* DOI: https://doi.org/10.18601/01245996.v22n43.01

EDITORIAL*

I

Siempre ha sido difícil predecir el futuro. Hoy, cuando lo único permanente es el cambio, es más difícil que nunca antes. El derrumbe de la Unión Soviética no solo sorprendió a los sovietólogos y estrategas occidentales de la guerra fría sino también a sus presuntamente bien informados servicios de inteligencia. Los profetas del fin de la historia y del triunfo inevitable y duradero de la democracia liberal no previeron que luego sería cuestionada en casi todo Occidente; que las instituciones creadas durante un largo proceso histórico no se podían trasplantar a América Latina, donde no se ha establecido un Estado moderno con el monopolio de la fuerza y de la tributación y, menos aún, un Estado de bienestar; y que la democracia no arraigaría en el continente asiático, desde los Urales hasta el Mar de China. Como tampoco en África, el continente esclavizado y más explotado por los imperios coloniales, afligido por cruentas guerras tribales o fratricidas, que malvive en la miseria bajo gobernantes despóticos, usualmente apoyados por los gobiernos de países que le extraen su riqueza material y le venden armamento.

Los expertos que elaboran modelos de supuesta validez universal y extrapolan tendencias futuras a partir de hechos elegidos a conveniencia, como los del periodo de la Gran Moderación -a diferencia de lo que suelen hacer los científicos, quienes no ignoran los hechos, incluso los que contradicen sus teorías-, tampoco previeron la crisis financiera global de 2008; esa crisis que no podía ocurrir y que no se podía predecir porque era un "cisne negro", porque la excluyeron sus modelos de predicción pese a las numerosas crisis económicas del siglo pasado, las que sería fatigoso enumerar.

Todos esos expertos mantuvieron y aún conservan su prestigio. Muchos se convirtieron en asesores o funcionarios de sus gobiernos. Otros ascendieron en la escala académica y alguno recibió el premio del Banco de Suecia, que el lobby político y universitario popularizó como premio Nobel de Economía, contrariando a su fundador, Alfred Nobel, quien quiso honrar los logros en la ciencia, la literatura y la búsqueda de la paz.

Quienes no se limitan a ver pasivamente la televisión, a leer periódicos o revistas que alguna vez fueron independientes y críticos -hasta el punto de que se los llamó el "cuarto poder"-; quienes intentan evitar sus sesgos de "selección y de confirmación" y se atreven a buscar distintas fuentes de información y a cotejarlas, a diferenciar los hechos de las opiniones y a llegar a juicios propios -hasta donde es posible- saben que diversos estudiosos expresaron puntos de vista distintos y a veces contrarios a los de tales expertos, y pusieron en guardia contra sus malas predicciones y sus yerros. Pero carecían de prestigio académico e influencia política, pues se enfrentaban a las opiniones consagradas, así como de fondos para investigar porque la búsqueda de conocimiento no da ganancias inmediatas y porque la ciencia ha sido atacada desde todos los flancos del espectro político y es desacreditada hasta hoy por grupos de interés que difunden la mala ciencia para crear confusión en forma deliberada y sacar provecho.

Algo semejante sucede con la pandemia actual, causada por el SARS-Cov-2, que no es un "cisne negro" sino una pandemia largamente anunciada, cuyo posible brote fue advertido por grupos de científicos que, en laboratorios de varios países, estudiaban y compartían información sobre la estructura molecular y el genoma de los virus causantes de las epidemias más recientes -SARS, influenza A, MERS- y sobre sus mecanismos de trasmisión. Sus innumerables trabajos fueron ignorados o desestimados por los gobernantes y dirigentes de las últimas décadas, o simplemente tachados de alarmistas.

