REPENSAR LA POLÍTICA MACROECONÓMICA
RETHINKING MACROECONOMIC POLICY
Olivier Blanchard*
Giovanni Dell’Ariccia**
Paolo Mauro***
* Doctor en Economía, Consejero Económico del FMI y Director del Departamento de Investigaciones, Cambridge, Estados Unidos, [oblanchard@imf.org].
** Doctor en Economía, Asesor del Departamento de Investigaciones del FMI, Washington, Estados Unidos, [g dellariccia@imf.org].
*** Doctor en Economía, Jefe de División en el Departamento de Asuntos Fiscales del FMI, Washington, Estados Unidos, [pmauro@imf.org]. Este artículo forma parte de la serie “Seoul Papers” sobre temas macro y asuntos financieros. Reconocemos y agradecemos los útiles aportes de Mark Stone, Stephanie Eble, Aditya Narain y Cemile Sancak. Agradecemos los comentarios de Tam Bayoumi, Stijn Claessens, Charles Collyns, Stanley Fischer, Takatoshi Ito, Jean Pierre Landau, John Lipsky, Jonathan Ostry, David Romer, Robert Solow, Antonio Spilimbergo, Rodrigo Valdés y Atchana Waiquamdee. Las opiniones que aquí se expresan son de los autores y no se deben atribuir al FMI, a su Junta Directiva ni a su administración. Documento original en inglés. Se publica con autorización del Fondo Monetario Internacional. Traducción de Alberto Supelano.
RESUMEN
[Palabras clave: política macroeconómica, regulación prudencial macro, metas de inflación, estabilizadores automáticos; JEL: E44, E52, E58, G38, H50]
La gran moderación adormeció a los macroeconomistas y a los diseñadores de política con la creencia de que sabían cómo orientar la política macroeconómica. La crisis obliga claramente a cuestionar esa valoración. El artículo revisa los principales elementos del consenso anterior a la crisis, identificando dónde se estaba equivocados y qué principios del marco anterior a la crisis aún se mantienen; también, se da un primer paso para esbozar un nuevo marco de política macroeconómica.
ABSTRACT
[Keywords: macroeconomic policy, macroprudential regulation, inflation targets, automatic stabilizers; JEL: E44, E52, E58, G38, H50]
The great moderation lulled macroeconomists and policymakers alike in the belief that we knew how to conduct macroeconomic policy. The crisis clearly forces to question that assessment. This paper reviews the main elements of the pre-crisis consensus, identify where we were wrong and what tenets of the pre-crisis framework still hold, and take a tentative first pass at the contours of a new macroeconomic policy framework.
Era tentador que los macroeconomistas al igual que los diseñadores de políticas nos atribuyéramos gran parte del crédito por la reducción continua de las fluctuaciones cíclicas de comienzos de los ochenta en adelante y concluyéramos que sabíamos cómo dirigir la política macroeconómica. No resistimos la tentación. La crisis nos obliga claramente a cuestionar nuestra anterior valoración.
Eso es lo que intenta hacer este escrito, que consta de tres partes. La primera revisa lo que pensábamos que sabíamos. La segunda muestra dónde estábamos equivocados. La tercera, y más tentativa, da un primer paso para esbozar un nuevo marco de política macroeconómica.
Una advertencia antes de empezar: el escrito se centra en los principios generales. Cómo traducir esos principios en recomendaciones de política específicas adaptadas a las economías avanzadas, a las economías de mercado emergentes y a los países en desarrollo se deja para más tarde. El artículo tampoco trata algunos de los grandes problemas suscitados por la crisis, desde la organización del sistema monetario internacional hasta la estructura general de la regulación y la supervisión financiera, y sólo toca estos problemas en la medida en que se relacionan directamente con el tema en cuestión.
LO QUE PENSÁBAMOS QUE SABÍAMOS
Para caricaturizar (más adelante hacemos una descripción más matizada): pensábamos que la política monetaria tenía un objetivo, la inflación, y un instrumento, la política de tasas de interés. Mientras que la inflación fuera estable, era probable que la brecha del producto fuera pequeña y estable y que la política monetaria hiciera su tarea. Pensábamos que la política fiscal cumplía un papel secundario, y que las restricciones políticas limitaban fuertemente su utilidad de facto. Y pensábamos que la regulación financiera estaba en general fuera del marco de la política macroeconómica.
Hay que reconocer que estas opiniones se mantenían más estrictamente en la academia: los diseñadores de políticas solían ser más pragmáticos. No obstante, el consenso prevaleciente desempeñó un papel importante en la formulación de políticas y en el diseño de instituciones. A continuación, ampliamos y afinamos estos puntos.
UN OBJETIVO:INFLACIÓN ESTABLE
Se sostenía que la inflación estable y baja era el mandato principal, si no exclusivo, de los bancos centrales. Esto fue resultado de una coincidencia entre la necesidad de los banqueros centrales de obtener reputación centrándose en la inflación y no en la actividad económica (y de su deseo, a comienzos del período, de bajar la inflación de los altos niveles de los años setenta) y del respaldo intelectual a la meta de inflación que proporcionaba el modelo neokeynesiano. En la versión estándar de ese modelo, la inflación constante es de hecho la política óptima, porque lleva a una brecha de producto igual a cero (definida como la distancia respecto del nivel de producto que existiría en ausencia de rigideces nominales), la que a su vez es el mejor resultado posible de la actividad dadas las imperfecciones de la economía (Blanchard y Galí, 2007).
Esta coincidencia divina (como se la ha llamado) implicaba que así los diseñadores de políticas prestaran mucha atención a la actividad económica, lo mejor que podían hacer era mantener estable la inflación. Esto era válido si la economía era afectada por “espíritus animales” u otros choques sobre las preferencias de los consumidores, por choques tecnológicos o incluso por alteraciones del precio del petróleo. La coincidencia fallaba en presencia de otras imperfecciones y de desviaciones adicionales con respecto al modelo estándar, pero el mensaje seguía siendo: la inflación estable es buena en sí misma y buena para la actividad económica.
