LOS COSTES INSTITUCIONALES DE LA POLARIZACIÓN*
Luis Miller1
1 Luis Miller es doctor en sociología y vicedirector del Instituto de Políticas y Bienes Públicos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en España. Artículo publicado originalmente en Letras Libres, No. 270, marzo de 2024.
* DOI: https://doi.org/10.18601/01245996.v26n51.10. Esta investigación no recibió ninguna subvención específica de agencias de financiación del sector público, comercial o sin fines de lucro. Sugerencia de citación: Miller, L. (2024). Los costes institucionales de la polarización. Revista de Economía Institucional, 26(51), 223-228.
Las instituciones políticas son las organizaciones dentro de un gobierno que crean, aplican y hacen cumplir las leyes. Estas leyes pueden responder a una gran variedad de orientaciones políticas, desde una concepción libertaria que propugne un Estado mínimo hasta una concepción socialdemócrata que abogue por una mayor intervención del Estado. Las instituciones políticas son las estructuras que permiten y constriñen la acción de gobierno y, por tanto, lo que deberíamos valorar es su eficiencia, es decir, su capacidad para lograr los objetivos impulsados por el gobierno con el mínimo posible de recursos. Al mismo tiempo, las instituciones políticas deberían ser imparciales y no favorecer sistemáticamente a una parte de la sociedad, ni los fines ideológicos que esa parte persiga.
Algo que parece tan simple como evaluar las instituciones políticas por su eficiencia e imparcialidad se ha convertido en uno de los problemas más acuciantes de las democracias contemporáneas. Existen varias razones para ello, pero una de las principales es el aumento de la polarización política. A medida que las sociedades se van fragmentando y la política se instala en el enfrentamiento partidista continuo, se desdibujan los acuerdos básicos que sostienen el carácter imparcial de las instituciones y se hace más difícil una evaluación de su eficiencia. La polarización política implica parcialidad, en tanto que propugna una identificación partidista de los representantes políticos; ausencia de neutralidad, en tanto que supone la identificación extrema con el propio grupo y el prejuicio y la hostilidad hacia otros grupos; e impide la evaluación de la eficiencia, en tanto que el foco pasa a la consecución de unos fines concretos y no a la idoneidad de los medios. El corolario a esta relación perversa entre polarización y erosión institucional es la pérdida de confianza en las instituciones por parte de los ciudadanos, que genera un círculo vicioso en el que se hallan atrapadas la mayor parte de las democracias avanzadas. En este artículo me detendré en tres de los costes institucionales de la polarización política.
COLONIZACIÓN DE LAS INSTITUCIONES
En la mayoría de las democracias avanzadas hemos asumido con una pasmosa naturalidad el partidismo de las instituciones políticas. Cuando hablamos de jueces conservadores o progresistas estamos aceptando que estos jueces no son imparciales, sino que persiguen unos fines partidistas concretos. Pero este es solo un ejemplo. El nombramiento partidista de las direcciones de los organismos y las empresas públicas erosiona las instituciones al privarlas de una dirección profesional y basada en el mérito. Del mismo modo, el partidismo en los niveles altos de la administración dispara la desconfianza institucional al percibir los ciudadanos que los puestos de responsabilidad se reparten de forma parcial e injusta.
