DE LA POLÍTICA A LA JUSTICIA O LOS “DERECHOS HUMANOS COMO LÍMITE A LA DEMOCRACIA. ANÁLISIS DE LA LEY DE JUSTICIA Y PAZ”


FROM POLITICS TO JUSTICE OR "HUMAN RIGHTS AS A LIMIT TO DEMOCRACY". JUSTICE AND PEACE LAW ANALYSIS


Rodolfo Arango Rivadeneira, Bogotá, Editorial Norma, 2008, 428 pp.



Alberto Castrillón*
Marilyn Jiménez Cháves**

* Especialista en Historia Económica, profesor de la Universidad Externado de Colombia, Bogotá, Colombia, [jracastrillon@yahoo.com].
** Estudiante de Economía, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, Colombia, [marilyn.jimenez@est.uexternado.edu.co]. Fecha de recepción: 29 de abril de 2008, fecha de modificación: 6 de mayo de 2008, fecha de aceptación: 23 de mayo de 2008.



Hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso […] Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes los mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
Del discurso de Juan Gelman al recibir el Premio Cervantes 2008

El libro que presentamos es pertinente y oportuno en estos días en que los derechos humanos están en el centro del debate político debido a los reclamos nacionales e internacionales que ha recibido el gobierno colombiano. La aprobación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos ha encontrado tropiezos por este motivo. El Partido Demócrata se negó a dar curso al debate para su aprobación en el Congreso estadounidense argumentando, entre otras razones, que el gobierno colombiano no ha hecho lo suficiente para proteger a los sindicalistas y defensores de derechos humanos, varios centenares de ellos asesinados en la última década.

La polarización entre partidarios y críticos del gobierno ha llevado a que estos últimos sostengan que existe alguna complicidad con los escuadrones paramilitares y a que los primeros sugieran la complicidad de algunos partidos de oposición, de los defensores de derechos humanos, líderes sindicales y ONG con los grupos subversivos. La radicalización ha llegado al extremo de que un asesor presidencial descalifique una marcha a favor de las víctimas del paramilitarismo y de agentes estatales afirmando que fue convocada por las FARC, lo que motivó a 63 congresistas de Estados Unidos a dirigir una carta al Presidente Uribe en los siguientes términos:

Deseamos hacerle llegar nuestras preocupaciones sobre las amenazas y los ataques contra defensores de derechos humanos, luego de la marcha nacional del 6 de marzo de 2008. Nos preocupa que su asesor José Obdulio Gaviria haya dicho públicamente que los organizadores de esta demostración fueran combatientes de las FARC. Le urgimos que tome una posición firme y pública en soporte de aquellos que defienden los derechos humanos en Colombia.

El hecho de que hasta hoy casi 70 senadores y representantes, la mayoría de ellos pertenecientes a la coalición de gobierno, hayan sido vinculados o llamados a declarar en el proceso judicial de la “parapolítica” indica la profundidad de la crisis. Los escándalos se suceden a velocidad de vértigo, lo que dificulta los análisis no coyunturales. Uno de los más recientes es el testimonio de una ex parlamentaria que afirma que su voto favorable a la reelección del Presidente fue motivado por el ofrecimiento, incumplido, de prebendas en el sector público. Otro, la solicitud de asilo político en la embajada de Costa Rica de un ex senador, familiar del primer mandatario, asilo que le fue negado por improcedente, pues la Cancillería de ese país consideró que pretender asilarse para eludir la acción de la justicia desvirtuaba la “histórica institución del asilo”.

Rodolfo Arango señala que en el país existen esclarecedores análisis empíricos del conflicto armado, la guerrilla, el paramilitarismo o el narcotráfico, mientras que la reflexión filosófica sobre estos fenómenos no ha recibido la misma atención, quizá porque la “crudeza de las escenas de muerte y la contundencia de los intereses criminales aturden y desalientan a quienes guardan la esperanza de un futuro más digno y humano” (p. 13). No obstante, argumenta que es necesario que la reflexión filosófica afronte el desafío de reorientar a la sociedad bajo los preceptos de virtud y justicia.

