10.18601/01245996.v19n37.13

EL EMBAJADOR SPRUILLE BRADEN EN COLOMBIA, 1939-1941

Spruille Braden*

* Tomado de Braden, S. (1971). Diplomats and demagogues: The memoirs of Spruille Braden. New Rochelle: Arlington House, pp. 193-228. Traducción de Alberto Supelano.

Fecha de recepción: 15-03-2017, fecha de aceptación: 04-09-2017.

Sugerencia de citación: Braden, S. (2017). El embajador Spruille Braden en Colombia, 1939-1941. Revista de Economía Institucional, 19(37), 265-313 DOI: https://doi.org/10.18601/01245996.v19n37.13


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Spruille Braden (1894-1978) fue embajador en Colombia entre 1939 y 1942, durante la presidencia de Eduardo Santos. Aprendió el español desde niño y conocía bien la cultura latinoamericana. Nació en Elkhor, Montana, pero pasó su infancia en una mina de cobre chilena, de propiedad de su padre, ingeniero de grandes dotes empresariales. Regresó a Estados Unidos para cursar su enseñanza secundaria. Estudió en la Universidad de Yale donde, siguiendo el ejemplo paterno, se graduó como ingeniero de minas. Regresó a Chile, trabajó con su padre en proyectos mineros y se casó con una chilena de clase alta. Durante su estadía suramericana no descuidó los vínculos políticos con Washington. Participó en la Conferencia de Paz del Chaco, realizada en Buenos Aires (1935-1936), y pasó al mundo de la diplomacia estadounidense, con embajadas en Colombia y en Cuba (1942-1945), donde estrechó lazos con el dictador Fulgencio Batista. Después fue a Argentina, y allí se enfrentó con Juan Domingo Perón a quien siempre consideró nazi-fascista.

Como verán los lectores de estos capítulos de su autobiografía, su estilo era directo, brusco, ajeno a sutilezas diplomáticas. Defendía los intereses de las compañías de su país con vigor y rudeza, aunque las criticaba cuando pensaba que manejaban mal sus asuntos. Como apuntó un observador, "su apariencia física reforzaba su personalidad. Mofletudo, con el tronco como un barril, enorme, era el prototipo del búfalo en un bazar de porcelana".

Braden odiaba por igual a los fascistas y a los comunistas; y no obstante los problemas de su país, que él mismo subrayaba, veía en Estados Unidos la sociedad ideal: democracia, libertad y gobierno representativo. Desde Washington influyó en el golpe de Estado que derrocó a Jacobo Árbenz, presidente de Guatemala, en 1954. Algo similar hizo con Nicaragua, donde contribuyó a instaurar la dictadura de Anastasio Somoza, quien le confirió la Gran Cruz de la Orden de Rubén Darío por sus "esfuerzos incansables en la causa de la libertad en toda América Latina". En una ocasión Braden afirmó que se oponía a la intervención extranjera en los asuntos internos de las naciones, pero cuando se trataba del comunismo -un problema internacional-, la pasividad era signo de debilidad. Eran los años más crudos de la Guerra Fría, la punzante rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética, país que apoyaba los alzamientos y gobiernos de izquierda en América Latina.

Los tres capítulos siguientes muestran un observador perspicaz del país a comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Dan noticias sobre las relaciones exteriores y las inversiones extranjeras. No escasean los trazos de algunas figuras de la política y la cultura de interés para sociólogos e historiadores. Los analistas David Bushnell, Stephen J. Randall y James D. Henderson se sirvieron de ellos y de sus informes al Departamento de Estado en sus estudios sobre las relaciones Colombia-Estados Unidos durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado.

Braden dejó una estela de imposición, pompa y alarde del poder estadounidense en los destinos de Iberoamérica.

Gonzalo Cataño

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CAPÍTULO XXII

1

En abril de 1937 Sumner Welles me escribió que el presidente quería que yo fuera a Colombia, donde la representación tendría el rango de embajada. Y subrayó que no era un cargo común y corriente sino una tarea difícil.

Apenas necesité que me lo dijera. Ante la inminencia de la guerra en Europa, la aerolínea alemana SCADTA en Colombia era una amenaza potencial para el Canal de Panamá. Había visto lo suficiente de las compañías Cóndor y Lufthansa y de sus operaciones en Suramérica, y sabía bastante de las intrigas y las esperanzas alemanas de una nueva guerra en el Chaco, para considerar la situación de SCADTA tan grave que un embajador debía enfrentarla. Los acontecimientos mostraron que tenía razón.

Otros problemas incluían las deudas colombianas, nacionales y locales, con tenedores de bonos estadounidenses, todas en mora, y los de los intereses estadounidenses en petróleo y energía. Cuando llegué a Washington a finales de 1938 hice lo que había hecho antes de ir a la Conferencia del Chaco: pedí los archivos del Departamento de Estado sobre todos los temas que me parecían importantes respecto a Colombia. Me asignaron un cuarto con una larga mesa en la que solía tener pilas de documentos de hasta 60 centímetros de altura, para disgusto del personal, que jamás había visto algo semejante. La costumbre era que un embajador, de carrera o no, asignado a un nuevo cargo viajara a Washington, visitara al presidente y al secretario de Estado, fuera agasajado por el jefe de misión del país al que iba a ir e hiciera una revisión superficial de cualquier asunto que le pidiera examinar un secretario del gabinete o una firma comercial: en suma, su vida entre cargos era ante todo social.

Cuando me convertí en subsecretario de Estado cambié eso. Todo funcionario que iba a una de las repúblicas americanas, como embajador o de menor rango, era informado a fondo de los problemas y la política, primero por un secretario, luego por el subdirector y el director de la oficina. Después yo tenía una o más sesiones con él, para repasar punto por punto y subrayar la política. Solo entonces le permitía viajar al país. Los hacía trabajar. Esa me parecía la preparación obvia para un nuevo cargo; pero era casi inaudita en el Departamento, y las demás secciones no adoptaron el plan mientras estuve allí. Mi sistema hoy se ha generalizado.

Además de estudiar los archivos sobre Colombia hablé con representantes de compañías estadounidenses que tenían inversiones o negocios en el país. No tuve que buscarlos; acudieron en tropel a verme. Y la Cámara de Comercio Colombo-Americana, que representaba a las empresas con negocios o intereses en Colombia, me dio un gran almuerzo en el Club de Banqueros de Nueva York.

La Sociedad Panamericana me honró con una gran cena, para la cual alquiló el Biltmore Roof. Allí conocí al famoso Capitán ("Cap") Torkild Rieber (q.e.p.d.), presidente de la junta de la Texas Oil Company, quien después se vio obligado a renunciar por su presunta asociación con el doctor Gerhard Westrick, agente de Hitler. Rieber hizo una gran fortuna construyendo barcos para Estados Unidos durante la guerra. En la cena, G. Butler Sherwell, que acababa de volver de España, felicitó a Rieber por haber suministrado a Franco 5 millones de dólares en gasolina. Rieber estaba encantado y orgulloso, y me contó en detalle cómo había extendido este cuantioso crédito a Franco.

Me sorprendió que manejara tan libremente los activos de su compañía. Tal como resultó, los accionistas de Texas nada perdieron porque Franco venció en la guerra. En realidad, Rieber había apostado por una potencia mundial totalitaria contra la otra: los falangistas, apoyados por Hitler, contra los republicanos, apoyados por Stalin. Mi actitud hacia esas dos fuerzas era: "ambas son una plaga".

El título de Rieber era real. Había sido capitán de un buque cisterna de la Texas Company y desde allí avanzó hasta llegar a presidente de la junta directiva. Cuando la Gulf Oil decidió vender la famosa Concesión Barco en Colombia, Rieber la compró y se hizo cargo de South American Gulf Oil Company. Luego convenció a Socony Vacuum de que comprara la mitad de la compañía. Días antes de que yo viajara a Colombia él se embarcó en un buque de pasajeros fletado por United Fruit con todos los directores de Texas Company y Socony Vacuum y algunos amigos y asociados comerciales, en un crucero de lujo a la Concesión Barco. Me invitó, como nuevo embajador, a acompañarlos; nunca entendió por qué me negué.

Más adelante hablaré de Cap Rieber y sus operaciones en Colombia. W. R. Grace and Co. me consultó sobre sus intereses en café, fábricas y embarques a través de su vicepresidente en Washington, Robert H. Patchin. American and Foreign Power estaba en verdaderos líos, y conversé con Curtis Calder, su presidente en ese entonces y después presidente de su junta directiva y de la de Electric Bond and Share.

Conocí a Calder en los años veinte, en una gran fiesta organizada por Ed Kilburn, vicepresidente de Westinghouse, quien llegó a ser gran amigo mío durante la electrificación chilena. Era texano, y lo llevó al norte Sidney Z. Mitchell, entonces presidente de Electric Bond and Share, la mayor de las grandes compañías de inversión. Mitchell, graduado en Annapolis -en los puestos más bajos de su clase-, había construido esa pirámide de compañías eléctricas. Él llevó a Calder a American and Foreign Power, una filial creada por Floyd B. Odium, después presidente de Atlas Corporation. Luego de crear compañías de inversión tan rentables en Estados Unidos, Mitchell y Odium decidieron hacer lo mismo en América Latina. Odium hizo un Grand Tour y compró propiedades en 11 países, incluida Colombia.

Curtis y yo nos hicimos buenos amigos. Él y su mujer, María y yo, salíamos a bailar juntos. En Chile, en 1931, me impresionó la mala situación de las filiales de American and Foreign Power, y a mi regreso advertí a Curtis que el problema era amenazante y que su gerente no era la persona adecuada para el trabajo. No le preocupó.

De vuelta a Chile en 1933, supe que las filiales tenían problemas de cambios y que el gerente de Calder acudía al mercado negro. Le advertí a Curtis: "Eso está bien para una compañía chilena, pero una compañía estadounidense no debería arriesgarse. Lo sabrán algún día, y tendrás problemas".

Tampoco me creyó. Después de mi regreso de la Conferencia Comercial le volví a advertir que algún día tendría problemas. Me preguntó qué le sugeriría, y le dije: "Debes enviar a alguien para que ponga orden, y rápidamente". No tenía a quién enviar. Le declaré mi intención, y mostré mi disposición si los términos eran satisfactorios. Nada sucedió.

Eso fue en julio de 1935. En septiembre, justo después de que acepté ir a la Conferencia del Chaco, él me llamó. "Spruille", me dijo, "tengo un lío infernal en Chile".

"No me sorprende", respondí, "en vista de lo que he intentado decirte durante varios años, y sobre todo en vista de nuestra última conversación".

"Sí, lo sé. Te necesito desesperadamente. Quiero verte mañana. Fija los términos -lo que quieras- para ir a Chile en nuestro nombre". "Curtis", le dije, "te retrasaste 24 horas. Esta mañana acepté la embajada en la Conferencia de Paz del Chaco, y mañana a las 8:30 saldré para Washington para posesionarme".

Acepté pensar en su situación y aconsejarle; Thurman Lee estaba conmigo en Stonehurst, y accedió a ir la mañana siguiente a la oficina de Calder y transmitir mis recomendaciones. Yo sabía que el ministro de Hacienda de Chile era la persona crítica o siniestra en ese momento. Aconsejé a Curtis que contratara como abogado a mi amigo Ernesto Barros Jarpa lo más pronto posible. Él me transmitió su agradecimiento por mi consejo.

Unos seis meses después Curtis llegó a Buenos Aires. Cuando le pregunté si había contratado a Barros Jarpa me dijo que no; que su vicepresidente en Chile se había opuesto. No más de tres meses después, el gobierno chileno obligó a su compañía a hacer un trato que implicaba compartir los cargos directivos y aceptar como presidente a un candidato del gobierno: Ernesto Barros Jarpa.

Antes de salir para Bogotá tuve una larga conversación con Calder. Admitió que la inversión de su compañía en Colombia estaba sobrevalorada en un 30%; habían pagado demasiado por sus propiedades.

Aun así, recibían rendimientos por el 70% restante, pero nunca habían obtenido un centavo por sus acciones ordinarias y no más del 1% por las preferenciales.

"Los colombianos están clamando al cielo", dijo Curtis, "porque no les damos suficiente energía. ¿Y cómo podemos, con las tarifas que fijan? No puedo tomar dinero en préstamo al 5 o 6% aquí y ponerlo allí donde solo conseguimos un 1% por las acciones preferenciales y nada en absoluto por los gastos administrativos y de otro tipo". Y tenía razón, por supuesto.

Fui a Colombia bien informado de los problemas de American and Foreign Power. Me visitaron otras empresas interesadas en Colombia: el National City Bank, South American Gold & Platinum, varias compañías petroleras y otras, estuviesen o no en problemas. Pero hubo una excepción: Pan American Airways.

Revisé cuidadosamente los archivos de SCADTA -una aerolínea alemana-, y aprendí todo lo que pude. Había pocos y vagos indicios de un posible vínculo entre Pan American Airways y SCADTA. Eran tan pocos y tan vagos que discernirlos era casi equiparable a la clarividencia. Empecé a pedir al Departamento de Estado información sobre la relación entre Pan American Airways y SCADTA.

Nadie pudo responder. Algunos alegaron que no había ninguna. Pedí que verificaran con el Departamento de Guerra y Marina. Nadie sabía de una relación. Por fin, una semana antes de viajar, le pedí a Larry Duggan, en esa época jefe de la División de Repúblicas Americanas, que me concertara una cita con Juan Trippe, presidente de Pan American. Larry lo llamó por teléfono en nombre de Sumner Welles, y la solicitud de una entrevista era prácticamente una orden del Departamento de Estado. Pero lo mejor que el señor Trippe podía hacer era darme cita en su oficina un día antes de embarcar. Yo estaba demasiado preocupado para entrar en ceremonias y acepté la cita. Pero cuando llegó el día, el señor Trippe no pudo verme. Lo llamaron fuera de la ciudad; qué pena.

El señor Trippe después puede haber lamentado ese "asunto urgente fuera de la ciudad". Pero en ese momento estallé en cólera. Llamé a Duggan y le dije que armara un infierno en Pan American y exigiera que me recibiera alguien con autoridad ese mismo día. El resultado fue una cita con Evan Young, un vicepresidente que Juan Trippe había contratado desde el servicio exterior. Entré en la oficina del señor Young muy molesto por el trato desdeñoso que había recibido. Y cuando él intentó evadir la cuestión y darme la impresión de que Pan American no tenía interés en SCADTA, golpeé la mesa y dije: "Señor Young, Pan American Airways tiene interés en SCADTA, y me propongo saber cuál es ese interés!".

Entonces se descompuso y confesó que era del 84%. Si el señor Trippe hubiese cumplido la cita tal vez solo habría conocido ese hecho tan importante mucho después, y los sucesos futuros podrían haber tomado una dirección diferente.

