http://dx.doi.org/10.18601/01245996.v17n33.17

Notas y discusiones

¿HACIA UNA VERDADERA ECONOMÍA POLÍTICA DE LAS INSTITUCIONES?

Eduardo Lindarte Middleton*

* Economista y doctor en Sociología; coordinador del Departamento de Ciencias Políticas y Jurídicas, Universidad Autónoma de Manizales, Manizales, Colombia, [elindarte@autonoma.edu.co].

Sugerencia de citación: Lindarte M., E. "¿Hacia una verdadera economía política de las instituciones?", Revista de Economía Institucional 17, 33, 2015, pp. 385-401. DOI: http://dx.doi.org/10.18601/01245996.v17n33.17

Fecha de recepción: 2 de julio de 2013, fecha de modificación: 12 de mayo de 2014, fecha de aceptación: 29 de octubre de 2015.


Tomemos un caso de la vida real para realizar un experimento. Dividamos una ciudad en dos partes con distintos regímenes económicos, políticos y de gobierno; luego observemos y comparemos su crecimiento económico y la distribución de los beneficios. Esa comparación controlaría otros factores que provocan las diferencias en la tasa de crecimiento. En el mundo real es prácticamente imposible hacer esos experimentos. Pero eso es lo que intentaron hacer Acemoglu y Robinson al comienzo de ¿Por qué fracasan los países?, donde comparan a Nogales, Sonora, y Nogales, Arizona, una ciudad dividida con resultados muy diferentes. Quizás un experimento natural que controlaría mejor esos otros factores sería el de las dos Coreas, divididas por el paralelo 38, a las que también mencionan. Este escrito valora sus logros y plantea algunos interrogantes sobre sus alcances y limitaciones. Primero intenta aclarar el concepto de institución y luego resume los planteamientos básicos de su último libro, ampliándolos para incluir las ideas principales acerca de lo político que exponen en la primera parte de su libro anterior (2006)1, las cuales ayudan a entender mejor su argumentación.

EL CONCEPTO DE INSTITUCIÓN

Los institucionalistas son evasivos al definir este concepto y suelen concebirlo como "reglas del juego" que rigen el comportamiento y establecen incentivos para actuar (Acemoglu y Robinson no son una excepción). Para North son las restricciones de origen humano que moldean las interacciones y reducen la incertidumbre (1990, 3); una definición válida pero insuficiente. Las dificultades se agravan porque este es un concepto con distintas acepciones en ciencias sociales. Solo en el campo político, Lowndes identifica nueve de ellas (2010, 65). A esto se suma la imprecisión terminológica; como señalan March y Olsen (1984, 17), no siempre se hace una distinción clara entre instituciones y normas. Y si el término alude a todo, nada discrimina (Rothstein, 1996, 145)2.

Un punto de partida es la distinción de Parsons entre cultura, sociedad y personalidad como sistemas de acción "estructurados" (1951, 27), cuyo valor analítico ha sido reconocido aun por sus críticos. Las instituciones son mecanismos sociales que triangulan armónicamente la cultura, la sociedad y la personalidad. Por una parte, son prescripciones o normas que orientan el comportamiento en el plano social y contienen un mensaje cultural que les da contexto y sentido; y solo son efectivas cuando se internalizan en la personalidad y se convierten en disposiciones y motivaciones concordantes. Por otra parte, esos mensaje y esas prescripciones no flotan por fuera del tiempo y del espacio sino que están incrustados en contextos específicos (Granovetter, 1985; Lowndes, 2010, 70).

En las instituciones se pueden distinguir cuatro componentes entrelazados en forma sinérgica. Primero, una norma que orienta la acción o comportamiento social3, la cual se conecta con incentivos y recompensas o castigos y sanciones que la refuerzan. La norma o prescripción tiene un anclaje, el segundo componente. Jepperson identifica tres tipos: culturas, regímenes y estructuras (1991, 195); Scott usa otras categorías: culturas, estructuras y rutinas. Pero las culturas, los regímenes y las rutinas son manifestaciones culturales que -traducidas a normas sociales- requieren un anclaje y, por tanto, es inevitable que aparezca una estructura social -que puede ser tan sencilla como la familia- pero que en general es más compleja.