También anunciaron la pandemia periodistas científicos que hicieron trabajo de campo en países con brotes de zoonosis -enfermedades transmisibles por las especies animales a los humanos- como David Quammen, quien a comienzos de la década pasada escribió un libro sobre el ébola y otro sobre la próxima pandemia humana-; o que entrevistaron a enfermos y al personal sanitario, como Laurie Garrett -quien en The coming plague, su libro sobre las epidemias en Bolivia, Sudán, Sierra Leona y Zaire- publicado en 1994, hace más de un cuarto de siglo, advirtió qué sucedería cuando estallara una pandemia global y de qué carecería el mundo cuando tuviese que enfrentarla.

No solo la anticiparon personas con inclinación científica sino autores más populares: novelistas de ciencia ficción -un género que menosprecian los amantes de la gran literatura- y cineastas, como Steven Soderbergh, quien consultó a virólogos y epidemiólogos para filmar Contagio, una película que, sin ser excelente, presagió la actual crisis sanitaria.

En suma, la pandemia de Covid-19 es una tragedia anunciada y lamentablemente ignorada. Salvo en los países del Este de Asia que sufrieron epidemias recientes, atendieron las recomendaciones científicas y médicas, contuvieron el contagio y prepararon el sistema sanitario para enfrentar nuevas emergencias. Y en países europeos como Alemania, que mantuvieron sus sistemas de salud creados desde la posguerra, y conservaron las industrias que producen los implementos, reactivos y equipos necesarios para enfrenar una crisis sanitaria de grandes proporciones.

Jonathan Mann, en el prefacio a The coming plague escribió: "Este libro hace sonar la alarma. El mundo hoy necesita un sistema global de alerta temprana que detecte y responda a las nuevas enfermedades infecciosas emergentes que amenazan la salud. No hay advertencia más clara que el sida. Laurie Garrett lo explica claramente. Si lo ignoramos es a nuestro propio riesgo". El peligro del que ella advirtió era muy real, no un riesgo imaginario que se podía distribuir diversificando portafolios; así que se ignoró, se nos trasladó a todos, y hoy pagamos el más alto de los precios.

II

Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó;
varón y hembra los creó.
Y los bendijo Dios, y les dijo: fructificad y multiplicaos;
llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar,
en las aves de los cielos,
y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra

Génesis 1, 27-28

Sería un despropósito culpar de la pandemia actual a los dirigentes políticos y a sus asesores, por cortos de vista y ridículos que sean. El origen, no la culpa, se remonta a tiempos más antiguos, a las religiones monoteístas; en particular al primer libro de sus escrituras sagradas, la Torá y la Biblia, donde el creador ordenó poblar y sojuzgar el planeta y dominar a todas las especies vivas, a las que debía explotar y de las que debía alimentarse. Las culturas panteístas tuvieron más respeto por la naturaleza, quizá porque para ellas era sagrada, hasta que entraron en contacto con otras culturas.

Las sociedades herederas de las religiones del desierto obedecieron el mandato de su Dios único e inefable, y superpoblaron la tierra, explotando el planeta en forma ilimitada y destruyendo innumerables especies vivas, animales y vegetales. Creyendo que serían como dioses e impulsados por la arrogancia -que los antiguos griegos llamaban hybris-, han alterado los ecosistemas naturales, destruido bosques y especies salvajes, y hoy quebrantan los diques que actúan como reguladores homeostáticos de la vida en el planeta, y ponen en peligro la supervivencia humana.

Para los griegos clásicos, el castigo por la arrogancia era la némesis, una justa retribución con ecos de venganza. No deja de ser irónico que hoy, cuando algunos piensan que llegarán a ser inmortales como los dioses, la desmesura humana y su estupidez -la que parece ser eterna, como dijeron Victor Hugo y Albert Einstein- una vez más hayan puesto de manifiesto la fragilidad y la fugacidad de la vida humana.

III

Es una gran desgracia para los soberanos no poder escuchar nunca la verdad;
es una cruel sátira de los que les rodean,
que crean a su alrededor esa barrera impenetrable
que los aparta de ella.

