Resumen
Con base en el artículo 23 de la Ley 222 de 1995, el cual establece los deberes generales de los administradores de sociedades en Colombia, se analiza un tema de especial interés para el derecho de sociedades: los conflictos de intereses, específicamente la autocontratación, toda vez que resulta ser una herramienta muy útil pero a la vez muy peligrosa para las compañías debido al poder que tienen los administradores en este tipo de transacciones. De esta manera y del artículo en mención surge el deber de lealtad como mecanismo de protección del interés social, pues obliga a los administradores a hacerlo prevalecer frente a cualquier interés personal de sus administradores o extrasociales. Sin embargo, para comprender y delimitar el alcance del deber referido es necesario analizar por un lado el concepto de interés social entendido en sus dos acepciones más importantes: la teoría contractualista y la teoría pluralista. Por el otro lado, la naturaleza de la relación entre los administradores y las sociedades a su cargo permite llenar los vacíos legales que se presenten en los casos de autocontratación. La finalidad, entonces, propuesta con este artículo es establecer la relación de todos estos elementos, esto es, deber de lealtad, interés social, naturaleza de la relación administrador-sociedad y la autocontratación.
Palabras clave: deber de lealtad, interés social, autocontratación, conflicto de intereses.
Abstract
Based on the article 23 of the Law 222 of 1995, which establish the general duties of the company’s directors in Colombia, this document analyzes an important topic to the corporate law: the conflict of interests, specifically the self-dealing, which is a very useful instrument, but also very dangerous for the companies, because the power of the directors when these kind of transactions are celebrated. In this way, from the article 23 arise the duty of loyalty as mechanism of protection to the interest of the company, that compels the directors to make prevail it from their personal interests. However to understand and delimit the scope of the duty of loyalty is necessary to analyze the concept of the company’s interest, in its two most important meanings: the contractual theory and the institutional theory, and the relationship’s nature between the directors and the companies which allows completing the legal empties in the self-dealing cases. The purpose with this document is to establish the relationship between these elements: the duty of loyalty, the interest of the company, the relationship’s nature between directors-companies and the self-dealing.
Key words: Duty of loyalty, company’s interest, self-dealing, conflict of interests.
Sumario
Introducción
I. Noción general de autocontratación
II. El deber de lealtad y la autocontratación entre administradores y sociedades
A. El deber de lealtad y los deberes generales de los administradores en Colombia.
B. Noción general de conflicto de intereses
C. La autocontratación entre administrador y sociedad como conflicto de intereses
D. Órgano competente para activar los mecanismos de defensa
III. El interés social y la autocontratación entre administrador y sociedad
A. Evolución del concepto de interés social.
B. Teoría contractualista o monista
C. Teoría institucionalista o pluralista
D. El interés social en Colombia
E. Participación de los grupos de interés en el proceso de autorización del autocontrato en el campo societario
IV. Relación administrador-sociedad y la autocontratación en el derecho de sociedades
A. Evolución de la naturaleza de la relación administrador-sociedad
B. Naturaleza de la relación administrador-sociedad en Colombia
C. Aplicabilidad de las normas del contrato de mandato representativo en el ámbito de la autocontratación entre administradores y la sociedad
Conclusiones
Bibliografía
Introducción
En la administración de sociedades, especialmente en aquellas en las que los socios se desprenden de la gestión de las mismas delegando esa función a terceros, es necesario brindar a la compañía instrumentos de control y defensa de sus intereses debido al peligro potencial que acarrea que terceras personas sean las que administren los negocios de la compañía. Por lo anterior, la legislación societaria colombiana, en el artículo 23 de la Ley 222 de 1995, consagró unos modelos de conducta que se erigen como parámetros o directrices para orientar la actuación desplegada por los administradores, entre los que se cuentan el principio general de buena fe, el deber de diligencia y el deber de lealtad. Este último es el centro del presente artículo debido a que es el que cobra mayor importancia cuando de solucionar conflictos de intereses se trata.
Precisamente uno de los conflictos de intereses escogidos para el presente análisis es el fenómeno de la autocontratación, el cual, debido a la utilidad que puede presentar para las compañías, pero también a los peligros que comporta para los intereses de la misma, resulta interesante estudiar para el objetivo trazado con este artículo, que consiste en líneas generales en establecer la aplicabilidad de las directrices de administración consagradas por el derecho de sociedades, esto es, el deber de lealtad, a casos específicos de conflicto de intereses, es decir, el autocontrato.
Sin embargo, para comprender la complejidad que encierran los dos conceptos mencionados es necesario traer a colación dos elementos: el interés social, el cual delimita el alcance del deber de lealtad, y la naturaleza de la relación jurídica entre los administradores y la sociedad, que permite acudir a otras normas del ordenamiento jurídico colombiano para completar los vacíos que se presenten en dicho vínculo.
Bajo este entendido, la metodología propuesta es la siguiente: en primer lugar, se define el concepto de autocontratación para luego relacionar este fenómeno con los tres elementos que lo rodean, esto es, el deber de lealtad, el cual otorga los mecanismos de defensa y protección de los intereses de la sociedad; el interés social, que permite establecer quiénes pueden participar en el proceso de autorización de un autocontrato; y finalmente la naturaleza de la relación administrador-sociedad, la cual funciona como la base para determinar la aplicabilidad de normas diferentes a las del derecho de sociedades.
