LA ECONOMÍA DE LA CORRUPCIÓN Y LA CORRUPCIÓN DE LA ECONOMÍA: UNA PERSPECTIVA INSTITUCIONALISTA


THE ECONOMICS OF CORRUPTION AND THE CORRUPTION OF ECONOMICS: AN INSTITUTIONALIST PERSPECTIVE



Geoffrey Hodgson*
Shuxia Jiang**

* Doctor en Economía, profesor de la Universidad de Hertfordshire, Hertfordshire, Reino Unido, [g.m.hodgson@herts.ac.uk].
** Doctora en Finanzas, profesora del School of Economics, Xiamen University, Xiamen, China. Los autores están muy agradecidos con Jitendralal Borkakoti, Michael Dietrich, Jane Hardy, David Reisman y otros por sus útiles comentarios a las versiones iniciales de este artículo. Tomado del Journal of Economic Issues 41, 4, 2007, pp. 1043-1062. Se publica con autorización de la Association for Evolutionary Economics. Traducción de Alberto Supelano. Fecha de recepción: 11 de febrero de 2008, fecha de modificación: 10 de marzo de 2008, fecha de aceptación: 31 de marzo de 2008.


RESUMEN

[Palabras clave: corrupción, normas, beneficio público y privado; JEL: B52, D73]

Este ensayo critica la definición común de la corrupción como el abuso del sector público para beneficio privado. Los dos elementos de esta definición están errados: también hay corrupción en el sector privado, y en algunos casos no es para beneficio privado. Otro problema del tratamiento actual de la corrupción es su dependencia del utilitarismo, que reduce la moralidad a asuntos de utilidad individual. Este trabajo le da una dimensión no utilitarista y moral, y considera a la corrupción organizacional como la tolerancia de la violación de las normas establecidas. Además, muestra que la corrupción organizacional tiene costos sociales que no pueden ser internalizados en su totalidad en el modelo de Coase, porque la corrupción por sí misma perjudica la estructura de los derechos de propiedad.

ABSTRACT

[Keywords: corruption, rules, public and private benefit; JEL: B52, D73]

This essay criticizes the commonplace definition of corruption as the misuse of public office for private gain. Both elements in this definition are wrong: corruption is also found in the private sector and in some exceptional cases it may not simply be for private gain. Another problem with prevailing treatments of corruption is their reliance on a utilitarian framework, which reduces ethical issues to matters of individual utility. This paper reinstates a non-utilitarian ethical dimension, and regards organizational corruption as involving collusion to violate established normative rules. It is further established that organizational corruption incurs irreducible social costs that cannot fully be internalized in a Coasean manner, because corruption itself undermines the very framework of property rights.


La corrupción es hoy un tema popular en las ciencias sociales. El aumento del interés es evidente en economía y otras disciplinas, donde las principales revistas han publicado numerosos artículos sobre el tema. Algunas organizaciones publican datos indicativos sobre corrupción. Por ejemplo, Transparencia Internacional publica un “índice de percepción de la corrupción” para la mayoría de los países, que es muy citado y cuyos datos se usan frecuentemente en los análisis estadísticos de desempeño económico.

Los datos de Transparencia Internacional de 2005 indican que la corrupción es “rampante” en más de 70 países1. Estos incluyen economías populosas y de rápido crecimiento como China e India, con una alta y creciente participación en la economía mundial. Estudios empíricos recientes muestran que la corrupción tiene efectos negativos sobre el desempeño económico2. Para el Banco Mundial (1997), la corrupción es “el mayor obstáculo para el desarrollo económico y social”3.

Se ha dedicado menos atención al concepto de corrupción, a su significado y a su definición. Esto hace pensar que se trata de algo más que de una falta de terminología ordenada. Como observa Arvind Jain (2001, 73): “aunque parezca un asunto semántico, la definición de corrupción termina determinando qué se modela y qué se mide”. Toke Aidt (2003, F623) señala: “La definición del concepto determina lo que se modela y lo que los empiristas buscan en los datos”. Aquí se argumenta que este vacío conceptual ha conducido a que algunos autores –economistas, en particular– adopten una definición estrecha e inadecuada de corrupción que lleva a medidas empíricas y recomendaciones de política sesgadas4.

Más adelante veremos que las definiciones de corrupción predominantes limitan el fenómeno, injustificada y engañosamente, al sector público, aunque se suele reconocer la corrupción del sector privado. Además, el fenómeno de la “corrupción por causas nobles”, raro pero real, sugiere que la corrupción no es estricta y universalmente para beneficio privado, aunque a menudo intervienen motivaciones egoístas. Otro factor de distorsión que afecta a la literatura sobre la corrupción es la reducción de la moralidad a asuntos de utilidad o satisfacción. En consecuencia, la dimensión moral de la corrupción se disuelve en el cálculo hedonista del beneficio o la pérdida individual. Los sesgos ideológicos y teóricos, habituales en la economía dominante y en otras disciplinas, corrompen el concepto de corrupción.

Con la excepción de la alusión retórica a la “corrupción de la economía”, este artículo se ocupa de la corrupción organizacional y no de la corrupción en un sentido más amplio, como la corrupción del lenguaje o de un individuo. La siguiente sección critica la idea de que la corrupción organizacional se limita al sector público. Una sección mucho más breve establece que la corrupción no siempre es para beneficio privado. Otra sección critica el tratamiento utilitarista de la corrupción y establece su calidad inmoral, lo que lleva a una definición específica de corrupción organizacional que involucra la violación de las reglas normativas establecidas. Desde esta perspectiva, en la penúltima sección se argumenta que la corrupción organizacional genera costos sociales que no se pueden internalizar totalmente.

¿ESTÁ RESTRINGIDA LA CORRUPCIÓN AL SECTOR PÚBLICO?

La palabra “corrupción” proviene del adjetivo corruptus, que en latín significa estropeado, descompuesto o destruido. De acuerdo con el Concise Oxford English Dictionary, un significado de corromper en el contexto social es sobornar, y corrupción equivale a “deterioro moral”. Ni estas definiciones ni la etimología latina de la palabra restringen la noción de corrupción al sector público. De modo que la corrupción también puede ocurrir en la esfera privada.

Destacadas organizaciones internacionales adoptan una definición igualmente incluyente de corrupción. La Oficina de las Naciones Unidas sobre Drogas y Crimen subraya que la corrupción “puede ocurrir en los dominios público y privado”. Su Programa Global contra la Corrupción define la corrupción como el “abuso del poder para beneficio privado” e incluye al sector público y al privado5. En forma similar, el Banco Mundial no considera que la corrupción se limite al sector público y ha identificado varios casos de corrupción entre corporaciones privadas. Para Transparencia Internacional, la corrupción se define operativamente como “el mal uso del poder otorgado para beneficio privado”6. Esta definición también incluye a los individuos de los sectores privado y público.

