10.18601/01245996.v25n49.04

EL PAPEL DE LOS SIGNIFICANTES Y LOS AFECTOS EN LA TEORÍA POPULISTA*

The role of signifiers and affects in populist theory

O papel dos significantes e dos afetos na teoria populista

Luciana Cadahia1

1 Doctora en Filosofía. Profesora, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia, [luciana.cadahia@gmail.com]; [http://orcid.org/0000-0002-3814-5200].

* DOI: https://doi.org/10.18601/01245996.v25n49.04 Recepción: 03-02-2023, modificación final: 24-05-2023, aceptación: 31-05-2023. Sugerencia de citación: Cadahia, L. (2023). El papel de los significantes y los afectos en la teoría populista. Revista de Economía Institucional, 25(49), 75-86.


Resumen

Este artículo es una reflexión acerca del populismo, siguiendo el derrotero marcado por Ernesto Laclau. En la visión del autor argentino, del populismo se puede tener una visión positiva, no la de la ciencia política eurocéntrica que descalifica al populismo latinoamericano asimilándolo a lo antidemocrático, dictatorial, al autoritarismo y a la democracia plebiscitaria, dispuesta a pasar por encima de las instituciones. Se propone una teoría renovada del populismo, que hace referencia a las luchas populares por la igualdad y los derechos. El rechazo del populismo es, entonces, rechazo del pueblo. Se trata de vivir la República como iguales, en libertad. En esta visión, el populismo no tiene nada que ver con los movimientos en auge como los de Trump, Bolsonaro, Erdogan o Vox. En el texto se hace especial énfasis en el tema de los afectos, dimensión esencial del ámbito político

Palabras clave: populismo, Laclau, feminismo, ontológico, óntico; JEL: B54, J01, P16


Abstract

This article is a reflection on populism, following the path set by Ernesto Laclau. In the vision of the Argentine author, one can have a positive vision of populism, not that of Eurocentric political science that disqualifies Latin American populism by assimilating it to anti-democratic, dictatorial, authoritarianism and plebiscitary democracy, willing to pass over the institutions . A renewed theory of populism is proposed, which refers to popular struggles for equality and rights. The rejection of populism is, then, a rejection of the people. It is about living the Republic as equals, in freedom. In this vision, populism has nothing to do with rising movements like those of Trump, Bolsonaro, Erdogan or Vox. In the text, special emphasis is placed on the issue of affections, an essential dimension of the political sphere.

Keywords: populism, Laclau, feminism, ontological, ontic; JEL: B54, J01, P16


Resumo

Este artigo é uma reflexão sobre o populismo, seguindo o caminho traçado por Ernesto Laclau. Na visão do autor argentino, pode-se ter uma visão positiva do populismo, não da ciência política eurocéntrica que desqualifica o populismo latino-americano ao assimila-lo à democracia antidemocrática, ditatorial, autoritária e plebiscitária, disposta a passar por cima das instituições. Propõe-se uma teoria renovada do populismo, que se refere às lutas populares por igualdade e direitos. A rejeição do populismo é, então, uma rejeição do povo. Trata-se de viver a República de igual para igual, em liberdade. Nessa visão, o populismo nada tem a ver com movimentos ascendentes como os de Trump, Bolsonaro, Erdogan ou Vox. No texto, destaque especial é dado à questão dos afetos, dimensão essencial da esfera política.

Palavras-chave: populismo, Laclau, feminismo, ontológico, ôntico; JEL: B54,J01, P16


La conocida frase expresada por Fredric Jameson de que es "más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo", repetida por Slavoj Žižek, Mark Fisher y Jorge Alemán, parece haber cobrado una actualidad inusitada ante el vertiginoso escenario de la pandemia.

Pero contrario a lo que muchas voces escépticas se empeñan en pronosticar, a saber, que la pandemia se ha convertido en el escenario propicio para poner fin a la democracia e inaugurar un poder autoritario bio-tecnológico sin precedentes, pienso que esta situación límite nos exige no ceder a las tentaciones fatalistas y orientar nuestros esfuerzos en construir esa imaginación alternativa que el capitalismo no cesa de obturar.

