APORTES A UNA TEORÍA DE LA ESTRUCTURACIÓN RESIDENCIAL URBANA
CONTRIBUTIONS TO A THEORY OF URBAN RESIDENTIAL STRUCTURING
Óscar A. Alfonso R.*
* Economista y profesor de la Universidad Externado de Colombia. Candidato a Doctor en Planeamiento Urbano y Regional del Instituto de Pesquisa y Planeamiento Urbano y Regional de la Universidad Federal de Río de Janeiro, Bogotá, Colombia, oscaruex@hotmail.com Agradezco los comentarios y sugerencias de Pedro Abramo, Rainer Randolph, Fernanda Furtado, César Velásquez, Roberto Angulo, de los participantes en el Seminario de Economía Urbana Avanzada de la Maestría en Economía de la Universidad Externado de Colombia y de los dos árbitros anónimos de la Revista de Economía Institucional. Fecha de recepción: 25 de septiembre de 2006, fecha de modificación: 14 de marzo de 2007, fecha de aceptación: 14 de agosto de 2007.
RESUMEN
[Palabras clave: economía urbana, estructuración residencial, bienes públicos, usos del suelo; JEL: R52, R53, R21]
La ciudad es un proyecto colectivo orientado a mejorar el bienestar general de la población. Los agentes que intervienen en la estructuración residencial tienen una inclinación a enriquecerse sin justa causa. Cuando no existen acciones colectivas que controlen y regulen esta inclinación, la ciudad se convierte en instrumento para distribuir en forma inequitativa la riqueza que emana de la urbanización. Este escrito propone un enfoque no convencional de la estructuración residencial como lugar de transferencia de riquezas, en el que las instituciones preceden a los mercados residenciales.
ABSTRACT
[Key words: urban economics, residential structuring, public goods, land uses; JEL: R52, R53, R21]
The city is a collective project that seeks to improve the general welfare of the population. Residential structuring agents have an inclination to get richer without reason. If collective actions that control and regulate this inclination are missing, the city becomes a powerful instrument to unequally distribute the wealth that emerges from urbanization. This article proposes a non-conventional approach to residential structuring as a place for wealth transference, an analytical option that emphasizes the principle that institutions precede residential markets.
Este artículo busca contribuir al desarrollo de una teoría institucional de la estructuración residencial en las metrópolis latinoamericanas basada en tres postulados: 1) la ciudad es un proyecto colectivo para mejorar el bienestar general de la población; 2) el suelo urbano es un bien compuesto por una porción edificable y otra no edificable, con atributos como la localización y la capacidad portante, y 3) el potencial de construcción del suelo urbano es un resultado exclusivo de la acción urbanística estatal. El primer postulado destaca la indivisibilidad en la producción y el consumo de los bienes públicos urbanos; el segundo, inspirado en la tradición lancasteriana, destaca algo evidente pero engañoso, que no hay cesiones gratuitas de suelo a la ciudad, en otras palabras, que la creencia en tal gratuidad resulta en un arreglo institucional inadecuado que encubre la distribución de cargas y beneficios del proceso de urbanización; el tercero establece los vínculos entre derecho urbanístico y economía urbana en que se funda la hipótesis de que el “descontrol” que promueven las versiones de la economía urbana aferradas al Código Napoleónico es incompatible con la noción liberal de la propiedad.
Este escrito fue motivado por la inconformidad con la corriente económica espacial que proclama la neutralidad de la estructuración residencial urbana frente a la distribución de la riqueza (cfr. Abramo, 2001, 211) y con la “mano invisible descontrolada” (Fujita et al., 2000, 31) como mecanismo para coordinar las elecciones descentralizadas de localización residencial y opción para configurar los mercados inmobiliarios residenciales según modalidades librecambistas y regulaciones urbanísticas de corte napoleónico, es decir, amparadas en el principio de la libertad de hacer y deshacer, de usar y abusar de los bienes urbanos sobre los que se ejerce dominio.
El estudio de las configuraciones urbanas contemporáneas, en especial de aquellas que, como las latinoamericanas, son objeto de un movimiento permanente de construcción y reconstrucción, tiene especificidades que se abordan en su dimensión histórico-social a partir de tres nociones: la del tiempo, ligada a una moneda que se crea y se destruye en dos subcircuitos urbanos; la de la acciones colectivas urbanas que preceden a la organización del mercado inmobiliario residencial, y la de una economía de anticipaciones que subordina las transacciones entre los agentes de la estructuración residencial urbana al “principio universal de la visión de futuro” (Commons, 2003, 199).
La primera parte examina el papel de los agentes que intervienen en la estructuración residencial y sus interacciones, y la segunda, el papel del tiempo en la formación del precio del suelo urbano. La tercera cuestiona la idea de que “quien controla el suelo controla la ciudad”, y explora las opciones para organizar los mercados del suelo, imbricadas con la responsabilidad de proveer bienes públicos urbanos, tema de la sección final.
LA INTERACCIÓN Y LAS TRANSACCIONES ENTRE LOS AGENTES DE LA ESTRUCTURACIÓN RESIDENCIAL URBANA
La estructuración residencial urbana es producto de la interacción entre agentes con motivaciones e intereses diversos que se deben coordinar para resolver pacíficamente las tensiones de la convivencia en un proyecto colectivo para incrementar el bienestar general. El enfoque más adecuado para entender esa interacción es el institucionalismo radical, que supone que los agentes que intervienen en la estructuración residencial urbana eligen poniendo en juego su voluntad y su capacidad de discernimiento –enfoque opuesto al de “actores” que se comportan como autómatas siguiendo el guión que les asigna algún modelo– y que la recurrencia de los intercambios implica que las transacciones se realizan en el marco de las reglas instituidas que las preceden: las reglas instituyen los mercados.
La intervención de los agentes de la estructuración residencial urbana ocurre en el tiempo y queda grabada en el espacio (Lefebvre, 2004, 44-45). En el tiempo histórico, la ciudad crece junto con la generación de riqueza (Simmel, 1976, 20), y su estructura espacial revela las desigualdades en la apropiación de esa riqueza, la compactación de ciertos lugares y la difusión desigual de las innovaciones inmobiliarias residenciales, proceso de estructuración al que Pedro Abramo alude con la metáfora de ciudad “com-fusa”. Cuando la destrucción creativa del capital inmobiliario arrasa activos residenciales en desuso y aun parte del stock habitable, la ciudad sólo se renueva parcialmente, así como se reescriben algunas páginas de un texto antiguo para disfrute de las nuevas generaciones: la ciudad palimpsesto. Pero la impronta de la acción de esos agentes, prácticamente inmutable dentro de lo cambiante, es la segmentación material y social a que someten a la ciudad: la ciudad segmentada.
La economía política que proponemos presupone una personalidad inmanente a los agentes que “consiste en todas las diferencias entre individuos en su poder de inducción y en su respuesta a los alicientes y las sanciones” (Commons, 2003, 199), premisa que enmarca nuestra reflexión en el institucionalismo radical, opción teórica que se justifica por la constatación cotidiana de que la voluntad de algún agente se impone a la de los demás, interacción que se intenta explicar a partir de la comprensión del presente histórico, en el que se traslapan las anticipaciones que hicieron esos agentes en el pasado y las que hacen sobre el futuro, justificación que despeja la ambigüedad de la noción de institución que adoptamos: “acción colectiva que controla, libera y amplía la acción individual”.
La acción colectiva es más que el control de la acción individual: es, por el mismo acto de control [...] una liberación de la acción individual de la coerción, la coacción, la discriminación o la competencia desleal de otros individuos (Commons, 2003, 195).
El postulado de que la producción del potencial constructivo es resultado de los esfuerzos colectivos inicia la reflexión con la presentación de un primer agente: el gobierno. “Los mercados por sí solos no pueden sustituir al gobierno” (Keating, 2003, 65-66). Dos razones explican esta insustituibilidad: la primera es que el diseño de nuevas instituciones y el fomento de la participación democrática son incompatibles con una visión del desarrollo aferrada a una visión residual de lo público, y la segunda, que la producción de los bienes públicos urbanos indispensables para tal desarrollo se concreta en el ámbito gubernamental, pues los montos globales que se han de invertir, su gran duración y el largo período de rotación del capital invertido en relación con el de otras actividades productivas son infranqueables para el capital privado individual. Estas son, a nuestro entender, las funciones básicas que el gobierno cumple para mantener la unidad y la coherencia de las sociedades en vías de “urbanización completa” (Lefebvre, 2004, 15). Y esa unidad y esa coherencia se logran alrededor del proyecto colectivo que denominamos ciudad, en la medida en que las diferencias individuales no se traduzcan en grandes desigualdades sociales. La primera función toma cuerpo en la regulación urbanística, y la segunda, en la producción de bienes públicos urbanos –como la accesibilidad y la habitabilidad– que, en conjunto, configuran la intervención urbanística gubernamental. Bien sea por acción u omisión, la intervención del gobierno da lugar a las reglas generales del funcionamiento del mercado residencial originario: el del suelo urbano.
El mercado de capitales, en general, pero especialmente el de América Latina, tiene limitaciones para atender la magnitud y las condiciones de rotación del capital requerido para producir los bienes públicos urbanos en las metrópolis, de modo que los gobiernos locales deben recurrir a la banca multilateral con garantías de la nación, la que a través del banco central desembolsa el crédito externo al gobierno (crea moneda) y recibe el servicio periódico de la deuda (destruye moneda) (cfr. Abramo, 1998), generando así el subcircuito urbano primario de la moneda. El crédito externo requerido para producir los bienes públicos urbanos opera como un flujo anticipado de la participación del gobierno en los incrementos de precios del suelo suscitados exclusivamente por su intervención urbanística que, de no reembolsarse, implica que la ciudad está subsidiando a los estructuradores urbanos y comprometiendo un flujo de ingresos fiscales necesarios para la política social.
