EDITORIAL
Algunos autores que reconocen la importancia de las instituciones para la economía incurren a veces en formulaciones genéricas que, sin dejar de tener cierta validez, no siempre reflejan la complejidad de sus interrelaciones. Aducen, por ejemplo, que ciertas instituciones son indispensables para el desarrollo económico, en particular las que protegen los derechos privados de propiedad. Otros, que subrayan la dependencia de la trayectoria, sostienen que las instituciones actuales son el fruto de acontecimientos históricos lejanos y que las posibilidades de introducir cambios eficaces son limitadas.
El examen de las primeras etapas de la evolución institucional de los Estados Unidos de América muestra la necesidad de matizar tales apreciaciones. Allí se formaron, poco después de la independencia, robustos mercados de capitales. El imperativo constitucional de atender la deuda pública federal es ejemplo de la institucionalidad virtuosa y benéfica que los propició. Según la jurisprudencia de la Corte Suprema de ese país,
Hay una clara distinción entre el poder que tiene el Congreso para controlar o prohibir los contratos entre particulares cuando estos interfieren con el ejercicio de su autoridad constitucional […] y el poder del Congreso para alterar o repudiar la sustancia de sus propias obligaciones cuando ha contraído empréstitos bajo la autoridad que le confiere la Constitución […] En virtud de la competencia de contraer empréstitos ‘a cargo del crédito de los Estados Unidos’ el Congreso está autorizado para comprometer ese crédito como una garantía del pago estipulado, como la más alta garantía que el gobierno puede ofrecer, su fe empeñada. Aseverar que el Congreso puede retractarse o ignorar ese compromiso es asumir que la Constitución contempla una promesa vana, un compromiso que no tiene respaldo distinto de la inclinación y conveniencia de quien lo asumió1.
Una de las razones para que los bonos del Tesoro de los Estados Unidos sean el título valor más seguro del mundo es la imposibilidad jurídica de incumplir su servicio por decisión de las autoridades ejecutivas o legislativas de ese país.
Muy distinta es la historia de la deuda pública de los estados de la Unión durante el siglo XIX. La nación americana tenía una inmensa dotación de recursos naturales y atraía grandes flujos de emigrantes; pero carecía de la infraestructura de transporte para llevar su creciente producción agrícola y minera a los mercados internacionales. El gobierno federal era reacio a hacer las inversiones necesarias.
Los gobiernos estatales fueron más audaces. Acudieron a los mercados financieros europeos, que los acogieron con entusiasmo por las brillantes perspectivas de la economía norteamericana y por su disposición a pagar altos intereses. Pero el riesgo de muchos de esos papeles resultó mayor que el spread. En varias ocasiones, estados como Pennsylvania, Michigan, Carolina del Norte, Minnesota y Virginia suspendieron el pago de su deuda o la repudiaron por completo.
Tres casos especialmente pintorescos fueron los de Arkansas, Mississippi y la Florida. En los dos primeros se reformaron las constituciones estatales para prohibir de manera explícita el pago del servicio de los préstamos contraídos antes del pánico financiero de 1837. La legislatura del entonces territorio de la Florida fue aún más olímpica. A pesar de haber autorizado la contratación de algunos préstamos, luego declaró formalmente que no tenía y jamás había tenido competencia para comprometer el crédito del territorio.
¿Por qué el sistema legal norteamericano no ofreció amparo alguno a los inversionistas defraudados? Otra disposición de la constitución federal, la décima primera enmienda, señala que los estados de la Unión no pueden ser demandados por particulares sin su consentimiento. Ningún estado ha renunciado a esa inmunidad soberana, por obvias razones.
Un argumento político común en el siglo XIX sirvió para justificar el incumplimiento de la deuda: el doble carácter de los acreedores, que además de ricos eran extranjeros. También por razones obvias, se dejó de utilizar cuando Estados Unidos se convirtió en acreedor neto del resto del mundo2.
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Los tres primeros artículos del presente número de la Revista de Economía Institucional examinan diversos aspectos de la relación entre instituciones y desarrollo económico.