En España, el aumento de la colonización partidista de las instituciones ha coincidido con un incremento de la polarización afectiva desde 2015, y muy especialmente a partir de 2020. Este tipo de polarización se refiere a la identificación sentimental con partidos y líderes políticos. La culminación de este proceso de polarización identitaria es la división de la política en bloques políticos irreconciliables. Una vez que la discusión ya no es racional, sino identitaria y emocional, todo vale. Hasta 2019 y 2020 era frecuente encontrarse con críticas más o menos transversales a los desmanes institucionales. El ejemplo paradigmático era la gestión del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). En los años iniciales de la anterior legislatura, tanto los socios del gobierno como los grupos de la oposición criticaron públicamente y en sede parlamentaria la deriva de la institución sociológica, algo que se fue diluyendo a lo largo de la legislatura. También la imposibilidad de llegar a acuerdos amplios ha hecho que se dejen de hacer reformas donde hay consenso entre los grandes partidos, como la reforma del artículo 57.2 de la Constitución en materia de igualdad por razón de sexo en la sucesión a la Corona. Incluso, en algunos casos se plantea como solución para salir del bloqueo rebajar las mayorías necesarias para renovar o reformar determinadas instituciones del Estado, para que esta mayoría coincida con la mayoría de gobierno. La colonización institucional supone inevitablemente una visión y uso partidista de las instituciones, es decir, entenderlas no como estructuras que permiten una pluralidad de opciones políticas, sino como instrumentos de ejecución del proyecto ideológico de turno.
USO DE LAS INSTITUCIONES PARA FINES PRIVADOS
El segundo de los costes institucionales de la polarización política es la corrupción. La identificación ideológica y sentimental con un líder, partido o proyecto político hace que los ciudadanos juzguen como menos graves la corrupción y las malas prácticas de los políticos con los que se identifican. Volvamos de nuevo al caso español. En el primer gobierno de Pedro Sánchez en 2018 se produjo la dimisión de dos ministros en apenas semanas por actos que habían realizado antes de ocupar el cargo. Durante los seis años siguientes no se ha producido ninguna dimisión motivada por escándalos, corrupción o mala gestión. Esto ha sido así incluso en casos donde alguno de los socios del gobierno estaba frontalmente en contra de la gestión de un ministro concreto, como en el caso del ministro del Interior y las crisis migratorias o el caso de la ministra de Igualdad y la necesidad de enmendar sus propias leyes por parte del gobierno. El caso más extremo, sin embargo, es el de cambiar las leyes a medida de personas que han sido condenadas por malversación de dinero público, es decir, por corrupción política, solo porque su apoyo es necesario para configurar una determinada mayoría parlamentaria. La corrupción, que fue uno de los monstruos frente a los que supuestamente se alzaron los distintos nuevos movimientos políticos tras la Gran Recesión de 2008, también ha acabado perdiendo su estatus de línea roja. La ley de amnistía que se pretende aprobar en España borrará de un plumazo un buen número de condenas firmes por corrupción. Se trata de una ley impulsada precisamente por aquellos que llegaron al poder para acabar con la corrupción. España no es un caso excepcional. Solo la polarización política extrema puede explicar que Donald Trump tenga posibilidades de volver a ser candidato a las elecciones en Estados Unidos a pesar de su currículum judicial.
EL COSTE DE OPORTUNIDAD DE LA POLARIZACIÓN
He querido dejar para el final el que considero el coste institucional más importante de la polarización política: su coste de oportunidad. Como se trata de un coste cuyos efectos no se ven en el corto plazo, tendemos a obviarlo, pero es posiblemente el que más contribuye a la erosión institucional. Hagamos un poco de memoria. En los años que siguieron a la Gran Recesión, las librerías se llenaron de ensayos que señalaban que los grandes problemas de las economías capitalistas avanzadas residían en el diseño de sus instituciones. Fue el tiempo de expresiones que hicieron fortuna entre el público general, como la de instituciones extractivas. Este tipo de instituciones no producen riqueza, sino que únicamente sirven para extraer recursos de una parte de la sociedad para favorecer a otra. El ejemplo que solía utilizarse era el de Venezuela, un país con una enorme riqueza natural pero empobrecido por la pésima calidad institucional. En contraposición a las instituciones extractivas se empezó a hablar de instituciones inclusivas, que sí crean riqueza y prosperidad para la sociedad. La pregunta que todos se hacían en aquel momento era cómo hacer que las instituciones fueran más inclusivas. Mientras que los análisis históricos y contemporáneos eran muy exhaustivos, no abundaron las propuestas prácticas de reformas que supusieran un cambio de paradigma en el análisis institucional.
