GRAN BRETAÑA Y EUROPA: ¿QUÉ SIGUE?

Britain and Europe: what ways forward? Harold James

Harold James*

* Profesor de Historia y Asuntos Internacionales, Universidad de Princeton, Princeton, Estados Unidos, [hjames@princeton.edu]. Este escrito se presentó en la conferencia anual en memoria de Harold Wincott, 26 de octubre de 2016, y se publicó en Economic Affairs 37, 1, febrero de 2017, pp. 2-14. La traducción, de Alberto Supelano, se publica con las autorizaciones correspondientes.

Sugerencia de citación: James, H. "Gran Bretaña y Europa: ¿qué sigue?", Revista de Economía Institucional 19, 36, 2017, pp. 75-93. DOI: https://doi.org/10.18601/01245996.v19n36.04.

Fecha de recepción: 9-11-2016, fecha de aceptación: 27-04-2017.


Resumen

Este escrito analiza algunas de las razones por las que Gran Bretaña solo participó a medias en la Unión Europea y terminó votando a favor del Brexit el 23 de junio de 2016. Examina, además, las opciones que quedan abiertas para la Unión Europea y Gran Bretaña. Europa debe demostrar que puede funcionar mostrando resultados. En Gran Bretaña es necesario romper los moldes de pensamiento establecidos y remodelar la estructura de los partidos políticos.

Palabras clave: Brexit, Reino Unido, democracia, ciencia política, psicología política, partidos políticos; JEL: F22, F43, F53, N24.


Abstract

This paper analyzed some of the reasons why Britain participated only half-way in the European Union and ended up voting for Bremen on 23 June 2016. It also examines the options open to the European Union and Great Britain. Europe must show that it can work by showing results. In Britain it is necessary to break the established molds of thought and reshape the structure of political parties.

Keywords: Brexit, United Kingdom, democracy, political science, political psychology, political parties; JEL: F22, F43, F53, N24.


Es un honor dar una conferencia en memoria del gran periodista financiero Harold Wincott. Reflexionar sobre su legado va más allá de la simple revisión de ediciones anteriores. El libro que reúne algunos de sus notables comentarios es sorprendentemente importante para nuestras actuales discusiones (Wincott, 1968). El primer ensayo se titula "Tirar piedras contra el tejado propio" y el final, como si fuese su última palabra, "La devaluación de la democracia". ¿Qué mejor manera de enfocar los dilemas creados por el Brexit tanto para el Reino Unido como para Europa? El último ensayo concluye oportuna y correctamente: "los políticos temen enfrentar el problema en sus raíces -la política fiscal- y piden demasiado a la política monetaria" (Wincott, 1968, 280). Eso es justamente lo que ocurre hoy en día. Hoy estamos obligados a pensar no solo en la devaluación de la libra sino también en la devaluación de la democracia, en Gran Bretaña y en otros lugares de Europa. ¿Por qué?

La respuesta simple es que el voto por el Brexit del 23 de junio fue una revolución en un país con poca experiencia en revoluciones. Igual que en muchas revoluciones, el resultado no es claro, y no lo será durante algún tiempo. Se cuenta que Zhou Enlai le dijo a Henry Kissinger que era muy pronto para evaluar el impacto de la Revolución Francesa, aunque la anécdota se refiere en verdad a un malentendido, porque Zhou creyó que Kissinger le pedía que comentara las consecuencias de la rebelión estudiantil de mayo del 68 en París.

Una revolución siempre empieza con una coalición muy amplia, pero diversa y frágil, contra el antiguo orden (en el caso del Reino Unido, contra el compromiso de las élites con la adhesión a medias al proyecto de integración europeo). Tanto entre las élites políticas como entre los votantes había gran incertidumbre. La película Hamlet de Lawrence Olivier, de 1948, empieza con una interpolación no shakesperiana del director, que presenta "la tragedia del hombre que no podía decidir". El Brexit es la tragedia de una Gran Bretaña que no pudo decidir sobre Europa, con líderes -bien sean Cameron, Johnson, May o, a ese respecto, Corbyn- profundamente ambivalentes.

Las razones para votar por el Brexit fueron muy diversas. De la hostilidad hacia la migración a la preocupación por los efectos de acuerdos comerciales concertados por la Unión Europea (UE) (como el TTIP y el AECG), y de la crítica al exceso de regulación e intervención a la preocupación por la defensa de la soberanía, la razón de ser del Estado-nación moderno. La ansiedad por la migración solía provenir de la derecha política y el ataque a los acuerdos de comercio, de la izquierda; los liberales económicos asumieron la causa contra la regulación; y la derecha y la izquierda, tanto los planificadores como los liberales económicos, hicieron hincapié en la soberanía.

Casi nadie pensó que estaban votando por un vetusto estilo continental de democracia cristiana, pero días después del referendo, sin consultar a los electores, el Reino Unido se encontró con una nueva primera ministra, no económicamente liberal y tampoco socialista, que dedicó su primer discurso importante de política no a los detalles del Brexit sino a exponer los principios de la economía social de mercado alemana, con directores trabajadores y una extensión de los programas de aprendizaje. En su discurso en el congreso del partido conservador, Theresa May explicó: "hay más en la vida que el individualismo y el interés propio". "Y cuando uno de nosotros flaquea, nuestro instinto humano más básico es dejar a un lado nuestro interés propio, tenderle la mano y darle toda la ayuda" (May, 2016).

