PROSPERIDAD Y VIOLENCIA. ECONOMÍA POLÍTICA DEL DESARROLLO
PROSPERITY AND VIOLENCE. POLITICAL ECONOMY OF DEVELOPMENT
Robert H. Bates, Barcelona, Antoni Bosch, 2004, 154 pp.
Fernando López C.*
* Doctor en Ciencias Económicas y Empresariales, profesor de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Granada, Granada, España, [flopezc@ugr.es]. Fecha de recepción: 5 de enero de 2010, fecha de modificación: 24 de marzo de 2010, fecha de aceptación: 1.° de julio de 2010.
El pensamiento “institucionalista”, en pleno auge en las últimas décadas, hace énfasis en las bases políticas e institucionales del desempeño económico, que determinan las trayectorias de los países. Según Easterly (2003), las causas del desempeño económico desigual se originan en el sistema de incentivos y en la definición de los derechos de propiedad. Para Olson (2007), la prosperidad depende de las instituciones y las políticas económicas. Después de la obra pionera de North y Thomas (1990) surgieron teorías “narrativas” sobre el nacimiento y la evolución del mundo occidental que proyectaban la experiencia europea a otros ámbitos e intentaban explicar por qué en el Tercer Mundo no se formó un Estado semejante al europeo.
El libro de Robert H. Bates, profesor de Harvard, es fascinante, un compendio de originalidad y vocación interdisciplinaria sobre el origen del Estado-nación. Deudor de North y Levi, Bates culmina el giro en el análisis del papel del Estado como agente histórico del desarrollo que, junto con estos autores, impulsó a principios de los ochenta con su trabajo sobre África, que lo convirtió en un clásico de la Nueva Economía Política. En su propuesta metodológica, Bates parte de un estado de naturaleza precontractual, o equilibrio hobbesiano de Buchanan, y hace referencia al comportamiento racional. Siguiendo una tesis muy cara a Olson (1993 y 2001), sostiene que en la anarquía hobbesiana no puede existir prosperidad porque el incentivo para producir está limitado por el riesgo de depredación. En esa situación, los actores tienen dos opciones: destinar más recursos a proteger la producción, lo que impone dos costos adicionales, el de protección y el de disuasión; o acumular menor riqueza para evitar la depredación, es decir, cambiar la pobreza por la paz. Ambas generan inseguridad y violencia y desalientan el crecimiento económico. El equilibrio –vale decir, el Estado– se logra cuando el gobernante obtiene más beneficios por proteger a los ciudadanos que de la depredación, y los ciudadanos obtienen más beneficios de la protección colectiva que pagando su propia seguridad (North, 2007, y Bates, 2004, 31-39).
También aborda un tema de capital importancia, que ningún estudioso de la historia y la política puede ignorar: el papel de la violencia. Bates analiza los fundamentos políticos del desarrollo estudiando la violencia como fuente de prosperidad. La violencia cumple un papel funcional en la historia; en Europa occidental contribuyó a la formación del Estado moderno y la institucionalización del poder se manifestó en la paulatina adquisición del monopolio de la violencia. Tesis que remite al Leviatán de Hobbes, que superó el laberinto del “estado natural”, y que entronca con la concepción weberiana del Estado. Haciendo un paralelismo entre el mundo subdesarrollado y la sociedad insegura de Hobbes, lanza una hipótesis osada: el desarrollo de las naciones europeas y los esfuerzos modernizadores de los países en desarrollo tienen una misma raíz: la doma de la violencia para transformarla en colaboración. Bates, crítico de los teóricos dependentistas, que subrayan las distorsiones que causa el poder de las economías desarrolladas sobre la política económica de los países en desarrollo, sostiene que el subdesarrollo moderno no se debe a la política económica, similar a la política mercantilista de los primeros Estados europeos en sus comienzos, sino a las diferencias del sistema internacional que enfrentaron, que generó distintas formas políticas (Bates, 2004, 65-70, y López y Lizárraga, 2006).