En la práctica, la retórica superó a la realidad. Pocos bancos centrales, si hubo alguno, prestaron atención únicamente a la inflación. La mayoría adoptó “metas flexibles de inflación”, el retorno de la inflación a un nivel estable, no inmediatamente, sino en algún horizonte de tiempo. Muchos permitieron variaciones en la cifra de inflación, como las ocasionadas por el aumento de los precios del petróleo, siempre que las expectativas de inflación siguieran bien ancladas. Y muchos prestaron atención a los precios de los activos (precios de la vivienda y de las acciones, tasas de cambio) más allá de sus efectos sobre la inflación, y mostraron preocupación por la sostenibilidad externa y los riesgos asociados con los efectos sobre el balance. Pero lo hicieron con alguna incomodidad, y a menudo con gran desaprobación pública.
BAJA INFLACIÓN
Había un consenso creciente acerca de que la inflación no sólo debía ser estable sino muy baja (muchos bancos centrales adoptaron una meta cercana al 2%) (ver Romer y Romer, 2002). Esto llevó a discutir los efectos de la baja inflación sobre la probabilidad de caer en una trampa de liquidez: a una inflación promedio menor corresponde una tasa nominal promedio más baja, y como la tasa nominal no puede ser menor que cero la reducción factible de la tasa de interés es más pequeña; lo que deja menos espacio a una política monetaria expansionista en caso de un choque adverso. Pero se pensaba que el peligro de una baja tasa de inflación era pequeño. El argumento formal era que, en la medida en que los bancos centrales se pudieran comprometer con un mayor crecimiento nominal del dinero y, por tanto, con una mayor inflación en el futuro, podían elevar las expectativas futuras de inflación y así reducir las tasas reales futuras previstas y estimular la actividad económica en el presente (ver Eggertsson y Woodford, 2003). Y, en un mundo de choques pequeños, una inflación del 2% parecía proporcionar un colchón suficiente para que el tope inferior igual a cero no fuera importante. Así, la atención se centró en la importancia del compromiso y en la capacidad de los bancos centrales para afectar las expectativas de inflación.
Se pensaba que las trampas de liquidez de la Gran Depresión, que combinaron una fuerte deflación y tasas nominales bajas, eran cosa del pasado, un reflejo de errores de política que hoy se podían evitar. La experiencia japonesa de los años noventa, con deflación, tasas de interés iguales a cero y un descenso continuo de los precios, surgió penosamente en el camino. Pero fue descartada como un reflejo de la renuencia o la incapacidad del banco central japonés para comprometerse con el crecimiento futuro del dinero y de la inflación futura, junto a un lento progreso en otros frentes. (Para ser justos, la experiencia japonesa no fue ignorada por la FED, que se preocupó por los riesgos de deflación a comienzos de siglo; ver Bernanke, Reinhart y Sack, 2004).
UN INSTRUMENTO:LA POLÍTICA DE TASAS DE INTERÉS
La política monetaria se centró cada vez más en el uso de un instrumento, la política de tasas de interés, es decir, la tasa de interés de corto plazo que el banco central puede controlar directamente mediante operaciones de mercado abierto adecuadas. Detrás de esta elección había dos supuestos. Primero, que los efectos reales de la política monetaria tenían lugar a través de las tasas de interés y los precios de los activos, no a través de un efecto directo de los agregados monetarios (una excepción a esta regla fue la política “de dos pilares” del Banco Central Europeo [BCE], que prestaba atención directa al volumen de crédito de la economía, pero que a menudo fue ridiculizada por los observadores porque carecía de buenos fundamentos teóricos). Segundo, que todas las tasas de interés y todos los precios de los activos estaban vinculados a través del arbitraje. De modo que las tasas de largo plazo eran dadas por promedios bien ponderados de las tasas de corto plazo futuras ajustadas por el riesgo, y los precios de los activos por variables fundamentales: el valor presente de los pagos de los activos ajustado por el riesgo. Con estos dos supuestos, sólo se necesita afectar las tasas esperadas de corto plazo actuales y futuras: todas las demás tasas y precios las siguen. Y se puede hacer esto usando, implícita o explícitamente, una regla transparente y predecible (de ahí la atención a la transparencia y la predecibilidad, un tema esencial de la política monetaria en las dos últimas décadas), como la regla de Taylor, donde la política de tasas es una función del entorno económico actual. Intervenir en más de un mercado, por ejemplo en los mercados de bonos de corto y de largo plazo, es redundante o incongruente.
Además, con estos dos supuestos los detalles de la intermediación financiera también son en general irrelevantes. Sin embargo, se hizo una excepción para los bancos (específicamente para los bancos comerciales), que se consideraban especiales en dos aspectos. Primero –y en la literatura teórica más que en la dirección real de la política monetaria–, el crédito bancario se consideraba especial porque no era sustituido fácilmente por otros tipos de crédito. Esto llevó al énfasis en el “canal de crédito”, donde la política monetaria también afecta a la economía a través de la cantidad de reservas y, a su vez, al crédito bancario. Segundo, la transformación de la liquidez involucrada en la tenencia de depósitos a la vista como obligaciones y préstamos como activos, junto con la posibilidad resultante de corridas bancarias, justificaban el seguro de los depósitos y el papel tradicional de los bancos centrales como prestamistas de última instancia. Las distorsiones resultantes fueron la principal justificación de la regulación y la supervisión de los bancos. Pero se prestó poca atención al resto del sistema financiero desde un punto de vista de macro.
EL PAPEL LIMITADO DE LA POLÍTICA FISCAL
Como resultado de la Gran Depresión y siguiendo a Keynes, la política fiscal se vio como un instrumento central de política macroeconómica, y quizás como el instrumento central. En los años sesenta y setenta, las políticas fiscal y monetaria tenían casi igual peso, y se solían ver como dos instrumentos para lograr dos objetivos: los balances interno y externo, por ejemplo. Pero en las dos últimas décadas la política fiscal se situó detrás de la política monetaria, por muchas razones. Primera, el gran escepticismo sobre los efectos de la política fiscal, basado en gran parte en argumentos de equivalencia ricardiana. Segunda, si la política monetaria podía mantener una brecha de producto estable, había pocas razones para usar otro instrumento. En ese contexto, el abandono de la política fiscal como herramienta cíclica pudo ser el resultado de los desarrollos del mercado financiero que aumentaron la efectividad de la política monetaria. Tercera, en las economías avanzadas la prioridad era estabilizar y quizá reducir los altos niveles de deuda; en los países de mercados emergentes, la falta de profundidad del mercado de bonos limitaba de todos modos el alcance de la política anticíclica. Cuarta, los retrasos en el diseño y la implementación de la política fiscal, junto con la corta duración de las recesiones, hacían probable que las medidas fiscales llegaran tarde. Quinta, era más probable que las restricciones políticas distorsionaran la política fiscal que la distorsionara la política monetaria.