Zorina Khan, de Bowdoin College, analiza un problema que es parte de las verdades convencionales de la economía neoinstitucionalista, la conveniencia de que los países en desarrollo fortalezcan la protección a la propiedad intelectual. Su tema específico es la piratería intelectual en los Estados Unidos de América en el siglo XIX. Su análisis combina la historia económica, la historia del derecho y el derecho comparado, y muestra, en contra de esas verdades convencionales, que Estados Unidos se benefició con ese tipo de piratería y que el régimen de derechos de autor que finalmente se eligió fue un resultado de su propio estilo y nivel de desarrollo económico, no por un impulso imitativo.
El contexto del régimen norteamericano de derechos de autor hasta 1891 tiene más de una analogía con el tratamiento de los acreedores externos de los estados. Ese país era importador neto de bienes culturales. Eran muy leídas las obras de autores británicos mientras que los autores estadounidenses tenían poco reconocimiento nacional e internacional. Y su industria editorial estaba en vías de desarrollo.
Las leyes de ese país sólo protegían los derechos de los autores nativos; las obras de los extranjeros se trataban como si fuesen de dominio público. Las casas editoriales de Estados Unidos llegaron a ser calificadas por Charles Dickens como “bandidos continentales”, pero ello no impidió que hicieran negociaciones voluntarias con autores foráneos famosos, quizá con regalías inferiores a las de un esquema de protección más convencional. Un hallazgo interesante es la organización de un sistema informal de respeto de los derechos de propiedad intelectual entre editores, en el que operaba la regla del “primero en llegar”. El primero que publicaba la obra de un escritor extranjero y negociaba con él el pago de regalías se “quedaba” con los derechos de edición de su producción posterior, y rara vez eran disputados por otros editores (aunque no faltaba la piratería desembozada).
Una pregunta que se hace la profesora Khan es si la publicación de obras de autores extranjeros en Estados Unidos, sin protección formal de los derechos de autor, desalentó la producción de literatos nativos y que se requería una ley que protegiera los derechos internacionales para que se escribiera “la ‘gran novela americana’ que se ha esperado durante mucho tiempo”, como afirmó el editor G. H. Putnam en 1879.
Aunque la profesora Khan rechaza ese argumento y lo critica en detalle, parece compartir el mito de la falta de una gran “novela americana”, un mito que ha impulsado a muchos escritores estadounidenses, que obsesionó a Norman Mailer y que fue el título de una obra de Philip Roth. Ella afirma que “no hubo una gran novela norteamericana en el siglo XIX”, un juicio estético discutible, pues además de Moby Dick de Herman Melville, que ella menciona, antes de 1891 se habían escrito grandes y perdurables obras como Huckleberry Finn de Mark Twain, La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne y la mayor parte de la saga novelística de Henry James.
Con el respeto que merecen los críticos literarios y los lúcidos argumentos económicos de la profesora Khan vale la pena citar a William Faulkner, que escribió al menos una gran novela que no es sólo americana sino universal. En una entrevista que concedió en 1956 a Jean Stein y que publicó The Paris Review, Faulkner propuso una opción diferente:
El escritor no necesita libertad económica. Todo lo que necesita es un lápiz y un poco de papel. Que yo sepa nunca se ha escrito nada bueno como consecuencia de aceptar dinero regalado. El buen escritor nunca recurre a una fundación. Está demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es bueno de veras, se engaña diciéndose que carece de tiempo o de libertad económica. El buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licores o cuatreros [...] Nada puede destruir al buen escritor [...] Los que son buenos no se preocupan por tener éxito o por hacerse ricos.
El ensayo de Geoffrey Hodgson de la Universidad de Hertfordshire y Shuxia Jiang de la Universidad de Xiamen es una reflexión teórica sobre el concepto de corrupción y la interacción entre corrupción y progreso económico. En la literatura económica, este concepto se suele limitar al ejercicio de la actividad estatal; una definición canónica es la del abuso del poder público para obtener beneficios privados. Una reductio ad absurdum de esta posición es la afirmación de Gary Becker: “Si abolimos el Estado, abolimos la corrupción”.