Su libro, dedicado “a las víctimas del conflicto armado colombiano”, se divide en tres partes: la primera, titulada La reflexión, es un análisis filosófico sobre los derechos humanos, la violencia, el narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo. La segunda, La opinión, es una recopilación de artículos publicados por el autor en varios periódicos. La tercera, y última, Las decisiones, contiene la Ley de Justicia y Paz (Ley 795 de 2005), extractos de la sentencia de la Corte Constitucional C-370 de 2006, la sentencia de la Corte Suprema de Justicia, Sala Penal, del 11 de julio de 2007 y el Informe sobre la implementación de la Ley de Justicia y Paz de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) del 2 de octubre de 2007.

El libro quiere ser un aporte a la “deliberación pública sobre el destino político de nuestra sociedad, en particular sobre el alcance de los derechos humanos y su relación con la democracia en el contexto del conflicto que se extiende a lo largo y ancho del país” (p. 13).

En la primera parte, se discuten la objetividad de los derechos fundamentales, los derechos humanos como límite a la democracia, las emociones y los límites de la racionalidad, y se hace un análisis filosófico de la Ley de Justicia y Paz, la justicia transicional, los derechos humanos en el contexto de un conflicto armado y las relaciones entre el derecho y la política. Es una reflexión acerca de la violación masiva de los derechos humanos ante la indiferencia­­ (¿amedrentamiento?) de la mayoría de la población colombiana.

La segunda parte está integrada por columnas de prensa del autor publicadas en periódicos y revistas. Algunos de los temas o sucesos que analiza son la rebaja de penas, el impacto del narcotráfico en la política colombiana, la narcodemocracia, la ley forestal, las consecuencias de sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CORIDH) que condenan al Estado colombiano ­–como la masacre de Pueblo Bello–, el papel de la Fiscalía, la legitimidad, la parapolítica, la gobernabilidad, la justicia y la retórica, la verdad y las formas jurídicas y la doctrina del mal menor. Según el autor, es el “testimonio histórico de un ser humano que comparte entre indignado e impávido, el dolor de millones de personas” (p. 16).

El hilo conductor de la primera parte es la concepción de los derechos humanos como “posiciones normativas con pretensión universal” (p. 17), no fundamentada en posiciones teológicas o utilitaristas sino en una concepción neopragmática donde los derechos se construyen en el discurso, según “criterios de sensibilidad moral y coherencia teórica”, en la tradición de Habermas y Alexy, pero superándolos para incorporar las emociones morales como razones valederas que justifican el reconocimiento de derechos humanos, aun por encima de decisiones democráticas. Esto se opone a la concepción neoconservadora de Bush y Uribe, “quienes están dispuestos a ofrendar los derechos individuales en el altar de un pretendido bien común” (ibíd.). Este fundamentalismo de estirpe religiosa retrocede “cientos de años en la historia y desconoce la experiencia ganada dolorosamente por la humanidad como consecuencia de dos guerras mundiales y el exterminio del pueblo judío” (ibíd.). Para Arango, la alternativa a este despropósito es un constructivismo ético fundamentado en la razón práctica y en las emociones, ambas constitutivas de la estructura antropológica del hombre.

En el segundo capítulo se profundiza la teoría de los derechos humanos como “juegos lingüísticos que regulan el respeto mutuo entre individuos que se reconocen como iguales”. Las posiciones normativas prevalecen sobre las razones agregativas. Hay razones históricas de peso para justificar tal aseveración. En el capítulo tercero se estudia la hipótesis que reivindica las emociones como razones para la acción, por cuanto “las emociones morales constituyen un límite a la racionalidad instrumental tan común y protagónica en la política” (p. 18). Se pregunta “si puede alcanzarse la paz y la reconciliación mediante normas legales diseñadas para maximizar los intereses de uno de los grupos armados y en total desatención de las emociones de las víctimas” (ibíd.). Y responde de manera negativa. No en vano, algunos medios, y parte de la opinión pública, incluidos algunos de los actores del conflicto, consideran que la Ley de Justicia y Paz va camino del fracaso, entre otras cosas porque los familiares de los asesinados no se sienten reconciliados con un proceso que insulta la memoria de las víctimas, además de que no satisface el sentimiento de justicia, no asegura el conocimiento de la verdad, ni permite avanzar en la reparación de las víctimas.