2

Además de ser frecuente y generosamente agasajado durante este intervalo entre cargos, me honraron con una invitación que aumentó notablemente la carga del trabajo que había emprendido. La Universidad Johns Hopkins me invitó a pronunciar la Conferencia Meier Katz y, a la vez, recibir el doctorado honorario en derecho en una convocatoria especial. María y yo fuimos a Baltimore y estuvimos dos días como invitados del presidente Isaiah Bowman. El acto se realizó el 4 de enero de 1939, y el doctor Stephen Duggan, director del Carnegie Endowment y padre de Larry Duggan, leyó la notificación. Después pronuncié mi conferencia, un resumen y un análisis general de las negociaciones de paz del Chaco con algunas conclusiones sobre el tema de la guerra. Era la segunda vez en su historia que Johns Hopkins hacía una convocatoria especial; y puesto que la primera fue para el mariscal Ferdinand Foch, me sentí tan honrado por la convocatoria como por el título.

En 1937 vendí Stonehurst, y Thurman Lee nos alquiló una casa en la Calle 81 Este. Allí vivían nuestros hijos y Laura, hermana de María, supervisaba la casa. Cuando María y yo regresamos, la casa estaba totalmente llena. Allí se encontraban Anna, hermana de María, mi hija mayor Maruja, que se había casado en Buenos Aires, y su marido, William Lyons. También estaba llena de perros, y el cuarto de mi hijo menor, Spruillito, atestado de acuarios con peces tropicales.

Esos peces ocasionaron una confusión a nuestra llegada a Nueva York. Los reporteros, que fueron al barco a entrevistarme, querían saber cuándo me había interesado en la cría de peces. No supe de qué hablaban hasta que me enteré de que Spruillito había ganado un premio del Museo de Historia Natural por haber producido una nueva variedad de peces. En vez de participar en el concurso como Spruille Braden Jr., se registró como Spruille Braden.

La historia de los peces no terminó allí. Spruillito estaba muy orgulloso de sus peces, y tenía luz eléctrica detrás de los acuarios para mostrarlos. Sus hermanas no compartían su entusiasmo; luchaban continuamente para que cambiara el agua y evitar que un mal olor llegara a los pisos superiores. No sintieron pesar alguno cuando le dije a Spruillito que no podía llevar sus apreciados peces a Colombia.

Ni María ni yo pudimos hacer el equipaje hasta la noche antes de zarpar. Yo bajaba el equipaje a eso de las tres de la mañana cuando, al subir las escaleras, vi en el rellano una maleta en un charco de agua. Vociferé contra los tres perros. Pero el agua venía de la maleta y la maleta era de Spruillito; había desmontado sus acuarios y había echado agua, arena con guijarros, pez y todo en ella. Cometí una gran injusticia con los perros.

Viajamos en uno de los grandes buques de pasajeros de Grace Line. Spruillito y nuestra hija Laurita viajaron con nosotros, así como las hermanas de María, quienes siguieron hasta Chile con los perros. La manera usual de ir a Bogotá era desembarcar en Barranquilla, hacia el lado caribe del istmo, y seguir por avión. Pero antes de salir de Buenos Aires había decidido pasar por el Canal y desembarcar en Buenaventura, en el Pacífico. Quería consultar al comandante de la Zona del Canal, el general David L. Stone, sobre las defensas del Canal y sobre SCADTA. Él y su personal estaban muy nerviosos por lo que los pilotos alemanes de SCADTA le podrían hacer al Canal en caso de guerra. No estaban especialmente alertas a otros peligros.

Buenaventura era entonces una de las ciudades más desagradables del mundo. Tropical, palúdica, húmeda y llena de fango. Era también primitiva. Estuvimos una noche en su único hotel, incómodo y nada limpio, y salimos en tren el día siguiente al amanecer. El capitán John C. (Toby) Munn, mi agregado naval, quien me sería invaluable, se nos unió en Buenaventura y compartió la incomodidad de nuestra noche de alojamiento.

En el tren a Cali íbamos en un vagón privado, con guardias en cada puerta. En Cali nos recibieron el alcalde y varios funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores, y la colonia estadounidense nos ofreció una gran recepción y una cena. Pasamos la noche en un hotel mucho mejor que el de Buenaventura, y en la mañana volvimos a nuestro vagón privado para el viaje hasta el final de la línea férrea. Allí se descargaron los dos autos que había traído: una limosina Packard para uso oficial y un Plymouth para uso general. (Los compré yo mismo, pues como embajador no tenía derecho ni siquiera a uno, aunque mi agregado naval disponía de coche y conductor.) La embajada había enviado dos hombres que podían conducir, uno de ellos el "mensajero", que era en realidad el chofer oficial.

Apilamos el equipaje en el Plymouth y condujimos el Packard por el Quindío, a más de 3 mil metros de altura. En esa etapa íbamos sin guardias, aunque los atracos y los asesinatos no eran infrecuentes. De esas alturas descendimos al valle del río Magdalena, hasta Apulo, a 150 metros sobre el nivel del mar, el lugar de veraneo favorito de los bogotanos. Nunca tuvimos la tentación de volver. El lugar es muy caliente e infestado de serpientes venenosas e insectos.

Allí nos esperaba el lujoso vagón privado del presidente para el ascenso final a Bogotá, a unos 2.600 metros sobre el nivel del mar. Llegamos después del anochecer y nuestro vagón privado al final del largo tren estaba prácticamente fuera de los patios cuando nos detuvimos. Recorrimos lo que nos pareció media Bogotá antes de divisar la alfombra roja oficial, a la guardia armada y al jefe de protocolo esperando para recibirnos.

Como nos habían dicho que sería imprudente vivir en un hotel hasta encontrar una casa, había alquilado una, por medio de la embajada, de un colombiano rico que vivía en el extranjero la mayoría del tiempo. Era hermosa pero frágil. Antes de pasar mucho tiempo se desprendió un trozo de pared, de unos 15 centímetros, del fastuoso pasillo principal, sin razón aparente, exponiéndonos al viento y las tormentas. Cuando llovía, como ocurre sin cesar en ciertas épocas del año, debíamos tener gran cantidad de cacerolas y baldes bajo las goteras. Justo antes de nuestra primera gran recepción, cuando pasé por una de las salas sentí que el piso se hundía bajo mi peso. Incluso bajo el ligero peso de María. Lo revisamos y vimos que, si un gentío la ocupaba en la recepción, el piso se hundiría; una caída de no más de un metro pero suficiente para romper brazos y piernas. Había que levantar las tablas y reforzar las vigas antes de hacer alguna recepción.

Todo el personal esperaba en esa casa para recibirnos, con champaña; y las esposas nos habían preparado una cena. Al momento, el mayordomo entró y anunció, "Cuando les provoque".

En Chile el verbo provocar tiene una connotación sexual. María y yo quedamos algo desconcertados y él tuvo que repetir la expresión antes de entender qué quería decir: "La cena está lista cuando ustedes lo estén". Es la manera usual de anunciar una comida en Colombia.

Nunca tuvimos un mejor sirviente que ese mayordomo. Se hizo cargo de la casa y la dirigió con gran inteligencia y eficiencia. Lo heredamos de nuestro casero, y cuando nos fuimos lo cedí a la embajada, para que ocupara el lugar del mensajero jefe, que se jubiló.

No tuvimos esa suerte con los cocineros. No había un buen cocinero en toda Bogotá. Aun los mejores restaurantes que atendían nuestros almuerzos y cenas eran insatisfactorios. Nos recomendaron una cocinera conocida como banquetera. Estaba tan nerviosa que se abatía cada vez que dábamos un almuerzo o una cena; es decir, una o dos veces por semana. De modo que, durante la mayor parte de nuestros tres años en Colombia, María tuvo que supervisar e incluso preparar la comida, subir las escaleras y vestirse, volver al primer piso para dar una mirada final a lo que hacía la cocinera y luego recibir a sus invitados, y esperar lo mejor.

Esas crisis no son raras en una embajada, a juzgar por nuestra experiencia. Recuerdo una en particular cuando era embajador en Cuba. Dábamos un gran almuerzo formal al cardenal Denis J. Dougherty, quien era un gourmet. A las 11 de la mañana se fueron el cocinero, el ayudante de cocina y el lavavajillas; a la una de la tarde llegarían 46 personas. María bajó a la cocina con su criada personal y la lavandera, sacó 46 perdices del congelador, preparó la comida, luego se vistió y bajó a recibirlas. Durante el almuerzo, la marquesa Pinar del Río se dirigió a ella y le dijo:

"Veo que tienes un nuevo chef ".

"Sí", dijo María, "así es".

"Es mucho mejor que el que tenías", le dijo la marquesa.

Tener que vivir en Bogotá como el "monarca trabajador" de Gilbert fue muy duro para María, pues nunca se sintió bien durante los tres años de estancia en Bogotá. Por una razón desconocida -quizá por la combinación de la elevada altura y la humedad- el clima suele ser muy duro para los extranjeros, en especial para las mujeres, María se deprimía y empezaba a llorar sin tener la más leve idea de por qué estaba llorando. O se ponía tan irritable que a veces yo salía de la casa para dejarla sola, sabiendo que era un asunto de nervios.

Después de estar allí un año, el primer secretario de la embajada, Gerald Keith, me habló confidencialmente de su preocupación por Helen, su mujer.

Yo lo interrumpí: "¿Quiere decir que ella empieza a llorar sin saber por qué?", le dije y le describí los síntomas de María.

"¿Cómo sabe? ¿Ella se lo contó a la señora Braden?".

"No. Estoy describiendo el comportamiento de la señora Braden; y parece que le ocurre a la mayoría de las mujeres de nuestro personal, salvo que sean jóvenes como mis hijas".

Incluso los bogotanos se veían afectados; y como hay una veta de desánimo en el carácter indígena, había muchos suicidios. Los bogotanos los atribuían a los vientos cálidos de los llanos (las llanuras del Orinoco, al oriente) y hablaban del "tiempo de suicidios", así como los chilenos hablaban del "tiempo de terremotos". Había varios métodos para suicidarse, y el más popular era lanzarse en el Salto del Tequendama, a unos 25 kilómetros de la ciudad. Otro, que se hizo popular durante nuestro último año allí, era meterse un taco de dinamita en la boca y encenderlo. Ese era muy desagradable para la embajada. La plaza de la ciudad preferida para ello solo estaba a dos cuadras de la cancillería. También era muy popular cortarse las venas de la muñeca.

Fuese cual fuese el método, el suicida dejaba un poema, y esos poemas siempre se publicaban. Muchos suicidios, por razones desconocidas, ocurrían el domingo. El martes, el poema, a menudo varios, lleno de tonterías, era publicado en los principales diarios.

3

Uno o dos días después de nuestra llegada a Bogotá convoqué una reunión del personal de la embajada para manifestarle mis políticas. Noté que Jim (James H.) Wright, uno de los secretarios (su cargo oficial era tercer secretario), parecía entusiasmado. Más tarde supe de sus esfuerzos para persuadir al encargado de negocios de que el Departamento de Estado tratara de resolver varios problemas que mencioné, pero sin éxito. William Dawson, el ministro que me precedió, era gentil, afable y simpático, pero carente de energía. Así, la misión de Colombia no tenía un jefe firme ni decidido desde que Jefferson Caffery partió en 1932.

Jim Wright resultó ser la única persona en que podía confiar. Tenía una mente brillante y se sabía de memoria casi todo Shakespeare. Había servido nueve años en Alemania, hablaba alemán con fluidez y no tenía ilusiones sobre los nazis. Tampoco sobre los comunistas; estaba seguro de que Alger Hiss era comunista antes de que lo descubriesen.

Jim pronto se convirtió en mi mano derecha. Entendía cómo pensaba y cómo me expresaba; podía redactar un despacho que yo firmaría casi sin ninguna revisión. Pero le hice pasar un infierno para enseñarle. Una vez le pedí que redujera una declaración de 30 páginas que él había redactado a una sola. En su primer intento la redujo a 15 y en el segundo a dos. Luego yo la comprimí a la página exigida, añadiendo otra reflexión. Jim se fue furioso, pero aprendió la lección.

Cuando Jim fue llamado a Washington remití un informe muy elogioso sobre él. Sirvió en el Departamento durante algún tiempo, en tareas que superaban su edad y su rango. Quise llevarlo conmigo cuando fui a Argentina como embajador. Pero Harry Norweb me sustituía en Cuba, y como Norweb estaba más interesado en hablar por teléfono con sus agentes de bolsa de Nueva York y en su colección numismática, enviaron a Jim como consejero para hacer su trabajo. Cuando me convertí en subsecretario de Estado lo nombré como mi asistente especial. Él y su esposa Midge también se convirtieron en íntimos amigos nuestros; estuvieron con nosotros durante un tiempo después de que volvimos a Washington de Argentina.

Jim enfermó de leucemia mientras trabajaba conmigo en el Departamento y le dieron tres meses de vida. Pero tuvo un restablecimiento tan notable que se decidió que el diagnóstico fue equivocado. Cuando dejé el Departamento pedí al secretario Marshall y a mi sucesor como subsecretario, Norman Armour, que nombraran a Jim Wright como embajador en Nicaragua, donde el trabajo no sería agotador y podría recibir mucho sol. Lo nombraron, en cambio, director de la Oficina de Repúblicas Americanas, una tarea extenuante en la que debía trabajar días, noches, domingos y días festivos.

Desde entonces su salud se deterioró. Murió poco más de un año después de mi partida. Siempre he considerado su muerte como una de las grandes pérdidas personales de mi vida.

Después de un breve tiempo en Colombia conseguí un agregado comercial muy capaz y trabajador, Merwin Bohan, quien había servido en Bolivia y en Chile. Tan pronto llegó le dije que quería tener una "lista negra" de los que trataban con el enemigo para que no tuviésemos que andar a las carreras cuando lo necesitásemos, como yo estaba seguro de que sucedería. Empezamos a trabajar en ella de inmediato, y Bohan fue de gran ayuda. Después de Pearl Harbor, cuando se ordenó a todas las misiones que hicieran listas negras, simplemente envié la nuestra al Departamento.

Mi agregado naval, el capitán John C. (Toby) Munn era oficial de aviación en la Infantería de Marina. Tenía a su mando dos rudos sargentos muy altos. Vivía en Bogotá, pero también era agregado naval en Ecuador, Venezuela, Panamá y Costa Rica. Tenía un hidroavión Grumman monomotor. En los vuelos a Cali, muy frecuentes, llenaba el tanque antes de despegar. Luego, cuando llegaba al punto donde debía remontar las montañas (ascender a 6.400 metros), daba vueltas hasta que el avión estaba suficientemente ligero, ascendía, cruzaba al otro lado y bajaba velozmente a Cali, llegando con apenas una gota de combustible. A través del Departamento de Estado hice una enérgica protesta al Departamento de Marina por poner en peligro la vida de un oficial y un sargento en un avión tan inadecuado.

El agregado militar era un coronel con sede en Costa Rica y, salvo que fuera citado por alguna razón especial, llegaba por algunas semanas cada 18 meses. Así fue al principio. Cuando salí de Colombia teníamos un agregado militar permanente, un coronel cuyo personal consistía en un teniente coronel, un mayor, un capitán y no sé cuántos sargentos. La oficina del agregado naval creció casi en igual proporción, pero el invaluable Toby Munn ya había sido transferido.