En poco más de cien páginas, expone su concepción de la economía política del desarrollo, investiga los orígenes del Estado moderno y compara la formación y la evolución de los Estados modernos con la trayectoria de los países que se independizaron en el siglo XX.
La “Economía política del desarrollo” estudia los aspectos políticos de lo que Polanyi llamó “la gran transformación”. El desarrollo comprende un elemento económico –la formación de capital y la organización de la actividad económica– y un elemento político: la domesticación de la violencia, que transforma la coacción (medio de depredación) en recurso productivo. El problema consiste en investigar cómo se forma el capital y cómo se domestica la violencia y se usa para fortalecer las fuerzas productivas en vez de depredarlas o destruirlas. Esto implica estudiar la creación de instituciones y estructuras de gobierno, que reflejan el uso de la violencia. El desarrollo económico y político se produce cuando los que tienen poder (especialistas en el uso de la violencia) fomentan la prosperidad de su base económica, y delegan poder en los que invierten capital (Bates, 2004, 7-12 y 101-102).
El relato comienza con dos transformaciones (política y económica) estrechamente relacionadas: el paso de la sociedad rural agraria a la urbana comercial e industrial; y de la provisión privada de violencia a la provisión pública. Partiendo de que las sociedades agrarias son sociedades en peligro, Bates sostiene que con la transformación económica de las zonas rurales llegó la prosperidad y, con ésta, la violencia, que llevó a buscar nuevas formas de estructurar la vida política. El crecimiento económico, la violencia y la organización política feudal iban unidos. En el feudalismo, la coacción era privada, a cargo de clanes familiares. Los monarcas modificaron el uso de la violencia y sentaron las bases del Estado, desmilitarizando a los clanes, cooptando a las élites terratenientes e incorporando a las comunidades locales. El Estado fue una gran innovación política que, con el monopolio de la violencia, logró que la provisión de seguridad y la generación de riqueza se volvieran políticamente racionales (ibíd., 2004, 61, y Ugalde, 2002).
Como plantearon Schumpeter y Goldscheid, la organización de la coerción y la preparación de la guerra fueron fundamentales en la formación del Estado moderno, pues la guerra generaba una demanda de recaudo fiscal, de capacidad administrativa y de centralización burocrática (Tilly, 1992 y 2007; Levi, 2006, y North, 2007). La creación de formas parlamentarias de gobierno fue resultado de la inseguridad militar frente al exterior y de la necesidad de recursos públicos para financiar la defensa. Para financiar las guerras, la Corona, que monopolizaba la violencia, impulsada por el imperativo de los ingresos, tuvo que fomentar nuevas formas de riqueza y extender la base gravable, de los bienes inmuebles a los bienes muebles, lo que hizo más difícil su control y más fácil la elusión. Como subrayó Hirschman (1978), la posibilidad de que los capitalistas “retiraran su capital” a otros climas más benignos fue un contrapunto al poder del soberano, de ahí que su cooperación fuera imprescindible. La Corona, dice Bates, optó por “seducir” a los propietarios de riqueza, en vez de depredarla, y se crearon cauces institucionales para lograr acuerdos. Estas instituciones garantizaron a los propietarios del capital que el fruto de su inversión no sería objeto de depredación por los poderosos. Desde esta óptica, la cesión a los gobernados del derecho a gobernarse a cambio del pago de impuestos fue una inversión política rentable para el soberano, porque cedió poder a los ciudadanos para formar organizaciones capaces de promover el crecimiento de la economía urbana y, por tanto, la base de ingresos del reino. A la postre, el imperativo económico –obtención de recursos en el reino– se convirtió en un imperativo político y configuró las instituciones de gobierno. La guerra tejió la red europea de Estados nacionales, y las organizaciones estatales –tesorerías, cortes, administración, burocracias– surgieron como productos secundarios de la obtención de los recursos para financiarlas (Bates, 2004, 50-55 y 77).