A este respecto se debe señalar que la decisión presidencial de extraditar a uno de los jefes paramilitares a Estados Unidos, porque habría violado las condiciones de aplicación de la Ley de Justicia y Paz, ha suscitado una gran polémica en la que participan críticos y defensores del gobierno. Familiares de las víctimas mostraron su inconformidad con esa medida presidencial porque consagra la impunidad de los delitos cometidos, ya que a la justicia estadounidense no le interesa la violación de los derechos humanos en Colombia sino el tema del tráfico de estupefacientes. Incluso el analista Alfredo Rangel, muy cercano al gobierno, a pesar de que critica la inconsistencia de los opositores al gobierno en torno a la Ley de Justicia y Paz y la extradición, se permitió señalar que

[…] la paz es un acto de soberanía nacional. Y para buscarla debe anteponerse el interés general de los colombianos a los compromisos particulares de la cooperación judicial con otros países, por respetables que estos sean. El interés de los jueces norteamericanos se va a centrar en el tema del narcotráfico, no en las víctimas del conflicto interno de Colombia. Pero, incluso, si lo hicieran, a las dificultades de todo orden que ya existen para descubrir la verdad en nuestro país se añadirían las propias de juicios a larga distancia. Con la extradición habrá poca verdad y menos reparación de las víctimas1.

LA CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS (CORIDH)

Arango se remite continuamente en su libro al papel de la Corte Interamericana de Derechos Humanos frente a la violación reiterada de estos derechos en nuestro país. La razón para que las víctimas o sus familiares acudan a un tribunal internacional es que no encuentran ni pronta ni cumplida justicia en su país. Es, entonces, una manera de solucionar la impunidad nacional. Hoy se habla de la globalización de los derechos humanos, pues los crímenes de lesa humanidad interesan a la humanidad en general, y los países ya no se pueden seguir escudando en que lo que sucede dentro de sus fronteras es de su exclusiva competencia.

Una ley nacional que consagra la impunidad de crímenes de lesa humanidad no será admitida por la comunidad internacional. Los reclamos de entidades de diversa índole, ONG, iglesias, políticos estadounidenses o europeos para que el gobierno colombiano se ocupe en serio de los derechos indican que “es hora que el gobierno despierte ante la nueva realidad mundial de la globalización de los derechos humanos”. Las palabras de una canciller colombiana que reclamó en Europa un estándar distinto para el cumplimiento de los derechos humanos en virtud de la especial situación colombiana, hoy no hallarían ninguna justificación.

El repaso de las sentencias de la CORIDH en contra del Estado colombiano no deja lugar a dudas. El Estado no sólo es responsable de las violaciones cometidas directamente por sus agentes. Recogiendo el contenido de la sentencia de la Corte Interamericana por la masacre de Pueblo Bello, el autor señala que “un Estado es responsable por las violaciones de los derechos humanos cometidas por particulares cuando él mismo ha contribuido objetivamente a crear la situación de riesgo y no ha actuado para contrarrestarla”. Es decir, el Estado no puede “escudarse tras el argumento de que no era responsable sino el impotente espectador de las masacres” (p. 168). En principio, esta consideración de la CORIDH podría servir también de soporte para responsabilizar al Estado colombiano por los asesinatos y demás atrocidades cometidas por la guerrilla en la antigua zona de distensión entregada de manera irresponsable a las FARC por la desventurada administración de Andrés Pastrana.

El contenido de las otras sentencias que condenan al Estado colombiano, nueve hasta ahora, lo hacen responsable de las violaciones de derechos humanos, bien sea por la participación de agentes estatales o porque, como afirma la Corte, “creó objetivamente una situación de riesgo para sus habitantes”2, como la autorización para crear grupos de autodefensa, que degeneraron en paramilitares. Además de los nueve casos ya fallados, hay un caso en espera de sentencia: el asesinato del defensor de derechos humanos Jesús María Valle, quien llamó la atención, sin encontrar eco en las autoridades de Antioquia, sobre la inminencia de las masacres de Ituango, conocidas como las matanzas de El Aro y La Granja. Según la revista Semana, el gobernador de Antioquia, hoy Presidente, afirmó que Valle era un “enemigo de las fuerzas armadas”3. En lista de ser admitidos por la CORIDH existen muchos casos más, como el asesinato de Manuel Cepeda, las masacres de La Gabarra, Tibú y Chigorodó y el exterminio de la UP.