Pero entre los economistas predomina un consenso diferente7. En su artículo de revisión, Jain (2001, 73, énfasis añadido) declara que “hay consenso en que la corrupción se refiere a actos en los que el poder del cargo público se usa para beneficio personal de una manera que contraviene las reglas del juego”. En otro importante artículo de revisión de una revista de economía, Aidt (2003, F623, énfasis añadido) escribe: “La corrupción es un acto en el que el poder de un cargo público se usa para beneficio personal de una manera que contraviene las reglas del juego”8.

Estos dos artículos de revisión informan exactamente y aprueban la tendencia de la mayoría de los economistas a limitar su definición de corrupción a la esfera pública. En un artículo muy citado, titulado simplemente “Corrupción”, Andrei Shleifer y Robert Vishny (1993, 599) restringen su atención a la corrupción del gobierno, y la definen como “la venta de propiedades del gobierno por funcionarios públicos para beneficio personal”. El influyente estudio de los efectos negativos de la corrupción sobre el crecimiento económico de Paolo Mauro (1995) usa sin calificativos la palabra “corrupción” en su título, pero en el texto sólo menciona la corrupción del gobierno. Así mismo, Daron Acemoglu y Thierry Verdier (2000) usan sin adjetivos la palabra “corrupción” en su título pero, en su análisis se limitan totalmente a la corrupción de funcionarios del gobierno. Igual que muchos otros, Daniel Treisman (2000, 399) define la corrupción como “el mal uso de cargos públicos para beneficio privado”. A. Mitchell Polinsky y Steven Shavell (2001) restringen su estudio a la corrupción en el cumplimiento de la ley. Por definición o por defecto, muchos economistas limitan su atención a la corrupción en el sector público. Hay excepciones, y en la literatura se discute la corrupción del sector privado, pero hay un sesgo pronunciado y cuestionable.

Una búsqueda de la frase “corrupción corporativa” en el texto de las revistas de economía de la gran base de datos electrónica JSTOR sólo encontró tres artículos que usaran esa frase, ninguno posterior a 1977. En cambio, una búsqueda en las mismas revistas de esa base de datos encontró 25 artículos que usaban la frase “corrupción del gobierno” y 9 que usaban “corrupción pública”. La búsqueda se extendió a todos artículos de la ISI Web of Knowledge [isiwebofknowledge.com/] en todas las disciplinas. En el texto accesible de 35,9 millones de artículos, 13 mencionaban “corrupción corporativa”, 22 “corrupción del gobierno” y 8 “corrupción pública”. Esto muestra que la frecuencia de la frase “corrupción corporativa”, con respecto a las frases concernientes a la corrupción en el sector público, es mucho menor cuando la búsqueda se reduce a las principales revistas de economía. Es más probable que los economistas de la corriente dominante consideren la corrupción del sector público que la corrupción corporativa.

Pero este sesgo dudoso no se limita a la revistas de economía. Un antiguo e influyente artículo del especialista en ciencias políticas Joseph Nye (1967, 419) definió la corrupción como la desviación de los deberes formales de un rol público para beneficio privado. Posteriormente, en uno de los pocos artículos dedicados totalmente a la definición de corrupción en la literatura, John Gardiner (1993, 112) declaró con aprobación y sin mucha reflexión: “Probablemente todos estaríamos de acuerdo con el énfasis en los roles públicos de Nye”. De manera similar, Daniel Kaufmann (1997, 114) es uno de los muchos científicos sociales que definen la corrupción como “el mal uso de un cargo público para beneficio privado”. Lo siguen Wayne Sandholtz y William Koetzle (2000, 31) y muchos otros. Mark Warren (2004, 328-329) se pregunta: “¿qué significa la corrupción en una democracia?”, e inmediatamente se limita a la corrupción política y al “mal uso de un cargo público para beneficio privado”. El análisis del importante e influyente libro de Susan Rose-Ackerman (1999, 9) se circunscribe deliberadamente a la corrupción del gobierno, a la que define como los pagos “que se hacen ilegalmente a los agentes públicos con el fin de obtener un beneficio o evitar un costo”.

Hay dos razones lógicas posibles para este prejuicio cuestionable: definir la corrupción en términos que la restrinjan explícitamente al sector público; y admitir una definición más amplia, pero por alguna razón sesgar la investigación hacia la corrupción en la esfera pública. En la literatura se encuentran ejemplos de ambas posiciones. También debemos explicar qué motiva estos sesgos.

Existe, por supuesto, una vasta y creciente literatura sobre la ética de la empresa, y los temas morales se destacan en la literatura sobre gobernancia corporativa y otros campos. En esa literatura se usan a menudo otras palabras éticamente cargadas en vez del término “corrupción”, debido en parte a la preocupación por el comportamiento ético de la corporación como tal y no por la corrupción dentro de las organizaciones. Pero términos tales como “corrupción corporativa” y “corrupción de la empresa” son de uso general en el discurso popular e incluso en el discurso legislativo.

En suma, en las ciencias sociales, gran parte de la literatura sobre la corrupción se ha restringido al sector público9. Y esto es objetable por varias razones. Primera, ignora la realidad de la corrupción en la esfera privada. Sólo se necesita mencionar la palabra Enron. También son muy conocidos los ejemplos de corrupción en los sindicatos, incluido el U.S. Teamsters Union (Friedman y Schwarz, 1989). Existe corrupción en los deportes, incluido el soborno de jugadores o retadores para que “pierdan los partidos”. En 1997, los Estados miembros de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCDE) firmaron un convenio que convertía el soborno empresarial en el extranjero en un delito en el país de origen de la firma que realiza el soborno. Los primeros años del siglo XXI estuvieron marcados por importantes casos de fraude corporativo que involucraron a compañías con filiales en Estados Unidos, como Enron, WorldCom, Adelphia y Parmalat. La alarma por el fraude corporativo y las prácticas contables corruptas alimentaron la presión política en el Congreso de Estados Unidos. En respuesta, el Presidente George W. Bush firmó, en julio de 2002, una “Ley de Corrupción Corporativa” que respaldaba la noción de que la corrupción es más que un fenómeno puramente gubernamental.

Segunda, hay varias maneras de definir la frontera entre los sectores público y privado, que ocasionan problemas de clasificación si la corrupción se limita por definición a la esfera pública. Consideremos una corporación privada cuyo capital pertenece al Estado en un 51%. ¿Es parte del sector público o del privado? ¿La corrupción dentro de ella cesa por arte de magia si la propiedad del Estado cae del 51% al 49%? Algunas organizaciones –incluidas casi todas las universidades británicas y las “fundaciones hospitalarias” recién creadas en Inglaterra– son formalmente privadas, pero dependen considerablemente de la financiación estatal y, por tanto, están en cierto grado bajo control estatal. ¿Pertenecen al sector público o al privado? En respuesta, se puede refinar la definición del sector público o del sector privado, pero eso evade el problema. Lo que interesa es la realidad de la corrupción, sea o no que estas instituciones se definan formalmente como públicas o privadas.