Denis Diderot, Carta sobre el comercio de los libros (1763)

Los pensadores de la Ilustración tenían fe en el progreso y creían que, con la superación de la superstición y de la ignorancia, el avance de la ciencia y de la educación pondría fin a las tiranías, perfeccionaría la sociedad humana y llevaría a un mundo mejor. En su creencia en la razón, pasaron por alto que la ciencia no proporciona fundamentos a la moral ni a la ética -que imponen límites a la acción humana- y que las sociedades no están regidas por la verdad y el conocimiento, pero sabían que en ellas primaban la política, los intereses, las emociones y las ideologías, a las que los teóricos de la deconstrucción dieron en llamar relatos o narrativas.

La fe en el progreso y las esperanzas depositadas en la razón impulsaron el cambio social en los siglos XVIII y XIX e hicieron posible mejorar las técnicas de producción, aumentar el nivel de vida en algunas regiones del mundo y establecer regímenes de democracia liberal.

Pero a mediados del siglo XIX se percibió que estos logros no favorecían a todos los miembros de la especie ni a todas las regiones. En la tradición ilustrada apareció una fuerte división, entre el liberalismo, que prometía un futuro mejor a través de cambios graduales impulsados por el desarrollo económico, y el socialismo, que auguraba el establecimiento del paraíso en la tierra para todos. En el siglo XX, el más terrible de la historia, se intensificó la ideología nacionalista -algunas de cuyas expresiones fueron el fascismo y el nazismo, que le añadió el racismo-, la cual dio origen a dos guerras mundiales.

Esas ideologías modernas aprovecharon el conocimiento científico y utilizaron a los científicos que compartían las creencias de sus sociedades y sus dirigentes. Baste mencionar el affaire Lysenko en la Unión Soviética, donde se quiso crear una ciencia proletaria; la utilización del gas Zyklon-B para el exterminio sistemático de la población judía, y el lanzamiento de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki para derrotar a un imperio japonés que ya estaba a punto de rendirse ante la inminente declaración de guerra de la Unión Soviética.

Es muy conocida la crisis de conciencia de algunos físicos que descubrieron la energía encerrada en los átomos y de varios de los participantes en el Proyecto Manhattan, como Robert Oppenheimer -director del laboratorio de Los Álamos, donde se diseñó la bomba atómica- quien se inculpó citando un texto sagrado hindú: "me he convertido en la muerte, el destructor de mundos".

Quienes se empeñan en la búsqueda del conocimiento siempre han tenido relaciones ambiguas, difíciles y muchas veces amargas con los grupos establecidos, salvo cuando sus descubrimientos y sus teorías inducen innovaciones que dan ventaja a esos grupos en la política, el comercio, la guerra o el manejo de la opinión; aunque, a veces, también ayudan indirectamente a resolver problemas humanos y mejorar el nivel de vida.

Como muestra de esas relaciones difíciles con el poder, después de la guerra, Robert Oppenheimer fue acusado de tener relaciones con los comunistas. Los científicos no poseen la verdad, proponen teorías alternas, a veces contrapuestas; y se equivocan, sobre todo cuando hablan de asuntos ajenos a su disciplina, pues pese a su curiosidad y a su talento, son simples seres humanos, y como tales no son impulsados únicamente por la búsqueda del conocimiento sino también por los valores y las costumbres que imperan en su sociedad, y su prestigio aumenta o decae cuando cambian esos valores y esas costumbres. Pese a ello, el avance de la ciencia es un proceso colectivo de continua corrección de los errores individuales; de modo que el conocimiento científico es el más confiable con que contamos.

Desde los años ochenta hubo un profundo cambio en la orientación de las sociedades, un ataque a las tradiciones de la Ilustración, un olvido de las lecciones que se aprendieron durante los años de la guerra, y un desmonte deliberado de los Estados de bienestar, para someterlos a las fuerzas supuestamente naturales e impersonales del libre mercado.

IV

Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta
y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural […],
conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad.

Karl Polanyi, La gran transformación (1944)

En 1800 el planeta estaba habitado por unos mil millones de personas; hoy lo habitamos casi 8 mil millones, con toda la carga que este número impone a la biosfera, cuyos efectos no son del todo conocidos aunque es evidente que se han sobrepasado los límites tolerables, como muestran estudios científicos y recientes tratados ambientales, las metas de los cuales no se han cumplido porque afectan a las grandes empresas contaminantes, o porque los impuestos a las emisiones de carbono y de gases contaminantes son ineficaces e insuficientes.