Se han hecho intentos de correlacionar el apoyo al Brexit con el ingreso o la educación. Uno de los estudios más interesantes es una encuesta comparativa de Eurobarómetro, que pregunta si el país de quien responde estaría mejor fuera de la UE (Comisión Europea, 2015). En todos, salvo en dos de los países donde se hizo la encuesta, cuanto más alta la clase a la que dicen pertenecer los encuestados, menos se inclinan a considerar beneficiosa la salida. Las excepciones son, por supuesto, Gran Bretaña, donde tanto quienes dicen pertenecer a la clase más baja como a la clase más alta simpatizan con la salida, e Italia, que por razones estructurales o geopolíticas tiene una mentalidad similar. En ambos casos, Europa parece estar dominada por un dúo franco-alemán, aunque es obvio que Italia y Gran Bretaña son también Estados grandes. El eje París-Berlín a veces parece exclusivo. En 1997, el ministro de finanzas de Francia, Dominique Strauss-Kahn, planteó el asunto de manera algo peculiar cuando dijo: "la gente casada no quiere a otros en el dormitorio" (Ibrahim, 1997).

¿Qué ocurre después de la salida? La afirmación de la soberanía es como una revolución en la que no es claro qué decisiones se derivarán del ejercicio de la soberanía. La recuperación del control -así de fácil- a menudo desata una lucha violenta con respecto a quién debe definir la soberanía, y de qué manera: en suma, acerca de cómo debe funcionar el control. Destruirá partidos, y cambiará radicalmente la lógica de la vida política.

Esa lucha por el control es la esencia de cientos de años de historia europea. Cuando se derrocó el antiguo régimen y se instituyó la soberanía popular, Francia entró en un ciclo de violencia que duró al menos un siglo, desde la Bastilla hasta el asunto Dreyfus. En la historia británica también hay precedentes destructivos, aunque más atrás, en la ruptura de Enrique VIII con Roma, donde tampoco era claro lo que seguiría: un catolicismo nacional, similar al galicanismo oficial de la Iglesia francesa, la versión protestante de Martín Lutero o versiones más radicales, anabaptismo milenario y revolución quiliástica.

DIVISIONES CULTURALES

La migración y las diferencias culturales estuvieron en el centro del impulso emocional al Brexit, pero no en el centro del debate político. Hay una inferencia estadística clara, que se subestimó durante mucho tiempo, pero que quizá se haya sobrevalorado últimamente: que la migración de personas poco calificadas reduce los ingresos de la clase obrera. Los inmigrantes compiten por empleos de baja calificación. Pero hay una complicación. Ese argumento ignora que el cambio técnico vuelve obsoletos algunos empleos o no competitivos algunos lugares: la minería del carbón desapareció y la siguió gran parte de la industria siderúrgica británica. Los trabajadores que pierden su empleo suelen ser muy calificados, pero de modo muy particular, y no se debería esperar que encajen fácilmente en empleos mucho menos calificados y menos atractivos del sector servicios. Y algunos de esos empleos, en hotelería, en cuidados personales, exigen un entusiasmo y una atención a la personalidad que son más fáciles para los jóvenes (y los inmigrantes) que para sus competidores de más edad.

El caso de la migración también atañe a la identidad cultural, y ejemplos muy paradójicos nos recuerdan cómo se rechaza y luego se defiende la identidad. Las comunidades católicas de clase obrera (tradicionalmente de origen irlandés) se quejaban de que el ingreso de polacos a sus iglesias producía desorientación. Los descendientes de anteriores generaciones de inmigrantes a veces piensan que ya es suficiente, que después de ellos se debería levantar el puente levadizo.

Debido a que la migración es tan compleja y sus consecuencias causan tanta división, los partidarios de permanecer en la UE enfrentaron mal los argumentos. No es que no entendieran lo que sucedía, sino que les era difícil confrontar a las víctimas del desplazamiento económico o del cambio cultural. Un momento indicativo, aunque quizá no decisivo, fue la defensa final de esta opción por parte del primer ministro David Cameron frente a la audiencia de un estudio de televisión el último domingo antes de la votación. La audiencia estaba visiblemente agitada, incluso enojada, por su actitud patricia y condescendientemente superior, pero también por la posición del gobierno. Un trabajador del Servicio Nacional de Salud (NHS) le preguntó si la demanda de beneficios médicos de los inmigrantes sobrecargaba el NHS. Cameron pudo haber contestado que el nhs dependía de inmigrantes a todos los niveles: médicos de Alemania y Polonia, técnicos, enfermeras, personal de limpieza. Pero no respondió así, porque tenía una implicación obvia para la posición negociadora de los trabajadores del NHS. Privado del mejor argumento, su defensa de continuar la apertura a la UE no pareció convincente.

La campaña y su resultado son consecuencia del fracaso de una élite. Las razones que expuso el brillante historiador francés de la Edad Media Marc Bloch para explicar la debacle, la "derrota extraña" de 1940, parecen traducidas directamente al Reino Unido de 2016 (Bloch, 1949). Las élites se quejaban de la democracia, el populismo y la ignorancia, pero no podían dar una razón convincente de la Europa que decían favorecer.

¿Por qué el Reino Unido se adhirió a medias al proyecto europeo? Examinaré brevemente tres tipos de explicación, tomados de la ciencia política, la psicología política y la historia.