Al decidir sobre la disposición espacial de los bienes públicos urbanos, el gobierno crea las condiciones de accesibilidad y habitabilidad de nuevos vecindarios, es decir, produce unos derechos de edificabilidad que le pertenecen. La cesión no onerosa de esos derechos a los productores de activos inmobiliarios residenciales es un poderoso mecanismo de transferencia de riquezas. Estos productores se denominan estructuradores urbanos. La nueva sociología urbana francesa avanz ó en la caracterización de estos agentes cuando formuló la teoría del “promotor inmobiliario” (Topalov, 1979, 110). La demostración de la inexistencia de una función de oferta de suelo urbano fue el núcleo sobre el que giró la crítica que, diez años después, la síntesis espacial neoclásica –soporte teórico del laissezferismo urbano– intentó responder con una estilización aún más drástica de la realidad que las que la precedieron: la del “terrateniente ausente” (Fujita, 1989, 54) cuyo papel es meramente el de un “secretario del mercado” que valida las ofertas de renta de los demandantes de suelo (Abramo, 2001, 76-87).
Pero el estructurador urbano es un agente cuyas propuestas van más allá de las del simple promotor, pues superan las de proponer un precio máximo del suelo urbano a la demanda solvente que se lo ha sugerido. Su papel es el de proponer una composición de los activos residenciales de la que derivará sus beneficios y que, de concretarse, modificará la estructura residencial prevaleciente. Para ello, ese estructurador incorpora en su propuesta la ganancia normal de la actividad constructora y la sobreganancia que resulta de proponer un nuevo vecindario anticipando las condiciones de accesibilidad y habitabilidad que propuso el gobierno.
Si sólo incorporara la ganancia normal, emplearía su capital en actividades productivas de rentabilidad menos incierta. Es la sobreganancia la que, concebida en un ambiente especulativo (Abramo, 1998, 81-88) sobre las transformaciones de la estructura residencial urbana, se gesta al calor de la anticipación como forma predilecta de gestión del miedo y de la duda que configuran la incertidumbre. Para obtener esa sobreganancia, el estructurador urbano debe anticipar las decisiones del gobierno en cuanto al contenido de su acción colectiva urbana, así como su propuesta de accesibilidad-habitabilidad y, si tiene éxito, se enriquecerá sin haber abordado aún la actividad constructiva: es la plusvalía urbana.
Pero el rol del estructurador urbano se clarifica definitivamente cuando realiza su propuesta de verticalización-densificación de la ciudad, de la que dependen las sobreganancias localizadas y la posibilidad de imponer un margen de ganancia a la demanda de los bienes residenciales que propone producir. Mas él también está en la ciudad para apreciar, procesar y concretar en una propuesta de composición de los bienes residenciales las intenciones de localización-vecindario de las familias. Es decir, nuestro agente es un estructurador urbano en cuanto su capacidad de anticipación le permite “configurar externalidades” (ibíd., 40). ¿De qué tipo son esas externalidades? Del tipo que demanden las familias interesadas en cierto vecindario (ibíd., 159) y, por tal razón, allí en donde el precio del suelo urbano es elevado no necesariamente se verticaliza la ciudad como si se establecieran barreras a la entrada de otras familias menos adineradas, abriéndose paso una de las representaciones más evidentes de la ciudad: la segmentación del espacio residencial.
El tiempo presente de las metrópolis es un interludio decisivo en el que es posible discernir las características futuras de las familias, en cuanto a su composición y a su diferenciación. Al análisis de la tendencia secular de reducción del número de hijos atribuible a un estadio cultural avanzado, hay que sumar un fenómeno de crucial importancia para nuestras sociedades: la creciente importancia de las familias nucleares y de los hogares monoparentales. En cuanto a la diferenciación, ésta es una condición para la afirmación de los miembros de la familia en el modo de vida urbano, hoy mediada por la flexibilización o la falta de contratos de trabajo estables de los perceptores de ingreso y por la irrupción de medios telemáticos de transporte y almacenamiento de información.
No obstante esas transformaciones, para los miembros de la familia la elección de localización de la residencia sigue siendo una decisión crucial. De un lado, la tendencia a que el sector de servicios se convierta en el principal oferente de puestos de trabajo, dadas la desaceleración del crecimiento del empleo industrial y la flexibilización del contrato de trabajo, lleva a que un número cada vez mayor de perceptores de ingreso vea incrementada su inestabilidad laboral, de manera que debe estar disponible para realizar otro tipo de tarea en cualquier lugar de la ciudad. Esa inestabilidad, que se expresa también en la irregularidad en la percepción del ingreso, es uno de los determinantes para no adquirir residencia propia en la localización y con el vecindario deseado. Si, además, consider amos que la competencia tiene una dimensión espacial y que ése es uno de las principales determinantes de la configuración de subcentros en las ciudades, la ciudad policéntrica resulta en una organización de la actividad económica que puede reportar más oportunidades sociales que una ciudad monocéntrica.
A medida que el número de miembros de la familia aumenta, los hábitos cotidianos de desplazamiento se complejizan hasta el punto de que la localización residencial es la decisión colectiva más importante en la historia de vida de las familias. Las que cuentan con un ingreso medio o bajo tienen en cuenta las posibilidades de socialización que permiten ciertas dotaciones del vecindario para realizar esa elección, pues les permiten alcanzar proximidades con los miembros de otras familias y, además, reducir el costo total de sus desplazamientos. Las familias con un nivel de ingreso superior pueden hacer gastos complementarios en transporte que les facilitan el acceso a lugares de aglomeración urbana distantes de su residencia, de modo que sus hábitos cotidianos de desplazamiento dependen enteramente de su disposición a pagar los medios particulares de transporte para acceder preferentemente a bienes club urbanos.
Por estas razones, las diferentes tradiciones del análisis espacial coinciden en que el precio del suelo urbano “que está dispuesto a pagar el consumidor depende enteramente de la localización” (Jaramillo, 2004, 4). Pero las familias ansían también un tipo de vecindario que les ofrezca una posibilidad razonable de establecer vínculos con otras familias de ingresos semejantes o superiores, mientras que las familias de ingresos superiores generalmente no consideran la posibilidad de residir en un vecindario de familias de ingresos más bajos. Conscientes de que de esa interacción pueden extraer beneficios monetarios que se conocen como economías relacionales, las familias anticipan las decisiones de localización-vecindario de otras más adineradas e intentan que sus intenciones no sean anticipadas por las de ingresos inferiores. De manera que la estructura residencial urbana se configura en un ambiente de anticipaciones cruzadas signadas por la búsqueda de externalidades de vecindad, del que emerge la “convención urbana” como mecanismo de coordinación de las elecciones simultáneas de localización residencial de las familias interesadas en esas externalidades de vecindad (Abramo, 1998, 39-45).
Si la externalidad de vecindad reporta lucros monetarios a las familias, éstas deben hacer algún esfuerzo para alcanzarlos y para procurar que se incrementen en forma paulatina. En principio, el gobierno propone que el área neta de suelo construible se acompañe de un nivel de cesiones obligatorias para la configuración no sólo del acervo público de suelo sino de su adecuación para la interacción de las diferentes familias: es el espacio público urbano. Es en ese espacio en el que la danza de los bienes simbólicos que consumen las personas permite un reconocimiento simple de la capacidad de pago de las familias, pero que puede ser allanado por “familias intrusas”, sin perder de vista que el espacio privado residencial es producido para la interacción simple de los miembros de la familia que, en cualquier caso, procurarán defender su intimidad de cualquier intento de intromisión de los vecinos.
Para que la cotidianidad y la regularidad de los encuentros de los miembros de las familias no sean tan superficiales como un vano encuentro en la calle, el acceso al bien club urbano debe ser discriminatorio. La producción de tales bienes no compete al gobierno pues sería una contraria al papel de promotor de la unidad y la coherencia de la sociedad. Pero el gobierno puede y debe actuar para regular las intenciones “legítimas” de esos grupos de familias de producir bienes complementarios a la residencia que segmenten la ciudad. Una de sus formas de acción es la producción de bienes urbanos que permitan la socialización de su acceso –las dotaciones del vecindario– y, la otra, su capacidad reguladora contenida en la acción colectiva urbana. Si el gobierno tiene éxito, habrá anticipado la producción de los bienes club y dado un paso importante en la eliminación de los comportamientos racistas. Por esta razón, las familias más adineradas se opondrán a la localización en su vecindario de dichos equipamientos y, de forma consecuente, propondrán cotidianamente alternativas de apropiación privada del espacio público urbano o de alguno de sus elementos constitutivos.
Gráfica 1
Interacción compleja y anticipaciones cruzadas entre los agentes de la estructuración residencial urbana
La gráfica 1 sintetiza la argumentación anterior y la que sigue. Cuando el tamaño de los emprendimientos excede a la acumulación previa de los estructuradores urbanos, así como cuando las familias sólo detentan una porción del precio de adquisición residencial, unos y otros recurren a los bancos hipotecarios en procura de financiamiento de mediano y largo plazo, respectivamente, creándose allí el poderoso subcircuito secundario monetario urbano que, en ciertos interludios, es apalancado por el banco central. Su lógica de operación es radicalmente diferente a la del subcircuito primario pues las familias soportan relaciones cuasimonopólicas con los bancos hipotecarios, mientras que el costo del crédito hipotecario para los estructuradores urbanos se fija, generalmente, por acuerdo de reciprocidad bancaria. El papel del banco central, durante los interludios aludidos, es el de estabilizar los desbalances temporales entre la oferta y la demanda de financiación a largo plazo, con lo que interviene en salvaguarda del margen de intermediación de los bancos hipotecarios.
Al otorgar el crédito al estructurador urbano, el banco hipotecario vigila que el vecindario sea demandado por familias que tengan unos ingresos cuyo monto y estabilidad les permita soportar la cuota periódica de amortización dentro del presupuesto familiar. Pero, en caso de que el presupuesto familiar se contraiga durante el prolongado horizonte de amortización del crédito hipotecario, el banco dispone de la hipoteca de la residencia como garantía real de pago de los saldos insolutos que adeudan las familias afectadas por la penuria económica, razón por la que los bancos tienen interés en que las convenciones urbanas sobre las que se construyen los vecindarios permanezcan estables en el tiempo para que los stocks inmobiliarios residenciales no se deprecien virtualmente. De manera que, siguiendo a Abramo, en la decisión de otorgar financiación residencial a largo plazo se encubre la validación de la elección por los bancos hipotecarios de la localización-vecindario que realizan las familias.