Tercera, las instituciones que en algunos países son privadas pueden ser públicas en otros. En algunos países, los servicios postales, los ferrocarriles y las universidades son dirigidos totalmente por el Estado. Los profesores universitarios y otros funcionarios de estos sectores son funcionarios civiles o funcionarios del Estado. Pero en otros países se encuentran ejemplos donde estos servicios se han privatizado. Un acto de soborno que involucre a un funcionario de la universidad, o de los sistemas postales o ferroviarios franceses, sería corrupción según la mayoría de las definiciones. ¿Pero dejaría de serlo si ocurriera en los equivalentes privados de estas instituciones en otro país, por ejemplo, en Estados Unidos? Una respuesta afirmativa sería absurda. Además, Francia tendría más corrupción que otro país con niveles similares de deshonestidad, simplemente porque el sector público es más grande. De nuevo, restringir la definición de corrupción al sector público lleva a graves anomalías.

Cuarta, la corrupción es contagiosa y no respeta fronteras sectoriales10. La corrupción implica duplicidad y reduce los niveles de moralidad y confianza. Una vez echa raíces, tienta a otros con sus ganancias pecuniarias y reduce los incentivos para acatar las reglas. Cuando los niveles de moralidad y confianza disminuyen, se hace más difícil resistirse a las prácticas corruptas. La corrupción virulenta puede extenderse fácilmente del sector privado al sector público, o viceversa. La corrupción genera externalidades negativas que atraviesan las fronteras sectoriales, debilitan las normas legales y morales y facilitan otros actos corruptos. En consecuencia, los estudios empíricos de los niveles de corrupción deben ser integrales y no limitarse a la esfera pública.

Puesto que es absurdo restringir el estudio y la definición de la corrupción al sector público, cabe preguntar: ¿por qué tantos científicos sociales la definen en estos términos limitados? Los especialistas en ciencias políticas pueden alegar que su papel es estudiar las instituciones políticas, pero esto no justifica que se circunscriba la definición a este terreno.

Los economistas ni siquiera tienen esta excusa. Una razón posible para su interés sesgado en la corrupción del sector público es la gran influencia de la ideología individualista y libertaria. Un blanco principal de esta ideología es el abuso de poder por parte de los políticos. El mal uso del poder por parte de los directores de las grandes corporaciones no suscita el mismo interés entre los principales pensadores individualistas y libertarios, como Milton Friedman y Friedrich Hayek. De acuerdo con esta corriente de pensamiento, la mayoría de los acuerdos voluntarios entre adultos son morales y legítimos, siempre que no hagan daño a otros. Ignorando las externalidades negativas de la corrupción, desde una perspectiva libertaria se ha argumentado además que el soborno y otras formas de corrupción en la esfera privada tienen beneficios potenciales y que son expresiones de la actividad empresarial. En cambio, la corrupción en el sector público involucra el mal uso del poder dentro de instituciones estatales cuestionables. En suma, el sesgo hacia la corrupción del sector público refleja en parte la noción ideológica de que el sector privado es una zona de libertad individual ilimitada, mientras que el Estado es su antítesis y debe estar sujeto a escrutinio, limitaciones y restricciones rigurosas.

La perspectiva individualista y libertaria incita a pensar que la solución del problema de la corrupción es la reducción del tamaño del Estado, en particular cuando la corrupción se define como un fenómeno esencialmente estatal. Un caso extremo es el premio Nobel Gary Becker, citado en Business Week, que declaró: “Si abolimos el Estado, abolimos la corrupción” (Tanzi, 2000, 112). Por supuesto, esto sería cierto si la corrupción se limitara a las instituciones estatales, pero no es útil ni factible. El enunciado alternativo “si reducimos el Estado, disminuimos la corrupción” apoyaría la opinión de que una mayor privatización y más competencia en el mercado son remedios eficaces para un sistema político corrupto. ¿Es sostenible esta proposición?

La evidencia de corrupción permanente en las economías de transición impugna esta posición. La corrupción era endémica en los regímenes de tipo soviético en China y Europa Oriental. Pero persiste desde 1989, cuando se redujo el poder económico del Estado y los mercados y la propiedad privada pasaron a cumplir un papel mucho más importante11. En Rusia, en particular, hay evidencia de que la corrupción aumentó dramáticamente en los noventa a pesar de la privatización general (Levin y Satarov, 1991). Como argumenta Rose-Ackerman (1999), la privatización en un país puede disminuir algunos tipos de corrupción estatal reduciendo el papel económico del Estado, pero, como indica la evidencia, el proceso de privatización también puede acrecentar las oportunidades para que los particulares corrompan a los funcionarios del Estado. En conjunto, la evidencia no muestra que los niveles de corrupción en general ni de la corrupción del sector público en particular estén relacionados estrechamente con el tamaño del Estado: algunos de los países menos corruptos de acuerdo con los indicadores publicados, como Dinamarca, Finlandia, Holanda, Noruega y Suecia, tienen los mayores niveles de gasto público como proporción del PIB.

Como señala Jonathan Hopkins (2002, 585), las estrategias contra la corrupción que defienden los economistas de la corriente principal constan de “dos cuerpos principales de reforma: reformas de la administración del Estado para minimizar los incentivos a la corrupción, y reducción del papel del Estado en la vida económica para dejar en manos del mercado tanta actividad económica como sea posible”. El papel y el alcance de la corrupción en el sector privado se subestiman considerablemente.

En contraste, la perspectiva institucionalista ofrece una visión alternativa del Estado y del derecho con importantes implicaciones para el análisis de la corrupción. Esta alternativa se encuentra en los escritos de la escuela histórica alemana y de la economía institucionalista estadounidense original. De acuerdo con esta línea de pensamiento, la propiedad individual no es una mera posesión individual, pues involucra derechos que se reconocen y hacen cumplir socialmente (Commons, 1924; Samuels, 1989, y Hodgson, 2003). La propiedad individual no es simplemente una relación entre un individuo y un objeto. Requiere alguna clase de aparato habitual y legal de reconocimiento, adjudicación y protección. Consideraciones similares son válidas para el mercado: en vez de ser el simple éter de la interacción individual, los mercados son instituciones sociales. En su mayoría son estructurados en parte por normas legales (Lowry, 1976; Hodgson, 1988; Fligstein, 2001; McMillan, 2002, y Chang, 2002).