En España la idea que se popularizó fue la de capitalismo de amiguetes, una suerte de capitalismo extractivo que no se basaba en esquilmar yacimientos naturales para enriquecer a una plutarquía, sino en montar y desarrollar redes clientelares que permitieran utilizar las instituciones del Estado para favorecer negocios privados, muchos de ellos ruinosos. La imagen del capitalismo clientelar eran esos señores sellando acuerdos en el palco del Bernabéu. También el paisaje desolador de cientos de infraestructuras físicas y proyectos inacabados que había dejado la gestión de la burbuja inmobiliaria y posterior crisis. La confianza institucional se desplomó y la culpa recayó en políticos a los que se identificaba con el régimen del 78 o el consenso progre, dependiendo de la ideología de cada uno. En este contexto, el nuevo reformismo español denunció el clientelismo hasta la saciedad. También los nuevos movimientos radicales, en aquellos años de izquierdas, nos dijeron que iban a acabar con la casta que practicaba ese clientelismo extractivo.
Hasta la mitad de la segunda década de este siglo las grandes reformas institucionales no solo parecieron deseables, sino posibles. ¿Qué ocurrió entonces? Ocurrió que los partidos políticos españoles descubrieron la polarización como la mejor estrategia política. En muy pocos años la idea compartida de reformar, de forma incremental o radical según los gustos, el país a través de sus instituciones fue sustituida por un proceso de atrincheramiento ideológico e identitario. Las reformas institucionales se fueron cayendo de la agenda para dar paso a la construcción de bloques ideológicamente diferenciados. El discurso de la izquierda se centró casi por completo en cuestiones ideológicas como la lucha contra la pobreza, la desigualdad de género o el cambio climático. Por su parte, la derecha recuperó el nacionalismo en diversas versiones, y aunque aún no se ha incorporado en su plenitud, se empezaron a politizar temas, como la inmigración, que hasta ese momento no ocupaban un lugar central en la disputa partidista.
El resultado de esta polarización ideológica es que ya ningún partido volvió a tener como bandera la despolitización de las instituciones, la reforma de estas para hacerlas más eficientes o la supresión de las que solo suponen un lastre para el conjunto del Estado. Cuestiones como la eliminación de las diputaciones provinciales, la reforma del Senado en clave territorial o la reforma del sistema electoral ya no abren ningún telediario. Por el contrario, cuando la cuestión institucional está en el foco generalmente es para reflejar otra de las principales consecuencias de la polarización extrema: el bloqueo para la renovación de aquellas instituciones que requieren de un acuerdo que va más allá de las mayorías coyunturales de gobierno. Es el caso del Consejo General del Poder Judicial, que está teniendo consecuencias tan nefastas en uno de los tres poderes del Estado. El coste de oportunidad de la polarización es la pérdida ocasionada por haber sacado de la agenda política y mediática la reforma institucional y haberla sustituido por iniciativas ideológicas que, más adelante, han derivado en confrontación política extrema. De un acuerdo, al menos sobre el diagnóstico, se ha pasado a una negación del problema. En definitiva, una oportunidad perdida.
HACIA DÓNDE VAMOS
Los libros que hoy ocupan el lugar que ocupaban las biblias reformistas son ahora mucho más pesimistas. Abundan los que anticipan el fin de la democracia, el colapso institucional o la confrontación social. Pero, sobre todo, han desaparecido los que se ocupan de la eficiencia de las instituciones para garantizar cualquier proyecto político. Este ha sido el gran cambio que ha traído la polarización. Las instituciones deberían funcionar como la condición previa al desarrollo de un proyecto político particular, esté basado este en el sustento ideológico que se quiera. En vez de ser entendidas como la condición previa a la acción política, como garantes de imparcialidad y neutralidad, hoy son utilizadas como un arma más en la batalla partidista. Es precisamente esa disputa la que tenían el encargo de arbitrar.