La heterogeneidad socioeconómica de las familias, la inestabilidad de las convenciones urbanas y las contracciones periódicas del presupuesto familiar exigen una política de financiación residencial a largo plazo, cuyo diseño corresponde a la autoridad monetaria y crediticia y cuya implementación recae en el banco central. Sin embargo, es bien conocido que la política crediticia está supeditada a los objetivos monetarios de la política económica y, por ende, la irrigación de liquidez a la economía o la contracción de la moneda circulante obedecen más a criterios discrecionales de los miembros de la autoridad monetaria, asidos a un pensamiento sobre la inflación y el margen de intermediación financiera, que a una política relacionada con los determinantes de los mercados residenciales urbanos. Esta divergencia explica los desajustes periódicos del sistema de financiación residencial a largo plazo, que se perciben en los balances de los bancos hipotecarios y en el patrimonio de las familias y, en conjunto, en leves pero persistentes mutaciones de la estructura residencial urbana.
De manera que en la estructuración residencial urbana entran en juego simultáneamente la credibilidad de la política monetaria, el margen de intermediación de la banca hipotecaria, la ganancia de los estructuradores urbanos y el fondo de acumulación de las familias, tensiones en las que, teniendo los instrumentos para mediar de forma decisiva, el gobierno de la ciudad opta por distanciarse cuando opera en un ambiente laissezferista. Estas tensiones se resuelven con la intervención de cuerpos colegiados de juristas a los que se denomina “tripartito”, cuya función es la de emitir decisiones de última instancia con las que, generalmente, muchos de nuestros actores quedan insatisfechos. Si los Estados modernos se caracterizan por haber consignado en su Constitución Política, institución de instituciones, los derechos fundamentales que promueven la unidad y coherencia de una sociedad diversa, a los cuerpos colegiados aludidos les compete entonces administrar justicia a su tenor, lo que exige a la sociedad un esfuerzo notable para erigir al grado de “magistrado” a los miembros de las élites jurídicas para que confluyan en el tripartito en espera de que sus decisiones socráticas sean tomadas por consenso.
Pero las decisiones del tripartito no están exentas de tensiones puesto que el principio de separación de poderes, también característico del Estado moderno, se levanta en la voz de quienes no se resignan a aceptar el contenido de sus decisiones que, en la tradición del Common Law, son inapelables pues no existe otro tribunal de mayor jerarquía al que recurrir, mientras que en el Civil Law el magistrado no está obligado a seguir el precedente jurisprudencial y, más aún, está facultado para revisarlo. Este principio, recordemos, fue enunciado con la intención de salvaguardar a las personas de alguna modalidad de Estado que opte por la tiranía y la opresión de sus asociados, de forma que la erradicación del despotismo es inherente a una separación de los poderes del Estado, en el parlamento, al que compete legislar o emitir leyes estatutarias, en el gobierno, cuya órbita de funciones se circunscribe a la ejecución, y en el poder judicial, compuesto por órganos colegiados de diferente jerarquía que se encargan de impartir justicia. En síntesis, en los Estados modernos quien juzga es un cuerpo colegiado diferente de quien ejecuta y de quienes legislan.
Hoy es frecuente escuchar que “la iniciativa legislativa le corresponde al ejecutivo”, que en una u otra materia tal magistrado “salvó su voto” o que la declaratoria de los estados de excepción genera ciertas potestades legislativas que le son transferidas temporalmente al poder ejecutivo. La cuestión es si estas conductas representan una desviación de los propósitos que perseguían los pensadores liberales que promovieron el principio de separación de poderes o son transitorias. Cuestión de innegable trascendencia pero de naturaleza radicalmente diferente a la que se suscita cuando el tripartito emite sentencias que buscan ajustar a derecho las decisiones que toman órganos cuasi legislativos por falta de una ley estatutaria o una interpretación errónea de las que están vigentes, y que atente contra los derechos fundamentales de alguno de los agentes.
A continuación se discute el fenómeno de la producción del suelo urbano y la formación del precio, en la medida en que es la precondición de la estructuración residencial urbana que está en juego, lo que abordaremos como preámbulo a la discusión de las reglas generales en las que reposa el funcionamiento del mercado del suelo.
TIEMPO Y PRECIO DE ANTICIPACIÓN DEL SUELO URBANO
Para incorporar el tiempo histórico en el análisis de las elecciones de los agentes que participan en la transferencia de riquezas de la estructuración residencial urbana y de sus interacciones propongo partir de sus cualidades fundamentales, las de ser acumulativo, reflexivo e irreversible, con el convencimiento de que sólo así podremos dar cuenta de la “más difícil y determinante de las percepciones del tiempo”: el presente (Aróstegui, 2004, 72). Si el presente es un precipitado del pasado ello se debe a que tomamos conciencia de los acontecimientos a través del estudio de la historia escrita o de la historia que vivimos, en la que atestiguamos la manera como el tiempo ha quedado grabado en el espacio. También está a nuestro alcance intuir que, para conseguir la actual estructura residencial urbana, los agentes emplearon su capacidad reflexiva en el pasado para imaginar cóm o sería el presente, así como hoy lo hacen para elegir los futuros posibles. Pero así como el “calor se mueve de los cuerpos más calientes a los más fríos” (Georgescu-Roegen, 1996, 189), el tiempo involucrado en tal elección es irreversible, no cabe la posibilidad de una concepción dual que involucre simultáneamente acontecimientos reversibles.
Las elecciones de los agentes de la estructuración residencial están mediadas por estas cualidades del tiempo debido a que tienen conciencia histórica de un pasado, muchas veces turbulento, de un presente desconocido en su mayor parte y de un futuro incierto, lo que implica que su comportamiento no ha estado escrito desde antes, como ahora y para siempre. Por ello, la noción del tiempo que asumimos, “la corriente de la conciencia” (ibíd., 187), lo reconoce dotado de una estructura en la que los acontecimientos pueden ocurrir en instantes o pueden estructurar de manera transitoria una coyuntura, o bien pueden tener una duración. La expectativa fundada en la irrepetibilidad de las oportunidades para realizar elecciones positivas, esto es, que redundan en captación de riquezas por algunos agentes de la estructuración residencial urbana, los lanza a una carrera irrefrenable de toma de decisiones del tipo “ahora o nunca” que se ejecutan en instantes, fortuitos o no, en los que ocurren acontecimientos decisivos que modifican el curso del mundo y que ponen a prueba la razonabilidad y la audacia de nuestros agentes, para realizar transacciones gananciosas o no, para adoptar medidas de política o, en fin, para tomar decisiones cruciales.
El instante es, en razón de la acuciosidad que entraña, el componente más odioso de la estructura del tiempo, en el que se pone de manifiesto que esas oportunidades no están al alcance de todos a causa de la desigual dotación relativa de capital y de economías relacionales. Pero el miedo y la duda afloran en coyunturas de “incertidumbre no probabilizable” (Abramo, 2001, 209), esto es, con la irrupción de fenómenos irreductibles al cálculo estocástico; pues así como las innovaciones inmobiliarias que introducen los estructuradores urbanos pueden originar una inflexión en la tendencia espacial de la configuración residencial urbana, una innovación institucional que modifica las reglas que le indican al agente lo que “puede, no puede, debe, no debe, está autorizado o no está autorizado a hacer” (Commons, 2003, 193) tiene el vigor requerido para perturbar las expectativas configuradas con base en el ciclo y la tendencia. Esta inflexión subvierte la monotonía de unos eventos que, encadenados mentalmente, nos afiliaron a un pasado perenne y, además, abre un nuevo abanico de futuros posibles en el que ya no es posible tomar en cuenta algunos de los precedentes.
Al considerar que ese tiempo está configurado por instantes, coyunturas y transcursos diferenciados, subrayamos el carácter dinámico de ciertos acontecimientos surgidos de la interacción de los agentes de la estructuración residencial urbana, de manera que el conocimiento acerca de la transferencia de riquezas inherente a la estructuración residencial urbana implica, inevitablemente, tener en cuenta la anticipación que los agentes realizan de los futuros posibles, comenzando por la del precio del suelo. La manera como hemos conducido la reflexión nos situó delante de una primera conclusión que moldea nuestra noción del bien suelo urbano: el suelo en su estado original es suelo rural, a diferencia del suelo que se califica como urbano desde el momento en que se incorpora al perímetro de la ciudad, para ser transformado de suelo cultivable en suelo accesible y habitable por cuenta, exclusivamente, de la producción de los bienes públicos urbanos, tiempo durante el que es sometido a la acción urbanística gubernamental para que pueda ser edificado.
Si los principales componentes de las cargas del urbanismo son el suelo público, las inversiones para producir bienes públicos –accesibilidad, habitabilidad y sociabilidad– y, en no pocas ocasiones, la remoción de capas superficiales de suelo para mejorar su edificabilidad, sería factible, en apariencia, formar con su costo el precio del suelo urbano. Pero el “precio formado” no es el precio de mercado, pues el precio del suelo urbano deviene de una transacción que, en lo fundamental, involucra las anticipaciones de los estructuradores urbanos acerca de las inclinaciones localizacionales y de vecindario de las familias y de las propuestas de crecimiento físico de la ciudad que realiza el gobierno, y que les permiten apropiarse de un considerable monto de su riqueza. De manera que la trayectoria temporal del precio formado difiere sustancialmente de la del precio anticipado, y esta última es la que está expuesta a las inflexiones suscitadas en instantes de tiempo o en coyunturas no probabilizables en las que se aceleran tales anticipaciones. Entonces es pertinente una breve reflexión sobre la naturaleza del suelo urbano y lo que está en juego en la formación de su precio de mercado.