CIENCIA POLÍTICA

En ciencia política, la manera más común de entender la UE es la de un ejercicio para extender un tipo particular de política nacional. Es famosa la descripción de Alan Milward del comienzo de la Comunidad Económica Europea (CEE): "el rescate de la nación-Estado" (Milward, 1992). Andrew Moravcsik extendió ese argumento y afirmó que desde el inicio la UE ha buscado encontrar un marco -muy limitado- para satisfacer a los electores de cada país usando un marco supranacional (Moravcsik, 1998). El más importante de estos mecanismos fue la gestión del declive de la agricultura. Globalización y cambio técnico en conjunto significan erosión del nivel de vida de grupos enteros de personas, clases, para usar un término pasado de moda. En el periodo de entreguerras, los agricultores de todo el mundo sufrieron por el derrumbe de sus ingresos cuando nuevas zonas empezaron a producir. Los precios de los alimentos, y luego los precios agrícolas, colapsaron. Los agricultores, muy endeudados, perdieron sus fincas, y los bancos acreedores recortaron el crédito. Las respuestas del periodo de entreguerras -protección comercial mediante aranceles y cuotas- no fueron efectivas. En cambio, el principal mecanismo fiscal de la CEE, la Política Agrícola Común (PAC), fijó precios a los agricultores y ofreció un complejo sistema de subsidios. La gestión del declive rural resultó ser el fruto político más importante del proceso europeo.

En Francia, la agricultura representaba el 42,2% del empleo en 1900, y el 22,0% en 1958, al comienzo de la CEE; en 2010, el 2,8%. En Alemania, las cifras respectivas son 33,8, 16,1 y 1,6; y en Italia, 58,7, 32,9 y 4,0. Pero el Reino Unido no necesitaba ese sistema de gestión de la clase campesina, con el 9,2% del empleo en la agricultura en 1900 y el 4,1% en 1958 (Wingender, 2014). "Campesino" es un término que carece de significado en muchas partes del Reino Unido moderno (no en Irlanda, y ese hecho explica buena parte de la historia constitucional del siglo XIX, hasta la independencia irlandesa).

Un argumento similar se aplica a la idea de instituciones formales que hicieran posible una mayor paz social, una demanda política que también proviene del periodo de entreguerras y de la fuerte polarización suscitada por el conflicto redistributivo en Europa continental. Esa disposición -igual que la política agrícola- se europeizó en la Carta Social de 1996, que no solo estableció objetivos garantizados por la ley británica existente (protección del empleo, prohibición de la discriminación de género) sino también algunos que nadie en el Reino Unido consideraba deseables (hasta hace poco), como los derechos de los representantes de los trabajadores en las empresas. Igual que en el caso de la pac, el Reino Unido no ve ninguna razón para que esas disposiciones sean necesarias.

Por consiguiente, el Reino Unido nunca sintió la necesidad, surgida de la política nacional, de un mecanismo europeo para compensar a los perdedores de la modernización económica.

PSICOLOGÍA POLÍTICA

La segunda explicación tiene que ver con la psicología política del proceso europeo. Es también histórica, pero se relaciona con las catástrofes del siglo XX. La UE, en especial su núcleo franco-alemán, era en su nivel más profundo un mecanismo para enfrentar el legado del derrumbe de la democracia en el siglo XX, en ambos países y en la mayor parte de Europa continental. En Alemania fracasó la frágil democracia de la República de Weimar, destruida por la radicalización de la extrema derecha y la extrema izquierda provocada por la oposición a la economía liberal (el capitalismo) y al sistema internacional de los tratados de posguerra. En Francia hubo un fracaso militar en 1940, y después la Tercera República se abolió a sí misma.

Para algunos, en especial hace unas pocas generaciones, Europa era un concepto metafísico que disolvía y resolvía los problemas del pasado: un dispensador de perdón y redención. Para Charles de Gaulle, Europa vivía un psicodrama franco-alemán. Él describió las relaciones entre los dos países como una narración de traición y decadencia. Pensaba que en el camino de construir a Europa, Francia debía dar el primer paso porque,

en Europa Occidental, Francia sufrió más [...] Francia sufrió más porque fue más traicionada que los otros. Por ello, es la que debe hacer el gesto de perdón. Alemania es un gran pueblo que triunfó y después fue aplastado. Francia es un gran pueblo que fue aplastado y después se asoció [en Vichy] al triunfo de otro. Solo yo puedo reconciliar a Francia y Alemania, porque solo yo puedo levantar a Alemania de su decadencia (Peyrefitte, 2002, 76-77).

La concepción de Charles de Gaulle parece estar muy alejada de la interacción entre Angela Merkel y François Hollande, pero la historia de 1940 que él contó, del triunfo alemán y la auto derrota francesa, se repite en la Europa actual. ¿Cuál es la conexión entre la visión y el drama económico, en el que la traición de las élites y la incapacidad para reformar hacen retornar a Europa a un pasado amargo?

La base para la separación es la percepción de Alemania como un enano político pero un gigante económico. La amenaza del poder económico alemán pesó en todas las discusiones, aun mucho antes de 1989. La veterana periodista Elizabeth Wiskemann comentó en 1956, en un momento de tensión en Europa Oriental: "Nada podría hacer más daño a las relaciones germano-eslavas que los polacos y los checos piensen que, tan pronto estén libres del yugo comunista, deben ponerse el arnés económico alemán" (Wiskemann, 1956, 295; Garton Ash, 1993, 403). Después de 1989, el gigante alemán se debilitó temporalmente, cuando el país absorbió los costos de la unificación; en los años 2000 resurgió la fuerte Alemania.

Alemania también se presentó como un modelo para Europa. En la primera gran crisis económica de posguerra, después del primer choque petrolero, en la campaña electoral de 1976 el canciller Helmut Schmidt habló de un "modelo alemán". Ese carácter ejemplar es hoy más evidente: sus relaciones laborales, sus reformas del mercado laboral, su esquema de aprendizaje, su enfoque de la estabilidad monetaria y la ortodoxia presupuestal (de modo que Schuldenbremse ["freno de la deuda"] es una de aquellas palabras, como Angst y Kindergarten y Schadenfreude ["alegría por el mal ajeno"] que existen fuera del idioma alemán). El mensaje (sub)consciente es que los demás europeos necesitan ser más alemanes, y que los alemanes definirán lo que es correcto. Y se beneficiarán de ello.

