EL CONCEPTO DE INCENTIVO EN ADMINISTRACIÓN. UNA REVISIÓN DE LA LITERATURA
THE CONCEPT OF INCENTIVE IN MANAGEMENT. LITERATURE REVIEW
Yuri Gorbaneff *
Sergio Torres**
José Fernando Cardona**
* Magíster en Economía, profesor del Departamento de Administración de Empresas de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia, [yurigor@javeriana.edu.co].
** Doctor en Ciencias Económicas y Empresariales, director del Departamento de Administración de Empresas de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia, [storres@javeriana.edu.co].
*** Magíster en Administración de Salud, director de postgrados de Administración en Salud de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia, [jscardona@javeriana.edu.co]. Fecha de recepción: 2 de septiembre de 2009, fecha de modificación: 5 de noviembre de 2009, fecha de aceptación: 24 de noviembre de 2009.
RESUMEN
[Palabras clave: incentivo, forma de gobernanza, costos de transacción; JEL: J33, D23]
En este trabajo se revisa y se discute la literatura sobre el concepto de incentivo en la administración; la visión de los incentivos de los filósofos griegos clásicos, los economistas clásicos, la administración científica, las teorías de la agencia, los contratos, los derechos de propiedad y los costos de transacción. La discusión muestra que esta última teoría, con su idea de formas de gobernanza, ofrece una visión integral de los incentivos que permite explicar las paradojas que son inexplicables desde otras perspectivas teóricas. El trabajo formula de manera explícita las relaciones entre los diversos aspectos de los incentivos y contribuye a la construcción de un modelo formal de los incentivos, fundamentado teóricamente y útil en la práctica.
ABSTRACT
[Keywords: incentive, governance form, transaction costs; JEL: J33, D23]
The paper reviews and discusses the literature on the concept of incentive in management; the visions of ancient Greek philosophers, classical economists, scientific management, agency theory, contracts, property theory and transaction costs theory. The discussion shows that the transaction costs theory, with its central idea of forms of governance, constitutes a comprehensive view of incentives that explains what are the inexplicable paradoxes for other theoretical perspectives. The paper analyzes the relations between incentives and helps to build up a theoretical and useful formal model of incentives.
HISTORIA DEL CONCEPTO
El incentivo es la promesa de una compensación por realizar cierta acción que desea quien ofrece el incentivo (Laffont y Mortimer, 2002). Es la recompensa total, que abarca los aspectos financieros y no financieros, condicionada a la medición del resultado de un trabajo o a la observancia de ciertas normas de conducta (Town et al., 2004). Siempre han existido incentivos, por lo menos desde que apareció la división de trabajo y el intercambio económico (Laffont y Mortimer, 2002). El mercado de competencia perfecta ofrece un incentivo obvio: la expectativa de ganancias.
Los filósofos clásicos no prestaron mucha atención al incentivo. Aristóteles no fue más allá de observar que al trabajador, sea esclavo o libre, se lo maneja con la promesa de satisfacer sus necesidades y con la amenaza de castigo. Su relativo desinterés por el tema también obedecía a la baja valoración del trabajo productivo como ocupación secundaria para un ciudadano de la polis; él se interesó más en la responsabilidad moral de la persona. Como el trabajador cumple las órdenes del amo, la libertad de su voluntad está en cuestión y junto con la libertad, su responsabilidad moral (Craig, 1998).
Los incentivos del mercado fallaban en la provisión de bienes públicos. Este hecho llamó la atención de los filósofos antiguos pero tampoco los inspiró para estudiar los incentivos. Por ejemplo, para Aristóteles, la producción de bienes públicos era un asunto exclusivamente moral. Si la persona es racional, busca la virtud (areté) y el bien común; no necesita un incentivo especial para ser buen ciudadano (ibíd.).
Los chinos avanzaron más. El filósofo Mozi (siglo V a C) y la escuela legalista formularon el concepto de incentivo e hicieron una tipología de los incentivos. Primero, el ejemplo del líder es un buen incentivo porque las personas tratan de imitarlo. Segundo, una gama de premios y castigos materiales y sociales, entre los que figuran el castigo divino y premios intangibles como el honor y la reputación. Finalmente, la persuasión. La persona se comportará en forma correcta si su jefe o su par le dan una buena razón (ibíd.).
Adam Smith profundizó el estudio de los incentivos. “Los salarios del trabajo dependen del contrato que se celebra entre estas dos partes, cuyos intereses de ningún modo son idénticos. El trabajador desea recibir cuanto más sea posible y los patronos dar cuanto menos sea posible” (Smith, 1776, lib. 1, cap. 8, 110). El hombre debe vivir siempre de su trabajo, y su salario debe ser al menos suficiente para mantenerlo (ibíd., 112).