Muchas normas, mecanismos de cumplimiento y estructuras legales importantes no pueden aparecer espontáneamente a través de las interacciones individuales. Requieren que los haga valer un tercero, bien sea el Estado u otra institución fuerte12. Esto significa que muchas instituciones y relaciones legales esenciales, como la propiedad y los mercados, existen como resultado de una combinación de mecanismos espontáneos y reglamentarios. Las instituciones están general e inevitablemente entrelazadas, y a menudo se prestan un apoyo mutuo esencial. La existencia de una institución se debe considerar en relación con las que la ayudan a apoyarse y mantenerse, incluidas las instituciones estatales allí donde son relevantes. Las esferas pública y privada están entrelazadas y son inseparables.

Estas proposiciones institucionalistas concernientes al papel necesario del Estado, y la interpenetración de las instituciones (públicas y privadas) en una economía de mercado, quitan piso a las definiciones que limitan la corrupción al sector público. La corrupción es un fenómeno institucional que afecta a ambas esferas, la privada y la pública.

¿ES LA CORRUPCIÓN SIEMPRE Y NECESARIAMENTE PARA BENEFICIO PRIVADO?

Más atrás se argumentó que la corrupción no se debe restringir por definición a la esfera pública. Esta breve sección critica a la otra mitad de la definición común de corrupción como “mal uso de cargos públicos para beneficio privado”. La idea de que la corrupción siempre involucra el “beneficio privado” es casi tan problemática como la primera parte de esta definición.

Por supuesto, si partimos de la idea utilitarista de que todas las acciones individuales se realizan para incrementar el placer o la utilidad individual, todas las acciones –incluso los actos corruptos– involucran “beneficios” individuales o privados en ese sentido. Todos los actos son “explicados” en términos de la maximización individual de la utilidad. Sin embargo, desde esta perspectiva utilitarista no falsable, la segunda mitad de la definición común es redundante porque considera que todos los actos están motivados por esos beneficios, y rechaza las acciones contrarias.

La frase “para beneficio privado” se puede definir de manera más estricta y limitarla a los casos donde las personas involucradas obtienen algún tipo de recompensa personal tangible, como la consecución de dinero, estatus, bienes o servicios. Pero aunque esta definición puede cubrir la mayoría de los casos de corrupción del mundo real, excluye algunos casos importantes donde los individuos actúan corruptamente con fines morales. Esto es lo que a veces se denomina “corrupción por causas nobles” (Miller, 2005, y Miller, Roberts y Spence, 2005).

Un buen ejemplo es el soborno por motivos superiores a los funcionarios de un régimen totalitario o represivo. Oskar Schindler sobornó a funcionarios nazis para impedir que cerca de mil judíos fueran enviados a los campos de concentración, como se describe en la película La lista de Schindler (y en el libro El arca de Schindler de la que se derivó).

Muchos casos del mundo real involucran una mezcla de motivaciones. Consideremos a dos policías que creen que un criminal es culpable (y que quizás también tengan evidencia clara de culpabilidad que no pueden usar en el tribunal) y fabrican pruebas para lograr su condena. Aunque esto también podría mejorar sus posibilidades de ascenso y en parte puede estar motivado por el “beneficio privado”, la motivación moral de condenar a un criminal peligroso puede ser muy significativa.

Aunque estas acciones no necesariamente buscan un beneficio material, son corruptas porque violan unas reglas específicas y debilitan su carácter y su justificación moral. Con base en la escala suprema del cálculo moral, el acto inmoral de la corrupción puede ser compensado por los resultados morales de la causa noble; no obstante, la corrupción sigue siendo corrupción.

Se puede objetar que la motivación del beneficio personal es tan común en la corrupción que este término se puede conservar en la definición. Este argumento confunde la definición con la descripción. La definición de “mamífero” no necesariamente incluye características mamíferas comunes como los pulmones y el pelo del cuerpo. El papel de una definición es establecer las características distintivas esenciales, o “modelar la realidad en sus articulaciones” como dijo Platón. En suma, podemos concluir que la frase “para beneficio privado” no cumple ningún papel esencial en la definición de corrupción, aunque el beneficio privado suele ser importante.

Ambos componentes de la definición “mal uso de cargos públicos para beneficio privado” quedan sin piso. Se requiere una definición alternativa adecuada de corrupción organizacional.

DEFINICIÓN DE CORRUPCIÓN ORGANIZACIONAL: REGLAS, UTILITARISMO Y MORALIDAD

Ya se señaló que la etimología de la palabra “corrupción” indica un significado amplio y general. Aquí nos interesa la naturaleza de la corrupción dentro de las organizaciones (públicas y privadas). Dos proposiciones relevantes para el análisis conceptual de la corrupción son tema de la tradición institucionalista de la economía, y de la filosofía y la psicología del pragmatismo con el que se relaciona.

La primera proposición es que las instituciones son la materia de la vida social. Las instituciones hacen referencia a sistemas de reglas sociales establecidas e incorporadas que estructuran las interacciones sociales (Hodgson, 2006a). Las organizaciones son un tipo particular de instituciones que involucran reglas concernientes a la pertenencia y la soberanía, cuyos ejemplos incluyen los Estados y las firmas13. En este contexto, el énfasis general en las instituciones refleja el interés por las formas de corrupción que corroen el tejido institucional y social. Debido al énfasis en las instituciones, los economistas institucionalistas están más atentos a las reglas y a su trasgresión.

Esta primera proposición también evoca un cambio fundamental en la visión ontológica, en la que se considera que la realidad social está constituida por estructuras conformadas por reglas sociales14. A su vez, estas reglas se apoyan en hábitos psicológicos15. Los hábitos son condicionales y se asemejan a las reglas. El papel del hábito es importante en el contexto de la corrupción organizacional porque suele implicar un patrón sostenido de acciones corruptas imitables guiadas por hábitos o disposiciones corruptas.

La segunda proposición se refiere al carácter normativo de las reglas sociales. El término regla se entiende en sentido amplio, como un mandato habitual normativo o una disposición normativa, transmitida socialmente, de que en la situación A hay que hacer B. El término socialmente transmitida significa que la reproducción de esas reglas depende de una cultura social desarrollada y del uso del lenguaje. Esas disposiciones no aparecen simplemente como resultado de genes o instintos heredados.