Para el Reino Unido, la psicología continental de intentar encontrar una manera de adaptarse a los alemanes es desconcertante y del todo ajena. El Reino Unido, como Suiza (fuera de la UE) o Suecia (en la UE pero no en la eurozona), no fue derrotado ni ocupado en los años cuarenta. No hubo un compromiso fundamental de las viejas élites (aunque las clases gobernantes suizas y suecas hicieron un pacto como parte del ejercicio de mantener la neutralidad). Por ello, en el caso británico no hay necesidad de la dialéctica de la reconciliación que planteó de Gaulle.

PREPOSICIONES

La tercera explicación del estatus de adhesión a medias de Gran Bretaña es aún más profundamente histórica. La esencia del problema es un asunto más antiguo: cómo concibe Gran Bretaña -y en particular Inglaterra- su relación con Europa continental. Es un ejercicio fundamental de gramática, un lenguaje arraigado en la psique humana. Richard Wagner escribió toda una ópera dedicada a la exploración de la palabra "und": Tristán und Isolda gira en torno a la caracterización de los antagonistas de "esta dulce palabra y" ("Dies susse Wortlein: und"). Ese sentimiento anticipa la idea freudiana del eros como trascendencia de la distancia espacial entre el "yo" y el objeto amado.

El lenguaje es muy peculiar. Una de las fuentes de continuo malentendido en Europa es que las palabras y los conceptos no se traducen fácilmente. Y las preposiciones son las más difíciles. Generaciones de filósofos de habla inglesa han luchado con el uso de Kant y Hegel de "an undfür sich" ("de y por sí"). Pero el lenguaje político británico tiene su propia retórica, bastante misteriosa.

Para Gran Bretaña y Europa, las preposiciones clave que están en el centro del conflicto actual son "en", "con" y "de". En el lenguaje moderno de la política tal como se emplea en la Gran Bretaña del siglo XXI, "en" es malo y "con" es bueno. "En" parece lo más simple porque se puede reducir al hecho geográfico. "De" suscita graves problemas pues porta la implicación de pertenecer o incluso de propiedad, en un mundo en el que la soberanía está dividida. E "y" -como en "Gran Bretaña y Europa"- no significa "en" sino "fuera".

El problema fundamental es que Gran Bretaña es obviamente, en sentido geográfico, parte de Europa. Pero incluso políticos pro europeos como el primer ministro, David Cameron, quien lideró la campaña de la permanencia, encontraron imposible pensar directamente esta idea y, en consecuencia, debieron aclarar que también estaban haciendo campaña contra una unión más estrecha y en favor de derechos británicos distintivos.

El ministro de Asuntos Exteriores y ex alcalde de Londres, el carismático ex primer ministro futuro Boris Johnson, prologó su tardía declaración en favor del Brexit diciendo que Europa es "el hogar de la cultura más grande y más rica del mundo, de la que Gran Bretaña es y será un contribuyente eterno". Y propuso tomar de Winston Churchill la frase: "Interesada, asociada, pero no absorbida; con Europa, pero no incluida" (Johnson, 2016).

Esta era una referencia al discurso de Churchill en la Cámara de los Comunes del 11 de mayo de 1953, cuando el más grande político británico del siglo XX dijo:

¿Dónde estamos? No somos miembros de la Comunidad Europea de Defensa, ni queremos ser fusionados en un sistema europeo federal. creemos que tenemos una relación especial con ambos. Esta se puede expresar mediante preposiciones, mediante la preposición "con" pero no "de"; estamos con ellos, pero no somos de ellos. Tenemos nuestra propia mancomunidad y nuestro propio imperio (Hansard, 1953).

Churchill era un político magistral, por instinto y por su dominio del idioma inglés. Allí aludía a las raíces más profundas de la identidad inglesa: Shakespeare y la traducción inglesa de la Biblia del siglo XVIII.

En primer lugar, Shakespeare. La discusión sobre "de" y "en" proviene de una de las últimas y más peculiares obras teatrales de Shakespeare. A menudo se considera que Imogena de Cimbelino es su heroína más noble. A los románticos les gustaba la obra y los racionalistas la odiaban. El poeta Alfred Tennyson insistió en que lo enterraran con una copia de la obra. El doctor Johnson, encarnación de la Ilustración inglesa, la calificó en cambio como una "imbecilidad irresistible". La obra trata de la relación entre Inglaterra (más exactamente la Bretaña antigua) y Europa (más exactamente Roma).

El rey de Gran Bretaña, Cimbelino, presionado por su reina malvada y su hijo idiotamente arrogante, desafía la exigencia romana de pagar tributo. Los romanos se comportan con ruindad. Un italiano astuto entra a hurtadillas en el dormitorio de Imogena, roba un brazalete a la heroína durmiente y convence al marido desterrado de que sedujo a la esposa; ella después cuestiona su lealtad: "Esa maldita y ponzoñosa Italia le habrá hecho caer en algún lazo, y ahora está en un trance difícil". Un ejército romano es enviado para invadir Gran Bretaña, y es derrotado por los heroicos británicos, incluido el marido desterrado de Imogena. Pero luego, en el final feliz, hay un giro sorpresivo, los británicos ceden ante Roma y acceden a pagar tributo.

