A RÍO REVUELTO...

Pablo Mira*

* Magíster en Economía, ex director de Información y Coyuntura del Ministerio de Economía y Finanzas Públicas de Argentina, Argentina.[pablojaviermira@ gmail.com].

Sugerencia de citación: Mira, P., "A río revuelto...", Revista de Economía Institucional 19, 36, 2017, pp. 373-381 dói: https://doi.org/10.18601/01245996.v19n36.19.

Fecha de recepción: 29-12-2016, fecha de revisión: 17-04-2017, fecha de aceptación: 27-04-2017.


Phishing for Phools, de George Akerlof y Robert Shiller, Princeton University Press, 2015, 272 pp.

Phishing for Phools (Ph) es un libro teórico. Pero no es mi intención preocupar al lector no especializado: la obra carece de ecuaciones complicadas, citas bibliográficas aburridas, teoremas irrelevantes o econometría de difícil interpretación. Akerlof y Shiller (AyS) se las arreglan para transmitir con sencillez una idea profunda sin tener que recurrir a esas incomodidades. Y esa idea, en mi opinión, deja una marca en el terreno más preciado de la teoría económica tradicional.

Adam Smith se hizo famoso por su conjetura de que debemos el pan en nuestra mesa al egoísmo del panadero. Descubrió que en un contexto de libre mercado hay una compatibilidad muy conveniente entre la actitud materialista de los individuos, y la producción y la distribución de los recursos. Donde hay una necesidad habrá un precio mayor y una oportunidad de beneficio que algún oferente aprovechará. AyS utilizan ese mismo principio para hablar del engaño y del fraude económico, y postulan que donde haya oportunidades para engañar a otros habrá quienes las aprovechen, generando una tendencia automática hacia lo que llaman phishing equilibrium. Este "equilibrio de pesca" se alcanza cuando los "pescadores" (manipuladores) han agotado toda posibilidad de continuar engañando a los "pescados" (incautos). Por supuesto, se trata de un equilibrio subóptimo, ya que los estafados podrían estar mejor de no haber sido engañados.

El libro consiste básicamente en una suma de ejemplos de la hipótesis del phishing equilibrium para una larga lista de situaciones. Si bien los libros sobre fraudes abundan, las historias que se cuentan en Ph son, hasta donde sé, originales; y en cada una hay bastante para aprender y entretenerse. Sin embargo, estas ilustraciones no siempre son del todo acertadas. La tesis de Ph sobre la pesca de incautos necesita de la generalización como del agua, pero el caudal de ejemplos es muy variable, y mientras que algunos capítulos muestran corrientes procelosas, otros denotan signos de sequía evidentes. Por ejemplo, cada vez que Shiller, experto en finanzas, escribe sobre las trampas en el sistema financiero, lo hace con la seguridad de quien sabe que la profesión reconoce, con pocas excepciones, que sin regulaciones los ardides y las estafas serían la regla en ese mercado. En cambio, se nota su incomodidad cuando el libro habla de fraude en el negocio tecnológico, donde no es tan común pensar que la "pesca" de incautos sea un aspecto relevante de su lógica.

Es posible entonces que Ph valga más por su propuesta teórica del "equilibrio de pesca" y sus consecuencias que por la discusión específica de los casos que relata. Por eso casi todas las reseñas de este libro, incluida esta, se concentran en las implicaciones teóricas y de política de este concepto.

