de expansión secundaria de la emisión primaria, o venta de títulos del portafolio del banco central, o de títulos del mismo banco central (incluyendo “depósitos” en el mismo) sin que para ello tenga que ofrecer mayores tasas de interés que las vigentes puesto que, por hipótesis, la esterilización monetaria se requiere precisamente porque hay exceso de liquidez.

China y la mayoría de los países asiáticos, que entre los años 2000 y 2004 acumularon ingentes reservas internacionales, precisamente para evitar que sus monedas se apreciaran frente al dólar, probaron ser capaces de “esterilizar” la mayor parte del efecto monetario de la compra de reservas sin elevar las tasas de interés. Colombia también operó en esa dirección en el año 2004, aunque su compra de reservas fue, como proporción de su PIB o de su comercio externo, menor que la de los países asiáticos.

Una segunda vía, complementaria más que alternativa a la compra de reservas para la sustentación del dólar, cuando parte de la presión bajista tiene que ver con entradas de capitales especulativos, es la reducción de las tasas de interés mediante la política monetaria. Nuestro modelo del capítulo 5 dice que los capitales especulativos responden al diferencial entre la tasa interna y externa ajustado por las expectativas de devaluación. Una política del banco central de reducción de las tasas de interés –que, obviamente, exige elevar la oferta de liquidez para poder atender la demanda monetaria que surge a menores tasas– puede desalentar por partida doble los flujos de capitales. Por un lado, disminuye en forma directa el diferencial de tasas. Por otro lado, contribuye a generar expectativas racionales de salida de capitales en el futuro y, por ende, de futura reducción de la oferta de dólares, lo que hace atractivo poner una mayor proporción del portafolio de inversión en dólares.

La tercera vía, como lo sugiere nuestro modelo teórico, sería actuar directamente sobre el diferencial de las tasas de interés, pero no por la vía de una reducción de la tasa de interés sino mediante la introducción de un impuesto sobre la diferencia, hasta reducir o eliminar el atractivo para traer capitales. En la literatura económica esa clase de impuestos tiene una larga tradición teórica desde que James Tobin los propusiera, para los capitales de muy corto plazo, hace cuatro décadas. En tiempos recientes su racionalidad ha sido defendida por economistas como Paul Krugman y Joseph Stiglitz. Colombia y Chile los aplicaron durante la primera parte de los años noventa, pero hoy muchos creen que las innovaciones financieras han hecho que esos instrumentos pierdan eficacia. Además, las entidades multilaterales los miran con malos ojos. Para colmo, ese sería un punto de conflicto en un tratado de libre comercio con Estados Unidos, como el que Colombia estaba negociando en los años 2004 y 2005, y al que la política oficial le asignaba absoluta prioridad.

Una cuarta vía, a la que las entidades multilaterales y algunos funcionarios de bancos centrales suelen atribuirle gran importancia, es que el país genere un superávit fiscal –o al menos reduzca su déficit fiscal– de tal manera que pueda usar una mayor proporción de sus fondos públicos para efectuar pagos netos de deuda externa. En el modelo del capítulo 5 ello operaría como una combinación de aumento en los impuestos, T, o de reducción del gasto, G, más una salida equivalente de dólares (esto es, una inversión de portafolio del gobierno en el exterior) por un monto igual, dF A = -dG. Ello aumentaría la demanda de dólares y, en el régimen de flotación, haría elevarse el valor del tipo de cambio E. Pero cabe señalar que un movimiento fiscal de ese tipo desplazaría hacia la izquierda la curva IS y, aunque el banco central compensara los efectos monetarios depresivos, tendría efectos mucho más complejos que el simple resultado cambiario que se buscaba alcanzar. La mayoría de las recomendaciones de que se use en forma exclusiva la vía fiscal para defender la competitividad cambiaria son de un simplismo pasmoso desde su punto de partida, que insiste en atribuirle al déficit fiscal la apreciación de la moneda local, cosa que sólo puede ocurrir bajo condiciones muy especiales, incluyendo el financiamiento externo de gran parte del déficit. En cualquier caso, aun cuando la vía fiscal para defender la competitividad cambiaria esté abierta y sea racional usarla (dos condiciones que no siempre se cumplen), esa vía no tiene por qué entrar en conflicto con el uso de instrumentos complementarios para la defensa del tipo de cambio real, como la compra de reservas por el banco central o la reducción de las tasas de interés.

