¿MIGRANTES O DESPLAZADOS?
MIGRANTS OR DISPLACED?
El desplazamiento forzoso en Colombia: un camino sin retorno hacia la pobreza, Ana María Ibáñez Londoño, Bogotá, CEDE -Universidad de los Andes, 2008, 277 pp.
Alberto Castrillón*
* Especialista en Historia Económica, profesor de la Universidad Externado de Colombia, Bogotá, Colombia, [jracastrillon@yahoo.com]. Fecha de recepción: 9 de junio de 2009, fecha de modificación: 16 de junio de 2009, fecha de aceptación: 2 de julio de 2009.
Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la
mayor parte de sus miembros son pobres y miserables.
Adam Smith
El libro que comentamos se ocupa de los desplazados que hacen parte del paisaje de las ciudades y pueblos colombianos. Los vemos en los semáforos, en los parques, en las parroquias, en las universidades y colegios, en los noticieros y documentales. Se ocupan de ellos algunas comunidades religiosas, ONG y estudiantes que, a través de las oficinas de Bienestar Universitario, les proporcionan alimentos y medicinas. Los desplazados hacen parte de la agenda diplomática –o mejor, de las dificultades diplomáticas– de Colombia. Hace unos días, el ministro ecuatoriano de Seguridad Interna y Externa, Miguel Carvajal, aseguró que a pesar de que siguen rotas las relaciones diplomáticas con Colombia, Ecuador continuará “con una política humanitaria en la recepción de refugiados colombianos –unos 130.000– que pasan al lado ecuatoriano”.
¿Quiénes son los desplazados? Para unos son una molestia: “ensucian el parabrisas del carro”; para otros son “guerrilleros”, “vagos”, “desocupados”, etc. Pocos saben que son personas que disponían de medios de vida, que les fueron arrebatados en las dos últimas décadas, particularmente en el último lustro.
LA CIZAÑA
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) reveló algo que el libro de Ana María Ibáñez demuestra con cifras e información contundentes: Colombia tiene, después de Sudán, el mayor número de desplazados internos, al menos 3,5 millones, aunque hay quienes calculan 4,3 millones; es decir, uno de cada diez colombianos es un desplazado. El comunicado de Naciones Unidas escandalizó a los medios y a los voceros del gobierno, unos expresaron su asombro por la magnitud del problema, otros descalificaron las cifras, y otros más sentaron su firme protesta porque es “inaudito” que nos traten como a un país africano, “argumento” éste similar al que esgrimieron cuando el fiscal Moreno Ocampo dijo en su visita a Colombia, en agosto de 2008, que el país está bajo la atenta observación de la Corte Penal Internacional, porque en Colombia “tenemos un máximo número de crímenes y una cantidad masiva de criminales”.
La tragedia de los millones de desplazados es un terreno cenagoso en el que se empantanan el ejecutivo y el legislativo, y académicos de distinguidas borlas como Armando Montenegro, quien, en lontananza de privilegio, sugirió en una columna de prensa1, que “muchas personas” fungen de desplazados, es decir son migrantes voluntarios. Para ilustrar esta afirmación se vale de una especie de cuento: una familia oriunda de un pueblo en el que no había violencia (sic), pero sí faltaban el trabajo y las oportunidades, decide llegar a Bogotá siguiendo el ejemplo de otros vecinos. Hoy –dice Montenegro– sus miembros “se encuentran satisfechos con su decisión”, gracias a que, a través de una “oscura firma de abogados” –que se llevó casi todos sus ahorros– pudieron ingresar al Registro Único de Población Desplazada y acceder a “los beneficios que ha venido creando el Estado en los últimos años”. Una vez dentro del sistema, los desplazados se niegan a aceptar empleos con salarios y prestaciones sociales, porque si los aceptan pierden el acceso al “Sisbén 1, Familias en Acción y otros programas sociales”. Según él, la familia de su historia no es un caso aislado, pues “existe evidencia” de que “muchas personas” se acogen a los beneficios de los desplazados, mientras otras permanecen en la informalidad porque no quieren perder “los beneficios que ha venido creando el Estado”. Y este comportamiento tiene un efecto perverso pues “miles” de empleadores eluden las normas laborales para no pagar las “onerosas contribuciones parafiscales”.