Con la alteración de los fines de la violencia se crearon los fundamentos políticos de “la gran transformación”. El mercantilismo fue entonces una suerte de estrategia de “seducción” para acceder a las nuevas fuentes de riqueza, una fórmula más efectiva que la depredación, y las instituciones el cauce idóneo para llevarla a cabo. Se mimó a la economía en vez de saquearla (Olson, 2001), porque los intereses estaban entrelazados. De un lado, el mercantilismo fue un conjunto de medidas orientadas a fomentar la economía urbana; de otro, era la forma de pagar las guerras del rey (Bates, 2004, 46-50).
En su revisión de las diferencias y similitudes entre los Estados modernos y los países del Tercer Mundo, muchos de ellos asolados por la violencia política (Levi, 2006, y Tilly, 2007), Bates subraya que la razón para que éstos últimos no pudieran repetir las pautas de desarrollo de los primeros y progresar fue que el sistema internacional al que se integraron, caracterizado por la Guerra Fría y la ayuda externa, dio un uso distinto a la violencia. Faltaron las dos condiciones que hicieron posible un orden político que favorecía el crecimiento y que configuraron a los Estados modernos: el imperativo militar –su proclamación como naciones soberanas redujo la posibilidad de conflicto bélico– y el imperativo económico: la abundante ayuda externa redujo los incentivos para crear riqueza. Esto llevó a una relación diferente entre ciudadanos y élites políticas, y desincentivó la creación de instituciones “liberales”, lo que derivó en autoritarismo e inestabilidad macroeconómica (Bates, 2004, 77-81). A finales del siglo pasado hubo cambios en el contexto económico (crisis de la deuda) y político (fin de la Guerra Fría), que afectaron al sistema internacional e indujeron alteraciones en la política económica y reestructuraciones de la política en los países en desarrollo (ibíd., 87-92).
La recensión tardía de este libro –breve, original e inteligente–se justifica porque su importancia se ha visto realzada con el paso del tiempo y se ha convertido en un referente para los estudiosos del desarrollo. En el debe cabe señalar el desigual tratamiento que da a África, muy bien estudiada, con respecto a América Latina y Asia. Y que en su análisis comparativo entre la Europa moderna y los países del Tercer Mundo, Bates recurre a hipótesis contrafácticas, método que no deja de ser especulativo (Kalmanovitz, 2005) y extiende el cálculo racional a gentes del pasado.
Tampoco se puede generalizar el relato de las bases institucionales del “Milagro europeo” a países no europeos ni comparar la política mercantilista con el “proteccionismo frívolo” de América Latina (Fajnzylber, 1983). Además, la Nueva Economía Política deja fuera del relato de los orígenes de la divergencia a la historia colonial, pese a que sin la conquista de los mercados “subdesarrollados de ultramar” y el tráfico de esclavos, que transcurrieron en paralelo a la formación de los Estados europeos, no se habría logrado tan alto nivel de crecimiento, porque multiplicaron los intercambios de todo tipo de productos y garantizaron la circulación comercial con el flujo incesante de metales preciosos.
Bates también sobrevalora el poder explicativo de la guerra en el cuadro histórico de la formación institucional y la soberanía jurisdiccional del Estado absoluto. Por otra parte, definir el poder exigiría ir más allá de la idea de intercambio voluntario y negociación y entender la lógica de la fuerza (Olson, 2001). En el caso del Estado postcolonial, habría que sustituir la concepción política de la violencia “útil”, que remite a los enfoques optimistas del Estado de Hobbes y de Weber, por la visión pesimista, sustentada en la fuerza, de Maquiavelo. Por último, como señala Chabal (2007), la inacabada e inapropiada institucionalización del Estado en gran parte del mundo subdesarrollado se podría explicar a partir de la superación o no del patrimonialismo, superación que en opinión de Weber se reflejó en el crecimiento de una burocracia independiente y en la separación funcional de las esferas pública y privada.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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