El anclaje, base de la reproducción y la continuidad de las instituciones, es el mecanismo a través del cual opera el tercer componente: los recursos que refuerzan -con incentivos positivos o negativos- el poder del mensaje institucional. Estos pueden ser de carácter político (poder legal o simplemente físico), económico (dinero y beneficios) o cultural (sanción moral o social). El cuarto componente es el grupo o sector social que respalda el mensaje y el anclaje de la institución. De su amplitud y de la internalización del mensaje en la personalidad depende en buena parte la efectividad y el poder de la institución. Aunque transmita un mensaje y se disponga de recursos, si este no se internaliza e induce motivaciones y comportamientos concordantes, la institución carecerá de efectividad.

Vistas así las instituciones, es posible describir y entender en forma concreta su manera de operar. Esta visión también ayuda a superar la división entre quienes subrayan el papel del cálculo o elección racional y quienes enfatizan lo normativo y cultural. Algunos autores creen que esta división es inevitable (Hay y Wincott, 1998, 953); otros señalan que en la práctica se suelen mezclar los enfoques según el problema (Schmidt, 2006, 116). Este artículo adopta el último punto de vista: en ciertos casos y contextos operan incentivos económicos y en otros, incentivos culturales o una combinación de ambos. Cabe mencionar a este respecto que como las personas actúan en distintos contextos sociales, sus preferencias e intereses difieren y son impredecibles a priori; además, la elección racional es un producto histórico, construido social y culturalmente.

LAS PRINCIPALES IDEAS DE ACEMOGLU Y ROBINSON

INSTITUCIONES Y ÁMBITO POLÍTICO (2006)

Acemoglu y Robinson consideran lo político en el marco de la relación entre el crecimiento y expansión capitalista y el proceso de democratización (2006, 83). Su enfoque económico no presupone la racionalidad de los actores; basta que expresen sus preferencias en forma clara y definida (ibíd., 19). La política es intrínsecamente conflictiva porque provoca luchas por la distribución de los beneficios, en las que periódicamente se enfrenta una élite, que concentra el poder, a la mayoría o a sectores o grupos excluidos (ibíd., 20).

La lucha distributiva no es una simple pugna por el poder político inmediato y sus beneficios. Una clave para entenderla es verla como una lucha por transformar un poder de facto, inestable y transitorio debido a los costos y riesgos de la acción colectiva, en poder de jure mediante instituciones que aseguren el nuevo reparto del poder (ibíd.,21-25). Ante el conflicto y los reclamos distributivos, la élite puede ignorarlos o rechazarlos, y recurrir a la represión abierta, o aceptarlos del todo o en parte para evitar consecuencias peores. El que elija una u otra opción depende en buena parte de las fuerzas que enfrenta. Cuanto más poderosas sean, más se inclinará a transigir; y serán tanto más poderosas cuanto más incluyente sea el movimiento contestatario. Cuando la élite juzga que no es suficiente recurrir a la represión, más se inclina a transigir y a compartir el poder para no perderlo en una revolución (ibíd., 27-30).

La democracia moderna es resultado de la ampliación progresiva de la base de poder, por concesiones de las élites sometidas a presión que les permitieron conservar su posición, y no de revoluciones donde lo perdieron todo4. La democratización política refleja el impacto de las coaliciones cada vez más incluyentes que la han exigido y obtenido. Aunque hay casos en que la élite ha respondido con la represión o que han desembocado en regímenes autoritarios o en una potencial o real revolución social. Los autores discuten la democratización en el marco de un balance recíproco de beneficios y pérdidas que lleva a la élite a ceder ante las demandas de los demás sectores frente a la represión o el riesgo de una revolución. Consideran que su visión de la política como conflicto anclado en la redistribución es su principal aporte a una teoría de la democratización (ibíd., 83).

En ese marco proponen varias hipótesis sobre el surgimiento y la consolidación de la democracia. Por ejemplo, la organización y la fortaleza de la sociedad civil no solo favorecen su aparición sino que ayudan a conservarla (ibíd., 31). En ese mismo marco actúan las crisis y los choques políticos y económicos; pueden precipitar un cambio hacia (o contra) la democratización porque facilitan la solución del problema de acción colectiva de los grandes movimientos políticos y sociales. Otro factor que incide en la opción entre democracia y represión es la fuente de ingreso de las élites. Cuando la base económica de la sociedad es la tierra, esta es más vulnerable a la tributación que el capital físico; por ello los terratenientes temen más a la democracia y para evitarla muestran más inclinación que los industriales por la represión. Por otra parte, como el capital físico y humano en la industria y los servicios son más vulnerables a la violencia (por la necesidad de cooperación en el trabajo y en el mercado), sus dueños tienden a ser más conciliadores que los terratenientes. Además, las instituciones que reprimen el trabajo (como el esclavismo o el feudalismo) son más compatibles con la tecnología agropecuaria que con la industrial, lo que favorece la democratización en sociedades donde prima la industria (ibíd., 32-33).