Infortunadamente, cuando el banco central le asigna poca importancia a la defensa de la competitividad cambiaria, y máxima importancia a la reducción de la inflación, puede ocurrir que, pese al riesgo de pérdida crítica de competitividad, decida, contra las conveniencias del país en el largo plazo, subir las tasas de interés para bajar la inflación, así ese manejo de las tasas de interés eche más leña en la hoguera de la revaluación. En opinión del autor de estas notas, muchas crisis de balanza de pagos suelen ser el resultado no sólo de políticas fiscales irresponsables sino de decisiones ortodoxas y bien intencionadas de los bancos centrales, que elevan las tasas de interés tratando de propiciar una reducción de la inflación, pero sólo logran atraer capitales especulativos e inducir revaluaciones reales. Lo malo es que los perniciosos efectos de esas políticas sobre la balanza de pagos en cuenta corriente sólo se hacen evidentes años después. Tampoco es raro que, después de que durante años un banco central siembra la semilla de una futura crisis de balanza de pagos y deuda externa al propiciar una revaluación de la moneda local, una vez se inicia la corrección del mercado cambiario la misma autoridad cambiaria intente evitarla o reducirla para que la devaluación no complique el logro de sus metas de inflación. Ambas cosas, complacencia con la revaluación y, luego, propensión a frenar el ajuste mediante alzas de las tasas de interés y uso de las reservas internacionales, se observaron en Colombia entre 1991 y 1998. Al autor de este libro no le extrañaría que volvieran a observarse en los próximos años.

DOLARIZACIÓN Y AJUSTE: ARGENTINA Y ECUADOR

En marzo de 1991 Argentina adoptó el régimen de “convertibilidad”, nombre dado en ese país a lo que en la literatura económica en español se conoce como “caja de conversión” y en inglés se denomina currency board, que comentamos al final del capítulo 4: por ley se fija el precio del dólar en la moneda local y se establece que el banco central comprará todos los dólares que le ofrezcan y venderá todos los dólares que le demanden a ese tipo de cambio, y que la única fuente de emisión monetaria será el aumento de las reservas internacionales del país. En Argentina la adopción de ese régimen extremo fue una medida de última instancia para recuperar la credibilidad en la moneda nacional, que era casi inexistente tras muchos años de abusos monetarios e hiperinflaciones. Con la convertibilidad se eliminó la discrecionalidad del banco central en materia de emisión.