Cabe resaltar que en el mundo, a través de la ley y de la jurisprudencia, se ha intentado regular la autocontratación, lo cual ha sido considerado como un instrumento de bastante utilidad para operaciones rápidas y eficientes, pero que constituye riesgos para los intereses de la compañía, debido a la posición en la que se sitúa el administrador interesado, en cuanto le resulta muy fácil satisfacer sus intereses personales o ajenos perjudicando a la sociedad que representa.
I. Noción general de autocontratación
El fenómeno de la autocontratación o contrato consigo mismo se puede definir como la concurrencia de dos o más intereses que recaen en una única persona, es decir, el representante, quien con su sola voluntad hace surgir un negocio jurídico que vincula dos patrimonios diferentes, bien el de su representante y su poderdante, o bien el de dos poderdantes que designan un mismo representante1.
De la definición anterior se advierte que en el autocontrato se presenta un peligro potencial para el poderdante por cuanto sitúa al representante en una posición idónea para satisfacer únicamente sus intereses personales en perjuicio de los intereses de su representado. Es por esto que el ordenamiento jurídico colombiano brinda herramientas para controlar la gestión de las personas que administran negocios ajenos y para defender los intereses de quienes delegan en terceros dicha administración. Es así como la ley consagra el denominado deber de lealtad que impone a los representantes la obligación de informar a sus poderdantes todo lo que rodea la operación interesada y son estos últimos los que deciden permitir o no que dicha operación se lleve a cabo.
Lo anterior no presenta diferencias al trasladarse al ámbito societario, pues aquellos administradores que pretendan celebrar negocios con las sociedades a su cargo deben informar de manera clara y completa al órgano societario correspondiente los hechos relevantes, la existencia, naturaleza y alcance del interés personal o ajeno presente en la transacción, para que de esta forma sea la compañía quien apruebe o no el autocontrato, y así dar pleno cumplimiento al deber de lealtad impuesto a los administradores por el artículo 23 de la Ley 222 de 1995.
Para comprender la complejidad y el funcionamiento que encierra el fenómeno de la autocontratación dentro de las sociedades en Colombia, es esencial relacionarlo con tres elementos fundamentales: a) el deber de lealtad, b) el interés social y c) la naturaleza de la relación entre los administradores y las sociedades.
II. El deber de lealtad y la autocontratación entre administradores y sociedades
A. El deber de lealtad y los deberes generales de los administradores en Colombia
El deber de lealtad consagrado en el artículo 23 de La Ley 222 de 1995 constituye uno de los tres pilares en los que se fundamenta la administración de sociedades en Colombia, entre los que se encuentran además el deber de diligencia y el principio de buena fe, siendo este último el principio general del Derecho Privado y la base sobre la que se estructuran los deberes mencionados2 al complementar su esencia y haciéndola indisponible por las partes 3. A continuación se explicará brevemente cada uno de los deberes consagrados en el artículo referido para posteriormente profundizar en el deber de lealtad.
En primer lugar se encuentra el principio de buena fe, del cual, como se mencionó, emanan los deberes de lealtad y de diligencia. Dicho principio reviste un carácter normativo, lo que significa que no debe ser pactado para que produzca sus efectos. Además es un deber que lleva a las partes a comportarse de manera honesta, solidaria, leal, diligente, excluyendo cualquier situación que implique abuso del derecho o enriquecimiento sin justa causa. Es pertinente aclarar que este principio, para efectos de valorar la gestión de los administradores, debe acogerse según su concepción objetiva, esto es, como un modelo abstracto de conducta exigible a los administradores, dejando de lado “la predisposición psicológica del gestor consistente en la ignorancia de perjudicar el interés del principal tutelado por el Derecho”4.
Por su lado, el deber de diligencia es una forma en la que se concreta el principio de buena fe e impone a los administradores el deber de comportarse según el modelo de conducta que cada ordenamiento jurídico determine; en nuestro caso deben conducirse como un “buen hombre de negocios”. El ordenamiento jurídico enuncia algunos deberes específicos a través de los cuales se manifiesta una diligente administración, entre los que se encuentran el deber de estar informado sobre la situación de la compañía; el deber de realizar los esfuerzos necesarios para que la sociedad pueda desarrollar a cabalidad su objeto social; y también el deber de comportarse adecuadamente al momento de tomar decisiones, esto es, “tomar y ejecutar determinaciones razonables desde el punto de vista empresarial”5.
La otra forma en la que se concreta el principio de buena fe es el deber de lealtad, el cual obliga a los administradores a defender el interés social, esto es, hacerlo prevalecer sobre cualquier otro interés que sea extrasocial, incluidos los personales o privados de cada administrador. Igual que el deber de diligencia, una administración leal se manifiesta a través de deberes específicos enunciados por el ordenamiento, como el deber de comunicar a la sociedad situaciones que impliquen conflictos de intereses y abstenerse de participar en las mismas; el deber de no revelar la información secreta de la compañía que pueda ser utilizada en su contra; y el deber de no hacer uso de información privilegiada. De esta manera, el deber de lealtad se convierte en el mecanismo idóneo de protección que tiene la sociedad para evitar el abuso o desviación6 de poder por parte de sus administradores7.
