RECUERDEN A LOS QUE FRENARON LA RECUPERACIÓN DE ESTADOS UNIDOS
REMEMBER THOSE WHO SLOWED DOWN THE U.S. RECOVERY
Paul Samuelson*
* Profesor Emérito de Economía en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y Premio Nobel de Economía en 1970. Escritos tomados de Tribune Media Services, [http://www.tmsfeatures.com]. Traducción de Alberto Supelano.
Después del gran derrumbe del mercado de valores de octubre de 1929, el nuevo presidente republicano, Herbert Hoover, y su millonario secretario del Tesoro, Andrew Mellon, se opusieron estúpidamente a los macroprogramas públicos de estímulo económico. Ese pavoroso error arruinó para siempre su reputación en la historia.
La ciencia económica mucho ha avanzado desde entonces. No obstante e infortunadamente, el excelente equipo económico del presidente Obama aún está limitado y obstaculizado por los opositores republicanos del Congreso. Esa es la política, la peligrosa política.
Quizás más sorprendente, algunos macroeconomistas conservadores hoy se han convertido en opositores pesimistas al estímulo vigoroso del gobierno a la economía real. ¿Por qué unos especialistas en economía bien preparados quieren repetir los viejos errores en un momento crítico?
Es un hecho interesante, aunque no una explicación, que algunos de ellos estén repitiendo un viejo síndrome de Harvard. A comienzos de la década de 1930, las estrellas de Harvard incluían nombres tan famosos como Joseph Schumpeter y Edward Chamberlin. Ambos encabezaron el ataque contra el New Deal, el programa de recuperación de Roosevelt.
Schumpeter planteó que las depresiones eran buenas, no malas, porque proporcionan una “catarsis” (sea cual fuere el significado de esa palabra en este contexto) de las distorsiones del auge anterior. ¡Una depresión es, de hecho, lo que recetó el médico!
Pero Schumpeter no estaba solo. Otro austriaco famoso, Friedrich Hayek, que entonces vivía en Inglaterra, se granjeó una culpa eterna por su insistencia en limitar la expansión del crédito durante la deflación de 1931. Se dice que, en un seminario que se realizó en Londres en plena depresión, el joven asociado de J. M. Keynes, Richard Kahn, le preguntó a Hayek: “¿Quiere decir que si usted me presta una libra y la gasto en consumo estoy agravando la depresión?” Hayek le respondió: “Sí, y es muy complicado explicar por qué”. Pero es fácil explicar por qué Hayek perdió reputación como macroeconomista.
Ésta no era una peculiaridad austriaca. Chamberlin, el célebre inventor de la teoría de la competencia monopolística, contribuyó a la crítica del New Deal con la desquiciada opinión de que las depresiones eran “imposibles” porque la demanda nunca podía ser menor que la oferta. No es sorprendente que un periódico de Boston publicara un lúcido titular: “El equipo titular de Harvard se ponchó”.
En cierto modo, la historia se repite. Otra pareja de economistas de Harvard muy conocidos, Greg Mankiw y Robert Barro, parece inclinarse a una ideología conservadora al estilo Hoover-Mellon que intenta limitar y oponerse a la propuesta de Obama para reactivar la economía real. Su versión de la doctrina conservadora es ligeramente diferente.
Keynes y Richard Kahn argumentaron que en una economía con desempleo y capacidad ociosa excesiva un dólar adicional de gasto del gobierno en bienes, especialmente en bienes que los consumidores no compran normalmente, añadiría más de un dólar a la demanda del producto total.
Su razonamiento consistía en que la parte del ingreso privado adicional que se obtenía en la producción de lo que el gobierno compraba sería gastada por los que la recibían, y así sucesivamente. Las estimaciones actuales de este “multiplicador” indican que un dólar de gasto público en bienes genera, después de cierto tiempo, cerca de un dólar y medio de gasto total y de producto. Igual que todas esas estimaciones, ésta es aproximada e incierta; el efecto multiplicador “verdadero” puede ser diferente en circunstancias diferentes.
Se ha encontrado que la reducción de impuestos es menos eficaz porque los beneficiarios ahorran una parte considerable de ella, especialmente en épocas de incertidumbre.
Los actuales seguidores de Herbert Hoover afirman que el multiplicador es mucho menor, no igual a 1,5 sino quizás a 1,01 o a 1, y tal vez menor. Es probable que estén equivocados, y las afirmaciones exageradas son absurdas.
Los modelos de previsión usuales, que usan el gobierno y el sector privado, funcionan mejor con multiplicadores cercanos al 1,5 que se sugiere aquí. Un estudio comparativo del Banco de la Reserva Federal de Boston encontró que multiplicadores mucho más pequeños, como los que una vez defendió Milton Friedman, funcionan muy mal.
Pero aun si las compras públicas de bienes sólo añadieran esos bienes al producto nacional, ésa no sería una razón para oponerse a ellas en un momento en que se están despidiendo trabajadores y las fábricas están cerrando porque no pueden encontrar compradores privados de sus productos.
Tenemos muchos ejemplos de ascensos de la economía real impulsados por el gasto público: Estados Unidos después de 1940, y de nuevo en 1963-1967, e incluso la Alemania de Hitler. En esos casos, la fuerza impulsora fue el gasto militar. No hay ninguna razón económica para que el gasto en obras públicas pacíficas funcione de manera diferente.
¿Cómo explicar entonces tamaña estupidez en esta etapa del desarrollo de la ciencia económica y en un momento en que la economía real tiene una urgente necesidad de un impulso expansivo?
Parece haber dos explicaciones. La primera es que un largo periodo de crecimiento económico tranquilo, interrumpido únicamente por recesiones muy leves, adormeció a la joven macroeconomía con la creencia de que éste es el orden natural de las cosas y que las economías capitalistas modernas simplemente no pueden tener graves fallas de demanda. Ésta es una variante del error de Chamberlin. La otra explicación es que al parecer la ideología conservadora tiene licencia para la insensatez.
Se tarda tiempo para lograr buena reputación. Pero en la selva injusta de la ciencia, se puede perder de la noche a la mañana. Afortunadamente, después de un mal dictamen en la modelación económica, se puede hallar consuelo en la última frase de Lo que el viento se llevó: “Mañana será otro día”.