VIOLENCIA Y POLÍTICA: LA POBREZA DE LAS IDEAS EN COLOMBIA
Las ideas en la guerra. Justificación y crítica en la Colombia contemporánea, Jorge Giraldo Ramírez, Bogotá, Penguin Random House, 2015, 236 páginas.
Bernardo Pérez Salazar*
* Magíster en Planificación del Desarrollo Regional, investigador del Instituto Latinoamericano de Altos Estudios (ILAE), Bogotá, Colombia, [bperezsalazar@yahoo.com].
Fecha de recepción: 14 de octubre, fecha de modificación: 18 de octubre, fecha de aceptación: 20 de octubre.
Sugerencia de citación: Pérez S., B. "Violencia y política: la pobreza de las ideas en Colombia", Revista de Economía Institucional 18, 35, 2016, pp. 359-366. DOI: http://dx.doi.org/10.18601/01245996.v18n35.23.
Buscarle causas y efectos justificativos a la violencia, ensalzar, explicativa y benignamente los episodios cruentos, tender la coartada alegando que determinados crímenes son la contrarréplica de otros, no sería sino enzarzar monstruosamente la imaginación y la sensibilidad en una inadmisible polémica.
Jaime Posada (1959, citado por Giraldo, 2015, 154)
Con este libro el profesor Jorge Giraldo de la Universidad Eafit de Medellín prosigue una reflexión iniciada hace más de 15 años sobre temas y problemas de filosofía política contemporánea. En esta ocasión retoma la indagación, propuesta en los albores del Frente Nacional, por Jorge Gaitán Durán, poeta fundador de la revista Mito junto con Hernando Valencia Goelkel, acerca del papel de los intelectuales en la violencia política del país.
El epígrafe que encabeza esta reseña proviene de la contribución de Jaime Posada al número 25 de Mito de mediados de 1959, dedicado al tema de la violencia. La frase resume el tono de la reflexión de Giraldo sobre el papel de las ideas, los intelectuales y las "empresas ideológicas" -organizaciones que producen, transmiten, validan o falsean ideas: medios de comunicación, revistas, casas editoriales y congregaciones confesionales- con respecto a la violencia política en Colombia desde la segunda mitad del siglo pasado.
Sin caer en la desmesura de sostener que ciertos tipos de violencia son la "contrarréplica de otros", no se puede soslayar que la argumentación Giraldo se basa en una concepción ideal del Estado, un Estado liberal que representa el interés público, garantiza los derechos humanos y las libertades públicas, y actúa como árbitro en aras del bien común bajo el sistema de pesos y contrapesos propio del equilibrio de poderes, frente al cual la violencia política no solo es ilegítima sino estéril. Una concepción que no coincide con la visión y la experiencia de grandes sectores de la población colombiana, para los cuales el Estado ha sido un botín y un instrumento de facciones y redes fragmentadas que buscan objetivos privados, a la vez que se redistribuyen el poder y los recursos públicos (Ortiz, 1985, 2007).
Cabe recordar que el enfrentamiento entre facciones por el poder del Estado dio lugar al periodo de la Violencia, entre liberales y conservadores, y que en los primeros años del Frente Nacional, que puso fin a ese civil de enfrentamientos, subsistieron algunos reductos armados que después serían vectores de buena parte de la violencia política posterior, y que fueron motivo de incendiarios debates parlamentarios promovidos por figuras como Alvaro Gómez Hurtado, sobre las "repúblicas independientes":
Hay una serie de repúblicas independientes que existen de hecho, aunque el Gobierno niegue su existencia; periódicamente da unos comunicados falsos, mendaces, diciendo que el territorio nacional está todo sometido a la soberanía; y no está bajo la soberanía colombiana. Hay una república independiente de Sumapaz; hay una república independiente de Planadas, la de Río Chiquito, la de ese bandolero que se llama Richard y, ahora, tenemos el nacimiento de una nueva república independiente anunciada aquí por el ministro de Gobierno: la república independiente del Vichada. La soberanía nacional se está encogiendo como un pañuelo; ese es uno de los fenómenos más dolorosos del Frente Nacional (Alape, 1987, 245).