La disciplina monetaria, más el potente efecto sicológico de la garantía de poder comprar y vender libremente los dólares a un tipo de cambio fijo e inamovible por ley, tuvieron éxito en eliminar la tradicional hiperinflación argentina de las décadas previas. En la superficie las cosas funcionaron maravillosamente durante varios años. En buena parte mediante uso de endeudamiento externo barato por parte del sector privado y del Gobierno, el consumo y la inversión crecieron mucho entre 1992 y 1997, coincidiendo con una inflación nula e incluso negativa. Pero, con ese tipo de cambio fijo extremo, Argentina experimentó crecientes dificultades cuando entró en una recesión, a partir de 1998, que coincidió con un déficit cada vez mayor de su balanza de pagos en cuenta corriente y dificultades para financiarlo a pesar de estar pagando tasas de interés cada vez más elevadas, y al final tasas “de tarjeta de crédito” para atraer capitales. En 2001, en una medida desesperada para evitar que la población retirara masivamente sus depósitos de la banca para pasarse a dólares y sacarlos del país –pues todo el mundo olía la crisis inminente de la convertibilidad y del sistema bancario–, el Gobierno estableció el llamado “corralito”, que congeló arbitrariamente los depósitos en el sistema bancario. Al cierre de 2001, después de cuatro años de recesión y de esos y otros recursos desesperados para mantener la convertibilidad, Argentina decidió dejar flotar su moneda. No fue una decisión de “optimización”, fríamente calculada: simplemente el agotamiento de las reservas internacionales del banco central hizo imposible seguir honrando el compromiso de la convertibilidad, esto es, seguir vendiendo al tipo de cambio fijo de un peso argentino por dólar todos los dólares que el mercado demandara. Sin embargo, antes de abandonar la convertibilidad el banco central malvendió buena parte de las reservas de la Nación que estaba encargado de custodiar. En diciembre del 2001 Argentina se declaró en cesación de pagos de su deuda externa. Hasta poco antes del colapso cambiario esa deuda se calculaba como el 55% del PIB porque se convertía a un tipo de cambio ilusorio de un peso argentino por dólar, pero era el triple de ese nivel, una vez se valoraba a un tipo de cambio realista. En 2002 el país sufrió una brutal devaluación y una profunda recesión. Sin embargo, como me hizo notar José Antonio Ocampo en una nota que me remitió con el prólogo a este libro,

[…] la mayor parte de la caída se dio durante el segundo semestre del 2001, acompañando la reducción de depósitos bancarios que terminó en el famoso corralito. En otras palabras, la mayor parte de la caída se dio durante la fase de crisis final de la convertibilidad, no como resultado de la devaluación. De hecho, después de una pequeña caída adicional (que pudo haber sido arrastre de la crisis previa, incluido el corralito) la caída de la actividad económica se frenó en el primer trimestre del 2002.

Desde mediados de 2002 Argentina volvió a crecer con fuerza, y en 2004 ya era uno de los países de mayor crecimiento mundial, con una sólida balanza de pagos y una situación fiscal igualmente sólida. Su gran superávit de cuenta corriente y la confianza en el país generaron en el primer semestre de 2005 presiones a la apreciación del peso que las autoridades neutralizaron mediante compras de reservas y bajas tasas de interés pues tenían muy frescas las enseñanzas de la crisis previa. En la gráfica 7 se muestra la evolución del PIB trimestral de Argentina a precios constantes, que permite apreciar la recesión en los años finales de la convertibilidad, la depresión en el año del “corralito”, en vísperas de la flotación, y la rápida recuperación posterior.

No es del caso entrar en los muchos aspectos interesantes de la evolución argentina bajo la convertibilidad y la posterior “flotación sucia”, sino subrayar que los modelos desarrollados en los capítulos 4 y 5 de este libro, correspondientes al “modelo clásico de economía abierta” y a los “modelos keynesianos de economía abierta con tipo de cambio fijo y con tipo de cambio flotante”, facilitan la comprensión de la evolución argentina. Puede decirse que, durante la década de 1990, bajo la influencia de una poderosa corriente de pensamiento neoclásico que contaba con el apoyo de las entidades multilaterales, Argentina adoptó lo más parecido al esquema de política económica sugerido por el modelo clásico del capítulo 4, y renunció a toda política monetaria y cambiaria. Pero la situación objetiva del país no era la del modelo clásico, con flexibilidad de los salarios y pleno empleo garantizado por esa flexibilidad, sino la de una economía “keynesiana” donde la demanda agregada juega un papel crucial y las recesiones distan de corregirse en forma rápida y automática. Por tanto, las consecuencias finales fueron las que se podrían esperar del modelo keynesiano con tipo de cambio fijo, tras una terca insistencia en mantener, durante años, a punta de excesivo endeudamiento externo, una moneda sobrevaluada.