Las características esenciales del suelo en su estado natural son la localización y la fertilidad. Adquiere carácter urbano cuando, por decisión del gobierno, se incorpora al perímetro de la ciudad y se le da un uso diferente al anterior –agrícola– para intervenirlo y sustituir algunas de sus características por otras que lo hagan accesible y habitable; en últimas, para que ese nuevo bien, el suelo urbano, aloje bienes que sirvan de residencia a las familias. Dicho así, es claro que en el instante en que el gobierno refrenda la decisión de incorporarlo al perímetro se compromete a hacerlo edificable, lo que implica realizar un conjunto de esfuerzos colectivos (cargas urbanísticas) que forman parte de la intervención urbanística gubernamental. Esos esfuerzos colectivos son los únicos que pueden transformar el suelo original en suelo urbano pues las posibilidades del capital individual para producir accesibilidad y habitabilidad son virtualmente nulas.
El propietario del suelo urbano sólo posee el dominio de un segmento del terreno sobre el que se levanta el espacio residencial. Antes de incorporarlo al perímetro de la ciudad, ese dominio hacía posible obtener ciertas riquezas cuando el trabajo incorporado permitía explotarlo productivamente, siendo su expresión más común la renta del suelo agrícola que, por lo demás, es el único derecho de propiedad que detenta el dueño del terreno como dominio que heredó de las condiciones previas a la incorporación al perímetro urbano pues, como se ha insistido, las condiciones que lo hacen edificable son producidas totalmente por los esfuerzos colectivos involucrados en la producción de accesibilidad y habitabilidad. Aun en las modalidades de regulación urbanística inspiradas en el Código Napoleónico, que derivan en una noción de libertad individual que se concreta en el derecho de usar y abusar del suelo, el propietario sólo puede ejercer ese derecho sobre su dominio pues el potencial constructivo del suelo es resultado de la acción urbanística del gobierno; éste, en nombre de la sociedad, puede y debe exigir que el derecho de construir que le pertenece se separe del dominio del dueño de la tierra, ya que cuando se confunden se degrada la noción de propiedad.
La acción planeada del gobierno para distribuir los esfuerzos colectivos en el espacio urbano y propiciar una distribución justa y equitativa de las cargas y beneficios del proceso de urbanización debe entonces incorporar la enajenación onerosa del derecho de construir a los agentes que estén interesados. Tal traspaso es una operación de mercado, una cesión de derechos de construcción que exige una contraprestación monetaria, que cuando no se realiza degrada la noción de propiedad pues facilita la apropiación de los esfuerzos colectivos por agentes ajenos a su producción.
La geografía física también influye en el potencial de construcción del suelo y es la fuente primigenia de la segmentación de la ciudad. Diversos investigadores han examinado esa influencia desde un enfoque ricardiano de la renta del suelo. En un medio urbano con notorias fracturas geográficas, diferentes relieves y capacidades portantes, los esfuerzos colectivos son más exigentes que en geografías isomórficas planas. Por ello, las mayores densidades de ocupación se encuentran en zonas planas y terrenos con alta capacidad de carga. Pero las zonas pendientes de nuestras ciudades han cobrado paulatinamente mayor valor por la escasez física y económica de suelo en zonas planas y por el interés de confinamiento de algunas familias. No deben existir desigualdades apreciables en los placeres contemplativos que el paisaje brinda a las familias que habitan en residencias situadas en las cotas más elevadas de la ciudad, pero sí en las condiciones de accesibilidad y habitabilidad. Puesto que hay mayor propensión a ocupar el suelo urbano localizado en zonas planas, las familias de menores ingresos son forzadas a residir en las zonas periféricas. Esto tiene una implicación relevante para la estructuración urbana residencial, pues los costos complementarios de accesibilidad son mayores para estas familias. Por su parte, las más adineradas tienen medios de locomoción más versátiles que les permiten superar las dificultades de acceso a un terreno pendiente y, con ello, habitar un vecindario confinado a familias de ingresos similares.
Aunque la geografía física de la ciudad es la fuente primigenia de su segmentación, no es la única ni la más relevante. En contraste con zonas de ladera de fácil acceso, algunas zonas planas tienen dificultades de acceso debido a su hiperdensificación. Aquí nos alejamos de las hipótesis de la congestión urbana como resultado de la proliferación del vehículo particular. En cambio, las desigualdades en las condiciones de habitabilidad de las diferentes zonas de la ciudad son un rasgo inequívoco del tipo de actuación con el que el capital inmobiliario deja su impronta en el espacio urbano. En relación con el suelo urbano, ese capital no tiene otro interés que desarrollarlo hasta donde la acumulación previa y la astucia del estructurador urbano lo permitan. En ausencia de una acción colectiva urbana que separe el dominio del derecho de construir, la astucia del estructurador urbano se traducirá en la contracción de las cantidades de suelo requeridas para la producción de bienes públicos urbanos o en el encarecimiento de los bienes inmobiliarios localizados en zonas con mayores cesiones de suelo a la ciudad.
Hemos ordenado la reflexión de esta manera para destacar una característica del suelo urbano esencial para entender el proceso de estructuración residencial urbana y la formación de su precio: la de ser un bien compuesto por una porción edificable y otra que no lo es, porciones que son indivisibles. Si la condición para la hiperdensificación es la contracción del suelo necesario para la producción pública de ciertas condiciones de habitabilidad, su efecto macrosocial es la falta de espacios suficientes para que en la ciudad surjan rutinas cotidianas de interacción compleja, de modo que el ciudadano tendrá cada vez más las características de un individuo conservador relegado a prácticas de interacción simple con quienes habitan en su residencia. En el plano macroeconómico, la existencia del suelo no edificable significa que su valor se refleja en un mayor precio del suelo edificable, pues las cesiones no onerosas o gratuitas de suelo a la ciudad son sólo una falacia creada alrededor de las inclinaciones filantrópicas de un “altruista ausente”.
Pero los precios del suelo urbano requieren tiempo para realizarse. Keynes advirtió que los procesos de anticipación son un aspecto central de la dinámica económica al que no se presta la debida atención, una actividad que realizan agentes especializados a los que denominamos estructuradores urbanos, y que esos procesos no obedecen a un cálculo predictivo sino a la anticipación de los cambios en las convenciones con antelación al inversionista promedio, de los que se deriva un rendimiento superior al rendimiento medio. El estructurador urbano que tiene conciencia del tiempo se enfrenta a instantes decisivos en los que debe elegir, reaccionar a coyunturas imprevistas y emplear su capital para acelerar o retrasar el curso de los acontecimientos. En esa estructura del tiempo sus esfuerzos, improductivos en el presente pero decisivos para la producción inmobiliaria residencial en el futuro, se dedican a anticipar la acción urbanística del gobierno y las elecciones de las familias, estas últimas mediadas por el lugar que ocupan en la jerarquía de la distribución del ingreso urbano e interesadas en lucrarse del binomio localización-vecindario. Por esos “esfuerzos improductivos” reclama como premio un incremento de los precios del suelo urbano.
La gráfica 2 representa la formación del precio urbano en un tiempo estructurado en instantes, coyunturas y duraciones, durante el cual el suelo adquiere carácter urbano y el estructurador intenta prever el precio máximo (Pf) al que el mercado lo tasará en el futuro. Ese precio se correlaciona positivamente con el potencial constructivo creado por la acción urbanística del gobierno, una de cuyas tareas es la provisión universal de bienes públicos urbanos; por ello el capital público dedicado a esa tarea debe circular de la manera como los teóricos del circuito pensaron la economía monetaria de la producción (Abramo, 1998, 155-162): los esfuerzos globales incrementados se deben reincorporar al comienzo del circuito urbano de la moneda una vez se hayan incorporado como un mayor valor en la producción de bienes inmobiliarios residenciales.
Gráfica 2
Trayectoria temporal del precio anticipado del suelo urbano y algunas inflexiones posibles
El tiempo involucrado en la formación de los precios urbanos es irreversible y, por ello, la previsión del estructurador urbano sobre las bases convencionales que resuelven la interacción compleja de nuestros agentes es de carácter totalmente especular. Un instante decisivo en la formación del precio del suelo urbano es aquel en el que se configura un perímetro urbano por la acción urbanística del gobierno y, como resultado, se incorpora suelo agrícola a un medio que lo requiere para usos más rentables, instante en el cual los precios del suelo recién incorporado se modifican: como suele ocurrir, Pa es menor que Pc debido a la previsión de que el rendimiento periódico del suelo agrícola será suplantado por el uso residencial urbano que lo mantendrá cautivo por un lapso considerable, y a la previsión sobre el tipo de vecindario propuesto por la acción urbanística del gobierno.
Es posible que Pc sea menor que Pa, como ocurre con el suelo dedicado a cultivos agroindustriales que producen alto rendimiento anual, que se erige en barrera para ubicar ciertos vecindarios o, en términos de la nueva sociología urbana francesa, existen campesinos a quienes el incentivo monetario Pc – Pa no los cautiva como para rendirse a la “seducción” del mercado laboral urbano. Pero el caso que nos ocupa es más general, el del estructurador urbano cuyo éxito es narrado como el del “prohombre” que acumuló fortuna sólo por mantener intacto un señorío sobre unos terrenos, quizá incultos hasta que el gobierno optó por urbanizarlos.
Puede suceder que este agente no posea dominio sobre algún terreno, como ocurre en ciertas ciudades latinoamericanas en las que se han introducido nuevas modalidades de regulación de la acción colectiva urbana que separan el dominio sobre el suelo y el derecho de construir. Cuando este último es restituido a su propietario original –la ciudad–, el estructurador urbano deja de tener el aliciente fundamental para mantener un acervo de terrenos en su patrimonio. Pero ello no es óbice para su tarea, pues la sobreganancia que deriva de su función estructuradora se emplea como incentivo para que el dueño del terreno lo vincule a la producción inmobiliaria residencial. Ese terreno recién incorporado adquiere un precio mayor que, sin embargo, no modifica sustancialmente el potencial constructivo que lo precedió, y que denotamos con un índice de constructibilidad IC1, pues hasta ese instante no ha habido una acción urbanística gubernamental que modifique sus características originales; en otros términos, ese es el dominio que corresponde legítimamente al propietario del terreno.