Esta decisión de ninguna manera trata de evadir la realidad, al contrario, apunta al corazón de lo existente, es decir, apunta a aquellos legados que nos pueden ayudar a imaginar algo así como una idea de futuro. Pero en este caso se trata de una vocación de futuro distanciada de los preceptos europeos de moda, cuya compulsión a la repetición de verse a sí mismos como el lugar de la vanguardia opaca lo que hay de inaudito en otras latitudes como puede ser la escena latinoamericana. Y por inaudito nos referimos a eso que la misma palabra guarda en su acervo etimológico: lo que ha quedado sin escuchar (in-auditus). De ahí que resulta curioso descubrir a voces como las de Jaques Rancière, Bifo Berardi o Toni Negri descartar, casi irreflexivamente, las experiencias de los populismos latinoamericanos al asociarlos con experiencias fallidas o resabios del pasado. Y más llamativo es descubrir a una buena parte de la intelectualidad latinoamericana reproducir de manera mecánica esos lugares comunes de cierto eurocentrismo en horas bajas. Como nos recuerda Mariátegui: "La experiencia realista no nos ha servido sino para demostrarnos que sólo podemos encontrar la realidad por los caminos de la fantasía". Y estos caminos de la fantasía no pueden desentenderse ni de los legados históricos que los hace posibles ni de los lugares de enunciación que nos abren a esa imaginación de futuro.

En esa dirección, nos parece interesante invertir la posición de los intelectuales europeos de moda, y detenernos a imaginar qué hay de inaudito en esos supuestos resabios del pasado, en esas capas de sedimentos históricos que delimitan un modo de hacer y pensar lo político desde América Latina. Y lo que resuena ante nosotros es la configuración de dos fuerzas históricas: el campo popular y el feminismo.

Sin embargo, pareciera que resulta difícil pensar el feminismo junto al campo popular y ante este escenario algunas feministas toman distancia del campo popular y buscan construir una fuerza política autónoma. Bajo la consigna de que el patriarcado lo permea todo terminan por alentar narrativas antagónicas al interior de los mismos sectores populares. Me parece que no se trata de establecer una falsa disyuntiva que nos obligue a elegir entre el feminismo y el campo popular sino, más bien, liberar a este campo de los resabios patriarcales y restituirlo a una lucha común capaz de articularse como movimiento colectivo.

El significante campo popular ha sido muy poderoso para articular las diferentes luchas contra la opresión, a la vez que conserva un acumulado histórico del cual el feminismo debería mostrarse solidario. Junto a la opresión de género existe la opresión de raza y de clase. ¿Por qué, entonces, resultaría más estratégico producir una escisión entre todas estas luchas contra la opresión? ¿No es demasiado grande el poder de la oligarquía mundial como para darnos el lujo de establecer grietas al interior del campo popular? El deseo de dinamitar las lógicas patriarcales no debe llevarnos a destruir los lazos de solidaridad entre las luchas de raza, de clase y de género que mujeres y hombres construyen día a día. Quizá ahí, en la articulación de todos estos legados, emerja una nueva oportunidad para reactivar nuestros sedimentos históricos irresueltos. Y para ello resulta imprescindible estudiar a fondo varios de los prejuicios con los que históricamente se ha pensado la matriz teórica desde la que se trabaja el campo popular, a saber: el populismo.

En esa dirección, es importante comenzar diciendo que el populismo es una expresión que se emplea desde diferentes registros discursivos, a saber: uno mediático y otro académico, aunque muchas veces parecen mezclarse entre sí. El uso mediático es empleado para meter en una misma bolsa todas las orientaciones políticas que no comulgan o que son críticos con el modelo de democracia liberal de mercado. Si bien es cierto que el uso mediático ubicó al populismo en el centro de la escena pública, haciendo coincidir figuras tan dispares como Trump en Estados Unidos o Evo Morales en Bolivia, también es verdad que ha generado una serie de confusiones alrededor de su uso hasta permear en el campo teórico y propiciar ciertos prejuicios y rechazos irreflexivos. En esa dirección, suele identificarse al populismo con una serie de contenido concretos, asociados con la figura de un líder carismático que estaría interesado en manipular a las masas con fines autoritarios. De manera que se identifica ese vínculo con una operación de poder que vendría a exacerbar de manera irracional la voluntad colectiva y a neutralizar las conquistas democráticas asociadas con la autonomía y libertad de cada individuo.

El registro académico, en cambio, busca desentrañar la racionalidad específica del populismo. Entre los trabajos más importantes al respecto encontramos los de Ernesto Laclau, quien tuvo la astucia de tomar un término tradicionalmente empleado para pensar el retraso en América Latina y convertirlo en una forma de pensamiento político. Lejos de considerar al populismo una falla de la democracia o un signo de retraso autoritario, se preguntó si acaso no era momento de dejar de compararnos con supuestos modelos de los que nosotros seríamos malas copias y empezar construir teóricamente la lógica misma del populismo. Esto supuso, por parte de Laclau, distanciarse de ciertas interpretaciones clásicas del populismo como la de Gino Germani o Torcuato Di Tella, interesados en determinar si el populismo debía ser evitado o corregido (Biglieri, Cadahia, 2021).