Tales debates llevaron eventualmente a ataques militares por tierra y aire para aniquilar los reductos y núcleos autodefensa campesina, a los que en esos años se consideró "bandas de forajidos en que habían degenerado agrupaciones irregulares de ambos partidos".
Giraldo omite esos orígenes y el análisis de tales episodios, e inicia su reflexión describiendo las "olas revolucionarias" observadas en América Latina durante la segunda mitad del siglo analizadas por autores como Regis Debray (1975), Timothy Wickham-Crowley (1992), Jorge Castañeda (1994) y Eduardo Pizarro (1996). La primera de ellas corresponde a la formación de decenas de grupos insurgentes armados en América del Sur y Centroamérica, luego de derrocada la dictadura de Fulgencio Batista por una pequeña vanguardia armada nacionalista liderada por Fidel Castro, a comienzos de 1959. Si bien estos grupos surgieron de manera espontánea, sin conexión orgánica entre ellos, todos acogieron el esquema "foquista" de revolución armada. Para ellos, el ejemplo de Cuba era una demostración suficiente de que no era necesario esperar a la materialización de todas las condiciones propicias para desencadenar una insurrección victoriosa. De acuerdo con la doctrina, la presencia de una vanguardia o "foco" que emprendiera acciones de guerra de guerrillas sería suficiente para instigar con cierta rapidez el levantamiento de masas y el derrocamiento del régimen.
El autor comenta las disímiles trayectorias y los desenlaces del accionar de los grupos insurgentes que aparecieron en los años sesenta bajo la influencia de esta primera ola. En su mayoría fueron derrotados o debieron replegarse a zonas periféricas para hibernar en las selvas.
La segunda ola insurgente brotó en los años setenta, con el desplazamiento del teatro de operaciones del campo a las ciudades. El principal propósito de la acción armada fue la propaganda política de impacto: golpes intrépidos ampliamente divulgados a través de los medios masivos de comunicación. En Colombia, el Movimiento 19 de Abril (M-19) fue el ejemplo paradigmático. Esta segunda ola compartió con la primera la idea de que las actividades osadas de las vanguardias armadas ganarían la simpatía del pueblo, y ello sería suficiente para alcanzar el poder.
La tercera ola cobró ímpetu con el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) contra el régimen de Somoza en Nicaragua, en 1979. Derrotado a comienzos de los sesenta, el FSLN se replegó durante varios años, para transformarse en un frente transicional que aglomeró bajo la cúspide de una estructura político-militar una amplia gama de organizaciones de base sin mayores vínculos orgánicos o ideológicos. Durante ese proceso se allanaron las diferencias entre el campo y la ciudad, disminuyó el acento vanguardista de las olas anteriores y se abrieron espacios para la participación de sectores estudiantiles, sindicales, partidos políticos, congregaciones religiosas y entre otros más.
Con la notable excepción de Colombia, la tercera ola culminó a mediados de los noventa, con las negociaciones de paz en Centroamérica, la transición a la democracia en Brasil y demás países del Cono Sur, y la derrota en las urnas del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en México. Giraldo expresa su asombro por la incapacidad de los intelectuales colombianos de diversas inclinaciones ideológicas para desmontar y dejar de alimentar los dogmas a los que atribuye la prolongación del conflicto armado más de dos décadas después de culminar la tercera ola revolucionaria en el resto del continente.
Es claro en desvirtuar de plano la pretensión de autores como Eduardo Posada Carbó que atribuyen al marxismo-leninismo la responsabilidad exclusiva del uso de la violencia como arma política en el país. Indica que también hicieron apología de la violencia política los discursos nacionalistas influidos por la revolución castrista, así como algunas comunidades confesionales que invocaron el derecho natural a la rebelión ante regímenes tiránicos, llevando a algunos sacerdotes radicalizados a terminar su vida alzados en armas.