El tipo de democracia influye en que sea acogida y perfeccionada. La democracia representativa obstaculiza y filtra más los cambios que la democracia directa o participativa. Las democracias presidencialistas pueden ser más sensibles a las demandas de la mayoría. Pero cuando la propuesta de democratización limita las exigencias de la mayoría, es más aceptable para la élite. Así, las restricciones de la constitución de Pinochet hicieron más aceptable la transición a la democracia para sus seguidores, y así ocurrió en la transición de Sudáfrica a la democracia. Desde luego, esta es siempre un arma de doble filo pues demasiado poder restrictivo significa ausencia de democracia real, no resuelve el conflicto social y perpetúa la alternativa represión o revolución (ibíd., 33-35).

Cuanto mayor sea la desigualdad social y económica más atractiva parecerá una revolución a la población afectada, y esa amenaza es una presión a favor de la democratización; aunque para la élite aumenta el costo del cambio y el atractivo de la represión. Los autores juntan estos resultados y plantean una relación de U invertida entre desigualdad y probabilidad de transición a la democracia. Cuando las desigualdades son muy marcadas, la represión es más probable, pero si falla provoca una revolución. La democracia es más factible en sociedades con nivel medio de desigualdad (ibíd., 36-37). Y es difícil consolidarla en condiciones de gran desigualdad pues para las élites los incentivos apuntan en favor de contra golpes. En sociedades muy igualitarias los incentivos redistributivos son mínimos, y hay pocas demandas de democratización, como en Singapur (ibíd., 38).

También consideran el papel de la clase media, de la que provienen casi todos los líderes revolucionarios. Cuando es numerosa puede propiciar la democratización; aunque puede ser "cooptada" en ese proceso, lo que explicaría por qué se quedaron cortos algunos movimientos por la democracia en Europa. También puede amortiguar el conflicto entre la élite y la población mayoritaria, y hacer más aceptable la democratización para la élite, y al limitar el peligro de una redistribución extrema también ayuda a consolidarla (ibíd., 39).

La globalización tiende a favorecer la democratización. La integración financiera internacional da mayor seguridad a la élite y la inclina a conciliar. La apertura económica beneficia a los factores de producción más abundantes. En los países en desarrollo abunda la mano de obra, y la apertura tiende a reducir la inequidad con el capital. El aumento del comercio internacional puede hacer más costosa la represión. Las razones que favorecen la democratización ayudan a consolidarla porque hacen menos probables los golpes de estado (ibíd., 40). Sin embargo, no se puede concluir que todos los efectos de la globalización favorezcan la democratización. En países con abundancia de tierras aumenta los beneficios de la élite terrateniente, lo que acentúa la desigualdad y junto con la naturaleza de la actividad agrícola puede favorecer la represión en vez de la conciliación. La desigualdad existente afecta la curva de U invertida y hace muy costoso ceder a las demandas sociales.

Por otra parte, en países donde hay diversidad de identidades (raza, religión, etnia, región), la división por clase social tiende a fragmentarse, lo cual reduce la amenaza redistributiva (que se refleja, p.ej., en partidos socialistas débiles) por las dificultades para la acción colectiva. Allí las élites tienden más a conciliar ante las demandas y carecen de fuertes incentivos para dar golpes de estado (ibíd., 42-43).

EL ÉXITO Y EL FRACASO DE LOS PAÍSES

La premisa básica de este libro es que las instituciones son política y económicamente incluyentes si favorecen a la mayoría de la población o extractivas si solo benefician a la élite. El razonamiento es simple: cuando son incluyentes favorecen el crecimiento y cuando son extractivas lo dificultan. Las instituciones políticas determinan quién ejerce el poder y en beneficio de quiénes. Son pluralistas cuando el poder lo comparte una mayoría bajo el imperio de la ley; y esto supone un Estado centralizado que desempeñe la función de garante de la ley y el orden. Los autores dicen que las instituciones son incluyentes cuando hay pluralismo y centralización. Si no existen ambos elementos o solo existe uno de ellos son extractivas.