Los autores de este artículo critican ese enfoque no sólo porque es conceptualmente limitado, sino porque lleva a mediciones sesgadas y a políticas falaces o erróneas. No sólo comentan algunos casos recientes y muy sonados de corrupción puramente privada (quizá Enron sea el más notorio, pero los ejemplos son numerosos) sino también el hecho indiscutible de que el funcionario corrupto de ordinario suele obrar de la mano de un particular que también es corrupto. De hecho, la privatización de las empresas estatales de la antigua Unión Soviética incrementó de manera espectacular la corrupción y las fortunas de los oligarcas involucrados.
Hodgson y Jiang señalan que existen diversos tipos de corrupción y examinan uno en particular que no cabe fácilmente en la definición usual: la “corrupción por causas nobles” –que Homero Cuevas bautizó “corrupción heroica” en un escrito de 2002– para mostrar que la corrupción ni siempre busca el beneficio privado o personal.
Puesto que el sentido etimológico del término es amplio y general, limitan su análisis a la corrupción dentro de las organizaciones públicas y privadas y proponen una definición basada en la tradición institucionalista que considera a las instituciones como la materia de la vida social, hace énfasis en el carácter normativo de las normas sociales y abandona el marco utilitarista burdo que reduce la moralidad a la maximización de la utilidad o la satisfacción individual. Su definición de corrupción organizacional tiene un aspecto ético y un aspecto relacionado con las reglas, de modo que lo que es corrupto en un contexto organizativo, ético y cultural puede no serlo en otro contexto. Así, “la corrupción es entonces un proceso dinámico que implica un conflicto entre conjuntos diferentes de hábitos y normas” y genera externalidades o costos sociales que no pueden ser internalizados mediante una delimitación clara y precisa de los derechos de propiedad, pues la corrupción organizacional debilita la confianza en las instituciones formales y descompone el tejido institucional de derechos de propiedad que hace posible dicha internalización.
El tercer artículo de este grupo es el informe que Pierre Salama, de la Universidad de París XIII, presentó al Consejo Europeo sobre las causas de la violencia en América Latina y su relación con las particularidades del proceso de desarrollo latinoamericano. El profesor Salama se pregunta por qué los niveles de violencia en esta región, con notables variaciones nacionales, superan a los de la mayoría de países del resto del mundo.
Dos factores esenciales son la naturaleza excluyente de nuestras sociedades y la gran desconfianza hacia las instituciones, factores que documenta en detalle con evidencia empírica de los diferentes países. Salama descarta las explicaciones simplistas igual que las soluciones simplistas, pues la violencia en América Latina tiene manifestaciones heterogéneas y causas muy diversas, como el aumento de la pobreza, la urbanización desordenada, el incremento de las desigualdades y de la percepción de la injusticia, el desconocimiento de los valores de grandes grupos de población, las deficiencias de los sistemas de justicia y policía. Reconoce que es difícil diseñar y ejecutar políticas eficaces para reducirla, que no son suficientes las políticas represivas y culturales, y considera que se requiere satisfacer un conjunto de prerrequisitos para lograr ese resultado:
[…] disminuir sustancialmente las desigualdades socioeconómicas, favorecer una redistribución más igualitaria, desarrollar una educación primaria y profesional de calidad, mejorar la calidad de las instituciones, especialmente y sobre todo la de la justicia y la de la policía, e inventar políticas para la ciudad.
Los cuatro artículos siguientes tratan aspectos de la historia del pensamiento económico, la teoría del desarrollo y la teoría de la política económica.
Desde una perspectiva de reconstrucción racional de las ideas, Jimena Hurtado, de la Universidad de los Andes, y Andrés Álvarez, de la Universidad Nacional de Colombia, comparan las teorías monetarias de Rousseau y Marx y el lugar que ocupan en sus proyectos intelectuales y políticos. A diferencia de las teorías económicas que asignan un papel secundario al dinero, para ambos éste es un elemento esencial de la sociedad mercantil pues hace posible el anonimato en las relaciones económicas y la coordinación descentralizada de la producción y el consumo, promueve la división y la especialización del trabajo, despierta deseos infinitos y es el motor de la acumulación.