Es fácil, y políticamente tentador, imaginar una actualización de la obra en la que el rey David Cameron desafía al emisario romano Jean-Claude Juncker1, y parece ganar pero luego cede.

Es claro que para Shakespeare Imogena es la encarnación de las mejores virtudes británicas. Ella es Britania, y ella la anuncia. Bretaña empieza con la distinción entre las preposiciones "de" y "en", pero de manera sorprendente, opuesta a la insistencia de Churchill en que Gran Bretaña no era "de" (poseída por) Europa.

En el volumen del mundo
Nuestra Bretaña aparece como si fuese de él, pero no en él:
un nido de cisnes en un inmenso estanque (Cimbelino, 3, 4).

El nido de cisnes es un símbolo de la eternidad. Hans Christian Andersen lo usó del mismo modo, en uno de sus cuentos de hadas más poéticos, como un lugar entre el Báltico y el mar del Norte donde "nacen y nacieron cisnes que nunca morirán".

La heroína de Shakespeare se inspira claramente en la Biblia, donde la trascendencia del otro mundo se opone a la política mundana. La religión no es definitivamente "de". En particular, el evangelio más bien místico de San Juan subraya repetidamente que Cristo no es "de este mundo", en el sentido de que no pertenece a él (no está subsumido por sus valores), aunque como hombre encarnado está claramente en él. El punto es más explícito en Juan 8:23: "Él les decía, 'Ustedes son de abajo, yo soy de arriba. Ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo'".

La discusión sobre "en" y "de" que plantea la heroína de Shakespeare también proviene del mundo de la diplomacia medieval. En las antiguas disputas y guerras entre Inglaterra y Francia, el rey inglés mantuvo territorio en el continente, en Francia, durante largos periodos. Pero, ¿qué era Francia? El rey francés quiso afirmar la superioridad de la pretensión francesa argumentando que Gascuña, en el suroeste, era "de" y "en" Francia, y ese término se insertó en el Tratado de París de 1259, que puso fin a más de 50 años de lucha. Los ingleses salieron de Gascuña, sujetos a una pretensión "de" laxamente definida acerca de la soberanía francesa derivada de estar "en"; pero el tratado dio lugar a la Guerra de los Cien Años.

La versión moderna de "de" pero no "en" se basa también en el concepto de una Gran Bretaña que mantiene el equilibrio de poder en Europa. "De" significa además mantener una posición de fulcro: arbitrar diferencias y beneficiarse de la capacidad de inclinar el equilibrio de poder. Esa creencia tiene orígenes modernos tempranos, cuando Inglaterra se balanceó precariamente entre los Habsburgo españoles y los Valois franceses. Pero llegó a su punto culminante en la formulación de la diplomacia del siglo XIX, cuando Lord Palmerston definió el objetivo fundamental de la política británica como evitar enredos permanentes. Como dijo el 1 de marzo de 1848 en su famoso discurso en la Cámara de los Comunes, cuando el continente se hundía en la revolución: "No tenemos aliados eternos, y no tenemos enemigos perpetuos" (Hansard, 1848).

Esa idea está aún en el centro de los cálculos de Whitehall. En la política moderna de la UE, la idea de equilibrio europeo significa balancear permanentemente a Francia contra Alemania, flirtear con la señora Merkel y luego cortejar al presidente Hollande. Ese es el mundo de la política racional de hacer tratos. Esto agudizó las tensiones en el diálogo franco-alemán. Pero envió señales peculiares y confusas a otros europeos.

DESENCADENANTES

Las señales confusas no importan demasiado en tiempos normales, pero pueden ser devastadoras en momentos de crisis profunda. El Brexit nació de dos crisis, la de la globalización y la del euro.

El desencadenante de la ruptura estructural fue el drama provocado por la llamada crisis del euro, que marcó una división intelectual paralela a la división física del Canal de la Mancha. Los sucesos de los últimos años están en abierto contraste con la historia de la crisis del mecanismo de tasa de cambio (MTC) de comienzos de los años noventa, cuando el Reino Unido también desempeñó un papel importante; pero en la confrontación final entre Francia y Alemania en julio de 1993, cuando el Bundesbank se negó a extender la intervención para mantener el franco francés en el MTC, y los gobiernos europeos abandonaron la esperanza de encontrar un nuevo conjunto de tasas de cambio, el secretario de hacienda británico (Kenneth Clarke) propuso una mayor flexibilidad: márgenes de movimiento mucho más amplios en torno a la tasa de cambio central. Hay también otros momentos del pasado en que Gran Bretaña desempeñó un papel necesario y constructivo: ante todo, quizá, en el caso del Acta Única Europea en 1986, cuando -al inicio del proceso que llevaría a la unión monetaria- Margaret Thatcher insistió en incluir más elementos de mercado en el tratado europeo.

Pero los sucesos posteriores a la crisis financiera global y al surgimiento de la crisis de la deuda en Grecia en 2009-2010 son diferentes. El Reino Unido, igual que Estados Unidos, era ajeno al drama del euro, distanciado por una tradición de pensamiento económico diferente así como por intereses contrapuestos y su gama de cálculos geopolíticos. Cuando hay diferencias de intereses, siempre puede haber concesiones y negociaciones: esa es, por cierto, la esencia de la negociación diplomática.

Pero ese tipo de compromiso no funciona cuando hay diferencias de opinión fundamentales, y la discusión a menudo las agrava en vez de resolverlas. Las sospechas en ambos lados de la divisoria intelectual aumentaron. En el cada vez más virulento debate, los europeos detectaron lo que consideraban una falta de comprensión fundamental del proyecto europeo y una defensa orientada hacia un interés diferente. Los estadounidenses querían que los europeos tuvieran más estímulo fiscal, más capacidad para tratar con los bancos problemáticos, más flexibilidad monetaria y más condonación de deuda; en suma, una solución keynesiana bastante convencional. Los europeos denunciaron este enfoque como "hiperkeynesianismo".