El rechazo de la política fiscal discrecional como herramienta anticíclica fue particularmente enérgico en la academia. En la práctica, tal como en la política monetaria, la retórica fue más fuerte que la realidad. Las medidas discrecionales de estímulo fiscal eran generalmente aceptadas para enfrentar choques severos (p. ej., durante la crisis japonesa de comienzos de los noventa). Y los diseñadores de políticas a veces recurrían al estímulo fiscal discrecional aun durante “recesiones normales”. La orientación fiscal anticíclica también se juzgó deseable en principio (aunque elusiva en la práctica) en los mercados emergentes con estabilizadores automáticos limitados. Esto a menudo adoptó la forma de llamados más enérgicos a la prudencia fiscal en períodos de rápido crecimiento económico. Y aun para los mercados emergentes, la receta de consenso para el mediano plazo era reforzar los estabilizadores y abandonar las medidas discrecionales.
En consecuencia, la atención se centró principalmente en la sostenibilidad de la deuda y en las reglas fiscales diseñadas para lograr dicha sostenibilidad. En la medida en que los diseñadores de políticas tenían visión de largo plazo, en las economías avanzadas se daba énfasis a la preparación de las cuentas fiscales para enfrentar las consecuencias del envejecimiento. En las economías emergentes de mercado, el punto central era reducir la probabilidad de crisis de incumplimiento de la deuda, pero también establecer marcos institucionales que restringieran las políticas fiscales procíclicas para evitar los ciclos de subidas y bajadas. Se podía dejar que operaran los estabilizadores automáticos (al menos en las economías que no enfrentaban restricciones financieras), porque no estaban en conflicto con la sostenibilidad. De hecho, con el aumento de la participación del gobierno en el producto a medida que las economías se desarrollan (ley de Wagner), los estabilizadores automáticos cumplen un papel mayor. Algo esquizofrénicamente, sin embargo, mientras que se consideraban aceptables los estabilizadores existentes, poco se reflexionó sobre el diseño estabilizadores potencialmente mejores.
REGULACIÓN FINANCIERA:¿INSTRUMENTO DE POLÍTICA MACROECONÓMICA?
Con la omisión de la intermediación financiera como característica macroeconómica esencial, la regulación y la supervisión financiera se centraron en instituciones y mercados individuales y en general se ignoraron sus implicaciones macroeconómicas. La regulación financiera se focalizó en la solidez de las instituciones individuales y buscó corregir las fallas de mercado derivadas de la información asimétrica, la responsabilidad limitada y otras imperfecciones tales como las garantías implícitas o explícitas del gobierno. En las economías avanzadas se ignoraron sus implicaciones sistémicas y macroeconómicas. Esto fue menos cierto en algunos mercados emergentes, donde se diseñaron reglas prudenciales, como los límites a la exposición en divisas (y a veces la prohibición total de que los residentes se endeudaran en moneda extranjera), teniendo en mente la estabilidad macro.
Se prestó poca atención al uso de relaciones reguladoras tales como la relación de capital, o la relación entre préstamo y valor como herramientas de política cíclica (España y Colombia, que adoptaron reglas que ligaban las provisiones al crecimiento del crédito, son excepciones notables) (ver Caruana, 2005). Por el contrario, dado el entusiasmo por la desregulación financiera, el uso de la regulación prudencial con fines cíclicos se consideró inadecuado en lo que respecta al funcionamiento de los mercados de crédito (y a menudo se lo consideró políticamente motivado).
LA GRAN MODERACIÓN
El aumento de la confianza en que se había logrado un marco macro coherente seguramente fue reforzado por la Gran Moderación, la reducción continua de la variabilidad del producto y de la inflación en la mayoría de las economías avanzadas durante el período. Aún no es claro si esta disminución comenzó mucho antes y sólo se interrumpió durante una década o algo más en los años setenta, o si comenzó en serio a comienzos de los ochenta, cuando se modificó la política monetaria (ver Blanchard y Simon, 2001, y Stock y Watson, 2002). Tampoco es claro qué parte de la disminución fue resultado de la suerte, es decir, de choques más pequeños y de cambios estructurales, o de una política mejor. Las mejoras en el manejo de inventarios y la buena suerte, en forma de un rápido crecimiento de la productividad y de la integración comercial de China e India, tal vez cumplieron algún papel. Pero la reacción de las economías avanzadas a incrementos muy similares del precio del petróleo en las décadas de 1970 y 2000 apoya la idea de una política mejor. La evidencia sugiere que el anclaje más sólido de las expectativas de inflación, debido a señales más claras y al comportamiento de los bancos centrales, desempeñó un papel importante en la reducción de los efectos de estos choques sobre la economía. Además, la respuesta exitosa a la crisis bursátil de 1987 al colapso de Long-Term Capital Management (LTCM) y al estallido de la burbuja de las empresas de alta tecnología reforzó la visión de que la política monetaria también estaba bien equipada para afrontar las consecuencias financieras de la caída de precios de los activos.
Así, a mediados de la primera década del siglo no estaba fuera de lo razonable pensar que la mejor política macroeconómica podía proporcionar, y de hecho proporcionaba, una mayor estabilidad económica. Entonces llegó la crisis.