Después de entrar en la guerra, las tareas económicas y políticas aumentaron notablemente, y mi personal aumentó en concordancia. Pero antes de eso nunca parecía tener suficiente ayuda taquigráfica y de oficina. Mis esfuerzos para persuadir al Departamento de que enviara más taquígrafos y oficinistas fracasaron repetidamente. Enviaron a un hombre, excelente taquígrafo, pero debía trabajar no solo para mí sino para mis dos secretarios principales. Renunció después de trabajar tres meses y perder 25 libras. Bombardeé al Departamento con demandas de ayuda adecuada, y los demás jefes de misión hacían lo mismo. No sirvió. Cordell Hull había decidido que el presupuesto, en 1938 de unos 15 millones de dólares al año, era exorbitante y se debía reducir. Parecía un callejón sin salida. Y duró más de un año.

Al fin logré un gran avance, no por haberlo planeado sino porque tuve suerte. En abril de 1941 fui solo a Washington. Una noche, después de pasar un tiempo con amigos en mi hotel, el Carlton, vi a Frances Nash Watson, hija de un amigo de mi padre -E. W. Nash, con quien comenzó la Braden Cooper Company-, cenando con su marido, el general Edwin ("Pa") Watson, Missy Le Hand y Harry Hopkins. Fui a su mesa a saludarlos y me invitaron a tomar un trago. No conocía a Hopkins pero sabía, por supuesto, cuán cercano era al presidente.

Me preguntaron cuál era la situación en Colombia, y aproveché la oportunidad para expresar mi queja a Hopkins. "¿Quiere decirme", me preguntó, "que el Departamento no le da la ayuda taquigráfica adecuada?". "Exactamente, como le he dicho", contesté.

"Todo lo que tiene que hacer", dijo Hopkins, "es mover el dedo meñique. Puede tener 500 mil dólares antes de la diez de la mañana para eso si los quiere, para lo que necesite. Dígales lo que le acabo de decir". Y eso era todo lo que necesitaba. Fui al Departamento de Estado la mañana siguiente y les dije a los altos funcionarios administrativos, incluido Sumner Welles, lo que Hopkins me había dicho. En pocas semanas tuve toda la ayuda que había pedido.

En ese mismo encuentro con Harry Hopkins, él se refirió al tema de los hoteles, y yo mencioné cuán inadecuados eran los de Bogotá. El principal era el Granada, al que la gente solía llamar la gran nada. Hopkins preguntó si era así en otras ciudades latinoamericanas.

"Hay buenos hoteles en Buenos Aires", le dije, "y algunos en Río; pero en general no son muy buenos".

"Eso lo podemos arreglar fácilmente", dijo él. "¿Cuánto costará instalar un buen hotel en Bogotá? ¿Diez millones de dólares?".

"Se puede construir un hotel perfectamente adecuado por mucho menos".

"Bien, da igual", dijo él. "Lo que sea. En esas otras ciudades, todo lo que necesiten. Solo iremos allá, instalaremos hoteles, los pondremos en marcha y los dirigiremos".

"Señor Hopkins", dije yo, "nunca he estado en el negocio hotelero, pero sí en el de bienes raíces, y sé que uno de los problemas más difíciles en la hotelería es el administrativo. Y sin una administración adecuada se pierde hasta la camisa".

Su respuesta fue que conseguiría jóvenes recién graduados en la universidad para que dirigieran los hoteles. No esperaría un rendimiento de más del 3 o el 4%; eso sería suficiente.

"No puede obtener ese rendimiento", le dije, "sin una administración competente. Se debe planear un 20 o un 25% y luego quizá se pueda obtener un 6 o un 7%".

"No, no. No queremos eso. Solo queremos 2, 3 o 4. De hecho, deberíamos hacer eso en toda una serie de negocios; simplemente tomar algunos chicos de universidad y enviarlos allí y dejarlos hacer. Les podemos pagar veinte o veinticinco mil dólares al año".

Obviamente Harry Hopkins no tenía ni idea del valor del dinero ni de la naturaleza de los negocios. Pero me consiguió los taquígrafos que necesitaba.

4

El presidente de Colombia Eduardo Santos se convirtió en buen amigo mío. Era honesto y paciente, defensor del gobierno republicano representativo pero políticamente tímido. Cuando llegué por primera vez estaba un poco temeroso. A los últimos dos presidentes de Colombia se les había acusado de dejarse dominar por Estados Unidos, y no quería recibir la misma crítica. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que me diera su confianza hasta el punto de confiarme el número de su teléfono privado para que pudiera pasar por alto al ministro de Relaciones Exteriores, López de Mesa, un personaje fantástico que vivía en la estratósfera, como les gustaba decir a los bogotanos, y era casi imposible que se ocupara de asuntos mundanos. Santos y yo resolvimos muchos asuntos por esa línea privada. Si debía recurrir a él me invitaba a ir al palacio o me recogía para dar un paseo mientras hablábamos. O lo encontraba en su casa. Siempre era accesible, comprensivo y razonable, aunque a menudo indeciso.

A propósito de esa relación, en 1954 ambos fuimos invitados al almuerzo del decano Carl Ackerman, en la Universidad de Columbia, y durante el almuerzo Eduardo dijo que siempre había pensado que la relación ideal entre una gran potencia y un país más débil se había manifestado mientras fui embajador en Colombia.

Yo dije: "Por supuesto, eso es lo que usted logró".

"No", contestó, "lo hicimos ambos. Trabajamos juntos en ello".

"Bueno", dije, "tengo un argumento en contra. Seguí políticas y procedimientos idénticos en mis otros cargos y no tuve los mismos resultados felices. Un testigo, Perón. Intenté hacer lo mismo con él. Es el presidente y no el embajador quien lo consigue".

El ministro de Relaciones Exteriores, López de Mesa, se parecía a Don Quijote, salvo que era rubio y sin barba, y era igualmente aterrizado. Su estilo literario era uno de los más difíciles que haya encontrado. Me regaló algunos de sus libros. Nunca he tenido valor para leerlos. Una vez tuve que lidiar con una traducción de su pluma, de dos páginas. Habíamos recibido instrucción del Departamento de pedirle al canciller sus opiniones sobre la naturaleza del mundo de posguerra, y que fuera breve. Esas dos páginas eran el resultado.

Le di la declaración para que la tradujera a un estadounidense que había vivido en América Latina toda su vida, buena parte de ella en Bogotá, y que conocía su excelente español. Él trabajó en ese documento tres o cuatro días. Luego lo entregué a Gerry Keith y Jim Wright, y cuando acabaron lo intenté yo mismo. Me tomó dos horas, con diccionario en mano, revisar lo que consideré una interpretaciónn fiel del original, pero en un inglés inteligible.

Aunque López de Mesa era conocido por tener la cabeza en las nubes, podía ser muy práctico y cuidadoso cuando el espíritu lo impulsaba. Además, podía ser un conversador encantador. Y en su cargo oficial se esforzó por ser justo con Estados Unidos.

Era soltero, pero no ascético. Cuando estuve allí se rumoraba que era uno de los amantes de una mujer alemana conocida como espía nazi. Con otra alemana tenía un hijo ilegítimo que, con el apellido de su madre, era capitán del ejército colombiano y pro nazi, como muchos de sus camaradas. Un día, mis hijas Laurita y Pat iban de paseo con algunos amigos cuando se les unió un grupo de oficiales del ejército. Más tarde decidieron detenerse a tomar un aperitivo. Mis hijas hablaban español sin acento, y los jóvenes oficiales no dudaron en manifestar sus sentimientos políticos. Sus comentarios pro nazis entusiasmaron tanto al encargado del restaurante que llevó a todo el grupo a una habitación trasera y le mostró con orgullo una máquina para hacer balas. Las dos chicas me lo comentaron enseguida, y yo le informé al ministro de Guerra. Allanaron el lugar y confiscaron la máquina. Uno de los oficiales era hijo de López de Mesa.

El ministro de Relaciones Exteriores me gustaba realmente; pero cuando la presión del trabajo y la preocupación aumentaron con la guerra, me pareció exasperante que me instruyera sobre su teoría de los perjuicios de la minería en general cuando intenté discutir el perjuicio específico del contrabando de platino de Colombia para la máquina de guerra alemana. Tuve que recurrir a Santos, quien hizo arreglos para que cualquier problema que yo tuviese que discutir lo tratara directamente con el ministro correspondiente. Así me permitió resolver asuntos específicos sin tener que pasar por el ministro de Relaciones Exteriores, aunque tuve el cuidado de mantenerlo informado de manera general para evitar conflictos con él.

El presidente Santos lideraba un ala del partido liberal. La otra era liderada por Alfonso López, a quien conocí en la Conferencia de Montevideo y cuyo brillante "apoyo" que me brindó en una reunión de su comité ya elogié en un capítulo anterior. Los dos sentían desagrado mutuo, y Santos siempre estaba nervioso por la reacción de López a su comportamiento en las relaciones colombo-estadounidenses. López no era muy buen amigo de Estados Unidos, aunque fue educado en este país y tenía muchos nexos con empresas estadounidenses. Irónicamente, durante su presidencia muchos colombianos asumieron que esos antecedentes lo predisponían naturalmente a aceptar la dominación estadounidense. Estaban equivocados.

En su juventud, López y el dictador del partido conservador, Laureano Gómez, fueron grandes amigos a pesar de sus diferencias políticas. Después se volvieron enemigos fervientes, y durante mi estancia en Colombia había gran rencor entre ellos. Años después, la esposa de López murió y Gómez le escribió una carta de simpatía que revivió su vieja amistad.

Laureano Gómez, senador y dueño del diario El Siglo, logró que la actitud antiestadounidense de López pareciera una cálida amistad. De paso, aunque fue presidente de Colombia era tan anticolombiano que publicó un libro violento e insultante sobre la tesis de que todos los pueblos ecuatoriales eran abyectos, incluso el suyo. Parecía preferir a los alemanes, con quienes tenía vínculos comerciales. Políticamente era firmemente pro nazi.

Después de un tiempo de estar en Colombia le sugerí a Santos que, si no tenía ninguna objeción, me convendría conocer a Gómez, quien había estado alborotando contra Estados Unidos en el Senado y en El Siglo aun antes de mi llegada. Santos pensó que era una buena idea, y organicé la reunión. Duró cuatro horas.

No perdí tiempo en abordar el tema de sus quejas contra Estados Unidos: el "imperialismo yanqui" y todo eso, en especial nuestro "robo" de la Zona del Canal. Para mi asombro, después de media hora interrumpió lo que me pareció una disertación elocuente y persuasiva sobre el "robo" para decir que pensaba que la separación de Panamá había sido lo mejor que le había ocurrido políticamente a Colombia porque los panameños eran una caterva inferior sin remedio.

No, prosiguió, su queja principal era sobre los intentos de nuestros misioneros protestantes de convertir a los latinoamericanos. Pude darle la razón sobre eso, en parte por mi propia experiencia en Chile. Siempre tuvimos sacerdotes católicos en nuestras minas, le dije, y no permitíamos que misioneros protestantes trabajaran entre nuestros empleados, al observar que la conversión privaba al converso del consuelo de la fe católica sin ganarlo realmente para el protestantismo, haciéndolo vulnerable a la infección comunista.

Discutimos sus críticas punto por punto, y al final de nuestra entrevista Laureano declaró que no había ninguna razón para que nuestros dos países no fuesen los mejores amigos. En el ardor de este sentimiento nos despedimos afectuosamente, y durante seis meses no hubo ataques, mientras que en sus referencias personales hacia mí expresaba alta estima. Yo lo agasajaba en la embajada y lo veía en otras ocasiones sociales. Éramos los enemigos más amables.

Pero de repente y sin razón aparente volvió al ataque. Me reuní con él de nuevo para una larga charla, después de la cual todo volvió a estar bien. Y así continuó, hasta Pearl Harbor.

Entre mis auténticos amigos del partido conser vador estaba Augusto Ramírez Moreno, algo más joven que Laureano Gómez y notable orador; el único que lo había derrotado en el debate, y quien en esa ocasión habría asumido la jefatura conservadora si el presidente no hubiese levantado la sesión. Conocí a Ramírez poco después de mi llegada, y por alguna razón me gustó. Era amistoso con Estados Unidos y admiraba especialmente a Roosevelt. Por ello confiaba en él y en Roberto Urdaneta Arbeláez, después presidente de Colombia, cuando necesitaba cooperación de los conservadores.

Me la dieron el día de Pearl Harbor. Cuando estalló la noticia llegaron voluntariamente a la sede de la embajada. Desde allí telefonearon a destacados líderes conservadores de todo el país, y en un par de horas obtuvieron unos veinte importantes compromisos para pedir al presidente Santos que rompiera relaciones con el Eje. Esa misma noche convencí a Alfonso López para que telefoneara al presidente y le recomendara romper relaciones. El presidente, con el apoyo de sus opositores liberales y de veinte importantes dirigentes del partido de Gómez, rompió las relaciones la mañana siguiente, una acción que difícilmente habría osado iniciar.

5

Había un fuerte sentimiento antiestadounidense entre el clero colombiano; y en la zona de Urabá algunos sacerdotes españoles estaban ligados a los nazis y dedicados al espionaje; una situación que no era rara en países latinoamericanos con clerecía española. Yo tenía por regla reunirme con tantos clérigos como pudiera, incluidos algunos jesuitas antiestadounidenses. Una orden religiosa española difundía propaganda antiestadounidense cerca del Golfo de Urabá.

Pero el principal ataque católico provenía de mucho más arriba, del arzobispo de Colombia, cuya carta pastoral seguía la pauta de los embates de Laureano Gómez, con algunas adiciones. Una de ellas la llamada "historia de Moreno", una de las favoritas entre los católicos antiestadounidenses de toda América Latina.

Se la atribuía a mi buen amigo el doctor Isidoro Ruiz Moreno; y decía que, durante su gira por los países suramericanos, le preguntó a Theodore Roosevelt: "¿Cuándo espera Estados Unidos tomar el control de América Latina?". Se suponía que el ex presidente había respondido: "Tan pronto nuestros misioneros protestantes hayan convertido al protestantismo a todos sus católicos". Siempre he considerado apócrifa esa historia. Pero si fuese cierta, el significado obvio de la respuesta de Roosevelt era: "Nunca".

La carta del arzobispo era tan virulentamente antiestadounidense que, cuando se la leyó en la misa, María casi se sale de la iglesia, y algunas de sus amigas se avergonzaron tanto que le expresaron su pena después del servicio. De nuevo acudí al presidente, esta vez para preguntarle si tenía alguna objeción para que yo conversara con el arzobispo. Dijo que era una buena idea.

Su excelencia me recibió de una manera peculiar que por supuesto entendí, aunque nunca antes o después ningún prelado católico lo hiciera así. Se sentó entronizado en un estrado de dos o tres escalas de alto, mientras yo lo miraba desde una silla de bambú más baja. Empecé a repetir las explicaciones que habían satisfecho a Laureano Gómez, pero no llegué muy lejos cuando el arzobispo me interrumpió: "No conoce todo la historia, señor embajador. Tenía otros dos párrafos que omití por consejo de mis asesores. Eran sobre el Canal de Panamá".

No fue culpa suya haber fallado el blanco. Debo recordar, no obstante, que la audiencia terminó en un tono amable.