Ese instante opera como llave del cofre en que se esconden las intenciones de los demás agentes de la estructuración residencial urbana. El estructurador urbano prevé que el mercado pagará por el suelo –en sus nuevas condiciones urbanas– un precio Pd, pues el potencial construible se incrementó a IC2, pero para ello tendrá que tornar públicas ciertas cantidades de suelo. La previsión del estructurador urbano concluye con un cálculo bastante simple acerca del instante en que la acción colectiva urbana determine el uso residencial mediante la zonificación y las cesiones obligatorias del suelo incorporado, indispensables para la producción pública de las condiciones de accesibilidad y habitabilidad.
Como hemos advertido, el propietario del dominio sobre el suelo no es un filántropo reconocido por sus acciones altruistas y, por ello, computa esas cesiones en el ingreso total que le produciría un precio Pd, para que refleje el valor de los terrenos cedidos en el precio del suelo edificable Pe. Las cesiones de suelo a la ciudad, así como las afectaciones del suelo para producir la accesibilidad, se convierten en una carga urbanística para la ciudad y no para él, como enmascara el “mito de la gratuidad” que normalmente acompaña al discurso ingenuo del sentido común que se dice ilustrado. Su astucia se concreta en ese sencillo cálculo para situar el precio del suelo en Pe, una poderosa señal para la estructuración urbana residencial pues, al estar correlacionado positivamente con la cantidad de suelo público, incide en el incremento del potencial construible a IC3.
T2 es el tiempo de ejecución de la urbanización propiamente dicho y su duración depende de la envergadura de la intervención que planeó el gobierno para producir accesibilidad y habitabilidad. Es justo al inicio de T2 que es posible inferir alguna jerarquía en la distribución de las familias en el espacio residencial urbano como resultado de la calidad y la proximidad temporal del cumplimiento de la promesa urbanística del gobierno, desde las que pueden movilizar grandes cantidades de dinero para acceder al suelo accesible-habitable hasta las que sólo pueden adquirir el dominio de un terreno amparado con una promesa de desmarginalización o de urbanización social. Dada la proximidad o lejanía del cumplimiento de la promesa del gobierno, el estructurador urbano cuenta con un lapso para que la demanda revele las intenciones de localización-vecindario y, con su ayuda, intenta anticipar la disposición de esas familias a pagar por la localización-vecindario a través de su propuesta inmobiliaria.
El estructurador urbano que opera en el mercado de las familias con mayor disposición a pagar que el promedio asume, por regla general, las características del empresario schumpeteriano que compite en el mercado inmobiliario diferenciando los bienes residenciales (Abramo, 1998, 205-224), construidos a partir de cierto tipo de innovaciones en las que las familias más adineradas intuyen que pueden recrear sus inclinaciones segregacionistas, esto es, que pueden derivar beneficios monetarios de su concentración en algún vecindario generando, por tanto, barreras físicas y económicas que mantengan alejados a los intrusos potenciales. Por tanto, esas innovaciones-diferenciaciones de los activos residenciales son funcionales a la captación de beneficios monetarios de las externalidades de vecindad derivadas de ese tipo de comportamiento, y su éxito se concreta en la imposición de un precio del suelo urbano situado entre Pe y el precio máximo de mercado Pf, intervalo correlativo a un potencial constructivo como IC4. Cuando ese potencial constructivo se aprovecha integralmente, se transfiere riqueza colectiva a los agentes privados de la estructuración residencial urbana.
También puede suceder que el comportamiento racista de esas familias las lleve a prever que una mayor densidad de construcción, como la que se derivaría del grado de verticalización IC4, es una invitación a la llegada de familias intrusas en el futuro, y el precio máximo puede ser compatible con una densidad-verticalización inferior, es decir, con una menor cantidad de activos residenciales de silueta más horizontal construidos en zonas de alta accesibilidad-habitabilidad. En esta última situación, la ciudad afronta un enorme costo colectivo por la ineficiencia de los mecanismos de coordinación del mercado del suelo, al no tener en cuenta los comportamientos racistas de las familias más adineradas que le permitieron al estructurador urbano conducirla a una anticipación errada. Pero si ese comportamiento racista, en términos de Rose-Ackerman, es inherente a las familias más adineradas, el resto de familias no tiene que ser indiferente a sus intenciones de localización y a la configuración de un vecindario homogéneo y exclusivo. También desean extraer algún beneficio monetario de esa aglomeración y están dispuestas a pagar por ello y, por esa razón, las previsiones sobre las modificaciones de la distribución personal del ingreso urbano juegan un papel determinante en la estructuración residencial urbana: un deterioro del coeficiente de Gini es compatible con propuestas segregacionistas, mientras que una mejora de la distribución puede alentar a las familias intrusas a modificar sus expectativas sobre su futuro residencial.
OPCIONES PARA CONFIGURAR LOS MERCADOS INMOBILIARIOS RESIDENCIALES
Durante muchos años, más de los que quisiéramos, ha hecho carrera la idea de que “quien controla el suelo controla la ciudad”. Esa idea ha tomado cuerpo en los discursos sobre el ejercicio del poder que reporta la propiedad del suelo, del cual provienen las principales desigualdades urbanas. Uno de sus primeros enunciados fue el del fundador de la nueva sociología francesa, Topalov (1979, 179), quien vio en las formas feudales de tenencia del suelo la principal barrera que debían superar los agentes que participan en la producción capitalista del espacio construible. Esta idea es retomada en diferentes discursos que, como en el caso de México, dominan la discusión sobre la propiedad de los terrenos ejidales (Iracheta, 2005). Según nuestra noción del suelo urbano como bien público, esa idea enf renta dos dificultades. Por un lado, intenta explicar el funcionamiento de un mercado monopolista que no reviste sus características fundamentales y, por otro, no incorpora dos requisitos ineludibles para la producción del espacio edificable: la regulación urbanística y las dotaciones de bienes públicos urbanos.
Así como otros mercados, en el del suelo urbano hay un encuentro recurrente de oferentes y demandantes que, de alguna manera, quedan satisfechos con las transacciones que realizan, pues de lo contrario no volverían a concurrir. La satisfacción de esos agentes surge de su convicción de haber realizado alguna expectativa mediante esa transacción que, a su vez, está sujeta a reglas de funcionamiento cuyo incumplimiento implica una sanción, las cuales configuran una modalidad de regulación urbanística. Pero es frecuente que la sociedad convenga en que algunos agentes interactúen con reglas establecidas al margen de la regulación, que configuran los mercados informales. La sujeción de los agentes a uno u otro tipo de reglas se equipara en algunos discursos a la legalidad o la ilegalidad de las prácticas que emplean para transferir riquezas, lo que deja de lado una discusión que, a nuestro parecer, es más trascendente: la de la legitimidad o la ilegitimidad social de algunos agentes y, por tanto, de sus ganancias. El propietario del suelo, el terrateniente urbano, es un agente pasivo en la producción inmobiliaria pues no aporta ningún esfuerzo productivo y, en cambio, reclama una porción del valor creado por la sociedad a través del precio. Esa característica distintiva del terrateniente urbano, comportarse pasivamente ante la producción y limitarse a comprar tierra barata para luego venderla a precios más elevados, puede estar revestida de una legalidad que luce baladí frente a su infranqueable ilegitimidad social (Jaramillo, 2004).
Veamos entonces de qué manera la intervención urbanística gubernamental da origen a cuatro formas de funcionamiento del mercado originario de la estructuración residencial urbana: el mercado del suelo urbano. De la imbricación de alguna modalidad de regulación urbanística –acción colectiva urbana o Código Napoleónico– con la responsabilidad –pública o privada– en la producción de accesibilidad y habitabilidad sobrevienen las cuatro opciones o tipos de mercado que se presentan en el cuadro 1.
Del carácter activo o reactivo de la regulación urbanística se derivan varias implicaciones. En el plano social, se pone en juego el devenir del modo de vida urbano; en el económico, la equidad y el crecimiento urbanos y, en el político, la igualdad de oportunidades y la legitimidad de los agentes que intervienen en la reproducción de los sistemas. La acción colectiva urbana se introduce entonces como par dialéctico del Código Napoleónico para diferenciar el análisis basado en los enfoques que defienden enconadamente la supuesta “libertad de los actores” del mercado de la estructuración residencial urbana, o la acción de una “mano invisible descontrolada” (Fujita et al., 2000, 31) del análisis de los enfoques que consideran que las transacciones en un mercado sin reglas son inconcebibles (Commons, 2003, 195-196). De este último análisis surge el institucionalismo radical como opción teórica para estudiar la manera de liberar a la persona y sus bienes de la amenaza derivada del descontrol de los deseos humanos, que pone en peligro la supervivencia colectiva, el bienestar general y la unidad y la coherencia de la sociedad, previniendo a la ciudad de la usurpación de lo que le es más caro, sus esfuerzos colectivos, por formas modernas de pillaje que el derecho identifica como “enriquecimiento sin justa causa” de los particulares.
Cuadro 1
Opciones para organizar el mercado del suelo urbano
Entre las modalidades de regulación urbanística se distinguen las que otorgan incentivos para el enriquecimiento sin justa causa de los estructuradores urbanos, y las que proponen una ciudad más virtuosa basada en el reparto equitativo de las cargas y beneficios del proceso de urbanización. Dentro del primer tipo se encuentran las que, inspiradas en una deformación del Código Napoleónico, introducen la noción de derechos de propiedad del dueño de la tierra, en el mal entendido de que el dominio y el derecho de construir le pertenecen y que está en “libertad” de hacer y deshacer con el suelo urbano lo que tenga a bien, o sea, usar y abusar del bien como su voluntad lo indique; el laissezferismo urbano pertenece a esta modalidad. La acción colectiva urbana es la otra modalidad de regulación urbanística a partir de la noción de institución que propone Commons, que lo distingue del neoinstitucionalismo –aun en su versión funcionalista emergente (Chang, 2006)–, para las que la noción de institución es polisémica, por no decir ambigua (Nelson y Sampat, 2001, 18):
Si nos empeñamos en encontrar una circunstancia universal, común a todo el comportamiento conocido como institucional, podemos definir a una institución como acción colectiva que controla, libera y amplía la acción individual […] La acción colectiva abarca toda aquella gama que va de la costumbre no organizada a los diversos intereses en marcha como la familia, la corporación, la asociación comercial, el sindicato, el sistema de la reserva, el Estado. El principio común a todos ellos es el mayor o menor control, liberación y ampliación de la acción individual mediante la acción colectiva (Commons, 2003, 191-192).