LO QUE HEMOS APRENDIDO DE LA CRISIS
LA INFLACIÓN ESTABLE PUEDE SER NECESARIA PERO NO ES SUFICIENTE
La inflación básica fue estable en las economías más avanzadas hasta que empezó la crisis. Algunos sostienen en retrospectiva que la inflación básica no era la medida correcta de la inflación, y que se debería haber tomado en cuenta el incremento de los precios del petróleo o de la vivienda. Pero esto va en contra de las conclusiones de la investigación teórica (que sugiere estabilizar un índice correspondiente a los “precios rígidos”, bastante cercano al que se usaba para medir la inflación básica) y es más un reflejo de la esperanza de que es suficiente centrarse en un solo índice y estabilizarlo, siempre que sea el “correcto”. Es improbable que esto sea cierto: ningún índice único resolverá el problema.
La inflación, aun la inflación básica, puede ser estable, y no obstante la brecha de producto puede variar, llevando a un trade-off obvio entre las dos. (Esto es difícil de probar empíricamente porque la brecha de producto no es directamente observable. Lo que es claro, sin embargo, es que el comportamiento de la inflación es mucho más complejo de lo que se supone en nuestros modelos simples y que entendemos muy mal la relación entre actividad económica e inflación, especialmente a bajas tasas de inflación.) O, como antes de la crisis de los años 2000, la inflación y la brecha de producto pueden ser estables, pero el comportamiento de algunos precios de los activos y agregados de crédito, o de la composición del producto, puede ser indeseable (p. ej., un nivel demasiado alto de inversión en vivienda o de consumo, o un déficit en cuenta corriente muy grande) y desencadenar fuertes ajustes macroeconómicos más tarde.
LA BAJA INFLACIÓN LIMITA EL ALCANCE DE LA POLÍTICA MONETARIA EN RECESIONES DEFLACIONARIAS
Cuando la crisis empezó en serio en 2008, y la demanda agregada se desplomó, muchos bancos centrales redujeron rápidamente su política de tasas casi a cero. De haber podido, habrían reducido la tasa aún más: estimaciones basadas en una regla de Taylor simple sugieren de un 3% a un 5% adicional para Estados Unidos. Pero el tope cero de la tasa de interés nominal lo impidió. Una implicación importante fue la necesidad de confiar más en la política fiscal y déficit mayores de los que habría sido el caso en ausencia del tope obligatorio de la tasa de interés igual a cero.
Hoy parece que el mundo evitará una gran deflación y con ello la interacción mortífera de una deflación cada vez mayor, tasas de interés real cada vez más altas y una brecha de producto cada vez más grande. Pero es claro que el límite igual a cero de la tasa de interés nominal ha resultado costoso. Una inflación promedio más alta, y por tanto unas tasas de interés nominal iniciales más altas, habría hecho posible un mayor recorte de las tasas de interés, y de ese modo quizá reducir la caída del producto y el deterioro de la posiciones fiscales (ver Williams, 2009).
LA INTERMEDIACIÓN FINANCIERA IMPORTA
Los mercados son segmentados, y los inversionistas especializados operan en mercados específicos. La mayoría de las veces, están bien conectados a través del arbitraje. Pero cuando, por cualquier razón, algunos inversionistas se retiran de ese mercado (bien sea por pérdidas en una de sus otras actividades, por la pérdida de acceso a algunos de sus fondos o por problemas internos de agencia), el efecto sobre los precios puede ser muy grande. En este sentido, la financiación en gran escala no es en esencia diferente de los depósitos a la vista, y la demanda de liquidez se extiende más allá de los bancos. Cuando esto ocurre, las tasas dejan de estar vinculadas a través del arbitraje, y la política de tasas deja de ser un instrumento suficiente de política. La intervención, bien sea mediante la aceptación de activos como garantía o mediante la compra directa por el banco central, puede afectar las tasas de las diferentes clases de activos, para una política de tasas dada. Esto es por cierto lo que han hechos los bancos centrales en esta crisis, con el nombre de relajación del crédito.
Otro viejo problema que la crisis puso de nuevo en discusión es el de las burbujas y las modas efímeras, que llevan a que los activos se aparten de las variables fundamentales, no debido a razones de liquidez sino a razones especulativas. Por lo menos, la evidencia de la crisis refuerza el argumento de que existen burbujas y peligros asociados, en este caso en el mercado de vivienda. Y seguramente puso en cuestión la visión de la “desatención benigna”, para la que es mejor recoger los pedazos después de un estallido que intentar evitar la formación de burbujas a veces difíciles de detectar.
LA POLÍTICA FISCAL ANTICÍCLICA ES UNA HERRAMIENTA IMPORTANTE
La crisis puso de nuevo la política fiscal en el centro del escenario como herramienta macroeconómica por dos razones principales. Primera, en la medida en que la política monetaria, incluido el relajamiento cuantitativo y del crédito, llegó a sus límites, los diseñadores de políticas no tenían más opción que confiar en la política fiscal. Segunda, desde sus primeras etapas, se esperaba que la recesión fuera muy prolongada, de modo que era claro que el estímulo fiscal tendría bastante tiempo para producir un impacto benéfico a pesar de los rezagos en la implementación.
También mostró la importancia de tener “espacio fiscal” (y aquí hay un paralelo con la discusión anterior sobre la inflación y el espacio para reducir las tasas nominales de interés). Algunas economías avanzadas que entraron a la crisis con altos niveles de deuda y enormes obligaciones no financiadas tenían una capacidad limitada para usar la política fiscal. En forma similar, las economías de mercado emergentes (p. ej., algunas de Europa Oriental) que adoptaron políticas fiscales altamente procíclicas inducidas por elevados aumentos del consumo ahora se ven forzadas a recortar los gastos y a elevar los impuestos a pesar de las recesiones sin precedentes. En cambio, muchos otros mercados emergentes entraron a la crisis con niveles de deuda más bajos. Esto les permitió utilizar más enérgicamente la política fiscal sin que se pusiera en cuestión la sostenibilidad o hubiera paradas súbitas.
La enérgica respuesta fiscal ha sido bien fundada en vista de las circunstancias excepcionales, pero ha puesto a la vista algunas deficiencias de la política fiscal discrecional para enfrentar fluctuaciones más “normales”, en particular los rezagos en la formulación, promulgación e implementación de las medidas fiscales adecuadas (a menudo debido a un difícil proceso político). El proyecto de ley de estímulo fiscal de Estados Unidos se promulgó en febrero de 2009, más de un año después de que empezó la recesión, y se proyectó que a finales de 2009 sólo se habría ejecutado la mitad del gasto autorizado [www.recovery.gov].