Cuando fui a Estados Unidos en la primavera de 1940, resolví ver al cardenal Spellman, a quien describí la situación. Enseguida se ofreció a informar al Vaticano y pedir que les enviaran instrucciones apropiadas al nuncio apostólico y al arzobispo. Le dije que pensaba que quizá sería mejor que yo manejara la situación a nivel diplomático en vez de enviar órdenes del Vaticano, lo que tal vez contrariaría a los receptores y haría más daño que bien. Recurriría a él si eso no funcionaba. Pero quería, si podía arreglarlo, que un obispo estadounidense fuera a Bogotá pues nunca había ido uno; y solo habían estado muy pocos sacerdotes estadounidenses.

Días después, su eminencia nos invitó a María y a mí a almorzar el sábado siguiente para conocer al obispo John F. O'Hara (más tarde arzobispo y cardenal). El obispo se había educado en Montevideo, lo que significaba que hablaba perfecto español, y había estado en el servicio consular antes de entrar en la Iglesia. En el almuerzo, según lo acordado, lo invité a visitarnos en la embajada de Bogotá, y aceptó.

En Bogotá hizo un trabajo magnífico. Causó gran impresión por ser el primer obispo estadounidense que visitaba la ciudad, por alojarse en la embajada y porque lo acompañé a sus reuniones protocolarias. El nuncio apostólico lo agasajó con un almuerzo, y nosotros invitamos a sacerdotes destacados, prelados, funcionarios y ciudadanos para que se reunieran con él en almuerzos y cenas.

Cuando lo llevé a visitar a López de Mesa, el ministro de Relaciones Exteriores abrió la conversación diciendo: "Excelencia, quiero expresarle mi opinión. Le he dedicado mucha reflexión y estudio, y a mi parecer toda la política de la Iglesia Católica es completamente equivocada".

Le había advertido al obispo que iba a conocer a un excéntrico; así que se lo tomó con calma. Se sentaron durante media hora a discutir la actitud del Vaticano hacia Hitler y Mussolini y lo que López de Mesa consideraba su falta de principios liberales. Cuando eso terminó, López dijo: "Ahora tengo otro hueso que roer con usted, pues pienso que la Iglesia Católica en Estados Unidos está equivocada". Y discutieron acaloradamente durante otra media hora.

En la mañana del último día con nosotros, el obispo fue a celebrar la misa en un convento cercano, y me pidió que esperara a su regreso para compartir el desayuno. Llegó con un pequeño monseñor que, según me dijo, era el autor de la pastoral antiestadounidense del arzobispo. En mi presencia se dirigió al monseñor y le dijo: "Ahora, en todo lo que escribas, bien sea para el arzobispo o cualquier otra persona, si aludes a Estados Unidos debes someter lo que has escrito al embajador, para su revisión y su aprobación antes de que se haga público de cualquier manera". Y el monseñor accedió humildemente.

No tuvimos más problemas con la jerarquía eclesiástica colombiana. Más tarde, cuando apoyé la idea de que el clero católico estadounidense fundara una escuela en Colombia, gané su amistad entusiasta. La visita del obispo O'Hara, por agotadora que haya sido para él, contribuyó notablemente a mejorar las relaciones colombo- estadounidenses.

CAPÍTULO XXIII

1

Como dije, casi todas las empresas estadounidenses en Colombia tenían problemas de uno u otro tipo; algunas por sus propias acciones, otras por los controles de gobierno y el incumplimiento de sus obligaciones incluso en las concesiones. Esto, por supuesto, no era peculiar de Colombia.

Cuando llegué a Cali, de camino a la capital, me enteré de que el sistema telefónico de Bogotá, de propiedad estadounidense, había sido expropiado, y que Barranquilla Light & Power Company, filial de American and Foreign Power, de Curtis Calder, estaba a punto de ser expropiada. Estas noticias, que llegaron inmediatamente después de la expropiación mexicana de las propiedades petroleras estadounidenses, eran sumamente inquietantes. Mi misión como embajador empezaba con malos auspicios.

El gerente general de Curtis Calder en Colombia, un irlandés de apellido Foley, empezó su carrera en México. Era uno de los que yo solía llamar "veteranos de México". Ellos llamaban "nativos" a los latinoamericanos, aunque la gente a la que así calificaban -y que, por tanto, menospreciaban implícitamente- fuera tan blanca como ellos. Hicieron mucho para dar mala reputación a los estadounidenses en todo el hemisferio sur.

Supe que la compañía y el ministro de Industria intercambiaban agrias notas en un intento evidente de ver cuál podía superar al otro. Entretanto la compañía tenía once pleitos judiciales pendientes. Una mañana Foley fue a verme. Acababa de perder uno de los pleitos. Y le pregunté que se proponía hacer al respecto.

"Bueno", respondió. "Hablé con mis abogados, y me aconsejaron dividirlo en 10 alegatos diferentes además del original, luego renovarlos y seguir adelante con 10 nuevos más y los otros 10 originales". (Los abogados locales de Colombia, Chile y otros países solían ser más duros que los representantes de la compañía.)

"Mira", le dije, "no puedes llegar a ninguna parte multiplicando los procesos judiciales. La opinión pública está contra ti y no puedes culpar al público. No saben por qué no les puedes dar más energía. Todo lo que saben es que no pueden conseguir la suficiente para sus hogares, y mucho menos para desarrollar nuevas industrias. Tienes que ir al nivel más alto con este asunto, y estoy listo para ofrecer mis servicios como embajador. Estoy dispuesto a hablar con el presidente Santos y decirle exactamente qué enfrentarán si insisten en la nacionalización".

Le dije lo que aprendí de Sidney Z. Mitchell: a medida que la energía se expande, la curva de inversión crece en progresión casi geométrica. No aumenta anualmente en la misma cantidad. Si comienza con 50 mil dólares, el año siguiente tendrán que ser 100 mil, luego 200 mil y así sucesivamente, mientras que la energía aumente. "Se lo explicaré al presidente", le dije, "y le preguntaré cómo van a conseguir el dinero, primero para pagar tus propiedades y luego para hacer la nueva inversión que se necesitará cada año. Estarán bajo fuerte presión para no aumentar las tarifas, y sin tarifas más altas no pueden obtener ganancias e incluso pueden quebrar. En cambio, tendrán un déficit, y eso significará recurrir a los contribuyentes. Pero cuando vayan al Congreso a pedir fondos en progresión geométrica muy probablemente les serán negados. De modo que el servicio seguirá siendo deficiente, y la crítica pública ya no se dirigirá contra una empresa extranjera sino contra el gobierno colombiano. Entonces sugeriré que nos contactemos con Curtis Calder, y que el gobierno nombre representantes para hablar con él y encontrar una solución, y conmigo cuando sea necesario que actúe como mediador".

"Oh!", dijo Foley. "Eso no llevará a ninguna parte. El ministro dijo enfáticamente que la tendencia en todo el mundo era la propiedad estatal de las empresas de servicios públicos; y que Colombia se dirigía hacia allí, sin ningún argumento".

Decidí actuar por mi cuenta. El día siguiente vi al presidente Santos y le expuse el argumento que le esbocé a Foley. Sugerí que se negociara una nueva concesión con la empresa que le permitiera cobrar tarifas más altas para cubrir los costos, pagar algo sobre todos los títulos, incluidas las acciones ordinarias, y recaudar fondos para la expansión.

"Si concuerda en que tengo razón", le dije, "estoy dispuesto a pasar por encima del gerente local y cablegrafiar a mi amigo Curtis Calder, presidente de la compañía, pidiéndole que envíe a alguien para trabajar con ustedes".

"Creo que tiene razón", dijo Santos.

Calder envió a un hombre mayor, sutil y distinguido del tipo "estadista", que había sido canciller de Nicaragua. Siendo latino, sabía cómo tratar a los colombianos; también conocía la posición de la empresa en la disputa. Llegó con un vicepresidente de operaciones, que permaneció el tiempo suficiente para asegurarse de que teníamos la información adecuada sobre las necesidades de la compañía. Foley, no necesito decirlo, estaba furioso.

El acuerdo, que tomó 18 meses para funcionar debido a varios cambios en el gabinete, era ventajoso para ambas partes. Calder, Wm. S. Robertson (quien rechazó mi consejo de contratar a Barros Jarpa en Chile) y otros funcionarios de la compañía me dijeron que era el acuerdo más satisfactorio que jamás había hecho American and Foreign Power.

Antes de dejar el tema debo señalar que mi argumento al presidente Santos resultó ser equivocado. Nunca sospeché que el gobierno de Estados Unidos alguna vez pondría a los estadounidenses como contribuyentes en competencia consigo mismos como accionistas y tenedores de bonos. La siguiente historia ilustra lo que quiero decir.

A comienzos de los años cincuenta, en un almuerzo de la Asociación Nacional de Fabricantes, me senté en el estrado al lado de Robert I. Garner, vicepresidente del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento. Él me preguntó qué pensaba del préstamo para energía que acababan de hacer a Filipinas.

"No puedo discutir eso contigo", respondí, "porque no conozco las condiciones de Filipinas. Pero te critico por el préstamo para energía que acaban de hacer a Chile".

"¿Por qué?", preguntó, con evidente asombro.

"Porque saben perfectamente que American and Foreign Power ha invertido millones en Chile, provenientes de gente estadounidense. Y saben que el gobierno chileno ha incumplido sus acuerdos, impuesto tasas muy bajas y hecho todo tipo de exacciones injustas. Ahora le dan financiación para un nuevo desarrollo que le permite vender energía a American and Foreign Power para revenderla. El gobierno aumentó sus propias tarifas, pero no permitirá que la compañía cobre más por la energía que debe comprar a la tasa más alta. La compañía está atrapada entre dos piedras de molino".

"Nunca les deberían haber prestado un centavo a los chilenos", proseguí, "sin insistir en que se protegiera a los tenedores estadounidenses de títulos. De hecho, habrían debido apoyar a American and Foreign Power, que podría financiar el desarrollo de toda la energía que Chile necesita si se le permitiera cobrar tarifas justas".

Bob admitió que tenía sentido lo que le decía. La historia ilustra el doble desplume de los contribuyentes estadounidenses que ha caracterizado a nuestras burocráticas inversiones de gobierno a gobierno en países extranjeros desde la Segunda Guerra Mundial. Hoy día los asuntos se han vuelto más complicados. Con una mano el gobierno de Estados Unidos financia una organización para alentar la empresa privada y la inversión en América Latina, con la otra prohíbe el envío de capital estadounidense al extranjero.

La compañía telefónica estadounidense que Bogotá iba a expropiar había estado en problemas continuos por las tarifas y el servicio. Era de propiedad de la Associated Telephone and Telegraph Company, con sede en Chicago, y controlada dictatorialmente por el jefe de la empresa, un Arthur F. Adams. Además de la propiedad en Bogotá, la compañía tenía otras en Venezuela y Ecuador; y se sabía que Adams manejaba sus propiedades latinoamericanas con la asesoría de un grupo de danzas cuyo integrante masculino había llegado de México en algún momento. Adams y su novia iban al café teatro que empleaba a los bailarines, y tomaban una mesa al lado de la pista de baile. Allí, con champaña, consultaba a los bailarines sobre qué hacer en Colombia o Ecuador. Una vez intenté consultarle por teléfono desde Bogotá, y descubrí que había desperdiciado su champaña.

Como gerente técnico en Colombia tenía a un estadounidense grande, corpulento, muy decente y honesto, pero sin la altura para tratar con los bogotanos. Para ese trabajo contrató los servicios de un italiano que se jactaba de haber estado con Mussolini en la marcha sobre Roma. Este dudoso personaje intentaba negociar la venta de la empresa al municipio.

Tuve problemas para conseguir las cuentas de la empresa que se entregaron a las autoridades, y cuando finalmente lo logré, vi que habían sido falsificadas. Entretanto, el amigo de Mussolini hizo su venta: el municipio se haría cargo del sistema telefónico y la compañía debía recibir en pago bonos municipales. La expropiación se evitó. Todo parecía ir bien.

Los bogotanos son demasiado sagaces para caer en tales subterfugios. No tardaría mucho para que se dieran cuenta del engaño, y entonces, con razón, dejarían de pagar los bonos. La Associated gritaría "ladrones", y toda la historia sería malinterpretada en este país; la venta fraudulenta reflejaría a todos los estadounidenses a ojos de los colombianos; en suma, habría un lío en las relaciones colombo-estadounidenses.

No había nada que hacer salvo anular el trato. Eso era riesgoso para mí. Si los accionistas de la Associated salían perdiendo, la compañía podría decir: "Hicimos un buen negocio, pero el embajador impidió concluirlo". Me habría involucrado en una controversia desagradable.

No obstante, persuadí a las autoridades municipales y al gobernador del departamento para que cancelaran el trato. Entonces pude ayudar a organizar una venta honesta. Pero no hasta que obligué a la compañía a despedir a su negociador italiano. Adams despidió a su honesto gerente estadounidense al saber que era en parte responsable de que yo obtuviese la imagen verdadera, y lo remplazó por una nulidad. El italiano estaba totalmente a cargo. A través del Departamento dejé en claro al señor Adams que sabía todo sobre los engaños de su agente, y subrayé que el italiano se jactaba de ser un fascista fundador. Al final fue remplazado por Spencer Phoenix, un hombre honesto y refinado que había estado vinculado a firmas bancarias de Nueva York; y así la enojosa negociación llegó a buen término.

2

El desarrollo de la South American Gulf Oil era tan importante que aun antes de viajar a Colombia decidí verlo por mí mismo tan pronto fuese posible. Por ello, en junio volé a Barranquilla y desde allí al punto del río Magdalena donde emergía el oleoducto. Luego seguimos el oleoducto en automóvil por la selva del Catatumbo, una de las más densas que haya visto. Era casi oscuro a lo largo de los caminos que se habían abierto, y la zona estaba repleta de jejenes.

Mi primera experiencia con estos insectos ocurrió en nuestro camino a Cali, cuando María y yo bajamos del vagón privado en una de las estaciones. María miró hacia abajo y vio lo que parecía una niebla gris en sus medias. Cuando empezó a quitársela resultó ser una nube de jejenes. Infestan los trópicos, y su picadura hace que la de un mosquito parezca tranquilizadora. No solo cubren brazos y piernas con picaduras, estas arden atormentadoramente y perduran semanas y meses.

Otro peligro de la selva eran los indios motilones, una tributan primitiva que no usaba plumas en sus flechas; un hecho que afortunadamente hacía errar su blanco. Estaban al acecho y atacaban a los blancos, luego desaparecían en la selva. O atacaban los botes desde las orillas de la pequeña corriente donde se situaba la refinería; de modo que todos los botes debían estar rodeados de alambradas. En la noche, los hombres que vigilaban los campamentos estaban protegidos por la misma malla. Mientras estuve en Colombia casi una docena de hombres eran asesinados cada año por las flechas de los motilones.

A pesar de esos peligros y del increíble calor, Rieber, su gerente y su personal hacían un trabajo magnífico; una demostración de la excelente capacidad de la ingeniería. El oleoducto empezaba en la selva, donde estaban los pozos de petróleo, ascendía unos 600 metros y bajaba de nuevo casi hasta el nivel del mar. Cruzaba el río Magdalena y seguía hacia la costa. Se debía enterrar cada pie de tubería, lo que significaba millas y millas de excavaciones.