Su análisis del salario y de la relación entre el trabajador y el patrono contrasta con la cándida referencia a la situación del esclavo, que no es productivo porque carece de propiedad. Para explicar esta relación ineficiente empleó argumentos no económicos, como el deseo del amo de dominar a sus empleados (ibíd., lib. 3, cap. 2, 496-498).
Smith descubrió las limitaciones de la ganancia como incentivo tomando como ejemplo el contrato de arrendamiento de la tierra y los insumos necesarios para cultivarla. El contrato establecía que todo lo que se produjera en la finca se dividiría en partes iguales entre el dueño y el arrendatario. Era legítimo esperar que, con ese arreglo, el arrendatario hiciera su máximo esfuerzo, porque cuanto más produjera la finca más altos serían sus ingresos. Pero ocurría algo inesperado. “El trabajador arrendatario no está interesado en invertir nada en el mejoramiento de la tierra porque el dueño de la tierra disfrutará de la mitad del producto sin hacer nada” (ibíd., 499). “En Francia, los propietarios se quejaban de que los arrendatarios aprovechaban cualquier ocasión para utilizar el ganado en el transporte y no en el cultivo de la tierra, porque en el primer caso obtenían todas las ganancias, mientras que en el segundo tenían que repartirlas con el señor” (ibíd.). En suma, el resultado era una falta de inversión y de esfuerzo que los incentivos de mercado no podían corregir.
Alfred Marshall (1890) demostró que, además del salario, los aspectos cualitativos del trabajo actúan como incentivo o desincentivo. Y compartió la evaluación de Smith acerca de los contratos de arrendamiento basados en el reparto de la cosecha. La inquietud de Smith y de Marshall por la ineficiencia de los contratos de arrendamiento en el agro fue abordada desde diferentes perspectivas por Marx y por F. Taylor. Marx la explicó mediante la alienación e identificó cuatro tipos en la relación laboral: con respecto a la propia actividad, con respecto al producto o servicio que se produce, con respecto a los compañeros de trabajo y con respecto a la naturaleza humana (Craig, 1998). La alienación explica por qué la persona no se siente comprometida y no entrega toda su capacidad de trabajo.
Partiendo de Babbage, quien llamó la atención sobre la necesidad de medir el desempeño del trabajador para diseñar un esquema eficiente de incentivos, Taylor juzgó necesario establecer un estándar de productividad y aislar el esfuerzo individual. La cuadrilla trabaja al ritmo del peor obrero, observó. Por ello, para que funcione como incentivo, el pago por pieza debe ser individual (Taylor, 1976). Si la administración no estudia el trabajo y se basa en la iniciativa del empleado y en el incentivo no es profesional (Chiavenato, 2006).
Para Taylor, el incentivo no se limita al dinero e incluye la forma de organización dentro de la que se realiza el trabajo. Desarrolló entonces el método para analizar el puesto de trabajo e hizo estudios empíricos para cuantificar la productividad estándar (Taylor, 1976). Y respondió a Smith: el esclavo es poco productivo no porque carezca de propiedad sino porque el amo no conoce la productividad estándar.
Taylor definió el incentivo como el ofrecimiento de una remuneración mayor de la que se da normalmente en la industria (Taylor, 1984, 41). Su administración científica recurría al incentivo para motivar a los empleados y así alcanzar y sobrepasar las metas de producción. Si hacían la tarea correctamente y en el tiempo asignado, recibían un incremento con respecto al salario ordinario (ibíd., 45, 79). Así, el pago por pieza se combinaba con el salario básico correspondiente a cierta cantidad de producto (Grant, 1999). La función del salario básico es asegurar al trabajador contra situaciones en las que, por alguna razón externa, la producción se detenga en el nivel estándar o por debajo del estándar.
El modelo de ingreso neto por el esfuerzo intenta modelar el desempeño combinando el incentivo con el cansancio que resulta de un mayor esfuerzo. El costo subjetivo del esfuerzo del trabajador es alto cuando produce menos que la cantidad básica porque siente remordimientos de consciencia. Y vuelve a crecer cuando, en respuesta al incentivo, aumenta la intensidad del trabajo por encima del nivel básico. El trabajador elige la cantidad que maximiza la diferencia entre el costo del esfuerzo y el pago por pieza (ibíd.). La teoría clásica del incentivo postula que cuanto mayor es la pendiente de la función de pago, mayor es el esfuerzo del trabajador, pero no explica qué cantidad de motivación adicional se puede conseguir con una mayor pendiente de la función de pagos (ibíd.).
Para Taylor, el incentivo no se limitaba al dinero y adoptaba diferentes formas: la esperanza de un ascenso, un sistema generoso de pago por pieza, primas de diverso tipo por la rapidez y calidad del trabajo, menos horas de trabajo, mejores condiciones de trabajo que las normales, incluidas la consideración y la amistad entre los trabajadores y la gerencia (Taylor, 1984, 41).
