NUESTRA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL*


OUR INDUSTRIAL REVOLUTION



Alberto Lleras Camargo

* Aedita Editores Ltda., 1957.



EL BÁRBARO MECANIZADO

Con excepción de ciertas regiones del África ecuatorial, de las montañas del centro de Asia, de algunas islas polinésicas, el mundo está más o menos mecanizado, automatizado. La máquina por sí sola, sin embargo, no logra borrar las grandes distancias entre los diversos grados de civilización. Para abreviar, los economistas se refieren a países desarrollados y subdesarrollados o infradesarrollados, y por cortesía omiten decir, hasta donde es posible, países adelantados y atrasados. Ya en otra ocasión advertimos cómo la diferencia parece residir en que unos países son los productores de las máquinas y los otros son apenas los importadores y usufructuarios de una civilización ajena, que se puede comprar. Pero se puede comprar, parcialmente apenas. No basta con mecanizar. Detrás de la máquina lo que ha producido realmente la civilización de nuestro tiempo, es la capacidad de producirla y la consiguiente capacidad de usarla y controlarla. Para producir las máquinas que facilitan el trabajo y que resuelven los problemas que ha traído a la especie su desbordante crecimiento, hay que acumular ingenio, disciplina, técnica, ciencia en tal abundancia que implica la existencia de una vastísima fuente de materia prima humana de primera calidad. Esa materia prima se extrae y prepara en los millones de escuelas, colegios, liceos, universidades, institutos tecnológicos y academias científicas que son indispensables para el desarrollo de las nuevas etapas de la revolución industrial. Los pueblos infradesarrollados se limitan a adquirir, a cambio de raíces, frutos comestibles minerales, o elementos sin transformar, los productos de ese ingenio y de esa disciplina intelectual, muchas veces sin que correspondan a sus reales necesidades ni solucionen adecuadamente sus problemas. Pero, aun así, sufren las consecuencias, aprovechan muchas de las ventajas y soportan los cambios que la revolución industrial está promoviendo desde su iniciación, en la vida de la especie.

Sólo que en ese fenómeno hay un tremendo riesgo, que en muchas partes ya se ha materializado en pequeñas o grandes catástrofes y, desde luego, en incomodidades y azares frecuentísimos. El hombre en bruto, sin educación alguna, sin haber tenido disciplina de convivencia en la escuela, sujeto de pasiones elementales, no es muy peligroso cuando solamente tiene al servicio de sus arrebatos la fuerza de sus desnudas manos y la velocidad de los dos pies midiendo su radio de acción, en el tiempo y en el espacio. Pero si se le mecaniza, si se le dan instrumentos poderosísimos que duplican o centuplican su poder y su órbita, sin otro esfuerzo de su parte que el entender el juego sencillísimo de unas palancas, es, eminentemente, una fuerza de desorden. Ahora mismo vive la humanidad bajo una amenaza constante, que, aun olvidada en apariencia en sus momentos frívolos, le asalta subconscientemente en todas sus determinaciones. Un grupo de hombres de ciencia reclutados en diversas ciudades y centros universitarios, sin ninguna filosofía común, cuyo único contacto era el grado de penetración de su inteligencia en los secretos de la naturaleza del átomo, produjo el gran fenómeno de su desintegración y el desencadenamiento de la energía oculta en la hasta entonces inerte y separada materia. ¿Para quién? Para entregarla a los Estados, es decir, a los gobiernos, es decir, a los políticos, una casta inferior en el proceso de perfeccionamiento científico y de imprevisible moralidad, por cuanto el acceso al poder, ya sea por elección, por violencia, por golpe de Estado, por sucesión, es un azar que la historia no se fatiga de elogiar cuando resulta bien y no se cansa de lamentar cuando se trueca en una peste para los ciudadanos. Ya en manos del Estado ese poder sin precedentes, sin experiencias, como no sean las horrendas –y no realizadas propiamente in animavili–, todo lo que siga de aquí en adelante es una gran lotería, con premios gordos y con castigos abisales. Es una fortuna que uno de los países más cultos y felices del mundo, y, por lo tanto, sin ganas de perecer, tenga más de la mitad de ese poder. Pero si llega a extenderse, y esto parece inevitable, la perspectiva para la humanidad es estremecedora. ¿Llegará a usarse para el genocidio sistemático, para la destrucción de grandes masas, de ciudades, de regiones enteras? ¿Llegará a ser el abominable chantaje para dominar la libertad que resta, perseguida y vacilante, en el mundo? ¿No será la ambición necesaria y última de todos los césares y de todos los jefes de banda?