Desde el punto de vista estrictamente técnico, los recursos de que hoy dispone el mundo son suficientes para alimentar a toda la población, para darle la debida atención sanitaria, vivienda decente y una buena educación. Satisfacer esas necesidades siempre fue uno de los objetivos declarados de los regímenes políticos y sociales modernos, al menos hasta que se impusieron las políticas impulsadas por los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher y sus consejeros económicos.

La base conceptual de esas políticas era que el mercado es el mecanismo "óptimo" para asignar los recursos y que el Estado debía imponer las leyes del mercado en todos los países, en vez de las leyes de la justicia y de las instituciones que se crearon para proteger el orden social después de las crisis y las guerras del siglo XX. El objetivo no era eliminar el Estado, aunque se dijese que el Estado era el problema, sino construir un nuevo orden social, regido por el mercado y la búsqueda del mero interés individual, libre de las interferencias políticas de la democracia: la sociedad de mercado. Margaret Thatcher llegó a decir que la sociedad no existía, que solo existían individuos y familias.

En busca de rentabilidad inmediata y de la valorización en la Bolsa se desmontaron las industrias de los países avanzados y se trasladaron a países con mano de obra barata, que por ironía hoy son sus grandes rivales, pues planearon a largo plazo, y aprovecharon el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico. Se privatizaron las empresas públicas, y casi todos los servicios que antes prestaba el Estado de bienestar pasaron al sector privado -en detrimento de la calidad en su prestación-; con mayor o menor alcance según los países: los de salud, acueducto, energía, transporte y educación, cuya calidad también se redujo pese al elevado aumento de la matrícula. En varios países, el alcance de las privatizaciones fue menor hasta que llegó la crisis financiera de 2008, que se intentó resolver con el salvamento de la banca y medidas de austeridad que aceleraron el desmonte de los servicios prestados por el Estado.

La desigualdad aumentó, no solo en Occidente sino en todo el mundo, incluidos los antiguos países comunistas, cuyas industrias están entre las más contaminantes del planeta. Surgieron movimientos y partidos abiertamente autoritarios, y se puso en cuestión la democracia; se impulsó la desconfianza en la ciencia y la razón, así como el uso de técnicas refinadas para manipular las emociones y las opiniones, con ayuda de las tecnologías de la información y el procesamiento de macrodatos, no solo en países bajo regímenes centralistas o autoritarios sino también en países de tradición democrática.

Desde hace meses, economistas de diversas escuelas advirtieron que habría una nueva crisis económica, cuyos signos fueron negados o interpretados a conveniencia por reputados economistas convencionales y publicistas de los gobiernos. El coronavirus aceleró la llegada de esa crisis, y mostró de nuevo que el mercado no es el asignador infalible de recursos y el mejor que haya existido en la historia, y que quienes recomendaron e impusieron las políticas reaganianas y thatcherianas, y quienes las continuaron, son, en gran parte, responsables de agravar los efectos y el dolor que la pandemia ha causado a la especie humana. Pues con ellas se desmantelaron los sistemas de salud pública, se privatizaron los servicios médicos y hospitalarios, y las industrias locales que producían equipo sanitario -incluso el más simple, como las mascarillas- se trasladaron a lugares lejanos con abundante mano de obra barata.

¿Será acaso una casualidad que en algunos de los países menos preparados para enfrentar la pandemia y que más tardaron para tomar medidas prudenciales, sus gobernantes fueran elegidos por grupos confesionales que niegan los efectos benéficos de la medicina moderna y de las vacunas, y los que sostienen que el seguro de salud público y universal limita su libertad de elección?

Los pensadores de la Ilustración querían poner fin al despotismo de unos hombres sobre los demás. En su escrito sobre el tema, Denis Diderot señaló: "No se pueden detener los progresos de las luces; no se las refrena sin que se pague". Hoy estamos pagando el precio del despotismo del mercado.

