EL VETO DE LAS ÉLITES RURALES A LA REDISTRIBUCIÓN DE LA TIERRA EN COLOMBIA


RURAL ELITES’ VETO OF LAND REFORM IN COLOMBIA



Mauricio Uribe López*

* Magíster en Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales (mención en Ciencia Política) de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales FLACSO, México [mauricio.uribe@flacso.edu.mx]. El autor agradece los comentarios de un evaluador anónimo. Fecha de recepción: 2 de abril de 2009, fecha de modificación: 13 de octubre de 2009, fecha de aceptación: 3 de noviembre de 2009.


RESUMEN

[Palabras clave: reforma agraria, tributación local; JEL: Q150, H710]

A pesar de diversos intentos para llevar a cabo una reforma rural redistributiva en Colombia, la influencia política de los terratenientes la ha bloqueado sistemáticamente. Aunque la descentralización busca multiplicar los espacios de decisión para maximizar la utilidad social, según el teorema del votante mediano, su carácter fiscalista ha tenido efectos indeseados, entre ellos aumentar el poder de veto de los terratenientes. La fragmentación política local dificulta aún más la reforma pues aumenta el número de actores con poder de veto.

ABSTRACT

[Keywords: Land Reform, State and Local Taxation; JEL: Q150, H710]

Several attempted redistributive land reforms in Colombia have been systematically blocked by the political influence of t he landlords. Although, the decentralization process seeks to multiply the social decision spaces in order to bring them closer to the median voter, its fiscal emphasis entails a number of perverse effects. One of these has been to increase the veto power of the landlords. Moreover, the increasing number of “effective political parties” at the local level makes it more difficult to change the status quo since this means a larger number of veto players.


Como parte de las reformas que llevó a cabo el gobierno de Alfonso López Pumarejo, en 1936 se promulgó la Ley 200 o Ley de Tierras con el fin de inducir –so pena de expropiación– la modernización de las haciendas. Pero una muestra de la influencia política de los terratenientes fue el laxo requisito de productividad que se fijó: no menos de la mitad del predio se debía usar productivamente. De no ser así, el propietario disponía de quince años de gracia para cumplir la disposición (de Janvry y Sadoulet, 1996, 307).

La Ley 200 dio un paso atrás con respecto a la decisión de la Corte Suprema de 1926, que dictaminó que la única prueba de propiedad de la tierra era el título original. Esa decisión, que buscaba frenar la expansión de las grandes haciendas en baldíos públicos y la usurpación de las mejoras realizadas por los campesinos, alentó las invasiones de tierras, pues se sabía que los hacendados no tenían tales títulos. Apoyados en la sentencia, los campesinos se movilizaron y las tensiones y los episodios de violencia se multiplicaron, lo que llevó a la intervención del gobierno, que se concretó en la citada ley. Esa respuesta permitió a la postre que los derechos de propiedad se aclararan en beneficio de los terratenientes (LeGrand, 1984, 135).

Aunque era de esperar que los episodios de expropiación fueran pocos, la sustitución de importaciones generó una demanda creciente de bienes básicos que el viejo régimen de haciendas no podía satisfacer. El resultado fue un proceso de modernización agrícola que trastornó las relaciones sociales en el campo, expulsó mano de obra rural y ayudó a precipitar La Violencia.

La Revolución en Marcha no modificó sustancialmente la estructura social en el campo pero “dio curso a la protesta campesina” (Palacios, 2003, 155), que, ante la intemperancia terrateniente, sembró en las zonas rurales las tensiones que la guerra partidista cosecharía en las dos décadas posteriores. De ese modo, La Violencia fue un proceso social en el que el sectarismo político encubrió la expulsión del campesinado y la concentración de la tierra.

A pesar de que La Violencia resultó ser –en palabras de Eric Hobsbawm– una de las mayores movilizaciones campesinas del siglo XX, no condujo a una revolución ni a la adopción de reformas sociales de envergadura. Al contrario, culminó en un pacto elitista, el Frente Nacional, luego de la dictadura de Rojas Pinilla, y en un nuevo impulso de la colonización y la expansión de la frontera agraria. Entre 1951 y 1964, la población de las zonas de colonización aumentó un 87,5%.