El amplio uso del incentivo por la administración científica enfrentó una fuerte oposición. Sus adversarios la criticaron como un sistema cruel de dominación, explotación y deshumanización de las personas (Chiavenato, 2006, 61, y Grant, 2006, 30).
El uso de incentivos en la industria fue acompañado del abandono de las ideas aristotélicas sobre la racionalidad y la libertad del agente económico. Los trabajos de Iván Pavlov sentaron las bases experimentales para entender cómo funcionan los incentivos.
Junto con la administración científica, el término incentivo se empezó a usar en la psicología conductista y en la ciencia política de tendencia socialista. Se pensaba que los incentivos eran necesarios para corregir las fallas de fuerzas automáticas como el mercado, el hábito, el instinto, y lograr un cambio social progresivo. Esta idea de incentivo nació en el contexto de la ingeniería y del control social, en procura del progreso social (Grant, 2006, 30). La administración científica y el conductismo influyeron en la comprensión moderna del incentivo como dispositivo que altera el comportamiento. La función de los incentivos es asignar responsabilidades y motivar a empleados o proveedores a dirigir sus esfuerzos en pos de los objetivos de la organización (Kowtha y Leng, 1999, 96). Es un ofrecimiento de algo valioso, que puede o no tener un equivalente en dinero, para influir en la persona y alterar el curso de su acción (Grant, 2006, 29). Así, el incentivo ocupa un lugar entre dos formas clásicas de poder: la persuasión y la coerción. La persuasión es el uso del discurso o de símbolos para influir en las personas, y la coerción el uso de amenazas de fuerza para controlarlas (ibíd., 32). Cuando se usan incentivos no se necesita convencerlas ni amenazarlas. Así las élites y las instituciones pueden dar forma a sus acciones sin discutir públicamente los asuntos ni persuadir a nadie. Desde este punto de vista, los incentivos son éticamente problemáticos (Grant, 2006).
Chester Barnard (1964, 139) refinó la teoría del incentivo. “Elemento fundamental de la organización es la voluntad de las personas para aportar su esfuerzo individual al sistema de cooperación. Los incentivos inadecuados crean discordia, tergiversan el propósito organizacional y hacen fracasar la cooperación. Por eso el diseño de los incentivos adecuados es la tarea prioritaria de la gerencia”. Según él, los incentivos no son todopoderosos y siempre hay lugar para la discreción administrativa en la entrega de premios y castigos, lo que luego se llamará incompletitud contractual.
La aplicación de la psicología conductista a la administración produjo una explosión de trabajos sobre la motivación, a la que se definió como la voluntad de hacer un alto nivel de esfuerzo para alcanzar ciertos objetivos. La motivación surge en forma espontánea como consecuencia de las necesidades físicas y sociales de la persona. La gerencia puede manipular la motivación mediante incentivos. La investigación conductista comprobó la importancia de los incentivos no monetarios. Además, se demostró que el incentivo monetario reduce la motivación intrínseca que tenía la persona antes de ofrecerlo (Bowles, 1998). Claro que este hallazgo sólo se aplica a las actividades que quería hacer de todos modos antes de que se le ofreciera el incentivo. Un resumen de las teorías de la motivación se encuentra en los textos estándar sobre comportamiento organizacional e historia de las ideas administrativas (Chiavenato, 2006).
LOS INCENTIVOS Y LA TEORÍA DE LA AGENCIA
Según la teoría de la agencia, la teoría económica de los incentivos (Gibbons, 1998), en las interacciones económicas existen dos partes, el principal y el agente. El principal contrata al agente para realizar un trabajo por cuenta del principal. Para facilitar la tarea, éste delega parte de su autoridad al agente. Aquí empiezan las dificultades. Primera, la información entre las dos partes es asimétrica, es decir, el agente sabe más sobre la tarea que realiza que el principal; el problema de información oculta o de selección adversa. Segunda, el principal no puede observar directamente la acción y el nivel de esfuerzo del agente, y es costoso vigilar al agente; el problema de acción oculta o de riesgo moral. El agente aprovecha que la supervisión es costosa y tiende a comportarse en forma oportunista. Tercera, el resultado de la acción del agente no depende sólo de él sino también de factores externos (cambios en la demanda, acciones de la competencia) y es costoso o imposible aislar sus efectos. Si, en estas condiciones, la gerencia insiste en relacionar el pago con el resultado, lo único que hace es aumentar la incertidumbre para el trabajador, sin aumentar su motivación (Milgrom y Roberts, 1992). Cuarta, el principal y el agente son racionales y buscan maximizar su utilidad. Las mejores decisiones para el agente pueden parecer malas para el principal, a no ser que el agente esté debidamente restringido. En este caso estará privado de autoridad y la relación perderá sentido (Jensen y Meckling, 1976; Furubotn y Richter, 1998; Petersen, 1995, y Foss, 1995). Por último, el agente prevé que el gerente aumentará el estándar de desempeño si revela su verdadera capacidad de trabajo, y tiene un incentivo perverso para restringir su desempeño (Zenger y Marshall, 2000).