La estructura de reglas predominante establece incentivos y restricciones a las acciones individuales. Así se canaliza el comportamiento y entre la población se desarrollan y refuerzan los hábitos concordantes. Los hábitos son el material constitutivo de las instituciones, y les proporcionan mayor duración, poder y autoridad normativa. A su vez, las instituciones reproducen los hábitos de pensamiento compartidos, y crean sólidos mecanismos de conformismo y acuerdo normativo. Como declaró Charles Peirce (1878, 294), la “esencia de la creencia es el establecimiento de un hábito”. Por tanto, el hábito no es la negación de la deliberación, sino su fundamento necesario. Las razones y las creencias suelen ser justificaciones de sentimientos y emociones profundas que brotan de los hábitos establecidos mediante comportamientos repetidos (Kilpinen, 2000, y Wood, Quinn y Kashy, 2002).

Esta interacción entre comportamiento, hábito, emoción y justificación ayuda a explicar el poder normativo de la costumbre en la sociedad humana. Por ello “la costumbre nos reconcilia con todas las cosas” –como escribió Edmund Burke en 1757– y las reglas habituales pueden adquirir la fuerza de la autoridad moral. A su vez, estas normas morales refuerzan a la institución en cuestión.

Ambas proposiciones –que los sistemas de reglas institucionales son la materia de la sociedad y que las reglas sociales tienen una fuerte dimensión normativa– se oponen a la economía dominante en la segunda mitad del siglo XX. Ontológicamente, esta corriente de la economía se centró en los insumos y productos de sistemas formados por agentes maximizadores donde todo estaba conectado con todo lo demás. En cambio, la vertiente institucionalista parte de estructuras de interconexión diferenciada, que involucran interacciones entre agentes guiados por reglas y no entre agentes maximizadores (Potts, 2000, y Vanberg, 2002).

Éticamente, la vertiente dominante sigue siendo utilitarista: mide los objetivos de política en términos de utilidad o felicidad individual. Además, presupone que el individuo es el mejor juez de su bienestar, y suele invocar el criterio de Pareto para establecer proposiciones normativas. Las preocupaciones éticas se reducen entonces a la maximización de la utilidad de los individuos. Existen variantes del utilitarismo y algunas enfatizan las reglas y las instituciones, pero comparten la idea de que el objetivo moral último es la maximización de la felicidad, la satisfacción o la utilidad. En cambio, el enfoque institucionalista que aquí se recuerda se une a muchos disidentes del utilitarismo para sostener que los problemas morales no son totalmente reducibles a la maximización de la utilidad o la felicidad individual16.

Inevitablemente, la adhesión a reglas sociales implica un compromiso moral con los valores éticos asociados. Esos problemas son reconocidos por las profesiones que establecen estándares éticos, incluida la profesión médica. También son importantes en la investigación científica. El punto esencial es que no sólo se requiere la adhesión manifiesta a reglas de comportamiento sino que también se necesita el compromiso moral interior para apropiarse los valores. Esos compromisos o hábitos morales trascienden el cálculo de castigos o recompensas. En esos contextos, se considera que los cálculos utilitaristas de las pérdidas y ganancias son insuficientes para decidir el comportamiento: “Los ciudadanos que se abstienen de la traición simplemente porque está en contra de la ley son, por ese hecho, de lealtad cuestionable; los padres que se abstienen del incesto debido simplemente al temor a la reacción de la comunidad son, por ese hecho, inadecuados para la paternidad” (Hagstrom, 1965, 20). Por tanto, existen valores o compromisos que mantienen los individuos y que son irreducibles a cuestiones de incentivos o disuasión. De hecho, su reducción a asuntos de incentivos o desincentivos individuales traiciona esos valores o compromisos.

Como Veblen (1919, 73) dijo satíricamente, el enfoque utilitarista trata al individuo como un “calculador veloz de placeres y dolores [...] un glóbulo homogéneo de deseo”. En cambio, los compromisos éticos y los hábitos morales introducen una nueva dimensión que ignoramos a nuestro propio riesgo. John Maynard Keynes (1972, 445) pensaba que el utilitarismo y su exagerado énfasis en el cálculo del placer y el dolor era “como el gusano que roe las entrañas de la civilización moderna y es responsable de la actual decadencia moral”. En un volumen clásico, Alasdair MacIntyre (1981) criticó las tendencias modernas que consideran que los valores morales son totalmente relativos y subjetivos, que la satisfacción de las emociones es primordial y que la definición de lo que es bueno es un asunto puramente privado.

El énfasis en los compromisos morales implica que lo importante en la definición de corrupción no es solamente la violación de una regla. Consideremos las normas legales en particular. La corrupción no es siempre ilegal. Hasta 1977, era legal que las compañías estadounidenses ofrecieran sobornos para conseguir contratos extranjeros, y en muchos países, esos alicientes fueron legales hasta 1997. En términos más generales, las reglas se pueden romper por accidente o por ignorancia, y la violación de una regla no necesariamente es un acto corrupto. La corrupción no “es en el fondo un simple asunto legal, es básicamente un asunto de moralidad” (Miller, 2005).

Cabe resaltar el sentido esencial que aquí se da al término moralidad. En un influyente artículo, Nye (1967) atacó las posiciones “moralistas” sobre la corrupción y advirtió contra el “enfoque moralista”. Este rechazo de la moral es demasiado radical. Lo esencial no es que los actos de corrupción sean en conjunto morales o inmorales. Como ya se señaló, en balance, algunos casos de “corrupción por causas nobles” pueden ser moralmente justificados, como el de La lista de Schindler. En vez de ello, el aspecto principal concerniente a la moralidad que aquí se destaca es que todos los actos de corrupción violan las normas morales asociadas con las reglas, y despojan de carácter moral al rol social que está asociado con la regla. Cuando Schindler sobornaba a los funcionarios nazis violaba reglas morales y legales. Pero lo que daba legitimidad a esas reglas era el régimen nazi en sí mismo, y su violación moral era eclipsada por una causa moral superior. El despojo moral ligado a la violación de las reglas existe aunque el acto de corrupción sea moralmente justificado en conjunto, cuando se tienen en cuenta todos los elementos.

Aquí el punto clave es que las reglas sociales establecidas e incorporadas adquieren preeminencia moral. No seguimos todas las reglas simplemente porque sea conveniente seguirlas. Las reglas establecidas tienen una dimensión normativa, en mayor o menor grado. Esto es cierto aun en el caso de reglas más o menos arbitrarias o idiosincrásicas, como las reglas del lenguaje. La gente puede ofenderse cuando se dividen los infinitivos ingleses o cuando se tutea en Francia a un adulto extranjero. A quienes rompen estas reglas se les dirá que deben cumplirlas, sean o no convenientes o preferentes.