¿Qué significa ser económicamente incluyente? En esencia, que la mayoría tenga un igual acceso a las oportunidades. Esto incluye derechos de propiedad seguros, libertad de contratación, cumplimiento imparcial de la ley y de los contratos, control de la corrupción y el fraude, etc. No se trata simplemente de mercados libres. Como señalan los autores, en el siglo XVII Barbados tenía mercados libres, pero solo estaban abiertos a los propietarios de plantaciones (2012,77): uno de los mercados libres más importantes era el de esclavos.

También significa crear capacidades para el igual acceso. Esto incluye servicios públicos e infraestructura de transporte, así como educación -entendida como calificación de la fuerza laboral- y tecnología; además de atender adecuadamente la sanidad, la salud y la nutrición de la población. Como la educación y la tecnología promueven la innovación, que impulsa el crecimiento, es necesario educar a la población y estimular la innovación, de lo contrario las instituciones políticas fallan en este campo (ibíd., 78). En una sociedad incluyente las élites no pueden obstaculizar el igual acceso de la mayoría a las oportunidades ni impedir la creación destructiva -p. ej., la pérdida de privilegios y de sectores económicos debido al proceso de innovación-, una de las expresiones de la competencia entre grupos sociales y económicos.

La interacción entre instituciones políticas y económicas crea "trayectorias evolutivas" que favorecen o desfavorecen ciertas sendas de desarrollo. Las instituciones extractivas se refuerzan mutuamente y forman círculos viciosos. Algo similar sucede con las instituciones incluyentes, cuya sinergia crea círculos virtuosos. La combinación de instituciones políticas incluyentes e instituciones económicas extractivas y viceversa es inestable, y puede llevar a que solo sean incluyentes o excluyentes.

EL CÍRCULO VIRTUOSO

El círculo virtuoso surge cuando la tendencia a políticas incluyentes se refuerza mutuamente con la tendencia a instituciones económicas incluyentes o, en otros términos, cuando la sinergia entre instituciones políticas y económicas las impulsa en una dirección incluyente. ¿Cómo se inicia el movimiento en una u otra dirección? Muchas veces por factores contingentes.

LAS COYUNTURAS CRÍTICAS

Uno de esos factores es lo que los autores llaman "coyunturas críticas": guerras o catástrofes naturales que generan una ruptura que puede llevar a instituciones incluyentes o extractivas. Por ejemplo, en Europa Occidental la peste negra tuvo efectos incluyentes porque provocó una gran escasez de trabajo que hizo posible que el campesinado exigiera cambios que contribuyeron a derribar el orden feudal y a crear un mercado de trabajo libre, sin que la aristocracia lo pudiera impedir. Y esto incentivó la producción agrícola (ibíd., 96-99). En cambio, en Europa Oriental los terratenientes extendieron sus propiedades e impusieron a los siervos normas de trabajo obligatorio cada vez más restrictivas. El mercado creció en respuesta a la mayor demanda de Occidente, pero creó una economía concentrada menos dinámica que beneficiaba a los terratenientes (ibíd., 100-101).

DIFERENCIAS INSTITUCIONALES MENORES E INERCIA EVOLUTIVA

Cuando se presenta una coyuntura crítica, las diferencias institucionales pueden influir en las respuestas a esa coyuntura, y estas determinan las trayectorias de los países. Estas pequeñas diferencias (p. ej., el equilibrio de poder entre monarquías absolutas y asambleas ciudadanas) explican las distintas trayectorias de Inglaterra, Francia y España, porque con el tiempo amplifican la magnitud del impacto o pueden destruir el impulso de la coyuntura crítica (ibíd., 107).

Los autores recalcan que las tendencias incluyentes pueden revertirse. A finales del primer milenio Venecia inició una expansión que duró cerca de cuatro siglos, debido a una innovación institucional de índole comercial: la commenda. Pero las élites se opusieron con fuerza creciente al proceso incluyente que desató y le pusieron cortapisas. En 1300 lograron suprimirlo y comenzó una involución en la que Venecia pasó "de ser un motor económico a convertirse en un museo"(ibíd., 152-56).