Cuadro 1

Luego de la frustración de las expectativas que creó la Revolución en Marcha en el campo, la magnitud del proceso colonizador que desató habría podido ser, como señala Albert Berry, una oportunidad para llevar a cabo una política de asentamientos que consolidara un nuevo y vigoroso grupo de pequeños propietarios. De haber sido así, reitera, “la estructura agraria hoy sería muy diferente” (Berry, 2002, 35).

La Violencia pudo haber acelerado la conversión del latifundio en empresa agrícola ya que la caída de la renta de la tierra facilitó la entrada de un nuevo tipo de terrateniente más empresarial que fue sustituyendo al viejo latifundista tradicional (de Janvry y Sadoulet, 1996, 308). La caída de la renta abrió las puertas a nuevos capitalistas agrícolas que, además de encajar en el régimen de sustitución de importaciones beneficiándose de los programas públicos de desarrollo rural (Puyana, 2002, 400), conformaban una de las caras del crecimiento dual de la agricultura. La otra cara era la agricultura campesina estancada y pobre1.

Ese modelo excluyente de crecimiento agrícola alentó una vez más la violencia rural en la década de los sesenta. Esta vez la respuesta fue la Ley 135 de 1961. Apenas empezaba el Frente Nacional cuando la Alianza para el Progreso –que buscaba evitar la influencia de la Revolución Cubana en el hemisferio– ejerció cierta presión a favor de una reforma redistributiva de la tierra. En parte como resultado de la presión internacional y luego del regateo con los gremios que defendían los intereses de los nuevos capitalistas agrícolas, el gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962) aprobó una “modesta ley que pretendió dar tierra al campesino” (Palacios, 2003, 253).

La influencia política de los gremios dejó las intenciones redistributivas de la Ley 135 de 1961 en el papel. Esto llevó a que Albert Hirschman afirmara que cuando la reforma agraria respondía a presiones, la forma de garantizar su inaplicabilidad era no asignar las facultades ni los recursos necesarios al organismo responsable de su implementación (Thorp, 1998, 166).

Más tarde, el Pacto de Chicoral –un acuerdo entre los dos partidos del Frente Nacional y los gremios económicos promovido por el gobierno de Misael Pastrana (1970-1974)– echó para atrás los pasos para revivir la reforma agraria que había dado su antecesor, Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), con lo cual ésta, al menos como se entiende comúnmente2, quedó sepultada.

Las políticas de desarrollo rural integrado de los años setenta estuvieron más vinculadas a la estrategia contrainsurgente que a la transformación de la estructura agraria (Bejarano, 1985, citado por de Janvry y Sadoulet, 1996, 312). En los ochenta, la compra de grandes extensiones de tierra, una operación de lavado popular entre narcotraficantes, acentuó la concentración (Rocha, 2000, y Machado, 1998).

La reforma agraria redistributiva no se ha llevado a cabo. El gasto social rural que promovió la Ley 160 de 1994 no mejoró la distribución. El coeficiente de Gini de la tenencia de la tierra en 1960 era de 0,83. En 2002, el Gini –calculado con base en el avalúo catastral para tomar en cuenta los diferenciales de productividad– era de 0,82 (Banco Mundial, 2004). El problema de la concentración no es sólo de equidad, también es de eficiencia. Un incremento del 10% en el coeficiente de Gini lleva a un incremento del 5% en el sobrepastoreo (ibíd., 20).

De Janvry y Sadoulet (1996) muestran que la influencia política de los grupos de presión en el pasado configura las restricciones, también políticas, que hoy enfrentan las demandas de redistribución.

En este artículo se argumenta que la tributación rural descentralizada ha reforzado esas restricciones. Y que en un Estado en construcción, plagado de zonas marrones3, las ventajas de la división vertical del poder (Colomer, 2000) son contrarrestadas por una plétora de efectos indeseados4. Algunos aspectos de dicha división dan a las élites locales tradicionales y a los señores de la guerra un poder de veto que impide modificar el statu quo socialmente indeseable; en este caso, la concentración de la propiedad rural. Se propone, además, que el sesgo “fiscalista” de la descentralización y la fragmentación política local aseguran la continuidad del statu quo.