El enfoque británico era consecuencia no solo de una larga historia de separación de la dinámica europea del poder sino también de una paradoja central de la economía política: el reconocimiento de que las uniones monetarias necesitan uniones fiscales para que funcionen, y al mismo tiempo de la fuerte convicción de que Gran Bretaña no quería participar en una mayor integración europea. De modo que impulsó a Europa a hacer más, y luego retrocedió y se opuso a las iniciativas de integración. Así, la política británica parecía combinar la prédica ("medidas simples para resolver la crisis del euro") y la arrogancia del "como te dije" ("nunca funcionará"). A veces, el Reino Unido repetía una vieja comedia británica, Dad's Army, sobre la Segunda Guerra Mundial, en la que un escocés melancólico corría de un lado a otro gritando "todos estamos condenados". Los efectos de la posición británica se amplificaron debido a que no era solo un asunto de la posición del gobierno, sino de creencias arraigadas en casi todo tipo de opiniones y comentarios, de izquierda y de derecha.

Los obstáculos para una respuesta europea coordinada a la crisis de la deuda y a la crisis financiera, siguiendo lineamientos keynesianos, eran en parte organizacionales e institucionales: para actuar decididamente, Europa necesitaba alguna capacidad para coordinar eficazmente la acción estatal. La diferencia de visión fundamental al otro lado del Atlántico, o al otro lado del Canal de la Mancha, se puede resumir en la insuficiente "presencia del Estado" en Europa: a los europeos a veces les gustaba presentar su logro como la realización práctica de la política posmoderna, en la cual la idea tradicional de soberanía nacional (que para ellos causó tantos problemas en el pasado europeo) se disipa y se difumina. "Europa" como marco fue diseñada para suplantar al Estado-nación tradicional. Por otra parte, un Estado concebido tradicionalmente tenía soberanía en la política económica: podía controlar su moneda, ajustar su tasa de cambio, dar estímulos fiscales o recapitalizar bancos. Los europeos no podían hacer ninguna de estas cosas y, en consecuencia, estaban irremediablemente atascados. Parecían obsesionados con las reglas que habían ideado para restringir la soberanía nacional "amarrándose las manos" (según la metáfora que muchos economistas europeos solían usar).

El asunto de la capacidad fiscal europea surgió ya durante el paquete de rescate griego en 2015, cuando el primer ministro David Cameron se negó a participar en la financiación por medio del Mecanismo Europeo de Estabilización Financiera, y el secretario de hacienda George Osborne subrayó que "la eurozona debe pagar su factura". Cameron había interiorizado la lección de Margaret Thatcher: Gran Bretaña debía defenderse de las exigencias presupuestales de Europa. Él y George Osborne también quedaron impresionados por los economistas estadounidenses que les dijeron que una unión monetaria sin una unión fiscal completa era intrínsecamente inestable, y, en consecuencia, que Europa solo podía salvarse avanzado rápidamente hacia una verdadera unión fiscal. Infortunadamente, esta posición hizo posible una incoherencia de política cada vez más evidente que puso de relieve la anomalía de la posición británica. Como signatarios del Tratado de Maastricht, y de instrumentos posteriores, todos los miembros de la UE sin exclusiones (el Reino Unido y Dinamarca obtuvieron una exención) tenían la obligación de participar eventualmente en la unión monetaria. La eurozona en sí misma no tenía capacidad fiscal; solo la tenía la UE. Por tanto, al impulsar un enfoque inspirado por el que desarrolló Alexander Hamilton en los primeros años de la República estadounidense, el Reino Unido se estaba preparando para la posible decisión existencial de si debía ser parte de una unión cada vez más estrecha siguiendo lineamientos hamiltonianos.

Por ello la relación entre el Reino Unido y el continente era cada vez más tensa, y dos sombrías reuniones cumbre, ambas en Bruselas, en un diciembre gris y frío, llevaron a que Gran Bretaña contemplara algo que incluso habría sido inconcebible bajo Margaret Thatcher: que saliera de la Unión Europea.

Todo empezó con optimismo e incluso con alegría. El 18 de noviembre de 2011, David Cameron fue a Berlín, en lo que creía que sería un viaje exitoso, para negociar un trato especial para el Reino Unido. En Estados Unidos había recogido la idea de que se necesitaba una "gran bazuka" para enfrentar una gran crisis financiera y bromeó con la prensa: "Mi alemán no es tan bueno; creo que una bazuka es una Superwaffe, ¿tengo razón?" (Brown, 2011). Angela Merkel no pudo haber sido más receptiva a la petición británica de una reforma económica, y su entusiasmo indujo a Cameron a creer que Alemania de veras necesitaba a Gran Bretaña como el único socio confiable que ella podía encontrar en Europa: "Dime qué quieres y yo encontraré la manera". "¿Qué pasara con Francia?", preguntó cautelosamente Cameron. "Nicolas estará de acuerdo", respondió enfáticamente la canciller alemana (Barker y Parker, 2011).

Pero el 8 de diciembre de 2011, en una reunión del Partido Popular Europeo (el partido de centro-derecha) en Marsella, el día antes de la decisiva cumbre europea en Bruselas, Merkel y Sarkozy llegaron a un acuerdo. Cameron quedó literalmente postrado en el frío, sin aliados europeos. Tim Geithner, el secretario del tesoro de Estados Unidos, también estaba presente, y la aparición de un frente angloamericano impulsó a Sarkozy y a Merkel a expresar su frustración por la "intimidación" estadounidense.