PESCA CON SEÑUELOS

Desde el principio de Ph queda claro que la posibilidad de que algunos "pesquen" y otros sean (seamos: me pongo en el lado de los engañados) "pescados" proviene de dos imperfecciones. Una es la información insuficiente de la que dispone una de las partes de la transacción, que hace posible que la otra la explote. Esta imperfección no es una novedad teórica. El propio George Akerlof elaboró hace algunas décadas modelos de información asimétrica (que le reportaron el Premio Nobel) para explicar por qué en esas circunstancias el equilibrio de mercado es subóptimo. Pero los modelos de información asimétrica tienen algunas limitaciones que cuestionan su generalidad. Por ejemplo, es posible que la asimetría no supere el paso del tiempo: el aprendizaje podría diluir sus efectos hasta hacerlos desaparecer. Además, las nuevas tecnologías pueden ayudar a corregir esa disparidad informativa, gracias al creciente flujo de información a bajo costo de que disponemos. Es difícil que la pesca de consumidores desinformados lleve a un equilibrio general en el mundo moderno. A esto debemos sumar una corrección automática potencial adicional: la competencia atraería oferentes cuyo negocio es brindar información fehaciente, aprovechando las ventajas de mediano plazo de la reputación. Los pescadores de incautos serían desplazados lentamente.

Pese a que estos son argumentos teóricos válidos, se debe reconocer que hasta ahora el mercado no ha hecho demasiado para eliminar las prácticas deshonestas, y que, como los virus, dichas prácticas muestran una gran capacidad para evolucionar y adaptarse. Otro síntoma de que estamos lejos de acabar con la pesca es la ubicuidad del negocio publicitario. Hace tiempo sabemos que el objetivo de la publicidad no es difundir información veraz sobre los productos para que el cliente compare y elija, sino sobre todo convencer al consumidor de que el producto publicitado es una necesidad imperiosa. En buena medida, la publicidad es una forma sutil de engaño al consumidor. No se trata de un mercado más, sino de uno que es parte imprescindible de nuestras vidas. El negocio publicitario se estudia en carreras enteras de grado, doctorado y posdoctorado, y gracias a ella podemos financiar actividades que damos por descontadas, como la televisión, el arte y muchos deportes.

La otra razón que los autores presentan para justificar el engaño son las debilidades de la naturaleza humana. Los individuos no somos totalmente racionales y manifestamos una enorme cantidad de sesgos cognitivos (la entrada correspondiente de Wikipedia menciona 165 sesgos), en su mayoría bien documentados. Así les pese a quienes defienden la teoría de las expectativas racionales, de la cual se sigue que no podemos tropezar varias veces con la misma piedra, las fallas humanas son sistemáticas y predecibles, lo que implica que la mayoría de ellas no se pueden corregir con el aprendizaje, la toma de conciencia o la búsqueda de nueva información.

La repetición involuntaria de errores es tierra fértil para la proliferación de "pescadores de tontos". Pero, a diferencia de la información asimétrica, el mercado no puede corregirla por sí solo. Veámoslo con algún detenimiento. Supongamos que se ha "pescado" gente, por ejemplo, para que consuma productos que no desea (luego aclararemos qué queremos decir con ello). Una posible solución de mercado sería que las firmas ofrecieran alguna protección contra engaños, por la que los consumidores que no deseen ser pescados podrían pagar gustosos. Una ilustración: ante la tentación de comer grasas, provocada por el aroma que emana de un restaurante de comidas rápidas, el mercado podría diseñar y ofrecer un dispositivo que evite detectar el olor de una hamburguesa. Quienes entendieran cómo opera este sesgo, podrían comprarlo y evitar la tentación.

Pero esta solución omite el problema principal de la naturaleza humana. Si bien en ocasiones exhibimos autocontrol y logramos pensar en los beneficios de largo plazo, en otras manda la ansiedad de corto plazo que todos llevamos dentro. Un individuo que intente evitar la tentación comprando dicho dispositivo entiende que al hacerlo anula la posibilidad de contar con ese placer en el corto plazo que, por supuesto, también quiere disfrutar. En cierto modo, el individuo espera poder disfrutar de la tentación "en su justa medida", manteniendo su salud en el largo plazo. Así, la naturaleza humana determinará insuficientes incentivos para comprar dicho dispositivo. Cuando Ulises decidió atarse al mástil, lo hizo porque quería disfrutar el canto de las sirenas, pero fue inteligente y diseñó un mecanismo para no sucumbir a su encantamiento. El mecanismo no lo inhabilitó para disfrutar el canto, al tiempo que evitó la tentación mortal.

