MANUELA NOVELA DE COSTUMBRES COLOMBIANAS, POR EUGENIO DÍAZ
Salvador Camacho Roldán*
* Introducción a Manuela de Eugenio Díaz, edición de la casa Garnier Hermanos, París, 1889.
Fecha de recepción: 23-08-2016, fecha de aceptación: 20-10-016.
Sugerencia de citación: Camacho R., S. "Manuela. Novela de costumbres colombianas, por Eugenio Díaz", Revista de Economía Institucional 18, 35, 2016, pp. 279-291. DOI: http://dx.doi.org/10.18601/01245996.v18n35.14.La novela de costumbres contemporáneas, creada por cervantes en la historia de las aventuras de su famoso manchego, y felizmente continuada por le sage en el Gil Blas, ha reaparecido en el presente siglo -bajo la inspiración del genio de Walter Scott y de Dickens, de Cooper y de la señora Beecher Stowe, de Eugenio Sue y de Balzac, de Manzoni y de Pereda-, hasta formar ya, en la novela rusa de Tolstoi, Gogol, Dostoievsky y Turgueniev, no un arte de imaginación, sino casi una provincia de la historia y un documento de estudio y análisis para la ciencia social.
Aparte de su loco sublime, en el que Cervantes nos presenta la más delicada caricatura del carácter español en esos tiempos, y acaso también del espíritu aventurero reinante entonces en toda Europa, como último legado de las grandes convulsiones sociales que al fin disiparon las tinieblas de la Edad Media, Cervantes nos presenta vivos y palpitantes algunos tipos y escenas de su tiempo, que nos hacen comprender, como no ha logrado después ninguno de los historiadores de la Península, el estado social y político de ese país. La inseguridad de los caminos que dio origen a esa institución extraña, aún no bien estudiada, de la Santa Hermandad; el atraso profundo de las poblaciones rurales en un pueblo inteligente, del que nos presenta una muestra en las maliciosas torpezas de Sancho Panza; la triste condición de la mujer, combatida entre la reclusión del convento y la tiranía de los padres en la solución del gran problema a que todavía está reducida en casi toda la tierra la suerte de esa mitad de la especie humana; la vida ociosa y opulenta de los grandes nobles en contraste con la no siempre resignada miseria del pueblo. Haciendo hablar a sus personajes el lenguaje propio de su condición y cultura, este libro ha contribuido más que ninguno a enriquecer el castellano con los vocablos, modismos y giros felices de la expresión popular, con lo cual le ha dado la energía y vivacidad que solo el alma del pueblo, y no las convenciones artificiales de los literatos o de las Academias, puede dar a los idiomas.
Le Sage continúa esa pintura magistral de las costumbres y caracteres locales, mostrándonos la descarada venalidad del gobierno absoluto; la perversión desastrosa de las costumbres de la aristocracia española; el atraso de las profesiones científicas, en las que la metafísica y la teología comprimían el desarrollo del espíritu experimental; la ausencia de genio industrial, absorbido por las grandes esperanzas del favoritismo oficial, única estrella que guiaba el camino de los aspirantes a la fortuna; la profesión del bandolerismo -engendro de las guerras civiles y de la confiscación de la propiedad de los vencidos en ellas-, arraigada y aun admitida casi como un hecho natural y legítimo por las clases populares.
No siguió estos ejemplos la novela europea, consagrada, hasta hace comparativamente pocos años, a la narración de historias ficticias, fantásticas casi siempre, absurdas a las veces y obscenas en no pocas; de suerte que su lectura no solo no era de desear, sino que era peligrosa para la moralidad pública, en gran número de ocasiones. Su objeto era puramente divertir, distraer el pensamiento de la vida real como de un tema enojoso, más bien que ejercitarlo en las ideas, sentimientos y costumbres de la existencia común.