En muy menor escala, el proceso es idéntico con la maquinización de los pueblos incultos. Por eso los directores de la revolución industrial de los países infradesarrollados tienen responsabilidades morales mucho más pesadas y complejas que las de los jefes de empresa y de fábrica de los grandes países industrializados. Su misión no termina en producir. Tienen, también, en cualquier forma, que educar pueblos para el uso ordenado y prudente de su producción. Todo lo demás, si no es un riesgo, es cuando menos un gran despilfarro, una auténtica orgía de materiales costosos, condenados a la destrucción.

Todos hemos viajado por una carretera en los países subdesarrollados, y los colombianos, mal que nos pese el término, no tenemos desde luego más remedio que hacerlo. No hay un ejemplo mejor de la barbarie mecanizada, del despilfarro, de la imprevisión. Esos caminos son un microcosmos de lo que puede ser el mundo si la técnica sigue desenvolviéndose y la industria difundiéndola sobre un mundo de billones de seres humanos en un estado cada día más primitivo de cultura. El camión, concebido para transportar a una velocidad razonable grandes pesos, es, en una carretera de nuestros países, un arma de guerra contra gentes indefensas, un tanque, animado en muchos casos por una mente en un estado provisional de enajenación, provocado por el exceso de poder sobre un temperamento de antiguo peatón humillado y codicioso de venganza. Las condiciones de su construcción, destinadas a finalidades razonables y pacíficas, como su peso, su resistencia, su tamaño, se hacen ofensivas contra los vehículos menores, y lo convierten en un carro bélico como los de los persas que se abrían paso con sus cuchillas giratorias segando ejércitos poco menos que inermes.

Pero ese es el caso más visible, sin que sea siempre el más peligroso. Millares y millares de colombianos que no fueron antes sino inofensivos bípedos o cuando mucho jinetes intrépidos, pero todavía poco agresivos, se embriagan ahora con la muy relativa velocidad de las bicicletas y tejen la más endiablada red letal ante los demás vehículos, tan ciegos como el camionero con su poder recién adquirido. Todos, con excepción de los caminantes no mecanizados, carecen de reflexión, de dominio sobre sí mismos, de control sobre sus nervios, de paciencia, de cálculo. Si, por ejemplo, se produce un embotellamiento de tránsito, todos avanzan hacia el punto muerto, atropellándose, empujándose, ciegos y sordos, hacia el destino fatal en donde ya es imposible devolverse, avanzar, permitir el paso a los demás, hacer cosa alguna que no sea prenderse a las bocinas a lanzar gritos metálicos desesperados e insensatos. Los zoólogos que han examinado el comportamiento de las bestias e insectos jamás han comprobado procederes de tan extraordinaria irracionalidad. Sin embargo estas gentes, normalmente, y apeadas de su vehículo, no son así de torpes. Pero es notorio que la máquina las domina, les impone su velocidad máxima, les obliga a usar la totalidad de su poder y las priva de los reflejos indispensables para la conservación de la vida. Eso no es sino falta de educación, que no consiste, ciertamente, en saber leer y escribir, sino en saber convivir, arte tanto más arduo cuanto más enredada se haga la coexistencia con seres dotados ahora de un poder, una fuerza y una velocidad que no se ejercitan y miden desde la infancia.