En vista de los problemas de la relación agente-principal, la única manera de lograr un buen rendimiento es ofrecer al agente los incentivos correctos para alinear sus intereses con los del principal. La idea central del diseño de los incentivos es balancear el riesgo y el incentivo. Si el agente sólo recibe el pago fijo no corre ningún riesgo, pero tampoco tiene incentivos. Si sólo recibe el pago variable según su desempeño tiene el incentivo, pero queda expuesto al riesgo. Un contrato eficiente se sitúa entre estos dos extremos (Prendergast, 1999, y Gibbons, 2005). El gerente puede diseñar el incentivo si sabe medir el desempeño del agente. Cuando el resultado del trabajo del agente es tangible y cuantificable, es fácil relacionar el incentivo con el resultado. Cuando no lo es, el principal debe contentarse con supervisar la acción del agente y entregarle el incentivo cada vez que lo ejecuta correctamente (Ouchi, 1977). Algunos estudios empíricos muestran que el control del comportamiento del agente se usa cuando es difícil medir el resultado (Eisenhardt, 1989).
Un puesto de trabajo suele combinar tareas tangibles e intangibles. Si el principal quiere pagar por el desempeño, debe establecer un número limitado de indicadores para medir el desempeño. El agente aprende a trabajar para mejorar los indicadores y tiende a descuidar otros aspectos del (Prendergast, 1999), lo que en la literatura se conoce como actividad “multitarea” (Holmstrom y Milgrom, 1991, e Institute of Medicine, 2007). Cuando el agente es responsable de varias tareas, el problema del contrato no es balancear el riesgo y el incentivo. El principal también debe preocuparse por el efecto del incentivo de realizar una tarea sobre las otras (Boulton y Dewatriport, 2005, y Milgrom y Roberts, 1992).
Este problema es evidente en el sector de la salud porque los indicadores de desempeño pueden ser contradictorios. En la atención médica se persiguen tres objetivos: la calidad clínica, la atención centrada en el usuario y la eficiencia. El énfasis en la calidad clínica puede aumentar los costos. El énfasis en la eficiencia puede perjudicar la calidad clínica, y el énfasis en la calidad y la eficiencia puede llevar a que la atención no se centre en el usuario (Institute of Medicine, 2007). Quizá por ello la intensidad de los incentivos, o el monto de la parte variable del pago, es baja en la práctica (Zenger y Marshall, 2000, e Institute of Medicine, 2007).
Los problemas de multitarea se podrían resolver con contratos relacionales, en los que las partes usan su conocimiento de la situación
para ajustar el contrato a los cambios del ambiente. Pero estos contratos no pueden ser impuestos por los juzgados, son auto impuestos (Gibbons, 2005). El contrato relacional, que intenta combinar la teoría clásica de la agencia y la teoría de costos de transacción, reconoce la existencia de incertidumbre y racionalidad limitada. Para Gibbons, el contrato de incentivos no puede ser único el marco conceptual para analizar y diseñar los incentivos.
La teoría de la agencia explora el torneo como alternativa a incentivos clásicos como el pago por el desempeño, donde el agente tiene control directo de su compensación, excepto cuando intervienen factores externos. En el esquema del torneo, los incentivos dependen de la capacidad de los agentes para manejar la probabilidad de la victoria. Pero tiene rasgos de lotería que parecen aleatorios a los participantes, y es poco útil como incentivo (Boulton y Dewatriport, 2005). Su único rasgo útil es que aísla el efecto de los factores externos porque se aplican las mismas reglas a ambos agentes (ibíd.).
La teoría de la agencia, que se centra en el balance del riesgo y del incentivo, tiene poca utilidad práctica. Es demasiado abstracta para captar las características del problema real de la contratación. En la realidad, el conjunto de opciones del agente es más rico de lo que supone la teoría, y las variables contingentes del contrato son difíciles de especificar en un modelo formal (ibíd.).
El diseño de mecanismos es una rama de la teoría de la agencia que busca resolver el problema de la asimetría de la información. En este enfoque, el vendedor tiene información privada sobre el bien o servicio de la que el comprador carece. La teoría ofrece la manera de hacer transparente el negocio. El comprador simplemente debe ofrecer al vendedor un menú de contratos. El vendedor elige alguno de ellos y así revela al comprador su información privada. Una vez descubierta la información privada del vendedor, el comprador puede ofrecerle ex ante el contrato óptimo (Aspremont, 1999).
Bajari (2001) construyó un modelo de selección de contratos que incluía dos variables clave desde la óptica de los costos de transacción: la complejidad del producto y la incertidumbre ambiental. Este modelo ayuda a pensar el contrato como un atributo de la forma de gobernanza pero deja de lado otros dos atributos: la intensidad de los incentivos y el control administrativo. El problema de la contratación es la adaptación ex post más que el diseño del contrato óptimo ex ante. Bajari concluye que la selección del tipo de contrato no elimina la asimetría de la información. Se requieren otros mecanismos, como la competencia entre proveedores y la reputación.