Contra esa tendencia ha habido reacción vigorosa en este siglo, iniciada principalmente por Walter Scott en Inglaterra y Cooper en los Estados Unidos, seguida más tarde en Francia por Eugenio Sue, Balzac, Daudet, Zola y otros: en donde, desgraciadamente, el análisis del estado social contemporáneo emprendido por los novelistas, sobre todo en el primero y el último de los nombrados, ha procedido bajo la inspiración de ideas preconcebidas con tendencia a ajustar a ellas el resultado del estudio de la vida real, más bien que a deducir de una observación imparcial de los hechos las consecuencias o teorías de una generalización bien preparada.
Con todo, la tendencia de la literatura hacia la pintura de las costumbres y del estado social contemporáneo, por más que en algunas ocasiones pueda haber traspasado los límites de la verdad y contribuido a desencadenar ideas y pasiones peligrosas, indudablemente ha llamado la atención hacia las úlceras ocultas del organismo social y despertado, en la opinión pública primero y en el pensamiento de los gobiernos después, la necesidad de atender a objetos esenciales de su misión: es decir, a la corrección de los abusos a que conduce en los afortunados del mundo la posesión de privilegios injustos; a la previsión del porvenir con relación a las nuevas condiciones de la vida social, determinadas por el aumento de población, por los nuevos agentes introducidos en el mecanismo del trabajo diario, por la competencia universal cada día más poderosa a causa de las facilidades de locomoción, y al estudio de las fuerzas desconocidas que una sociabilidad más estrecha tiende a engendrar todos los días entre las clases desheredadas.
La organización de la enseñanza universal en las escuelas públicas; la abolición de la esclavitud en América; la creación y multiplicación oficial de las cajas de ahorros; la protección de las mujeres y los niños en las fábricas; la responsabilidad de los empresarios de industria para con sus operarios; el seguro oficial de las clases obreras; la mejora de las habitaciones de los proletarios; la lucha contra el vicio de la embriaguez; el mayor respeto a las razas inferiores en los Estados Unidos; la policía de las cárceles y la mejora del sistema penitenciario -toda esa labor fatigosa y difícil de los gobiernos y de las asociaciones particulares en los últimos cincuenta años de este siglo, no es, desde luego, resultado de la influencia de la literatura; pero es indudable que esta, la novela de costumbres en particular, ha tenido una parte innegable en esa evolución de la conciencia oficial, que de explotadora, fría e indiferente de las masas ignorantes, ha venido transformándose en protectora de los miserables y en defensora, no siempre sincera, de algunos de los oprimidos. Bastaría citar, en comprobación de la parte que en la renovación social de los últimos cincuenta años ha tenido la novela, el hecho indudable de que la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos, y como consecuencia luego en ambas Américas, la emancipación de ocho millones de esclavos en la Confederación Americana, las Antillas Españolas y el Brasil, fue acelerada algunos años por la sola influencia de La cabaña del tío Tom.
A este género de novelas pertenece Manuela. Estrictamente realista, no se distingue por las galas del estilo ni tal vez por la pureza del lenguaje, ni menos por las creaciones de la fantasía: su mérito estriba en la verdad de las descripciones, en la fiel reproducción de los caracteres, en la pintura ni exagerada ni incolora, ya sea de los sentimientos y afectos humanos, ora de las escenas de la naturaleza primitiva, todavía no alterada en sus formas por la mano del hombre.