Rousseau y Marx también pensaban que la confusión entre el dinero y el ansia de dinero lleva a imaginar que el comportamiento económico propio de esta sociedad obedece a leyes naturales y, por tanto, eternas y universales, aunque es el resultado de un proceso histórico particular y, por tanto, delimitado en el tiempo y en el espacio. Esto los llevó a criticar el sistema de pensamiento económico imperante en su tiempo, el de los fisiócratas en el caso de Rousseau y el de la economía política burguesa en el de Marx. No obstante esos elementos comunes, Marx fue un “economista crítico” y Rousseau un “crítico de la economía política”.
Marx fundamentó su crítica a la sociedad capitalista en un sistema teórico que utilizaba categorías, instrumentos y métodos analíticos de la economía política inglesa para desnudar y explicar las contradicciones de la sociedad capitalista. Para Rousseau, en cambio, la economía política llevaba a una representación mecánica y determinista y no podía ser el punto de partida de una teoría general de la sociedad. Marx se propuso superar el carácter apologético y los errores teóricos de la economía política, y suprimir los antagonismos de clase a través de una lucha política que aboliera la propiedad privada y llevara a la desaparición del Estado. Rousseau, por el contrario, rechazó de plano el punto de partida de la economía política y argumentó que jamás se podría liberar del carácter apologético que justifica la tiranía y, en particular, la tiranía tecnocrática.
Álvaro Moreno, profesor de las universidades Externado y Nacional de Colombia, comenta los orígenes, las influencias teóricas y las fuentes conceptuales de las leyes del desarrollo endógeno de Kaldor, y presenta los resultados de un análisis econométrico de las dos primeras leyes con datos de la industria manufacturera colombiana por departamentos.
La teoría neoclásica del desarrollo supone que todos los sectores económicos tienen rendimientos decrecientes y concluye que las economías tienden a converger en el largo plazo, puesto que las que parten de un nivel inferior tienden a crecer más rápidamente. Nicholas Kaldor, quien nació en Budapest, estudió en la London School of Economics, fue profesor en Cambridge, adquirió la ciudadanía inglesa y recibió un título de nobleza, en un comienzo intentó elaborar una síntesis del pensamiento keynesiano y ortodoxo, pero luego se distanció del paradigma neoclásico, rechazó la idea de equilibrio y abandonó el supuesto de rendimientos decrecientes generalizados, para integrar y aplicar al estudio del desarrollo económico las ideas de Adam Smith sobre la división del trabajo y los rendimientos crecientes a escala como causa de la riqueza de las naciones, las enseñanzas de su maestro en la London School Allyn Young, la noción de causalidad circular acumulativa de Gunnar Myrdal y el papel de la demanda en el desempeño económico de John M. Keynes.
Con base en esas ideas y en una detallada observación de las economías desarrolladas formuló sus tres leyes del desarrollo, a saber, que el crecimiento del producto manufacturero explica el crecimiento del producto interno bruto, que el aumento de la productividad del sector manufacturero es determinante en el crecimiento del producto industrial y que la tasa de crecimiento del sector industrial explica el crecimiento de la productividad de los demás sectores. Así, el sector industrial es el motor del crecimiento y del desarrollo económico, y debido a sus rendimientos crecientes, las economías industrializadas se expanden más rápidamente que las economías basadas en la agricultura o en actividades extractivas, lo que aumenta las disparidades entre unas y otras, salvo que se adopten políticas activas que promuevan el desarrollo industrial, la inversión en bienes de producción y la educación de la población.
El artículo del profesor Moreno describe estas leyes, presenta los resultados de su ejercicio econométrico y comenta las implicaciones de política. Concluye que el país ha sacrificado el desarrollo industrial en procura de un proyecto social conservador que favorece y protege los intereses de los grandes latifundistas.