PARADOJAS DE LOS INCENTIVOS
La teoría económica y la organizacional clásica afirman que el incentivo es útil para aumentar el desempeño. La literatura moderna es más cautelosa e identifica situaciones aparentemente paradójicas, cuando el incentivo no es útil. Edward Deming se opuso al pago por desempeño en el ambiente organizacional (Deming, 1993, y Anderson et al., 1994).
Fehr y Rockenbach (2006) reportan los resultados de un experimento que mostró el efecto indeseable del incentivo negativo (sanción) sobre la cooperación. El experimento usa la sanción y no permite la interacción repetida. Dentro de sus limitaciones, el experimento demostró que el incentivo tiene un efecto negativo sobre la motivación altruista.
Por otra parte, el incentivo crea dependencia y puede perjudicar el desempeño cuando se suprime. Benabou y Tirole (2006) construyeron un modelo que incluía la dificultad de la tarea y la capacidad del agente como variables, y confirmaron que el incentivo lleva a la desmotivación. También mostraron otras situaciones que no explica la teoría de la agencia. Por ejemplo, los incentivos asociados a la fruta prohibida” y el efecto del control administrativo sobre la eficacia el incentivo. Si el control es eficaz, puede funcionar algún incentivo, pero si el control se debilita, el incentivo puede volverse contraproducente. La teoría muestra que el incentivo reduce la motivación intrínseca, pero no es claro si pasa lo mismo cuando está acompañado por el empoderamiento (ibíd.).
Desde hace algún tiempo se detectó que el efecto del incentivo depende de factores que no pertenecen al menú de incentivos, como el grado de integración vertical entre el proveedor y el comprador, de las economías de escala, de si los proveedores del servicio (p. ej., los médicos) son independientes o actúan en grupo, de las relaciones de propiedad, de la supervisión y de la capacidad administrativa (Douglas y Christianson, 2004).
Los incentivos, como señalaron los críticos de la administración científica, no son éticamente neutrales. Si A, en vez de intentar persuadir a B, le ofrece un incentivo económico, puede ofenderlo. Puede parecer que A cree que B es tonto y que no entiende los argumentos o que cree que B es malintencionado, pero que puede comprar su consentimiento (Grant, 2006). Para no hablar de situaciones en las que el incentivo induce a hacer algo moralmente dudoso. A veces, el objetivo del incentivo puede ser legítimo, pero las consecuencias de ofrecerlo, éticamente problemáticas. Por ejemplo, las aseguradoras crearon incentivos para que los médicos limiten los costos, un incentivo contenido en el pago por capitación. Con este esquema, la aseguradora “entrega” sus afiliados a una prestadora y le paga una tarifa fija por usuario. La prestadora gana la diferencia entre el pago fijo por persona y el costo de prestación del servicio. El incentivo apunta a un objetivo legítimo. Pero el afán de reducir los costos puede llevar a que la prestadora, de manera amoral, eleve las barreras de acceso para los usuarios. El uso del incentivo equivale al uso del poder. Por ello el incentivo, igual que el poder, debe estar sometido a una auditoría moral (ibíd.).
La teoría económica clásica y la teoría de la agencia no permiten entender el papel de la reputación como incentivo (de Miguel et al., 1998). La reputación no es el incentivo pero funciona como tal dentro de ciertas formas de gobernanza, como las alianzas y las jerarquías, y carece de importancia en las transacciones spot.
Flamholtz indica que el hecho de que una actividad esté sujeta a medición influye en el comportamiento de la persona que la ejecuta, “aunque la meta-teoría de medición que describe el efecto conductual no existe por ahora” (1996, 54).
Grossman y Hart (1986) demostraron que la asignación de la propiedad y la decisión sobre la integración vertical no son indiferentes para los incentivos.
Gibbons (2005) construyó un modelo que muestra que la preocupación por la carrera –continuidad y ascensos en el empleo– es un incentivo dentro de las organizaciones. Es decir, la preocupación por la continuidad de la relación contractual es un incentivo. Mientras que Donaldson y Lorsch (1983) encontraron que la aspiración de los gerentes es la supervivencia de la organización, de modo que la promesa de continuación del contrato funciona como incentivo.
Gorbaneff y Restrepo (2007) hicieron explícito el mecanismo por medio del cual la posibilidad de integración vertical entre las empresas petroleras mayoristas en Colombia afecta los incentivos de los distribuidores minoristas y los obliga a reducir su oportunismo.
La literatura organizacional moderna muestra que es difícil explicar el incentivo sin tener en cuenta otros aspectos de la transacción. Lo que motiva no es sólo el pago por el desempeño sino la red de relaciones, que incluye las condiciones del contrato y la intensidad del control administrativo.
