MI LUCHA, DE ADOLF HITLER
George Orwell*
* Recensión de la versión inglesa de Mi lucha de Adolf Hitler traducida y anotada por James Murphy (2 vols., Londres, Hurst y Blackett, 1939). Publicada en New English Weekly el 21 de marzo de 1940, cuando Hitler no había invadido a la Unión Soviética y el acuerdo ruso-alemán (el pacto Ribbentrop-Molotov) aún estaba vigente. Traducción de Alberto Supelano.
Sugerencia de citación: Orwell, G., "Mi lucha, de Adolf Hitler", Revista de Economía Institucional 19, 36, 2017, pp. 363-365 düi: https://doi.org/10.18601/01245996.v19n36.17 .
Fecha de recepción: 02-12-2016, fecha de aceptación: 27-04-2017.
Un signo de la velocidad de los acontecimientos es que la edición no censurada de Mein Kampf de Hurst y Blackett, publicada hace solo un año, sea editada desde un ángulo favorable a Hitler. La intención obvia del traductor del prefacio y de las notas es atenuar la ferocidad del libro y presentar a Hitler de la manera más amable posible. Pues en esos días Hitler era aún respetable. Había aplastado al movimiento obrero alemán y, por ello, las clases propietarias estaban dispuestas a perdonarle casi todo. La izquierda y la derecha concordaban en la vacua noción de que el nacionalsocialismo era una mera versión del conservadurismo.
De repente resultó que, después de todo, Hitler no era nada respetable. Como resultado de ello, la edición de Hurst y Blackett se reimprimió con una nueva portada, explicando que todas las ganancias se destinarían a la Cruz Roja. Sin embargo, considerando la evidencia interna de Mein Kampf, es difícil creer que haya habido algún cambio real en las opiniones y objetivos de Hitler. Cuando se comparan sus declaraciones de hace algo más de un año con las de quince años antes, lo que sorprende es la rigidez de su mente, la forma en que su visión de mundo no se desarrolla. Es la visión fija de un monomaniaco y no es probable que sea afectada por las maniobras transitorias de la política del poder. Quizá en la mente de Hitler, el pacto ruso-germano no represente más que una alteración de la agenda. El plan expuesto en Mein Kampf era aplastar primero a Rusia, con la intención velada de aplastar después a Inglaterra. Hoy, como sucedieron las cosas, tiene que enfrentar primero a Inglaterra, porque Rusia fue fácilmente so-bornable. Pero el turno de Rusia llegará cuando Inglaterra desaparezca del mapa, como sin duda lo concibe Hitler. Que las cosas resulten de esa manera es, por supuesto, un asunto diferente.
Supongamos que el plan de Hitler se pueda llevar a cabo. Lo que él vislumbra, dentro de cien años, es un Estado sin discontinuidades, de 250 millones de alemanes, con abundante "espacio vital" (es decir, hasta Afganistán o sus alrededores), un horrible imperio descerebra-do donde, esencialmente, nada ocurre, excepto el adiestramiento de jóvenes para la guerra y la incesante crianza de carne de cañón fresca. ¿Cómo pudo transmitir esta visión monstruosa? Es fácil decir que en una etapa de su carrera fue financiado por los grandes empresarios, que veían en él al hombre que aplastaría a los socialistas y a los comunistas. Pero no lo habrían apoyado si no hubiese hablado ya en nombre de un gran movimiento. De nuevo, la situación de Alemania, con sus siete millones de desempleados, era obviamente favorable para demagogos. Pero Hitler no podría haber vencido a sus muchos rivales de no haber sido por la atracción de su personalidad, que se puede percibir incluso en la desmañada redacción de Mein Kampf, y que sin duda es arrolladora cuando se escuchan sus discursos. El hecho es que hay algo profundamente atractivo en él. Se percibe de nuevo cuando se ven sus fotografías -y recomiendo en especial la fotografía del inicio de la edición de Hurst y Blackett, que muestra a Hitler en sus primeros días de camisa parda. Es un rostro patético, perruno, el rostro de un hombre que sufre agravios intolerables. De manera más varonil, reproduce la expresión de innumerables cuadros de Cristo crucificado, y no hay duda de que es así como Hitler se ve a sí mismo. La causa inicial y personal de su rencor contra el universo solo se puede adivinar; pero sea cual fuere, el rencor está allí. Él es el mártir, la víctima, Prometeo encadenado a la roca, el héroe abnegado que lucha a puño limpio contra lo imposible. Si matase un ratón sabría cómo hacer que parezca un dragón. Se siente que lucha contra el destino, como Napoleón, que no puede triunfar, aunque de algún modo lo merezca. El atractivo de esa pose es, por supuesto, enorme; la mitad de las películas que se ven se refieren a ese tema.
También ha entendido la falsedad de la actitud hedonista hacia la vida. Casi todo el pensamiento occidental desde la última guerra, y por cierto todo el pensamiento "progresista", ha asumido tácitamente que los seres humanos no desean más que tranquilidad, seguridad y evitar el dolor. En dicha visión de la vida no hay lugar, por ejemplo, para el patriotismo o las virtudes militares. El socialista que ve a sus hijos jugando con soldaditos de plomo se suele enfadar, pero no puede imaginar un sustituto de esos juguetes; las figuritas de pacifistas de plomo no los sustituyen. Hitler, debido a su mente carente de alegría, lo percibe con fuerza excepcional, sabe que los seres humanos no solo desean comodidad, seguridad, jornada de trabajo breve, higiene, control de la natalidad y, en general, sentido común; que también desean, al menos en forma intermitente, lucha y auto sacrificio, para no mencionar redoble de tambores, banderas y desfiles de lealtad. En cuanto a teorías económicas, el fascismo y el nazismo son psicológicamente mucho más sólidos que cualquier concepción hedonista de la vida. Quizá se pueda decir lo mismo de la versión militarizada del socialismo de Stalin. Los tres grandes dictadores aumentaron su poder imponiendo cargas intolerables a su pueblo. Mientras que el socialismo, e incluso el capitalismo de manera menos abierta, le han dicho "ofrezco buenos tiempos", Hitler le dijo "ofrezco lucha, peligros y muerte", y toda una nación se postró a sus pies. Quizá más adelante padezca sufrimientos y cambie de opinión, como al final de la última guerra. Después de años de matanza y de hambre "la mayor felicidad del mayor número" es un buen eslogan, pero, en este momento, "mejor un final horrible que un horror sin fin" es el ganador. Ahora que luchamos contra el hombre que lo acuñó, no deberíamos subvalorar su atractivo emocional.