En Bruselas, el tono cambió bruscamente, en contra de Cameron. Además, él estaba cansado y, aunque relativamente joven, carecía de la constitución de hierro y de la perseverancia de Angela Merkel. En las primeras horas del viernes 9 de diciembre, Cameron "vetó desafiantemente los cambios propuestos al tratado de la UE porque no contenían las 'salvaguardias' requeridas por la City de Londres" (ibíd., 2011). Eso era agitar una bandera roja delante de Merkel. ¿No eran las finanzas, en particular su variedad neoyorquina y londinense, la causa de fondo de la crisis, ¿por qué entonces se debían proteger especialmente?

El drama llegó a una nueva altura en las negociaciones de diciembre de 2012 sobre un pacto fiscal basado en el tratado. Cameron empezó de nuevo con una frase optimista: la unión bancaria propuesta "traerá oportunidades para que en el Reino Unido hagamos los cambios en nuestra relación con la Unión Europea que más nos convengan" (Oficina del Primer Ministro, 2012). Pero por primera vez planteó la posibilidad de una salida británica. El 17 de diciembre de 2012 dijo a la Cámara de los Comunes: "Para Gran Bretaña todos los futuros son imaginables; estamos a cargo de nuestro destino y podemos tomar nuestras propias decisiones", y añadió: la salida de Gran Bretaña no es "una posición que yo apoye" (Hansard, 2012).

La discusión previa al Brexit fijó un precedente nocivo para Europa, que también traía peligros para el Reino Unido. Podríamos pensar en el estancamiento actual y en la profunda incertidumbre en términos de varios juegos conocidos. Las negociaciones sobre tratos especiales son como un juego de palitos chinos. Los jugadores deben sacar un palito de la pila sin mover los demás, pero algunos están en una posición crucial, y al retirarlos se destruye la estabilidad de todo el sistema. ¿Los electores británicos retiraron el palito que mantiene unida la precaria pila de Europa?

Hay elementos de otro juego, peligroso: el juego de la gallina. Antes del referendo, y después, se solía argumentar que la salida del Reino Unido perjudicaría a Europa más de lo que perjudicaría al Reino Unido. Por ello Europa debía hacer más concesiones al Reino Unido. Este juego aún continúa: es legalmente imposible que el Reino Unido negocie acuerdos de comercio independientes mientras sea miembro de la UE, pero todos temen lo que pueda ocurrir cuando se invoque el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea (que establece el procedimiento para que un Estado miembro salga de la UE). Ahora bien, así como en un mal divorcio, existe el peligro de que se genere una competencia en la que cada parte puede perjudicar más a la otra. El Reino Unido es quizá más vulnerable. Para que Gran Bretaña se desarrolle como un centro financiero extraterritorial exitoso debe reconocer que solo lo logrará si tiene buenas relaciones con su gran vecino, así como Singapur y Hong Kong difícilmente pueden tener una política independiente de la República Popular China.

También existe el peligro de que la UE27 sea innecesariamente cruel: Angela Merkel pronto advirtió en contra de ser "horribles" (garstig). El argumento es simple: la UE está preocupada por más deserciones: Suecia, Holanda, Dinamarca, etc. Eso también podría llevar a una mala política, y de hecho una UE que parezca vengativa podría inducir un mayor apoyo a Geert Wilders o a Marine Le Pen2. Por otra parte, poner en peligro el principio básico de las "cuatro libertades" en Europa sería refutar la evidencia económica que deja en claro que la movilidad laboral y el comercio son parte vital de un mercado único3.

La posición de Gran Bretaña en la mayoría de los debates económicos del euro era intelectualmente más cercana a la de Estados Unidos que a la visión europea. Pero Estados Unidos es enorme y está lejos de Europa; y además presionó continuamente para que el Reino Unido cumpliera un papel constructivo en Europa. Cuanto más dispuesto estaba el Reino Unido a plantear un reto existencial a Europa, más se distanciaba Estados Unidos. Con el referendo del Brexit, Estados Unidos debe buscar un socio estratégico diferente en la UE. Alemania está en la primera posición para asuntos económicos, mientras que en seguridad y aspectos militares Francia podría cumplir un papel más importante. Y el Reino Unido está realmente aislado, sin Estados Unidos o Europa continental.

LAS OPCIONES

Igual que Gran Bretaña, después del 23 de junio la UE enfrenta numerosas opciones. Puede ser que el Brexit facilite la solución de viejos problemas. En particular, facilita algún grado de integración fiscal. También ha provocado una nueva crisis -además de la crisis de seguridad en Ucrania y en el Medio Oriente, y de la crisis de los refugiados- a la que Europa debe responder.

En la mentalidad del actual establishment de la UE, y en la tradición de la integración europea que estableció Jean Monnet, las crisis son oportunidades para que una burocracia central elabore un nuevo plan tecnocrático retocado. En otro sentido -que era familiar en el imperio Habsburgo antes de 1914- una crisis es un sentimiento continuo de desesperanza y la imposibilidad de una reforma efectiva. Ninguno de estos enfoques de la crisis es constructivo o útil.