Si algo compartían la mayoría de los enfoques teóricos previos al de Laclu, era la necesidad de separar como dos ámbitos diferenciados a las pasiones colectivas de la racionalidad política, condenar a las primeras como un resabio del pasado o del retraso, expulsarlas de la matriz democrática y hacer coincidir a esta última con una racionalidad independizada de los afectos. Es decir, estudiaban al populismo con una serie de criterios y valoraciones externas con serias limitaciones para comprender determinadas lógicas producidas desde el Sur. Estos marcos partían del supuesto de que existía un patrón dominante de sociedad moderna, al cual aquellas sociedades calificadas de tradicionales o atrasadas debían aspirar y asimilar poco a poco. Se trataba, entonces, de una asimilación jerarquizada, puesto que se concebía la modernidad según el modelo construído desde el Norte Global como el único posible, a la vez que se aceptaba su supuesta superioridad económica, política y cultural.

Desde esta perspectiva, las sociedades modernas estaban identificadas con los Estados Unidos y Europa y eran caracterizadas como seculares, adaptables a los cambios rápidos, cosmopolitas, con una compleja división del trabajo y una clase trabajadora con una cultura política ligada a los partidos liberal-democráticos; mientras que las sociedades tradicionales estaban identificadas con los países de América Latina, Asia y África y eran descriptas como religiosas o incluso supersticiosas, conservadoras, cerradas, pasivas, económica y socialmente simples y carentes de una cultura cívica que posibilitara el desarrollo de una democracia-liberal. Seguir el trazo marcado por las sociedades del norte era el único camino válido y posible para alcanzar una verdadera modernidad.

Laclau, por tanto, no solo va a tomar distancia de todos estos prejuicios académicos, sino que, a su vez, ofrecerá un enfoque donde sea posible volver a pensar el vínculo entre la razón y la sensibilidad. Podríamos decir que la teoría populista será la oportunidad de volver a pensar el papel de los afectos en el campo de la política2, más allá de las estigmatizaciones clásicas del legado positivista o liberal-democrático de las ciencias sociales. Lo primero que se nos va a decir desde este enfoque es que el papel de los afectos es un problema ontológico inherentemente vinculado al problema de la nominación; es decir, al vínculo entre el nombre y la cosa. En La razón populista Laclau hará una interesante inversión, ya que en vez de considerar a la cosa como sustrato último del lenguaje, nos dirá, en su lugar, que en realidad el nombre es el fundamento de la cosa. Y lo hará desde dos ángulos diferentes. Por un lado, desde las operaciones significantes de todo acto de nombrar. Y, por otro, desde los afectos como la fuerza que hace posible esa primera operación. En lo que se refiere al primer ángulo, elaborará una distinción entre un abordaje descriptivista y otro antidescriptiva del lenguaje. Esta distinción entre dos formas diferentes de concebir el acto de nombrar le ayudará a expresar mejor el sentido de su posición. El descriptivismo parte de la existencia de una serie de contenidos descriptivos que determinarían el nombre de las cosas. Esos contenidos expresarían la naturaleza de la cosa nombrada, sus rasgos no contingentes. El antidescriptivismo, en cambio, asume que ningún nombre se encuentra atado a un contenido determinado. Más bien, cada nombre sería algo así como un acontecimiento no vinculado a un contenido concreto. Laclau se sentirá más cercano a las posiciones antidescriptivas y las encontrará afines a la propuesta de Saussure sobre la distancia irreductible que existe entre el significante y el significado en todo proceso de significación. Recordemos que el significante es una marca sensorial (huella) con dos propiedades: por un lado, no significa nada y, por otro, produce efectos de significado. El significante, por tanto, produce efectos sin que esté asociado a ninguno de manera necesaria. La atadura entre significante y significado es de naturaleza contingente y cambiante. Podríamos decir que si para los descriptivistas sí existe una correlación fija entre ambos, a cada significante le correspondería un conjunto determinado de significados (contenidos), para los antidescriptivistas, al igual que para Saussure, el significante se encuentra completamente emancipado del significado. Pero Laclau no solo apunta a la brecha que existe entre el significante y el significado, sino que, siguiendo a Copjec y Žižek, va a dar un paso más y va a asumir que el significante fija la identidad de la cosa en tanto que produce retroactivamente el objeto nombrado. Y aquí es donde entramos de lleno al plano ontológico, puesto que la cosa no es algo dado de antemano y a la espera de ser nombrada. Por el contrario, su unidad es producida por ese mismo acto de nombrar o proceso de significación.