No es un cuadro que pueda llamarse nacional en toda la acepción de la palabra, porque un país como el nuestro, de grande extensión, aspectos físicos, climas, producciones y razas diversos, tiene que presentar grupos de población de gran diversidad de rasgos y costumbres. El antioqueño, habitante de las montañas, minero, cambista de metales, inclinado a las operaciones bancadas, tiene que ser distinto del habitador de Bolívar y Magdalena, grandes llanuras en donde predomina la industria pecuaria. El pacífico cultivador boyacense, derivado de la raza indígena disciplinada bajo el yugo de hierro del encomendero español, que forma el principal grupo de esa sección no puede tener muchos puntos de semejanza con el mestizo africano-español formado en el Valle del Cauca, bajo la protección semiafectuosa a veces de sus amos, en el pastoreo de ganados y en medio de una naturaleza que convida a la libertad. El agricultor santandereano, descendiente quizás del altivo catalán, en cuyas tierras no parece haber pesado el sistema feudal de mercedes y encomiendas, sino el de una más equitativa distribución de la propiedad territorial, tiene pocos puntos de semejanza con el cortesano cundinamarqués de la capital, y menos con el descendiente de los chibchas, más o menos matizado ya de sangre española, doblegado, en el trabajo de haciendas semifeudales, por el propietario altanero, casi siempre poco benévolo y demócrata solo por excepción. El tolimense, en fin, habitador de un valle angosto y endurecido por las ardientes llanuras del Alto Magdalena, diferirá no poco del panameño familiarizado con las ideas del comercio internacional, por la privilegiada posesión de la angosta faja de tierra al través de la cual se espera el grandioso abrazo de las civilizaciones oriental y occidental.
La Manuela pinta, pues, únicamente las costumbres rurales del declive de la cordillera oriental de los Andes que desde la altiplanicie de Bogotá se prolonga hasta las riberas del Magdalena; territorio en donde el cultivo de la caña de azúcar y la fabricación de melazas y panela1 formaban hasta hace pocos años la industria casi exclusiva de sus moradores.
Compónese esa región montañosa, en ocasiones de pendientes abruptas, en otras de faldas suaves de suelo fértil, y a las veces de mesetas de corta extensión; cortada por quiebras profundas y cubierta en lo general de bosque secular, con temperaturas medias que varían desde 18° hasta 28° centígrados. Como en todos los pueblos conquistados por una raza superior, los pobladores aborígenes de grandes extensiones de tierras habían sido repartidos a título de mercedes y encomiendas a los primeros conquistadores españoles, con encargo de protegerlos y cristianizarlos; pero en realidad con derecho de vida y muerte sobre ellos, a imitación del sistema introducido en los siglos iv a vii de nuestra era, por los godos de España sobre los iberos y demás pobladores primitivos de la Península, que habían quedado sometidos a la jurisdicción de los "Señores de horca y cuchillo".
No había allí minas de oro ni de plata, circunstancia que salvó a la raza indígena de la exterminación, ocasionada donde las había por los durísimos trabajos a que en la explotación de ellas fue sometida por sus amos. Pudo, pues, aunque muy disminuida, conservarse mezclada con la española en las faenas agrícolas. El cultivo del maíz, de la yuca y el plátano con algo de cacería silvestre, daban lo estrictamente necesario para su sustento, pues el ganado vacuno, desconocido en la América del Sur antes de la Conquista, era muy escaso y su carne reservada al uso exclusivo de la raza conquistadora. Cada agrupación producía los víveres necesarios para su consumo, y la única producción destinada al cambio con los vecinos, dentro de un radio muy estrecho, se reducía, o poco menos, a la de la caña de azúcar en pequeñas plantaciones beneficiadas en el trapiche.
Componíase este establecimiento, aparte de la casa de habitación del hacendado, de dos grandes tambos2, o casas con techo pajizo y sin paredes, en una de las cuales se exprimía la caña y se evaporaba el caldo de esta en grandes calderas, y en la otra dormían los trabajadores, hombres, mujeres y niños, sin separación de sexos.
Sin embargo, cada familia de arrendatarios o agregados tenía una habitación propia separada en un rancho miserable en medio del bosque, y una labranza de maíz, yuca y plátano, ordinariamente en los lugares más retirados de la casa del propietario, cuya fiscalización deseaban evitar por todos los medios posibles.