EL CÍRCULO VICIOSO

"Las instituciones políticas extractivas llevan a instituciones económicas extractivas" (ibíd., 343). Quienes se benefician de ellas tienen medios de todo tipo para contrarrestar la oposición, y enfrentan pocas restricciones al abuso del poder. A su vez esas instituciones económicas generan los recursos para mantener las instituciones políticas correspondientes (ibíd.), de modo que se retroalimentan. A esto se suma el hecho de que la concentración de poder y de recursos aumenta el atractivo del botín. Quien controla el Estado tiene grandes ventajas, y esto provoca conflictos entre facciones o grupos que se disputan los beneficios y privilegios. Por ello, esos ordenamientos enfrentan continuos intentos de golpes de estado o de revolución. La aparente paradoja de que los intentos de cambio casi siempre terminan sin modificar nada se explica por la falta de límites a los vencedores -en sociedades con una larga historia de instituciones extractivas- que los llevan a replicar el modelo de sus antecesores, como hizo Mengistu en Etiopía. La tentación de mantener el poder y sus beneficios es muy grande, y esto lo ilustra la "ley de hierro de la oligarquía" de Robert Michels (1915), quien en su estudio de los partidos socialistas europeos encontró que las organizaciones, sin importar sus principios, terminan promoviendo tendencias oligárquicas y la concentración del poder5.

En contra de lo que se suele creer, las instituciones extractivas pueden impulsar y han impulsado el crecimiento económico. Hay muchos ejemplos, históricos y recientes: la antigua Unión Soviética, la España franquista o la China actual. Pero ese crecimiento se estrella contra sus límites estructurales; uno de ellos es la necesidad de innovación continua, la cual no se puede alentar adecuadamente en contextos de instituciones extractivas. Otro es la resistencia económica o política a aceptar la "destrucción creativa" (de industrias, empresas y actividades) resultante de la innovación, que obstaculiza o frena el crecimiento.

VALORACIÓN CRÍTICA

¿Cómo nos ayuda este planteamiento a enfrentar los retos y problemas del crecimiento y a encarar el futuro? Uno de sus méritos es que pone de nuevo la distribución y el conflicto por la distribución de los costos y beneficios del crecimiento en el centro de la discusión, lo que evitan otros enfoques, aparte de los críticos marxistas. También es meritorio el intento de unir lo político y lo económico para llegar a una "economía política institucional". Y el hecho de que sea ilustrado con ejemplos contemporáneos e históricos lo hace más atractivo. En suma, es un aporte significativo. No obstante, sin pretender agotar el tema aquí se plantean dos grandes tipos de interrogantes.

El primero y más sencillo incluye tres cuestiones. Primera, ¿es válido suponer que los problemas políticos solo provienen del conflicto distributivo entre unos pocos y la mayoría? Este supuesto, derivado del enfoque de elección racional, limita el análisis a los costos y beneficios de las respuestas al conflicto distributivo, y excluye factores como las emociones, la moral y la identidad, a los que los estudiosos de los movimientos sociales hoy dan más importancia que al uso racional de los recursos o de las oportunidades políticas (Klandermans y Roggeband, 2010). También deja de lado o no encaja con los conflictos políticos basados en la identidad, de tipo nacional o étnico o religioso. Los autores piensan que así estos ocurran, cuando se examinan en más detalle aparece el conflicto distributivo (2006, 42).

Segunda, y como extensión de la anterior, es importante al menos reconocer, así no se pueda revisar aquí la discusión sobre su importancia relativa, que existen otros factores explicativos del crecimiento. Entre ellos cabe citar la geografía (Diamond 2012, 1997; Sachs, 2003, 2012, 2013), la cultura (Weber, 1958), el capital humano como determinante de la calidad institucional (Schleifer, 2012) y la innovación y el emprendimiento (Schumpeter, 2004). Los autores han realizado pruebas empíricas sobre algunos con resultados favorables a las instituciones (Acemoglu et al., 2001).

Tercera, el capitalismo no es uno solo, como demuestran Sachs (2008), Chica (2007, 2008) y otros autores. Es necesario distinguir al menos el capitalismo anglosajón del social democrático europeo y del asiático; y en cada uno de ellos hay arreglos institucionales con variantes y dinámicas propias, por ejemplo, entre el norte y el sur de Europa. Los autores ven el crecimiento desde la óptica del capitalismo liberal, quizá porque lo consideran el modelo puro o hegemónico, o porque es el que mejor conocen. Esta es una limitación. Es curioso que en sus numerosas comparaciones no haya ni una referencia a los países nórdicos, que otros autores consideran paradigma de lo que es viable y deseable (p. ej., Sachs, 2008).