Muchos latinoamericanos desprecian la superficialidad de los comentarios que los viajeros de países industrializados hacen sobre nuestro modo de vivir y en los cuales se concede, por lo general, una desmesurada importancia al desorden del tránsito urbano y al caos de nuestras carreteras y caminos. Pero esos viajeros tienen razón. Los pueblos educados para la civilización contemporánea tienen que tener un agudo y finísimo sentido del tránsito, porque esta es la civilización de la velocidad. En todos los aspectos de la vida económica, social y política de nuestro tiempo hay innumerables e invisibles accidentes de tránsito, tragedias tremendas que en el fondo no son otra cosa que el choque de impaciencias, dotadas de poder superior al que son capaces de resistir los nervios de gentes de otra época, súbitamente dueñas de una velocidad superior a aquella para la cual estaban naturalmente adecuadas. Y una carretera latinoamericana o asiática o africana, nos enseña más, y más aprisa, sobre el grado de educación de los pueblos para la transformación de nuestro tiempo, que cien tratados de sociología.
De ese caótico estado no se puede salir sino por dos vías paralelas: una de ellas es la de crear hasta donde sea posible, una vida industrial autóctona, que requiere indispensablemente la elevación vertical de la técnica criolla, y, por consiguiente, la de una gran masa de gentes con capacidad para dominar las palancas de la revolución industrial con serenidad y buen juicio. La otra, la educación de las masas, de todas ellas, para la convivencia en el tránsito, para la disciplina de una era que, sin esas condiciones no es, ni será otra cosa que la barbarie mecanizada, es decir, elevada a una potencia desconocida en las más oscuras épocas de la humanidad.

EL ESTADO FEUDAL

Hemos hablado varias veces sobre la diferencia de velocidades, de ritmo, entre la economía industrializada de un país en proceso de desarrollo y las viejas formas sociales, políticas y económicas supervivientes después de las primeras invasiones de la máquina. En ningún otro caso se muestra ella más patente y aun diríamos más dramática, que en las forzosas relaciones entre las gentes y los intereses de la nueva época y todas las apariciones y muestras de la actividad del Estado.

En efecto el Estado, particularmente en este tipo de países, y sobre todo en aquellos que preservaron la estructura colonial de sus primeros tiempos, como ocurre con los latinoamericanos, es una curiosa mezcla de ambición de poder, de celos por cualquier actividad ajena y de perezosa ineficacia. Ello proviene sin duda, del criterio con que se ha formado y consolidado por siglos enteros la institución burocrática, que en América Latina, en general, es parte principalísima, si no única de los despojos políticos que se distribuyen después de una victoria semidemocrática o de un golpe de Estado. Ya, por esa sola razón, la burocracia es incompetente, variable, insensible a las necesidades del público, desconfiada de su porvenir, y al mismo tiempo insolente, porque en el momento de su triunfo se cree dueña de todos los resortes y poderosamente apoyada en el partido o grupo victorioso. Los esfuerzos que se han hecho en América Latina por modificar esa situación y por construir una burocracia sometida a reglas, a ascensos, a jubilación, a sistemas de mérito y competencia han resultado inútiles, y donde quiera que han prosperado legislaciones en este sentido se han visto derrumbar, barridas por revoluciones de apariencia popular que arrojan a los empleados de sus puestos en medio del aplauso público. Aun en los Estados Unidos fue difícil consolidar las leyes de servicio civil, a la manera de la inglesa, y muy recientemente hemos visto batidas contra los funcionarios y empleados que so pretexto de investigaciones de lealtad iban encaminadas a destruir las garantías ofrecidas a los burócratas en los últimos años.