INCENTIVOS, DERECHOS DE PROPIEDAD Y CONTRATOS
La teoría de los derechos de propiedad –propuesta por Alchian y Demsetz (1972), y desarrollada por Fama y Jensen (1983), Hart y Moore (1990)– toca tangencialmente el tema del incentivo cuando recomienda combinar los derechos de propiedad sobre los ingresos residuales con la capacidad para decidir de la persona en mejor posición para aumentar esos ingresos (Windsperger y Yurdakul, 2009), lo que incentiva un mejor uso de los recursos. Es decir, el mejor incentivo es el del mercado, y lo recomendable es imitarlo hasta donde sea posible. Pero la teoría no explica qué hacer con los incentivos cuando la asignación de derechos no es posible, por ejemplo, por los altos costos de transacción.
La teoría de los contratos ocupa un lugar intermedio entre la teoría de la agencia y la de los costos de transacción. El diseño de los contratos debe asegurar los incentivos correctos. Seshadri (2005) describe los tipos comunes de contrato. Primero, el de precio fijo, cuya ventaja consiste en que no se necesita auditar los costos del proveedor. El agente (proveedor) asume todo el riesgo. Si el proveedor hace el trabajo con un costo inferior al planeado, la ganancia es suya. Si el costo es mayor, suya es la pérdida. Este esquema funciona bien cuando el agente es neutral al riesgo y tiene mentalidad empresarial.
Segundo, el de costo plus, donde todo el riesgo recae sobre el principal (comprador). El agente recibe la compensación de sus costos menos la prima de riesgo, porque no corre riesgos. Este tipo de contratos puede no tener un plus y compensar al agente simplemente por el servicio prestado, como los contratos de pago por servicios. Y puede prever un pago adicional por el buen desempeño, bien sea un pago fijo o un porcentaje de los costos, aunque este último es un incentivo perverso para inflar los costos (ibíd.).
Tercero, el contrato de incentivos, que intenta evitar los inconvenientes de los dos anteriores y premia al agente cuando el costo real es inferior al costo propuesto en la licitación, y lo castiga cuando el costo real es mayor (ibíd.). El contrato de incentivos puede mezclar los dos contratos básicos (costo fijo y costo plus). Cuando la tasa de participación es igual a uno, el contrato de incentivos es idéntico al de costo fijo. Cuando la tasa es cero, es igual al contrato de costo plus. Así, el contrato de incentivos permite repartir con precisión el riesgo entre el principal y el agente.
La teoría de la agencia se basa en la idea de contratos completos, es decir, donde se prevén las contingencias, y la comunicación y el control son gratuitos (Laffont y Martimort, 1997). Para relajar los supuestos de la teoría clásica de los incentivos, hay que introducir los costos de transacción y entrar en el mundo de los contratos incompletos. De acuerdo con Williamson (1989), la redacción de los contratos completos es costosa por tres razones: primera, algunas contingencias siempre serán imprevistas porque las partes tienen racionalidad limitada. Entre paréntesis, la teoría clásica de la agencia supone que se puede pronosticar el futuro. Segunda, redactar las contingencias, comunicarlas y negociarlas es costoso; otra diferencia con la teoría clásica, que supone que la comunicación es gratuita. Tercera, la incapacidad del juez para imponer el contrato porque algunas contingencias no están formuladas de manera explícita (Laffont y Martimort, 1997). Los autores de esta corriente sugieren el contrato relacional autoimpuesto basado en la confianza y la reputación (Gibbons, 2005; Nguyen, 2007, y Richman, 2004).
El segundo pie de la teoría de contratos se asienta en el terreno de los costos de transacción (Boulton y Dewatriport, 2005), donde los contratos tienen diferentes grados de completitud. Un contrato es completo cuando las partes prevén todas las contingencias y las dejan sentadas por escrito, la información es simétrica, el contrato es obligatorio legalmente y se puede hacer valer en un juzgado. Redactar un contrato completo es costoso debido a la incertidumbre y a la racionalidad limitada, por ello se prefieren los contratos incompletos. Un contrato real se ubica en algún punto del continuo entre completitud e incompletitud total (Furubotn y Richter, 1998). Cuando ocurre la contingencia, las partes deben enfrentarla sin tener clara la responsabilidad recíproca. La renegociación abre espacio al oportunismo, porque los agentes han hecho inversiones específicas. En el modelo clásico de Grossman y Hart (1986), el futuro proyecta su sombra en el presente y la empresa contratista, previendo la renegociación y la división de las utilidades, hace una inversión menor que la esperada. Salen perdiendo el comprador y el contratista. Los contratos incompletos son difíciles de manejar, por dos razones. Primera, una de las partes puede hacer una inversión específica y exponerse al riesgo de ser explotada por la otra, el fenómeno de hold up identificado por Klein, Crawford y Alchian (1978). La segunda es la incertidumbre. El comprador no sabe qué servicios puede necesitar. El contrato puede especificar sólo un menú de servicios que el vendedor prestará en ciertas condiciones. La incompletitud del contrato induce a que las partes lo interpreten a su favor. Así, pueden enfrascarse en disputas improductivas (Boulton y Dewatriport, 2005).