La habitación del amo buscaba, al contrario, algún lugar prominente desde donde se pudiera observar a la simple vista la mayor extensión posible de tierras. En ella vivían las familias de los pequeños propietarios a quienes sus medios no permitían la residencia en la capital o en alguno de los pueblos más adelantados de la comarca: pues en cuanto a los ricos hacendados, estos habitaban de preferencia en Bogotá, y solo ocasionalmente durante los veranos de junio y julio y de diciembre y enero, hacían con sus familias alguna visita a sus Estados. Las casas de unos y otros, más o menos cómodas, ordinariamente cubiertas de palma y muy rara vez de teja, comprendían, aparte del servicio propio de la familia y de los mayordomos y dependientes domésticos, una o dos piezas destinadas a los huéspedes ocasionales, una huerta de frutales, un pequeño jardín, a veces caballeriza, un cuarto oscuro y fuerte provisto de un cepo, y en las casas de los más ricos una pequeña capilla con altar y algunas toscas imágenes de santos, en donde se celebraba la misa cuando acertaba a pasar la noche en la casa algún sacerdote. En casos excepcionales el propietario sostenía un capellán, que con frecuencia era alguno de sus hijos, destinado desde su nacimiento -u ofrecido a Dios, como se decía en tales casos- a la carrera eclesiástica, casi la única de educación superior accesible a las familias acomodadas en tiempo de la Colonia. Los habitantes de estas mansiones, diseminadas a largas distancias, separadas por caminos difíciles en verano y casi intransitables en invierno, mantenían con sus vecinos muy escasas relaciones de sociabilidad, las cuales casi solo eran cultivadas en la cabecera de la parroquia a donde infaliblemente concurría toda la población los domingos a oír misa y hacer mercado.
Érase la cabecera o la parroquia, como generalmente se la llamaba, una pequeña agrupación de casas en algún sitio favorecido por un terreno llano y algún arroyo que las proveyese de agua potable, presidida por cuatro establecimientos principales: la iglesia, con una casa cural adjunta; la cárcel, cuyo mueble principal consistía en un fuerte cepo, a las veces la única seguridad para mantener allí a los criminales o a los presos por deuda; el cementerio, en donde eran enterrados los restos de los católicos que morían dentro de los límites de la circunscripción eclesiástica del párroco y tenían medios de pagar las preces ofrecidas por el descanso de su alma, y la venta, en fin, casa en donde se daba hospedaje a los viajeros, alimentos a los vecinos durante las horas de misa y del mercado, y se expendía pan, chicha, licores, velas, manteca y algunos otros víveres a los que por cualquier motivo necesitaban de ellos durante la semana; establecimiento comercial servido por una muchacha despierta, de facciones y trato atractivo, que por la naturaleza de sus funciones venía a ser el centro y el personaje más distinguido de la sociedad de la parroquia.
La iglesia, pobre y semiarruinada, estaba ordinariamente a cargo de un clérigo de misa y olla, cuyas funciones se reducían a administrar los sacramentos, decir la misa y predicar la obligación de pagar los diezmos y primicias a la Iglesia de Dios. La cárcel era el símbolo de la autoridad y de la justicia, divinidades protectoras en el pensamiento de los gobernantes, pero que, representadas por un calabozo, un cepo y un carcelero inexorable, solo accesible a las dádivas de sus víctimas, debía despertar ideas de terror y aborrecimiento. El cementerio, no siempre encerrado entre paredes que precaviesen la profanación de las tumbas, cubierto de maleza, habitado por lagartos y aves nocturnas, parecía más bien la cárcel de los difuntos que el lugar consagrado al culto de los afectos y a la memoria de los seres queridos. La venta sí era un teatro de animación y de cambio, no solo de artículos de consumo, sino de gratas simpatías y afectuosa cordialidad, a lo menos mientras el abuso de las bebidas fermentadas o alcohólicas no despertaba en el organismo popular las tendencias de combatividad comprimidas por la vida social. Allí continuaba el placer de la sociedad con otros hombres, que debía ser intenso entre seres condenados a la soledad y el silencio por semanas y aun meses seguidos; de suerte que esa reunión se prolongaba casi siempre hasta altas horas de la noche entre los proletarios del campo.