Pero la burocracia, en sí, no es todo el problema. Lo grave es la ambición del funcionarismo superior, de aquel que aun en los países donde existe servicio civil, es movible, porque se supone que ha de traer consigo las ideas y principios de gobierno del régimen que la voluntad popular ha designado. En América Latina, esos grupos, cualquiera que sea su partido o su tendencia, son igualmente intervencionistas. Por una u otra razón, por pretextos económicos o simplemente políticos, desean regular, reglamentar, normarlo todo. No ha habido probablemente en América Latina un solo cambio político que no haya sido seguido inmediatamente de una revisión de todas las reglamentaciones existentes para hacerlas más graves, y no se recuerdan muchos movimientos políticos de liberalización del ciudadano ante el Estado desde los días de los Felipes y Carlos españoles o de los monarcas portugueses, incluyendo la revolución de independencia de nuestras naciones. Ese afán de reglamentar echa sobre la burocracia inferior y subalterna una carga inverosímil con cada plumada de los de arriba o con cada ley nueva. No hay una sola que no establezca alguna revisión, investigación, estampilla, trámite por parte de los ciudadanos, ante las oficinas públicas. Pero ellas son prácticamente, desde todo punto de vista, incluyendo su capacidad y acondicionamiento físicos, las mismas que existían hace uno, dos o a veces cuatro siglos. No hay, sino con muy raras excepciones, en América Latina, oficinas del Estado que tengan un remoto parecido con las que requiere una modesta industria para manejar sus relaciones con un público especializado y muy poco numeroso. Pero, sin embargo, de acuerdo con las leyes y reglamentos, están destinadas a servir a una inmensa masa de ciudadanos, muchas veces a todos los ciudadanos de la República, y por regla general, a los de ciudades de cerca de un millón de habitantes, o provincias de varios millones. El Estado en América Latina carece de memoria, es decir, de archivos organizados, de referencias a los actos del pasado o siquiera de registro de los que están ocurriendo. Para conducir todo ese extravagante volumen de relaciones con cada ciudadano el registro requeriría muchos más kardex, fichas, archivadores, personal, estadísticas en cada oficina de todo lo que tiene el Estado en el conjunto de sus despachos y al servicio de su burocracia. Así, esas relaciones del Estado y el individuo se llevan de manera casual, torpe, lentísima, y ocasionan todo género de fricciones y tropiezos. El ciudadano podría tolerar toda esa inspección de su vida, sus bienes, sus actividades, si al menos fuera un proceso rápido, serio y eficaz. Los alemanes antes de llevar a la culminación su concepto político totalitario habían perfeccionado de tal manera sus métodos burocráticos que el ciudadano llegaba a sentir admiración y aun cierto oculto placer de verse tan bien registrado, inscrito, seguido y vigilado por el Estado en todos sus movimientos, en forma suave, aceitada y de una precisión admirable. Lo nuestro, en cambio, es una caricatura de la función oficial tal como se concibe en otros lugares. Todo es personalísimo, variable, caprichoso de acuerdo con el funcionario que nos atiende y con el estado de ánimo de ese funcionario en ese día y en ese minuto de nuestro encuentro. Comprendemos que nos puede demorar uno o dos años exigiéndonos cada uno de los imposibles requisitos de las leyes y reglamentaciones, o absolvernos el caso en cinco minutos, pasando por encima de lo que esas disposiciones exigen, ambas cosas sin sujeción alguna a responsabilidad o a rendición de cuentas ante nadie. Se parte de la base, ella sí cierta, de que no es posible humanamente cumplir con todo lo que las leyes piden, y de allí en adelante, funcionario y ciudadano pueden entrar en cualquier arreglo de amistad, o en cualquier batalla, o en un impasse indefinido. La burocracia sabe más que nadie que no tiene capacidad para hacer todo lo que la ley le ha encomendado, y el ciudadano no lo ignora. La rigidez y el celo en esas condiciones, de cualquiera de las dos partes, sería un cómico alarde de insinceridad.

