ECONOMÍA DE LA CULTURA. UNA NUEVA ÁREA DE ESPECIALIZACIÓN DE LA ECONOMÍA


CULTURAL ECONOMICS. A RECENT SPECIALIZATION OF ECONOMICS



Luis Antonio Palma M.*
Luis Fernando Aguado Q.**

* Doctor en Ciencias Económicas y Empresariales, director del Departamento de Historia e Instituciones Económicas y Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla, Sevilla, España, [lpalma@us.es].

** Magíster en Estudios Políticos, estudiante de Doctorado en Teoría Económica y Economía Política. Profesor asistente del Departamento de Economía de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali, Colombia, [lfaguado@javerianacali.edu.co]. Los autores agradecen los valiosos comentarios y observaciones de dos evaluadores anónimos de la Revista. Los errores que persistan son responsabilidad exclusiva de los primeros. Fecha de recepción: 19 de marzo de 2009, fecha de modificación: 10 de febrero de 2010, fecha de aceptación: 1.° de julio de 2010.


RESUMEN

[Palabras clave: economía de la cultura, enfermedad de los costos de Baumol, política cultural, bienes culturales, industrias culturales; JEL: Z11, B30]

La consolidación de la economía de la cultura como campo especializado de la ciencia económica es reciente. La obra seminal que le dio origen se remonta a 1966: Performing Arts: The Economic Dilemma de William Baumol y William Bowen. Pese a su corta vida es un área dinámica de aplicación del análisis económico a diferentes temas y áreas: “enfermedad de los costos”, política cultural, modelos de consumo de bienes culturales, conceptos de capital y valor cultural, formas organizativas y de gestión de las empresas culturales, funcionamiento de los mercados del arte, construcción de las cuentas económicas del sector.

ABSTRACT

[Keywords: cultural economics, Baumol’s cost-disease, cultural policy, cultural goods, cultural industries; JEL: Z11, B30]

Cultural economics has recently been included in the development of Economics. The seminal paper Performing Arts: The Economic Dilemma by William Baumol and William Bowen, much acknowledged by specialists and from which this specialisation originates, dates back to 1966. In spite of its short life, cultural economics is a dynamic area for applying economic analysis to diverse subjects such as: “Baumol’s cost-disease”, cultural policy, models of consumption of cultural goods, concepts of capital and cultural value, organisational and managerial structures of cultural companies, the functionary of art markets and the development of the sector’s economic accounts.


El interés de los economistas por el mundo de la cultura no es de ahora, como puso de manifiesto Goodwin (2006). Lo que sí se puede afirmar es que desde la década de 1960 se han acercado con mayor rigor al arte y a la cultura como objeto de estudio, utilizando las herramientas del análisis económico.

Hoy existe una subdisciplina o área especializada, la economía del arte o, más en general, la economía de la cultura (Ginsburgh, 2001, y Seaman, 2009). Su aparición como campo de aplicación de la ciencia económica es reciente; la obra que le dio origen data de 1966: Performing Arts: The Economic Dilemma. Sus autores, Baumol y Bowen, observaron un dilema económico que luego se llamó “enfermedad de los costos”, propio de las artes escénicas (teatro, ópera, danza), y que llevó a una prescripción de política: el Estado debe subsidiar esas actividades.

Este artículo analiza la configuración y delimitación de la economía de la cultura. Si bien los vínculos entre economía y cultura parecen lejanos, se pueden integrar en un marco común, como señaló Throsby (2001), pues la naturaleza del valor cultural es la piedra angular de la relación entre economía y cultura, en el plano económico y en el socio-cultural. Aunque, como dice Grampp (1989, 14), la “visión económica del arte [y la cultura] no sustituye a la estética, a la crítica o a la historia del arte. Más bien las complementa”.

En la primera sección se revisa la configuración de la economía de la cultura desde su nacimiento oficial hasta su incorporación al discurso principal de la ciencia económica. En la segunda se define el campo y sus ámbitos de aplicación. En la tercera se rastrea el interés de algunos economistas prestigiosos por extender el análisis económico a las actividades culturales. En las secciones cuarta y quinta, que tratan los bienes culturales, se profundiza su definición y se analizan sus características y los rasgos básicos de este mercado. La sección final presenta las conclusiones.

LA ENTRADA EN ESCENA DE LA ECONOMÍA DE LA CULTURA

La economía de la cultura es una subdisciplina de la ciencia económica, como indican un libro seminal, una revista especializada y una asociación internacional (Goodwin, 2006, 28, y Throsby, 2001, 26). Performing Arts: The Economic Dilemma es, a juicio de los especialistas, el libro seminal que delimitó aquella parte de la realidad que se intenta explicar con el método económico, así como mostrar sus orígenes y su evolución1.

¿Cuál es el dilema que observaron Baumol y Bowen? Como resultado de una investigación estadística, con información de los costos de operación por concierto de la Orquesta Filarmónica de Nueva York entre 1843 y 1964, y la comparación del costo medio por presentación del Drury Lane Theatre en las temporadas de 1771-1772 y 1775-1776 con el del Royal Shakespeare Theatre en la temporada 1963-1964, encontraron:

Primero, que los salarios de los artistas e intérpretes aumentan más lentamente que los salarios en general. Segundo, que la mayor parte de los costos totales (entre el 70% y el 80%) de las artes escénicas corresponden a los salarios. Tercero, que los costos totales de las artes escénicas muestran un aumento constante a través del tiempo, superior a los costos de producción de la economía en su conjunto.

El dilema, ¿por qué si los costos en las artes escénicas se componen en su mayoría de salarios, y si estos aumentan más lentamente que los de otros sectores de la economía, los costos de producción de las artes escénicas aumentan más rápidamente que los de la economía en su conjunto? (Baumol y Bowen, 1965, 499-500, y 1966, 183-186, y Baumol, 1967b, 47-48).

La explicación del dilema es una consecuencia de las características técnicas de la producción de artes escénicas (Baumol, 1987). Consideremos un modelo de dos sectores: uno de alta productividad que admite cambios tecnológicos rápidos que ahorran mano de obra (manufacturas) y uno de baja productividad, intensivo en trabajo, que admite mejoras tecnológicas lentas y esporádicas (artes escénicas). A lo largo del tiempo, los salarios se igualan entre sectores y crecen a la misma tasa que la productividad del trabajo en el sector de alta productividad; esta situación genera dos efectos: el costo relativo de los bienes del sector de baja productividad crece en forma continua; el incremento del precio relativo de los bienes del sector de baja productividad, si su demanda no es inelástica al precio o no es elástica al ingreso, lleva a que los niveles de producción de dicho sector se reduzcan e incluso desaparezcan.

Este dilema, llamado enfermedad “de los costos” o “de Baumol”2, es uno de los principales temas de desarrollo teórico y empírico de la economía de la cultura (Throsby, 1996; Frey, 1996, y Heilbrun, 2003). Marcó el énfasis durante las décadas de 1960 y 1970 de la literatura económica sobre las artes escénicas (teatro, orquestas sinfónicas, grupos de cámara, ópera, danza). Y ha sido esgrimido desde el inicio para justificar la subvención pública o privada de las artes:

Si nuestro modelo es válido y si [...] hay límites a las sumas que se pueden obtener de los contribuyentes privados, habrá que buscar mayor apoyo de otras fuentes para que las artes escénicas puedan mantener el papel que desempeñan en la vida cultural de este país y en especial si se quiere que amplíen su papel y florezcan (Baumol y Bowen, 1965, 502).

Mark Blaug en 1976, diez años después de la publicación del libro de Baumol y Bowen, preparó la primera compilación de artículos sobre la materia, The Economics of the Arts: Selected Readings, en cuya introducción señaló que hasta ese momento la sustancia de la subdisciplina no justificaba un manual, pero sí un conjunto de lecturas que mostrara su campo de aplicación. Las lecturas se centraban en la financiación y la justificación del apoyo público a las artes.

En 1973 se había creado la Association for Cultural Economics, cuyos estatutos se modificaron en 1993, cuando adoptó su nombre actual, Association for Cultural Economics International (ACEI)3. La primera conferencia internacional de la asociación se realizó en 1979, y hasta 2008 se han realizado quince conferencias internacionales sobre economía de la cultura. El primer ejemplar del Journal of Cultural Economics (JCE)4 se publicó en 1977. Los temas de ese número cubrían dos aspectos críticos en ese momento: la naturaleza y las características de los bienes y servicios culturales, y la financiación de las artes escénicas (JCE 1, 1, 1977). Los textos que aparecieron a finales de la década de 1970 también ponían el énfasis en esos temas (Netzer, 1978, y Throsby y Withers, 1979).

En el primer ejemplar del JCE, Kenneth Boulding sentenció que la nueva subdisciplina era un conjunto difuso, con fronteras poco definidas, que podría avanzar en la interacción con otras disciplinas.

La economía de la cultura tiene sentido como especialización y como “colegio invisible” de personas que aprenden unas de otras porque son especializadas. Debemos reconocer, sin embargo, que es un “conjunto difuso”. Sus fronteras deben ser mejor definidas, se deben estudiar las relaciones de su propio subconjunto con el sistema más amplio así como sus relaciones internas, de lo contrario se pierde gran parte de los beneficios de la especialización. Como saben todos los economistas, la especialización es inútil sin comercio. Esperamos un animado comercio entre la economía de la cultura y los demás estudiosos de la sociedad (Boulding, 1977, 11).