Siendo tal vez el menor de los problemas que tal barbarie genera, el costo económico del desparpajo con que se afrontan las obligaciones del Estado en materia de derechos humanos es elevado. Según la página web de la Presidencia de la República, la Contaduría General de la Nación informa que cursan demandas contra el Estado por 80 billones de pesos, de los cuales 11,3 billones corresponden a demandas en contra del Ministerio de Defensa4. El pasivo contingente asociado con reparaciones, indemnizaciones o conciliaciones es un gran desafío para las finanzas públicas. Empero, el costo político de la violación de los derechos es aún mayor, pues la condena implica el reconocimiento del Estado de dichas violaciones, ya sea por acción o por omisión. La reparación a las víctimas es sagrada y es obligación de los colombianos asumir el precio de un silencio cómplice o temeroso, y sobre todo dispuesto políticamente, a juzgar por las encuestas de opinión, a sacrificar el derecho en aras de la política o, como dice al profesor Arango, a convertir el derecho en “lacayo de la política” (p. 144):

A la insensibilidad hacia la función del derecho en una sociedad democrática se suma la inequidad e ineficacia de la justicia de paz y reconciliación. El país mendiga recursos internacionales para la identificación de víctimas, los cuales deberían proceder mejor del patrimonio de los victimarios y del Estado. La responsabilidad pecuniaria ayuda a los delincuentes a comprender los efectos negativos de sus actos, a la vez que permite a la población asumir las consecuencias de sus decisiones políticas. Trasladar las “externalidades” de la guerra sucia a la comunidad internacional es una fácil forma de eludir y fomentar el comportamiento criminal, y la irresponsabilidad de los dirigentes (p. 175).

No atender a los sentimientos de las víctimas y sus familiares, a su dignidad, a la memoria histórica, a su vital necesidad de conocer la verdad y a que se haga justicia, sólo postergará la reconciliación y la paz entre los colombianos. Las confesiones de los jefes paramilitares ponen de presente su absoluta incapacidad para reconocer en las víctimas a un ser humano. Un ejemplo es la “explicación” de alias “H.H.” de por qué arrojaban los cadáveres a los ríos: “la fuerza pública nos decía que nos dejaba trabajar, pero que desapareciéramos a los muertos para que no se subieran los índices de homicidios”, por esa misma razón se asesinaron grupos de campesinos utilizando serpientes venenosas: no se cuentan como masacres, sino como “accidentes de la naturaleza”, según confesión de alias “Carlos Tijera”, recogida en el diario El Tiempo5.

Otra muestra delirante del absoluto desprecio por las víctimas y sus familias son las manifestaciones multitudinarias, con flores, música y vallas incluidas, presumiblemente autorizadas por la Alcaldía de Medellín, a favor de jefes paramilitares llamados a indagatoria. Tal apología pública del crimen mereció que el Procurador General, en carta dirigida al Ministro del Interior y Justicia, se manifestara en contra de la “actitud festiva” que “trivializa el dolor de las víctimas” que se han acercado al centro administrativo de La Alpujarra en ejercicio de su derecho a saber del proceso contra los jefes paramilitares.

El análisis de la Ley de Justicia y Paz y la relación de los derechos humanos y la democracia constituyen el cuarto capítulo del libro. Los enfoques positivo y el sociológico son contrastados con el enfoque internalista que, además de la competencia normativa, requiere una intencionalidad que permita considerar los actos de la autoridad como ajustados al derecho. Alf Ross, representante del realismo escandinavo, que considera la interacción entre razón y emociones como parte constitutiva de la comprensión del funcionamiento del derecho, sirve de guía. Arango critica duramente la tesis oficial de la “coacción insuperable” que se esgrime en defensa de los investigados por la parapolítica. Con el mismo rasero habrá que medir el resultado de las investigaciones anunciadas acerca de los nexos entre políticos y guerrilleros.

Al menos desde los juicios de Nuremberg, parece abominable aceptar esta clase de excusas: el juez Jackson afirmó de manera lapidaria que los crímenes de los jerarcas nazis, a diferencia de los crímenes de los vulgares militantes, habrían de considerarse con especial severidad. Para Jackson “su superioridad intelectual respecto de la mediocridad del común de los nazis no es su excusa, es su condena”. ¿Habrá necesidad de advertir que similar consideración se debería hacer en Colombia respecto a empresarios, políticos, fiscales, altos cargos gubernamentales y periodistas involucrados, de cualquier manera, en crímenes de lesa humanidad que llenan de oprobio y vergüenza a la nación?