Hay una diferencia cualitativa esencial entre los problemas de información asimétrica y las fallas correspondientes a la naturaleza humana: los primeros podrían ser remediados eventualmente por obra del mercado, las segundas no. Las fallas de la naturaleza humana son, por tanto, las que hacen generalizable el argumento de AyS.

¿QUIÉN ENGAÑA A QUIÉN?

Hay otra debilidad en el argumento principal del libro. ¿Cómo es que algunos se aprovechan de la ingenuidad común de los humanos si quienes explotan estos sesgos también lo son? ¿Por qué los pescadores son pescadores y los pescados son pescados? Es claro que se debe distinguir entre engañadores y engañados, y eso es factible. Varios experimentos muestran que algunos individuos sufren más sesgos que otros. Y de la diversidad y del río revuelto surgen las ganancias de los pescadores.

Pero, en la práctica, una misma persona puede ser pescador y pescado, según su rol en la actividad económica. Como empresarios o empleados detectamos sesgos que muchas veces no podemos controlar en nuestras decisiones de consumo. Las empresas disponen de varias herramientas organizacionales para converger a la racionalidad económica, mientras que los consumidores carecen de esa posibilidad. Las empresas se especializan en lo que hacen, tienen una meta de utilidad medible y consistente (el beneficio monetario), deciden en equipo, evalúan sus planes con anticipación, y establecen mecanismos de prueba y error. En conjunto, estas herramientas les permiten acercarse a la adopción de un método científico y racional para tomar decisiones. En cambio, los consumidores no disponen de este acervo para lidiar con sus sesgos: deben tomar decisiones dispares en cada momento, su utilidad se basa en preferencias difíciles de racionalizar, las decisiones no siempre se consultan, casi nunca elaboran planes anticipados (y cuando lo hacen usualmente no los cumplen), y rara vez registran sus errores para corregirlos en el futuro. Así, los consumidores no convergen a la racionalidad ni aprenden a ser racionales, y cometen errores de manera sistemática.

Si bien las empresas se equivocan a menudo, esta asimetría predice que las empresas explotan a los consumidores, y no al revés. Esta es la razón por la cual en todos los países hay agencias que defienden a los consumidores de las artimañas de las empresas, pero ninguna que proteja a las firmas de los abusos de los consumidores.

¿EXISTEN LAS PREFERENCIAS?

La idea de que los consumidores son explotados en forma sistemática apunta al corazón de la economía tradicional. Si un individuo compra lo que no desea, entonces toda la teoría del consumidor se desmorona. ¿Pero qué significa que alguien compre algo que no desea? Algunas críticos de AyS sostienen que esta afirmación es como mínimo una arbitrariedad (después de todo, ¿quiénes son AyS para decir lo que me gusta?), y como máximo una contradicción (¿cómo puede alguien hacer lo que no quiere hacer?).

Reformulemos el problema comenzando por aclarar que en nuestro cerebro no hay nada parecido a un componente único de control centralizado de las decisiones. En efecto, el cerebro está conformado por módulos cuyos deseos muchas veces colisionan entre sí, y eso es tan evidente que incluso somos conscientes de ello. A la hora de decidir comprar un paquete de cigarrillos, nuestro cerebro se debate entre el placer de corto plazo y la salud permanente. En la decisión final, lejos de sopesar costos y beneficios, prevalece una de las opciones por motivos completamente aleatorios. Es natural, por ejemplo, que se nos "aparezca" una buena justificación que solucione el conflicto mental ("soy joven, ¿qué daño me puede hacer un paquete más?, o bien "hoy es mi cumpleaños, el día ideal para dejar de fumar").

Aunque no sea posible distinguir qué es lo que el individuo desea realmente, un analista externo podría caracterizar y computar los pros y los contras de esos módulos contradictorios. Para asegurarse de que su análisis fue objetivo, podría luego encuestar a los individuos para verificar si se arrepienten o no de sus decisiones atolondradas. Esto es lo que se encuentra empíricamente: muchos consumidores se muestran descontentos debido a numerosas decisiones tomadas "en caliente". Muchos de estos errores son provocados por pescadores de tontos.