LA DESCENTRALIZACIÓN Y EL VOTANTE MEDIANO

La demostración de que, respetando algunas condiciones razonables, no hay un procedimiento para agregar las preferencias individuales en una sola función de bienestar social arrojó una sombra inquietante sobre la idea de bien común. El análisis económico de la política proporcionó una noción de óptimo social menos exigente basada en el teorema del votante mediano.

Este teorema se basa en la analogía espacial de Harold- Hotelling, que supone que los ciudadanos, distribuidos a lo largo de un eje, llevarían a que en un sistema bipartidista cada partido se mueva hacia el centro para ganar votantes moderados, además de sus partidarios en cada extremo (Downs, 1957, 125). Si la distribución de las preferencias de los votantes tiene un solo máximo, la preferencia del votante mediano será la preferencia de la mayoría. El óptimo corresponde a la suma mínima de las distancias entre las preferencias de los votantes y la decisión social, es decir, a la preferencia del votante mediano (Colomer, 2000, 19).

Puesto que las decisiones sociales incluyen muchos temas (n dimensiones), hay diversas mayorías que pueden derrotar al votante mediano. La división horizontal del poder (elecciones separadas para diferentes cargos) y la división vertical (federalismo) permiten separar los temas y multiplicar los ganadores. La utilidad social de un gobierno dividido sería mayor que la de un gobierno unificado.

Aunque Colombia no es federal, la descentralización se promovió desde los años ochenta con argumentos que encajan bien con la defensa de la división vertical del gobierno. Se sostenía que acercaría el Estado al ciudadano, que generaría más espacios de expresión política, que promovería la eficiencia en el suministro local de bienes públicos, e incluso que sería una oportunidad para la paz, pues crearía incentivos para que la guerrilla, con la expectativa de ganar elecciones en espacios locales, dejara las armas. También se afirmaba que contribuiría al ajuste estructural ya que “al trasladar responsabilidades de gasto, se esperaba que los gobiernos centrales disminuyeran sus obligaciones y mejoraran sus balances fiscales” (Daughters y Harper, 2007, 244).

PARADOJAS DE LA DESCENTRALIZACIÓN

Los beneficios de la descentralización no han sido pocos: el gasto social descentralizado apalancado por las transferencias indujo una modernización de la gestión pública territorial y mejoró algunos indicadores sociales en todo el país5, creó incentivos y espacios para la participación ciudadana y la rendición de cuentas, y favoreció la estabilidad institucional pues los alcaldes y gobernadores dejaron de ser de libre nombramiento y remoción.

No obstante, el desafío que representan el conflicto armado y las zonas marrones de la geografía política colombiana ha sido fuente de efectos perversos en el proceso descentralizador. La exacerbación de la competencia política en el nivel local, en vez de alentar la sustitución de balas por votos, escaló la violencia de los grupos armados contra las autoridades y funcionarios municipales. Las transferencias resultaron un botín de caza muy atractivo para estos grupos, que hizo del clientelismo armado una fuente de financiación y una estrategia para comprar lealtades entre la población con recursos del Estado (Sánchez y Chacón, 2005).

Los actores armados no vieron en la “división del gobierno” la oportunidad para acercar sus preferencias a las del votante mediano, sino la opción para infiltrar y copar al Estado en el ámbito local.

No sólo los grupos armados tomaron ventaja. Las élites rurales encontraron en la descentralización la opción para reproducir, en forma más efectiva (por la escala local)6, su tendencia a eludir la financiación de los bienes públicos7.

El conflicto armado reconfiguró las élites rurales regionales, en un proceso que comenzó con la compra de tierras por narcotraficantes en zonas como el Magdalena Medio, donde los paramilitares despojaron del control a la guerrilla en los ochenta, y se consolidó con la subordinación de las élites tradicionales a los señores de la guerra.

Duncan (2006) presenta evidencia de la forma como las élites rurales y los narcotraficantes que no crearon ejércitos privados ni acudieron a los paramilitares para enfrentar a la guerrilla terminaron subordinados a ellos. Con la descentralización, los señores de la guerra –a diferencia de la guerrilla– encontraron más provechoso capturar al Estado en lo local que atacar poblaciones o capturar rentas mediante el clientelismo armado. Por esa razón, Sánchez y Chacón (2005) no encuentran evidencia de la relación entre ataques de los grupos armados y el coeficiente de Gini de la propiedad rural: un municipio cooptado no es un municipio atacado8.