El siguiente artículo, de Erika López, del Centro de Economía de la Universidad de la Sorbona, muestra que es indispensable tener en cuenta el entorno institucional, los costos de transacción, las formas de organización y el sistema jurídico y legal para diseñar políticas económicas realistas y eficaces. Argumenta que el criterio de eficiencia de Pareto es muy limitado para este propósito pues su campo de aplicación es un sistema ideal de competencia perfecta sin incertidumbre ni costos de transacción. Pasa revista a las distintas escuelas que justifican la intervención del Estado, a las razones que la justifican y a los criterios de eficiencia que utilizan en sus análisis. Aplica el concepto de eficiencia transaccional derivado de la nueva economía institucional a tres estudios de caso: la reforma del sistema de telecomunicaciones en Jamaica, el Reino Unido, Argentina y Chile; la privatización del servicio de acueducto y alcantarillado de Buenos Aires; y el sector del transporte de mercancías europeo. Y muestra cómo se pueden aplicar los distintos criterios de eficiencia de manera complementaria.
El primer caso ilustra que no es suficiente liberalizar el mercado para lograr los objetivos sociales de las reformas. En el diseño de la política se debe considerar el marco institucional para establecer incentivos y controles que eviten el oportunismo y la captura del regulador y del operador. El segundo pone de relieve la necesidad de examinar a fondo los aspectos económicos, sociales y técnicos antes de negociar los contratos de concesión para reducir los costos de transacción y de producción. Y el tercero demuestra la relación entre el marco legal y la estructura organizativa que adoptan los agentes. En este caso la reglamentación de la competencia basada en el ideal del mercado de competencia perfecta tuvo un efecto contrario al esperado; la entidad reguladora prohibió la cooperación horizontal entre armadores para desarrollar el transporte intermodal mediante el estímulo a la competencia y la entrada de nuevas empresas. Empero su efecto fue totalmente diferente: los dos principales armadores mundiales crearon una empresa conjunta a la que el estatuto jurídico le otorga el carácter de empresa independiente y que concentra la mayor parte del mercado, y se bloqueó la entrada de nuevos competidores y expansión de la red de transporte intermodal.
El último artículo de este grupo, de Juan Ricardo Perilla, del Departamento Nacional de Planeación, analiza la relación entre factores políticos como la inclinación política de los partidos, el ciclo de los períodos electorales, el respaldo político al jefe del ejecutivo, el carácter de la democracia y la fortaleza de los grupos de poder sobre la probabilidad de crisis monetarias y de balanza de pagos. Examina las condiciones políticas que pueden evitar el surgimiento de este tipo de crisis financieras o atenuar sus consecuencias distributivas, identifica las variables que permiten predecir la probabilidad de crisis monetarias y hace pruebas de robustez para determinar si también permiten predecir las crisis de balanza de pagos, con datos de 63 países en desarrollo del primer trimestre de 1985 al cuarto trimestre de 2000. Los resultados de esta prueba indican que los factores políticos que son robustos para explicar las crisis monetarias resultan ambiguos para explicar las crisis de balanza de pagos.
El autor destaca tres resultados del ejercicio econométrico: la probabilidad de crisis monetarias es mayor en los períodos de elecciones; los gobiernos de izquierda y de derecha tienen menor probabilidad de crisis monetarias que los de centro, de modo que las presiones especulativas parecen ser independientes de la inclinación política del partido de gobierno; la probabilidad de crisis es menor en las democracias más fuertes –las que pueden resolver el conflicto entre estabilidad macroeconómica y consecuencias distributivas del ajuste– que en las más débiles.
El último grupo de artículos está integrado por cinco estudios de economía aplicada o empírica que utilizan distintos métodos analíticos y cuantitativos.