Después de ver eso y pasar por la refinería, los pozos y el campamento de los empleados -en la selva humeante tres grados al norte del ecuador y cerca del nivel del mar- fue un alivio entrar en el avión del gerente Rieber para el vuelo de regreso a Barranquilla. Fue una transición súbita al máximo lujo: sillas confortables, bebidas y un camarero muy servicial. En nuestro camino a veces volamos bajo, sobre caseríos indígenas cuyos residentes disparaban esperanzadamente sus flechas primitivas hacia el avión.

Antes de dejar el Catatumbo no puedo dejar de mencionar una de sus características más extraordinarias: sus famosas luces. Cada noche aparece sobre la selva una especie de pantalla eléctrica; luces que destellan a través de un resplandor general. Los habitantes creen que son las almas de los difuntos. Hasta donde sé nunca se ha determinado su causa, pero las han visto todos los que han estado cerca de la selva.

De vuelta a Barranquilla asistí a una cena en mi honor, la última de una serie de atenciones sociales que empezó antes de mi viaje a la selva. Fue mi primera visita allí como embajador, y nuestro cónsul general, Nelson Parks, su personal y las autoridades colombianas se esforzaron por agasajarme.

La mañana siguiente mi hijo Bill, que estudiaba en la Universidad de Columbia, y mi hija menor Patty, quien estaba en Bryn Mawr, llegaron a Barranquilla en un barco de Grace Line. Con el representante de Tropical Oil Co. y Andean Pipe Line Corporation, volamos de Barranquilla a Cartagena, desde donde visitaría las instalaciones de la Tropical Oil Co. y el oleoducto operado por la Andean National Corporation.

El único rascacielos de la magnífica ciudad colonial de Cartagena era el edificio de oficinas de la Tropical Oil Company, y era un rascacielos solo por contraste, pues solo tenía cuatro o cinco pisos. Parecía incongruente, pero lo agradecí debido al pent-house de James W. Flanagan, organizador y director de Andean National Corporation.

Flanagan era otro del viejo tipo de hombre estadounidense-mexicano-irlandés. Empezó en México como bombero e ingeniero ferroviario. Hizo una fortuna con el oleoducto andino y se estableció cerca de Toronto en lo que parecía una modesta casa de campo, pero al entrar parecía un palacio árabe de las Mil y una noches. María y yo lo visitamos allí cuando llegamos a Estados Unidos a comienzos de 1940. Él agasajaba profusamente y era muy popular entre la gente de Toronto. Su colección de oro y joyas de la América Central pre colonial era una de las más espléndidas que haya visto.

El pent-house de Cartagena contrastaba muy favorablemente con mi carpa en la selva. Era espacioso, amoblado con lujo, bastante alto para aprovechar la brisa y presidido por dos sirvientes filipinos que atendían nuestros deseos tan diligente y eficazmente como si su patrón estuviese presente. Nos agasajaron día y noche, toda la noche. Después de un par de días tuve una experiencia ridícula.

Estados Unidos tenía una misión naval en Colombia, dirigida por un excelente oficial, el capitán Lawrence F. Reifsnider. Las inspecciones y reuniones sociales no me dejaron oportunidad de hablar con él hasta nuestra última anoche, cuando el representante de la Tropical Oil dio una cena para unos 30 o 40 invitados en su casa, en la costa de Cartagena, Después de cenar le sugerí al capitán Reifsnider que fuéramos al porche a conversar. Mientras estábamos sentados en grandes sillas mecedoras las olas rompían suavemente sobre las rocas, y me quedé dormido escuchándome a mí mismo. A veces me dormía escuchando a otra persona, pero nunca antes o después escuchándome a mí mismo. Me desperté todavía hablando, con la vaga idea de que estaba diciendo algo sobre la Public Works Administration. Nunca lo supe, porque el capitán Reifsnider era demasiado diplomático para decirme lo que le había dicho.

Finalmente salimos de Cartagena a visitar los campos petroleros y la refinería de la Tropical ubicados a orillas del río Magdalena, en Barrancabermeja. Volamos en un avión Junker tan decrépito que esperaba que se estrellara de un momento a otro.

3

La Tropical Oil Co. fue la primera en entrar en Colombia, donde desarrolló los campos de Barrancabermeja. La concesión duraría desde "la fecha de iniciación de operaciones" hasta un número dado de años, y al final del periodo los campos revertirían al gobierno. La fecha de iniciación estaba en disputa entre el gobierno colombiano y la compañía. El gobierno sostenía que las operaciones habían comenzado cuando la compañía empezó a perforar el primer pozo exploratorio y la compañía, que habían comenzado cuando el petróleo se empezó a producir comercialmente. Esa diferencia de tres o cuatro años en la fecha de vencimiento era sumamente importante para la compañía.

Lamenté que se agudizaran las diferencias entre la Tropical Oil -es decir, Standard Oil de New Jersey- y el gobierno. Por ello, llevé el asunto al presidente Santos y al ministro de Minas y Petróleo. Nuestras discusiones finalmente llegaron al punto en que el ministro dijo: "Si logra que la compañía haga algunas cosas relativamente simples -que debería hacer de todos modos- haría un trato. Debo tener una base razonable para anunciar públicamente que hemos hecho un trato, porque ha habido demasiada agitación en la prensa sobre la fecha de finalización de esta concesión".

El asunto ya estaba en los tribunales y llegaba a la Corte Suprema, por lo que el problema del ministro era real. Expuso sus demandas, que eran relativamente insignificantes, y dijo: "Sobre esa base estoy dispuesto a celebrar un acuerdo que extienda la concesión 15 o 20 años. No me importa cuántos; 25 si quieren".

Exaltado por la oferta, llamé al representante de la Tropical y lo comuniqué con él, pero la rechazó rotundamente.

"Bien, por amor de Dios", le dije, "consulta con la gente de la casa matriz sobre la proposición".

Él informó debidamente que la habían rechazado. Luego me enteré de que no había sido así; simplemente no los consultó. Cuando llegué a Estados Unidos, meses después, hablé con Flanagan y me dijo que a la compañía le habría encantado aceptar la oferta. Mientras tanto el gabinete colombiano había cambiado y el ministro quedó fuera. Esto significaba empezar de nuevo.

Una vez más, en 1941, logré concertar un trato. Vi a Flanagan en Panamá y se lo expliqué, pero lo manejó con torpeza. Al final tuvieron que renunciar a la concesión. Fue una repetición de la experiencia que tuve en Bolivia durante la Conferencia del Chaco, cuando el gobierno boliviano aprovechó mis buenos oficios para ofrecer términos que habrían asegurado las concesiones de la Standard Oil de Nueva Jersey en ese país. La estupidez en Estados Unidos y la falta de autoridad o la incompetencia en el campo resultaron en una expropiación innecesaria.

4

El otro gran problema de la industria petrolera involucraba a todas las compañías que operaban en Colombia. Las principales eran el grupo Tropical-Standard Oil, Texas Company y Socony Vacuum (hoy Mobil Oil), ambas controladas por Gulf. Las seguían Richmond Oil, filial de Standard Oil de California, y Royal Dutch Shell. Y, debido a la ley petrolera de Colombia, las filiales eran legión.

Cabe decir, para hacer justicia a los colombianos, que habían intentado adoptar una ley petrolera sensata. Años antes habían recurrido a la firma de abogados de George Rublee y Dean Acheson para que les ayudara a redactarla. Y era una ley tan buena como se podía desear, excepto por siete artículos, dos de ellos insignificantes, tres importantes y dos vitales. De estos dos últimos, uno era una restricción inviable del número de hectáreas que se podía conceder a una empresa -unas 40 mil en el Valle del Magdalena y unas 80 mil en los Llanos, al oriente, cerca y a la misma altura de las tierras bajas de Venezuela. Límites razonables en Estados Unidos pero no en las selvas colombianas.

La exploración petrolera es una empresa muy costosa y especulativa. Una compañía que tomaba una concesión en Colombia primero debía traer geofísicos y geólogos que fueran a la zona y decidieran dónde se perforaría el primer pozo exploratorio. Debía traer el aparato de perforación. Cuando una compañía perforaba su primer pozo había gastado al menos medio millón de dólares en el Valle del Magdalena y un millón en los Llanos. Pero para explorar una propiedad no se requiere uno sino muchos pozos, y una compañía podía gastar millones solo para averiguar si una concesión valía algo o no. Si descubría petróleo debía invertir enormes sumas en desarrollo antes de que pudiera sacar un barril de manera rentable.

El petróleo de los Llanos se podía haber sacado mucho más barato a través de Venezuela, para evitar el bombeo sobre los Andes; pero el gobierno colombiano no lo permitía. Por tanto, una compañía que encontrara petróleo en los Llanos debía gastar al menos cien millones en el oleoducto, la refinería y otros equipos necesarios.

Ninguna compañía podía darse el lujo de poner tales cantidades de dinero con el número de hectáreas que permitía la ley. De ahí que las compañías, sin excepción, hubieran creado numerosas filiaes, cada una con el máximo número de hectáreas permitido. Esa práctica era, por supuesto, una evasión flagrante de la que cualquier gobierno deshonesto o socialista podía aprovecharse si quería causar problemas.

Estaba muy preocupado por esa situación, ante todo por la actitud de Alfonso López, quien solía hacer comentarios inquietantes cuando se pasaba de copas. Y se pasaba de copas con mucha frecuencia; de hecho, mientras fue presidente se decía que Venezuela tenía como presidente a López Contreras y Colombia, a López con tragos. Con tragos era más capaz y más inteligente que la mayoría de los llamados estadistas.

Cuando bebía, Alfonso López decía: "Está muy bien. Dejen que los yanquis vengan con todo el dinero que puedan traer. Luego, cuando encuentren petróleo e instalen las refinerías, nos hacemos cargo". Una teoría que se ha extendido mucho en los últimos años.

El segundo defecto de importancia vital de la ley de petróleo era una disposición que otorgaba a cualquier inspector de la Oficina de Minas y Petróleo, sin considerar su conocimiento técnico, el derecho absoluto a decidir dónde debía perforar una compañía. Podía lograr que los poseedores de una concesión perforaran un metro más allá si así le parecía. Ese artículo era un grave peligro para las compañías.

Otra dificultad que no aclaraba la legislación de ese momento provenía de un cambio, introducido en 1865, en la ley que regía la propiedad de la tierra. Antes de 1865, la propiedad privada de la superficie incluía el derecho al subsuelo; después el derecho al subsuelo pertenecía al Estado. Una compañía que quería explorar podía, por tanto, negociar los derechos a la superficie y al subsuelo con un propietario cuyo título era anterior al cambio. Si el título era posterior, se debía obtener una concesión del gobierno. El gobierno, en su afán de sacar provecho de las concesiones, ejercía presión sobre los tribunales y hacía otras cosas bastante cuestionables para dificultar que una compañía asumiera el control de una propiedad privada.

El ministro estadounidense en el momento en que se elaboró la ley del petróleo, Wm. Dawson, evidentemente no entendía nada de lo que sucedía, pues sus despachos ignoraban totalmente sus malas características. Mi experiencia como ingeniero me indicó lo malas que eran. El Departamento de Estado nunca había cuestionado la ley, pues Dawson tenía la impresión de que era excelente. Esa era la actitud que las compañías petroleras encontraron cuando intentaron hablar con el Departamento. Estaban acostumbradas; encontraban una falta total de simpatía o comprensión de sus dificultades en Venezuela, México y otros países, y su actitud se podría resumir así: "Es como nuestro riesgo de exploración: vamos y hacemos lo mejor que podemos, y esperamos que creando sucursales y filiales lo podamos enfrentar".

A su situación en Colombia no ayudaba el hecho de que todas fueran más o menos pioneras. Tropical Oil, la empresa precursora, no estaba segura de no preferir una ley mala; eso podría disuadir a otras compañías de entrar y obtener concesiones que Tropical quisiera explotar.

Socony Vacuum era en particular vulnerable a las exacciones de perforación. Su representante era el hijo menor de una familia inglesa noble. Lo llamé para discutir esos peligros y se presentó acompañado de sus abogados, uno de los cuales, colombiano, también representaba al National City Bank. Él y un abogado de Nueva York le habían asegurado a Socony que sus concesiones eran perfectas en todos los aspectos, y cuando mencioné su precaria posición perdió la paciencia y me dijo que no sabía de qué estaba hablando. En una reunión en Nueva York, en el National City Bank, me criticó severamente como un mal embajador que interfería en cosas que no eran de mi incumbencia. Antes de irme de Colombia, Socony enfrentó exactamente el tipo de problemas que yo había previsto, ante una gran presión del gobierno. Entonces el inglés fue a verme y, llorando sobre mi hombro, se lamentó porque yo había tenido razón y no me habían escuchado. El abogado colombiano, cuando me vio, parecía disgustado, y el de Nueva York, que lo había apoyado, admitió su error. Debo confesar que yo tenía malicia suficiente para sentir satisfacción por su desconcierto.

Las dificultades de esas compañías petroleras eran típicas de los peores problemas que encontré en todos mis cargos diplomáticos: si se hubiesen enfrentado desde el comienzo se podrían haber resuelto rápida y fácilmente. Si, cuando se redactó la ley del petróleo, nuestro ministro y el Departamento de Estado hubieran sabido algo del negocio petrolero y estudiado cuidadosamente el borrador, no habría surgido ningún problema. Pero a medida que proliferaban las compañías proliferaban también los problemas potenciales. Y para empeorar las cosas, varias tenían abogados locales, algunos de los cuales querían evitar problemas y, por tanto, las engañaban,como le ocurrió a Socony Vacuum.

En un capítulo anterior cité las reglas del presidente Roosevelt para una carrera exitosa en el servicio civil, a las que añado una: llegar a tiempo, no beber en el trabajo y vivir lo suficiente. Nuestros diplomáticos tienden a eludir los problemas difíciles, con la teoría de que el 80% se resolverán por sí mismos y de que el otro 20%, al ser insolubles, deben ignorarse. Siempre pueden justificar la inacción recurriendo al argumento: "Esto es lo que podría haber ocurrido; así que la situación pudo haber sido mucho peor". Esa actitud es un gran mal de la diplomacia estadounidense.

Las compañías petroleras estadounidenses, por temor a ser enjuiciadas bajo la Ley Clayton y las leyes antimonopolio, no se atrevían a tener reuniones, ni siquiera bajo mis auspicios. Superé ese obstáculo pidiéndoles que actuaran como asesores míos y se reunieran en grupo conmigo. Asumí toda la responsabilidad por esas reuniones. Después de salir, el representante de la Shell, Max Burns, sumamente capaz, experimentado e inteligente, se reunía conmigo a solas. Así hicimos un útil acuerdo de trabajo con el presidente Santos y las autoridades colombianas.

Lentamente logré reunir varias compañías petroleras. Me ayudó mi experiencia en ingeniería y las conversaciones con los jefes de las compañías en mis viajes a Estados Unidos. Llegó el momento en que pude llamar a sus representantes a mi oficina, anotar los puntos en que debían llegar a un acuerdo entre ellos y aconsejarles que redactaran un memorando conjunto al gobierno colombiano. Para mi asombro, vi que no sabían cómo o no podían llegar a un acuerdo.