Los primeros estados del arte fueron publicados por Throsby (1994), en el Journal of Economic Literature, y Blaug (2001), en el Journal of Economic Surveys, donde se presentan los temas de análisis.

Throsby: formación del gusto por las artes, mercados de obras de arte, características de las artes escénicas, mercados de trabajo de los artistas y políticas públicas hacia las artes.

Blaug: formación de gustos en las artes, oferta y demanda de bienes y servicios culturales, industria de las comunicaciones, mercado del arte, historia económica de las artes, mercado de trabajo de los artistas, enfermedad de los costos, organizaciones artísticas sin ánimo de lucro y subsidios públicos a las artes.

La subdisciplina primero se denominó economía del arte; el término arte se restringía a las artes escénicas relacionadas con la alta cultura y quedaban al margen el patrimonio cultural y las industrias culturales5. Más tarde, Albi podía decir: “se utiliza el término Economía de la cultura, en vez de las artes, como reflejo de la ampliación del ámbito de estudio” (2003, 17). Y Throsby precisó:

La definición del arte ha sido un enigma filosófico durante siglos, pero hay un consenso razonable sobre lo que comprenden “las artes”: artes escénicas (música, danza, ópera y teatro), artes visuales y plásticas (pintura, dibujo, fotografía, escultura, artesanía, etc.), artes literarias (poesía, ficción, teatro, guiones, y algunas formas de no ficción como la biografía), ciertos tipos de películas y algunas prácticas nuevas como el video-arte que se derivan de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (Throsby, 2008).

La gama de actividades que se consideran arte incide en los fondos públicos que se destinan, como muestra el caso del Reino Unido:

La historia reciente de la evolución del apoyo del gobierno se puede escribir como la traducción de las “artes” a la “cultura”, donde este último término abarca una gama mucho más amplia de “productos”, de los que son ejemplos el cine, la literatura y la artesanía. La culminación de este proceso se ha alcanzado con el énfasis contemporáneo en la “inclusión social”, es decir, en la ampliación del espectro de las artes no sólo mediante la ampliación de la base de apoyo a las formas de arte tradicionales, incluidas las artes populares, como las muestras de herencia artística, el jazz y la música pop, sino también con el énfasis en la participación activa en eventos artísticos. En resumen, la definición de las artes es susceptible de cambios frecuentes y refleja el importante papel de los grupos de presión artísticos que intentan influir en la cantidad y la composición de la financiación (Peacock, 2000, 123).

De acuerdo con Ginsburgh (2001, 758), la economía de la cultura aún está en su infancia, pues su objeto no está bien definido y se sitúa en el cruce de varias disciplinas: historia y filosofía del arte, sociología, derecho, administración y economía. Pero su posición relativa dentro de la ciencia económica le da un amplio potencial de desarrollo:

La economía de la educación [...] ha estado moribunda durante más de dos décadas, repitiendo sin cesar recetas basadas en cálculos de la tasa de rendimiento de las inversiones educativas, mientras que no ha resuelto los problemas fundamentales del concepto de formación de capital humano. La economía de la salud [...] ha mostrado gran progreso y desarrollado sus conceptos y técnicas básicas en el mismo período. La economía de la cultura se sitúa entre ambas, más innovadora que la economía de la educación pero menos fértil en la explotación de su potencial que la economía de la salud, quizás algo aislada y poco dispuesta a aprender de los desarrollos de otras áreas de la economía, para no mencionar la psicología, la sociología y el análisis político, aunque encontrando nuevas aplicaciones de la economía a los temas de interés cultural (Blaug, 2001, 133).

Blaug (2001, 123-124) distingue dos tipos de progreso: teórico y empírico. El primero, relacionado con la elaboración y el refinamiento de conceptos teóricos básicos (p. ej., las externalidades en el consumo de bienes culturales), y el segundo, con las estimaciones de relaciones empíricas fundamentales (p. ej., las funciones de costos de las organizaciones culturales). Según él, la economía de la cultura ha progresado en ambos campos desde 1966, aunque ha avanzado más en el campo empírico. Y sugiere seguir la dirección que abrió Towse (1997): entender que la economía de la cultura ha ampliado el campo de acción de la economía, y aplicar el análisis económico a los fenómenos del mundo artístico y cultural.

Así parezcan difusas las fronteras exteriores, es innegable que los desarrollos recientes configuran un campo de acción propio, con temáticas que reflejan su desarrollo teórico y empírico, como indica su reconocimiento dentro de la taxonomía del discurso económico. En 1991, la clasificación del JEL situaba la producción intelectual en la categoría Z –otros tópicos especiales–, dentro de la subcategoría Z1: economía cultural. Y en 2001 se creó la subcategoría Z11: economía de las artes y la literatura (Towse, 2005, F263).

En 2006 se publicó el primer Handbook of the Economics of Art and Culture, en la serie Handbooks in Economics editada por K. Arrow y M. Intriligator, que presenta los avances más significativos en las distintas áreas de la economía. En 2008 apareció por vez primera una entrada titulada “Art, Economics of” en The New Palgrave Dictionary of Economics, escrita por D. Throsby. Sin duda, los hitos reseñados hasta aquí llevan a apreciar el desarrollo de la economía de la cultura como subdisciplina de la ciencia económica, con un campo de estudio definido y rasgos distintivos frente a las demás áreas de la economía.

ECONOMÍA DE LA CULTURA. DEFINICIÓN, GRANDES PREGUNTAS Y ÁMBITOS DE APLICACIÓN

Los especialistas en la materia concuerdan en que “una de las aplicaciones más interesantes del enfoque de la elección racional ha sido la realizada en el campo de las artes. Este nuevo campo se conoce también como economía de la cultura” (Frey, 2000, 13). Towse define la economía de la cultura como “la aplicación de la economía a la producción, distribución y consumo de todos los bienes y servicios culturales” (Towse, 2003, 1).

Frey sugiere que la economía del arte o de la cultura se puede enfocar desde dos puntos de vista: “el análisis de aspectos económicos o materiales de las actividades artísticas, y llevado al extremo, de las transacciones monetarias en el arte”; y “la aplicación al arte de la metodología ‘económica’, o más bien, del método de la ‘elección racional’” (Frey, 2000, 33).

En un marco descriptivo, el primer punto de vista busca cuantificar la importancia de las actividades artísticas y culturales en términos de flujos de ingresos y empleos generados en la economía:

En cierta medida, las actividades culturales también influyen en la economía, por ejemplo, cuando festivales como el de Salzburgo o Verona atraen gran cantidad de visitantes a estas ciudades. Esa relación entre la economía y el arte es evidente y no necesita más comentario (ibíd., 34).

En un plano analítico, el segundo aplica las herramientas económicas a las actividades artísticas y culturales, incluida la política cultural:

En principio, el arte y la cultura están sujetos a la escasez, es decir, no son bienes libres; proporcionan “utilidad” a los individuos que los demandan, y necesitan recursos para su creación. Tan pronto se observan expresiones de preferencias en los individuos –el deseo de pagar por una entrada de teatro, pintar un cuadro para venderlo o incluso tocar el piano por placer–, el economista puede analizar el comportamiento de quien ofrece arte y cultura y de quien los demanda. También le es posible investigar la cuestión, que tanta curiosidad inspira, de cuál sería la mejor manera para que los gobiernos promocionaran el arte (ibíd., 14-15).

Más allá de la aplicación del análisis económico a los bienes y servicios culturales, hay un aspecto básico en el desarrollo de la subdisciplina, que constituye su piedra angular: ¿los bienes y servicios artísticos y culturales tienen características especiales que distinguen su producción y consumo de los demás bienes? La respuesta a esta pregunta es clave para entender el comportamiento de los consumidores, las empresas, los mercados y la acción del gobierno en el sector cultural, así como el papel que en la historia del pensamiento económico se ha atribuido a las actividades culturales (Goodwin, 2006, 28; Throsby, 2001, 19, y 2006, 6; Towse, 2003, 21-28, y Lasuén et al., 2005, 57-64)6. En esta perspectiva, se pueden incluir otros tres interrogantes para ampliar el panorama de las problemáticas que enfrenta la economía de la cultura: ¿cómo reconocer y especificar las externalidades derivadas de las actividades culturales?; ¿puede el libre mercado alcanzar niveles socialmente óptimos de producción de actividades culturales?, y ¿cuáles son las mejores formas de subsidio para estimular y sostener las actividades culturales?

El cuadro 1 muestra los ámbitos de la economía de la cultura. La primera columna presenta el espectro de las actividades culturales, que abarca la noción restringida de arte (artes escénicas, artes visuales); el patrimonio, que no sólo incluye los lugares históricos sino también el patrimonio inmaterial (festivales, tradiciones); y las industrias culturales. Además se incluye la política cultural, con referencia a si el Estado debe intervenir en su financiación.

Cuadro 1
Delimitación analítica y ámbitos de la economía de la cultura

En la segunda columna se incluyen algunos temas de interés y los esfuerzos para aplicar la economía a la cultura que dieron lugar a una abundante literatura. Se destacan la demanda de artes escénicas, el análisis de las subastas y los precios de las obras de arte. La aplicación de la valoración contingente a los museos, lugares históricos y festivales. En la industria cultural, el libro y el cine ocupan un lugar importante por su relevancia en el consumo cultural masivo.