Es así como el artículo 23 mencionado, al establecer que “los administradores deben obrar de buena fe, con lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios. Sus actuaciones se cumplirán en interés de la sociedad, teniendo en cuenta el interés de los asociados”, consagra los tres pilares de la administración de sociedades en Colombia, los cuales se basan en modelos abstractos de conducta que se concretan en cada caso. Esta disposición está dirigida a todos los administradores8 de cualquier tipo de sociedad, independientemente que sean sociedades de capital o de personas, lo que facilita la aplicabilidad de estos principios, permitiéndoles a los administradores dirigir su actividad con el fin de cumplir los objetivos trazados por la compañía9.
A pesar de lo anterior, cuando de defender el interés social se trata, el deber de lealtad cobra mayor relevancia configurándose en la piedra angular que permite enmarcar la actuación de los administradores, ya que una administración leal consiste en hacer prevalecer el interés de la compañía sobre cualquier otro que lo pueda perjudicar, especialmente en aquellos eventos en los que se presenta una contraposición de intereses o conflicto de intereses.
Es así como el legislador colombiano refuerza el deber de lealtad con otras disposiciones del ordenamiento, para evitar que pierda relevancia jurídica o pueda ser ignorado por los administradores sociales, especialmente en situaciones de conflicto. Muestra de lo anterior se encuentra en: a) el Decreto 1925 de 2009 que se encarga de reglamentar el artículo 23 de la Ley 222 de 1995, imponiéndoles a los administradores una responsabilidad solidaria e ilimitada por todos los daños causados a la sociedad, a los socios o a terceros, cuando se encuentren en una situación de conflicto de intereses. Además, dicho decreto establece la forma en que los administradores deben revelar toda la información pertinente a la Asamblea General de Accionistas o a la Junta de Socios, en las situaciones de conflicto, y las consecuencias cuando dicha información resulta ser incompleta o falsa; b) el Código Penal, que tipifica los actos desleales que se derivan de los deberes específicos de lealtad, en especial de los de abstención de revelación de secretos y uso indebido de información privilegiada10. Desde 2011, con la modificación que realizó la Ley 1474 (Nuevo Estatuto Anticorrupción) al Código Penal, la administración desleal se tipificó como un delito y se estableció como pena principal la privación de la libertad; c) la Ley 256 de 200611, al proscribir algunos conflictos de intereses por considerarlos actos de competencia desleal; d) el Decreto 663 de 1993 (Estatuto Orgánico Financiero), que impone el deber de lealtad a los administradores de entidades financieras cuando prescribe que directores, representantes legales, revisores fiscales y todo funcionario con acceso a información privilegiada deben abstenerse de participar en situaciones que comporten conflicto de intereses.
Por su lado, la Superintendencia de Sociedades, al referirse al artículo 23 en comento, define el deber de lealtad como el “actuar recto y positivo que le permite al administrador realizar cabal y satisfactoriamente el objeto social12 de la empresa, evitando que en situaciones en las que se presenta un conflicto de sus intereses se beneficie injustamente a expensas de la compañía o de sus socios”13.
Esta definición refuerza la función de defensa y protección del interés social, que cumple el deber de lealtad. Como mecanismo de protección, dicho deber salvaguarda los intereses de la sociedad frente a cualquier conducta desleal de los administradores, ya que comprende no solo los actos que la ley establece, que suelen ser aquellos que se presentan con mayor frecuencia, sino todas las conductas que puedan ser un peligro potencial para el interés social el cual debe ser defendido por todos y cada uno de los administradores14.
Como se mencionó, el deber de lealtad cobra mayor relevancia en situaciones en las que se presenta un conflicto de intereses entre los administradores y la sociedad a su cargo, imponiéndoles, por un lado, la obligación de comunicar y revelar toda la información pertinente que gira en torno al conflicto y, por otro lado, la obligación de abstenerse de participar en dichas situaciones hasta tanto la sociedad no apruebe la participación del administrador interesado en las mismas. De esta se configuran los dos elementos que conforman la esencia del deber de lealtad y que permite que mecanismos de defensa del interés social se activen.
Se hace necesario entonces analizar el concepto de conflicto de intereses con el fin de comprender la complejidad que encierra el deber de lealtad.
B. Noción general de conflicto de intereses
Como se mencionó en el acápite anterior, la aplicación del deber de lealtad se manifiesta principalmente cuando el administrador debe hacer prevalecer el interés de la sociedad, esto es, cuando existe un conflicto de interés, entendido este, en palabras muy sencillas, como la concurrencia del interés del social y el interés personal o extrasocial de uno o varios de sus administradores. Para comprender el concepto de conflicto de intereses es necesario analizar las dos nociones existentes y sus implicaciones, además de los principios que funcionan como una directriz para resolver los problemas que se generan.