Además, la gran variedad de enfoques sobre las medidas que se debían adoptar ha dejado en claro que es mucho lo que no sabemos de los efectos de la política fiscal, de la composición óptima de los paquetes fiscales, del uso de los incrementos del gasto frente a las reducciones de impuestos y de los factores que están en la base de la sostenibilidad de la deuda pública, temas que eran áreas de investigación menos activas antes de la cris is.
LA REGULACIÓN NO ES MACROECONÓMICAMENTE NEUTRAL
Igual que la intermediación financiera en sí misma, la regulación financiera cumplió un papel central en la crisis. Contribuyó a ampliar los efectos que transformaron el descenso de los precios de la vivienda en Estados Unidos en una grave crisis económica mundial. El limitado perímetro de la regulación dio incentivos a los bancos para crear entidades fuera de balance con el fin de evitar algunas reglas prudenciales y el aumento del apalancamiento. El arbitraje regulador permitió que instituciones financieras como AIG jugaran con reglas diferentes de las de otros intermediarios financieros. Una vez empezó la crisis, las reglas que buscaban garantizar la solidez de las instituciones individuales operaron contra la estabilidad del sistema. Las reglas de revalorización al precio de mercado, cuando se unieron a las relaciones reguladoras constantes del capital, obligaron a las instituciones financieras a tomar medidas drásticas para reducir sus balances, exacerbando las ventas a precios de liquidación y el desapalancamiento.
REINTERPRETACIÓN DE LA GRAN MODERACIÓN
Si el sistema conceptual que servía de base a la política macroeconómica era tan defectuoso, ¿por qué las cosas parecieron ir tan bien durante tanto tiempo? Una razón es que en las dos últimas décadas los diseñadores de políticas tuvieron que tratar choques que entendían mejor y para los cuales la política estaba bien adaptada. Por ejemplo, con respecto a los choques de oferta, habían entendido bien la lección de que era esencial anclar las expectativas cuando el precio del petróleo aumentó de nuevo en la década de 2000. Pero aunque estaban mejor preparados para enfrentar algunos choques, no lo estaban para enfrentar otros. (A pesar de que tuvieron, en efecto, muchas advertencias, desde la crisis de LTCM hasta las paradas súbitas de capital en la crisis asiática. Pero la crisis de LTCM se trató con éxito y se vio como un hecho excepcional, no como una reaparición del mismo problema en una escala más grande, macro. Y no se pensó que las dificultades que enfrentaron los sistemas financieros de los países asiáticos fueran relevantes para las economías avanzadas.) El mal desempeño de Japón en el tratamiento de la burbuja de la finca raíz de los años ochenta se puede interpretar desde este punto de vista: la economía japonesa estuvo expuesta a un choque cuyas implicaciones no se entendían en ese momento.
Puede ser que el éxito en la respuesta a choques estándar de demanda y oferta, y en la moderación de las fluctuaciones, haya sido responsable en parte de los grandes efectos de los choques financieros en esta crisis. La Gran Moderación llevó a que muchos (incluidos los diseñadores de políticas y los reguladores) subestimaran el riesgo macroeconómico e ignoraran, en particular, los riesgos de las colas, y tomaran posiciones (y relajaran las reglas) –desde el apalancamiento hasta la exposición en divisas– que resultaron ser mucho más riesgosas después de los hechos.
IMPLICACIONES PARA EL DISEÑO DE POLÍTICAS
Es relativamente fácil identificar las deficiencias de la política existente. Es mucho más difícil definir un nuevo marco de política macroeconómica. La mala noticia es que la crisis dejó en claro que la política macroeconómica debe tener muchos objetivos; la buena noticia es que nos recordó que tenemos, de hecho, muchas herramientas, desde la política monetaria “exótica” hasta los instrumentos reguladores, pasando por los instrumentos fiscales. Se necesitará algún tiempo, y mucha investigación, para decidir qué instrumentos asignar a cuáles objetivos, entre las políticas fiscal, monetaria y financiera. Lo que sigue son exploraciones.
Es necesario empezar enunciando lo que es obvio, a saber, que el bebé no se debe arrojar junto con el agua de la tina. Aún es válida la mayoría de los elementos del consenso anterior a la crisis, incluidas las principales conclusiones de la teoría macroeconómica. Entre ellas, los objetivos últimos siguen siendo la estabilidad del producto y de la inflación. Es válida la hipótesis de la tasa natural, al menos como una aproximación bastante buena, y los diseñadores de políticas no deberían suponer que hay un trade-off de largo plazo entre inflación y desempleo. La inflación estable sigue siendo uno de los objetivos principales de la política monetaria. La sostenibilidad fiscal es esencial, no sólo en el largo plazo, sino también para afectar la expectativas de corto plazo.
¿SE DEBE ELEVAR LA META DE INFLACIÓN?
La crisis mostró que pueden ocurrir y que ocurren grandes choques adversos. En esta crisis, provenían del sector financiero, pero en el futuro pueden provenir de otra parte: los efectos de una pandemia sobre el turismo y el comercio o los efectos de un ataque terrorista a un gran centro económico. ¿Los diseñadores de políticas deberían entonces apuntar a una mayor tasa de inflación en épocas normales para aumentar el espacio de la política monetaria y reaccionar a tales choques? Para ser concretos, ¿los costos netos de la inflación son mucho más altos a un 4% que a un 2%, el rango actual de la meta? ¿Es más difícil anclar las expectativas al 4% que al 2%?