El segundo tipo de interrogantes es más complejo. Si bien los autores no pretenden tratar el tema, un análisis integral del crecimiento en nuestra época -en un mundo habitado por más de 7 mil millones de personas- exige considerar no solo las condiciones e incentivos para el crecimiento económico sino también sus consecuencias, sus externalidades negativas y su sostenibilidad. Para ilustrarlo aquí solo se mencionan cuatro grandes cuestiones.

La primera se refiere a la viabilidad de una lógica incluyente (política y económica) en un sistema económico de grandes unidades económicas y corporaciones multinacionales. Los rendimientos crecientes generan economías de escala que favorecen a las unidades económicas grandes frente a las pequeñas6. Además, la gran empresa aprovecha su capacidad de innovación para diferenciar productos, generar nuevas oportunidades y contribuir a la destrucción creativa7.

Así, la competencia perfecta basada en unidades pequeñas no es estable ni es la más ventajosa8. En el modelo de competencia perfecta, el mercado coordina a los agentes económicos en beneficio colectivo, algo que no hace en una economía de grandes empresas9, que tienden a aumentar de tamaño y a integrar la producción internacionalmente. Esta concentración no necesariamente genera ineficiencia, como se solía creer. El problema es, más bien, que crea desbalances de poder y genera grandes externalidades negativas sin mayor control. Cabe preguntar entonces, ¿cuál es el orden institucional incluyente que controla los abusos potenciales en este sistema real? No basta decir que es un campo llano donde los nuevos jugadores tengan verdaderas oportunidades; también se deben enfrentar las grandes desigualdades que lo hacen menos llano e impiden compartir equitativamente los frutos del crecimiento.

La segunda, relacionada con la anterior, es la desigualdad que hoy genera el crecimiento económico y sus efectos nocivos a nivel individual y social, que incluso ponen en cuestión el orden democrático (Wilkinson y Pickett, 2009; Judt, 2011; Piketty, 2014). Aquí cabe diferenciar la pobreza y la desigualdad. En materia de pobreza el mundo ha mejorado visiblemente en los últimos dos siglos, aunque aún resta mucho. Las cifras varían y son controversiales, pero indican que entre 2005 y 2010, por ejemplo, 500 millones de personas salieron de la pobreza extrema (Chandy y Gertz, 2011). En el largo plazo la mejora es más visible dado que este descenso ocurrió en medio de la explosión poblacional más violenta de la historia. Según Angus Maddison (2005, tabla 2) la población mundial pasó de 1.042 millones en 1820 a 6.149 millones en 2001; y en ese periodo el producto bruto per cápita mundial pasó de 667 a 6.049 dólares de 1990. Aunque su distribución es muy desigual entre regiones y grupos sociales, ha inducido una reducción proporcional y absoluta de la pobreza extrema -y en algunos casos de la pobreza en general-,un hecho que se suele subvalorar.

Con la desigualdad en el ingreso y de la riqueza la historia es otra. Según el análisis clásico de Bourguignon y Morrison (2002), la desigualdad global del ingreso aumentó entre 1820 y 1992 de 0,52 a 0,5, medida por el índice de Theil, y de 0,50 a 0,65, por el índice de Gini. Desde los años noventa en adelante la evidencia no es concluyente, pero apunta a un aumento de la desigualdad entre países, sobre todo si se excluye a China e India. La desigualdad dentro de los países también viene en aumento: el 71% de la población mundial vive en países donde esta ha aumentado10. Oxfam International revela que la riqueza global en manos del 1% más rico subió del 44% en 2009 al 48% en 2014; y que las 85 personas más ricas del mundo poseen una riqueza equivalente a la de la mitad más pobre11. La desigualdad en los países más ricos también ha aumentado. Picketty (2014) examinó las tasas de crecimiento económico y de retorno del capital de 30 países en 300 años (1700-2012), y encontró que en promedio la producción creció al 1,6% anual y que el rendimiento del capital ha sido del 4% al 5%,lo que muestra que el mercado no regulado tiende a concentrar la riqueza y pone en tela de juicio el actual patrón de crecimiento.