Los procesos de justicia transicional obligan a “tragarse unos sapos”, es decir, tolerar cierto grado de impunidad que es necesario asumir en aras de un bien superior como es la paz y la reconciliación. Sin embargo, el autor demuestra es que la Ley de Justicia y Paz adolece de fallas protuberantes que harán imposible conseguir la justicia y la paz. Entre las muchas falencias de la mencionada ley, Arango subraya las siguientes: desconoce los derechos de las víctimas, diluye el concepto de víctima, sacrifica la verdad histórica, sacrifica la justicia retributiva y distributiva, crea incentivos para mentir, asegura la impunidad, otorga estatuto de delincuentes políticos a delincuentes comunes, hace optativa la restitución de las tierras usurpadas. La verdad es que hoy, dos años después de entrar en vigencia la ley, ninguna víctima ha sido reparada y no se han entregado los bienes para realizar la reparación, como tuvo que admitirlo públicamente el mismo gobierno.

DERECHO Y RAZÓN

Un tema considerado vigorosamente por el autor es el de la razón. Desde Max Weber se distinguen tres modos de ejercicio de la autoridad: racional, tradicional y carismático. En el primero, racional, propio de sociedades modernas y democráticas, la única respuesta satisfactoria es el peso de los argumentos y la acción de la justicia. Los otros dos, el tradicional y el carismático, apelan a razones sobrenaturales o al influjo cuasi religioso de un dirigente sobre los ciudadanos. La esperanza o solicitud de un salvador providencial que se haga cargo del destino de un pueblo es una muestra de esta mentalidad. La democracia es un sistema que puede funcionar razonablemente bien sin un Mesías, con ciudadanos comunes y corrientes que han hecho suya la máxima kantiana ¡Sapere aude! Kant nos enseñó en La paz perpetua que el problema del establecimiento del Estado tiene solución, incluso con un pueblo de demonios, con tal de que sean racionales, puesto que les interesaría constituir un Estado de derecho, en el que su vida pública sería de tal tenor que parecería que no tienen malas inclinaciones privadas.

A juicio de Arango, un ejemplo concreto es la respuesta del Presidente Uribe al debate planteado por el senador Petro, en el que sindicó a familiares suyos de tener nexos con organizaciones criminales: en lugar de responder con argumentos a las acusaciones o integrar una comisión que, mediante los resultados de la investigación desvirtuara las imputaciones, el primer mandatario apeló al honor, la dignidad, la bondad, la hidalguía y la generosidad de su familia y, a juzgar por las encuestas, con excelentes resultados (pp. 196-200).

En un Estado de derecho, la única respuesta posible es la acción de la justicia, de lo contrario se pone en cuestión la razón misma de las instituciones. Sin embargo, “el problema radica en que el presidente Uribe se sabe en un país premoderno, cuya población se aferra a la creencia y no enfrenta con objetividad los hechos. Internamente el escándalo queda en manos de los medios de comunicación y de las encuestas de opinión. Pero internacionalmente se exigen actuaciones judiciales que, mediante los procedimientos racionales del derecho, decidan definitivamente sobre la verdad o la falsedad de las sindicaciones” (pp. 197-198). Este es un desafío que hay que encarar independientemente del debate político interesado que enfrenta a republicanos y demócratas en Estados Unidos.

El capítulo quinto examina el criterio de proporcionalidad en la Ley de Justicia y Paz. Un criterio que permite dirimir el conflicto que se presenta entre, por una parte, los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición y, de otra, los objetivos de la paz y la reconciliación. Hay que ponderar, es decir, sopesar o estimar el peso de elementos presentes en la ley como son los derechos, los principios y demás elementos. Arango demuestra que en el derecho la ponderación trasciende la mera técnica, pues atañe a sus mismos fundamentos, a la filosofía moral y a la política. Su examen de la Ley de Justicia y Paz, que sigue la sentencia de constitucionalidad de la misma, pone de presente las “antinomias o contradicciones” en varios aspectos: el tamaño de la ofensa y el monto de las penas alternativas establecidas para los desmovilizados que se acojan a la ley, la omisión de información relevante y el derecho a la verdad, la restricción a la responsabilidad patrimonial y el derecho a la justicia y, por último, la concepción –¿regla o principio?– de la favorabilidad penal. En este punto el autor subraya que la concepción de la favorabilidad penal como regla beneficia exclusivamente a los ofensores. En cambio, “la aceptación de la ponderación, por el contrario, arroja una decisión más sensible a los derechos de las víctimas y respetuosa del derecho internacional de los derechos humanos” (p. 128).