La incompetencia de muchos hombres de negocios estadounidenses en el trato con los gobiernos es algo que se debe ver para creerlo. Fallarán en expresar sus argumentos de manera convincente o incluirán exigencias que no tienen derecho a hacer a un gobierno. En casos extremos, incluso asumirán la actitud de la Standard Oil Co. de Nueva Jersey en el caso boliviano del que hablé: que no sería "digno" que la compañía se acercara al gobierno; el gobierno debía acudir a la compañía.

En Colombia, esas compañías al final no pudieron, aun con la ayuda de grupos enteros de abogados, redactar un memorando satisfactorio. Tuve que redactarlo yo mismo, y reunirlas para que llegaran a un acuerdo.

Sin embargo, Royal Dutch Shell -la única compañía no estadounidense en Colombia- no puso dificultades. Los británicos habían tenido la sensatez de nombrar a un hábil representante, Max Burns; y como prueba de su capacidad más tarde se convirtió en presidente y director de la junta directiva de Shell en Estados Unidos.

Reuniendo a las compañías como asesores, señalé al presidente Santos las ventajas que obtendría su país con los cambios en la ley petrolera solicitados en un memorando. Si se salvaguardaran las inversiones, argumenté, fluirían millones de dólares a Colombia para operaciones de exploración. Richmond Oil, por ejemplo, planeaba invertir cuatro o cinco millones de dólares al año; las otras compañías algo parecido. Y si encontraban petróleo, eso significaba enormes inversiones en desarrollo.

Santos tenía sus propios problemas, como la actitud de Alfonso López quien se oponía automáticamente a todo lo que Santos quería. Y los conservadores, bajo Laureano Gómez, siempre estaban dispuestos a crear problemas. Solo cuando estaba a punto de salir de Colombia conseguí un acuerdo completo, incluida la promesa de Santos de impulsar la legislación necesaria y la garantía de López y Gómez de que la apoyarían. El acuerdo se habría logrado un año antes si algunas compañías no lo hubieran retrasado por timidez y vacilación.

Si hubiese permanecido en Bogotá habría logrado acciones sobre el acuerdo. Pero después de mi partida no había en la embajada quien mantuviera en línea a las compañías y ejerciera presión sobre el gobierno. Jim Wright había sido transferido y al encargado de negocios le faltaba la energía necesaria. Arthur Bliss Lane, quien me sucedió como embajador, no entendía el problema. Insté al Departamento a que siguiera presionando. El Departamento -Lawrence Duggan y Philip Bonsai- no hizo nada. Por falta de acción enérgica la legislación se aplazó; después de lo cual las compañías abandonaron sus exploraciones durante un largo periodo, acompañadas de protestas de los colombianos.

Esta fue una de las razones por las que retomé el asunto cuando llegué a ser subsecretario de Estado. Durante una visita a Washington del Presidente de Colombia Mariano Ospina, tuve en Blair House una reunión con él, con Roberto Urdaneta Arbeláez, después presidente, y con Eduardo Zuleta, ministro, luego canciller y dos veces embajador de Colombia en Washington. De nuevo recalqué los millones de dólares que fluirían a Colombia para exploración si se salvaguardaban apropiadamente las inversiones de las compañías petroleras. Ellos prometieron revivir la legislación y someterla a consideración del Congreso. Mientras permanecí en el Departamento hice todo lo que pude para impulsarla, pero el embajador de la época, John C. Wiley, no la entendía mejor que Lane. Sin embargo, al final se hicieron los cambios en la ley que el embajador Zuleta Ángel -una persona muy competente- me aseguró que eran los que yo reclamaba.

Siempre he considerado esa negociación como un buen ejemplo de la ayuda que un embajador puede prestar en la creación de una cooperación económica amistosa entre dos países, y evitar así los malentendidos y las recriminaciones mutuas que habrían continuado si se hubiera dejado prevalecer la idea irresponsable de Alfonso López: "dejen que ellos pongan su dinero; luego nos hacemos cargo". Debo admitir, sin embargo, que mi punto de vista parece anticuado. No solo se ha convertido en regla que los gobiernos extranjeros expropien a los inversionistas estadounidenses; el Departamento de Estado parece aprobarla y, aún peor, incluso prestarle ayuda financiera indirecta.

Un divertido incidente en Bogotá ilustra la estupidez de que son capaces los funcionarios de Washington. Ruth Sheldon Knowles, enviada por el secretario del Interior Ickes en una impresionante gira por América Latina, fue recomendada para mis buenos oficios por el Departamento de Estado, que la describió como una geóloga que escribía para revistas petroleras y para el Saturday Evening Post. Su padre, Heinie Sheldon, fue compañero de clase mío en Yale, y ella era la quinta esposa de Carroll Knowles, otro amigo de Yale que, para decirlo suavemente, era errático. Carroll se convirtió en promotor de ventas después de la graduación, y en una ocasión esquilmó a mi padre 1.500 dólares. Cada tanto aparecía con una nueva esposa. Me escribió presentándome a Ruth Sheldon Knowles: "Ruthie para ti". La relacioné con Jim Wright, quien le dio la información que pensábamos que debía tener. Ella escribió un informe sobre petróleo colombiano -en realidad lo escribió la embajada para ella- y la dejamos por su cuenta.

Ella hizo la gira por los países latinoamericanos, viviendo en los mejores hoteles y disfrutando a expensas de los contribuyentes estadounidenses. Y escribió un informe sobre petróleo en cada país que visitó. El documento que nos tomamos la molestia de escribir para ella por la carta de presentación de su esposo parece haber sido el único que tenía sentido. Ojeé el de Venezuela y era terrible. Después de su gira, todas las respuestas a las preguntas sobre petróleo latinoamericano, y todas las decisiones del Departamento del Interior sobre el tema, se basaban en sus análisis del petróleo.

Poco antes de llegar a Bogotá, el representante de United Fruit encargado de las operaciones fue liberado de la cárcel. Había ido a la cárcel por usar un lenguaje impropio cuando hablaba por teléfono con el presidente Alfonso López. (La situación se agravó porque la llamada se rastreó hasta la casa de nuestro agregado comercial.) Después de investigar, pensé que si bien el representante -otro viejo veterano mexicano- se había equivocado, el presidente saliente quizá había sido demasiado severo. Uno de mis primeros problemas fue calmar el asunto.

La United Fruit llevaba algunos años en Colombia. Sus grandes plantaciones estaban rodeadas por las de pequeños productores cuya fruta era comprada por la compañía y embarcada en su ferrocarril privado. No había habido ningún problema hasta unos cuatro años antes de que yo llegara. Entonces las plantas de banano fueron atacadas por la sigatoka, un hongo para el que la compañía desarrolló la única cura: rociarlas con sulfato de cobre.

Eso significaba poner tuberías en cada fila de árboles, un gasto al que cultivadores más pequeños se negaban. Querían que la compañía entubara sus fincas y al mismo tiempo les pagara más por su fruta. La disputa por estas demandas exacerbó los ánimos ya excitados por agitadores que avivaban continuamente el sentimiento contra la compañía entre los cultivadores.

La compañía era obstinada y los cultivadores resentidos. Fue necesario que yo actuara como mediador. Con un joven representante de United Fruit que hablaba español maravillosamente y sabía cómo tratar a los latinos, inicié discusiones con el ministro de Agricultura. El progreso fue lento; los ministros se sucedían con sorprendente frecuencia, y con cada uno debíamos empezar la negociación de nuevo. Salí de Colombia a mi nuevo cargo cuando el acuerdo estaba a la vista, y concluyó después de mi partida.

Luego estaban los préstamos incumplidos -nacionales, departamentales y municipales- con los tenedores estadounidenses de bonos, enojados porque no los podían cobrar. Los colombianos estaban molestos porque el incumplimiento perjudicaba su crédito, y tenían una queja adicional: como todos los latinoamericanos, pensaban -con cierta razón- que esos préstamos habían sido prácticamente forzados por la alta presión de las sociedades de inversión estadounidenses, sin considerar su capacidad de pago.

Había también lo que se conocía como el crédito de corto plazo de los "banqueros", de unos 14 millones de dólares, otorgado por un grupo de banqueros de Nueva York después del desplome de 1929 por presión del secretario de Estado Henry L. Stimson. No es claro por qué el secretario o los banqueros pensaron que el préstamo se podía trasladar a inversionistas estadounidenses en esa fecha. En todo caso los banqueros pronto vieron que habían hecho un préstamo a largo plazo, y aunque el gobierno colombiano siguió pagando intereses de un 3,5%, estaban molestos con los colombianos y con el Departamento de Estado.

No eran totalmente razonables. Recuerdo un almuerzo en el National City Bank durante uno de mis viajes al norte, en el que Gordon Rentchler, presidente de la junta directiva y buen amigo mío, expresó indignación por esa baja tasa de interés. Cuando regresábamos a su oficina un vicepresidente lo llamó aparte para una breve conversación. Cuando terminó Gordon le dio golpes en la espalda y dijo: "¡Bien hecho! ¡Muy bien! Eso es magnífico".

Se volvió hacia mí y dijo: "Eso hace que el día valga la pena. Acabamos de hacer un préstamo de 10 millones de dólares a una compañía de Pittsburgh por diez años al 3%".

En ese mismo viaje me reuní con el presidente de la asociación protectora de tenedores de bonos, John C. Traphagen, quien era entonces presidente del Bank of New York and Trust Co. Él y el vicepresidente ejecutivo y gerente del comité de accionistas estaban aletargados. Con base en las discusiones que yo había tenido con el presidente Santos y su ministro de Hacienda, Carlos Lleras Restrepo (que años más tarde sería presidente), pude decirles que si actuaban enseguida podrían llegar a un acuerdo a un 4,5%. Tenían temor de comunicar la propuesta a los tenedores de bonos, y cuando superaron sus temores ya era muy tarde. Sumner Welles, Henr y L. Morgenthau y Jesse Jones habían culminado la negociación, al 3%.

Al final el grupo bancario y los tenedores de bonos tuvieron éxito, y las deudas quedaron saneadas. Entonces el presidente Santos hizo su única demanda de un quid pro quo durante mi embajada.

Los colombianos necesitaban financiación para varios proyectos sólidos, y habían pedido un préstamo al Export-Import Bank. Cuando fui a despedirme del presidente Santos antes de viajar a Estados Unidos en 1941, dijo: "Después de todo, he mostrado mi deseo de cooperar con Estados Unidos. Ahora creo que lo menos que puede hacer es ayudarnos con un préstamo del Eximbank".

Tenía razón. Un embajador nunca había tenido mejor cooperación del gobierno ante el cual estaba acreditado. El apoyo que me dio el presidente Santos en el caso de SCADTA fue de incalculable valor para Estados Unidos, como se verá en el siguiente capítulo. Inmediatamente le prometí mi ayuda.

Encontré oposición en Washington. Trabajé con el funcionario de asuntos colombianos y con el especialista económico de la Oficina de Repúblicas Americanas, y no pudimos llegar a ninguna parte.

Al fin, un día los tres almorzamos con el embajador de Colombia antes de ir a ver a W. L. Pierson, presidente del Eximbank. Yo había ideado una manera de sortear nuestras dificultades que les expliqué a mis compañeros durante almuerzo. Quedaron encantados. Dijeron que era una idea genial. De hecho, uno de ellos estaba tan impresionado que después reclamó el crédito por la idea. Pierson también quedó impresionado.

"Estoy de acuerdo con usted", dijo, "y recomendaré el préstamo, 10 millones de dólares por ocho años. Pero lo debe aprobar Jesse Jones, y le advierto que él se opone inflexiblemente".

El embajador colombiano también había tratado la propuesta con Jones; y sabía que Pierson tenía razón. No había más que probar mi suerte. Jones no estaba en Washington. Gracias a Sumner Welles supe que estaba en Nueva York visitando a uno de los hermanos Fisher de General Motors, en algún lugar de Park Avenue.

No había tiempo que perder. Estaba a punto de regresar a Colombia. Tomé el próximo tren a Nueva York, busqué dónde vivía el hermano Fisher en Park Avenue, y llamé por teléfono. El señor Jones no podía hablar conmigo. Estaba en cama, enfermo de influenza.

No obstante, el domingo en la mañana fui al apartamento del señor Fisher y, en cierto modo, intimidé a la criada para que me admitiera. Jesse Jones me recibió en su dormitorio, en pijama y bata. No sé si fue la debilidad o el aburrimiento lo que debilitó su resistencia; pero estaba débil. Dio su aprobación, y Colombia consiguió su préstamo.

Cuando llegué a Bogotá, los colombianos, en su entusiasmo, habían elaborado proyectos por un valor de 20 millones de dólares. Algunos de ellos no me parecieron sólidos y me negué, cortés pero firmemente, a apoyar otro préstamo. Entendieron, y parecían estar totalmente satisfechos. Después de que salí de Colombia finalmente consiguieron sus 20 millones, y mucho después varios centenares de millones. El préstamo original se canceló en tres años en vez de ocho.

CAPÍTULO XXIV

1

En 1939 Colombia estaba llena de espías nazis. Hitler era plenamente consciente de su importancia como base de operaciones contra el adyacente Canal de Panamá en su plan de guerra. Si el gobierno de Estados Unidos hubiese sido medianamente consciente de lo obvio, mis dificultades habrían disminuido de manera notoria.

Había muchos simpatizantes abiertos de los nazis, no solo entre los cinco o seis mil alemanes en Colombia sino entre los mismos colombianos. La situación era favorable para la subversión y la propaganda nazis, los alemanes eran colonos auténticos que esperaban pasar allí el resto de su vida. Se dedicaban principalmente a negocios pequeños, que los ponían en estrecho contacto con los colombianos. Muchos de ellos se habían casado con colombianas. En suma, eran parte de la vida colombiana. Esto contrastaba con los "yanquis", en su mayoría vinculados a grandes empresas.

En su autobiografía, mi buen amigo Eddie Rickenbacker da testimonio del empeño de Alemania en recobrar su posición como potencia mundial después de la Primera Guerra Mundial. Eddie cita una conversación que tuvo con Hermann Göring en octubre de 1922, quien le dijo:

Todo nuestro futuro está en el aire. Mediante el poder aéreo reconquistaremos el Imperio Alemán. Para lograrlo haremos tres cosas. Primero enseñaremos el vuelo a vela como deporte a todos nuestros jóvenes. Luego construiremos una flota de aviones comerciales que se puedan adaptar fácilmente para operaciones militares. Por último, crearemos el esqueleto de una fuerza aérea militar. Cuando llegue el momento, uniremos las tres, y el Imperio Alemán renacerá. Debemos triunfar a través del aire.

SCADTA reforzó el prestigio alemán. Esa maravillosa aerolínea, una de las primeras -quizá la primera- de este hemisferio, fue creada poco después de la Primera Guerra Mundial por Peter Paul von Bauer. El personal era alemán, desde Bauer hasta el último mecánico. Quizá fue uno de los ingeniosos artificios para eludir el Tratado de Versalles. Sus pilotos eran oficiales de aviación alemanes, y excepto el jefe de pilotos, Hans Siegstadt, y el coronel Boye, eran rotados de una línea germano-latinoamericana a otra -SCADTA, SERTA, Cóndor, Lufthansa- para conocer el terreno y las condiciones de vuelo en el continente antes de regresar a la Luftwaffe.