Si para las élites rurales tradicionales la tierra era fuente de prestigio social, para los señores de la guerra se convirtió en recurso estratégico de control territorial y político. Un poder político que con la descentralización asegura el acceso directo al flujo de transferencias, de un lado, y permite mantener intacta la concentración improductiva de la tierra, del otro.

TRIBUTACIÓN RURAL Y TRANSFERENCIAS

La tributación de la propiedad rural en Colombia es ridículamente baja. En palabras de Salomón Kalmanovitz –ex codirector del Banco de la República–, en más de un caso, “un propietario de 10 hectáreas tiene entonces la disyuntiva de pagar su impuesto predial o tomarse una gaseosa” (Kalmanovitz, 2006).

La Ley 44 de 1990 fijó el rango de la tarifa del impuesto predial entre el 1‰ y el 16‰ del avalúo catastral (3,3‰ para los lotes de engorde). Además de que el avalúo no está actualizado en varios departamentos, la regla que deja en manos de los concejos municipales la fijación de la tarifa, según el estrato socioeconómico, conspira contra el recaudo. De una muestra de 309 municipios, el 12% tenía una tarifa efectiva promedio inferior al 2‰ entre 1999 y 2002; el 44,3% entre el 2‰ y el 5‰; el 41,8% entre el 5‰ y el 10‰; y sólo el 1,9% una tarifa superior al 10‰ (Iregui et al., 2004, 284).

Dado el poder abrumador de los propietarios de las tierras en los concejos no es de sorprender que se den tan pasito. Con ello también alejan toda posibilidad para poder contribuir con su esfuerzo a resolver problemas de educación, aguas, salud y seguridad para sí mismos y de sus conciudadanos (Kalmanovitz, 2006).

La regla que da autoridad a los concejos municipales para fijar la tarifa incentiva la concentración improductiva de la tierra. Además, el carácter fiscalista de la descentralización inhibe la modificación del statu quo en la tributación rural porque la descentralización, sin políticas activas de desarrollo promovidas por el Estado central para fortalecer las economías regionales, mantiene bajo el costo de oportunidad de concentrar tierras improductivas. En cambio, el flujo de transferencias permite capturar rentas y financiar el gasto social (capitalizable políticamente) sin tener que aprovechar el potencial de recaudo del impuesto predial.

En una muestra de 203 municipios, el promedio de las transferencias como porcentaje de los ingresos totales fue del 73,5% en 2000 y del 74,8% en 20079. El promedio de los recursos propios como porcentaje de los ingresos totales pasó del 4,8% al 7,8%10. El mayor esfuerzo fiscal ha sido motivado por la obtención de más transferencias ya que la Ley 715 de 2001 da más recursos del Sistema General de Participaciones a los municipios que demuestren aumentos del recaudo. Que tal aumento no provenga de mayores tarifas efectivas del impuesto predial indica que es la débil actividad económica local formal, y no los dueños de la tierra (y del poder político), la que financia la estrategia municipal de minimizar el efecto de la desaceleración general del ritmo de crecimiento de las transferencias planteado en la misma ley.

La Ley 715 de 2001 puso cortapisas a la descentralización para favorecer el cumplimiento de metas sectoriales del gobierno nacional, sin contrarrestar la captura del Estado en el ámbito local.

FRAGMENTACIÓN POLÍTICA LOCAL Y REFORZAMIENTO DEL STATU QUO

La norma que delega la fijación de la tarifa del impuesto predial en los concejos municipales facilita el veto sistemático de los dueños de la tierra sobre el uso de la tributación como desincentivo a la concentración improductiva. A este poder de veto sistemático de los terratenientes se añade un obstáculo para reformar el impuesto predial a nivel municipal: la fragmentación política local, pues a medida que aumenta el número de actores con poder de veto se dificulta aún más el cambio del statu quo y, ceteris paribus, la estabilidad de la política aumenta.