Esto tiene graves consecuencias sobre la estabilidad del sistema de seguridad social, porque incentiva a los desplazados y empleadores a optar por la informalidad, lo que ocasionará una “gran brecha fiscal que será explosiva al cabo de unos pocos años”. En suma, los subsidios inducen a muchos campesinos a migrar a las ciudades agravando los déficit de salud, vivienda y seguridad.
Esta delirante columna no dista demasiado de las declaraciones del ex consejero presidencial José Obdulio Gaviria, quien afirmó en Estados Unidos que en Colombia “no tenemos desplazados, tenemos migración [...] esa gente se fue para las ciudades y allá están como migrantes, más la gente que se fue del país, clase alta y media”. Por si no bastara tal muestra de infame avilantez, añadió que no existe conflicto armado interno, que el paramilitarismo desapareció, que las Águilas Negras son una “marca creada” por la oposición, que los sindicalistas en Colombia son asesinados por razones distintas a su labor sindical. Y que unos cuantos abogados se volverán “multimillonarios” gracias a la demanda instaurada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por el asesinato de 5.000 miembros de la UP, a razón de 200.000 dólares por cada víctima, de los cuales los oscuros abogados cobrarán el 35% de honorarios2.
EL TRIGO
No sobra recordar que en otros países, donde la desvergüenza tiene límites, la negación de crímenes como el Holocausto es un delito. Quizá no convenga adoptar en Colombia leyes similares, porque sería aún más trágico convertir en paladines de la libertad de expresión a los victimarios y a quienes oscurecen la verdad. No obstante, una ley de memoria histórica que busque la rehabilitación moral y jurídica de las víctimas es una obligación que no puede eludir la sociedad colombiana, so pena de comprometer su futuro como nación.
El libro de Ana María Ibáñez es un mazazo a la indolencia de los más y el cinismo de los menos que moran en las alturas de un poder que desdeña la ley y la justicia.
Para empezar, el pueblo en el que “no había violencia” de Armando Montenegro debe pertenecer a Dinamarca y no a Cundinamarca, y menos aún al resto del país, pues más del 90% de los municipios están afectados por el desplazamiento y casi todos son a la vez expulsores y receptores de desplazados. En cuanto a los “generosos” subsidios y ayudas, el 80% de los desplazados no reciben nada, según la Encuesta Nacional de Verificación. Para no hablar de programas como Familias en Acción que, como señalan analistas de las más diversas tendencias, no tienen otro propósito que el de servir a los fines electorales del gobierno3. Pensar que esas limosnas –que se escatiman a los tres meses de empezar a recibirlas, si se tiene suerte y se es admitido en el registro de desplazados– incentivan a los desplazados para no trabajar, y a los empleadores para no “formalizar”, no sólo es un disparate sino un insulto y un menosprecio a unos y otros.
El propósito del estudio de Ana María Ibáñez es mostrar de qué manera “los conflictos internos involucran a la población civil y entender las consecuencias de dichos conflictos sobre sus víctimas civiles” (p. 2). De los 24,5 millones de desplazados que habría en el mundo, los 3,5 millones de desplazados colombianos representan el 14,3%. En cuanto a las consecuencias del desplazamiento, baste señalar que del 95% de los desplazados está bajo la línea de pobreza y un 75% está por debajo de la línea de la pobreza extrema. “Lo anterior significa que un poco más del 42% de los pobres extremos son personas desplazadas”.
A pesar de la magnitud del desplazamiento, los “analistas” aún discrepan acerca de sus causas, con respecto a si el Estado debe o no compensar o reparar a las víctimas, si es responsable de sus padecimientos, etc. El libro de Ana María Ibáñez fue escrito por una economista, y sus conclusiones están respaldadas por un juicioso análisis estadístico. Nada más lejos que las opiniones comentadas arriba. El libro está estructurado alrededor de tres temas principales: la comprobación empírica de que los desplazados lo son por la violencia, es decir, que no se trata de “migrantes”, de “turistas”, ni de desplazados “voluntarios” que buscan mejorar la triste suerte que padecen en los campos; la valoración de las pérdidas económicas causadas por el desplazamiento; y el examen de políticas públicas que den a las personas desplazadas la oportunidad de volver a ser miembros productivos de la sociedad, capacidad que les fue arrebatada por sus victimarios. La conclusión se anuncia en el subtítulo del libro: a menos que la sociedad encare con decisión y responsabilidad esta tragedia, el desplazamiento será “un camino sin retorno hacia la pobreza”.