Lograr una baja inflación a través de la independencia del banco central es un logro histórico, especialmente en algunos mercados emergentes. Por tanto, para responder estas preguntas hay que revisar con cuidado la lista de costos y beneficios de la inflación. Es claro que el impuesto inflacionario causa distorsiones, pero también los impuestos alternativos. Muchas distorsiones de la inflación provienen de un sistema tributario que no es neutral con respecto a la inflación, por ejemplo, de los intervalos del impuesto nominal o de la deducción del pago de intereses nominales. Estas se pueden corregir permitiendo una tasa de inflación óptima más alta. Si la inflación más alta está asociada con una mayor volatilidad de la inflación, los bonos indexados pueden proteger a los inversionistas del riesgo de inflación. Otras distorsiones, como menores tenencias de saldos de monetarios reales y una mayor dispersión de los precios relativos, son más difíciles de corregir (la evidencia empírica muestra, sin embargo, que es difícil discernir sus efectos sobre el producto, siempre que la inflación se mantenga en un solo dígito). Quizá más importante sea el riesgo de que unas tasas de inflación más altas induzcan cambios en la estructura de la economía (como la indexación general de los salarios) que amplíen los choques de inflación y reduzcan la efectividad de las medidas de política. Pero la pregunta sigue siendo si esos costos son mayores que los beneficios potenciales de evitar el límite de la tasa de interés igual a cero.
Una pregunta relacionada es si, cuando la tasa de inflación llega a ser muy baja, los diseñadores de políticas deberían curarse en salud adoptando una política monetaria más laxa para minimizar la probabilidad de deflación, aunque esto signifique incurrir en el riesgo de una mayor inflación en caso de un fuerte e inesperado aumento de la demanda. Este problema, que estaba en la mente de la FED a comienzos de siglo, es un problema que debemos retomar.
COMBINAR LAS POLÍTICAS MONETARIA Y DE REGULACIÓN
Parte del debate sobre política monetaria, aun antes de la crisis, era si la regla de la tasa de interés, implícita o explícita, se debía extender para tratar los precios de los activos. La crisis añadió otros candidatos a la lista, desde el apalancamiento hasta las posiciones en cuenta corriente, pasando por las medidas del riesgo sistémico.
Esta parece ser una forma errónea de enfocar el problema. La política de tasas es una mala herramienta para enfrentar el apalancamiento excesivo, la toma de riesgos excesivos o las aparentes desviaciones de los precios de los activos con respecto a las variables fundamentales. Aunque una política de tasas más altas reduzca los precios excesivamente altos de algunos activos, es probable que lo haga a costa de una mayor brecha de producto. Si no hubiera ningún otro instrumento, el banco central afrontaría por cierto una tarea difícil, y esto ha llevado a que muchos investigadores argumenten contra la reacción a las burbujas percibidas de los activos y de otras variables. Pero hay otros instrumentos a disposición de las autoridades, los instrumentos reguladores cíclicos. Si el apalancamiento parece excesivo, se pueden elevar las relaciones de capital reguladoras; si la liquidez parece demasiado baja, se pueden introducir relaciones de liquidez reguladoras y, de ser necesario, elevarlas; para bajar los precios de la vivienda se pueden disminuir las relaciones entre préstamos y valores; para limitar el aumento del precio de las acciones, se pueden incrementar los márgenes requeridos1. Es cierto que ninguna de estas es una solución mágica y que, hasta cierto punto, todas se pueden eludir. Pero es probable que tengan un impacto más focalizado sobre las variables que intentan afectar que la política de tasas. Desde este punto de vista, parece mejor usar la política de tasas principalmente en respuesta a la actividad agregada y a la inflación, y usar estos instrumentos específicos para tratar problemas específicos de la composición del producto, la financiación o los precios de los activos.
Un asunto relacionado es el enigma generado por el efecto de las bajas tasas de interés sobre la toma de riesgos. Si es cierto que las bajas tasas de interés llevan a un apalancamiento excesivo o a tomar riesgos excesivos, ¿el banco central debería –como sugieren algunos– mantener una política de tasas más altas de la que implica la regla de interés estándar? De nuevo, en ausencia de otros instrumentos, el banco central enfrentaría una decisión difícil, teniendo que aceptar una brecha de producto positiva a cambio de una toma de riesgos más baja. Pero si tenemos en cuenta la existencia de otros instrumentos, que pueden afectar directamente el apalancamiento o la toma de riesgos, el problema se puede manejar mejor con el uso de esos instrumentos, en vez de recurrir a la modificación de la regla de política.
Si las herramientas monetarias y reguladoras se combinan de este modo, los marcos reguladores y prudenciales adquieren necesariamente una dimensión macroeconómica. Las medidas que reflejan las condiciones cíclicas de todo el sistema tendrán que complementar las reglas tradicionales y la supervisión a nivel de institución. En cuanto a las decisiones de política monetaria, estas medidas prudenciales macro se deberían actualizar en forma regular y predecible (o aun semiautomática) para maximizar su efectividad mediante una posición de política creíble y bien entendida. Aquí, el reto principal es encontrar el trade-off correcto entre un sistema sofisticado, bien afinado para cada cambio marginal del riesgo sistémico, y un enfoque basado en disparadores de transmisión simple y reglas de fácil implementación.
Si se acepta la noción de que la política monetaria en combinación con la regulación proporcionan un gran conjunto de instrumentos cíclicos, surge el problema de cómo lograr la coordinación entre las autoridades monetarias y reguladoras, o de si el banco central debería encargarse de ambas.
La tendencia creciente a la separación de las dos bien puede tener que ser revertida. Los bancos centrales son un candidato obvio como reguladores prudenciales macro. Están idealmente situados para supervisar los desarrollos macroeconómicos, y en varios países ya regulan a los bancos. Los desastres de “comunicación” durante la crisis (p. ej., con ocasión del salvamento de Northern Rock) muestran los problemas relacionados con la coordinación de las acciones de dos agencias separadas. Y las implicaciones potenciales de las decisiones de política monetaria para el apalancamiento y la toma de riesgos también favorecen la centralización de las responsabilidades prudenciales macro en el banco central. Contra esta solución, en el pasado se expusieron dos argumentos para no asignar esas facultades al banco central. Primero, que el banco central asumiría una posición “más blanda” contra la inflación, porque las alzas de la tasa de interés pueden tener un efecto perjudicial sobre los balances del banco. Segundo, que el banco central tendría un mandato más complicado y le sería más difícil cumplir su responsabilidad. Ambos argumentos tienen méritos y, como mínimo, implican la necesidad de mayor transparencia si se le da al banco central la responsabilidad de la regulación. La alternativa, es decir, autoridades monetarias y reguladoras separadas, parece peor.