Para la economía urbana es cada vez más difícil omitir esta dimensión crucial del desempeño económico y social de las ciudades. Aun los economistas más ortodoxos, a los que cabe llamar aceleracionistas, que consideran que el laissezferismo es el mejor camino para mejorar el desempeño económico, reconocen que la “demanda de instituciones” sobrevendrá ex post, aunque diferentes estudios hayan revelado los desaciertos de esta inclinación ideológica (Godoy y Stiglitz, 2004). Otros, a quienes se denomina gradualistas, confieren a la anticipación de las normas y las reglas el vigor para reconducir el desempeño económico por un sendero menos incierto. En términos de la discusión propuesta, no es posible entender las interacciones de los agentes de la estructuración residencial urbana sin la noción de institución o de reglas de funcionamiento discernibles en la acción colectiva urbana pero, como se verá, el vigor y la astucia de la acción individual han permitido diferir tal modalidad de regulación hasta neutralizar la eficacia de gran parte de sus sanciones.
Las ciudades de alto crecimiento urbano cuya regulación urbanística se inspira en la deformación del Código Napoleónico han sido tiranizadas por la astucia de los profesionales de la anticipación, que se manifiesta en las riquezas sin justa causa que perciben por sus transacciones con el suelo urbano. Cuando se alude a la astucia de estos profesionales no se pretende menoscabar sus valores, su capacidad para influir en los demás para que actúen, eludan o se abstengan (Commons, 2003, 199), modalidad institucional de propiedad privada que repudió J. S. Mill, para quien era un medio para ceder a los profesionales de la anticipación los frutos del trabajo y la abstinencia de los demás, rasgo indisoluble del laissezferismo impuro. De modo que el fin de su par dialéctico, el planeamiento urbano, es restaurar el control de la ciudad para sus habitantes y garantizar la igualdad de oportunidades de accesibilidad y habitabilidad a todos los ciudadanos, y su crecimiento persistente.
BIENES PÚBLICOS URBANOS Y ESTRUCTURACIÓN RESIDENCIAL
Junto a la acción colectiva urbana, es decir, a las instituciones urbanas, la producción de bienes públicos urbanos configura la intervención urbanística gubernamental. Si bien su manifestación material –la forma– es la parte conclusiva de la taxonomía que aparece en la gráfica 3, esta inclinación teórica presta mayor atención a su función en la estructuración residencial urbana, pues a partir de ella diferenciamos las modalidades de los bienes públicos urbanos, la incidencia de sus manifestaciones materiales y el ordenamiento jerárquico en materia de apreciación social, que permiten entender cómo actúa el capital inmobiliario ante las decisiones públicas en materia de producción (escala) y disposición espacial (localización). Siendo la tarea fundamental del estructurador urbano la de complementar la estructuración residencial urbana mediante la producción de edificaciones privadas, para el caso residenciales, y dada su dependencia de la producción de bienes públicos urbanos, es inherente a su actividad la competencia por anticipar mejor que los demás participantes en el mercado la intervención urbanística gubernamental del gobierno en materia de producción y disposición espacial de los bienes públicos urbanos, pues de ella deriva sus ganancias extraordinarias.
Puesto que la producción de bienes públicos urbanos enfrenta “el problema de la coordinación de las decisiones descentralizadas de localización” (Abramo, 1998, 189), el gobierno debe proponer un orden residencial futuro que sea compartido por los estructuradores urbanos y las familias. En la medida en que estos bienes tienen gran valor individual y su vida útil es muy prolongada en relación con otros bienes, la decisión de producirlos, que se concreta cuando quedan inmovilizados en el suelo urbano, es crucial por su irreversibilidad al no tener un uso alternativo más rentable.
De acuerdo con el enfoque de la economía monetaria de la producción, el gobierno de la ciudad sólo puede realizar las erogaciones requeridas si recurre a un banco que, por su parte, debe validar las anticipaciones sobre el futuro orden residencial urbano que garantizan el pago del crédito. Es decir, el crédito público es una anticipación de la participación de la ciudad en los mayores precios del suelo que producirá su acción colectiva y de los impuestos a la propiedad atribuibles a la producción de accesibilidad y habitabilidad. De manera que un desbalance en el pago del servicio de la deuda que comprometa el presupuesto público para otras necesidades sociales sólo se puede originar en el derrame de plusvalías urbanas hacia los propietarios del suelo o en la exacerbación del interés del capital financiero por participar en los incrementos del precio del suelo urbano. Cuando esto ocurre, la ciudad laissezferista distribuye “cargas y beneficios de manera arbitraria” (Smolka, 2003) y se convierte en un poderoso instrumento de inequidad.
Nuestro punto de partida es que la ciudad debe ser accesible para todos los ciudadanos y que los gobiernos locales deben garantizar su disposición universal. Pero el acceso a todos los lugares de la ciudad no garantiza espontáneamente su habitabilidad. Para ello, la humanidad ha satisfecho y creado nuevas necesidades con ayuda de la innovación tecnológica: mientras que el agua potable no tiene sustitutos cercanos ni lejanos y es indispensable para preservar la vida humana, la energía eléctrica empezó a ser en el momento en que fue inventada. A su vez, el devenir del modo de vida urbano tiene como condición la interacción pacífica, activa o pasiva, de los habitantes de la ciudad en el espacio público urbano y el acceso a otro tipo de bienes que lo distinguen del modo de vida rural: las dotaciones del vecindario que simbolizan la superioridad cultural de sus moradores.
Gráfica 3
Los bienes públicos urbanos como elementos constitutivos de la estructura residencial urbana
Como se aprecia en la taxonomía de la gráfica 3, los bienes públicos urbanos que estructuran el espacio residencial urbano son, primero, la producción de accesibilidad y habitabilidad y, segundo, las dotaciones del vecindario que promueven la sociabilidad, cuya incidencia sobre los diferentes lugares en que se disponen es discernible mediante el balance de externalidades. Nótese que estas funciones de los bienes públicos urbanos anteceden a las formas y su incidencia, que puede ser general o restringirse a ciertas zonas de la ciudad, depende de la escala y de la localización y proximidad geográfica de tales bienes en el espacio urbano. Tal incidencia sólo es discernible mediante un balance de externalidades que, si es positivo, facilita el acceso, promueve la densificación y dota de equipamientos a algunos lugares y, si es negativo, requiere recursos públicos adicionales para mitigar su impacto. La disposición universal de bienes públicos urbanos en la ciudad es condición inalienable para la institución de la ciudadanía y, por ello, la sociedad encarga al gobierno su producción, su disposición espacial y su custodia, para ampararlos de cualquier tentativa de apropiación privada. Aunque la disposición universal es inmanente a la noción de bien público, es esencial para esta argumentación reconocer que la apreciación de los bienes públicos urbanos por la ciudadanía que los instituyó puede cambiar en el curso del tiempo histórico.
LA ACCESIBILIDAD
El principal determinante del potencial de desarrollo del suelo urbano y de su valor es la accesibilidad. La noción de accesibilidad, que se eleva a la categoría de “principio genético de organización espacial” (Camagni, 2005, 20) y se vincula a la movilidad espacial de personas y recursos productivos, ha permitido elaborar poderosos discursos sobre la competitividad urbana y regional. Pero es su interpretación como función la que permite esclarecer la ambigüedad y la contradicción de sus manifestaciones materiales, es decir, de sus formas. Accesibilidad significa superación de las barreras espaciales al movimiento de personas, movimiento que amplía el potencial de interacción con las que habitan en otros vecindarios y las posibilidades de disfrute de equipamientos localizados en vecindarios próximos o lejanos.
La economía urbana ortodoxa asocia los lugares de difícil acceso con mayores costos de transporte y, por ello, con dificultades para la competencia, mientras que los más accesibles ofrecen ventajas por las que muchos agentes están dispuestos a competir. De la producción de la red vial principal, y de sus modificaciones y adecuaciones, surgen rentas diferenciales del suelo ocasionadas por la modificación de la proximidad relativa entre lugares y, por tanto, de su ubicación en la estructura de la ciudad. Las familias que demandan una localización residencial pueden encontrar ventajas al situarse cerca del sistema vial principal, y también efectos indeseables como la contaminación auditiva y visual, la congestión en horas de alto flujo de pasajeros o la mayor probabilidad de involucrarse en eventos fortuitos. Esta es una de las razones por las que el balance de externalidades de la accesibilidad es decisivo en la elección de la localización de los hogares que, además, se constata observando la correlación positiva entre este balance y el valor del suelo.
Sin embargo, las familias de altos ingresos tienen una fuerte inclinación a demandar vecindarios con barreras de acceso, que sólo algunas pueden franquear, pues les garantizan una proximidad a familias de ingresos similares que, en apariencia, les sirve de medio para afirmar la identidad de sus miembros en reductos confinados. Lo que es facilitado por una vía confinante que, aun siendo de poca jerarquía en la malla urbana, es indisoluble de ella. A partir de la ordenación jerárquica de las familias por el nivel del ingreso que perciben regularmente y por la heterogeneidad en la posesión y uso de ciertos bienes complementarios, es posible inferir que el balance de externalidades de la accesibilidad es afectado por la desigual dotación de estos bienes pues, así como las técnicas de insonorización permiten mitigar la contaminación auditiva, uno o más automotores particulares facilitan el confinamiento de las familias.
De modo que si una regla básica del funcionamiento del mercado del suelo para usos residenciales es que la construcción en altura es el resultado de la “decisión racional” de economizar ese recurso costoso (Levy, 1997, 114), tenemos a disposición un medio poderoso para explicar la existencia de un número creciente de vecindarios en los que el balance positivo de externalidades de la accesibilidad es muy elevado y, sin embargo, la horizontalización del perfil residencial es su característica. Pero no hay que perder de vista que la producción de la red vial, así como la de los demás bienes públicos urbanos, requiere que cantidades de suelo de uso privado pasen a suelo de uso público para acoger esas estructuras. Ese paso se realiza mediante operaciones de mercado que generalmente se enmascaran bajo la inadecuada denominación de “cesiones obligatorias gratuitas”, “gratuidades” o cualquier otra que aluda a la actitud filantrópica de los propietarios del suelo.