Tal era la vida de esas poblaciones rurales en los doscientos setenta años de la Colonia, período que pasó en un letargo profundo sin dejar recuerdos ni crónicas, pues todos los acontecimientos extraordinarios que conmovían el ánimo de nuestros progenitores, se reducían al nacimiento o matrimonio de los príncipes, la muerte de los reyes y el cambio de los presidentes, virreyes y obispos. Elecciones, vida política, periódicos, libros, asambleas populares, todo eso era desconocido.
La Revolución de la Independencia introdujo cambios profundos en esa manera de ser.
Los grandes propietarios, en no pequeño número partidarios de la causa real, fueron desterrados y confiscados sus bienes raíces, que, divididos, pasaron a manos de poseedores dominados por ideas menos aristocráticas y más abiertas a la ilustración y progreso del siglo: la vida municipal apareció entonces con la introducción de cabildos, alcaldes y jueces parroquiales, circunscritos antes a las villas o pueblos de población y riqueza superior. Las nuevas leyes republicanas, reunidas en un volumen con el nombre de Recopilación Granadina, en contraste con los voluminosos códigos españoles de Las Partidas la Recopilación de Indias y la Recopilación Castellana, fuera del alcance de la inteligencia popular, por su larga extensión, pudieron ser ya conocidas de algunos en cada parroquia, y eran alegadas en las demandas con la fuerza que da la convicción de la existencia de derechos populares.
Las escuelas, desconocidas antes, atrajeron a los niños y despertaron un interés lleno de esperanza en los padres. Las guerras de la Revolución pasearon durante quince años con sus ejércitos no solo la devastación y la muerte, sino el torrente de las nuevas ideas llamadas a corregir las injusticias, abatir a los dominadores y levantar a los oprimidos.
Principió el periodismo, mejoró el estado de los caminos y se hizo general la comunicación por medio del correo; se oyó la voz de los tribunos, surgieron otras eminencias en las relaciones de hombre a hombre, animadas de impulsos de muy distinto carácter; en los días de elecciones se sintió una agitación que obligó a los hombres a pensar no solo en sus intereses propios sino en el cuidado de los ajenos; se oyó la voz de Patria, y por primera vez se sospechó que había una relación misteriosa, entre los habitantes de su estrecho circuito con los de lugares muy numerosos y distantes. Las animosidades personales, engendradas en otro tiempo por motivos de orgullo, codicia o envidia, fueron en parte sustituidas por otra causa, que no siempre, pero sí con frecuencia, tiene origen en sentimientos más elevados: quiero hablar del espíritu de partido, sustentador en los pueblos representativos de un orden de ideas, menos egoísta y frecuentemente dirigido al bien general.
Cambió, pues, la faz de las parroquias. Al cura y al gamonal3 se agregaron el maestro de escuela, el tinterillo4, el alcalde, el agente eleccionario, que disputándose la influencia sobre los espíritus, hicieron menos pesada la dominación que en otro tiempo ejercía, sin contrapeso, un cura dominador o algún propietario lleno de codicia y orgullo.
Mejoró la condición de las clases rurales; los mayorazgos y vinculaciones desaparecieron; la propiedad territorial entró en la libre circulación; los grandes predios pudieron ser divididos, y con ello el criollo y aun el jornalero pudieron llegar a ser propietarios. La feu-dalidad terminó, pero subsistieron en mucha parte las costumbres feudales, entre ellas la prostitución de las hijas del jornalero a los caprichos fugaces del propietario, el desprecio del pudor inocente en la organización del trabajo de los campos, el sometimiento de la mujer a trabajos envilecedores. ĄCuántas de las historias que con pluma llena de indignación refiere el autor de este libro, cuántas de las viles asechanzas contra la virtud indefensa a que nos llama la atención, ocurren todavía en la vida de nuestros campos!