META DE INFLACIÓN E INTERVENCIÓN EN EL MERCADO DE CAMBIOS
Los bancos centrales que adoptaron la meta de inflación normalmente argumentaron que sólo se preocuparían por la tasa de cambio en la medida en que tuviera impacto sobre su objetivo principal, la inflación. Éste fue ciertamente el caso en las grandes economías avanzadas. Pero, en países más pequeños, la evidencia sugiere que, de hecho, muchos prestaron bastante atención a la tasa de cambio y también intervinieron en los mercados de cambios para atenuar la volatilidad y, a menudo, incluso para influir en el nivel de la tasa de cambio (Mishkin, 2008).
Sus acciones fueron más sensibles que su retórica. Las grandes fluctuaciones de las tasas de cambio, debidas a fuertes desplazamientos de los flujos de capital o a otros factores, pueden provocar grandes perturbaciones en la actividad económica (como vimos en esta crisis). Una gran apreciación puede contraer el sector transable y dificultar su recuperación cuando la tasa de cambio disminuye. Además, cuando una parte significativa de los contratos domésticos se denomina en moneda extranjera (o está ligada de algún modo a sus variaciones), las fuertes fluctuaciones de la tasa de cambio (especialmente las depreciaciones) pueden provocar graves efectos sobre el balance con consecuencias negativas para la estabilidad financiera y, así, para el producto.
En ese contexto, la discrepancia entre retórica y práctica es confusa y socava la transparencia y la credibilidad de la acción de política monetaria. En economías abiertas pequeñas, los bancos centrales deberían reconocer abiertamente que la estabilidad de la tasa de cambio es parte de su función objetivo. Esto no implica que deban abandonar la meta de inflación. De hecho, al menos en el corto plazo, la imperfecta movilidad del capital dota a los bancos centrales de un segundo instrumento en forma de acumulación de reservas y de intervención para esterilizarlas. Este instrumento puede ayudar a controlar el objetivo externo mientras que los objetivos domésticos se dejan a la política de tasas.
Por supuesto, hay límites para la esterilización, y estos se pueden alcanzar fácilmente si las presiones de la cuenta de capital son grandes y prolongadas. Esos límites son específicos de cada país y dependen de la apertura y la integración financiera de los países. Cuando se alcanzan esos límites y la carga recae únicamente sobre la política de tasas, la meta de inflación estricta no es óptima, y se deben tener en cuenta las consecuencias de los movimientos adversos de la tasa de cambio. Cabe señalar que esta discusión proporciona otro ejemplo de la importante interrelación entre políticas y regulación que se analizó en el apartado anterior. Por ejemplo, en la medida en que las reglas prudenciales puedan evitar o contener el grado de dolarización de los contratos en la economía, permitirán una mayor libertad de la política con respecto a los movimientos de la tasa de cambio. A su vez, la percepción de una tasa de cambio “excesivamente estable” puede generar mayores incentivos para dolarizar los contratos.
PROPORCIONAR MAYOR LIQUIDEZ
La crisis ha obligado a que los bancos centrales amplíen el alcance y la escala de su papel tradicional como prestamistas de última instancia. Extendieron su apoyo de liquidez a las instituciones que no captan depósitos e intervinieron en forma directa (con compras) o indirecta (aceptando los activos como garantía) en una amplia gama de mercados de activos. La pregunta es si estas políticas se deben mantener en épocas tranquilas.
El argumento para extender la provisión de liquidez, aun en épocas normales, parece convincente. Si los problemas de liquidez provienen de la desaparición de grandes inversionistas privados en algunos mercados específicos, o de problemas de coordinación de los pequeños inversionistas, como en el caso tradicional de las corridas bancarias, el gobierno está en una posición única para intervenir. Debido a su naturaleza y a su capacidad para usar la tributación, tiene un horizonte de largo plazo y mucho dinero. Así, puede y debe intervenir y estar listo para remplazar a los inversionistas privados, de ser necesario (Holmstrom y Tirole, 2008).
Tradicionalmente se han expuesto dos argumentos contra esta provisión pública de liquidez. El primero es que la salida de inversionistas privados puede reflejar, al menos en parte, problemas de solvencia. Así, la provisión de liquidez tiene riesgos para el balance del gobierno y genera la posibilidad de un salvamento con obvias consecuencias para la toma de riesgos. El segundo es que esta provisión de liquidez inducirá una mayor transformación de la madurez y portafolios menos líquidos. Aunque este resultado a veces se denomina riesgo moral, no es malo en sí mismo: siempre que la provisión pública de liquidez no tenga ningún costo, es óptimo que el sector privado haga esta transformación de la madurez. Pero el costo puede ser positivo y reflejar la necesidad de mayor tributación o mayor endeudamiento con el extranjero.
Ambos problemas se pueden tratar parcialmente con el uso de de las primas y los deducibles de los seguros (el primer argumento sugiere, sin embargo, que en épocas normales, hay que recurrir al apoyo indirecto y a deducibles apropiados para reducir el riesgo de crédito, y no a las compras directas). Los problemas también se pueden tratar mediante la regulación, elaborando una lista de activos elegibles como garantía (a este respecto, el BCE se adelantó a la FED elaborando una lista más larga de garantías elegibles) y, para las instituciones financieras, atando el acceso a la liquidez a la aceptación de la regulación y la supervisión.
CREAR MÁS ESPACIO FISCAL EN LOS BUENOS TIEMPOS
Una lección clave de la crisis es la deseabilidad de espacio fiscal para manejar mayores déficit fiscales cuando sea necesario. Aquí hay una analogía entre la necesidad de más espacio fiscal y la necesidad de más espacio para la tasa de interés nominal que ya se comentó. Si los gobiernos hubieran tenido más espacio para recortar las tasas de interés y adoptar una política fiscal más expansionista, habrían podido combatir mejor la crisis. Yendo más adelante, el grado requerido de ajuste fiscal (después de que la recuperación esté seguramente en camino) será formidable, en vista de la necesidad de reducir la deuda en el contexto de los retos de los sistemas de pensiones y de salud relacionados con el envejecimiento. Aún más, la lección de la crisis es claramente que las metas de los niveles de deuda deben ser menores que las que se observaron antes de la crisis. Las implicaciones de política para la próxima o las próximas dos décadas son que, cuando las condiciones cíclicas lo permitan, será necesario un gran ajuste fiscal y, si el crecimiento económico se recupera rápidamente, se debería usar para reducir sustancialmente la relación entre deuda y PIB, y no para financiar incrementos del gasto o recortes de impuestos.