La teoría de los contratos no produjo una visión propia del incentivo. Una excepción notable es el trabajo de Alchian y Demsetz (1972), que analiza las barreras a la motivación cuando la producción se realiza en equipos y el producto individual no es observable. Como los agentes saben que supervisarlos es costoso, actúan con pereza. Los autores sugieren una solución: un miembro del equipo puede ocupar el papel del dueño o, si eso es imposible, mejorar el interés común por el trabajo duro, el espíritu de equipo y la lealtad.
LA ÓPTICA DE LOS COSTOS DE TRANSACCIÓN
De acuerdo con la teoría de los costos de transacción (TCT), las transacciones se realizan con resultados inciertos porque los participantes son oportunistas, tienen racionalidad limitada y pueden estar involucrados activos específicos. Así, las transacciones no son gratuitas y tienen un costo para los participantes: los costos de transacción. Coase los clasifica en costos de información, de negociación, de racionalidad limitada y tributarios. Williamson, en costos ex ante (información, negociación, previsión) y ex post (supervisión y cumplimiento del contrato). En esta teoría cumple un papel central el oportunismo o búsqueda del interés propio con dolo. Cuando no hay oportunismo, el comportamiento puede ser regido por normas, no se necesita una planeación previa exhaustiva y los eventos imprevistos se pueden manejar con reglas generales (Williamson, 1989). El concepto de oportunismo es una versión fuerte del interés propio, noción común a la economía clásica y otras ciencias sociales. Y difiere en la capacidad de la persona para observar las reglas y cumplir las promesas. La persona que busca el interés propio obedece las reglas y cumple los compromisos. El oportunista no lo hace y se comporta de manera estratégica (Ghoshal y Moran, 1996). Estos autores diferencian el oportunismo como actitud del oportunismo como conducta. En el primero influyen tres factores: los valores de la persona, sus sentimientos por la contraparte y la experiencia de comportamiento oportunista. E introducen correcciones en el esquema de formas de gobernanza de Williamson. Por ejemplo, la teoría ortodoxa postula que la autoridad y el control administrativo reducen el oportunismo. Ghoshal y Moran lo aceptan pero encuentran que el control administrativo, además de reducir el oportunismo, genera una actitud hostil hacia la organización. Su efecto neto depende de la magnitud relativa de estas dos fuerzas contrarias.
Las principales dimensiones de una transacción son la incertidumbre, la frecuencia y la especificidad de los activos (Williamson, 1989). Para los teóricos de la TCT, la incertidumbre es de carácter conductual, relacionado con los problemas de información debidos a la coexistencia de racionalidad limitada y oportunismo (Dunn, 2000). Una interpretación que se basa en Simon (1972, 170):
La incertidumbre sobre las consecuencias de cada alternativa, la información incompleta sobre el conjunto de alternativas y la complejidad que hace imposible ejecutar los cálculos necesarios [...] tienden a fusionarse [...] la incertidumbre es la misma, no importa cuál sea su origen (1972, 170).
No todos comparten esta idea. Dunn (2000) juzga erróneo considerar únicamente la incertidumbre conductual porque también existe la incertidumbre fundamental, opinión que comparte Álvarez y Barney (2005). Para estos autores, la incertidumbre fundamental consiste en que se desconoce la gama de posibles resultados y la distribución de probabilidad de esos resultados. La incertidumbre conductual, en cambio, es la incapacidad para prever si la contraparte se comportará en forma oportunista y la gama de posibles conductas oportunistas. No existe correlación entre estos dos tipos de incertidumbre. Quizá por ello las pruebas empíricas de la relación entre incertidumbre y forma de gobernanza no son convincentes.
Schilling y Steensma (2002) construyeron un modelo de ecuaciones estructurales de los determinantes de la forma de gobernanza y evaluaron el nivel de oportunismo mediante tres preguntas sobre el riesgo de que una de las partes caiga en manos de la otra, la probabilidad de una conducta deshonesta de la contraparte y la intensidad de control necesario para realizar la transacción.
Williamson identificó seis tipos de especificidad de los activos: de sitio, físicos, humanos, especificidad originada por la marca, de activos dedicados y de tiempo (cuando la respuesta oportuna es vital) (1991, 281). Buvik (2002) mostró el efecto de la frecuencia y la especificidad sobre la selección de la forma de gobernanza.