Los utilitaristas replican que los sentimientos incómodos ocasionados por el desagrado de otros cuando violamos reglas sólo entran en el cálculo de placeres y dolores, junto con la utilidad que podemos obtener directamente por violar la regla. Los críticos responden que esto reduce el individuo a una máquina calculadora, con lo que desaparecen los aspectos irreducibles de la personalidad individual, como la dignidad y la autoestima. Los argumentos utilitaristas exclusivamente instrumentales erosionan valores funcionales tan importantes como el respeto a la ley. Al mismo tiempo, en contra de gran parte de su retórica, el utilitarismo no se libera de la pregunta de la moralidad y alcanza así un estatus “científico”. Más bien, reduce la moralidad a preguntas más estrechas sobre el placer o la codicia individual.

Como Walter Schultz (2001) explica en detalle, las restricciones morales son necesarias para que los mercados funcionen. Estas condiciones morales incluyen las prácticas sociales que hacen valer los derechos de propiedad, a una información verdadera, al bienestar y a la autonomía. Schultz insiste en que el mercado es una institución social que involucra prácticas sociales normativas. El mercado no es una zona exenta de moralidad. Joseph Schumpeter (1976, 423-424) dijo que “no puede funcionar ningún sistema social basado exclusivamente en una red de contratos libres entre contratantes iguales (legalmente) y en el que se supone que todos se guían únicamente por sus propios fines utilitaristas (de corto plazo)”. Es necesario rehabilitar el concepto no utilitarista de moralidad para entender el fenómeno de la corrupción. Tristemente, la economía moderna ha corrompido el concepto de corrupción, en parte por aceptar un utilitarismo tosco.

Ahora estamos en condiciones de esbozar una definición de corrupción organizacional que reconoce su carácter ético y su carácter relacionado con las reglas17.

Por definición, la corrupción organizacional involucra al menos dos agentes, X y Y, donde al menos Y desempeña un rol determinado que es adscrito a una organización específica. Este rol organizacional obliga a Y a seguir un conjunto de reglas éticas establecidas, al menos algunas de las cuales son coherentes con los objetivos de la organización. X emprende conscientemente una acción planeada deliberadamente para persuadir a Y de que viole al menos uno de esos objetivos coherentes con las reglas éticas, de las que X y Y son conscientes. Aunque tiene la opción de actuar de otra manera, Y viola esta regla de acuerdo con los deseos de X.

Lo esencial es que la corrupción organizacional debilita la capacidad de la organización para cumplir sus propios objetivos. Las condiciones morales también son esenciales en esta definición. Si una regla no tiene contenido ético, su incumplimiento no tiene ninguna consecuencia moral y su violación difícilmente se puede considerar corrupta. Los sobornos o pagos no son estrictamente esenciales en esta definición, aunque el dinero a menudo cambie de manos. La corrupción puede ocurrir y ocurre con base en la camaradería, en la reciprocidad esperada, en los lazos familiares o del modo que sea. La deshonestidad tampoco es estrictamente esencial en esta definición. Aunque los agentes corruptos suelen mentir para ocultar sus violaciones de las reglas, hay circunstancias en las que se conocen esas infracciones y no son castigadas.

Si el acto involucra a una sola persona, no hay corrupción organizacional, porque esta incluye la colusión y la violación de las reglas organizacionales. Si Y actúa a solas para desfalcar fondos, esto no es corrupción organizacional porque no hay colusión, aunque viole las reglas organizativas y legales. Para nuestros propósitos, aquí no es necesario definir otras formas de corrupción: en algunos casos generales podemos confiar en el significado etimológico del término en latín, que ya mencionamos.

Tampoco se especifica que X y Y son necesariamente el principal y el agente (o viceversa) como en algunos estudios influyentes (Banfield, 1975). La corrupción puede ocurrir cuando X y Y simplemente colaboran para violar las reglas organizativas.

El criterio de coherencia con los objetivos es importante por la siguiente razón. Las organizaciones suelen establecer reglas particulares que se oponen a otros objetivos evidentes, como producir bienes de buena calidad o maximizar el valor de los accionistas. Por ejemplo, las reglas relacionadas con el secreto pueden limitar el escrutinio y la discusión. En tales casos, el hecho de que X actúe para que Y viole una regla de secreto no necesariamente es un acto de corrupción. La corrupción organizacional alude a la erosión de las capacidades organizativas que concuerdan con los propósitos de la organización. Por supuesto, lo que concuerda o no con los objetivos suele ser objeto de disputa. Por ello, puede haber muchos casos en los que se debata qué es y qué no es corrupción. Pero el hecho de que la situación real sea compleja y su investigación lleve a desacuerdos no significa que no haya una verdad que se pueda descubrir.

La definición anterior de corrupción organizacional está planteada en términos generales. Pero debido a que la corrupción se define en relación con roles organizacionales y reglas éticas específicas, lo que es organizacionalmente corrupto en un contexto organizativo, ético y cultural puede no serlo en otro contexto. La definición es general, pero los resultados pueden ser histórica o geográficamente específicos18.

Esto lleva a preguntar si es legítimo juzgar a la China o la India contemporáneas (p. ej.) por roles, reglas y estándares éticos que se asocian con los países occidentales. Creemos que en ciertas esferas, principalmente en los negocios y las relaciones políticas internacionales, algunos criterios comunes de juicio son legítimos porque las instituciones básicas de propiedad y contratación y los tratados comerciales y políticos hoy tienen un alcance mundial, aunque matizado por numerosas variaciones y particularidades importantes de los contextos culturales y nacionales específicos. Una consecuencia de la globalización es que los estándares básicos concernientes al comercio y la diplomacia internacionales también se han vuelto globales. En esta medida, la corrupción se puede valorar y medir en términos globales.

Finalmente, ¿cómo se relaciona la definición con las disparidades entre las normas legales u organizacionales declaradas, por un lado, y las prácticas prevalecientes y establecidas, por el otro? Consideremos una norma ética escrita concerniente a un rol organizativo que es generalmente ignorada por las personas que cumplen este rol. La regla ética puede ser específica a la organización o puede ser una norma legal. Por ejemplo, los empleados pueden ignorar rutinariamente una regla escrita de honestidad en sus gastos de representación.

Debemos preguntar en casos específicos si la violación general de la regla ética se mantiene con o sin el uso de la corrupción organizacional. Es claro que si dicha corrupción es necesaria para mantener esta infracción, la corrupción debe estar presente. A la inversa, si la violación general no es impulsada por la corrupción organizacional, la corrupción organizacional es innecesaria en este caso. La regla ética declarada puede caer finalmente en el olvido y perder su fuerza vinculante.

La definición anterior de corrupción organizacional no es aplicable a roles y reglas éticas deficientemente establecidas en los hábitos y sentimientos. Este tipo de corrupción ocurre cuando hay tensión está entre (a) roles y reglas establecidas en los hábitos de pensamiento y comportamiento de un grupo significativo de personas, y (b) otros hábitos prolongados o emergentes que debilitan esos roles y reglas. En la corrupción organizacional (a) se refiere a reglas y prácticas duraderas de la organización y (b) suelen ser intrusiones de otras partes. La corrupción es entonces un proceso dinámico que implica un conflicto entre conjuntos diferentes de hábitos y normas.