Las cesiones de suelo a la ciudad se incorporan por decisión pública a la regulación urbanística, que es taxativa y obligatoria. Pero el terrateniente urbano ajusta precios y cantidades para mantener el ingreso total por la enajenación del suelo, de modo que en el precio de la porción útil o construible del suelo se refleja el nivel de cesiones del suelo a la ciudad. Las sociedades donde la acción pública urbana está bastante desarrollada reconocen explícitamente ese mecanismo como, por ejemplo, en la práctica del reacondicionamiento de terrenos (kukaku-seiri) del Japón, en la que se reconoce un beneficio adicional al propietario del suelo en proporción a las cesiones de suelo que haga a la ciudad. En otras, como la francesa, los urbanistas aún creen que la construcción de infraestructura pública en terrenos públicos adquiridos por los mecanismos convencionales es un legado de su derecho urbanístico. Y en otras sociedades, donde la acción pública urbana está en vías de perfeccionamiento, esa práctica ya se ha incorporado como parte de los arreglos institucionales formales a partir del tripartito, como sucede en Colombia. De aquí la trascendencia de las cesiones obligatorias en la configuración socioespacial urbana de la ciudad, en la formación de los precios del suelo y en la institución de la ciudadanía.
LA HABITABILIDAD
En el momento en que la acción colectiva urbana traza las directrices que orientarán el plan maestro de transporte y las cantidades de suelo requeridas para construir las vías que garanticen la producción colectiva del bien público accesibilidad, los precios del suelo sufren un incremento equivalente a la capitalización de las expectativas de los estructuradores urbanos sobre el potencial de desarrollo que originaron estas decisiones. Pero es evidente que el nuevo potencial de desarrollo del suelo no fue creado por iniciativa o esfuerzo de los estructuradores urbanos y que el incremento de los precios del suelo se realizará en el momento de la edificación y venta de los activos residenciales. La concreción de ese potencial de desarrollo, que se expresará en un perfil o silueta de las edificaciones residenciales, requiere un esfuerzo social adicional para que esos espacios ahora accesibles sean habitables: la producción del bien mayor agua potable y saneamiento básico. La provisión domiciliaria de un bien imprescindible para la vida humana como el agua potable que, además, no tiene un sustituto próximo o lejano, es la principal fuente de crecimiento residencial y aun comercial (Levy, 1997, 115), junto a las redes de saneamiento básico: alcantarillado pluvial y sanitario y recolección domiciliaria de residuos sólidos. Otras necesidades que crea la sociedad se satisfacen mediante innovaciones tecnológicas que llegan a los domicilios a través de su conexión con redes de energía eléctrica, telefonía e incluso telemática. Al extenderse, estas redes permiten densificar ciertos espacios de la ciudad y sientan las condiciones para realizar el potencial de desarrollo del suelo.
¿Por qué el agua es un bien mayor? Son evidentes las diferencias económicas entre el agua potable que se conduce hasta los domicilios y las aguas lluvias, no obstante sus vínculos indisolubles, como que el agua, en su estado natural o “agua cruda”, es el insumo intermedio fundamental e insustituible del agua potable. Y esas diferencias radican en que la mano del hombre interviene en la naturaleza para proveer agua potable a las familias en sus domicilios, intervención que requiere movilizar cantidades crecientes de capital a las que la sociedad no puede dar usos alternativos. El capital que la sociedad asigna a la provisión domiciliaria de agua potable vincula a las familias a la cuenca hidrográfica que suministra el agua cruda y en la que vierten el agua usada, vínculo que revela las tensiones socioambientales que surgen por la falta de convergencia entre el ciclo natural del agua y el ciclo del consumo humano de agua. Por un lado, la renovación del agua cruda se afecta cuando no se realizan las tareas básicas para la reproducción de las cuencas hidrográficas y, por otro, la urbanización de la población y la variedad de usos sobre la que gravita les impone mayores presiones, de modo que la preservación y la urbanización son pares dialécticos que resumen las tensiones y contradicciones de los dos ciclos, cuya interacción contribuye a explicar parcialmente el devenir de las ciudades.
De manera que el agua potable carece de los atributos de un bien libre y, además, el apelativo de meritorio lo hace poco inteligible a la luz del proceso de urbanización. Es un tipo de bien que posee una dimensión ecológica asociada a la inquebrantable regla de la preservación de la cuenca o del sistema hídrico: si la ciudad que capta en algún lugar de la cuenca el agua relativamente “pura” la vierte sin tratarla, después de los usos urbanos a los que es sometida, la carga contaminante que el sistema no puede degradar limita el aprovechamiento de la cuenca “aguas abajo” por otras poblaciones, por ello el lugar que una población ocupa en la cuenca lleva a que la localización de la bocatoma sea una decisión radical, porque el agua tiene una alta relación peso/volumen que hace del transporte un tramo muy costoso del ciclo de consumo humano.
Sin embargo, el servicio público domiciliario de agua potable y su complemento natural, el alcantarillado sanitario, también poseen poderosas externalidades positivas para la población. En primer lugar, la complejización de las actividades humanas correlativa al proceso de urbanización de la población y el ensanchamiento del espacio urbano, con la consiguiente proliferación de domicilios, promueven la difusión espacial de las técnicas de distribución domiciliaria de agua potable. El flujo permanente de agua potable del que disponen los domicilios y los caudales máximos que puede soportar la red son una poderosa señal para que los estructuradores urbanos propongan nuevos vecindarios y anticipen la intervención urbanística gubernamental, pues una mayor densidad originada por la producción de habitabilidad modifica el precio del suelo urbano y lo convierte en una sobreganancia para el capital inmobiliario. Cabe advertir que la casa campesina y los condominios suburbanos que sirven de segunda residencia a algunas familias citadinas también son accesibles y habitables, pero no son parte de la ciudad pues no poseen la característica de aglomeración que es simbiótica al proyecto colectivo; y que en la ciudad existen lugares de difícil acceso y poco habitables que pese a ello tienen densidades poblacionales superiores a las de otros lugares, por la falta de una acción colectiva urbana, lo que hace del proyecto colectivo un poderoso instrumento para generar inequidad y desigualdad.
Por poseer las propiedades de rivalidad y de exclusión en el consumo –así como una persona “no se baña dos veces en el mismo río”, el mismo litro de agua potable no puede ser bebido por más de una persona– el servicio colectivo domiciliario tiene las características de un bien privado que, aun dispuesto en el domicilio del usuario residencial, puede ser excluido a bajo costo por el prestador en caso de incumplir los pactos contractuales, especialmente, el pago periódico de la factura. Para proveer el servicio en la residencia del usuario, el prestador ha de contar con la red subterránea, que tiene las características de un bien público impuro, pues su forma y el caudal que pasa por ella son indivisibles y, en principio, no es congestionable, a no ser que algún usuario consuma en exceso y lleve al racionamiento de los demás o, lo que es más común, que los estructuradores urbanos den un uso exacerbado al espacio edificable y superen las densidades soportables por las redes principales y secundarias del acueducto.
El orden que se ha seguido en esta reflexión nos sitúa frente a una dimensión trascendental del servicio de acueducto y alcantarillado sanitario, cuya insustituible función productora del bien público urbano habitabilidad, junto con la accesibilidad, transforman el suelo original en suelo urbano, capaz de ser edificado para soportar las actividades humanas inmanentes a la ciudad. La complementariedad entre accesibilidad y habitabilidad es evidente, no basta que una red vial permita el acceso cotidiano de las personas a un lugar para que pueda ser habitado, pues la provisión de agua y saneamiento son ineludibles para tal propósito. Conviene precisar que no basta que el vecindario esté vinculado a la red matriz de la ciudad y que las residencias tengan conexión domiciliaria, pues ello no garantiza que el agua potable esté disponible para el consumo de las familias.
La producción de habitabilidad aprovecha las economías de escala inherentes a la extensión de la red primaria y secundaria por la que fluye el agua tratada, y de la red de alcantarillado que evacua las aguas residuales, cuya magnitud es correlativa a la aglomeración/densidad que propongan los gobiernos locales en los diferentes lugares de la ciudad. El transporte del agua tratada aprovecha la energía cinética del agua cuando la planta de tratamiento se ubica por encima de la cota media de la ciudad, mientras que la que se produce empleando agua cruda de las fuentes que se encuentran por debajo de ella y, sobre todo, las subterráneas, tiene sobrecostos operacionales por el mayor consumo de energía para bombear el líquido. Pero el agua tratada para consumo humano también se puede llevar a lugares dispersos alejados de los nodos de aglomeraciones residenciales o localizados por encima de la cota media de la ciudad, para familias de ingresos bajos cuya precariedad económica no les permite acceder a otro submercado del suelo urbano y para familias de mayores ingresos dispuestas a cubrir la sobreganancia que imponen los estructuradores residenciales urbanos; de modo que las deseconomías que se desprenden de esta opción están a disposición de todas las familias pero sus efectos espaciales son desiguales.
La magnitud absoluta del crecimiento poblacional urbano es la señal fundamental de la ampliación o contracción de los mercados locales de servicios colectivos domiciliarios y del aprovechamiento de nuevas economías de escala por los productores de habitabilidad, mientras que algunas especificidades, como el tamaño del hogar y la tasa a la que se forman, dan la pauta para determinar las características volumétricas del stock residencial. Más aún, en el caso del agua potable “las tecnologías hasta ahora desarrolladas otorgan ventajas a los productores de grandes volúmenes y tienden a excluir a los operadores pequeños” (Cuervo, 1997, 138), por ello están reservadas sólo para aquellas cabeceras municipales cuya variación poblacional es positiva y de cierta magnitud, pues la volatilidad de la población de las formaciones sociales que avanzan hacia la urbanización completa se diluye a medida que los incrementos de población se concentran en cada vez menos lugares de la red de ciudades. En este punto ya es plenamente comprensible la noción económica del agua potable como bien mayor:
La prestación de este servicio tiene repercusiones sobre los más variados campos de la economía y de la vida social, extendiendo su ámbito a las condiciones básicas de desarrollo de la productividad social, de la igualdad de oportunidades y del equilibrio en las relaciones naturaleza-sociedad (ibíd., 158).