Para determinar qué es lo que desea un agente, el economista tradicional suele recurrir a la teoría de las "preferencias reveladas". Pero si nuestras decisiones están sesgadas, las preferencias reveladas son un concepto borroso e incongruente. De los fallos típicos en la aplicación de las preferencias; mi historia preferida es la siguiente (si realmente la prefiero). Entra una señorita a un bar y pide un café, pero la máquina está averiada y no es posible servirlo. Entonces pide una gaseosa de bajas calorías, pero el mozo indica entonces que ese bar solo vende bebidas azucaradas. Finalmente pide una botella de agua. Cuando se la están por servir le avisan que la máquina de café ya fue reparada. Entonces le dice al mozo: "Está bien, igual tomaré el agua". Esta flagrante violación del orden transitivo ilustra un fallo típico, y las empresas dedicarán ingentes recursos para tratar de explotarlo.

Los fallos sistemáticos tienen efectos presupuestarios muy importantes. En Ph aparecen numerosos ejemplos de gastos en placeres momentáneos de los que luego nos arrepentimos, lo que a fin de mes se refleja en un saldo de tarjeta de crédito más abultado del que hubiésemos deseado. El libro documenta estos excesos, que son el caso más común de la tentación de corto plazo: el sesgo que nos impide cumplir racionalmente nuestros planes de gasto.

Desde luego, no se debe caer en el relativismo extremo de las preferencias. No se trata de que "sobre gustos no hay nada escrito", sino de que nuestros gustos son mucho más maleables y propensos al error de lo que nos gusta reconocer. Un ejercicio introspectivo entretenido consiste en identificar los momentos en que intentamos racionalizar nuestras creencias y convencer a nuestra audiencia de que nuestras preferencias son perfectamente racionales. Son circunstancias en las que apelamos a todo nuestro bagaje de argumentos falaces, inconsistentes o irrelevantes, con el único fin de no lidiar con el peso de la culpa de una decisión equivocada. Cuando sometemos esas elecciones a fino escrutinio, el edificio de preferencias coherentes se derrumba.

Si las firmas tomaran en serio la teoría económica convencional, jamás invertirían un peso para afectar las preferencias. Pero invierten mucho en esas técnicas, porque saben que pueden modificar las preferencias en su propio beneficio. Y si una empresa no lo hace bien, otra lo hará mejor.

LA PESCA Y EL AGOTAMIENTO DEL CAPITALISMO

Ingresamos en la parte decisiva del argumento de Ph. Si el engaño es tan generalizado, ¿cómo es posible que el capitalismo y el libre mercado funcionen apropiadamente? ¿No deberíamos esperar una degeneración del sistema, o una agudización de los problemas económicos a medida que más y más pescadores se dedican a capturar incautos?

AyS exploran de soslayo esta cuestión, y concluyen que son los héroes reguladores los que han evitado que el sistema colapse. Mi opinión es algo diferente... y bastante más arriesgada. El engaño no solo es parte integral del capitalismo y del libre mercado, sino que de cierta manera contribuye a que el sistema siga funcionando. Más allá de los abusos, que sin duda se deben contrarrestar, los engaños "imperceptibles" permiten realizar ventas que de otro modo no serían posibles. En una vena keynesiana básica, sostengo que los errores terminan siendo una fuente de demanda que permite sobrevivir a muchos, que al gastar sus ingresos contribuyen a que "la rueda siga girando".