Ce qui nous est encore sacré sous les affronts,
Cest cette triste enfant qui, jadis pure et tendre,
Chantait a sa mansarde oú ton or Talla prendre.
Qui s'y laissa tenter comme au soleil levant,
Croyant la faim derriére et le bonheur devant;
Qui voit son ame, hélas! qu'on mutile et qu'un foule,
Eparse maintenant sous les pieds de la foule,
Qui pleure son parfum par ton souffle enlevé;
Pauvre vase de fleurs tombé sur le pavé!
Victor Hugo
Tal es la situación en que se mueve la novela de D. Eugenio Díaz, quien introduce en ella también ligeramente el elemento de las costumbres políticas, mezcladas con las que son puramente sociales.
La escena pasa en los años de 1855 a 1857, época importante en la historia política de Colombia.
Nuestro país estaba dividido entonces en tres partidos políticos. El liberal antiguo o draconiano, apodo que la juventud, afiliada en las banderas de un liberalismo más fundado en las teorías que en la práctica de los hechos le dio, a causa de la oposición que hizo a la abolición de la pena de muerte propuesta desde entonces entre nosotros5. El gólgota o liberal moderno, compuesto en un principio de la juventud de los colegios, cuya filiación de ideas hizo remontar alguno de sus miembros, en un discurso en la Escuela Republicana, a las promesas del mártir del Gólgota; lo que en venganza de la denominación de draconiano dada a la otra fracción, dio origen a este nombre. Y el antes retrógrado, bautizado luego con el apellido menos apasionado de conservador. Acababa de pasar un periodo de grande actividad política; el partido liberal triunfante en las elecciones de 1848 y 1849 había querido realizar en breve espacio todas las promesas no cumplidas de la Revolución de la Independencia y algunas más fruto del pensamiento avanzado de la mitad del siglo XIX. Había abolido el cadalso político, la prisión por deudas, el estanco del tabaco, los fueros privilegiados eclesiástico y militar, los diezmos y primicias, las cuarentenas y las penas infamantes. Había establecido separación completa entre la Iglesia y el Estado, admitido el divorcio, consagrado el matrimonio civil, suprimido el monopolio de aguardientes y los derechos de quintos y fundición sobre el oro y las minas, rebajado la tarifa de aduanas al más bajo nivel visto en nuestra historia financiera, puesto en práctica la contribución directa sobre la renta, autorizado la redención en el tesoro público de los censos sobre la propiedad raíz, reducido el pie de fuerza permanente a un guarismo de 500 a 800 hombres, y sobre todo, abolido la esclavitud y concedido libertad absoluta a la imprenta. Una parte considerable del partido liberal, compuesta principalmente de hombres ya maduros, había juzgado imprudente la rapidez y acumulación de todas estas reformas: estimaba que debiera habérselas llevado a cabo paulatinamente, y temía que la reducción del ejército diese ocasión al partido conservador para triunfar por medio de las armas en algún trastorno del orden público. Esta fracción confiaba más en la acción vigorosa del Gobierno Ejecutivo, sostenido por un fuerte ejército, que en el influjo de la prensa o en el poder de la opinión pública, las que por la fracción joven del mismo partido eran consideradas como el más firme apoyo de las instituciones republicanas y el más poderoso factor del progreso humano.