Gráfica 7
La crisis de la convertibilidad argentina
(PIB de Argentina, millones de pesos argentinos de 1993)

En un comienzo la adopción de la convertibilidad –“un peso argentino es igual a un dólar y lo será siempre pues el banco central garantiza que venderá todos los dólares que le demanden a ese precio”– logró generar confianza entre los inversionistas, y esa confianza duró hasta pocos años antes del dramático final. La inversión externa, tanto directa como financiera, fluyó masivamente a Argentina, y durante la mayor parte de los noventa el país vivió una bonanza de crecimiento e inversión, con estabilidad de precios, cuya contrapartida fue un gran aumento de los pasivos externos del país, incluyendo deuda externa explícita e inversiones extranjeras. Los argentinos, incluyendo al gobierno y el sector privado, se endeudaron con el resto del mundo hasta mucho más arriba de la coronilla, y no sólo para invertir sino para financiar consumo.

En 1998, cuando ya era evidente que Argentina se había endeudado más de lo razonable, surgió la crisis asiática que, aunque fue rápidamente superada, generó nerviosismo en los mercados de capitales sobre el futuro de los países emergentes y llevó a muchos inversionistas a retirarse de esos mercados o a exigir que les pagaran por sus fondos tasas de interés exorbitantes. Lo interesante es que, a pesar de toda la ideología sobre la “irrelevancia del modelo keynesiano”, nadie en Argentina estaba dispuesto a jugar con las reglas estrictas de una “caja de conversión”. Tales reglas exigían que, en respuesta a la reducción del financiamiento externo, la oferta monetaria se contrajera e indujera una deflación lo bastante profunda y prolongada para restablecer el equilibrio de la balanza de pagos. Lo que se hizo fue muy distinto. Para evitar que los capitales externos que habían alimentado la bonanza salieran volando y se contrajera la oferta monetaria, las autoridades decidieron buscar crédito a la desesperada, aceptando pagar tasas de interés cada vez más onerosas, del 15% o más en dólares, y echaron a rodar una bola de nieve: aumentos cada vez mayores de la deuda externa para poder financiar pagos de intereses cada vez más altos. Para colmo, Brasil, su principal socio comercial, devaluó fuertemente el real brasileño en 1999, con lo cual el déficit comercial argentino explotó.

Debe recalcarse que, si de verdad Argentina hubiera vivido bajo condiciones como las del “modelo clásico”, con flexibilidad de salarios, como sugerían los ideólogos domésticos de la convertibilidad, contando para ello con el apoyo conceptual de las entidades multilaterales, la solución del problema creado por una escasez temporal de financiamiento externo habría sido permitir una contracción monetaria que llevara a una caída de los precios y los salarios nominales hasta recuperar la competitividad internacional, sin efectos adversos duraderos sobre el empleo. Pero una cosa es la ideología y otra la práctica de la política económica. En medio de una crisis ni los ideólogos más obstinados pueden ser completamente ciegos, así continúen siendo fatalmente miopes. Debido al aumento de las tasas de interés para retener capitales, y a la reducción de la demanda externa neta, Argentina ya estaba sufriendo una recesión en 1998-2001. Si en esas circunstancias hubiera permitido que, además, los medios de pago se contrajeran, para jugar con las reglas del modelo clásico, cuando la economía en realidad tenía una estructura “keynesiana” donde la demanda agregada juega un gran papel en la determinación del producto y el empleo, la recesión se habría convertido rápidamente en una depresión que habría acabado con el Gobierno. Ello explica que las autoridades, aunque mantuvieron el tipo de cambio fijo hasta que les fue imposible perder más reservas, intentaran paliar la recesión manteniendo el gasto público a punta de endeudamiento externo, que elevaran cada vez más las tasas de interés para atraer capitales y que establecieran, como último recurso, el “corralito” bancario.