La receta de crear espacio fiscal adicional en los años siguientes y asegurar que los ascensos económicos se traduzcan en mejores posiciones fiscales y no en estímulos fiscales procíclicos no es nueva, pero cobra mayor relevancia como resultado de la crisis. Los marcos fiscales de mediano plazo, los compromisos creíbles de reducir la relación entre deuda y PIB y las reglas fiscales (con cláusulas de escape para las recesiones) pueden ayudar a este respecto. En forma similar, los marcos del gasto basados en la valoración del ingreso de largo plazo ayudan a limitar los incrementos del gasto durante los ascensos. Y la eliminación explícita de la asignación del ingreso a rubros presupuestales de destinación específica evitaría los recortes automáticos del gasto cuando los ingresos disminuyen. Cuando los gobiernos sienten más presión para mostrar mejores datos de déficit y de deuda y se sienten tentados a dar mayor apoyo a los sectores en problemas mediante garantías u operaciones fuera del presupuesto, un reto adicional es asegurar que todas las operaciones del sector público se reflejen de manera transparente en los datos fiscales y que un proceso presupuestal bien diseñado reduzca los incentivos de los diseñadores de políticas para aplazar el ajuste necesario.
DISEÑAR MEJORES ESTABILIZADORES FISCALES AUTOMÁTICOS
Como ya se discutió, la excepción de esta crisis confirma los problemas de las medidas fiscales discrecionales: llegan demasiado tarde para combatir una recesión estándar. Hay entonces buenas razones para mejorar los estabilizadores automáticos. Aquí se debe distinguir entre estabilizadores realmente automáticos –es decir, aquellos que por su propia naturaleza implican una reducción procíclica de las transferencias o un aumento de los ingresos tributarios– y las reglas que permiten que algunas transferencias o algunos impuestos varíen con base en disparadores predefinidos atados al estado del ciclo económico (ver Baunsgaard y Symansky, 2009).
El primer tipo de estabilizadores automáticos resulta de la combinación de los gastos rígidos del gobierno con una elasticidad de los ingresos respecto del producto aproximadamente igual a 1, de la existencia de programas de seguridad social (los sistemas de pensiones y de subsidios de desempleo bien definidos caen en esta categoría) y del carácter progresivo del impuesto de renta. Los medios principales para aumentar su efecto macroeconómico serían aumentar el tamaño del gobierno o (en menor medida) hacer más progresivos los impuestos o hacer más generosos los programas de seguridad social. Pero este tipo de reformas sólo estarían garantizadas si se basaran en un conjunto más amplio de objetivos de equidad y de eficiencia, en vez de ser motivadas simplemente por el deseo de estabilizar la economía.
El segundo tipo de estabilizadores automáticos parece más promisorio2. Estos no ocasionan los costos antes mencionados y se pueden aplicar a rubros de impuestos o de gastos con altos multiplicadores. En el lado tributario, se puede pensar en políticas temporales dirigidas a las familias de bajos ingresos, como una devolución de impuestos única y reembolsable o una reducción porcentual de las obligaciones de los contribuyentes, o medidas que afecten a las empresas, como los descuentos tributarios a la inversión. En el lado del gasto, se puede pensar en transferencias temporales a las familias de bajos ingresos o con restricciones de liquidez. Esos impuestos o transferencias entrarían en acción cuando una variable macro cruce el umbral. La variable más natural, el PIB, sólo está disponible con algún retraso. Esto apunta a variables del mercado de trabajo, como el empleo o el desempleo. Cómo definir el umbral relevante, y qué impuestos o trasferencias usar en las contingencias, son temas en los que debemos trabajar.
CONCLUSIONES
La crisis no fue desencadenada principalmente por la política macroeconómica. Pero ha expuesto las deficiencias del marco de política anterior a la crisis, ha obligado a los diseñadores de políticas a explorar nuevas políticas durante la crisis y nos obliga a pensar en la arquitectura de la política macroeconómica posterior a la crisis.
El marco general de política debería seguir siendo igual en muchos aspectos. Los objetivos últimos deben ser lograr una brecha de producto y una inflación estables. Pero la crisis puso en claro que los diseñadores de políticas deben tener en mira muchos objetivos, entre ellos la composición del producto, el comportamiento de los precios de los activos y el apalancamiento de los diferentes agentes. También puso en claro que tienen a su disposición muchos más instrumentos de los que usaron antes de la crisis. El reto es aprender a usarlos de la mejor manera. La combinación de la política monetaria tradicional y los instrumentos de regulación, y el diseño de mejores estabilizadores automáticos para la política fiscal, son dos vías promisorias que requieren más exploración.
Por último, la crisis también reforzó algunas lecciones de las que siempre hemos sido conscientes, pero que con la mayor experiencia ahora internalizamos más fuertemente. La baja deuda pública en las buenas épocas crea espacio para actuar enérgicamente cuando es necesario. La buena carpintería, en términos de regulación prudencial, y la transparencia de los datos en las áreas monetaria, financiera y fiscal son esenciales para que nuestro sistema económico funcione bien. Aprovechando la experiencia de la crisis, nuestra tarea no sólo será proponer innovaciones creativas de política, sino también ayudar a persuadir al público en general del ajuste difícil pero necesario y de las reformas que se derivan de esas lecciones.
NOTAS AL PIE
1. El Banco de Inglaterra (2009) presenta un análisis detallado de las herramientas que se podrían usar para complementar las actuales relaciones reguladoras con el fin de manejar el riesgo total en el ciclo.
2. Ver Seidman (2003), Feldstein (2007), Elmendorf y Furman (2008) y Elmendorf (2009). La idea de un estímulo fiscal automático se remonta a los años cincuenta (Phillips, 1954, y Musgrave, 1959).
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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