La tercera columna indica los temas de orden transversal que a nuestro juicio constituyen los principales aportes de la subdisciplina a la economía y a la comprensión del funcionamiento del sector cultural: la “enfermedad de los costos” y la política cultural, la modelación de la formación del gusto por los bienes culturales, los conceptos de capital cultural y valor cultural, el análisis de las formas organizativas y de gestión de las empresas culturales y la construcción de las cuentas económicas del sector cultural.

El segundo segmento muestra que la interrelación entre economía y cultura se ha ampliado (Lazzeretti, 2009). En el centro de las actividades culturales está la labor creativa. La conexión entre creatividad, nuevas tecnologías, estructuras de producción y mercados laborales más flexibles crea un nuevo panorama. En efecto, el motor del crecimiento económico en la actualidad está ligado a la innovación, y el proceso creativo es su principal insumo. La creatividad es una forma de innovación que promueve la iniciativa empresarial, aumenta la productividad y es fuente de crecimiento económico (UNCTAD, 2008, 3); además, en sí misma es un área de actividad económica: las industrias creativas (Pratt, 2004, 119-120).

Desde la perspectiva del pensamiento económico, la siguiente sección rastrea el escaso interés de los economistas de los siglos XVII y XVIII por extender el análisis económico a las actividades culturales. Luego, con la crítica de los primeros marginalistas al objeto de estudio de la economía y la redefinición de Robbins, una vez aclarada la crítica de los estetas ingleses, se tiende un puente que permite incorporar el análisis de las actividades y bienes culturales en la teoría económica.

LOS BIENES Y SERVICIOS CULTURALES EN LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO ECONÓMICO

En los siglos XVI y XVII, algunos grandes pensadores económicos percibieron que las actividades artísticas y culturales, a pesar de sus méritos intrínsecos, constituían una desviación del uso del capital y del trabajo productivo hacia actividades improductivas.

Goodwin (2006, 45) sugiere que, si bien no fue una constante en todos los economistas clásicos, las actividades artísticas y culturales no tuvieron un tratamiento importante desde el punto de vista económico. Situación que fue favorecida por varias circunstancias: a) en los siglos XVI y XVII, las actividades artísticas y culturales eran vistas como un gasto extravagante y lujoso de la aristocracia, que incluso podía perjudicar la orientación productiva de la clase trabajadora; b) la división fisiocrática entre sectores productivos y estériles identificaba el excedente económico como un producto físico del sector agrícola; los sectores industriales y de servicios no generaban excedente (producto neto); c) el planteamiento de Bentham acerca de la contribución de las artes, ciencias y pasatiempos a la felicidad humana: éste afirmó que si el juego de bolos produce más placer que la música o la poesía, es más valioso; además, está al alcance de todos y, en cambio, sólo unos pocos practican la música y la poesía. Así, el arte no se distingue de otras formas de entretenimiento, y d) la distinción de Adam Smith, en La riqueza de las naciones, entre trabajo productivo y no productivo. Smith consideraba que el trabajo de los artistas, igual que el de otros miembros respetables de la sociedad, era improductivo pues no generaba riqueza material.

Teniendo en cuenta ese contexto, en lo que resta de la sección no se hace una descripción exhaustiva del tratamiento que los economistas dan a las actividades artísticas y culturales sino que se esbozan algunos apuntes que muestran que Smith, Ricardo, Marshall, Robbins y Keynes, pese a que identificaron y reconocieron algunas particularidades de los bienes y servicios culturales, no encontraron méritos suficientes para hacer estudios específicos sobre su importancia desde el punto de vista económico.

El hilo conductor es la visión restringida del bien económico y del objeto de la economía de Smith y Ricardo, y el hecho de que la economía fue permeada por la crítica de los estetas (Ruskin y Carlyle): no solamente los bienes materiales producen bienestar, sino que los bienes culturales, con su significado particular, contribuyen a una sociedad y a una vida mejores.

LA VISIÓN DE LAS ACTIVIDADES CULTURALES DE SMITH Y RICARDO: EL ARTE Y LA CULTURA COMO TRABAJO IMPRODUCTIVO

Adam Smith observó que la división del trabajo aumenta su productividad y, por tanto, la capacidad para producir bienes que generan bienestar y riqueza a la población, extendió la productividad a la industria y puso fin a la idea fisiocrática de que sólo el trabajo aplicado a la actividad agrícola genera riqueza. Sin embargo, pensaba que el producto intangible de ciertas actividades de servicios no contribuía a la acumulación de capital y al crecimiento de la riqueza:

Algunos de los trabajos más respetables de la sociedad son como el de los sirvientes: no producen valor alguno que se fije o incorpore en un objeto permanente o mercancía vendible, que perdure una vez realizado el trabajo, […] En la misma categoría hay que situar algunas de las profesiones más serias e importantes y algunas de las más frívolas: […] actores, bufones, músicos, cantantes de ópera, bailarines, etc. […] Como la declamación del actor, la arenga del orador y la melodía del músico, la labor de todos ellos perece en el mismo instante de su producción (Smith, 1776, 425-426).

Además, la fuente de la demanda de estos servicios es el gasto superfluo de los terratenientes y capitalistas:

Así, no sólo el gran señor o el comerciante acaudalado pueden tener sirvientes domésticos, sino también el trabajador común, si gana lo suficiente; el trabajador común también puede ir al teatro o a una función de marionetas y contribuir así al sostenimiento de un conjunto de trabajadores improductivos, o pagar impuestos y así colaborar en la manutención de otro conjunto, ciertamente más honorable y útil, pero igualmente improductivo […] En todos los sitios, por tanto, las fuentes principales de las que obtiene su subsistencia la mano de obra improductiva son la renta de la tierra y los beneficios del capital (ibíd., 427-428).

No obstante, Smith consideraba que la educación y las artes eran muy beneficiosas para la sociedad: la primera vigoriza la mente, mientras que las segundas dan placer a los individuos y alimentan las posibilidades de pensamiento crítico (De Marchi y Greene, 2005). Lo que sin duda imprime un carácter excepcional a las artes:

Si el Estado las estimula, es decir, si garantiza la completa libertad a todos aquellos que por su propio interés procuren sin escándalo ni indecencia entretener y divertir al público con pinturas, poesía, música, baile y toda clase de representaciones y exhibiciones teatrales, se podría disipar fácilmente en la mayoría del pueblo ese humor melancólico y apagado que suele ser el caldo de cultivo de la superstición y el fanatismo (Smith, 1776, 729).

Pero no incluyó las artes entre los bienes y servicios en los que el gobierno podía intervenir, como la defensa, la justicia y la educación, ni tampoco entre las “instituciones y obras públicas que aunque sean enormemente ventajosas para una gran sociedad son sin embargo de tal naturaleza que el beneficio jamás reembolsaría el costo [...], por lo tanto, no se puede esperar que un individuo o grupo reducido de individuos vayan a construir o mantener” (ibíd., 685).

Smith, sostuvo que el arte podía dejarse a la iniciativa privada, sin participación del Estado, con dos argumentos: el gobierno puede limitar el desarrollo del pensamiento creativo de los individuos a través de la censura; el gobierno no dispone de un mecanismo que haga coincidir sus decisiones con los deseos de los individuos (De Marchi y Greene, 2005, 439-441). Además, hay razones ligadas al contexto económico y social de la época que ayudan a entender sus argumentos; las artes estaban en manos privadas y estaban en pleno florecimiento.

Por su parte, Ricardo (1821, 20) observó que algunos bienes culturales, “las estatuas y pinturas notables, monedas y libros raros”, son una parte muy pequeña del universo de bienes, los que no son reproducibles y cuyo valor depende de la escasez, por lo que no merecían mayor atención.

En síntesis, en Smith y Ricardo se advierte poco interés por los bienes y servicios culturales debido al énfasis en la teoría del valor trabajo –aplicada especialmente en la industria–, en la acumulación de capital y en el comercio exterior. De acuerdo con Goodwin (2006, 46), ambos centraron su atención en “la mano de obra que produce las obras de arte y no en las obras de arte mismas”. O, como afirma Rausell (1999, 86), el problema es que los bienes artísticos y culturales no encajan en una teoría del valor que no contemple la naturaleza económica del valor estético.

UN APUNTE SOBRE EL OBJETO DE ESTUDIO DE LA ECONOMÍA AMPLIACIÓN DEL CONCEPTO DE BIEN ECONÓMICO

En La riqueza de las naciones, Smith afirma que la economía política persigue dos objetivos distintos: “conseguir un ingreso o una subsistencia abundantes para el pueblo” y “proporcionar al Estado o comunidad un ingreso suficiente para pagar los servicios públicos”. En los Principios de economía, Ricardo considera que el objeto de la economía política son los aspectos distributivos y sus efectos sobre la acumulación de capital y el crecimiento económico. Mill sintetiza la visión de Smith y Ricardo cuando la define como:

la ciencia que describe las leyes de aquellos fenómenos de la sociedad que se originan en las operaciones continuas de la humanidad para la producción y distribución de la riqueza en la medida en que esos fenómenos no son modificados por la persecución de otro objeto (Mill, 1844, 99).