Por un lado se encuentra la noción estricta del conflicto de intereses, la cual consiste en la simple concurrencia de un interés de carácter económico y personal –directo o indirecto– de los administradores que sea incompatible con el interés social y que represente un riesgo absoluto, real y presente de causar daño al patrimonio de la sociedad15. Por el otro lado, la noción amplia de conflicto de intereses abarca todas aquellas situaciones que son generadoras de un riesgo de daño, que puede ser hipotético o real, sin embargo no se responsabiliza a los administradores por esa simple situación, sino únicamente cuando infringen su deber de lealtad, es decir, que si bien puede entrar en conflicto el interés de la sociedad con el de los administradores, solo cuando este último antepone su interés en perjuicio de la sociedad, se le responsabilizará16.
Así las cosas, se puede extraer que el conflicto de intereses se refiere principalmente a la existencia de una incompatibilidad entre los intereses de la sociedad y los intereses de los administradores, lo que significa que, inevitablemente, uno de los intereses en conflicto se va a ver perjudicado, esto es, el logro de uno es el sacrificio del otro17. No es pues necesaria la existencia de daño18 para que el conflicto se configure, toda vez que el artículo 23 de la Ley 222 de 1995 no exige la presencia de una lesión para que se activen los mecanismos de defensa del interés social, pues el dañoes presupuesto de responsabilidad mas no de deslealtad19. Lo anterior significa que un administrador puede actuar infringiendo el deber de lealtad desviando o abusando del poder a él conferido20 sin causar daño a la sociedad, y en caso de que su conducta lesione el interés social se abrirá un juicio de responsabilidad con el objeto de que el administrador desleal indemnice los perjuicios causados.
En conclusión, lo que configura el conflicto de intereses es el riesgo de daño, ya que la incompatibilidad de intereses que se presenta pone en peligro la imparcialidad del administrador interesado21, pues se encuentra en una situación idónea para lesionar el interés social. Cuando existe la situación descrita, deben ponerse en acción los procedimientos de comunicación y autorización, para defender los intereses de la compañía. En caso que el administrador omita o ignore dichos procedimientos, infringirá el deber de lealtad a él exigido, y si, en últimas, causa daños con su actuación deberá indemnizar a los lesionados22.
La doctrina de la Superintendencia de Sociedades, siguiendo los lineamientos descritos, sostiene que los conflictos de intereses se presentan cuando se hace imposible satisfacer simultáneamente dos intereses encontrados: por un lado el de los administradores (propio o de un tercero) y del otro el interés de la sociedad23, esto es, que exista una incompatibilidad. La posición de la entidad pareciera que acogiera la noción estricta de conflicto de intereses, ya que “elimina de plano cualquier posibilidad de que el máximo órgano social otorgue la autorización al administrador, en pleno cumplimiento de la Ley y sin perjuicio del interés social, de intervenir en operaciones respecto de las cuales se encuentre en conflicto de intereses24 ”. Sin embargo, no debe confundirse el concepto de conflicto de intereses con el de convergencia de intereses. No siempre que los intereses de los administradores concurran con los de la sociedad se configura un conflicto, ya que pueden estar perfectamente alineados. Lo que genera un verdadero conflicto de intereses es el elemento de la incompatibilidad entre ellos. Entonces en el momento en que se elimine la incompatibilidad, desaparece el conflicto25.
Definido el concepto de conflicto de intereses, se puede afirmar que el deber de lealtad brinda a la sociedad los siguientes mecanismos de defensa del interés social26:
Si bien los mecanismos generales buscan resolver los diversos conflictos de intereses que se puedan presentar, pueden resultar insuficientes; por lo tanto, los ordenamientos jurídicos pueden establecer que determinados conflictos de intereses sean evitados desde el comienzo o que sean reprimidos bajo reglas u obligaciones de organización.
C. La autocontratación entre administrador y sociedad como conflicto de intereses
Tradicionalmente el fenómeno de la autocontratación se ha considerado como parte de la tipología de conflicto de intereses, junto con la prohibición de explotar indebidamente la posición del administrador, la prohibición de aprovechar oportunidades de negocios, la prohibición de entrar en competencia con la sociedad, la prohibición de aprovechamiento de secretos comerciales e industriales de la sociedad, la prohibición de utilizar indebidamente información privilegiada y la determinación, por parte de los administradores, de su retribución (executive compensation). Es importante precisar que la tipología mencionada no es taxativa sino apenas enunciativa pues representa los conflictos de intereses más frecuentes en la actividad societaria.
A pesar de lo anterior, es necesario analizar si la autocontratación siempre comporta un conflicto de intereses, toda vez que diferentes ordenamientos jurídicos no la prohíben absolutamente30, o si por el contrario pueden existir situaciones en las que este fenómeno no configure ningún tipo de conflicto.
Se parte, entonces, de la base que el contrato consigo mismo implica, por definición, la concurrencia de dos o más intereses que recaen únicamente en el representante; sin embargo, se cuestiona si esa concurrencia implica un conflictos de intereses, teniendo en cuenta que los elementos esenciales de cualquier conflicto so: la incompatibilidad entre los intereses en juego y el riesgo de lesión del interés social.