Los desplazados representan un cuarto de la población rural, lo que explicaría el pobre desempeño del sector agrícola: el crecimiento de los cultivos durante la última década fue inferior al 1%. Ibáñez calcula que el desplazamiento reduce en un 3% el crecimiento anual del sector. Entre los factores que propician inflación en Colombia, los alimentos pesan más que proporcionalmente. Para no mencionar la caída de los salarios reales, un 18%, de al menos la mitad de la fuerza de trabajo informal, debida al desplazamiento. No podía ser de otra manera si, de acuerdo con los cálculos de Ibáñez, en la última década se han abandonado unos 650.000 predios, cerca de 1,7 millones de hectáreas, casi el 50% de la superficie cultivada. La población desplazada no se compone precisamente de pobres sino de empobrecidos a la fuerza. Como dice la autora, los desplazados no son pobres, “ni mucho menos, migrantes económicos en busca de más y mejores oportunidades”.
En un Estado de derecho, las víctimas de tamaño atropello tienen derecho a ser reparadas y a ser objeto de una política pública distinta de la que tiene por objeto a los pobres de las ciudades. A la pregunta que plantea Ibáñez: “¿debe ser la población desplazada objeto de una discriminación positiva por parte de la política estatal?”, se debe responder afirmativamente, puesto que sin ella es prácticamente imposible que los desplazados se recuperen de su traumática experiencia, y se condenaría a su descendencia a una espiral de pobreza, y seguramente de violencia y degradación urbanas, en una dinámica que frustraría cualquier esfuerzo por conseguir una sociedad democrática y equitativa. Además, es su derecho: la sociedad no puede encogerse de hombros ante el hecho de que los desplazados no protesten o se contenten con limosnas. Amartya Sen nos enseña “los miserables sin esperanza pierden el valor de desear un trato mejor y aprenden a obtener placer de pequeñas concesiones”. Además, a los ojos del economista, es una necesidad, por cuanto se “trata de abogar por agentes económicos productivos y capaces de proveerse su sustento económico”.
Invertir todo lo que haga falta para romper el círculo infernal de la miseria, compensar a las víctimas, crear las condiciones para su recuperación económica y sentar las bases de una verdadera reconciliación es una obligación de todos, principalmente de las autoridades que permitieron semejante barbarie. Podríamos empezar por no elegir a los fiduciarios de los desplazadores. Como sociedad que aspira a ser bien ordenada, no sólo se lo debemos a los desplazados, nos lo debemos a nosotros mismos.
En cuanto a las tierras abandonadas por los desplazados –en general viudas y huérfanos–, el país ha asistido impávido a una verdadera contrarreforma agraria, lo que desvirtúa la opinión de que el desplazamiento es un efecto colateral, fortuito, del conflicto: el desplazamiento “es una estrategia deliberada de guerra de los actores armados para alcanzar fines específicos”. La Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, CODHES, calcula en cinco y medio millones de hectáreas la extensión de las tierras arrebatadas a los desplazados, un millón y medio más que los estimativos del CEDE de la Universidad de los Andes. El desplazamiento se acentuó en el período 2002-2006, lo que en términos de concentración de la propiedad territorial significa que en 2003 el 0,5% de los grandes propietarios acaparaba el 63% de la tierra, mientras que los pequeños propietarios –el 85% del total– sólo poseía el 9% de la tierra. Teniendo en cuenta que el desplazamiento durante el período 2004-2008 alcanzó cifras escandalosas – CODHES habla de 380.000 personas en 2008–, la situación es dramática4. Este fenómeno es correlativo de otro, al decir de Salomón Kalmanovitz, que lleva años estudiando la agricultura colombiana:
La contrarreforma agraria está pronta a legalizarse gracias a que el Ejecutivo ha sido conquistado por un Presidente que se identifica como hacendado y quien aspira a controlar la política nacional por varias décadas. El Congreso, entretanto, cuenta con una desproporcionada representación de la élite terrateniente que viene legislando a su favor, para legislar el despojo5.