Es claro que para los economistas clásicos el objeto de la economía política era el análisis del crecimiento de la riqueza y su distribución, y que entendían la riqueza como los medios materiales de subsistencia. Este énfasis en las condiciones “materiales del bienestar” fue criticado fuertemente por los “intelectuales defensores del espíritu aristocrático”, menos materialistas que los economistas clásicos. Ruskin y Carlyle argumentaron que la “ciencia nefasta”, como calificaron a la economía política, pervertía a la sociedad pues la subordinaba a los burdos fines y medios mercantiles” (Lasuén et al., 2005, 22)7. En palabras de Ruskin:

La verdadera ciencia de la economía política, que todavía no se ha distinguido de la ciencia bastarda […] consiste simplemente en la producción, conservación y distribución, en el momento y lugar más adecuado, de cosas útiles o agradables […], y el cantante que con disciplina nunca fuerza su voz [igual que el granjero, el constructor de barcos y el albañil], son todos economistas políticos en el sentido verdadero y último, contribuyendo continuamente a la riqueza y el bienestar de la nación a la que pertenecen (Ruskin, 2001).

Sin embargo, siguiendo la tradición clásica, Marshall (1890, 5) definió la economía política, o economía8, como finalmente sugirió llamar a esta ciencia, como “el estudio de las actividades del hombre en los actos corrientes de la vida; el examen de aquella parte de la acción individual y social que está más íntimamente relacionada con la consecución y uso de los requisitos materiales del bienestar”. No obstante, aclaró la confusión de Ruskin y Carlyle:

aunque es cierto que el dinero o poder adquisitivo general, o el dominio sobre la riqueza material, es el centro alrededor del cual gira toda la ciencia económica, esto es así […] porque en este mundo es el único medio apropiado para medir los móviles humanos en gran escala. Si los antiguos economistas hubieran aclarado este concepto […] las espléndidas enseñanzas de Carlyle y de Ruskin acerca de los rectos propósitos del esfuerzo humano no habrían sido oscurecidas por los rudos ataques dirigidos a los economistas, ataques fundados en la falsa creencia de que aquella ciencia no se ocupaba de más móviles que el deseo egoísta de riquezas y de que inculcaba una política de sórdido egoísmo (Marshall, 1890, 27).

En el último cuarto del siglo XIX hubo un debate entre los economistas sobre la importancia relativa de la demanda y de la oferta en la teoría del valor (o del precio). Los primeros marginalistas –Jevons, Menger y Walras– concebían la teoría del consumo, el estudio de la demanda, como la base científica de la economía, contra el énfasis en la oferta de la economía clásica. Walras sostuvo que la “definición de economía política aún no existe”, cuando criticó las definiciones de los fisiocrátas, y de Smith, Ricardo, Say y Mill, porque no eran científicas:

decir que el objeto de la economía política es proporcionar a la gente unos ingresos abundantes y al Estado unos ingresos suficientes, es como decir que la geometría tiene por objeto construir casas sólidas y que la astronomía tiene por objeto navegar con seguridad por los mares. Esto es, en una palabra, definir una ciencia por sus aplicaciones (Walras, 1900, 141).

Para Walras, la “economía política pura” era la teoría de la riqueza social entendida como “la suma de todas las cosas, materiales o no, susceptibles de tener un precio por ser escasas”, y su campo de acción: “la teoría de la determinación de los precios bajo un hipotético régimen de competencia libre perfecta” (ibíd., 126). Teoría aplicable a cualquier caso particular:

las leyes generales del mercado deben aplicarse al mercado de diamantes, al de cuadros de Rafael, al de tenores y divas […] a un mercado que […] se compone de un solo vendedor, de un solo comprador y de un único objeto por cambiar, con un minuto disponible para efectuar el intercambio (ibíd., 183).

No obstante, el modelo de equilibrio general que construyó fue concebido para una economía de bienes –en sentido material– (Rubalcaba, 2008, 38).

En esta línea, Robbins (1932), en el Ensayo sobre la naturaleza y significación de la ciencia económica, criticó la definición de Marshall por ser materialista e identificar los bienes económicos con bienes tangibles que producen bienestar a los consumidores. Su argumento es que existen servicios, intangibles, que también producen bienestar, como una ópera, un concierto, un ballet. Estos servicios exigen remunerar a los actores, requieren vender entradas, el empresario obtiene utilidades y, por tanto, no son ajenos al análisis económico. Como recordó en una anécdota previa al Ensayo:

Los inicios [del Ensayo] me llevan al pasado. El libro de texto fundamental sobre los elementos de la economía cuando era estudiante en la London School of Economics era La riqueza del profesor Cannan; y el primer capítulo [...] se dedicaba a dilucidar lo que define su tema de estudio en términos de las causas del bienestar material [...] Esto me desconcertó mucho, y mi perplejidad aumentó cuando reflexioné sobre el número de actividades en las que estaba especialmente interesado: conciertos, representaciones teatrales, […] y similares, que nada tenían que ver con el bienestar material, pero que ciertamente tenían un aspecto económico. ¿Cuál era entonces el factor común al que se podía aplicar nuestra técnica de pensamiento? Poco a poco llegué a la idea de que el bienestar material era el ignis fatuus de esta conexión; de que el hecho subyacente que hace que diferentes actividades y relaciones sean susceptibles del análisis económico es la escasez de los medios involucrados y no la materialidad de los objetivos (Robbins, 1971, 146, citado en Howson, 2004, 415).

Robbins definió la economía como la “ciencia que estudia la conducta humana como una relación de fines y medios de satisfacción que, siendo escasos, se pueden aplicar a varios usos entre los cuales hay que optar” (Robbins, 1932, 16). Su definición se concentra en un aspecto constante de la conducta humana para delimitar el campo de lo económico: la escasez relativa de recursos frente a fines (necesidades) diversos, lo que implica la elección. Así, no sólo amplía el concepto de bien económico más allá de los objetos tangibles que producen bienestar, sino los fines alternativos, que pueden ser de cualquier naturaleza –materiales, artísticos, espirituales– de todo tipo de agentes, que han de alcanzarse con recursos escasos (Lasuén et al., 2005, 23). En palabras de Robbins (1932, 30):

A la estética le concierne cierta clase de fines. Lo bello es uno que se somete a elección, en competencia, por así decirlo, con otras cosas. A la Economía no le interesa en modo alguno ningún fin como tal. Se ocupa de los fines en la medida en que afectan la disposición de medios.

MARSHALL, ROBBINS Y KEYNES. PARTICULARIDADES DE LOS BIENES ARTÍSTICOS Y LAS ACTIVIDADES CULTURALES

En los Principios de economía, Marshall tuvo muy presente el fuerte ataque de Ruskin y Carlyle a la economía política clásica, al que consideró injusto por no comprender el verdadero objetivo de la ciencia económica, e hizo responsables a los economistas porque:

Algunos patronos y políticos, al defender privilegios exclusivos de clase al principio del siglo pasado, hallaron muy conveniente basarse en la autoridad de la economía política, y a menudo se calificaban a sí mismos de economistas. Y aun en nuestra época, dicho título ha sido adoptado por los que se oponen a gastar con generosidad en la educación de las masas populares (Marshall, 1890, 51).

En el libro IV, capítulo 6, sobre la educación industrial, observó:

El desarrollo de las facultades artísticas del pueblo es en sí mismo un fin de la mayor importancia y se está convirtiendo en un factor principal de la eficiencia industrial (ibíd., 261).

En especial, consideró que las “ramas del arte que se relacionan con la vista” eran de interés particular y que su desarrollo tenía efectos positivos sobre los métodos de los negocios, los procesos de manufactura y la habilidad de los artesanos. También juzgó conveniente invertir fondos públicos y privados en la educación de la población: “todo lo invertido [...] en proporcionar a las masas una mejor educación quedaría bien compensado si se lograra producir un solo Newton o Darwin, Shakespeare o Beethoven” (ibíd., 264).

Con respecto al análisis económico de los bienes culturales, advirtió dos particularidades que trató como casos excepcionales y a las que no prestó mayor importancia. Primera, en la exposición de la Ley de la utilidad marginal decreciente, observó:

Sin embargo, en esta ley existe una condición implícita que se debe aclarar: es preciso admitir que el tiempo no ha de producir ninguna alteración en el carácter o gustos de la persona. No constituye, por tanto, una excepción a la ley el hecho de que el hombre que oye con frecuencia buena música ve aumentar su afición por ella, de que la avaricia y la ambición son a menudo insaciables, ni el que la virtud de la limpieza y el vicio de la embriaguez aumenten a medida que se van practicando. Esto se debe a que en tales casos nuestras observaciones se refieren a cierto período de tiempo, y el hombre no es el mismo al principio y al final de dicho período (ibíd., 121-122).

Este aspecto singular se convertiría en uno de los principales temas de análisis de la economía de la cultura: ¿qué sucede si las preferencias cambian como resultado de la experiencia en el consumo?

Segunda, en su análisis del equilibrio entre la oferta y la demanda, Marshall destacó aspectos que hoy son claves en la formación de precios en el mercado del arte:

Podemos dejar a un lado, por ser de poca importancia práctica, una clase de transacciones muy discutida: las referentes a cuadros de viejos maestros, monedas antiguas y otros objetos que no pueden ser totalmente clasificados. El precio a que se venda cada uno de ellos dependerá en mucho de que una persona rica esté presente en la venta; de lo contrario, será comprada probablemente por negociantes que confían en venderla con algún beneficio, y las variaciones del precio del mismo cuadro en diferente subastas, por grandes que sean, lo serían aún más si no fuese por la influencia moderadora de los compradores profesionales (ibíd., 382).