Debe comenzarse por establecer que no toda concurrencia de intereses implica un conflicto, toda vez que estos pueden estar perfectamente alineados a tal punto que el interés de la sociedad se vea beneficiado, o por lo menos no resulte perjudicado. Entonces, al no existir incompatibilidad de intereses, podría pensarse, en principio, que una autocontratación no implica, per se, un conflicto de intereses, ya que pueden existir operaciones en que las condiciones que se adopten sean iguales para cualquier negocio (v. gr., la celebración de un contrato sujeto a las condiciones del mercado)31. Es por lo anterior que las legislaciones no prohíben absolutamente el contrato consigo mismo, pues no se desconoce la utilidad que puede presentar a las compañías la celebración de negocios con sus gestores, evidenciando así una alineación de los intereses de ambas partes.
Sin embargo, si se tiene en cuenta el segundo elemento que constituye el concepto de conflicto de intereses, esto es, el riesgo de daño o lesión del interés de la sociedad, se concluye que la autocontratación es una especie de conflicto de intereses32, pues sitúa al administrador en una posición idónea para lesionar a la compañía, ya que puede disponer como le plazca de las condiciones del contrato al no existir un proceso de negociación33. Es por lo anterior que, siempre que se presente un contrato consigo mismo, deben activarse los mecanismos de defensa del interés social, es decir, un administrador que pretenda negociar con la sociedad a su cargo y represente ambos intereses debe comunicar al órgano correspondiente la existencia de un conflicto de intereses para que de esta manera la compañía autorice o desautorice la operación excluyendo el conflicto presente en la autocontratación. Entonces si el gestor interesado no cumple con este procedimiento, y antepone su interés personal sobre el interés social, se habrá comportado de manera desleal y responderá por los daños que haya ocasionado con su conducta, si es que los causó.
Lo anterior significa que, previa una declaración de existencia de un interés personal por parte del agente, la autorización del representado neutraliza el conflicto de intereses que surge en el autocontrato de manera que la lealtad debida no se ve menoscabada34. Es así como el deber de lealtad se convierte en directriz de los administradores a la hora de contratar con la compañía, ya que los obliga a hacer prevalecer el interés social, lo que en principio los obliga a abstenerse de realizar la transacción –ya que, en un contrato consigo mismo, el administrador “ha de defender simultáneamente el interés de la sociedad y un interés propio”–, a menos que cuenten con la autorización de quien es titular de los intereses que deben protegerse. El deber de lealtad, entonces, fija un parámetro para determinar, ex post, la justicia del contrato en aquellos eventos en los cuales los socios se encuentran en una peor situación económica como resultado de dicha autocontratación35.
Como ya se ha mencionado, la aprobación que realiza la sociedad funciona como un mecanismo para proteger sus intereses. Es por esto que la autocontratación es prohibida solo en principio, pues no puede desconocerse la utilidad que este fenómeno brinda para el desarrollo rápido y eficaz de la actividad a la cual se dedica cada sociedad. Pero tampoco puede dejarse de lado el peligro que representa para el interés social el hecho que sea el propio administrador quien contrate con la compañía, de ahí que sea esta la que, a través de sus órganos sociales, tenga la última palabra para llevar a cabo o no la transacción36.
D. Órgano competente para activar los mecanismos de defensa
Como se ha mencionado, el deber de lealtad está constituido por dos elementos básicos, los cuales funcionan como mecanismos de defensa del interés social: la comunicación del conflicto, en este caso de la autocontratación, para que así la sociedad lo autorice o desautorice, y la abstención de participar en las situaciones de conflicto si no ha sido autorizado. Respecto al primer elemento, el artículo 23 de la Ley 222 de 1995 le asigna la función de autorizar o desautorizar el contrato consigo mismo al máximo órgano social –bien sea asamblea general de accionistas o junta de socios según corresponda–, para lo cual el administrador interesado deberá revelar toda la información relevante a dicho órgano.
Sin embargo, el atribuir función tan importante al máximo órgano social puede resultar en que los mecanismos de defensa de los intereses de la compañía queden en letra muerta. Las desventajas son evidentes, especialmente cuando se trata de grandes sociedades: a) por un lado, el desinterés que los socios, que no intervienen en la administración, presentan al no asistir a las reuniones sociales, pues lo único que les preocupa es el monto de sus dividendos37, y b) por el otro lado, la imposibilidad que surge cuando se celebran negocios de gran complejidad, que requieren de estudios detallados para entender cada aspecto de los mismos, con el fin de que se tome la decisión más conveniente para la sociedad. Los anteriores problemas se agudizan cuando se le exige al administrador interesado informar al máximo órgano social sobre cualquier contrato consigo mismo que pretenda celebrar con la compañía, independientemente de la relevancia económica38 que tenga el negocio –lo que resulta ser lo más apropiado ya que es razonable presumir su falta de imparcialidad–, pues dicho órgano no estaría disponible cada vez que se presente esta situación de conflicto, lo que en últimas conllevaría la imposibilidad de celebrar un contrato beneficioso para la compañía o que el administrador actúe de manera desleal ignorando el procedimiento previsto.