Los restos, no diré del partido español -que había sido aniquilado en Colombia, bien por expatriación voluntaria, o por la forzosa decretada contra él en 1819- sino del espíritu colonial, que reaparecían por un fenómeno de atavismo en el cerebro de otra generación, formaban el elemento conservador, adicto a las condiciones políticas y sociales del pasado y temeroso de toda innovación hacia lo desconocido. Componíase el draconiano o liberal antiguo de los últimos lidiadores de la Independencia y de la escuela formada por estos, acostumbrados a ver en la organización militar la más segura garantía del orden y el mejor apoyo de las nuevas instituciones ganadas a fuerza de combates y victorias. Este partido, que había hecho resistencia a las ideas dictatoriales y a los planes de monarquía alimentados en los últimos años de la vida del general Bolívar, que había triunfado de la usurpación del general Urdaneta en 1831, fundado un régimen republicano moderado y una nacionalidad nueva en una de las fracciones en que se dividió la antigua Colombia; que había cometido la falta de lanzarse en una guerra civil sin motivos suficientes, de 1841 a 1843, y que, aunque vencido y al parecer disuelto, había logrado hacer reacción contra las ideas ultraconservadoras de sus vencedores en 1848 y 1849; este partido creía haber completado su misión con la abolición del monopolio del tabaco y la emancipación final de los esclavos decretadas en 1849 y 1850, y miraba, con desconfianza a lo menos, las nuevas ideas proclamadas por la generación que le sucedía.
Esa generación nacida en medio de los trances ocasionados por los proyectos del general Bolívar en los años de 1827 a 1830, y por la disolución de la antigua Colombia en 1830 y 1831, educada en los colegios en los días de reaparición de las ideas liberales de 1843 a 1850, entusiasmada con la proclamación de la República en Francia en 1848 y empapada en la lectura de la reciente Historia de los Girondinos de Lamartine, era ya un retoño lleno de vigor y frescura del antiguo partido liberal. Ante él se extendían horizontes más amplios de renovación y progreso; creía que para todo podía y debía apelarse a la razón humana por medio de la libre discusión. Sin el recuerdo de los malos días en que la proscripción o el cadalso habían comprimido dolorosamente el corazón de sus padres, sin odios ni rencores, lleno de generosidad y esperanza, ese partido había defendido del destierro y de la persecución vengativa a los conservadores vencidos en la rebelión de 1851. Deseoso de aliviar el angustioso conflicto de las conciencias entre las creencias religiosas y las opiniones políticas, había sostenido y logrado consagrar en una ley la separación de la Iglesia y el Estado; renunciando este al patronato eclesiástico y aquella a toda subvención del tesoro público y a la participación de sus ministros en la vida política; es decir, perdiendo estos el derecho de elegir y ser elegidos para las funciones públicas.
En el curso de esta última reforma, a la que era vigorosamente opuesto el gobierno ejecutivo, compuesto de Presidente y secretarios pertenecientes al antiguo partido liberal, una rebelión militar de la guarnición de Bogotá disolvió el Congreso, ofreció la dictadura al Presidente, y, por negativa de este, invistió de ese poder al general Melo, jefe de la fuerza insubordinada. Reprimida esa tentativa audaz de introducir en nuestra política el régimen de las conspiraciones militares -tan funesto para otros países de la América española-, por medio de la acción combinada de los partidos neo-liberal y conservador, aquel, el gólgota, renunció a toda participación en el poder público, y modestamente se retiró a defender su programa por medio del periodismo, logrando que al fin quedase consagrado en la Constitución expedida en 1858, con el concurso casi unánime de la opinión de todo el país.
Tal fue el partido gólgota, disuelto en 1860 con la incorporación del general Mosquera y una fracción del conservador en el antiguo partido liberal. Compuesto en su mayor parte de jóvenes inexpertos, quizás exageró en algunos puntos los desarrollos de sus doctrinas; pero perfectamente puro en sus convicciones, abnegado en sus procederes, desinteresado en sus actos, tolerante, conciliador, valeroso y lleno de generosidad, su aparición en la escena política fue un meteoro que, aunque pasajero, ha dejado una huella de luz en la historia colombiana. Semejante al girondino de la Revolución Francesa, si acaso, como este, no pudo contar con el apoyo constante de las masas populares -atraídas por las pasiones violentas más que por la razón serena-; tuvo, como el girondino, horror a la sangre y a la persecución, y en los conflictos que le tocó atravesar durante su azarosa carrera creyó siempre preferible ser víctima, antes que victimario.