El primero, de Pareena G. Lawrence, profesora de la Universidad de Minnesota, y Marakah Manzini, investigadora del Service Employees International Union, busca superar una debilidad de las investigaciones que toman al hogar como unidad de toma de decisiones y que, al no tener en cuenta las diferencias en la asignación de recursos ni el predominio masculino dentro del hogar, recomiendan políticas que no mejoran el bienestar de las mujeres y los hijos. Las autoras hacen una detallada revisión de la literatura sobre el tema y hacen un análisis empírico basado en los resultados de una encuesta que realizaron a mujeres venezolanas mayores de 18 años de 127 hogares. Los resultados indican que la mayoría de los hogares toma las decisiones conjuntamente; en los demás, las mujeres toman las decisiones sobre compra de bienes y educación de los hijos, y los hombres las decisiones sobre finanzas del hogar y cambio de residencia. Las dos características que más inciden en la toma de decisiones, la educación total del hogar y la participación de la mujer en la fuerza de trabajo, pueden ser afectadas directamente por las políticas. Por su parte, los aspectos relacionados con la clase social, la urbanización y el carácter del hogar –matrimonio o unión libre– se modifican con el desarrollo económico y social y llevan a un proceso de toma de decisiones más igualitario. Las autoras advierten que aunque algunos resultados pueden ser similares a los de otros países, muchos son específicos del país y no se pueden generalizar para el diseño de políticas.
El segundo, de Horacio Matos-D. y Alfred Crouch, de la Universidad de Puerto Rico en Bayamón, analizan l as evaluaciones que hicieron los estudiantes de esta universidad a un grupo de 187 profesores entre 1998 y 2004. Los autores revisan la literatura sobre el tema y las críticas que se han hecho a este sistema de evaluación desde que Herman Remmers diseñó la Purdue Rating Scale for Instructors en 1927. Los ejercicios econométricos que hicieron los profesores Matos y Crouch los llevaron a descartar el método de mínimos cuadrados ordinarios y a utilizar el de mínimos cuadrados en dos etapas, estimando cinco versiones diferentes que incorporaba sucesivamente las variables independientes que definen las características de los profesores, los estudiantes y los cursos. Los resultados arrojan una relación significativa entre la evaluación de los estudiantes y la calificación que esperan en el curso. De modo que este sistema de evaluación del profesorado puede inducir a una negociación entre estudiantes y profesores para beneficio mutuo, en términos crudos: los profesores pueden obtener mejores evaluaciones otorgando mejores calificaciones a los estudiantes, un fenómeno al que se suele hacer referencia con el eufemismo “inflación de calificaciones”.
El tercero, de Stefano Farné, del Externado de Colombia, examina un fenómeno que está afectando profundamente el mercado laboral colombiano: el acelerado crecimiento de las cooperativas de trabajo asociado y el crecimiento exponencial del número de trabajadores asociados a este tipo de agrupaciones, el 41% anual promedio entre 2000 y 2005, frente a un crecimiento del empleo nacional de apenas el 2%.
La norma que las reglamentó las definió como “empresas asociativas sin ánimo de lucro, que vinculan el trabajo personal de sus asociados y sus aportes económicos para la producción de bienes, ejecución de obras, o la prestación de servicios de forma autogestionaria”. Debido a sus objetivos sociales y a su carácter cooperativo recibieron algunos beneficios tributarios y los asociados no son protegidos por las normas laborales que rigen para los trabajadores asociados, pues jurídicamente son sus propietarios. En virtud de los beneficios, las exenciones tributarias y las ventajas de la contratación externa, muchas empresas privadas y públicas contratan trabajadores por medio de estas cooperativas para disminuir sus costos laborales y evitar las negociaciones colectivas con los sindicatos. Esto ha llevado a la proliferación de lo que el autor llama “pseudo cooperativas de trabajo asociado” que sustituyen los objetivos sociales del cooperativismo y sus principios de solidaridad y autogestión por la búsqueda de menores costos y mayores ganancias para sus clientes en detrimento de los derechos y el bienestar de sus asociados.
No se sabe cuántas cooperativas de trabajo existen hoy en día. En la Confederación de Cooperativas están registradas 3.505, con cerca de 470.000 trabajadores, el doble de los que están empleados en el sector financiero. Según el Misterio de Protección social existen cerca de 3.000 que no tienen ningún control de las autoridades y de acuerdo con el Censo de la Superintendencia de Economía Solidaria existían 12.059 inscritas en todo el país. Apenas 1.629 de las que están registradas en la Confederación cumplieron el requisito de actualizar sus estados financieros en 2007. De modo que hay un enorme número de cooperativas ilegales que están trasgrediendo las normas legales y el espíritu de las leyes que les dieron origen.