Cada tipo de transacción requiere un tipo de gobernanza. Según la hipótesis de la alineación discriminante: “las transacciones que se diferencian por sus atributos se alinean con las estructuras de gobernanza que se diferencian por sus costos y competencias” para reducir los costos de transacción (Williamson, 1991, 277). Williamson identifica tres formas de gobernanza: el mercado, la jerarquía (organización) y los híbridos (contratos a largo plazo, intercambios recíprocos, franquicias, etc.) (ibíd., 280). La forma adecuada de gobernanza es la que se ajusta a las características o atributos de la transacción, como la frecuencia, la incertidumbre del entorno y la especificidad de los activos. A su vez, cada forma de gobernanza tiene tres atributos característicos: un contrato, la intensidad de los controles administrativos y la intensidad de los incentivos (ibíd.).
El mercado se basa en el contrato clásico impersonal que se observa al pie de la letra. En caso de disputa, interviene la corte. Los híbridos se basan en el contrato neoclásico flexible e incompleto, donde las partes conservan su autonomía legal pero dependen una de la otra. Así, el contrato deja de ser impersonal y lleva a la cooperación en el largo plazo. En caso de disputa, las partes prefieren recurrir a un árbitro y no un juez, aunque no se excluye el recurso a la justicia. Las partes abandonan el contrato clásico y adoptan el neoclásico porque éste garantiza la continuidad de la relación y la adaptación. A diferencia del contrato clásico, el neoclásico prevé la posibilidad de perturbaciones imprevistas y el mecanismo de adaptación correspondiente, establece una zona de tolerancia dentro de la cual las perturbaciones imprevistas no generan conflictos sino que son asumidas por las partes, requiere que las partes descubran su información privada para adaptarse mediante la negociación, ordena recurrir al árbitro si el arreglo voluntario fracasa y prevé algunas excepciones (ibíd.).
A diferencia del mercado y de los híbridos, la jerarquía se basa en el contrato de tolerancia, como el contrato de empleo. En caso de disputa, los empleados resuelven internamente sus diferencias, y el jefe desempeña el papel de juez. Es la forma más elástica de organizar el trabajo, y la adaptación ocurre por medio de la autoridad. Este tipo de contrato permite una mejor adaptación al cambio del entorno que el neoclásico porque requiere menos documentos para tomar decisiones, la solución interna de los conflictos es más barata y rápida que el arbitraje o la justicia, las partes obtienen la información de modo más fácil y barato, la organización informal ayuda a solucionar los conflictos, y la organización ofrece incentivos adicionales por la posibilidad de hacer la carrera y de participar en los beneficios del trabajo en equipo (ibíd.).
Además del contrato, la forma de gobernanza se caracteriza por la intensidad de los incentivos y de los controles administrativos que se usan para coordinar las actividades. Las organizaciones establecen un balance entre la intensidad de incentivos y la de controles (Demil y Lecocq, 2006). La intensidad de los incentivos regula el grado de motivación del agente. El mercado ofrece incentivos de alta potencia. La jerarquía utiliza incentivos de baja potencia “porque garantizan mejor la cooperación entre los empleados mientras que los efectos indeseables de los incentivos débiles se neutralizan mediante controles administrativos” (Williamson, 1991, 275). Además, si los incentivos son débiles los empleados estarán más dispuestos al cambio porque “les da igual actuar de una o de otra manera” (ibíd.). La intensidad de los controles se refiere a la capacidad de la gerencia para contrarrestar el oportunismo. El mercado tiene bajo nivel de control administrativo mientras que la jerarquía se caracteriza por altos niveles. El control administrativo incluye la supervisión y la perspectiva de hacer carrera en la organización (ibíd.). Las alianzas y redes ocupan un lugar intermedio entre el mercado y la jerarquía (Demil y Lecocq, 2006).
Los atributos de las formas de gobernanza funcionan como palancas motivadoras. Los incentivos explícitos (comisiones, pago por pieza) motivan al agente a elevar la producción; el permiso para apropiarse una parte del valor de los activos fijos lo motiva para cuidar y mejorar esos activos; la autoridad del gerente desincentiva las actividades dañinas (Makadok y Coff, 2009).
REFLEXIONES FINALES
El concepto de incentivo tiene una historia interesante. De poco interés para la economía esclavista y feudal, se hizo importante en la economía capitalista. Este interés sigue en aumento a medida que la economía moderna abandona las formas jerárquicas de organización en favor de alianzas y redes.
A medida que crece el interés por los incentivos se refina el instrumental conceptual. El estudio de los incentivos, iniciado por los chinos antiguos, fue continuado por los economistas clásicos, la administración científica, la psicología conductista y las teorías modernas de la agencia, del contrato, de la propiedad y de los costos de transacción. Esta última ofrece una visión integral. Los actores configuran el incentivo cuando, basándose en su valoración de los costos de transacción, eligen la forma de gobernanza, es decir, una combinación de la intensidad del incentivo, la intensidad de los controles y las características del contrato. Lo que motiva a los actores no es únicamente el pago por su desempeño sino la totalidad del marco institucional en que transcurre la transacción.
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