Los colombianos no lo sabían. Consideraban que SCADTA era su aerolínea y que su personal era totalmente leal a Colombia. La línea había sido una bendición para un país separado por las cálidas llanuras del Magdalena, la selva ecuatorial y tres altas cordilleras que hacían dolorosamente lenta y laboriosa la comunicación por tierra. Por ejemplo, el vuelo de Bogotá a Barranquilla tardaba dos horas y media. El viaje por río podía tomar 30 días si se encontraba algún obstáculo. Los colombianos tenían buenas razones para agradecer a SCADTA. Además, durante una disputa territorial con Perú, el coronel Boye los había encantado volando por todo el territorio en disputa en un avión pintado de plata reluciente, en una muestra impresionante de patriotismo colombiano.

El gobierno colombiano no sabía que Pan American poseía el 84% de "su" aerolínea, como descubrí en nuestros ministerios, aunque la propiedad databa de diez años atrás o más. La línea incluso empleaba algunos pilotos colombianos, en respuesta a las demandas públicas. Mientras estuve allí, uno de los aviones al mando de un piloto y un copiloto colombianos se estrelló en las montañas y murieron siete personas. Interceptamos un mensaje de los alemanes a Berlín informando el incidente y observando que quizá el desastre pondría fin al intento de infiltración de pilotos colombianos.

Pan Am viajaba por Colombia y la costa oriental de Suramérica. En la costa occidental compartía con la Grace Line la propiedad de Panagra, en un 50%. (Curiosamente, Pan Am y Panagra tenían entre sí continuos pleitos deshonrosos en Colombia, y tuve que decirles que pararan de inmediato debido a la mala imagen que las compañías estadounidenses estaban creando en el país). Pero la propiedad de Pan Am de la famosa aerolínea colombiana era aparentemente un secreto, hasta que saqué la información a un desconcertado Evan Young.

Juan Trippe, fundador y presidente de Pan American, se graduó en Yale alrededor de 1919. Empezó su carrera en aviación con una pequeña aerolínea que operaba entre Florida y Cuba, y llegó a desarrollar la gran red que hoy se extiende por todo el mundo. Dirigía Pan Am como mejor le parecía, a pesar de cierto resentimiento entre los miembros de la junta, que en una ocasión le arrebataron el control absoluto de sus manos, como me contó el vicepresidente ejecutivo, George Rihl. Pero la rebelión fracasó. Los registros de la compañía estaban en la cabeza de Trippe y no en los archivos de la empresa. Regresó como zar indiscutible.

Trippe es afable y de voz suave, y descubrí su maestría para eludir temas que prefería no discutir, como el de SCADTA. Mi primer contacto real con él fue en una reunión en el Departamento, organizada por el jefe de la Oficina de Transporte y Comunicaciones. Empezamos a sus problemas en Asia.

"Ahora, señor embajador", preguntó, tan dulce como la miel, "¿qué cree que debamos hacer en esta situación?".

"Señor Trippe", contesté, "no estoy aquí para considerar lo que debería hacer en Asia. Estamos hablando de SCADTA, y ese es el único tema del que voy a hablar".

"Oh, sí, por supuesto, señor embajador. Discúlpeme".

2

Cuando Evan Young admitió que Pan Am poseía el 84% de SCADTA expresé enérgicamente mi opinión sobre una política que permitía que los alemanes, con una guerra mundial inminente, controlaran una aerolínea de propiedad estadounidense al lado del Canal de Panamá. Insistí en que Pan American ejerciera la responsabilidad de la propiedad y tuviera personal estadounidense. Me aseguró que él mismo iría a Colombia en mayo con uno de sus asociados para hacer eso y elaborar, en colaboración con la embajada, un nuevo acuerdo con el gobierno colombiano. Insistió en que la situación se manejaría a mi entera satisfacción.

También me aseguró que Peter Paul von Bauer era totalmente confiable, y leal a Estados Unidos. "Es austriaco, no alemán", dijo Young. "Y es anti nazi. De hecho tiene sangre judía, y eso lo hace aún más anti nazi. Es rotundamente anti nazi. Además, entiende que en asuntos de aviación Estados Unidos debe dominar en este hemisferio, y que nadie se puede atrever a oponerse a la política estadounidense".

"Puede hablar con él tan francamente como habla conmigo", continuó, "y puede contar con que es un estadounidense tan patriótico como yo en este asunto". Le avisaré a Bauer de su llegada inminente, prometió, y le diré que lo llame enseguida. Yo le dije que esa era una de las cosas más importantes en mi agenda; quería ver a Bauer inmediatamente.

Llegué a Bogotá en enero de 1939. Bauer fue a mi oficina en abril. Era otra de esas personas dulces; de su lengua goteaba melaza. Era mío para lo que ordenara, dijo arrulladoramente; solo tenía que decirle lo que yo quería, su papel era obedecer. Lo que quería, le dije al señor Bauer, era una larga conversación con él. Y lo cité a las 10 de la mañana del día siguiente.

No la cumplí inmediatamente. En cambio, le dije a Jim Wright que hablara con él porque me habían llamado inesperadamente para un asunto oficial urgente; hable con él en alemán sobre Alemania y de lo felices que estuvieron allí los Wright, y mezcle casualmente en la conversación las preguntas de esta lista que le doy. El ardid funcionó; Jim lo cogió desprevenido. Cuando yo le hice esas mismas preguntas, en orden diferente pero oficialmente, y le exigí respuestas serias, se contradijo varias veces, no de manera grave pero sí suficiente para convencerme de que era no confiable, sin importar lo que pensara Evan Young.

En cuanto a ese caballero, no se apareció en mayo. Nunca apareció y ni siquiera respondió mis repetidas llamadas para saber cuándo iba a venir. Le pedí a Jim Wright, que fue al norte durante el verano, que lo viera y le llamara la atención; Jim sabía lo que yo pensaba sobre ese asunto. El señor Young se disculpó y prometió solemnemente cumplir su promesa sin dilación.

No la cumplió. Por fin, a comienzos de septiembre, el abogado de Pan Am, David Grant, llegó a Bogotá con una lista de diez de los principales empleados alemanes de SCADTA que, según dijo, ya habían sido despedidos y de siete más que saldrían inmediatamente.

"Bien", dije, "eso no es satisfactorio, pero al menos es un comienzo". Él iba a Medellín, para asegurarse de que los otros siete fueran despedidos. Cuando volvió, a inicios de octubre, me enteré de que nadie había sido despedido, y que no había intención de despedir a nadie, aunque la guerra ya había empezado. Le di a Grant una reprimenda que debe haberlo impresionado, porque después les comentó a varios amigos míos que "se la había dado un tío holandés".

Él estaba decidido a contar otra mentira; esta vez al presidente Santos. Tenía la intención de ver al presidente y decirle que Peter Paul von Bauer poseía el 51% de SCADTA. Insistí en que no podía hacerlo, pues Pan Am poseía el 84%. Intentó argumentar que yo estaba equivocado. Durante la conversación dijo: "Trippe es el único que sabe lo que está pasando".

No le dejé ver a Santos, pues habría sabido que mentía.

Tan pronto empezó la guerra sentí que mi deber era contarles a Santos y a su ministro de Guerra la verdad sobre la propiedad de SCADTA. Ambos se negaron a creerla.

"Eso no puede ser cierto, señor embajador", protestó Santos, "Hace solo dos semanas Bauer se sentó donde usted está y me dio su solemne palabra de honor de que poseía el 51%". Y repitió lo que el ministro de Guerra ya me había dicho: tenían la declaración jurada de que Bauer poseía el 51% de SCADTA.

Para entonces ya había ganado suficiente confianza para convencerlos sin aportar pruebas documentales, como ofrecí hacerlo. Ahora, con tanta insistencia de Grant en repetir la mentira de Bauer a Santos, me convencí de que Bauer y Pan American se habían confabulado para engañar al presidente.

Pude convencer a Santos de que aceptara el despido de los altos funcionarios de SCADTA: Bauer, Tietchen, el coronel Boye y algunos otros. Más allá de eso, fue reacio a aprobar un cambio del personal de cuya lealtad a Colombia no podía dudar. Sentía devoción personal por el jefe de pilotos, Hans Siegstadt, que siempre pilotaba el avión presidencial. Pero aceptó poner copilotos armados en todos los aviones. Los llamó copilotos, aunque en realidad eran oficiales de la aviación militar colombiana. Debían comprobar que los pilotos y copilotos alemanes mantuvieran el rumbo de sus aviones.

Santos redactó la orden de tal manera que cuando Pan Am y Panagra volaran por Colombia no estuviesen obligadas a tener copilotos militares. Por otra parte, no la podía aplicar a vuelos de SCADTA dentro del país sin hacer discriminación, eximiendo aviones de propiedad privada. Tropical y South American Gulf Oil tenían varios aviones y Gulf, un jefe de pilotos nazi sueco que se reunía regularmente con otros nazis al final de un largo muelle en el viejo puerto de Barranquilla, donde intercambiaban señales con submarinos fuera de la costa. Pensé que no era una mala cosa tener copilotos militares colombianos en aviones privados.

Un avión de la South American Gulf Oil causó, de hecho, el único incidente adverso durante los meses que estuvo vigente la orden. Cap Rieber y su gerente nazi ordenaron que su piloto despegara sin el copiloto militar, que al lado del avión hacía señas para subir a bordo. Y eso en un lugar tan aislado que solo se podía llegar en avión, o en un bote si se tenía la suerte de disponer de una lancha privada. El gerente de Rieber, el principal culpable, intentó decirme que había pensado que el copiloto solo estaba haciendo señas para despedirse. Le calenté los oídos a su regreso, y cuando tuvo el descaro de volver al tema cuando me iba de Colombia, e intentó disculparse de nuevo, lo volví a injuriar. Esa acción fue un insulto deliberado y ultrajante por el cual, como embajador, me disculpé ante el presidente Santos.

Los alemanes no tardaron en enterarse de que yo estaba exigiendo su despido de SCADTA, e intentaron una contramedida muy inteligente. Convencieron al gobierno ecuatoriano para que respaldara una propuesta de ampliar las operaciones de su línea ecuatoriana, SEDTA, a Colombia y al norte. Si el gobierno colombiano hubiese dado su consentimiento, los habría retirado de SCADTA para enfrentar la misma amenaza al Canal de los aviones de SEDTA.

Me enteré de esa propuesta por el ministro de Guerra colombiano, Castro Martínez, y enseguida fui a ver a Santos. No era fácil que los colombianos se negaran. Colombia y Ecuador eran neutrales, como también nosotros, y muy amistosos. Afortunadamente pudimos elaborar una fórmula que permitiera a Colombia rechazar la solicitud de SEDTA sin ofender al gobierno ecuatoriano.

3

Después de haber sido mal informado por David Grant volví a calentar los alambres pidiendo al Departamento que insistiera en el envío de un ejecutivo plenamente autorizado a Bogotá. El 16 de octubre llegó en la persona del vicepresidente ejecutivo, George Rihl.

Rihl era otro antiguo veterano de México, pero un hombre superior. Había empezado en la industria petrolera, y se dedicó a la aviación desarrollando una pequeña aerolínea para transportar las nóminas de la compañía petrolera, fuera del alcance de los bandidos. Pan Am más tarde se hizo cargo de la línea, y de Rihl con ella. Lo conocí en los círculos de Pan Am en Nueva York y fui casualmente amistoso con él en la Conferencia de Montevideo, a donde fue como observador y cabildero de Pan Am.

Igual que Trippe, cuya actitud debía reflejar, Rihl era evasivo y obstinado. Hubo que esperar hasta el 25 de octubre para lograr que estuviera de acuerdo en el número y las categorías de alemanes que se sustituirían al inicio, y elaborar un programa de largo alcance para su eliminación total. Despedirlos a todos de inmediato, insistía, sería imposible; un cambio repentino interrumpiría las operaciones y ocasionaría grandes protestas de un público que dependía de SCADTA para transportarse.

El acuerdo concluyó y Rihl viajó a Nueva York con la promesa de tramitarlo en tres o cuatro semanas. Regresó un par de semanas después y, para mi asombro, me dijo que Trippe había vetado todo. Yo estaba comprensiblemente enfurecido. Con él estaba J. Maxwell Rice, un joven ejecutivo de Pan Am, quien llamó aparte a Gerry Keith y le pidió que me dijera que Rihl había tenido un ataque al corazón y me convenciera de que lo tratara con mano suave para que no tuviera otro. Contesté que lo trataría "con mano suave" cuando cumpliera sus acuerdos, pero no antes.

De nuevo elaboramos un plan, aún más detallado que el primero, y Rihl me aseguró que se llevaría a cabo. Yo estaba dispuesto a creerle pues sabía que hacía consultas diarias con su oficina de Nueva York. No obstante, llamé a mi taquígrafo y, en presencia de Rihl, dicté un telegrama para el Departamento de Estado dando los detalles del acuerdo que terminaba así: "Dicté esto en presencia del señor Rihl, quien está de acuerdo en todo lo que aquí se dice".

Él intentó retractarse. Le dije: "Usted oyó. ¿Hay que hacer algún cambio? Usted estuvo de acuerdo en todo lo que dije".

De nuevo, nada sucedió. Volví a calentar los alambres con Washington, concluyendo con una llamada telefónica al Departamento en la víspera de Año Nuevo. Eso llevó de regreso a Rihl a Bogotá, acompañado de varios estadounidenses que, según alegó, contratarían como funcionarios administrativos, ejecutivos y jefes de división en SCADTA.

Cuando llevó a dos de ellos a mi oficina ocurrió algo divertido. Era posible que alguien estuviera, sin ser visto, en una pequeña oficina al lado de un pasillo cercano a la sala de espera. Toby Munn y Gerry Keith estaban allí cuando entró Rihl, y le oyeron advertir a sus compañeros: "No olviden lo que les dije. Este embajador es un bastardo inteligente. Tengan cuidado con él".

Habiendo aprendido a dudar de la palabra de Pan Am, averiguamos sobre el señor Rihl y su cortejo durante las semanas siguientes. Ni uno de esos estadounidenses se acercó a las oficinas, los hangares o los aviones de SCADTA. El jueves 15 de febrero llamé a Rihl y a Rice a mi oficina y les dije que, a menos que los pocos nazis que habían acordado despedir estuviesen fuera a las 6 de la tarde del lunes siguiente, y los estadounidenses con plena autoridad, comunicaría por cable al Departamento de Estado que ya no podría aceptar ninguna responsabilidad con respecto al Canal de Panamá. Además, denunciaría a Pan Am ante el presidente, el Congreso y el pueblo estadounidenses. Se retorcieron y protestaron. Trippe clamó a Washington y advirtió al Departamento que habría terribles resultados si yo cumplía mi amenaza. El Departamento telegrafió expresando preocupación pero dejando la decisión a mi cargo.