Por otra parte, el gobierno ha tenido una actitud ambivalente. Ha ejercido un control laxo y ha inducido la creación de cooperativas de trabajo asociado, especialmente en el sector de la salud y en las empresas privatizadas; ha intentado reducir los incentivos económicos contemplados en la legislación laboral, pero sin mayor éxito. Y pese a la evidente necesidad de reformar la legislación referente a este sector, el Congreso ha archivado quince proyectos de ley desde 2002. Sería deseable la intervención de las altas cortes del país en esta materia.
El último artículo, de Carlos E. León Rincón y Alejandro Revéiz Herault, investigadores del Banco de la República, analiza la conveniencia o inconveniencia de la dolarización financiera en Colombia. En términos generales, la dolarización es la sustitución de la moneda nacional por el dólar para que cumpla una o todas las funciones de la moneda. La dolarización financiera, el tema de este artículo consiste en denominar en dólares los depósitos, los préstamos y otros contratos financieros para preservar el valor de los activos y disminuir su volatilidad.
Los autores indican que el grado de dolarización financiera depende de tres factores básicos: la credibilidad de la autoridad monetaria y la confianza en la moneda local, la volatilidad de la moneda local y la cobertura de riesgo, y la integración comercial y el tamaño de la economía. Y examinan empíricamente cuál ha sido la influencia de estos factores en la experiencia de varios países latinomericanos. Luego describen los efectos de la dolarización financiera en materia de p rofundización del sistema financiero, costos de transacción, riesgo sistémico, supervisión del sector financiero, política cambiaria y monetaria, reputación y credibilidad del banco central e impacto en el financiamiento local.
Por último, en su análisis de la situación colombiana muestran que el peso y la autoridad monetaria tienen un alto grado de credibilidad, que su economía es de tamaño mediano y que como los agentes pueden mantener activos y pasivos en moneda extranjera, la dolarización financiera sólo mejoraría la eficiencia de las transacciones con el exterior reduciendo ligeramente sus costos. De este modo, no juzgan conveniente la dolarización financiera porque no existen las causas para adoptarla y además, porque los costos serían mayores por cuanto restringiría la capacidad del Banco de la República para adoptar políticas monetarias anticíclicas y aumentaría la vulnerabilidad de la economía.
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En la sección de Clásicos presentamos la primera versión en lengua castellana de “Teoría de la propiedad”, de Léon Walras, un capítulo de su libro Études d’économie sociale. Théorie de la répartition de la richesse sociale, escrito en 1896, traducido por Pedro Ignacio Bernal y Felipe Camacho, a quienes agradecemos su esmerado trabajo.
En la sección de Notas y Discusiones incluimos un breve extracto de La seducción de las palabras, de Álex Grijelmo, sobre un término que ha causado mucha controversia en el ámbito político colombiano: hecatombe. Y un ensayo sobre hechos y valores en el pensamiento económico, de Paulo Reis Mourãao, de la Universidad de Minho.
En la sección de Reseñas se incluyen dos contribuciones de autores que se han vuelto habituales, “La paz pactada: ¿desmonte o legalización de la acumulación paramilitar?”, de Bernardo Pérez Salazar, quien comenta el libro Fin del paramilitarismo. ¿Es posible su desmonte?, de Rafael Pardo, y una recensión del libro De la política a la justicia o los “Derechos humanos como límite a la democracia. Análisis de la ley de justicia y paz, de Rodolfo Arango Rivadeneira, redactada por el profesor del Externado Alberto Castrillón.
NOTAS AL PIE
1. Perry versus United States, 1935 [294 U.S. 330, 354].
2. La fuente de los párrafos anteriores es el artículo de Robert Wernick “The Debts We Never Paid”, American Heritage 16, 1, 1964.