El legado laclausiano se sitúa, así, en la época de la autonomía de la nominación, o carácter productivo del nombre, sin que esta operación quede subordinada a una descripción o designación. Las palabras, por tanto, no designan ni describen algo que las precede, sino que, al nombrar, producen la identidad de la cosa. De ahí, entonces, que el significante sea la operación privilegiada para Laclau y que sea a través de este como intente demostrar que el nombre es el fundamento de la cosa. Más aún, el significante, además de ser contingente, será vacío, en el sentido de que habrá un punto (point de capiton) dentro de todo proceso de significación que es constitutivamente irrepresentable; justamente porque es sustraído de la escena puede funcionar como condición de posibilidad de la significación. Es decir, "un vacío dentro de la significación". (Laclau, 2009: 136)

Ahora bien, la originalidad de la propuesta laclausiana consistirá en trasladar todos estos problemas del ámbito de la lingüística al terreno del pensamiento político. Una operación que ha resultado difícil de comprender desde disciplinas como las ciencias políticas o la sociología, puesto que categorías como pueblo o sociedad dejan de ser consideradas como un hecho para pasar a ser pensadas como un significante. La concepción performativa del lenguaje lo conducirá a Laclau a sostener cosas como "la sociedad no existe", cuyas consecuencias produjo toda una serie de malos entendidos alrededor de su apuesta ontológica de pensar al pueblo o a la sociedad por fuera del positivismo clásico de las ciencias sociales. Lo importante aquí es precisar que la lógica de articulación de lo político se encuentra profundamente atravesada por el problema del nombre, más precisamente, por el significante pueblo. Nos muestra que toda la disputa está en controlar ese significante porque lo que se busca es controlar el sistema simbólico que nos lleva a asociar un significante a una serie de significados. O dicho de otra manera: el conflicto está en saber qué queremos decir cuando nombramos al pueblo. Y es la identificación inmediata entre un significante y un significado lo que garantiza la estabilidad del orden o el nombre del pueblo. La lógica equivalencial se vuelve peligrosa porque hace explícita la brecha entre significante y significado. Y esta apertura, esta indeterminación ontológica de lo social, es una sabiduría que van materializando los de abajo. Los de abajo empiezan a saber que las cosas, el orden socio-simbólico, puede ser de otra manera. Se pone en evidencia la contingencia de esas ataduras y la posibilidad de configurar otro orden político. Es decir, la posibilidad de otro orden simbólico. Pero un significante, al estar emancipado de sus significados, siempre escapará a su control y a los esfuerzos por fijarle un significado acabado; va más allá de ellos y, al mismo tiempo, los organiza. Por eso el conflicto se vuelve inerradicable. Esto nos permite entender, entonces, que el significado o identidad del pueblo es el resultado contingente en la disputa por nombrar. Una disputa en la que los de abajo pujan por participar, ante la evidencia del histórico despojo al que han sido sometidos por los de arriba.

Algunos han criticado el enfoque ontológico del populismo al considerarlo una mera teoría del lenguaje, pero sería importante señalar acá que esta teoría va más allá de problema del lenguaje. Es una ontología que entra a disputar, por un lado, una comprensión sobre cómo se instituye el sentido en toda práctica humana y, por otro, sobre la naturaleza del ser. Hablar del pueblo, entonces, es pensar todos estos problemas ontológicos de la filosofía sin dejar de encarnarla en la cuestión política de la emancipación.

Lo que este enfoque ontológico nos va a decir es que la identidad del pueblo no es una realidad positiva, como estamos habituados a pensar. Va a sugerir, por el contrario, que el pueblo es el efecto retroactivo de la negatividad. Aquí, entonces, llegamos a una cuestión crucial porque si el nombre es lo que determina retrospectivamente la identidad del objeto, en este caso, el pueblo, y si esa identidad viene dada por ataduras contingentes y cambiantes entre significantes y significados, entonces, pues, faltaría saber qué posibilita estas ataduras o fijaciones. Es decir, qué es lo que permite asociar al significante pueblo una serie de significados y no otros.

Este interrogante abona el terreno para adentrarnos al segundo ángulo del que hablábamos más arriba, ya que serán los afectos esa fuerza que establece las asociaciones entre significantes y significados. Pero para poder comprender mejor la relación entre los afectos y los significantes, hace falta tener presente el legado psicoanalítico que el enfoque ontológico del populismo asume para pensar dicho vínculo. O dicho de otra manera: para que este efecto retroactivo del nombrar tenga lugar, es decir, para que sea posible configurar la unidad o identidad de un objeto, es necesario una "investidura radical". Las investiduras apuntan a las identificaciones o idealizaciones que llevamos a cabo en todo proceso de significación. Los procesos de identificación no dependen de nuestra voluntad, no es algo que podamos hacer de manera deliberada, sino que, por el contrario, depende del orden del inconsciente. (Biglieri, Cadahia, 2021) Más aún, es lo que hace posible un orden simbólico en el campo del deseo. Así, en todo proceso de identificación operan los afectos porque es a través de ellos que establecemos una atadura entre un significante y unos significados configurados retrospectivamente. Es por eso, entonces, que toda investidura pertenece al orden de los afectos.