Señala, además, las limitaciones conceptuales de la doctrina de la "combinación de las formas de lucha" que esgrimió el Partido Comunista Colombiano para mantener en sus filas a partidarios de la lucha armada y a quienes defendían la participación en la contienda electoral. Critica asimismo el delirante fraccionamiento político-ideológico que dio lugar a los numerosos "ismos" que brotaron en respuesta a la falacia de aplicar una "fórmula universal a una situación particular", a la que se redujo el horizonte del pensamiento político de la izquierda colombiana en aquella época. Y añade: "Si la discusión sobre los medios fue tan importante en aquellos tiempos, era porque el debate sobre los fines parecía cerrado: el socialismo era el único modelo de sociedad aceptable" (p. 101). Así, los fines se condensaron en simples consignas alusivas a la toma del poder y la instauración de gobiernos de revolucionarios.
Pero, a su juicio, la inusitada prolongación del conflicto armado en el país no es responsabilidad exclusiva de la militancia comunista. Es, en general, de la intelectualidad colombiana, incapaz de llevar a cabo una crítica contundente y eficaz a la violencia política. Giraldo coincide con Jorge Orlando Melo en señalar diversas corrientes de pensamiento, agentes institucionales y sectores de opinión -entre cuyas figuras más destacadas se cuentan Juan Lozano y Lozano, Orlando Fals Borda, Gabriel García Márquez, Diego Montaña Cuéllar, Alberto Rojas Puyo, Gilberto Viera, así como la Comisión de Estudios sobre la Violencia dirigida por Gonzalo Sánchez y el Informe Nacional de Desarrollo Humano de 2003 dirigido por Hernando Gómez Buendía- que expusieron justificaciones del conflicto armado y con ello habrían hecho creer a los alzados en armas que, en alguna medida, representaban necesidades y reclamos populares. Giraldo afirma que por ello contribuyeron a "mantener la ilusión de que en algún momento de crisis económica o social la balanza se inclinará otra vez a su favor" (p. 171).
Sin negar que eso quizá haya ocurrido, en el recuento de Giraldo se echa de menos la crítica al uso soterrado de la violencia política desde el Estado, instrumentalizada por facciones locales contra movimientos y líderes sociales de oposición. Entre los intelectuales que en algún momento toleraron la acción armada de la insurgencia, también se mostró indignación ante el uso de la violencia por agentes estatales para acallar y eliminar a la oposición política desarmada. Como ha sucedido en innumerables ocasiones, desde el exterminio de la Unión Patriótica, pasando por los abusos cometidos por autoridades locales, policías, inspectores de policía y alcaldes que sin orden judicial alguna allanaban viviendas y hacían golpear y arrestar a sus moradores, hasta el asesinato de líderes que hoy reclaman la restitución de tierras, sin que las autoridades hayan establecido responsabilidades por estos hechos y aún están impunes.
Sobre los factores que ayudaron a mantener y propagar la idea de la violencia como forma de acción política, Giraldo presenta hipótesis con varios elementos. Entre ellos examina con algún detalle la marginalidad del paradigma democrático como modelo regulatorio de las diferencias y conflictos políticos, la subordinación del derecho positivo y de la legalidad a normas y valores como el altruismo y el heroísmo, y, sobre todo, la baja estima por la dignidad de la vida humana.
Respalda estas hipótesis analizando numerosos "lugares comunes", o marcos mentales de referencia, que en distintos ámbitos intelectuales del país se generalizaron y repitieron acríticamente como verdades aceptadas durante muchas décadas.
Uno de ellos es la noción que en Colombia nada cambia o que los cambios ocurridos son insuficientes; por ello, en vez de las transformaciones incrementales que ocurren al amparo del sistema político vigente, se pretende destruir el viejo orden y construir uno nuevo, a toda costa y desde la nada.