La tercera cuestión se refiere a la posibilidad de una economía de mercado verdaderamente sostenible en términos ambientales en las condiciones actuales, con una población mundial en aumento. Es fácil plantear conceptualmente el dilema pero es difícil resolverlo en la práctica. Cabe empezar señalando que los precios de mercado solo cubren los costos privados, y dejan por fuera al menos dos tipos de costos: los de las externalidades ambientales negativas y los del cortoplacismo que favorece a la generación actual en contra de las futuras y lleva a un aumento desmesurado del consumo.

Cuando la población era pequeña en relación con los recursos del planeta, esos costos se podían ignorar. Con un incremento a 8 mil u 11 mil millones eso no es razonable desde el punto de vista de la sostenibilidad. Sería excesivo enumerar aquí la larga lista de retos y problemas que muchos autores han documentado12. Basta mencionar un indicador global: la huella ecológica. La Global Footprint Network estima que se requiere planeta y medio para proporcionar los recursos que hoy usamos y despilfarramos, lo que equivale a un año y medio para reponer lo que usamos en un año13. Con los simples aumentos del consumo y la producción debidos al crecimiento de la población mundial antes de que llegue al pico y empiece a descender, la huella ecológica seguirá en franco proceso de deterioro.

La internalización de los costos ambientales busca descargar la responsabilidad en quienes causan esos costos. Contempla el pago (o la restauración) por contaminación y otros efectos nocivos e incentivos para desarrollar tecnologías que reduzcan el impacto negativo. Incluye arreglos institucionales novedosos e integra la regulación con prohibiciones parciales. Este es un paso en la dirección de soluciones reales. Pero, además de su complejidad técnica e institucional, no hay voluntad política para hacerla efectiva (Lindarte, 2009; Valencia, 2008), porque aumentaría los costos de producción y el gasto público; y porque es bloqueada políticamente por los intereses establecidos y por quienes ven en el mercado un mecanismo autorregulado y autosuficiente. A pesar de algunos avances, los logros en esta materia son insuficientes, como muestran muchos indicadores, ante la impasibilidad de los centros de decisión14.

Resolver la crisis ambiental no es imposible ni es una tarea sobrehumana sino un desafío político: enfrentarla en la escala adecuada. Sachs estima que resolver los problemas globales, incluidos los ambientales, cumpliendo las Promesas del Milenio, costaría entre el 2% y el 3% del ingreso anual de los países donantes ricos (2008, 409), cifra que cabe comparar con el 2,5% estimado del producto bruto interno mundial destinado a gastos militares en 2012.

La cuarta y última cuestión se refiere a las limitaciones del enfoque de la inclusión limitado a lo nacional. ¿Cuán viable es construir instituciones incluyentes que compensen las externalidades en un contexto donde lo económico es cada vez más global y lo político sigue anclado en el Estado nación? La asimetría entre los espacios para tratar los asuntos públicos y los asuntos privados limita y resta eficacia a los primeros. Y, como señala Bauman (2012, viii), lleva a un divorcio entre el poder (para actuar) y la política (para decidir qué hacer) que resta capacidad de acción a los países y pueblos para enfrentar grandes retos. Esa asimetría impide construir a nivel nacional coaliciones incluyentes que exijan o instauren instituciones efectivas para resolver esos grandes problemas. Y como se colige del mismo planteamiento de Acemoglu y Robinson, sin esas instituciones no se pueden contener las tendencias concentradoras y extractivas que hoy amenazan el orden democrático.

De allí que si bien la inclusión a nivel nacional es una condición necesaria, no es suficiente para resolver los problemas que hoy genera el crecimiento. Una inclusión real y verdadera exige instituciones supranacionales apropiadas para discutir, enfrentar y resolver los problemas globales. El reto es dejar atrás el mundo anclado en los acuerdos de la Paz de Westfalia, en los que el último nivel de soberanía era el Estado nación. ¿Qué coaliciones se necesitan para construir, en democracia, la nueva arquitectura política mundial que permita una discusión franca y abierta y tomar decisiones sobre los bienes públicos globales a la escala necesaria para resolver los problemas? Solo una sociedad civil global movilizada tendría la capacidad suficiente para llevar a cabo ese empeño y enfrentar la resistencia de los grupos de interés que favorecen al viejo orden, así como la tendencia al aislamiento y la fragmentación social provocada por la penetración de la economía de mercado en todos los órdenes de la vida, y la persistencia del Estado nación como sede de la ciudadanía y la identidad política.