En su participación en diversas instituciones que administraban el arte londinense (National Gallery, Tate Gallery y Covent Garden) y en Art and the State y “Unsettled Questions in the Political Economy of the Arts ?”, Robbins defendió el apoyo a las artes con fondos públicos y privados, y expuso dos argumentos: la educación debe incluir desde temprana edad el contacto con las artes, pues éstas contribuyen a hacer más placentera la vida; la disponibilidad de lugares y servicios que den amplio acceso a las artes (museos, bibliotecas, teatros) y garanticen el conocimiento y la preservación de la herencia cultural9. En cuanto a la pregunta: ¿por qué el contribuyente debe proporcionar dinero a las artes?, dijo que la economía científica no podía responderla. Es un tema de filosofía política asociada a la función del Estado y al sentido que las artes imprimen a la sociedad, lo que podría hacer de ellas un bien meritorio10:

¿Por qué el contribuyente debería proporcionar dinero para apoyar a las artes? ¿Por qué no todo el negocio se deja a la demanda de los consumidores? Si la gente desea arte lo comprará: si no, ¿por qué se debe producir? [...] Es claro que esta no es una pregunta que se pueda responder haciendo referencia a la economía científica. Es una pregunta acerca de los valores últimos, una pregunta acerca de lo que se piensa que debe ser el propósito y la función del Estado como elemento de autoridad en la sociedad, una pregunta de filosofía política. A la economía se recurre únicamente cuando se quieren conocer las implicaciones de nuestras decisiones a este respecto (Robbins, 1971, 67).

Keynes, como Robbins, tuvo participación activa en la gestión de instituciones artísticas en Londres; desde 1941 fue presidente del Council for the Encouragement of Music and the Arts (CEMA), que en 1945 se convirtió en el Arts Council of Great Britain, hasta su muerte en 1946. Con otros miembros del grupo de Bloomsbury, propuso varias ideas sobre la concepción y el papel de las actividades artísticas en la vida económica y social (Goodwin, 2006, 65): el arte es un elemento esencial y un componente básico de una verdadera civilización humana; la experiencia estética derivada del consumo de bienes y servicios artísticos es diferente de la que proporcionan otros bienes y servicios; en los mercados de arte, el precio no es el único acicate de la creación artística. En la producción de las obras parece influir más la presión psicológica interna que la recompensa financiera; la educación artística es tan importante como la formación técnica, la educación técnica se justifica porque eleva la producción de bienes y servicios con un conjunto de recursos físicos. En las artes y la literatura se justifica porque contribuye a que los seres humanos lleven una vida mejor.

En la conferencia “Posibilidades económicas de nuestros hijos”, Keynes dijo que el hombre, una vez liberado de las “presiones económicas”, debía enfrentar el verdadero problema: “cómo ocupar el ocio, que la ciencia y el interés compuesto han ganado para él, para vivir con sabiduría y agradablemente” (1930, 362), una situación en la que el arte y la cultura ocupaban un lugar central. En ese contexto, consideraba posible y deseable la intervención del Estado en el financiamiento y el desarrollo de las actividades artísticas (Moggridge, 2005). En un pasaje de La teoría general aludió a este tipo de bienes:

El antiguo Egipto era doblemente afortunado, y, sin duda, debió a esto su fabulosa riqueza, porque poseía dos actividades: la de construir pirámides y la de buscar metales preciosos, cuyos frutos, desde el momento que no podían ser útiles para las necesidades humanas consumiéndose, no perdían utilidad por ser abundantes. La Edad Media construyó catedrales y cantó endechas. Dos pirámides, dos misas de réquiem, son dos veces mejores que una; pero no sucede lo mismo con dos ferrocarriles de Londres a York (Keynes, 1936, 122).

Este breve repaso de tres grandes economistas muestra que su interés por las actividades artísticas y culturales fue constante. No sólo se advierte un interés personal por las artes; también se encuentra, en grandes líneas, el bosquejo de los principales temas y las preguntas que busca responder la economía de la cultura.

NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LAS ACTIVIDADES Y LOS BIENES CULTURALES

LAS ACTIVIDADES CULTURALES

La definición funcional de la cultura11 permite emplear el término “cultura” en forma adjetiva más que sustancial (Throsby, 2001, 18-19), y hace posible hablar de “bienes culturales”, “instituciones culturales”, “industrias culturales” o del “sector cultural”. Así se pueden derivar ciertas características más o menos observables de sus productos: su producción implica alguna forma de creatividad, se relacionan con la generación y comunicación de significado simbólico, y el producto representa, al menos en potencia, una forma de propiedad intelectual.

El enfoque funcional de la cultura amplía el espectro de las actividades culturales, no sólo a la alta cultura –como las artes escénicas y visuales–, sino también al patrimonio y a las industrias culturales. Tal como las define la Convención sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales de la UNESCO, las actividades y los bienes culturales expresan el “sentido simbólico, la dimensión artística y los valores culturales” de personas, grupos y sociedades (UNESCO, 2005, § 2-4).

CARACTERÍSTICAS DE LOS BIENES Y SERVICIOS CULTURALES

En principio, los bienes y servicios resultantes de las actividades que conjugan las tres características mencionadas se pueden denominar “bienes culturales”, para diferenciarlos de los “bienes económicos ordinarios”. Throsby (2006, 7) presenta en forma genérica varias características de los bienes culturales: transmiten mensajes simbólicos a quienes los consumen, son bienes de experiencia12, tienen propiedades de los bienes públicos13, en el centro de su proceso de producción está el trabajo creativo14, están sujetos a la legislación de propiedad intelectual15, y encarnan o dan lugar a formas de valor que no se pueden expresar totalmente en términos monetarios y que no pueden ser reveladas, bien sea en mercados reales o contingentes.

Los economistas especialistas en cultura destacan dos características de los bienes culturales: la naturaleza peculiar de la formación de los gustos y la naturaleza del valor cultural. A continuación tratamos la primera, la segunda en la siguiente sección.

El gusto por bienes y servicios culturales es acumulativo, su tasa de consumo aumenta con el tiempo y la exposición al arte (Throsby, 2001, 131; Heilbrun y Gray, 2001, 75, y McCain, 2003, 371). Las personas con mejor educación y conocimientos previos de las artes muestran una marcada preferencia por tales bienes, como señaló Marshall en el pasaje de los Principios de economía que citamos.

Esto plantea un problema para el análisis convencional, que supone preferencias exógenas y estables, es decir, que no se ven alteradas por el consumo pasado o presente de un bien particular. Si en el caso de los bienes culturales, el consumo crea hábito o adicción, ¿qué sucede si las preferencias cambian como resultado de la experiencia de consumo?16 (McCain, 2006, 161-163, y 2003, 372-373). En principio, en los bienes adictivos el consumo presente es función del consumo anterior, y el comportamiento adictivo afecta las decisiones futuras del consumidor, por lo que puede alterar su patrón de consumo futuro. Con el fin de analizar esta particularidad, se han propuesto tres hipótesis para modelar la formación del gusto por los bienes culturales: la formación del hábito, la adicción racional y el aprendizaje a través el consumo.

Formación del hábito (Pollak, 1970). Este modelo supone que las preferencias actuales del individuo son el resultado de los niveles de consumo anteriores; así, el consumo pasado afecta el consumo actual mediante la acumulación de hábitos o costumbres. Este modelo ha sido criticado porque se lo considera miope, porque ignora cómo se toman las decisiones presentes de consumo, pues desconoce la ignorancia e incertidumbre que enfrenta el consumidor no informado sobre la calidad de los bienes (Lévy-Garboua y Montmarquette, 2003).

Adicción racional (Stigler y Becker, 1977, y Becker y Murphy, 1988). Este modelo supone una previsión del futuro consistente. Su versión inicial, planteada para la música, sugiere que el gusto por la música es generado por un capital específico de la música que aumenta su apreciación en el futuro, lo que no implica la formación de hábitos o cambios de gustos de los consumidores. Este capital, denominado capital de consumo cultural, es resultado de una función de producción doméstica asociada al bien particular, que incorpora la habilidad del consumidor para producir el bien transformado, el tiempo, la experiencia y la formación dedicada al consumo del bien17.

Aprendizaje a través del consumo (Lévy-Garboua y Montmarquette, 1996 y 2003). Este modelo supone que los consumidores no conocen sus gustos verdaderos y que los descubren por medio del consumo, mediante experiencias repetidas en un proceso de aprendizaje secuencial y no sistemático. Es decir, los gustos están dados, pero son desconocidos por los consumidores. En la formación del gusto por el arte intervienen dos elementos: la expectativa y la sorpresa. La expectativa es estocástica y depende de experiencias previas agradables o desagradables; la sorpresa afecta a la expectativa futura. De modo que con expectativas racionales, la ignorancia y la incertidumbre de la demanda de artes se resuelve con la exposición repetitiva y la experiencia del consumo.

En síntesis, no hay un modelo único de formación del gusto por bienes culturales que explique su demanda y ayude a diseñar una política cultural adecuada y efectiva. Pero el refinamiento de estos modelos ha mejorado el conocimiento y la aproximación empírica de los determinantes de la demanda, en particular, de la educación temprana en la promoción de las artes y la acumulación de capital cultural mediante el aprendizaje (Champarnaud et al., 2008).