El último capítulo del libro analiza la posible situación de los desplazados una vez termine el conflicto que dio origen al desplazamiento; por ejemplo, el retorno a sus sitios de origen. Para la autora, éste “es considerado como la política óptima para la población desplazada”, porque significa la recuperación de redes sociales y mercados, y del entorno institucional y cultural en el que los desplazados se mueven de manera natural. Aquí surgen varias preguntas: ¿es seguro volver a los sitios de origen, cuando permanecen allí los victimarios? ¿Es posible restituirles los bienes que les despojaron? ¿Es una opción real y óptima para todas las familias? ¿Hay quienes prefieren alejarse del todo de aquellos tristes lugares? De acuerdo con las encuestas de Ibáñez, sólo el 10% de los desplazados manifestó el deseo de retornar, y de éstos sólo el 7% retornó. Además, no parece que haya demasiada voluntad del gobierno para restituir las tierras, pues el retorno de los desplazados comprometería la política de “seguridad”. La verdad es que está ampliamente documentada la implementación de grandes proyectos agroindustriales en tierras de desplazados como en las tierras de las comunidades negras en Curvaradó y Jiguamindó.
Uno de los abundantes méritos del libro de Ana María Ibáñez es el tratamiento exquisito y riguroso de la información, capaz de satisfacer las exigencias de formalización de los más conspicuos econometristas. Llama la atención una expresión de la autora, poco usual en estos tiempos de pretendida asepsia intelectual: al agradecer el conocimiento y el entusiasmo de sus colaboradores para realizar las encuestas a los desplazados, dice: “cimentaron mi compromiso con la población desplazada” (p. 7). Ese debería ser el compromiso de los intelectuales: contribuir a la emancipación de todos los que sufren el abuso de las élites. La élite nuestra, impresentable desde cualquier punto de vista, parece haber hecho suyas las consignas a las que se refirió Orwell en 1984: La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza. Vale la pena recordar una frase de Pier Paolo Pasolini:
Hay intelectuales, los intelectuales comprometidos, que consideran deber propio y ajeno hacer saber que tienen derechos a las personas adorables que no lo saben; incitar a no renunciar a las personas adorables que saben que tienen derechos pero renuncian a ellos; empujar a todos a sentir el impulso histórico de luchar por los derechos de los demás; y, en fin, considerar indiscutible y fuera de toda duda el hecho de que entre explotados y explotadores, los infelices son los explotados.
NOTAS AL PIE
1. “Desplazados por subsidios”, El Espectador, 17 de octubre de 2008.
2. Revista Cambio, 5 de noviembre de 2008.
3. Ver, p. ej., Gaviria, A. “Plata tiene que haber”, El Espectador, 4 de abril de 2008.
4. Ver Uprimny, R. “Despojo, desplazamiento y democracia”, El Espectador, 8 de junio de 2009. Para una discusión de las cifras del CODHES, ver Gaviria, A. “Desplazados y estadística”, El Espectador, 4 de octubre de 2008 y la réplica de Rojas R., J. “Desplazamiento en cifras”, El Espectador, 6 de octubre de 2008.
5. Kalmanovitz, S. “La contrarreforma agraria”, El Espectador, 7 de junio de 2009.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. CODHES [www.codhes.org].
2. Granada, S. “Caracterización y contextualización de la dinámica del desplazamiento forzado interno en Colombia 1996-2006”, Documentos de CERAC 12, 2008.
3. Ibáñez, A. M. El desplazamiento forzoso en Colombia: un camino sin retorno hacia la pobreza, Bogotá, CEDE, Universidad de los Andes, 2008.
4. Ibáñez, A. M. y P. Querubín. “Acceso a tierras y desplazamiento forzado en Colombia”, Documentos CEDE 23, 2004.
5. OCHA [www.colombiassh.org].
6. Pasolini, P. Cartas luteranas, Madrid, Trotta, 1997.