De manera que en toda operación de nombrar y configurar la identidad de la cosa, ya sea en el plano de la política o de otro orden, el papel de los afectos le es inherente. Es decir, para que un significante sea posible es necesario la fuerza de los afectos, la cual establece las identificaciones que, siempre, serán dominadas por el inconsciente. Dicho de otra manera: son los afectos, mediante las investiduras libidinales, los que sujetan un significante a un conjunto de significados. Esta concepción de lo político, por tanto, cuestiona la raíz misma de las teorías consensuales, a saber: la creencia de que la razón y la sensibilidad (o los afectos) serían algo así como dos planos opuestos e independientes el uno del otro. Cortocircuita la creencia de que una política sana descansaría en algo así como, por un lado, la capacidad para neutralizar los elementos pasionales y, por otro, su orientación estrictamente racional. La teoría populista, en cambio, plantea que esa pretensión es una quimera, dado que toda dirección racional está constitutivamente contaminada de investiduras libidinales. Más aún, todo orden racional solo es posible gracias al papel que juegan los afectos en la institución/destitución de su estabilidad.

Esto nos ayuda a entender, entonces, por qué la sensibilidad se ha convertido en el nuevo campo de batalla de la política contemporánea. Y ahí está la paradoja de nuestra época: mientras que las teorías políticas han priorizado una comprensión racional de la política, sustrayendo a los afectos de la escena, el ámbito de la praxis -partidos políticos, medios de comunicación, redes sociales, etc., no han dejado de enfocar sus esfuerzos en construir estados de ánimo colectivos. Es decir, no han dejado de intervenir los afectos para fijar, en la medida de lo posible, un conjunto de significados a unos significantes. Por citar un ejemplo: el significante Venezuela ha sido empleado en lugares tan diferentes como Estados Unidos, España o Colombia cada vez que se ha buscado estigmatizar una fuerza política. Lo que nos permite entender todo esto, a fin de cuentas, es la dimensión conflictual de todo proceso de significación, puesto que siempre surgirá una demanda, una insatisfacción del orden de los afectos, que ponga en entredicho una determinada investidura libidinal o fijación entre un significante y un conjunto de significados. Por tanto, observamos que la articulación laclausiana entre la lingüística, el psicoanálisis y la política no tiene otra finalidad que deshacer los prejuicios asociados al papel de los afectos y volver a ponerlos en el centro de la escena del pensamiento político a través de una teoría que se ha dado en llamar, de manera deliberada, populista. Porque el populismo es ese lugar sintomático donde los afectos no han dejado de estar presentes, mostrando su fuerza transformadora. Pero también cabe insistir que si los afectos están presentes en el populismo es porque se trata de una escena colectiva que pone en juego el drama inherente a la institución del orden simbólico en el terreno de la política. Más aún, es la escena que nos muestra la vulnerabilidad, contingencia y posibilidad de dislocación de todo orden. Podríamos decir que la teoría política convencional rechaza al populismo porque este explicita su propia operación negada: hacer pensable la fragilidad a la que se expone todo orden simbólico en el terreno de lo político. Este riesgo, la posibilidad de un colapso y reconfiguración del orden simbólico propiciado por afectos plebeyos, es lo que se resisten a pensar otros enfoques de la política. Por eso cabe decir que estos enfoques han mostrado su límite epocal y las dificultades que experimentan para hacer pensable las batallas del orden de la sensibilidad que hoy están en pugna. Significantes más clásicos como el feminismo, el antirracismo y el anticlasismo, junto a nuevos significantes asociados a la crisis medio ambiental y el fin del patriarcado, no están exentos de esta disputa por sus significados. Más aún, son el material sensible desde el cual se está fraguando la nueva imaginación del futuro.


NOTA

2 Decimos "volver" porque nos parece que en autores como Hobbes, pasando por Spinoza o Hegel, el papel de las pasiones o los afectos ha tenido un lugar central en el campo del pensamiento político. Ha sido el legado positivista de las ciencias sociales, unido a la concepción liberal-democrática de la teoría política, lo que ha obturado la posibilidad de seguir pensando el rol de los afectos en la configuración de lo político.


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