Un indicador del número de actores con poder de veto en los concejos municipales es el número efectivo de partidos (NEP), una medida de la fragmentación del poder político. El índice que proponen Rein Taagepera y Matthew Shugart es el inverso de la sumatoria de la proporción de votos o curules obtenida por cada partido. Con dos partidos igualmente fuertes, su valor es 2. Pero si uno de los dos partidos obtiene el 25% de los votos y el otro el 75%, el valor es de 1,6, lo que indica que el sistema no es estrictamente bipartidista (Lijphart, citado por Hoyos, 2005).

Tomando como muestra 209 municipios catalogados como vulnerables por el PNUD (2003)11 de acuerdo con dos índices compuestos, uno de violencia y otro de gobernabilidad12, se calculó el NEP para las elecciones de 2003 y de 2007 con la información de los resultados de las elecciones a concejos municipales que se presenta en la página de la Registraduría Nacional del Estado Civil. Si los resultados se clasifican conforme a la tipología de Hoyos (2005) se obtiene el cuadro 2.

Los resultados son sorprendentes. Si bien en 2003 una proporción importante de municipios (el 36%) se podía catalogar como multipartidista –un porcentaje muy superior al 14% que encontró Hoyos (2005) en una muestra aleatoria de 537 municipios para las elecciones de 2000–, no se esperaba que la fragmentación diera un salto tan drástico como el que se aprecia en el cuadro 2. El valor promedio del NEP en 2007 es de 6,7 mientras que en 2003 era de 2,44. Si a esto se añade que la desviación estándar de los valores del NEP en 2007 es mayor que la de 2003 (2,55 y 0,95 respectivamente), y que en 2007 las dos categorías unipartidistas están vacías, deberíamos dividir el multipartidismo en varias subcategorías: de bajo, medio y alto multipartidismo. No se esperaba porque la reforma política (Acto Legislativo 01 de 2003) modificó las reglas electorales para promover resultados mayoritarios que contrarrestaran la fragmentación. Para ello elevó el umbral, que fijó como el cociente electoral/2, donde el cociente electoral es el resultado de dividir los votos válidos entre la magnitud del distrito. También sustituyó la cuota Hare, que favorecía la “guerra de los residuos”, por el método D’Hondt –favorable a los más grandes– para calcular la cifra repartidora entre los que superan el umbral.

Cuadro 2

Los resultados del NEP en los municipios que el PNUD considera vulnerables indican que, al menos en el plano local, los resultados fueron contrarios a los que buscaban las nuevas reglas.

Aunque la explicación supera el alcance de este trabajo, se puede conjeturar que la fragmentación de los sistemas locales de partidos fue contenida por el escalamiento del conflicto armado, que entre 1996 y 2002 alcanzó niveles inéditos. Por ejemplo, el aumento de ataques terroristas y ataques a municipios entre 1996 y 2002 fue del 87,4% y del 46,3% respectivamente13. De modo que cuando la cresta del escalamiento quedó atrás, la fragmentación potencial se hizo efectiva y contrarrestó los efectos de la reforma14.

Por supuesto esta es una conjetura15. Sin embargo, lo que ponen de manifiesto los resultados es que aunque las reglas importan, siempre hay que considerar la complejidad de los factores involucrados. Eso es especialmente válido en sociedades en las que las zonas marrones aumentan la incertidumbre.

En gran parte del mundo en desarrollo no existen democracias o son nuevas, frágiles o transitorias. Las instituciones pueden tener el mismo nombre, pero no funcionan de la misma manera (Bräutigam, 2008, 11).

La fragmentación efectiva es incluso mayor de lo que el NEP indica, pues las listas que no tuvieron voto preferente fueron excepcionales. Con tal fragmentación de los concejos municipales, la posibilidad de desbloquear el veto de los terratenientes y modificar el statu quo rural es más remota en el nivel local.

Vale la pena aclarar, sin embargo, que no siempre un mayor NEP (más actores con poder de veto) implica una diferencia de grado en las posibilidades de modificar el statu quo, porque, como explica Tsebelis, los actores adicionales con poder de veto cuya posición se ubica dentro del núcleo de unanimidad (o conjunto de Pareto) son absorbidos por ese núcleo. Si se añade un nuevo jugador con poder de veto y su preferencia se ubica dentro del conjunto de unanimidad, el actor adicional no afecta la estabilidad política (Tsebelis, 2002, 38). “El núcleo de unanimidad se refiere al conjunto de puntos que no pueden ser derrotados si la decisión es unánime” (ibíd., 29).