Con tales mecanismos Argentina evitó caer de manera inmediata en la depresión pero entró en una recesión sin esperanzas y siguió acumulando cada vez mayores debilidades: más deuda externa privada y pública y mayor déficit de la cuenta corriente. Además, se hizo cada vez más claro que un colapso era inevitable, a pesar de los grandes intereses en negar lo evidente, y de toda la cuerda que el FMI le dio al país para que se ahorcara, en la forma de créditos que le permitieron diferir el ajuste mientras empeoraba la situación. A mediados de 2001 la inminencia del desenlace (el abandono de la convertibilidad y una megadevaluación del peso argentino) estaba de bulto para cualquier observador objetivo, como en su momento lo señaló en varios artículos el autor de este libro. Durante su último año la “convertibilidad” sólo sirvió para que las reservas del banco central de Argentina fueran saqueadas con la complicidad de las autoridades, pues continuaron siendo vendidas a muchos vivos a la absurda tasa de cambio de un peso argentino por dólar. Pocos meses después, una vez flotó la moneda, el precio del dólar superaría tres pesos argentinos.

Subrayo que la razón última del abandono de la convertibilidad al final de 2001 fue la imposibilidad de sostenerla. La breve depresión argentina de comienzos de 2002, en la etapa inicial de la flotación, resultó en parte del “arrastre” de la depresión creada en 2001, cuando se intentaba defender la convertibilidad mediante la desesperada medida del “corralito bancario”, y en parte del inevitable trauma de la cirugía requerida para salvar al paciente. A su vez el incumplimiento de pagos de ese país, y su posterior exigencia de una condonación del 70% de la deuda externa con el sector privado (que en 2005 logró, mediante acuerdo mayoritario con sus acreedores), fueron la consecuencia de haberse endeudado en exceso durante los años alegres de la primera etapa de la convertibilidad, y a tasas de usura durante los últimos años, cuando el Gobierno trataba de posponer el inevitable final.

Una cosa buena de la profundidad de la crisis argentina es que hizo desaparecer las recomendaciones de muchos ideólogos para que los países latinoamericanos adoptaran sistemas similares al de la convertibilidad, que pocos años antes se presentaba como el “modelo salvador” para Colombia y otros países.

Un país latinoamericano que adoptó un esquema cambiario aún más extremo que el de la convertibilidad fue Ecuador, que al inicio del año 2000 desechó su antigua moneda, el sucre, y adoptó la moneda de Estados Unidos, el dólar, sobre la cual obviamente carece por completo de control. La decisión se tomó en medio de una profunda crisis económica, causada precisamente por haber vivido durante años con una moneda sobrevaluada y haber financiado déficit crecientes de la cuenta corriente y del fisco nacional con deuda externa. A la dolarización no llegó Ecuador por una supuesta decisión de optimización sino porque el sucre había perdido toda credibilidad tras la megadevaluación de 1999, cuando el precio del dólar en sucres saltó más del 191% una vez los capitales dejaron de llegar para financiar un déficit corriente gigantesco. En 1998 ese déficit se estimaba en un 8,6% del PIB, convirtiendo a sucres el valor en dólares del déficit en dólares con un tipo de cambio claramente inadecuado de 6.780 sucres por dólar, cuando al final de 1999 el tipo de cambio alcanzaría 19.754 sucres por dólar, y cuando se adoptó la dolarización la conversión se hizo a 25.000 sucres por dólar. Si el déficit corriente de 1998 se hubiera convertido a sucres usando un tipo de cambio menos distorsionado que el de ese año, su relación con el PIB habría sido al menos del 15 %, más del triple de lo que las convenciones financieras internacionales consideran peligroso.