Como en toda crisis moderna, el Estado debe remediar los males que el mismo mercado ocasiona. La pandemia de la Covid-19 no es la última; habrá otras más. Y quizá no sea el problema más grave que tendremos que enfrentar. El cambio climático ya tiene y tendrá consecuencias más nefastas, no solo para la especie humana sino para la vida en el planeta. Para poder hacerles frente es necesario replantear nuestro modo de vida, nuestros valores y costumbres, nuestros sistemas económicos y políticos.

En esa tarea, que estará a cargo de las nuevas generaciones, las personas formadas en el mundo de antes del SARS-Cov-2 no serán de gran ayuda, pues los jóvenes tendrán que reinventarse incesantemente y recrear el mundo, sin muletas, sin las ideologías que se derrumbaron en el siglo XX y en la última década, sin la arrogancia de sus mayores, con las limitaciones que les hemos impuesto y que habrán de superar.

Y porque no es cierto que aprendamos de la historia; cada generación tiene que aprender sus propias lecciones. Las que se pudieron aprender durante la Gran Depresión y las dos guerras mundiales se olvidaron dos o tres generaciones después. La nuestra no ha aprendido las lecciones de la gran recesión de hace apenas diez años atrás. Además, la pandemia actual no es una crisis financiera ni una guerra, como la suelen denominar los estadistas, expertos y periodistas de nuestros días. Y para superarla se necesita mucha creatividad y mentalidades frescas, no estereotipadas. No se puede afrontar como se trató la crisis financiera de 2008, combinando el derroche para salvar las entidades financieras que causaron la debacle con medidas de austeridad contra sus víctimas. Una combinación letal que trasladó el costo del desastre al grueso de la población y que enriqueció aún más a los responsables de la crisis.

V

Podía suponerse que los hombres que habían salvado su vida
en los años de la peste, después de haber visto exterminados
a sus parientes,
se harían mejores, más humildes y católicos,
que evitarían el pecado
y que estarían plenos de amor los unos para con los otros […]

Nuestra ciudad se ha abandonado a una vida deshonesta
y de manera similar, o aún peor,
acontece en las restantes ciudades y países del mundo.

Giovanni Villani, Crónica (1348)

Además de dolor y sufrimiento, en épocas anteriores las tragedias humanas causaban un sentimiento de expiación y un afán de redención. En algunas partes del planeta, llevaban a destituir a la dinastía gobernante, pues la catástrofe era un signo de que se había apartado de la recta vía. En ambos casos se esperaba que las cosas fueran mejor después de la rectificación.

En el mundo moderno, que en su mayoría no cree en la justicia divina, y en el que no hay una guía cierta para avanzar en el camino, lo que suceda después de una catástrofe es incierto y depende en alto grado de las decisiones que se toman para enfrentarla, bien sea con una visión de largo plazo que suprima sus causas eficientes, o con una visión cortoplacista que solo alivie sus efectos inmediatos y más perjudiciales.

En nuestra sociedad la dimensión económica juega un papel mayor que en toda la historia anterior, y el gran dilema ético de estos días es cuidar la salud de la gente o la salud de la economía. Aunque si somos simplistas no existe tal dilema, pues casi todos tenemos que trabajar para vivir, y la gran mayoría se desloma trabajando; y toda la especie humana es huésped potencial del coronavirus, sin distingos de clase, género o nacionalidad; incluso el 1% más rico. Ese dilema no es fácil de resolver si mantenemos la obsoleta manera de pensar, basada en la rivalidad -entre personas, grupos, empresas e ideologías políticas y sociales- y no en la cooperación y la solidaridad.

Para la gran mayoría de la población del mundo actual, en especial para la de los países pobres o en desarrollo, su única elección es entre el temor y la necesidad: el temor a morir por la pandemia o la necesidad de trabajar para no morir de inanición.