COSTOS SOCIALES DE LA CORRUPCIÓN ORGANIZACIONAL

Algunos de los primeros estudios de la corrupción, en especial los de Nathaniel Leff (1964) y Samuel Huntington (1968) sostenían que los beneficios de la corrupción pueden ser mayores que los costos. Contra las protestas de Gunnar Myrdal (1968) y otros, se decía que el soborno puede reducir las demoras e incentivar a los funcionarios (Lui, 1985). Huntington (1968, 386) declaró: “En términos de crecimiento económico, lo único peor que una sociedad con una burocracia rígida, muy centralizada y deshonesta es una sociedad con una burocracia rígida, muy centralizada y honesta”. A la corrupción se la consideraba como el campeón de la eficiencia económica contra la burocracia pública obtusa. Esos argumentos no tenían en cuenta la posibilidad de que el Estado puede ser necesario para mantener el comercio y hacer cumplir los contratos. La corrupción erosiona esos poderes: el resultado puede ser que sea más difícil implementar los contratos, en detrimento de la actividad empresarial y del producto19.

Los argumentos utilitaristas que emplearon Leff y Huntington hacían eco a Bernard Mandeville en su Fábula de las abejas, donde los vicios privados derivan en virtudes públicas. Estos argumentos implican, por ejemplo, que la aceptación voluntaria de sobornos para votar por una persona en una elección democrática incrementa el bienestar del que soborna y del que es sobornado. El problema es que los valores y las instituciones de la democracia también son corrompidos por esas acciones (Seligsson, 2002).

En un enfoque convencional más balanceado, Acemoglu y Verdier (2000) detectan un trade-off entre los beneficios de disminuir la corrupción (pública) reduciendo la intervención del Estado y la necesidad de mantener cierta intervención para resolver fallas del mercado. Reconocen los beneficios y las desventajas de la intervención del Estado en la economía. Pero su análisis no sólo ignora la corrupción en la esfera privada sino también las externalidades negativas de la corrupción en cualquier contexto.

Aquí, la pregunta clave es si la corrupción tiene costos sociales. La corrupción organizacional en particular socava la capacidad de la organización para actuar y usar o disponer de su propiedad, de acuerdo con las metas y objetivos legítimos de sus propietarios o administradores. ¿Es la corrupción ejemplo de una actividad que reporta beneficios a los individuos involucrados, pero tiene externalidades negativas que imponen costos sociales a la comunidad como un todo, debilitando el tejido institucional de la actividad comercial?

Tales afirmaciones enfrentan el problema de que el concepto de costos sociales pasó de moda desde la influyente crítica de Ronald Coase (1960). Por ejemplo, si fuera posible especificar derechos de propiedad individuales sobre el medio ambiente personal, se podría demandar a los contaminadores: las externalidades se internalizarían y los costos sociales de la contaminación se transformarían en costos privados individuales. Pero esta solución de Coase depende de la plena especificación de los derechos de propiedad individuales y de la ausencia de costos de transacción20.

Dejando de lado muchos de los problemas conceptuales y prácticos involucrados en este tema y la abundante literatura, se debe señalar que la corrupción tiene características particulares que plantean dificultades adicionales al argumento de Coase. Esencialmente, ¿es posible establecer derechos de propiedad sobre el tejido institucional que sirve de apoyo para los contratos y los derechos de propiedad mismos? Hay razones especiales para responder negativamente. Los derechos de propiedad bien definidos y bien protegidos no pueden ser una solución eficaz del problema social de la corrupción, cuando la corrupción quebranta el sistema institucional de propiedad y contratación privada. En el argumento de Coase, la corrupción crea una maraña autorreferencial en la que la solución de los derechos de propiedad pierde piso debido a la misma corrupción. La corrupción genera costos de transacción e incertidumbres que están ausentes en el modelo de Coase. La corrupción es entonces la némesis de la solución de Coase.

Hasta donde sé, Coase no sugiere que las externalidades particulares involucradas en la corrupción se puedan internalizar. En realidad, el testimonio de Coase se puede usar para respaldar la posición contraria. Él ha llamado repetidamente la atención sobre la importancia de las estructuras institucionales de la actividad económica. Por ejemplo, Coase (1988, 10) insiste en que “los mercados requieren [...] el establecimiento de normas legales que rijan los derechos y deberes de quienes realizan las transacciones”. Como si siguiera las máximas institucionalistas originales (Commons, 1924, y Samuels, 1989), argumenta además que estas normas legales no pueden surgir siempre privadamente y que requieren el sostén del Estado:

Esas normas legales pueden ser elaboradas por quienes organizan los mercados, como ocurre en la mayoría de los intercambios de bienes de consumo. Los principales problemas que enfrentan los intercambios en esta manera de elaborar la ley son los de lograr el acuerdo de los participantes y el cumplimiento de sus normas [...] Cuando las instalaciones físicas se esparcen y son poseídas por un vasto número de personas con intereses muy diferentes [...] es muy difícil establecer y administrar un sistema legal privado. Quienes operan en estos mercados tienen que depender, por tanto, del sistema legal del Estado (1988, 10).

No sólo es imposible descartar los costos sociales de la corrupción usando el argumento de Coase, sino que el mismo Coase subraya que se requiere un sistema legal estatal que funcione apropiadamente para mantener los derechos de propiedad de los que depende su argumento. Aunque no menciona la corrupción en este contexto, sería compatible con su posición sostener que cuando la corrupción socava las reglas institucionales que ayudan a sostener la actividad económica se debe considerar como una externalidad negativa o un costo social positivo.

La corrupción es un área importante en la que se deben tener en cuenta los costos sociales, y no se los puede disolver dentro de un marco coasiano universal de asignación de derechos de propiedad. Pero esto no significa que los derechos de propiedad carezcan de importancia. Aunque los costos de la corrupción no se pueden internalizar plenamente mediante una mejor asignación de los derechos de propiedad, la minimización de la corrupción depende del diseño institucional, que incorpora aspectos de incentivos y de asignación de los derechos de propiedad.

CONCLUSIÓN

El argumento central de este artículo es que el concepto de corrupción ha sido corrompido por las bases utilitaristas de la economía dominante y los prejuicios ideológicos de muchos economistas convencionales contra la actividad del Estado. La definición común de corrupción como abuso de cargos públicos para beneficio privado refleja esta corrupción conceptual. Aún más importante, no hay buenas razones para que la corrupción organizacional se restrinja por definición al sector público, sobre todo en vista de los escándalos de las corporaciones modernas. Además, en casos excepcionales, la corrupción organizacional puede tener motivaciones distintas del beneficio privado.