Otro, las "causas objetivas" del conflicto, que cobró notoriedad en las conversaciones entre el gobierno del presidente Belisario Betancur y las FARC-EP en los años ochenta. En su momento, las causas objetivas se definieron como la "falta de educación, el desempleo, la carencia de salud, en fin, las lacras del desarrollo" (p. 162). A partir de ese discurso cundió la idea equívoca de que con la agudización de esos problemas, el propio régimen se encaminaría a la destrucción; así, el progreso social paulatino solo contribuía a apaciguar y aplazar innecesariamente ese desenlace inexorable. Además, al amparo de las causas objetivas se difundió el argumento falaz de que los desastres de la guerra eran resultado directo de la persistencia de esas causas, sustrayendo de toda responsabilidad a quienes cometían atrocidades. Por tanto -continúa el argumento-, cualquier negociación de paz estaría sujeta a la supresión previa de los factores "objetivos", idea que se reflejó en las agendas "maximalistas" fijadas por la guerrilla para sentarse a dialogar con el gobierno en los Acuerdos de La Uribe (1984) y en el Caguán (1999-2002).
Otro lugar común equívoco que Giraldo analiza para respaldar su hipótesis, es la supuesta generosidad altruista y heroica que motiva a los grupos armados, con la cual los intelectuales -sobre todo políticos y magistrados- arroparon el orgullo y la soberbia de guerreros de todos los pelambres, alimentando la idea de que la búsqueda de un fin valioso y loable otorga dignidad a quienes buscan conseguirlo. Este lugar común encubre la equivalencia entre el altruismo y la universalmente condenada máxima del poder: el fin justifica los medios. La influencia de esta idea en las interpretaciones justificativas del conflicto armado contribuyó a obviar durante décadas su costo en vidas y sufrimiento humano.
El juicio final de Giraldo es que la violencia política en Colombia también se naturalizó en los círculos intelectuales del país, revelando su indolencia ante el irrespeto de la dignidad humana. Reconoce que este talante no es una tara particular de los intelectuales colombianos. Con Isaiah Berlin destaca la admiración de la cultura occidental hacia el héroe romántico, y con Michael Polanyi recalca la indiferencia de la intelectualidad moderna ante la inmoralidad de acciones que pretenden buscar el perfeccionamiento de la sociedad.
Pero quizás atribuir la violencia política a lugares comunes instalados en las ideas y difundidos por "empresas ideológicas", simplifica en exceso la complejidad de este fenómeno social. Si bien ese tipo de violencia se puede ver como un comportamiento justificado por ideas y lugares comunes, también es posible entenderla como resultado de fallas sistémicas que impiden el control de la agresividad porque disipan los inhibidores biológicos y culturales que deben operar antes de que la violencia se desborde. Una vez esta se desata, la fragmentación del tejido social y las estrategias individuales se retroalimentan hasta establecer dinámicas violentas, que suprimen o disuelven las distinciones propias del Estado de Derecho, como las que separan lo lícito de lo ilícito, lo económico de lo político, la negociación de la violencia y lo público de lo privado (Sanmartín, 2002; Ortiz, 2007).
El libro no se agota, sin embargo, con la crítica a la violencia política. Va más allá. De la mano de un puñado de intelectuales colombianos que han repudiado la violencia política, retoma propuestas civilistas para promover el cambio social y político sin recurrir a la violencia. Al esquematismo leninista, según el cual los críticos de la guerra revolucionaria son defensores del statu quo, derechistas o reaccionarios, y entre ellos, los reformistas y los socialdemócratas serían los más peligrosos, Giraldo contrapone las ideas civilistas de personajes como Cayetano Betancur, Francisco Mosquera, Carlos Jiménez, Francisco de Roux, Estanislao Zuleta, Jorge Orlando Melo y Antanas Mockus.