En otras palabras, si todas las bancadas de un concejo municipal cualquiera desaprobaron un aumento de impuestos a los terratenientes en 2003, la existencia de un número adicional de bancadas en 2007 que compartiera la misma posición no modificaría el tamaño del conjunto ganador del statu quo, es decir, la alteración del NEP no haría diferencia alguna.

COMENTARIOS FINALES

En un sinnúmero de municipios colombianos en los que el grado de desarrollo y modernización de la economía regional es débil, las élites rurales tradicionales y los señores de la guerra son actores con veto que ejercen un control particular sobre la agenda de los concejos municipales de esas regiones. Ese veto actúa a través de la captura del Estado en el ámbito local.

La captura del Estado es rentable debido al carácter fiscalista de la descentralización. En vez de alentar el aumento de la tributación local como resultado de políticas regionales de desarrollo productivo lideradas por el Estado central se ha optado por la mera descentralización del gasto social. Así, la captura local del Estado es también la captura de las transferencias, sin que cambie la estructura productiva y social de las regiones.

La precariedad del desarrollo regional es una barrera de entrada que permite que las élites rurales se libren de la competencia de otras élites menos ligadas a la concentración improductiva de la tierra16. Su poder de veto es respaldado por la debilidad de la economía de mercado en las regiones. El Estado no se puede consolidar sin la creación de mercados regionales modernos17, y esta no es viable sin un mercado de tierras dinámico. Así, el primer paso para poner en marcha políticas de desarrollo productivo regional es trasladar al nivel nacional la fijación de las tarifas del impuesto predial rural.

La cuantía del tributo debe fijarse en función directa del tamaño del predio y su avalúo catastral ajustado por vocación del suelo, y en función inversa al uso productivo que se le esté dando [...] Las tarifas no deben ser fijadas por los concejos, órganos débiles en la mayoría de los municipios frente al poder relativo de los grandes propietarios (PNUD, 2003, 357).

Quienes creen que los sistemas políticos locales pueden llevar a cabo la reforma deben tomar nota de la fragmentación de la política local reflejada en el crecimiento ad nauseam del número efectivo de partidos. Dada esa fragmentación, la modificación de los impuestos prediales rurales en el ámbito local no parece factible debido al efecto del aumento del número de actores con poder de veto sobre la estabilidad del statu quo (Tsebelis, 2002).

Es claro que la reforma del impuesto predial rural no es todo lo que implica una reforma agraria redistributiva, pero dada la enorme concentración improductiva de la tierra, es una condición necesaria. E imprescindible para la construcción del Estado.

Por último, la insistencia en la necesidad de concentrar en vez de descentralizar ciertos temas clave en la construcción del Estado, como el que aquí se trató, puede parecer antipático. Colomer defiende la división del poder argumentando, entre otras cosas, que el modelo Westminster –de mayoría simple y concentración– produce más inestabilidad que el modelo consensual de dispersión del poder y ganadores múltiples. Pero la estabilidad de las políticas no es un fin en sí mismo: “La firmeza para producir cambio político es buena cuando el statu quo es indeseable” (ibíd., 9).

NOTAS AL PIE

1. “Debido a ese modelo dualista de crecimiento, la demanda de trabajo creció lentamente, apenas al 0,6% anual entre 1950 y 1987. La agricultura comercial sólo proporcionó el 18% de los nuevos empleos rurales entre 1950 y 1980, mientras que los cultivos campesinos casi el 70%. Es razonable suponer que este modelo de crecimiento excluyente alimentó las tensiones sociales y la violencia en las zonas rurales” (Berry, 2002, 36-37).

2. Como “un proceso que modifica la estructura agraria y el acceso a la tierra, en un intento de elevar la productividad de las pequeñas fincas existentes” (ibíd., 45).

3. Esta expresión, de Guillermo O’ Donnell (1993), hace referencia a las regiones en las que el Estado no rige plenamente o es cooptado por élites mafiosas de diversa índole.