En el capítulo sexto se defiende la tesis de que los derechos económicos de los más pobres, en particular de los más de tres millones de desplazados por los paramilitares, que además los despojaron de al menos cuatro millones de hectáreas, son sacrificados por un proceso de justicia transicional sin transición y un proceso de paz sin reconciliación. En primer lugar, el autor desnuda la posición oficial, desmentida una y otra vez por la CORIDH, del surgimiento del paramilitarismo como práctica legítima de autodefensa que degeneró en delito al “extralimitarse”. Luego muestra los reparos que se pueden hacer a la justicia transicional “a la colombiana”: la justicia material, la reparación efectiva y la reconstrucción del tejido social se postergan, cuando no se sacrifican, en el altar de la “paz”, la “reconciliación” y la estabilidad macroeconómica. El proceso se adelanta de manera asistencialista y, cada vez con menos recato, electorera (pp. 135-142).

El séptimo y último capítulo de la parte teórica es una relectura de Thomas Hobbes que supera la interpretación schmittiana, literal e interesada, de algunos miembros del Gobierno, que antepone “una concepción democrática mayoritaria y populista a la vigencia de los derechos humanos” (p. 19). Arango ironiza acerca de la afirmación del asesor presidencial José Obdulio Gaviria, antes de la primera posesión del Presidente Uribe, de que el país conocería, ahora sí, lo que era la alta política. La alta política, según cierta lectura de Hobbes, significaría que “sólo un Estado fuerte, que monopolice el uso de la violencia, puede brindar la seguridad democrática y la paz. El único derecho natural e intransferible es el derecho a la autodefensa, puesto que la preservación de la vida es finalidad última de todo ser humano. Los demás derechos individuales pueden ponerse al servicio de los fines supremos del Estado” (p. 146).

En cambio, una interpretación liberal de Hobbes muestra que, lejos de fundamentar una idea patrimonialista, paternalista y autoritaria del Estado, el autor inglés del siglo XVII fue uno de los precursores del Estado de derecho por cuanto defendió la prevalencia de la ley positiva en caso de conflicto con las convicciones personales, los principios de legalidad, la vigencia de la ley penal hacia el futuro, y rechazó la desobediencia a la ley civil. El ejercicio de la autoridad no está al servicio de un poder que concibe el derecho como acatamiento de la voluntad del príncipe. Para Hobbes, el objetivo es el imperium rationis, el imperio de la razón, condición ésta que brilla por su ausencia en esta etapa de nuestra historia, en la que han sido llamados a ejercer el poder unos seres clarividentes que no dudan en llamar a la rebelión cuando la ley les estorba sus propósitos.

Los reparos que la Corte Constitucional hizo en su día a la Ley de Justicia y Paz, Sentencia C-370 de 2006, apuntalaron la legitimidad de esa Corte. La justicia constitucional, desde este punto de vista, vela por los derechos de las víctimas, es decir, las minorías; derechos vulnerados ignominiosamente por las mayorías del Congreso. La legitimidad de la Corte Constitucional depende en buena medida de que sea capaz de llenar el vacío existente en la protección de los derechos de las minorías. Lo que está en juego es la preservación de los derechos, los de las víctimas. Dada la precariedad de la democracia colombiana, la Corte Constitucional debe desempeñar el papel de garante del derecho6. Cuando se escribían estas líneas, se conoció el llamado a formar un movimiento ciudadano en apoyo de las altas Cortes, sometidas en estos momentos a un feroz ataque desde diferentes flancos, a toda luz con el insano propósito de restarles credibilidad por la valiente defensa de la institucionalidad, amenazada por el ejercicio del poder.