Si esta es la premisa, pues en todas las tradiciones la función del gobierno es satisfacer las necesidades de su población y evitar la guerra de todos contra todos, el dilema mencionado deja de ser insalvable: hay que atender la salud sin improvisaciones, al tiempo que se reorienta radicalmente la economía, impulsando de nuevo la producción de bienes materiales, especialmente de alimentos y equipos sanitarios, en cadenas cortas, y las demás actividades que conforman sus eslabones de suministro y distribución; atribuir la importancia que merece a la economía del cuidado de niños, ancianos, desvalidos y otros grupos que requieren cuidado y atención individual; así como establecer al menos un ingreso mínimo vital. El sistema financiero debería contribuir a esas tareas y atender las necesidades de las empresas comprometidas en ellas, que en los países en desarrollo son, en general, empresas pequeñas y medianas e innumerables microempresas que suelen carecer de garantías. Y financiar a las empresas innovadoras que introduzcan técnicas y sistemas de producción que ayuden a preservar el medio ambiente, en vez de concentrarse en la compra y venta de propiedades existentes y de activos financieros que reportan altos rendimientos inmediatos, bien sea apostando al alza o a la baja en la bolsa de valores o desguazando las empresas.

No obstante, es posible que esos cambios -y otros que hoy se consideran necesarios y son tema de debate- sean rechazados por los poderes fácticos, y que sociedades y economías sigan funcionando como antes, favoreciendo a unos pocos y concentrando riquezas e ingresos; de modo parecido a lo que ocurrió después de la peste negra del siglo XIV, como relató Giovanni Villani, el cronista florentino autor del epígrafe que encabeza esta última sección.

¿El mundo venidero se asemejará más a la distopía que George Orwell anunció en 1984, el régimen vigilante y autocrático del Gran Hermano, o a la que describe Gary Shteyngart en Una súper triste historia de amor verdadero, la sociedad consumista regida por algoritmos y macrodatos?

Eso dependerá sobre todo de la gente joven, que es consciente y será la principal víctima de los graves efectos del cambio climático, y dependerá de que sean -y los mayores también seamos- capaces de obrar en forma conjunta y cooperativa, por encima de consideraciones individualistas. Además, quizá esas dos no sean las únicas opciones; y para que haya otra alternativa se requerirá mucho más, sobre todo imaginación y creatividad.

Como han hecho los héroes de estas penosas jornadas: las personas comunes; las mujeres -que se arriesgan para conseguir el pan para su familia y a cambio reciben agravios y maltrato, no solo de su pareja sino también de las fuerzas del orden, que más bien deberían protegerlas-; el desprotegido, valeroso y sacrificado personal sanitario, y los miembros de profesiones científicas hasta ayer tan desprestigiadas, cuyas recomendaciones prudenciales -que no son de pleno consenso, pues dependen de sus concepciones teóricas, pero siguen un patrón común adaptado a las condiciones locales y nacionales- hoy vuelven a ser escuchadas, a regañadientes, incluso por gobernantes mediocres así sea por cálculo electoral. Y, sobre todo, por gobiernos encabezados por mujeres, cuyos países han enfrentado de mejor manera la pandemia.

Es oportuno concluir con una reflexión de Luis Lorente, profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia y colaborador de nuestra revista, tomada de su magistral estudio sobre el crecimiento económico y las teorías que han intentado explicarlo, terminado hace más de dos años, cuya publicación se ha retrasado inexplicablemente y que, desde ahora, invitamos a leer.

La alternativa no es el retorno a un pasado bucólico, sino el peligro de una hambruna generalizada, la difusión de enfermedades sin cura y la hecatombe para una gran parte de la humanidad.

Tal vez estas desgracias sean un futuro inevitable, pero por ahora abundan más los fallos de las instituciones sociales, que favorecen a los intereses creados por encima del bien común, que los errores atribuibles a la ciencia y la técnica1.


NOTA

1 Lorente, L. Dinámica del crecimiento económico, Bogotá: Centro Editorial, Facultad de Ciencias Económicas, Universidad Nacional, de próxima publicación.