Ilustremos esta idea. Todos sabemos que los envases de los alimentos se proponen alentar su venta. Hace décadas que la calidad de la leche que consumimos casi no se modifica. Solo cambia el aspecto del recipiente y el texto que lista un interminable catálogo de "propiedades" benéficas. En términos de AyS, este es un caso de pesca: el consumidor paga de más por una leche objetivamente idéntica. Ahora veamos la misma situación desde una perspectiva tradicional, como si no hubiese engaño: una firma innova y mejora sus productos, y luego la oferta crea su propia demanda a un precio que el consumidor considera aceptable. Así, para reinterpretar lo que es en esencia un engaño como una mejora para el consumidor solo debemos asumir que el consumidor cree estar mejor. Como en esa perspectiva el consumidor revela sus preferencias mediante sus compras, y es omnisciente (o casi), todos estamos mejor y la economía crece. ¿Pero qué sucedería si esos casos se pudieran identificar y sumáramos toda la lista de bienes superfluos e innecesarios de cuya compra nos arrepentimos? ¿Sería el producto interno bruto mayor o menor al de hace 50 u 80 años? Más allá del resultado, es claro que en la práctica el costo del arrepentimiento no parece exorbitante. No nos cruzamos con mucha gente que se lamente continuamente por gastos que no debió hacer o por malas decisiones, ni por haber sido engañada o humillada. Quizá la razón sea que esta demanda ingenua es posible porque la mayoría de nosotros tenemos trabajo, y podemos seguir gastando sin preocuparnos demasiado por nuestros sesgos. La rueda gira gracias al río revuelto.

Un sistema de regulaciones que detectara engaños y los castigara provocaría una recesión gigantesca y un enorme desempleo. ¿Cuántos productos nuevos se podrían vender sin publicidad engañosa? ¿Cuántos trabajadores no alcanzarían la productividad mínima para cobrar un salario digno? ¿Cuántos bancos se dedicarían a intermediar ahorro e inversión? En una película del talentoso comediante inglés Ricky Gervais, los habitantes de una ciudad no conocen la mentira; el film muestra con lucidez lo ridículo e insostenible que sería vivir en una sociedad guiada por la más pura honestidad. Mi punto es que la economía de ese mundo híper honesto sería inviable. Millones de productores no sabrían cómo asegurar sus ventas, millones de trabajadores tendrían que reconocer su impericia y millones de financistas tendrían que buscarse una actividad productiva.

Tampoco comparto la visión, sugerida veladamente por los autores, de que el engaño es la causa esencial de las crisis económicas. Es cierto que el fraude sutil cumplió un papel destacado en la crisis de 2009, pero pasaron 40 años entre los primeros amagos de desregulación financiera (que permitieron pescar inversionistas incautos) y la explosión final. Quien en los años setenta hubiera predicho una crisis inminente desatada por el libertinaje financiero habría sido desacreditado durante demasiado tiempo.

La moraleja es que es posible que aquello que nos permite sobrevivir en el capitalismo, si se exagera hasta el abuso, ponga en peligro el funcionamiento del sistema. Los reguladores deben tener la capacidad para detectarlo y crear redes adecuadas para contener la pesca excesiva.

Aunque el sistema en su conjunto pueda beneficiarse de las tretas publicitarias u otro tipo de engaños, la distribución de ingresos resultante no respeta los cánones de justicia más elementales. Existen individuos con más sesgos que otros, y empresas más hábiles que otras para explotar la pesca. En el mundo de AyS, por tanto, la relación entre productividad e ingresos queda en cuestión. Y no es raro escuchar que en el libre mercado los que se llevan la parte del león (o de la pesca) no son los más esforzados ni los más inteligentes, sino los más astutos y aprovechados; o en los términos de los autores, los mejores pescadores.

Un mundo plagado de engaños requiere atender consideraciones de equidad, y ahí el Estado tiene la última palabra. Si AyS tienen razón, no deberíamos dejar que el azar propio de esta sociedad determine el bienestar de millones de familias y de su descendencia. Es cierto que en ciertos periodos la desigualdad ha descendido en algunas regiones, pero esto no se debió al capitalismo sino a una acción más participativa del Estado. Cuando el Estado se retiró, como ocurrió desde los años setenta en Estados Unidos y parte de Europa, la desigualdad recrudeció. Los pescadores aprovecharon y se llevaron su tajada. El sistema funcionó, pero algunos lo aprovecharon mucho más que otros. Este es quizás el mayor desafío que tenemos por delante: cómo remediar la inequidad que nos deja el arte de pescar humanos.