Lo anterior conduce a considerar la opción de que sea el propio órgano de administración, compuesto por los administradores desinteresados, el encargado de decidir sobre la procedencia del autocontrato. Sin embargo, esta situación también presenta desventajas39 que pueden ser perjudiciales para el interés social, pues la decisión del conflicto de interés no saldría del poder del administrador, quien puede autorizar el contrato consigo mismo, no pensando en los intereses de la compañía, sino para que en un futuro le sean autorizados negocios que desee celebrar con la sociedad, formando, entonces, una cadena de favores.
Otra forma de surtir el procedimiento para la defensa del interés social es reservar al máximo órgano social la función de aprobar las contrataciones interesadas más importantes, dejando las de menor relevancia para que sean estudiadas por el órgano de administración.
Pareciera que esa es la vertiente que proponen los códigos de buen gobierno en Colombia. Por un lado se encuentra el Código de Mejores Prácticas Corporativas40 para sociedades cotizadas, el cual consagra en la medida no. 8 la recomendaciòn consistente en que las “operaciones relevantes que se realicen con vinculados económicos” sean aprobadas por la asamblea general de accionistas, dejando de lado aquellas que se realicen a “tarifas de mercado” y las que sean del giro ordinario de la compañía, siempre y cuando no sean materiales. Sin embargo, estas operaciones excluidas deben contar con el concepto previo del órgano de administración (junta directiva), el cual cuenta con un comité especial (comité de auditoría) para dichos efectos. Por otro lado, la Guía de Gobierno Corporativo para Sociedades Cerradas y de Familia recomienda que sea el máximo órgano social el encargado de aprobar las operaciones con partes vinculadas (medida 17)41, asignando a la junta directiva la funciòn de “administrar los conflictos de intereses de los funcionarios distintos a los administradores” (medida 22).
Con el fin de neutralizar los inconvenientes que pueden acarrear las funciones encargadas al órgano de administración, los códigos de buen gobierno mencionados proponen que dicho órgano cuente con comités especializados, en el caso del Código de Mejores Prácticas Corporativas (medidas 23 a 25), o que por lo menos uno de los miembros sea “externo”42, para el caso de las sociedades cerradas y de familia (medida 21), para que de esta manera se garantice la independencia y la imparcialidad con la que deben actuar los administradores. A pesar de lo anterior, puede resultar muy engorroso e inoperante para sociedades pequeñas que las decisiones sobre cualquier autocontratación recaigan en el órgano de administración, teniendo en cuenta que el número de socios es muy reducido y en varios casos son ellos mismos los que administran su sociedad, por lo que es conveniente que para sociedades pequeñas el máximo órgano social sea quien determine si se autoriza o no un contrato consigo mismo.
Aunque las recomendaciones de ambos códigos pueden ser convenientes y eficaces, es en todo caso el máximo órgano social el encargado de aprobar los contratos celebrados entre los administradores y la sociedad, cualquiera que esta sea, por expreso mandato del artículo 23 de la Ley 222 de 1995, según el cual, hasta tanto no se modifique, no puede pensarse en asignarle al órgano de administración la función de autorizar los autocontratos que se puedan presentar. Estaría, entonces, en manos de la misma sociedad, que a través de sus estatutos sociales establezca un mecanismo más ágil y funcional para solucionar los conflictos de intereses, claro está, sin contradecir lo dispuesto por la ley.
Finalmente, respecto a la participación del administrador interesado en la operación, el artículo 23 dispone que el voto del administrador se excluirá para tomar la decisión de autorizar o no dicha transacción. La norma guarda silencio en cuanto a si el administrador puede o no deliberar en la respectiva reunión. Algunas legislaciones, como el Texto Real de la Ley de Sociedades de Capital (TRLSC) español (artículo 229), prohíben la intervención del administrador en todo el proceso de decisión. Otras, en cambio, como el ordenamiento italiano, permiten al gestor participar en la deliberación y llegan al punto de no excluir su voto. A mi juicio, el ordenamiento jurídico colombiano solo prevé la exclusión del voto del interesado, lo que no es óbice para pensar que pueda participar en la deliberación de la decisión, lo que resultaría más conveniente, pues la idea de un autocontrato, como cualquier negocio, es que ambas partes –en este caso administrador y sociedad– satisfagan sus intereses. No ocurre, pues, que un administrador autocontrate para obtener pérdidas, por eso es necesario permitirle deliberar para que exponga sus argumentos de cómo va a satisfacer sus intereses sin perjudicar los de la sociedad.
III. El interés social y la autocontratación entre administrador y sociedad
Al estudiar el deber de lealtad y su relación con la autocontratación, varias veces se mencionó que la función de dicho deber consiste en la defensa y protección del interés social; sin embargo, este concepto de interés social no ha sido definido ni analizado. La importancia de delimitar dicho concepto es primordial, pues solo así puede determinarse el alcance del deber de lealtad. Así las cosas, surgen entonces los siguientes cuestionamientos: ¿qué intereses conforman el interés social?, ¿los administradores a quiénes deben escuchar y atender?, ¿quiénes pueden exigirles responsabilidad a los administradores?43 Las respuestas que se propongan a estos interrogantes, además de delimitar el alcance del deber de lealtad y facilitar la gestión de los administradores, permiten establecer la legalidad de los acuerdos sociales y lo concerniente a su impugnación44. Una vez respondidos los cuestionamientos referidos, se puede determinar la relación entre interés social y el fenómeno de la autocontratación.