Algo de esta lucha de las ideas de ese tiempo se encuentra también en las frecuentes alusiones de Manuela, cuyo autor, afiliado en el campo conservador, nos presenta en el Cura y uno de los propietarios rurales más respetables, a los representantes del bando conservador; en D. Demóstenes una caricatura, simpática en lo general -pero injustamente ridícula en algunas de sus manifestaciones-, del partido gólgota, y una figura repugnante y odiosa del liberal antiguo, en el tinterillo D. Tadeo. No todos los curas alientan la modestia y el buen sentido, estrecho a las veces, del que aparece en esta novela, ni la profesión de tinterillo, ordinariamente abrigado bajo la sombra del partido vencedor, es propiedad exclusiva del liberal.
Empero, salvo el del gólgota D. Demóstenes, los demás caracteres están pintados con exactitud. El egoísmo indolente de los propietarios, con raras excepciones completamente destituidos de interés público, excepto cuando se trata de contribuciones directas sobre la propiedad; los sucios vicios compañeros inseparables de los desalmados artificios del tinterillo de pueblo; las ruines rivalidades de competencia de oficios en los lugares atrasados; las costumbres populares en las que, aun en las celebraciones de origen religioso como en la fiesta de San Juan, se intercalan escenas heredadas del paganismo; en todos los cuadros que sucesivamente nos presenta, hay una verdad que servirá al historiador y al filósofo para juzgar del estado de evolución de nuestros pueblos, sobre quienes pesan todavía las influencias de una raza conquistadora sobre otra conquistada.
Los dos pueblos, sin embargo, se han mezclado ya íntimamente, y el producto mixto de ese enlace, mejor adaptado que sus antiguos amos a las condiciones de la naturaleza física en los trabajos de la tierra y favorecido por instituciones que todos los días penetran mejor en el dominio de la realidad, acabará por recobrar el puesto que le pertenece en la organización social. Las antiguas dominaciones desaparecerán, reinará solo el trabajo, se embotará la espada de los coléricos y será cumplida la promesa de la posesión de la tierra, a los mansos de corazón.
Un ferrocarril ha empezado a allanar las montañas de esas regiones antes aisladas y solitarias; con él vendrán las artes del comercio, serán mejor remunerados los sudores del pobre, será menor la explotación de los humildes y mejorará la condición de los débiles, entre quienes aparece la mujer como la más triste de las víctimas.
La Revolución de la Independencia sacudió de nosotros el yugo de un gobierno extraño y la odiosa explotación de una metrópoli distante; levantó al negro, al indio, al mestizo, al criollo a la condición de ciudadanos; pero todavía no ha dado el primer paso en las instituciones ni en las costumbres para sacar de la humillación a la hija del pueblo. La seducción de esta por el propietario territorial, por el gamonal, por el militar transeúnte, por el tinterillo, no apareja aún consecuencia alguna para el seductor en las leyes civiles ni en las penales. La maternidad, fuente de los más profundos afectos, condición sagrada, es para ella la deshonra, el martirio, la muerte: para los hijos naturales no hay más patrimonio que la ignorancia, la miseria, tal vez el crimen.
El hurto del menor de los bienes es un delito que conduce al Panóptico; pero el robo de la inocencia, el sacrificio de la honra, el martirio de toda una vida, el lanzamiento de un ser inocente destituido de toda protección a las tempestades del mundo, todavía no ha merecido una sentencia de reprobación verdadera entre nosotros, por parte de la prensa, del legislador ni de los ministros de la religión. En Manuela se ha levantado la primera voz. ĄPueda ella ser oída!
NOTAS
1 Llamada chancaca en el Perú y papelón en Venezuela.