4. Cabe recordar la diferencia entre separación de poderes y división del poder. La separación de poderes asigna diferentes poderes a agentes diferentes y la división del poder dispersa un poder particular o un conjunto de poderes entre diferentes agentes. Así, mientras que la separación implica que el poder judicial y el poder ejecutivo están separados y en manos de agentes distintos, hay más división del poder en un congreso bicameral que en uno unicameral, o en un régimen federal que en un régimen unitario (Brennan y Hamlin, 2000, 212).

5. El Índice de Condiciones de Vida (ICV), que incluye variables de capital físico y capital humano de los hogares, pasó de 60,2 en 1985 a 77,5 en 2003. El índice oscila entre 0 y 100: cuanto mayor es su valor, mejores son las condiciones. La desviación estándar del ICV entre departamentos se redujo de 10,5 en 1985 a 7,0 en 2003, lo que indica alguna convergencia (información del Programa Nacional de Desarrollo Humano del Departamento Nacional de Planeación [www.dnp.gov.co].

6. Influir en la votación de un concejo municipal es sin duda menos costoso y más discreto que influir en el Congreso.

7. Tendencia que no es patrimonio exclusivo de las élites rurales colombianas sino una característica histórica de la construcción del Estado y del contrato fiscal en América Latina (Thorp, 1998).

8. Velásquez (2009), con base en estudios de caso de 18 municipios, señala que los actores armados usan al menos tres tipos de estrategias para incidir en la gestión municipal: el control territorial, el control electoral y el control de la gestión pública municipal. El primero varía según se trate de un territorio dominado o disputado y del tipo de relación con la población. El segundo se basa en el establecimiento de pactos políticos con la dirigencia local o la subordinación de éstas. El tercero puede dar lugar a una incidencia externa en términos de veto o presión sobre las autoridades municipales, o a una incidencia interna que incluye el control directo de los planes y proyectos de inversión. Mientras que la guerrilla tiende más a la incidencia externa, los paramilitares tienden más a la incidencia interna.

9. Con desviaciones estándar de 13,7 y 18,7, lo que indica que la desaceleración del crecimiento de las transferencias planteado en la Ley 715 de 2001 estuvo acompañado de mayores diferencias en su participación dentro de los ingresos municipales.

10. Las desviaciones estándar eran de 8,1 y 10,8 respectivamente. Hubo mayor variación en la heterogeneidad de la participación de las transferencias en los ingresos municipales que en la de la participación de los recursos propios.

11. De los 209 municipios se recopiló información de 203 en 2003 y de 208 en 2007.

12. El índice de violencia incluye diversas variables, no sólo las de ataques a municipios, lo que capta la violencia en municipios atacados y cooptados: homicidios, masacres, desplazados (expulsados), carencia de policía, presencia de las FARC, del ELN y de autodefensas, y actos terroristas. El índice de gobernabilidad incluye: amenazas a alcaldes, índice de condiciones de vida, puestos de salud por cada mil habitantes, planta docente por cada mil habitantes, esfuerzo fiscal, etc.

13. DNP, cifras de violencia, varios boletines [www.dnp.gov.co].

14. Entre 2002 y 2003 los actos terroristas disminuyeron el 49,1% y los ataques a poblaciones el 51,0%. Entre 2003 y 2004 los actos terroristas aumentaron el 14,6%, pero los ataques a municipios siguieron disminuyendo: los episodios se redujeron en un 45,7%. Para análisis de las etapas más recientes de la evolución del conflicto armado, ver Uribe (2005), García (2009) y Atehortúa y Rojas (2009).

15. En 18 estudios de caso se encontró que “el predominio del paramilitarismo en el control de los procesos electorales en años recientes coincide con el cambio en el mapa político de los municipios estudiados en el sentido de la pérdida de hegemonía electoral de los partidos tradicionales […] Más aún, algunas agrupaciones de reciente creación parecen haber surgido con el propósito de servir de instrumentos a los intereses de grupos paramilitares” (Velásquez, 2009, 20-21).

16. La producción agrícola aporta más del 55% del PIB agropecuario en 5,8 millones de hectáreas, mientras que el levante de ganado aporta el 45% de dicho valor en 41,7 millones de hectáreas, contabilizando la actividad avícola y pecuaria de galpones que ocupa escaso territorio (Bonilla, 2005, 236).

17. Sobre el planteamiento de mercados regionales modernos, ver Uribe (2008).


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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