EL CONCEPTO DE CAPITAL CULTURAL Y EL VALOR CULTURAL

Throsby (1999, 4, y 2001, 58-59) introdujo el concepto de capital cultural, al que definió como un “activo que incorpora, almacena o genera un valor cultural más allá del valor económico que posea”.

El valor económico de un bien particular puede ser definido y estimado con alguna certeza. Un templo histórico, por ejemplo, puede tener un precio de venta, como activo real que es, y un valor no comercial representado por la disposición de las personas a pagar por su conservación. Pero el valor económico no capta la complejidad del valor cultural del activo, como su calidad estética, su significado espiritual, su importancia simbólica o histórica, y su influencia en el desarrollo de los estilos arquitectónicos18:

El valor cultural […] no tiene una unidad común de medición, es multidimensional y cambiante, y quizá incluya algunos componentes que sólo se pueden expresar en términos no cuantificables. Pero las dificultades de su expresión y evaluación no disminuyen su importancia para identificar la atención que merecen los fenómenos culturales que lo incorporan o producen (Throsby, 2001, 175).

Throsby identifica las siguientes características de los bienes culturales que reflejan su valor cultural: a) valor estético: belleza, armonía, forma y otras características similares; b) valor espiritual: denota la importancia religiosa formal del bien cultural; c) valor social: hace referencia a la conexión del bien cultural con los demás y a los sentimientos de identidad con lugares y sociedades; d) valor histórico: las conexiones históricas del bien con las condiciones de la época en que se creó; e) valor simbólico: los bienes culturales son depositarios y proveedores de significado, y f) valor de autenticidad: la originalidad del bien cultural, que es auténtico y único (ibíd., 43-44).

Por su parte, Frey menciona algunos valores del arte y la cultura que no se reflejan fácilmente en el mercado: a) valor de existencia: la población se beneficia con la cultura, aunque algunos individuos no participen en actividades artísticas; b) valor de prestigio: algunas instituciones, obras y sitios contribuyen al sentimiento de identidad regional o nacional; c) valor de opción o elección: la gente se beneficia con la posibilidad de asistir a actos culturales, aunque no asista; d) valor de educación: el arte contribuye al refinamiento de los individuos y al desarrollo del pensamiento creador de una sociedad; y e) valor de legado: las personas se benefician con la posibilidad de legar la cultura a generaciones futuras, aunque no hayan participado en ningún acto artístico (Frey, 2000, 15-16).

De modo que el capital cultural se puede presentar en dos formas: a) capital cultural tangible: pinturas, esculturas, edificios históricos, sitios arqueológicos; y b) capital cultural intangible: música, literatura, tradiciones, valores, creencias heredadas que constituyen la cultura del grupo, nacional, religioso, étnico, etc.

Así, el capital cultural existente en un momento dado es igual al capital tangible e intangible acumulado. Este acervo de capital da lugar a un flujo de servicios de capital que pueden producir bienes y servicios culturales para consumo final o nuevos bienes culturales. Tal es el caso, por ejemplo, de una pintura en un museo que puede atraer más visitas entre los asistentes al museo o estimular la producción de otras pinturas por su influencia en los artistas que la aprecian.

Esta manera de definir el capital cultural permite aplicar técnicas de evaluación de proyectos para estimar la rentabilidad de una inversión en mejoras del acervo de capital, o proyectos de restauración del patrimonio que garanticen beneficios económicos y culturales. También se puede comparar su rentabilidad con otros proyectos que compitan por los mismos recursos.

En este marco, se advierte una doble naturaleza de la cultura. Primera, como actividad económica: sector cultural, industrias y bienes culturales. Segunda, como una dimensión socio-cultural, lo que representa para la sociedad. Es en el primer caso donde se ha aplicado el análisis económico al mundo del arte y la cultura:

La elevación del valor cultural a una paridad con el valor económico, al menos desde el punto de vista conceptual, asegura una representación equilibrada de la manera en que el capital cultural, tangible e intangible, contribuye a la obtención de resultados económicos y culturales (Throsby, 2001, 177).

A pesar de la dificultad para precisar el valor cultural, la valoración económica intenta capturar, de un lado, el aspecto macroeconómico, lo que Madden (2001) llama “análisis de tamaño”, es decir, algunos elementos “visibles” en las transacciones monetarias del arte y la cultura, específicamente flujos de ingresos y generación de empleo. De otro lado, como ya señalamos, algunas características de los bienes culturales no se valoran a través del mercado. Para ello, desde una perspectiva microeconómica, se emplean métodos para determinar la “disposición a pagar” de los consumidores.

Por los errores en el diseño y en el cálculo de las estimaciones, los “análisis de tamaño”, han suscitado escepticismo y cierta indiferencia en la comunidad académica (Seaman, 1987, y Snowball, 2008) puesto que se concentran en la estimación del impacto monetario y en muchos casos dejan de lado el impacto del arte y la cultura en el “enriquecimiento de la vida de la gente”, mediante el placer y el estímulo emocional, beneficios que son la principal razón de la participación en estas actividades (McCarthy et al., 2004, 67).

Para superar esta dificultad se emplean métodos de valoración de las preferencias individuales por bienes culturales, en condiciones hipotéticas (contingentes) y obtener valoraciones socialmente deseables según la contribución de los bienes culturales al bienestar de la sociedad. El método de la valoración contingente (MVC) es el más usado en la valoración de bienes culturales desde el primer lustro de los años ochenta del siglo pasado (Cuccia, 2003, 124)19.

Throsby (2003) y Seaman (2006) señalan las limitaciones del MVC. Argumentan que el gusto por los bienes culturales se adquiere en la experiencia del consumo y, por tanto, la valoración resultante no refleja la verdadera disposición a pagar de los potenciales demandantes. Además, el “efecto anclaje” entre la disposición a pagar a priori y el valor de referencia suministrado en el cuestionario y el carácter hipotético de las preguntas pueden provocar un sesgo en las respuestas, que conduce a interpretaciones y resultados erróneos.

La valoración de las externalidades asociadas al valor cultural enfrenta retos metodológicos importantes. Como alternativa al MVC, se realizan Choice Experiments (CE) (Mourato y Mazzanti, 2002; Choi, 2009, y Willis y Snowball, 2009). Esta técnica se basa en la teoría de Lancaster (1966), que supone que los consumidores demandan bienes de acuerdo con sus características. En general, los CE parten de una encuesta que descompone las características de un bien y exploran las preferencias de los consumidores en función de ellas; puesto que incluye el precio o costo de cada alternativa según los atributos, la disponibilidad a pagar se puede estimar indirectamente, mediante el ordenamiento o las elecciones que expresen los consumidores. También permite estimar el valor de no uso.

DEMANDA Y OFERTA DE BIENES CULTURALES

LA DEMANDA

Las estadísticas de participación ayudan a medir el uso (demanda) de los bienes y servicios culturales disponibles. Esta información generalmente proviene de encuestas aplicadas a la población que se centran en tres aspectos: niveles de participación, características socio-económicas y motivos para participar. En general, se encuentran tres formas de participación en las actividades artísticas y culturales (NEA, 1995, y McCarthy y Jinnett, 2001).

La medición y los resultados que más se difunden son los del consumo (asistencia) pasivo: asistencia a conciertos de música, de música clásica, de ópera, de ballet y danza, visitas a museos, galerías de arte y festivales. En parte por ello, los resultados de participación normalmente son bajos (Peterson, Hull y Kern, 2000). A principios de la década de 1990, en Estados Unidos hubo un fuerte debate sobre las causas de los “signos de disminución” de la participación en actividades culturales (DiMaggio y Mukhtar, 2004, y NEA, 2009).

Cuadro 2
Dimensiones de la participación en actividades culturales

Los estudios empíricos de demanda usan como sinónimos los términos “participación” y “asistencia”, referidos al consumo pasivo. Los primeros análisis de la demanda de bienes culturales pusieron énfasis en dos aspectos: en las variables usuales del modelo básico del consumidor: precio del bien, precio de los bienes sustitutos y complementarios e ingreso; y en determinar qué grupos sociales asisten y cuáles no. Luego, para investigar la demanda de bienes culturales, en las funciones de demanda se ha incluido la calidad percibida por los asistentes (Throsby, 1990, y Urrutiaguer, 2002), la formación del gusto (Lévy-Garboua y Montmarquette, 2003) y la dotación de capital humano (Ateca, 2008 y 2009)20.

En 1966, Moore hizo el primer estudio econométrico de la demanda de entradas a Broadway y encontró que es inelástica con respecto al precio y es afectada positivamente por el número de obras disponibles. La sorpresa fue que encontró una baja elasticidad ingreso, la cual explica por el alto costo de oportunidad de asistir al teatro (tiempo de desplazamiento, transporte, gasto en comida y pago por el cuidado de los hijos) que lleva a buscar alternativas menos intensivas en tiempo. Los estudios de la demanda de artes escénicas coinciden en que es inelástica al precio, especialmente la asistencia a teatros y a conciertos de música clásica (Seaman, 2005). Sin embargo, en el caso de la música popular, los circos y el cine, el precio puede tener un importante efecto en la asistencia, debido a la mayor posibilidad de sustitutos (Throsby, 1994, 7-9, y Dewenter y Westermann, 2005).