A. Evolución del concepto de interés social
Sobre el concepto de interés social se ha debatido desde tiempo atrás y, aunque en la actualidad pareciera que la discusión ha llegado a su fin, diferentes eventos e ideologías han hecho que el debate se mantenga vivo para reformular las ideas de cada teoría. Hoy por hoy el centro de la discusión está enfocado entre las ideas sobre la maximización de valor y sobre la denominada responsabilidad social empresarial (RSE)45.
Para lograr comprender las ideas que sobre el interés social se han formulado es preciso exponer las dos teorías que sobre el mismo se han creado desde la década de los años treinta del siglo XX: la teoría contractualista o monista y la teoría institucionalista o pluralista.
B. Teoría contractualista o monista
Fue en Estados Unidos donde se concibió la teoría contractualista, la cual en su versión clásica sostuvo que el interés social debía entenderse como el “interés común de los socios”. Su nombre se debe a que en su momento se entendió que la actuación de los administradores debía estar acorde a una “causa contractual”46 entre estos y la sociedad, por lo que no tiene cabida ningún interés de terceros a esa causa. Entonces el interés social funciona como una cláusula que completa e integra el contenido del contrato social, el cual es, por naturaleza, incompleto y lleva al intérprete a imaginar qué es lo que habrían pactado las partes si no hubiesen existido costos de transacción; se llega a la conclusión que el objetivo del contrato es la generación de utilidades para los socios47.
Aquellos que comparten y defienden la teoría en comento sostienen que de esta manera se facilita la tarea encomendada a los administradores en el interior de las sociedades, toda vez que establece un parámetro claro de conducta que permite a la compañía determinar con mayor claridad si un gestor ha actuado o no lealmente; de lo contrario, prácticamente cualquier decisión adoptada por los administradores tendría justificación48. Por otro lado, consideran que la intervención del Estado debe ser mínima o nula pues son las leyes del mercado las que permiten y obligan a que las compañías sean cada vez más competitivas, más eficientes y generadoras de mayores beneficios, y solo así los administradores lograrán obtener mayores utilidades para las sociedades49.
En las últimas décadas, y especialmente como respuesta al surgimiento de la teoría institucionalista50, se han reformulado las ideas contractualistas creando la teoría del shareholder value, la cual sostiene que los administradores deben maximizar el valor de las acciones (no simplemente aumentar las utilidades), cuotas o partes de interés de los socios, el cual debe corresponder con el valor real de la empresa, y en caso contrario estarían infringiendo su deber de lealtad51. Lo anterior se debe a que el contrato de sociedad tiene como objetivo “la creación y explotación de una empresa societaria idónea para obtener ganancias repartibles”52
Así las cosas, la teoría del shareholder value es la adoptada por la mayoría de los países, debido a la operatividad y funcionalidad que brinda al momento de determinar si un administrador ha sido leal o no con la compañía, pues basta con analizar las utilidades generadas o el aumento del valor de las acciones, cuotas o partes de interés, para poder intuir una posible infracción del deber de lealtad53.
C. Teoría institucionalista o pluralista
Esta teoría nace en Alemania, como respuesta a la versión clásica de la teoría contractualista, a través de la Ley Alemana de Sociedades Anónimas de 1937 que introdujo una fórmula inspirada en el idea de Rathenau consistente en la existencia de un interés superior al de cualquier otro grupo de interés, el de la empresa en sí (Unternehmen an sich). De esta manera se amplió el concepto de interés social, obligando a los administradores a comportarse de acuerdo con “los intereses de la empresa, de los trabajadores y el bien común del pueblo y del Estado”54. Lo anterior implicaba que la defensa del interés superior de la empresa no podía dejarse en manos de los socios, por lo que se hizo necesario que un órgano independiente se encargara de tan importante tarea, esto es, el órgano de administración55.
La reforma realizada en 1965 a la mencionada ley eliminó dicha fórmula; sin embargo, gracias a la doctrina alemana se conservó la idea de que los administradores deben defender en pie de igualdad a todos los grupos de intereses que se ven afectados por la actividad a la que se dedica la sociedad –como son los trabajadores, proveedores, consumidores, acreedores, la comunidad en general y, claramente entre ellos, los socios– teniendo como objetivo la conservación de la empresa a largo plazo.
Ampliado entonces el radio de acción del deber de lealtad, cualquier grupo de interés relacionado con la empresa puede reclamar lealtad a los administradores, argumentando que hacen parte del interés social, buscando así una administración menos egoísta, basada en un comportamiento más ético56 y responsable, generando más beneficios para la empresa, lo que no sucedería si los administradores enfocaran todos sus esfuerzos únicamente a la satisfacción de los intereses de los socios57. En últimas, esta teoría complementa la posición contractualista, la cual resulta ser insuficiente por cuanto no atiende los intereses que coexisten con los intereses de los socios e inversionistas58.