La consideración del agua potable como bien mayor no sólo tiene una pretensión académica sino que es crucial en el diseño de políticas nacionales, regionales y locales orientadas a garantizar una provisión adecuada pues advierte que las nociones de bien libre y meritorio corresponden a un sentido común insuficiente para dar plena cuenta de la naturaleza de un bien complejo. Además, es una categoría analítica que invita al estudio cuidadoso del funcionamiento de los mecanismos sociales escogidos para suministrar el agua potable y de los que advierten a los usuarios y a los prestadores sobre el deterioro absoluto o relativo de la prestación del servicio.
LA SOCIABILIDAD
Algunos lugares de la ciudad seducen a sus visitantes por su calidad urbanística, perceptible en los elementos constitutivos del espacio público y otras facilidades para la vida urbana. La apreciación social de estas dotaciones cambia co n el tiempo y según el tipo de familia. Un parque o una alameda pueden ser lugar de encuentro para la interacción pasiva entre individuos pretensiosos que, preocupados por ostentar su capacidad de compra, adquieren los bienes simbólicos que allí se ofrecen; aunque un parque con características físicas semejantes y disposiciones urbanísticas de la misma índole tiende a ser menospreciado por los residentes de los barrios de familias de menores ingresos como lugar de encuentro para la interacción activa de desocupados que allí se “organizan para delinquir”. Pero, con independencia de la apreciación social, la cual puede modificar una acción del gobierno, la existencia de los elementos constitutivos del espacio público urbano es una condición inalienable para la estructuración residencial urbana y el desarrollo de la ciudadanía.
En el examen de la estructuración residencial urbana hasta el momento se ha prestado atención al papel decisivo que desempeñan la accesibilidad y habitabilidad como bienes públicos, por dos razones: la primera, es que estos dos bienes públicos son los que dan al suelo un carácter urbano, y la segunda, que el agente que los produce, el gobierno, intenta coordinar su acción con los deseos de los estructuradores y de las familias para anticipar sus elecciones, a la vez que es objeto de las anticipaciones de aquellos.
La provisión de dotaciones del vecindario no define la habitabilidad ni la accesibilidad, pero sí las posibilidades de interacción simple o compleja de los miembros de la sociedad a las que se alude con la noción de sociabilidad. En el proceso de estructuración urbana, el grado de sociabilidad refleja ex post una tensión entre la política urbana y la política social, en la que el estructurador urbano suele actuar discretamente aun en las ocasiones en que se ve forzado a hacerlo: “una vez la coordinación entre agentes se realiza en el espacio, son llevados a resolver dificultades particulares” (Rallet, 2002, 65). Es decir, el gobierno por lo general no interactúa con los demás agentes de la estructuración residencial urbana con una oferta de dotaciones de vecindario asociadas a la sociabilidad como la que sugiere la taxonomía de la gr áfica 3. Cuando lo intenta sin cumplir las tareas fundamentales –accesibilidad y habitabilidad– seducido por la imagen de una especie de “enclaves urbanos” a la Tiebout, el resultado es una obra faraónica con graves impactos negativos, bien sean fiscales o sociales como la agudización de la distancia social.
La proximidad de una familia a una dotación del vecindario supone, en principio, un triunfo para todos los agentes de la estructuración residencial urbana, pues ello significa una ausencia de costos de transporte que facilita la interacción entre miembros de las familias que concurren en procura de sociabilidad. Pero resolver la dificultad particular que significa la producción pública de algún tipo de dotación del vecindario implica otro desafío de coordinación para los agentes de la estructuración residencial urbana que no se puede enfrentar exclusivamente a través del mecanismo de precios; es decir, si el balance de externalidades de tales dotaciones no se realiza meramente en la esfera de las externalidades pecuniarias, el mercado (el precio) es un instrumento precario para coordinar a los agentes. Cabe precisar que empleamos la noción de proximidad en este sentido, el de la coordinación de los agentes, y no en la acepción convencional de factor de competitividad territorial que, esencial en otro tipo de análisis, en el nuestro sería una limitación pues la reduce a “una característica intrínseca del territorio” (Rallet, 2002, 60). Por ello consideramos el balance de externalidades de una dotación del vecindario en términos de la interacción de los miembros de las familias en tanto su proximidad organizada:
La proximidad geográfica permite las interacciones entre agentes. Facilita su establecimiento y realización, pero no las transforma en interacciones reales, en coordinación efectiva, a no ser por medio del tránsito a una “proximidad organizada”, aunque mínima (sociabilidad de vecindad, “efecto cafetería” de los tecnopolos, etc.). La mayoría de las veces, esa transformación opera gracias a relaciones más organizadas, como las que se establecen en un club, en una firma local, en instituciones de educación, científicas, industriales, etc. Sin esas relaciones, la proximidad geográfica sería inactiva (como el caso de dos vecinos de corredor o empleados de una misma firma situados en pisos diferentes que no se conocen) (Rallet, 2002, 68).
De manera que si la proximidad geográfica favorece la interacción espacial de las familias aunque no signifique necesariamente interacciones reales, los nuevos elementos de coordinación espacial no escapan a la necesidad de distinguir la génesis y las mutaciones de las relaciones inducidas por la dependencia de los miembros de la familia con respecto a una organización, por su adhesión a una visión del mundo (ideología) o por la “adhesión [...] a un espacio común de representaciones, reglas de acción y modelos de pensamiento” (Kirat y Lung, 1995, 212, citados en Rallet, 2002, 68). Por ello, adoptamos un marco analítico más fructífero para entender las interacciones sociales urbanas, el de proximidad institucional, relacional u organizada. Es claro que la dificultad para producir las dotaciones del vecindario está lejos de ser una alusión peyorativa pues, como hemos visto, es una noción que se emplea para subrayar su importancia como elemento de coordinación espacial de las familias después de producir las condiciones de accesibilidad y habitabilidad.
Mientras las dotaciones del vecindario se interpretan como conquista social en términos de masificación y democratización de los centros educativos y culturales de carácter público, de ampliación de las posibilidades de acceso a los servicios de salud a través de mecanismos no mercantiles, y como manera de proporcionar los servicios del gobierno al ciudadano, la emergencia de los bienes club connota simbolismos que preconizan una superioridad intelectual u organizativa de los lugares que los albergan y de la población que los usa. Por ello, el gobierno, así tenga instrumentos para excluir a algún tipo de ciudadanos del acceso a esas dotaciones, no puede guiar su acción por esa regla, pues en situaciones en las que estas implican alguna interacción, son deseables los gorrones; pero es justamente en esas situaciones donde las prácticas organizativas autoexcluyentes se ponen de presentes para proponer los bienes club. No basta, por ejemplo, contar con planteles de educación básica o superior pública de calidad para que las familias adineradas se comporten como gorrones matriculando allí a sus hijos, pues los colegios privados ofrecen ventajas adicionales como la interacción de su capital social –sus hijos– con los de familias de ingresos similares, la creación y consolidación de ciertos valores que los distinguen del resto de la ciudad y el acrisolamiento de proximidades relacionales que hacen posible anticipar su acceso y permanencia en los lugares clave de la toma de decisiones públicas o privadas o “efecto cafetería”.
La densidad de población es aparentemente la variable clave para decidir sobre la provisión de dotaciones del vecindario, pues cierta racionalidad asignativa indica que así se logran economías de escala y de alcance, de modo que el mapa de dotaciones locales es correlativo al de la distribución espacial de la población. Pero algo que no es tan evidente es que la modalidad de esas dotaciones y su escala guardan una relación aún más estrecha con el tipo de familias que habitan el vecindario, lo que es coherente con la naturaleza de las proximidades relacionales que le interesan al vecindario y explica por qué, en no pocas ocasiones, los vecindarios son reticentes a acoger ciertas dotaciones, así como algunos bienes públicos urbanos cuya incidencia es portadora de un balance negativo de externalidades.
COMENTARIOS FINALES
Cuando la síntesis espacial neoclásica se refiere a los instrumentos de regulación urbana que se empiezan a usar en nuestras ciudades para disciplinar a los agentes que participan en el mercado del suelo urbano advierte que no tienen utilidad práctica por estar dirigidos a un mercado competitivo y que, por ello, su efecto es la subdeterminación de la eficiencia asignativa (Fujita, 1989, 83-88). La pregunta es: ¿hasta dónde llega la iniciativa privada en materia de producción de espacio construido para usos residenciales? La respuesta es simple: hasta la cantidad de suelo útil sobre la que el estructurador urbano ejerza dominio. ¿Por qué razón? La respuesta es más compleja, puesto que no se puede apoyar en los códigos napoleónicos en la medida en que la edificabilidad del espacio privado es indisociable de los esfuerzos colectivos para producir los bienes públicos urbanos y, por tanto, es en el naciente derecho urbanístico donde se encuentran las mejores posibilidades para dar una respuesta erudita.
Además, si aceptamos que la acción de la “mano invisible descontrolada” carece de mecanismos de autorregulación que contrarresten la producción de los efectos urbanísticos indeseados de la verticalización de la ciudad o de la apropiación privada del espacio público urbano, la acción colectiva urbana es la que está en capacidad de coordinar los esfuerzos privados en esa dirección y las aspiraciones colectivas de los ciudadanos. En los discursos que invocan el pluralismo como fuente de la “libertad de construir”, tal acción reguladora del comportamiento individual aparece secularmente como sinónimo de una pérdida del potencial de riqueza que la sociedad puede obtener. Pero desde el enfoque de los bienes públicos urbanos que hemos adoptado, es obvio que esa “mano invisible descontrolada” sólo puede operar en un ambiente de ilegitimidad que, al exacerbarse, sitúa al individuo egoísta delante de la justicia urbana.
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