La lectura del libro de Giraldo resulta esclarecedora a la luz de la firma del acuerdo para terminar el enfrentamiento armado, entre el gobierno colombiano y la cúpula de la FARC-EP, y de la victoria del "no", por un margen muy estrecho, en el plebiscito para refrendarlo.
De una parte, permite apreciar el camino avanzado hacia el abandono de la violencia como instrumento político y, de otra, marca el tramo que aún falta por recorrer para concretar las propuestas civilistas de cambio social y político. La renuncia explícita, consignada en los acuerdos de La Habana, a la idea de que el fin del conflicto armado estaría sujeto a la supresión previa de "sus causas objetivas", es un avance necesario para buscar el cambio social por vías civilistas. Y el hecho de que la reparación a las víctimas sea parte central de los acuerdos, por encima de las consideraciones retributivas que afectan a los responsables de las atrocidades, sugiere que la dignidad de la vida humana pasa a ser un valor superior al de los "ideales de perfección de la sociedad".
De otra parte, revela que el simplismo de la campaña del plebiscito impulsada por el gobierno en favor de la aprobación de los acuerdos, que declaró "enemigo de la paz" a quien se opusiera, era infundado y torpedeó el espíritu civilista de los acuerdos. Poco después de conocerse los resultados del plebiscito, aun la mayoría que votó en contra se mostró franca partidaria de la paz.
Paradójicamente, la desaprobación popular del acuerdo impide que el Estado cumpla los compromisos pactados, empezando por la concentración, desarme y desmovilización de los insurgentes. Pero, a la vez, pone a prueba la capacidad de acción colectiva de las organizaciones sociales, económicas, políticas, religiosas y culturales para liderar iniciativas civilistas y ejercer presión sobre los grupos y facciones políticas que históricamente han instrumentalizado y privatizado el Estado.
Cuando se escribe esta recensión aún no se conoce el desenlace de la crisis provocada por la desaprobación de los acuerdos de La Habana. Los eventos observados hasta ahora sugieren que la salida probable será un pacto entre un "comité de notables", que evoca el convenio de creación del Frente Nacional, en el que presidentes y dirigentes actuaron, en palabras de Giraldo, "según los reflejos aristocráticos de la sociedad señorial, [creyendo] que bastaba un acuerdo de élites y un pacto de silencio para voltear la página de La Violencia y lograr la pacificación" (p. 211).
El eventual desenlace será un buen indicador de la acogida del civilismo en la acción política. Revelará si la sociedad colombiana está dispuesta a superar su abulia y su indiferencia, y a tramitar en escenarios plurales las diferencias de intereses y las demandas de diversos sectores, en especial de los que tienen menos voz y representación, o si continúa aceptando la desgastada fórmula de ceder a algún grupo o "vanguardia política audaz", la responsabilidad de evadir la crisis política del día.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Alape, A. La paz, la violencia: testigos de excepción, Bogotá, Planeta, 1987.
2. Castañeda, J. La utopía desarmada: intrigas dilemas y promesas de la izquierda en América Latina, Bogotá, Tercer Mundo, 1994.
3. Debray, R. La crítica de las armas, México DF, Siglo XXI, 1975.
4. Ortiz, C.E. Estado y subversión en Colombia: la Violencia en el Quindío años 50, Bogotá: CEREC / Universidad de Los Andes.
5. Ortíz, C.E. Urabápulsiones de vida y desafíos de muerte, Bogotá, IEPRI-La Carreta, 2007.
6. Pizarro, E. Insurgencia sin revolución: la guerrilla en Colombia en una perspectiva comparada, Bogotá, Tercer Mundo-IEPRI.
7. Posada, J. "La educación: única arma", Mito 5, 25, 1959.
8. Sanmartín, J. La mente de los violentos, Barcelona, Ariel, 2002.
9. Wickham-C., T. 1992, Guerrillas and revolution in Latin America: A comparative study of insurgents and regimes since 1956, Princeton, nj, Princeton University Press.