Así, iban las cosas, más o menos bien, hasta que llegó la revolución industrial a América Latina, con su nueva velocidad. Una fábrica, una industria, una vasta organización de especulación económica no puede detenerse a esperar que sus asuntos se tramiten con la misma insensibilidad ante el tiempo que los antiguos negocios de comercio, y estos mismos toman naturalmente el ritmo de la nueva época. Todo se mueve más aprisa, menos el Estado. Y no solamente no se mueve más que antes, sino que ahora quiere intervenir en cada transacción, en cada actividad, en cada etapa de cada proceso industrial o de cualquier otro negocio. Las leyes entran abiertamente en el antes dominio privado, y algunas veces con razones muy buenas, casi siempre con intenciones sanas de protección a los llamados grupos menos favorecidos, al consumidor, al desposeído. En cada ley se advierte que en adelante se llevará un registro, se hará una inscripción, se denunciará esto o aquello ante tal o cual oficina. Pero no se provee aumento de empleados, ni de libros de registro, ni se compra una máquina de escribir más, ni un archivador, ni los empleados existentes adquieren ninguna nueva técnica para sus trabajos ni se les exige mayor competencia de la que antes tenían. Así, por ejemplo cuando el volumen de negocios de cada país era limitadísimo, hace veinte o treinta años había una sola oficina de traducciones oficiales, generalmente dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores, servida por un funcionario, uno solo, que traducía, además, los protocolos, convenios y tratados de la cancillería. En la ley se establecía que cualquier tipo de documentos originados en otra lengua fuera oficialmente traducido, y llovían sobre esa oficina y ese funcionario las transacciones y contratos polilingües que en nuestros días de vasto comercio internacional son inevitables y necesarios. Y sobrevino, obviamente, el estancamiento, la parálisis, el embotellamiento de tránsito en esa oficina.

Los sistemas de notarías y de registro de propiedad siguen como eran hace trescientos años, hasta con los mismos muebles, sin una sola variación o modernización de sus métodos, creando otro embotellamiento. Y las oficinas de recaudación de impuestos, casi en las mismas condiciones, aunque hay que decir que probablemente son las únicas que han merecido cierta atención del Estado porque de su eficiencia dependen muchas cosas vitales. Y en cada nueva ley, nuevos requisitos. El ciudadano ha de andar en nuestro tiempo de la ceca a la meca, de oficina en oficina, haciendo colas para obtener centenares de certificados, sellos, permisos, licencias, todas ellas inextricablemente unidas entre sí, de tal modo que no se pueda sacar una sin haber obtenido cuatro o cinco, y en algunas ocasiones sin que se pueda establecer por dónde empezar. El regulador, empero, sigue creando nuevos requisitos y tejiendo su red de controles, a los cuales nadie puede atender honestamente, ni quienes se encargan aparentemente de llevarlos a cabo, ni quienes han de sufrirlos. Pero el ciudadano, al fin al cabo, puede escapar, por su propia insignificancia, por las escasas transacciones que ejecuta, a ese suplicio. No así la industria, no así las empresas. Ellas sí que han de recorrer todo el trámite, y soportar todas las demoras. Y cada demora significa pérdidas, en producción, en acción, en lucro cesante, en pago de empleos sin trabajo, y, necesariamente, culminan en encarecimiento de los productos que el pueblo paga a la postre. Cuando no, como ha ocurrido en el caso de América Latina, en corrupción, en compra y venta de favores en las oficinas del Estado.

La revolución industrial por eso, aparece, injustamente, como una de las causas de la decadencia de la moral, cuando no es sino una de sus víctimas. Mientras el ritmo y la velocidad de su acción estén en franca discrepancia, en pugna con el tiempo viejo que el Estado impone, habrá un poco de caos, y sus beneficios no se harán sentir sobre la totalidad de la economía. El Estado tendría que modernizarse, pero no en el papel, sino en la realidad, en las oficinas públicas, en la burocracia, en sus métodos. Es todavía uno de los más importantes negocios, y se sigue conduciendo, cualquiera que sea el temperamento y las intenciones superiores, como en la era pastoril. Esa discrepancia es una de las grandes causas de inquietud y zozobra, de pugna y de inconformidad que caracteriza a estos países, que, por lo demás, debieran ser más felices que los de otros mundos más viejos y sufridos.