Envié a Toby Munn a Barranquilla para sondear a Rihl, y le dije que llevara a Parks, el cónsul de Estados Unidos, para tener un testigo. Volvió el sábado en la noche e informó que Rihl no permitiría que Parks estuviese presente en su reunión, y se negaba rotundamente a despedir a los nazis. El domingo le envié un telegrama a Parks para que viera a Rihl y le dijera que yo le exigía una disculpa personal por su descortesía con Parks, y conmigo como embajador por su indigno comportamiento hacia mí y hacia el cónsul estadounidense. Además, ese día envié de nuevo al capitán Munn a Barranquilla, y si a las 6 de la tarde del día siguiente no podía informar que se había despedido a los principales ejecutivos y administradores nazis, daría cumplimiento a mis amenazas.

Toby vio a Rihl esa noche. Seguía obstinado; no iba a cumplir. "Bien", le aconsejó Toby, "será mejor que tenga cuidado. Este embajador no caña. Cuando dice que va a hacer una cosa, la hace. Así que tenga cuidado".

Rihl alardeó hasta el último minuto, pero a las 6 de la tarde del lunes Toby me dijo por teléfono que había concluido la etapa preliminar para despedir a los nazis de alto rango.

Después de que los administradores estadounidenses se hicieron cargo empezamos a entender cuán peligrosa era la operación de SCADTA. Una noche, algunos de ellos entraron en la oficina de Barranquilla mucho después de la hora de cierre. Encontraron al jefe de comunicaciones de SCADTA, Hans Hasendorf, comunicándose con Berlín, por un aparato de radio que supuestamente apenas era suficiente para el uso entre la oficina y el aeropuerto.

Casi al mismo tiempo interceptamos una carta de uno de los dos pilotos de SCADTA que salieron de Colombia tan pronto se inició la guerra y fueron a Berlín por Japón y Rusia. Le escribía a otro piloto de SCADTA que, emocionado por regresar a tiempo para tomar su lugar como piloto de caza, había visitado a Hermann Göring, jefe de la Luftwaffe. Göring le lanzó improperios por haberse ido de Colombia, donde era necesario, a Alemania, donde no faltaban pilotos de caza.

4

Un importante acuerdo que elaboré con George Rihl incluía una disposición de importancia esencial para la seguridad del Canal de Panamá: la instalación inmediata de tres radiogoniómetros Adcock.

Durante la Conferencia consultiva de Panamá, después de empezar la guerra, fui a conversar con Sumner Welles, quien dirigía nuestra delegación. Mientras estaba allí, el oficial al mando me llevó en un vuelo sobre las instalaciones, que eran lamentablemente inadecuadas desde el punto de vista de la defensa. Los emplazamientos antiaéreos eran visibles desde el aire. Las esclusas de emergencia que empezaban en el lado atlántico estaban tan cerca de las originales que un solo bombardeo podía destruirlas al mismo tiempo.

Lo peor de todo era que el único aparato de escucha de la Zona solo podía detectar un avión que provenía en una dirección, y apenas a una distancia menor de quince millas. Si dos escuadrones de aviones llegaran desde dos direcciones diferentes y, peor aún, a altitudes diferentes, solo podíamos detectar uno de ellos -demasiado tarde para que nuestros aviones de combate despegaran- y quizá podríamos averiar parte de sus aviones con fuego antiaéreo; pero los otros podían llegar sin ser detectados y bombardear las esclusas.

Insistí en la instalación de los radiogoniómetros Adcock. Uno se debía instalar en el Golfo de Urabá, uno en Cali y el otro en Barranquilla; y los tres harían posible localizar por triangulación cualquier avión en el aire. Los aviones serían triangulados cada quince minutos. Puesto que no más de una docena estarían sobrevolando Colombia al mismo tiempo, sería fácil rastrearlos; y si algún avión no estaba donde debía estar o no se podía encontrar, se podría dar la alerta a la Zona del Canal.

Nada se hizo para proteger el Canal contra los pilotos de SCADTA. Envié un telegrama al Departamento. Los radiogoniómetros aún no llegaban. Envié un mordaz telegrama pidiendo que el secretario o el subsecretario averiguaran por qué Pan American no había enviado esos radiogoniómetros y cuándo se proponía enviarlos.

A su debido tiempo recibí un mensaje del Departamento. Decía que un funcionario de Pan Am había visto al secretario Welles y se había disculpado. Aseguró a Sumner Welles que el primer radiogoniómetro "completo, con la antena", se enviaría el sábado siguiente por carga aérea; y que los otros serían enviados en la misma forma en unas dos semanas. Welles era una persona muy ocupada y nada sabía del radiogoniómetro Adcock.

Contesté con un telegrama en el que sugerí sarcásticamente que el Departamento transmitiera mis felicitaciones a Pan Am por el maravilloso avance de la carga aérea. Dije que el Departamento entendería mi admiración cuando se diera cuenta de que la maquinaria de un radiogoniómetro Adcock pesaba muchos cientos de toneladas y llenaba una habitación de 4,3x4,3x3 metros; y que la antena debía ser de cedro curado al horno, de 18 a 24 metros de largo y de 3 a 4,5 metros de diámetro en la base. (Quizá Welles pensó que era una especie de antena magnética.)

5

Cuando la sustitución terminó en febrero, el presidente Santos me pidió que los cambios adicionales fueran más lentos. Yo quería sustituir algunos pilotos (uno puso en peligro mi vida y la de otros seis pasajeros volando en línea recta, ascendiendo y descendiendo por las montañas entre Bogotá y Medellín, y terminando en picada a través de un bosque hacia el aeropuerto de Medellín; una hábil e imprudente exhibición de vuelo con la obvia intención de darme el susto de mi vida, como así fue). Pero Santos dijo: "Esperemos un poco". Y como había cooperado tanto no tuve corazón para ser exigente.

Pero cuando Hitler inició su guerra relámpago el 10 de mayo de 1940, el problema tomó un nuevo aspecto. Estaba en Washington ese día, en el Departamento. Con cierta dificultad conseguí a Sumner Welles por teléfono y le dije que era imperativo verlo de inmediato.

¿"Qué pasa?", preguntó.

"Conoces mi promesa de ir con lentitud en el despido del resto de nazis de SCADTA. Pero esta invasión significa que la guerra está en marcha. Debo actuar ahora, y necesito tu autorización. Quiero decirte lo que me propongo hacer".

Más tarde Sumner Welles y yo nos distanciamos, pero siempre le estaré agradecido por lo que dijo entonces. "Lo siento, Spruille, estoy en una reunión", y manifestó: "no puedo seguir hablando contigo por teléfono, sigue adelante; y hagas lo que hagas, te apoyaré".

Llamé a Gerry Keith en Bogotá y le dije que pidiera a Santos una entrevista en mi nombre. Debía decirle al presidente que con Hitler a la ofensiva ya no teníamos tiempo para una limpieza gradual de SCADTA. Esos pilotos tenían que irse de inmediato.

A última hora de la tarde me devolvió la llamada para darme la respuesta de Santos -una respuesta muy valiente, porque significaba desafiar la ira de Laureano Gómez y de toda la oposición conservadora, e incluso algún descontento entre los liberales. Santos había dicho: "Todo lo que quiera hacer, hágalo".

Enseguida telefoneé a Rihl y le dije que iba a tomar un tren nocturno a Nueva York, y que lo esperaría a la 1:00 a.m. en mi suite del hotel Plaza. Rezongó un poco, pero fue a verme. "Esta invasión", le dije, "significa que debemos hacer una reestructuración total en SCADTA, y que debemos hacerla ahora mismo".

Era una tarea difícil. De los 134 empleados nazis, 84 aún mantenían su cargo, y en su mayoría eran muy calificados: pilotos, copilotos, mecánicos. Conforme a la legislación colombiana tenían derecho a una indemnización por tiempo de servicio. También estaba el gasto de transportar los sustitutos estadounidenses a Colombia.

¿"Cómo conseguiremos el dinero?", preguntó Rihl.

"Ustedes tendrán que ponerlo".

¿"Cómo nos lo devolverán?". "No sé cómo. Pero ustedes mismos se metieron en este embrollo. Dices que no preveías que habría guerra en Europa. Todo el mundo lo sabía, y que no podríamos evitar involucrarnos. Sabías que no permitiríamos que pilotos militares nazis volaran por la Zona del Canal; solo por eso eres responsable. Pero como embajador, me comprometo -sin ninguna obligación- a hacer todo lo posible para que les reembolsen los gastos".

Rihl aceptó. "Esto es tan importante", dijo, "que querría volver mañana temprano con Trippe y los demás".

"Muy bien", respondí, "pero cuando vengas con Trippe, recuerda que no se trata de si se debe hacer sino de cómo hacerlo más rápidamente".

En la mañana siguiente insistí en hablar de lo que se debía hacer y cómo hacerlo. Cuando se trató el asunto de financiar la reestructuración repetí que intentaría que se les devolviera, pero que ahora tendrían que gastar el dinero necesario.

Un año después de mi traslado a Cuba, Pan Am presentó al gobierno una factura que superaba el costo de la reestructuración. Habían conseguido que Avianca, sucesora de SCADTA, pidiera prestado el dinero. El incumplimiento de la deuda había arruinado a Avianca y llevado a que los colombianos pensaran, con razón, que los yanquis los habían estafado. Me vi obligado a recomendar el pago de Pan Am.

Fue indignante y sería indignante después. Pero solo tengo elogios por la forma en que George Rihl y Pan Am manejaron el cambio. De algún modo lograron encontrar pilotos, copilotos, mecánicos y otro personal necesario. Los llevaron a Barranquilla de a uno, de a dos o de a tres cada vez, y los mantuvieron dispersos, de modo que nadie notó lo que ocurría. Finalmente, el 10 de junio de 1940, dieciocho meses antes de Pearl Harbor, entraron en acción.

Esa noche, cuando todos los aviones estaban en los hangares y todo el personal fuera de los hangares y las oficinas, los alemanes recibieron la noticia de que ya no eran empleados, y los estadounidenses entraron y se hicieron cargo.

Los seis meses siguientes fueron desesperantes. La oposición gritaba de ira, y un accidente habría creado tal infierno político que habría sido imposible mantener alejados a los alemanes. Hacían todo lo posible por causarlo. Durante seis meses todos los aviones que salían de Bogotá -y muchos de las otras ciudades- fueron manipulados. Nadie sabía cómo lo hacían los nazis; pero llegaban a los aviones, y alteraban los motores, el combustible, el agua, el aceite, todo. Gracias al sumo cuidado de Pan Am, el peor efecto fue el retraso. Un intento de explosión fue frustrado por el piloto, que pudo abrir la puerta y lanzar un paquete pequeño, uno de los varios providencialmente colocados en un asiento en la prisa por levantar vuelo. El paquete, caliente y humeante, ardió en llamas en el aire.

Durante ese tiempo de ansiedad fue una gran satisfacción haber reivindicado mis previsiones. Cuando los estadounidenses se hicieron cargo de los aviones de SCADTA, ellos y Toby Munn encontraron las perforaciones para instalar bombas y ametralladoras. También descubrieron -afortunadamente sin percances- que en los mapas de SCADTA los picos colombianos tenían una altura de 450 a 600 metros más baja que la real. La intención era evidentemente causar accidentes en caso de perder el control de la línea y de que esos mapas cayeran en manos de pilotos estadounidenses.

Otra reivindicación, que afortunadamente involucró menos riesgo, fue la de tres emisiones de onda corta desde Berlín que amenazaron la vida de Santos y la mía por haber sacado a los alemanes de SCADTA.

Todo ese tiempo informé plenamente al Departamento cuál era la situación. Aparte del peligro para el Canal, había la posibilidad de un ataque nazi a las refinerías de Aruba y Curazao, fuente del 80% de la gasolina de la Fuerza Aérea británica. No sabría si mis informes fueron 100% exactos, pero la mayoría lo eran. No ayudó a mi delicada situación con respecto a SCADTA que el presidente Roosevelt asegurara una noche por onda corta que los nazis habían ocultado pistas de aterrizaje en Colombia.

Entendí que debía asumir la responsabilidad. Si no podíamos probar la acusación no podía culpar al presidente. Teníamos indicios de pistas de aterrizaje ocultas, pero sin pruebas contundentes. Convoqué a mi personal y le dije: "Muchachos, el presidente se arriesgó a hacer esta declaración. Ahora debemos conseguir pruebas de que tiene razón".

El anuncio creó sensación en Colombia precisamente en un momento en que yo no necesitaba sensaciones. Laureano Gómez fue muy desagradable al respecto. Sin embargo, reunimos algunas pruebas persuasivas que respaldaban la declaración inoportuna e innecesaria del presidente. De hecho, Edgar Hoover me envió una carpeta muy interesante (que me robaron cuando empacaban mis libros a mi salida del Departamento de Estado) con mapas donde supuestamente estaban escondidas las pistas de aterrizaje, y donde se almacenaba gasolina, aceite, agua, piezas de repuesto, etc.

6

Para dar a los colombianos una mayor participación en SCADTA sugerí que Pan Am tomara el control y se fusionara con una pequeña compañía colombiana, nombrando a un colombiano como presidente para suceder a Bauer. Estaban contentos por ello. La compañía se reorganizó con el nombre de Avianca, con el colombiano que propuse como presidente. El sabotaje pronto disminuyó y pude respirar con más tranquilidad. Después de Pearl Harbor logré convencer a Santos de que aislara a los 134 nazis de SCADTA. No tuvo que construir un campo de concentración; los abandonó en un lugar distante del que solo se podía regresar a Bogotá a través de montañas. Yo estaba especialmente preocupado por los pilotos, que podían causar verdaderos problemas.

Después de la reorganización, la nueva compañía, Avianca, empezó a ganar dinero. Bajo la dirección de Bauer nunca había hecho un centavo.

George Rihl y yo, a pesar de nuestros fuertes enfrentamientos, terminamos siendo buenos amigos. Tengo una carta que valoro de Tony Satterthwaite, un funcionario del servicio exterior que se especializó en aviación, fechada el 25 de noviembre de 1943:

Estimado Señor Embajador:

Anoche cené con George Rihl. Dijo (intentaré citar), Braden es el mejor maldito embajador que hemos tenido en Colombia o en cualquier otro lugar. Peleé con él más que con cualquier otra persona que haya conocido. Me mandó al hospital. Pero en realidad le hizo un gran servicio a Pan American Air ways. Impidió que cayéramos en tal desgracia con el Ejército que nunca habríamos salido. Estados Unidos consiguió lo que quiso cuando él estuvo allí.

Nunca culpé a George por lo que hizo. Pero tuve que ser muy duro con él, y es cierto que cuando la pelea terminó fue al hospital por agotamiento. También es cierto que Pan Am iba a tener graves problemas con el Ejército. Antes de que se expulsara a los nazis, el comandante general de la Zona del Canal estaba tan ansioso por los potenciales peligros para el Canal, y tan indignado por la inacción de Pan Am, que tuve dificultades para convencerlo de que no excluyera de la Zona a sus aviones que provenían de Francia y Dubruk.

Años después, en un banquete en Nueva York, Juan Trippe reconoció que yo había tenido razón. Pan Am, me dijo, debería agradecerle por lo que hizo por ella en Colombia. No le dije al señor Trippe que en el asunto de SCADTA no había estado tan interesado en el bienestar de Pan American Airways como en la seguridad de mi país.