El papel de la CORIDH es particularmente relevante para Colombia. Es un garante y una instancia a la que recurren las víctimas que no hallan eco a sus demandas en el país. Aun reconociendo el esfuerzo del Gobierno para continuar con el programa de protección de defensores de derechos humanos, sindicalistas, periodistas y líderes sociales, establecido en 1997, la Corte señala que persisten graves problemas en los que no es clara la voluntad gubernamental de prestar atención a los reclamos de la población vulnerable:

La Comisión observa [que] conviven aún los efectos del conflicto armado, los cuales continúan golpeando a los sectores más vulnerables de la población civil. Las manifestaciones de violencia perviven junto a los esfuerzos desplegados a fin de desmovilizar a los grupos armados al margen de la ley, y a los intentos por administrar justicia, los cuales deben mostrar resultados en términos de efectividad, reparación integral y remoción de los factores de violencia7.

APOSTILLA

Conviene no demorar más la lectura del libro del profesor Arango, un aporte significativo que sería deseable fuese tomado en serio por analistas, ciudadanos y hombres públicos comprometidos con la justicia, la paz y la reconciliación. El filósofo John Rawls nos enseñó que la justicia es la primera de las virtudes sociales, y no atender las implicaciones que el cultivo de esta virtud tiene para con las víctimas del conflicto, sin pasarla por el tamiz de la política, obstruye toda posibilidad de edificar una sociedad bien ordenada. Las víctimas de los paramilitares son invisibles para la conciencia de la mayoría de la población colombiana. Es un fenómeno que al no impactar a la opinión pública –como las fotografías y las pruebas de supervivencia de los secuestrados por las FARC – la deja insensible: son campesinos torturados, descuartizados o acribillados en lugares alejados de la capital; víctimas anónimas en su mayoría. Para el analista Mauricio García Villegas8,

Los crímenes que han cometido los “paras” son tan graves, o peores, que los cometidos por la guerrilla: 3 millones de desplazados, 12 mil ejecuciones extrajudiciales, 4 millones de hectáreas robadas, 2 mil desaparecidos –todas cifras conservadoras–, el sistema político corrompido, una parte del Ejército involucrada en el terror y una mafia campante que carcome la ciudadanía y la moral pública. No obstante, todavía hay muchos en la sociedad, en los medios de comunicación y en el Estado, que siguen relativamente insensibles ante ese montón de sufrimiento y de daño institucional.

Para el mismo García Villegas, otro factor que contribuye a la falta de sensibilidad moral –quizá en trance de superación si atendemos a los millones de colombianos que marcharon el 4 de febrero y el 6 de marzo– es que, al menos desde el siglo XIX, en Colombia se piensa que el conflicto armado, incluidos los crímenes de lesa humanidad, es una expresión de la política. Basta escuchar las confesiones de los jefes paramilitares o los guerrilleros en las indagatorias, o visitar los foros virtuales de los medios de comunicación para apreciar la hondura del daño moral causado en la conciencia ciudadana. No hay responsables sino fatalidad. Los crímenes de lesa humanidad no son considerados crímenes sino avatares de la política. Con ello la barbarie se vuelve “normal”:

La confusión entre lo político y lo criminal y la trivialización de las víctimas se han agravado con la llegada al poder del presidente Uribe. Un presidente que no parece guardar igual distancia frente a los dos actores ilegales del conflicto armado. Un presidente que hace demasiado alarde de esos valores del finquero antioqueño, indómito y bravío, que ayudaron a engendrar la movilización paramilitar. Un presidente que, al concentrar sus antipatías en el ala subversiva del conflicto armado, tiende a subestimar el dolor de las víctimas que vienen del ala opuesta del conflicto (García V., 2007)9.

Este es justamente el sentimiento que embarga a las víctimas: sienten que desde las esferas del poder, político y económico, se tiende un manto de desprecio y silencio sobre su dolor. El rescate de la memoria histórica de los miles de víctimas, la mayoría de las cuales yace en fosas esparcidas por todo el país, es un imperativo moral para la sociedad. Sin embargo, ésta no parece ser la hora de las víctimas:

En un país en el que ocurre un hecho como el de las fosas de los “paras”, el Presidente debería salir por los medios, hablar de eso, encarnar el dolor nacional y convertir el hecho en un símbolo contra el pasado. ¿No es acaso el Presidente quien, según la Constitución, simboliza la unidad de la nación? (ibíd.).