Más allá de su creación formal, para que esa nueva institucionalidad se consolide tendría que demostrar que es eficaz y democrática y que promueve la responsabilidad y la rendición de cuentas (Hay, 2008, 344), así como que puede impedir cualquier intento imperial, lo que es muy difícil como muestran las actuales instituciones de la Unión Europea.

La inclusión y la democratización a nivel global aún faltan en el análisis del crecimiento actual. También falta incluir los efectos sociales de las grandes revoluciones técnicas, científicas y económicas que se avizoran y cuyos alcances son difíciles de precisar. Acemoglu y Robinson ayudan a entender los problemas básicos y señalan el potencial de la sociedad civil para resolverlos. Los faltantes mencionados no restan méritos a su trabajo y ofrecen más bien una oportunidad para seguir adelante.


Pie de página

1 Las referencias a ambos libros corresponden a la versión en inglés.
2 Aquí se hace referencia especial al neo-institucionalismo. Como enfoque que reconoce la especificidad histórica y social se remonta a Aristóteles, y lo emplearon Weber y otros autores del siglo XIX, pero se suele atribuir a Veblen, Commons y otros autores de la primera mitad del siglo XX, cuya contribución teórica fue limitada y de tipo descriptivo (Bell, s. f., 4; Scott, 1995, 5). Esto no significa condenarlos como hizo Coase: "sin una teoría nada les quedaba por transmitir salvo una masa de material descriptivo a la espera de una hoguera" (1983, 230).
3 Estas señales, que son de tres tipos -cognoscitivas, normativas, y regulatorias-, establecen tres bases de legitimidad (Scott, 1995, 33-45).
4 Esta idea no es nueva, ver por ejemplo Lipset (1981, 67-72).
5 Como señalan Acemoglu y Robinson (2012, 366), la ley de hierro de la oligarquía no es una ley propiamente dicha; solo indica una tendencia o regularidad asociada a factores como el tamaño y la complejidad de la organización. Lipset (1956) hizo un estudio de la Unión Tipográfica Internacional, hoy desaparecida, como ejemplo de una organización que al menos inicialmente fue una excepción a la ley de hierro.
6 Los rendimientos crecientes provienen de factores técnicos y de escala, como el poder de negociación de la gran empresa con proveedores y distribuidores. La teoría neoclásica supone rendimientos inicialmente constantes y luego decrecientes -una idea tomada de Ricardo y Malthus que en esencia ignoraba el cambio técnico en la agricultura- y que fue la base de la teoría económica convencional (Arthur, 1999, 160). En la industria y los servicios -y hoy aun en la agricultura- el desarrollo tecnológico y la innovación aumentan continuamente los rendimientos.
7 Esta va más más allá de lo que previó Schumpeter (1942), quien acuñó la expresión "destrucción creativa" y consideró las innovaciones en nuevos productos, métodos, mercados, fuentes de materias primas y formas de organización. Ese concepto también cubre el surgimiento de nuevas industrias, derivadas de revoluciones tecnológicas como el motor de vapor, los ferrocarriles, la informática y las telecomunicaciones, y sus consecuencias (Dosi, 1972).
8 En particular, porque en una economía de productores muy pequeños no hay capacidad endógena para desarrollar y explotar las innovaciones. El modelo de competencia perfecta cumplía un papel ideológico, como Galbraith (1952, 2730) señaló hace más de medio siglo. La idea de una economía de productores pequeños que se autorregulan, en la que ninguno podía afectar los precios -y que además era sostenible dados los rendimientos decrecientes- resolvía el problema del poder, en lo económico y en lo político, pues no justificaba y hacía inconveniente la intervención del Estado. Los rendimientos crecientes y la creación destructiva destruyen esta ilusión; las grandes corporaciones no solo tienen poder económico sino que este les da poder o influencia política.
9 Además de competencia perfecta, los mercados eficientes suponen información perfecta y ausencia de restricciones financieras (Papadimitriou, 2004, xiii).
10 Ver [http://www.conferenceboard.ca/hcp/hot-topics/worldinequality.aspx].
11 Ver [https://www.oxfam.org/sites/www.oxfam.org/files/bp-working-for-fewpolitical-capture-economic-inequality-200114-summ-en.pdf].
12 Ver Sachs (2008), Speth (2008), el Informe Stern (2008) o los informes del Worldwatch Institute.
13 [http://www.footprintnetwork.org/en/index.php/GFN/page/world_footprint/].
14 Basta observar los resultados de las cumbres recientes de Copenhague y Río + 20.


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