Seaman destaca cuatro conclusiones de los estudios empíricos de la demanda de artes escénicas: la elasticidad ingreso de la demanda no se puede estimar adecuadamente sin incluir el costo de oportunidad del ocio; a pesar de la dificultad para encontrar una medida objetiva de la calidad del producto cultural, ésta parece ser determinante de la asistencia; los modelos dinámicos del consumo, bien sea la formación de hábitos, el aprendizaje mediante el consumo o la adicción racional, permiten entender mejor la demanda de las artes; y si bien las encuestas de participación muestran que la educación formal es un poderoso determinante de la asistencia, este resultado no se ha demostrado suficientemente en los análisis econométricos (Seaman, 2005, 144-145).

A diferencia de la demanda de artes escénicas, la demanda de artes visuales (pintura, escultura) y objetos antiguos (libros, monedas) se determina en el mercado del arte, donde es posible diferenciar la demanda por razones estéticas y la demanda como activo o instrumento financiero (Palma, 2004, 21-25). Como señaló Stein (1977, 1021), las obras de arte, especialmente las pinturas, son “bienes económicos extraordinarios”: son muy diferenciadas, son únicas, se pueden copiar pero no reproducir, en el caso de artistas desaparecidos la oferta es totalmente inelástica, y se asemejan a activos financieros: se pueden revender, sus precios cambian con el tiempo y las expectativas futuras del precio determinan la demanda. Locatelli y Zanola (1999) encontraron muy atractiva, en términos de rendimiento, la inversión en pinturas frente a otras formas de inversión como bonos del gobierno y oro entre 1987 y 1991; después de 1991 el mercado de pinturas sufrió una caída drástica. No obstante, Candela, Figini y Scorcu (2004) muestran que si en la valoración de los rendimientos se tiene en cuenta la calidad artística (medida por la diferencia entre el precio estimado de la pintura antes de salir al mercado y el precio promedio obtenido en el mercado) la volatilidad de los rendimientos es menor y resulta más comparable con las demás alternativas de inversión. En general, los resultados empíricos muestran que una colección de obras de arte produce menor rendimiento a largo plazo que una cartera de acciones y bonos; la diferencia se debe, en parte, al consumo de los servicios que prestan los bienes artísticos durante el período de tenencia (Throsby, 2008).

En el caso del patrimonio, la asistencia a museos y sitios históricos proporciona diversas experiencias de consumo privado: para los visitantes (inclu ida la demanda de opción de los visitantes potenciales), para los especialistas en conservación y restauración y para los historiadores del arte. Los estudios empíricos analizan dos aspectos de la demanda de estos bienes: el efecto de los precios sobre la asistencia y la financiación pública de su funcionamiento, en especial de su conservación (Frey, 1998, y Prieto y Fernández, 1996). En general, el carácter de bien público y el valor de opción de los museos y del patrimonio cultural son determinantes para que sean financiados por el Estado o por entidades privadas (donaciones) y para que los precios de entrada no desincentiven la asistencia.

Con respecto a las características socioeconómicas, en su estudio seminal, Baumol y Bowen (1966) encontraron que en Estados Unidos los asistentes a las artes escénicas se concentraban en el segmento de población blanca de mayores ingresos y mayor educación. Y Scitovsky (1972) encontró que en promedio esa asistencia era la mitad de la que registraban algunos países de Europa, a pesar de que los adelantos tecnológicos en ese país liberaban tiempo y energía para llevar una “vida interesante y agradable”. En su opinión, la baja asistencia no obedecía a que las artes fueran un bien lujo admirado por la élite, sino que revelaba la escasa educación en artes de la población norteamericana que le impide entender, apreciar y disfrutar las artes.

DiMaggio y Useem (1978) mostraron que los patrones de consumo cultural no obedecen a diferencias arbitrarias en las preferencias de los individuos sino que se relacionan con aspectos de la estructura de clases que inciden en la reproducción intergeneracional de los intereses culturales que afectan y moldean las preferencias estéticas. El contexto familiar y la socialización temprana a través del arte pueden aumentar la frecuencia de la asistencia a actos culturales. En un estudio posterior, DiMaggio y Useem (1980, 64) encontraron que “la educación hace la diferencia [...] el nivel de educación formal es el mejor predictor de la participación en actividades artísticas y culturales”. Así mismo, Andreasen y Belk (1980) mostraron que los estilos de vida y las experiencias previas en actividades artísticas son conceptual y empíricamente más importantes que las variables socioeconómicas (precios, ingreso) para entender el comportamiento de los asistentes a actividades artísticas y culturales.

De acuerdo con Veblen (1899) y Bourdieu (1984) la estratificación socioeconómica y el patrón de consumo cultural se relacionan directamente. La participación de ciertos grupos en ciertas actividades, como la alta cultura, es un signo de distinción social, una señal que indica y refuerza la pertenencia a un estatus socioeconómico superior. Sin embargo, en la sociología surgió el concepto de consumidor “omnívoro”, el individuo de alta condición social, por ingreso y educación, propenso al consumo no sólo de actividades culturales asociadas a la alta cultura sino también de expresiones culturales populares (Peterson y Kern, 1996, y Bellavance, 2008).

Borgonovi (2004) distingue los factores que afectan la decisión de participar o no en una actividad cultural y el número de veces, es decir, su frecuencia. En las artes escénicas, la educación en artes es mucho más importante que otras características personales, como el nivel de educación, y restricciones como los precios y la concentración geográfica de los eventos. En el caso de la frecuencia, aspectos como la edad y la ocupación son factores importantes para determinar el número de visitas a teatros; en el caso del ballet lo son la edad y el origen étnico, mientras que en la ópera son importantes la ocupación y el nivel educativo. Ateca (2008 y 2009) destaca la influencia positiva del capital humano específico, producto de la formación artística, como principal determinante de la participación en las artes escénicas. Fernández y Prieto (2009) encuentran que la dotación de capital cultural, que incluye “el nivel de formación, el entorno social y familiar, la dotación de capital físico y las experiencias previas”, es clave para explicar la lectura de libros y el uso de bibliotecas.

En la actualidad hay un consenso relativo sobre el incentivo de la educación artística a temprana edad para el consumo cultural. La educación artística como vehículo de formación de capital cultural, a la Stigler y Becker (1977), incentiva la participación en diferentes actividades (artes escénicas, museos, patrimonio) (Champarnaud et al., 2008). De igual modo, la educación artística de la población infantil tiene dos atractivos potenciales a largo plazo para la política cultural: reduce el apoyo estatal directo a las artes y la cultura una vez se incorporen en las funciones de demanda por la adicción al consumo, y traslada a los consumidores la decisión de qué actividades apoyar.

LA OFERTA

La producción de bienes y servicios culturales, igual que la de otros bienes y servicios de la economía, es el resultado de la combinación de insumos –trabajo, capital– mediante una tecnología determinada. Si bien en las artes escénicas los insumos están claramente definidos, no sucede lo mismo con el producto. ¿Cuál es el producto de una orquesta sinfónica?, ¿la interpretación de la partitura o la “experiencia cultural” que obtienen los asistentes al concierto?

A este respecto Throsby y Withers (1979, 11) sugieren cuatro medidas posibles del producto en las artes escénicas: el número de actuaciones, que refleja el costo de poner en escena una obra; el número de nuevas producciones, que desde el punto de vista artístico refleja la creación de nuevas obras; el número de entradas disponibles para la venta, que mide el producto en términos de butacas disponibles; y el número de entradas vendidas, que mide la producción de “experiencias culturales” generadas por una actuación. La cuarta medida tiene la ventaja de que se puede representar en las mismas unidades la oferta de actuaciones o de nuevas obras y la demanda de “experiencias culturales”. No obstante, la medida del producto tiene limitaciones para introducir la calidad (Heilbrun y Gray, 2001, 120-121). Throsby lo define en forma sintética:

el producto de las artes escénicas se puede caracterizar como un bien mixto, como la producción conjunta de un componente privado que disfrutan los asistentes individuales y un componente de bien público derivado del valor que representan las artes y la cultura para la sociedad (Throsby, 1994, 9).

Otro aspecto importante en la producción de artes escénicas es la “enfermedad de los costos” ya mencionada. Si bien los estudios empíricos muestran que los costos han crecido, como predice el modelo, han sido mitigados por las nuevas tecnologías de grabación y distribución y las de técnicas de mercadeo que generan fuentes de ingresos distintas de la venta de entradas (Throsby, 2008).

Las empresas que se ocupan de producir bienes culturales van de la empresa conformada por el artista individual –el pintor que ofrece sus cuadros en un parque, el guitarrista en el metro–, donde el tiempo de trabajo y el talento individual son los principales insumos, hasta las grandes empresas públicas o privadas.

Las empresas pueden estar o no estar orientadas a obtener beneficios. Las empresas sin ánimo de lucro son muy usuales en el sector cultural, por varias razones: la existencia de bienes públicos en el sector; las empresas con ánimo de lucro producen cantidades muy pequeñas de bienes públicos; los gobiernos democráticos que elaboran su presupuesto teniendo en cuenta al votante mediano ofrecen subsidios que inducen un nivel de bienes públicos inferior al que muchos votantes desean y están dispuestos a pagar; se puede identificar a esos votantes y convencerlos de que hagan donaciones a través de estas empresas (Netzer, 2003). En general, los gobiernos y los individuos prefieren las organizaciones sin ánimo de lucro para entregarles subsidios y donaciones (Peacock, 2000, 194-194).