Como en Argentina, la deuda externa de Ecuador, antes de la crisis, era aplastante, pero ello también quedaba oscurecido por el uso de un tipo de cambio inadecuado para convertir esa deuda a sucres. Usando el tipo de cambio distorsionado de 1998 la deuda externa se calculaba en dicho año en un 61,8% del PIB. Con un tipo de cambio más realista ese coeficiente habría alcanzado al menos el 100%. Ello implica que, incluso con tasas de interés reales moderadas sobre esa deuda, digamos del 6% anual, el pago de los intereses se habría comido cada año todo el crecimiento del PIB más un buen pico. Pero, igual que Argentina, en los años previos a su crisis cambiaria Ecuador había comenzado a pagar tasas de interés de usura porque el Gobierno trataba de atraer capitales dispuestos a correr los riesgos cada vez más evidentes de un país con gran rezago cambiario. Y, como Argentina, una vez dejó de contar con suficiente financiamiento externo, pues hasta los capitales más aventureros prefirieron abstenerse, Ecuador entró en cesación de pagos y procedió a reestructurar su deuda externa. El país logró una rebaja del orden del 36% sobre la deuda externa distinta de la deuda con entidades multilaterales. Una razón por la que la rebaja fue mucho menor para Ecuador que para Argentina es que, una vez Ecuador adoptó la dolarización, y renunció al uso del instrumento cambiario para equilibrar su balanza de pagos, no podía permitirse adoptar una actitud dura frente a los capitales externos.

La adopción del dólar como moneda del país puso a Ecuador en una situación que tiene muchas similitudes con la de Argentina bajo la convertibilidad, pero es más extrema: ya no se trata de que los medios de pago sólo puedan crecer en proporción a las reservas internacionales sino de que la moneda del país es el dólar de Estados Unidos, el cual, obviamente, no puede ser emitido por Ecuador. Mientras la balanza de pagos sea superavitaria, la liquidez será suficiente e incluso abundante; pero si la balanza de pagos se torna deficitaria, la cantidad de dinero se reducirá a menos que se tomen medidas como aumentos de las tasas de interés, eventualmente a niveles exorbitantes, para atraer capitales y evitar que falte el circulante y el país caiga en una depresión. Y ya se sabe que al final de cuentas ni siquiera tasas de interés de usura logran atraer capitales suficientes. Por otro lado, el Ecuador dolarizado carece de toda posibilidad de recurrir a una devaluación para alterar la relación de los precios de las importaciones y las exportaciones a los precios locales y corregir por esa vía un déficit comercial. Si, por ejemplo, el precio del petróleo cayera profundamente y se generara un gran déficit corriente de balanza de pagos, con su consecuencia de una severa contracción de la liquidez (dólares) y efectos depresivos, no habría ninguna posibilidad de que mediante una devaluación se encarecieran las importaciones y se estimularan las exportaciones no petroleras para restablecer el equilibrio macroeconómico. El ajuste tendría lugar exclusivamente por la vía de una contracción de la producción, que redujera las importaciones. En resumen, tras la dolarización Ecuador carece de la posibilidad de ejecutar políticas monetarias o cambiarias como las que nuestros modelos del capítulo 5 sugieren para suavizar una recesión inducida por accidentes externos.

La dolarización funcionó bien entre los años 2000 y 2004 y puede seguir funcionando mientras Ecuador disfrute de un superávit de balanza de pagos, ya sea por la cuenta corriente –como en 2003 y 2004, gracias a los excelentes precios del petróleo y el aumento de las exportaciones físicas de crudo– o por ingresos de capitales dispuestos a llegar sin exigir rendimientos exorbitantes. Pero el punto de interés para este libro es si la estructura de la economía ecuatoriana queda mejor caracterizada por un “modelo clásico” donde la flexibilidad de los salarios garantiza el pleno empleo y el equilibrio de la balanza de pagos, a lo sumo con períodos de desempleo cortos mientras la economía se ajusta a una perturbación, o si sus condiciones se parecen más a las de una economía “keynesiana”, donde una eventual caída de la demanda agregada o de los ingresos por exportaciones, por una perturbación cualquiera, precipitaría una recesión prolongada, y donde la dolarización dejó al país sin instrumentos para atenuar esa recesión. Son muchas las fuentes de perturbación posibles: caídas del precio del petróleo, devaluaciones en otros países, remezones políticos, etc. Este libro no es de prospectiva económica, pero su autor se inclina a creer que, así como la evolución argentina aportó mucha luz al debate sobre la relevancia de los modelos teóricos para el mundo real, el futuro ecuatoriano aportará útiles referencias adicionales.