Las víctimas necesitan no sólo la reparación integral del daño que se les ha causado. Necesitan, además, que el establecimiento reconozca su responsabilidad con los crímenes de lesa humanidad. Ignorar esta parte del proceso equivale a revictimizarlas. Las víctimas merecen el reconocimiento de esta culpa. Recordando a Carla del Ponte, la fiscal del Tribunal Penal Internacional, que llevó a juicio al carnicero de los Balcanes, Slobodan Milosevic, la justicia es apenas un componente de un proceso más complejo, el de la reconciliación10:

Sólo habrá reconciliación cuando la población acepte los hechos del pasado y las nuevas generaciones estén informadas y se comprometan con un futuro de paz y en democracia. La justicia internacional es el primer paso, pero es necesario que las autoridades locales y nacionales den el segundo paso y admitan la verdad, los hechos del conflicto. Una tercera etapa sería la educación de una nueva generación en colegios y universidades.


NOTAS AL PIE

1. Rangel, A. “Extraditar o no extraditar”, El Tiempo, 20 de abril de 2008. Finalmente se extraditó al jefe paramilitar Carlos Mario Jiménez, alias “Macaco”, a pesar del recurso de amparo interpuesto por el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado. A la semana siguiente se extraditó a otros 14 jefes paramilitares con el mismo argumento: no cumplir las condiciones establecidas por la Ley de Justicia y Paz. Pese a los reiterados intentos del Gobierno y sus amigos por señalar que la extradición de los paramilitares no obstaculiza el conocimiento de la verdad ni la reparación a las víctimas, la CIDH señaló: “La Comisión observa que esta extradición afecta la obligación del Estado colombiano de garantizar los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación de los crímenes cometidos por los grupos paramilitares. La extradición impide la investigación y el juzgamiento de graves crímenes por las vías establecidas por la Ley de Justicia y Paz en Colombia y por los procedimientos criminales ordinarios de la justicia colombiana. También cierra las posibilidades de participación directa de las víctimas en la búsqueda de la verdad sobre los crímenes cometidos durante el conflicto y limita el acceso a la reparación del daño causado. Asimismo, este acto interfiere con los esfuerzos por determinar los vínculos entre agentes del Estado y estos líderes paramilitares”, [www.eltiempo.com/politica/2008-05-14/ ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR -4164757.htm] (subrayado propio). La canciller alemana Angela Merkel, con motivo de una donación de equipos a la Fiscalía colombiana para apoyar las investigaciones de los procesos de justicia y paz, se refirió a las víctimas en unos términos que ya quisieran escuchar de labios de los responsables del Gobierno colombiano: “queremos realmente apoyarles en esta tarea tan difícil, para regalarles algo de justicia a aquellos que sufrieron tanto” [www.elespectador.com/noticias/judicial/articulo-hay-dar-justicia-aquellos-han-sufrido-tanto-angela-merkel].

2. Las otras ocho sentencias de la CIDH en contra de Colombia son las siguientes: Caballero Delgado y Santana, Las Palmeras, 19 comerciantes, Mapiripán, Gutiérrez Soler, Ituango, La Rochela y Escué Zapata; ver [http://www.corteidh.or.cr/pais.cfm?id_Pais=9].

3. Cfr. “¿Qué fue lo que dijo Jesús María Valle?”, [www.semana.com/wf_InfoArticulo.aspx?idArt=101282]. Un fragmento de la declaración de Valle en la Fiscalía Regional de Medellín, 21 días antes de su muerte, se encuentra en [http://www.ipc.org.co/page/index.php?option=com_content&task=view&id=884&Itemid=368].

4. Ver [http://web.presidencia.gov.co/sp/2008/enero/02/03022008.html].

5. Cfr. [http://www.eltiempo.com/justicia/2008-03-04/ ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR -3984686.html].

6. Para una consideración abundante y sistemática del papel de la Corte Constitucional en relación con este tema, ver Rodríguez P., M. L. Minorías, acción pública de inconstitucionalidad y democracia deliberativa, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2005.

7. Informe Anual de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos 2007, cap. IV, Bogotá.

8. García V., M. “El sufrimiento invisible”, El Tiempo, 3 de marzo de 2008.

9. García V., M. “Aprender de las tragedias”, El Tiempo, 1.° de mayo de 2007.

10. Ver [http://www.europarl.europa.eu/news/public/story_page/030-8205-177-06-26-903-20070622STO08192-2007-26-06-2007/default_es.htm].