El enfoque del manejo de la crisis adoptado por la élite europea llevó a la percepción de que se estaba ocultando la justificación más amplia; y eso genera la sospecha de que la crisis, cuando surge, se está utilizando instrumentalmente. Cuanto más se combina el manejo de la crisis con la repetición -a la manera de un mantra- del mensaje general "Europa trae la paz", más aumenta el escepticismo. El vínculo entre la afirmación de los intereses particulares y la invocación ritual de los muy generales a veces toma formas extremas. Un buen ejemplo fue la insistencia del ministro de finanzas Giulio Tremonti en los últimos días del gobierno de Berlusconi, en 2011: "Si yo caigo, cae Italia. Si Italia cae, cae el euro. Es una cadena" (Dinmore, 2011). Angela Merkel expuso otra versión de la misma lógica -a la que Tremonti aludía claramente- en su repetida y famosa afirmación: "Si el euro fracasa, Europa fracasa" (Die Welt, 2011). Es inevitable que estas declaraciones inviten a preguntar: ¿de veras?

¿Hay una mejor manera de avanzar ahora que no hay un tercer socio en el dormitorio franco-alemán? Hay dos opciones para arreglar un matrimonio a punto de romperse. En la primera, cada parte debe intentar comprender mejor a la otra. Francia y Alemania deben conciliar opiniones muy diferentes acerca de cómo manejar la economía. ¿Se puede controlar y supervisar suficientemente la intervención del Estado para asegurar que no sea caldo de cultivo de nueva corrupción e ineficiencia? ¿Cómo incorporar al sector privado? Hay importantes bienes públicos que se podrían materializar, y obtener ganancias. Uno obvio es la integración de los refugiados, del que hay precedentes en momentos de profunda crisis, Alemania después de 1945 o Francia en la oleada de descolonización, cuando millones de recién llegados generaron prosperidad y dinamismo. Otro proyecto auténticamente europeo sería construir infraestructura para conectar sistemas locales y nacionales de energía con estructuras de precios que hoy son incompatibles. Y la integración produce claras ganancias. Cuanto más diversa es la oferta y más alternativas de mercado existen (incluidas diferentes formas de energía), más resistente llega a ser la economía energética frente a eventos imprevistos, incluidos los intentos de chantajear a los usuarios.

Europa -no cada nación-Estado- debe demostrar que puede funcionar. Es cierto que necesita una visión, e igualmente importante probar que la visión da resultados. Sin esos resultados, los europeos comunes y corrientes se despistarán y perderán.

El Reino Unido tiene un problema diferente. La revuelta contra la UE fue inducida por el discurso predominante de fuerte rechazo a la globalización; contra la inmigración, y también contra el comercio y los vínculos del capital. Pero este sentimiento es mala guía para hacer política en un mundo interconectado, asentado sobre una base institucional de tratados de comercio e inversión desarrollados durante largo tiempo, de reglas para manejar la globalización. El argumento que la mayoría de los críticos británicos del euro y la mayoría de las autoridades de política británicas plantearon antes del 23 de junio era muy diferente al del discurso anti globalización: no se trataba de romper el reglamento sino de hacer mejores reglas para manejar la globalización. De hecho, Gran Bretaña siempre quiso extender el sistema europeo concebido como un orden internacional liberal abierto, y los políticos británicos (en especial Margaret Thatcher) han sido los defensores más resueltos de la ampliación. El choque entre estas dos visiones del mundo -rechazo y reforma- llevará de nuevo a Gran Bretaña a la problemática discusión de una identidad incierta.

Es posible que la división lleve a remodelar el paisaje político de los partidos. Ese mismo problema -cómo enfrentar la globalización- está destruyendo a los partidos del siglo XX en todas partes, a los demócratas cristianos y socialdemócratas europeos o al partido republicano en Estados Unidos. El partido laborista ya se desintegró; el partido conservador se hará pedazos cuando el Brexit sea inminente. El desarrollo es análogo a dos de las grandes transformaciones de la vida británica: las secuelas de la Revolución de 1688, cuando el sistema de partidos se polarizó en torno a los whigs y los tories, y el legado de la conversión de Robert Peel en defensor de la abolición de las leyes de cereales en 1846, en un debate que también se centró en el choque de los intereses comerciales con la "constitución territorial" de Gran Bretaña. La única manera de detener la desintegración es prorrogar, improvisar y equivocarse. O reiterar que "Brexit significa Brexit".

Harold Wincott estaba preocupado por este tipo de debate, porque "nosotros, los británicos, estamos tan carcomidos de envidia, odio, malicia y falta de caridad que procederemos en la plenitud del tiempo a recortar el 5%, que representa nuestra nariz, para mortificar al 95%, que representa nuestra cara" (Wincott, 1968, 21).

La política de la identidad a menudo se construye en torno a una imagen negativa. En el debate del Brexit, tanto el Londres global, con su gran industria financiera, como el resto del país anti global veían a Europa como una fuerza externa que constituye una gran amenaza, pero no hay nada aparte de esa amenaza externa que los una. Cuando la legislación del rey Enrique VIII declaró en el Estatuto de Restricción de Apelaciones de 1533 "este reino de Inglaterra es un imperio" -la primera afirmación clara de la idea de soberanía nacional- siguió una campaña brutal para erradicar la vieja religión y construir una nueva identidad. ¿Gran Bretaña puede repetir ese proceso, pero sin violencia, sin fratricidio y sin sangre de mártires? Eso requeriría un debate real y constructivo, una ruptura de los moldes de pensamiento establecidos; y eso requeriría una nueva estructura de partidos.


Notas

1 Jean-Claude Juncker es Presidente de la Comisión Europea.
2 Geert Wilders y Marine Le Pen son líderes de partidos políticos euro escépticos, en Países Bajos y Francia, respectivamente.
3 Las "cuatro libertades" de la UE son la libertad de circulación de mercancías, de personas, de servicios y de capitales a través de las fronteras de sus Estados miembros.


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