Un enfoque alternativo, tomado de la literatura institucionalista, destaca dos temas que están ausentes en la definición común de corrupción. Primero, el enunciado ontológico de que las reglas son elementos esenciales de la existencia social; las instituciones –definidas como sistemas de reglas sociales establecidas e incorporadas– son la materia de la vida social. Segundo, las reglas sociales establecidas tienen algún grado de carácter normativo. Por definición, la corrupción organizacional implica la ruptura y la violación moral de estas reglas, y su efecto es el de debilitar su eficacia futura.

En la medida en que estas reglas contribuyen a satisfacer las necesidades humanas y a lograr el bienestar social, su erosión por la corrupción organizacional ocasiona externalidades negativas y costos sociales positivos, aunque los individuos implicados directamente pueden beneficiarse con el acto corrupto. Estas externalidades y estos costos sociales no se pueden internalizar plenamente definiendo derechos de propiedad, porque deshacen el tejido institucional de los derechos de propiedad privada del que depende la internalización.

La corrupción reduce los niveles de confianza en las transacciones con las empresas y con el Estado. En consecuencia, la corrupción alienta la dependencia de lazos étnicos, religiosos, familiares, etc., donde el cumplimiento de los contratos depende de sanciones y efectos de reputación dentro de un grupo definido (Landa, 1994). La vida de las empresas se fragmenta en clanes o mafias ilegales, con la pérdida de los beneficios de una cooperación y una competencia más amplias. La eficacia de las normas legales generales, incluyentes y no discriminatorias, que son necesarias para el funcionamiento de una economía de mercado moderno y compleja, se debilita (Hayek, 1960; Weingast, 2005, y Hodgson, 2006b).

Destacadas autoridades como el Banco Mundial reconocen que la corrupción es un problema mundial en ascenso. La investigación empírica y el desarrollo de políticas para detener y revertir su difusión en todo el mundo se deberían basar en una definición más cuidadosa de su naturaleza y en una mejor comprensión del daño que puede infligir a la actividad económica.

NOTAS AL PIE

1. [www.transparency.org/cpi/2005/cpi2005_infocus.html] (acceso el 31 de mayo de 2007).

2. Ver Shleifer y Vishny (1993), Mauro (1995), Aidt (2003), Jain (2001) y Pelligrini y Gerlagh (2004).

3. [web.worldbank.org/WBSITE/EXTERNAL/TOPICS/EXTPUBLICSECTORANDGOVERNANCE/EXTANTICORRUPTION /.0,,menuPK:384461 ~ pagePK ~:149018 ~ piPK ~:149093 ~ theSitePK:384455,00.html] (acceso el 1 de junio de 2006).

4. Bukovansky (2006) discute el carácter y el contexto del discurso contra la corrupción.

5. [www.unodc.org/unodc/en/corruption.html] (acceso del 31 de mayo de 2007).

6. [www.transparency.org/news_room/faq/corruption_faq] (acceso del 31 de mayo de 2007).

7. Para otra revisión de la literatura económica reciente sobre la corrupción, ver Hopkins (2002).

8. Lambsdorff et al. (2004) presentan un conjunto de ensayos sobre la “nueva economía institucional” de la corrupción. Gran parte del análisis de estos ensayos difiere del análisis de este artículo, pero algunos de los autores subrayan la corrupción privada, así como la del sector público. Entre otras excepciones, Bardhan (1997) y Svensson (2005) señalan que la corrupción tiene lugar en los sectores privado y público. Adam Smith (1776) también reconoció el problema de la corrupción del sector privado, aunque usó palabras diferentes, como “malversación” y “desfalco”, para describir ese fenómeno. Infortunadamente, el centro de interés de los economistas hoy parece ser diferente.

9. Existe una literatura significativa sobre el fraude y la corrupción corporativos, incluidos algunos estudios muy importantes como el de Clinard (1990). Pero las revistas académicas de ciencias sociales siguen sesgadas hacia la corrupción en la esfera pública.

10. Existen varios modelos de corrupción que la tratan como un proceso de contagio, o como un resultado persistente en modelos con equilibrios múltiples (Andvig y Moene, 1990; Mishra, 2006; Sah, 1991, y Tirole, 1996). Ver Cartier-Bresson (1997) sobre “las redes de corrupción”.

11. Ver Root (1996), White (1996), Kaufmann (1997), Manion (1996) y He (2000). Christopher Bliss y Rafael di Tella (1997) construyeron un modelo que muestra que el incremento de la competencia no siempre reduce la corrupción.

12. Este punto es reconocido no sólo por los institucionalistas originales sino también por “nuevos” institucionalistas como Sened (1997) y Mantzavinos (2001).

13. En Hodgson (2006a) muestro que, en contra de la interpretación general pero errónea, Douglass North también considera las organizaciones como un tipo de instituciones.

14. Ostrom (1986), Crawford y Ostrom (1995), Hodgson (1997), Potts (2000) y Dopfer, Foster y Potts (2004)

15. Veblen (1919), Ouellette y Wood (1998) y Hodgson y Knudsen (2004).

16. Entre ellos se incluyen Thomas Robert Malthus, John Ruskin, Charles Sanders Peirce, Gustav Schmoller, John Maynard Keynes, Joseph Schumpeter, Amartya Sen y destacados economistas institucionalistas como John A. Hobson, Karl Polanyi y K. William Kapp. Para una revisión histórica, ver Lutz (1999), y para una presentación moderna, ver Etzioni (1988).

17. La definición de “corrupción institucional” de Miller (2005) y Miller, Roberts y Spence (2005) inspiró la siguiente formulación, aunque con modificaciones significativas. Su definición depende de la existencia de propósitos y roles institucionales, que de hecho se limitan a las organizaciones. La terminología establece que las organizaciones son un tipo especial de instituciones que involucra pertenencia, reglas y roles. Algunos ejemplos de organizaciones son los Estados, los partidos políticos, las empresas de negocios, los sindicatos y las sociedades privadas (Hodgson, 2006a). El término “institución” es más amplio y cubre fenómenos tales como el lenguaje (Searle, 1995). Por ello aquí se prefiere el término “corrupción organizacional”.

18. Para Andvig (2006), la corrupción es la intrusión de normas familiares y de otros contextos en los campos político y burocrático.

19. Las visiones positivas de la corrupción como lubricante de los engranajes de la actividad económica son criticadas por Leys (1965), Bardhan (1997), Kaufmann (1997), Shleifer y Vishny (1993) y algunos otros.

20. Aquí no se examinan las importantes diferencias entre la posición de Coase y las ideas de algunos de sus seguidores. Estas diferencias se examinan detalladamente en Medema (1994).


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