Caves (2000 y 2003) observa que en los sectores del arte (pintura, escultura) y del entretenimiento (cine, música), a los que denomina creativos, existe un tipo particular de contratos, que dista del contrato completo teórico, entre dos tipos de agentes: los artistas, que realizan la actividad creativa; y el comercio, que realiza las actividades rutinarias. Por ejemplo, un escritor necesita un editor que publique el libro, un pintor una galería que exhiba la obra y un cantante un sello discográfico. Estos contratos están signados por la incertidumbre acerca de la calidad del producto, la existencia de altos costos irrecuperables y la actitud de los artistas, que “por amor al arte” pueden aceptar salarios muy inferiores a los que obtendrían si se dedicaran a una actividad rutinaria.

Scott (2004) mostró que la producción de los sectores culturales tiende a aglomerarse en densas agrupaciones especializadas o distritos industriales, que tienen efectos positivos sobre la producción, el empleo y la innovación a nivel local y regional. Por su parte, Lazzeretti et al. (2008) hacen una distinción entre las industrias creativas tradicionales (artes escénicas, música, cine) y las industrias creativas vinculadas a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (investigación y desarrollo, software, publicidad). Las primeras se centran en el contenido estético y simbólico, usualmente son subsidiadas, no buscan el lucro, y la producción y el acceso suelen ser subsidiados. Las segundas tienen origen en procesos intensivos en tecnología y en conocimientos que generan grandes beneficios a los creadores, y son más activas para generar ingresos y atraer trabajadores altamente cualificados.

CONCLUSIONES

Aunque las fronteras exteriores de la Economía de la Cultura como subdisciplina pueden parecer difusas, es innegable que desde su nacimiento oficial ha experimentado un claro progreso en el terreno teórico y empírico. Muestra de ello es la literatura que revisa este artículo y el desarrollo de temas como la “enfermedad de los costos” y la política cultural, la caracterización y la modelación de la formación de gustos por los bienes culturales, los conceptos de capital cultural y valor cultural, el análisis de las formas organizativas y de gestión de las empresas culturales, el funcionamiento de los mercados del arte y la construcción de las cuentas económicas del sector.

Desde una perspectiva histórica se puede decir que, en sus orígenes, la ciencia económica mostró escaso interés por los bienes y servicios culturales. En efecto, en la teoría económica clásica de Smith y Ricardo éstos sólo cabían en el ámbito de las actividades improductivas, es decir, que no generan riqueza, entendida como los medios materiales de subsistencia. Además, se consideraba que la demanda de estos bienes era una dispendiosa extravagancia de la aristocracia o una peligrosa distracción de la clase trabajadora.

Los estetas victorianos abrieron un fructífero debate sobre el papel del arte y la cultura como elemento clave del proceso civilizador. Idea que retomó Keynes cuando atribuyó el papel de fideicomisarios de la civilización a los economistas profesionales. Marshall, Keynes y Robbins aclararon que no sólo los bienes materiales producen bienestar; los bienes culturales, con su significado particular, contribuyen a una sociedad y una vida mejores. Así se empezó a vislumbrar cierta defensa del apoyo público a las artes y la cultura.

El trabajo seminal de Baumol y Bowen (1966) entronca con la tradición intelectual de Marshall, Keynes y Robbins. El desarrollo de la subdisciplina parte de una definición de cultura que es operativa cuando se aplica el método de la elección racional en ciertos marcos institucionales. Por ello, la aproximación funcional al concepto de cultura es más apropiada en la aplicación del análisis económico. Ese enfoque ha puesto énfasis en la caracterización de los bienes y servicios culturales, cuyo análisis se creía ajeno al mercado.

El ámbito de la Economía de la Cultura se ha ido ampliando, de las artes en sentido estricto hasta las industrias culturales y la política cultural, y en el camino se ha incorporado la noción de creatividad como eje central del análisis vinculado a la innovación y al crecimiento económico. Sin duda, esta última línea de investigación será un elemento fundamental en los próximos años.

NOTAS AL PIE

1. Ver Towse (2005, F264), Blaug (2001, 123), Frey (2000, 12) y Throsby (1994, 2).

2. La “enfermedad de Baumol” se extendió rápidamente a los servicios en general y a sus efectos sobre el crecimiento económico con el artículo de Baumol (1967b). En general, se argumenta que “bajo ciertos supuestos, los desequilibrios de crecimiento entre los sectores económicos pueden inducir una relocalización de recursos a favor de los sectores de bajo o nulo crecimiento (los servicios, en particular), lo que frenaría el crecimiento agregado” (Maroto y Cuadrado, 2006, 7).

3. Ver [http://www.culturaleconomics.org].

4. En 1979 el índice del Journal of Economic Literature hizo una excepción a su política de no indexar revistas de creación reciente e incluyó el JCE (Hendon, 1985, 123).

5. Ver la introducción a las obras de Towse (1997, 2003 y 2007).

6. En los últimos años se ha dado atención a la influencia de las creencias y preferencias de los grupos sociales en los resultados económicos (Fernández, 2008, y Guiso et al., 2006). En general, estos estudios consideran la cultura desde una perspectiva antropológica, es decir, como el conjunto de creencias y valores que identifican al grupo social, y analizan su influencia en el desempeño económico de los países.

7. En la política cultural este debate se conoce como polémica de los estetas (ver Palma, 2006). Para los pundits estéticos el objetivo básico de la humanidad era el progreso hacia una mayor civilización, que sólo se podía alcanzar promoviendo las artes y la cultura. Como recuerda Eagleton (2001, 22-26), a finales del siglo XIX entraron en conflicto dos palabras que se empleaban como sinónimas en el siglo XVIII: “cultura” y “civilización”, puesto que una civilización empeñada en buscar el progreso material solo genera “brutos y resentidos dedicados a arruinarla”, por lo que la cultura es la vía de escape al encuentro de una verdadera civilización.

8. La necesidad de sustituir el término economía política por el de economía fue un denominador común de los primeros marginalistas y de los neoclásicos. Por ejemplo, Jevons (1879, 41) en la segunda edición de La teoría de la economía política afirmó que uno de los cambios fue “desechar tan pronto como fue posible la vieja y molesta denominación compuesta de nuestra ciencia. [Economics], este término, es perfectamente análogo en la forma a Matemática (Mathematics ), Ética (Ethics ), Estética (Aesthetics ) […] y además posee la autoridad del uso desde Aristóteles”.

9. Estos argumentos, empleados a menudo para justificar el apoyo a las artes con base en la eficiencia, son convincentes, en términos de van der Ploeg (2006, 1200-1201). El término convincente hace referencia al trabajo clásico de Grampp (1989), quien presenta ocho argumentos que usan los economistas para sustentar la ayuda pública a las artes, y que en su opinión son poco convincentes, pues el arte se debe considerar un bien privado y el público que lo demande debe pagar por él.

10. Musgrave (1959, 68) encuentra que debido a la interacción social, la simpatía y los valores comunitarios, los individuos llegan a compartir el interés por ciertos valores y bienes, y aceptan sustituir la norma de soberanía del consumidor por otra norma asociada a “una diferencia de actitudes psicológicas y de filosofía social respecto a los […] tipos de bienes”. Esto lleva a la intervención del Estado, que se justifica cuando corrige las preferencias individuales y logra una adecuada provisión del bien.

11. Es decir, las “actividades que emprenden las personas, y los productos de dichas actividades, que tienen que ver con los aspectos intelectuales, morales y artísticos de la vida humana” (Throsby, 2001, 18).

12. Nelson (1970, 312) identifica dos procedimientos para conseguir información sobre la calidad, los atributos y el precio de los bienes: la búsqueda (inspección, revisión) antes de la compra, y la experiencia después de la compra. Un buen número de bienes culturales corresponde al segundo grupo, pues para disfrutarlos es necesario conocer sus atributos y condiciones.

13. En un bien público puro la no rivalidad y la no exclusión afectan el incentivo para proporcionarle a través del mercado, lo que genera un problema de oferta.

14. Para un análisis de la creatividad, ver UNCTAD (2008, 9-10) y KEA (2006, 41-42).

15. Para un análisis económico de la legislación sobre propiedad intelectual, en especial los derechos de autor, ver Landes y Levine (2006). Para Towse (2006 y 2008) estos derechos son un instrumento clave de la política cultural, pues son una fuente de financiación y estímulo de la producción artística y cultural, en especial en sectores cuyo producto nace en formato digital (libros, música, cine, vídeo, fotografía).

16. Igual sucede con otros bienes, como el vino, el tabaco, ciertos deportes y las drogas. Para un análisis de las decisiones de consumo de bienes que causan adicción, ver Chaloupka y Warner (2000).

17. En la siguiente sección se expone el concepto de capital cultural de Throsby, que no se debe confundir con el de stock de capital cultural de Stigler y Becker (1977) que se acaba de presentar (ver Ateca, 2008, 127-130, y Fernández y Prieto, 2009, 13-14).

18. En el caso del patrimonio, Greffe (1990) identifica algunos componentes del valor cultural: la emoción estética y artística, el valor educativo y el valor social (identidad).

19. Para mayor información y bibliografía sobre la aplicación del MVC a los bienes culturales, ver el Journal of Cultural Economics 27, 3-4, noviembre de 2003.

20. Los estudios de demanda destacan otros aspectos igualmente importantes, p. ej., la percepción de riesgo por el consumidor, la importancia de la crítica, y elementos de la oferta como la capacidad de los auditorios, la localización geográfica, etc. Devesa et al. (2009, 142-144) revisan la bibliografía sobre estos temas.


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