Como respuesta a la teoría del shareholder value, que según los institucionalistas generó los escándalos corporativos de principios del siglo XXI y la crisis económica mundial de 2008, surgió la teoría del stakeholder value, que consiste en la creación de valor no solo para los socios, sino para todos aquellos que intervienen en la actividad empresarial59. Dicha aproximación hace un llamado sobre la necesidad de establecer una responsabilidad social empresarial (RSE)60, que obligue a los administradores a armonizar todos los intereses de las partes involucradas en la actividad de la sociedad.
Sin embargo, delimitar el alcance del deber de lealtad bajo esta teoría podría resultar una tarea muy compleja, pues dada la pluralidad de intereses que los administradores deben atender, cualquier decisión que ellos tomen se encontraría justificada61. Si bien los postulados de la teoría institucionalista tienen buenas intenciones al “moralizar” la actividad societaria, pueden resultar ser letra muerta a la hora de aplicarlos a casos específicos, es decir que, al faltar instrumentos legales para exigir que las compañías cumplan con la RSE, el deber de lealtad, bajo esta concepción, tendría escasa relevancia jurídica62.
D. El interés social en Colombia
A partir del artículo 23 de la Ley 222 de 1995, el cual establece que las actuaciones de los administradores deben estar dirigidas a satisfacer el interés de la sociedad, teniendo en cuenta el interés de los asociados, se puede concluir que, en sede del deber de lealtad, nuestro ordenamiento jurídico acogió la teoría contractualista.
A pesar que diferentes normas del derecho de sociedades buscan hacer prevalecer el interés de grupos diferentes a los socios, como el de los acreedores o trabajadores63, no son de carácter general sino para casos puntuales, por lo que si realmente se acogiera la teoría institucionalista existiría una norma general y abstracta que pueda irradiar toda la actividad de los administradores y que encamine su conducta a proteger y defender en pie de igualdad a todos los grupos de interés que se relacionan con la empresa de la compañía, además de brindarles los instrumentos necesarios para enjuiciar por deslealtad a un administrador, y hoy por hoy no hay acción en el derecho de sociedades que permita a esos grupos responsabilizar a los administradores por su conducta desleal, pues el artículo 25 de la Ley 222 de 1995, que consagra la acción social de responsabilidad, únicamente se activa por decisión del máximo órgano social, lo que conlleva que la aplicabilidad de las normas protectoras por parte de los administradores sea una ardua tarea.
Por otro lado, el artículo 23, al establecer que los administradores deben dirigir sus actuaciones para satisfacer el interés de la sociedad, no define el concepto de interés social y deja viva la ambigüedad que presenta el mismo, toda vez que no permite establecer cuáles son los intereses que lo componen. Sin embargo, cuando el artículo obliga a los gestores a atender el interés de los asociados y encarga al máximo órgano social, compuesto por los socios, la función de resolver los conflictos de intereses, no hace otra cosa que defender el interés común de todos los socios, pues son ellos los que determinan la conveniencia de las operaciones que impliquen conflicto, y solamente cuando se perjudique el interés de la sociedad no podrán autorizar dichas operaciones, por lo cual en todo caso sigue siendo el máximo órgano social quien determina si se está o no perjudicando el interés social. Además, los mecanismos de defensa con los que cuenta la compañía derivados del deber de lealtad, como es la comunicación de cualquier conflicto de intereses, están previstos para proteger el interés común de los socios, pues dicha comunicación no se presenta ni a los trabajadores ni a los consumidores, sino a los asociados.
De lo anterior las pregunta que surgen son ¿qué sucede cuando una operación determinada no perjudica el interés de la sociedad sino solo beneficia el interés común de los socios?, ¿deberían los socios autorizar o no dicha operación? A mi juicio, si lo que se pretende es proteger el interés de la sociedad entendido como el interés de los socios, el de los trabajadores, el de los acreedores o de los consumidores, entonces se debería prever un mecanismo de participación en el proceso de decisión sobre la procedencia de una operación que implique un conflicto de intereses, para todos y cada uno de los grupos que conforman el interés social.
Adoptar las ideas de la teoría contractualista o institucionalista, en sede del deber de lealtad de los administradores, depende de las posiciones ideológicas y filosóficas que imperen en el país. Si se opta por una posición de libre mercado y todo nuestro sistema se basa en esa postura, muy seguramente la teoría contractualista es la que mejor se adaptaría a nuestro ordenamiento. Si, por el contrario, se prefiere una ideología en que el mercado debe ser regulado por el Estado, para que de esta manera se protejan los intereses de todos los intervinientes en la actividad de las compañías, la teoría institucionalista resultaría ser la más adecuada.
A mi juicio, resulta peligroso optar por ideologías y teorías extremas. Lo mejor es lograr balancear y conjugar las ventajas que brinda cada teoría sobre el interés social, y por esa vía aclarar el panorama en el que el deber de lealtad se desenvuelve.
Bajo este entendido, los administradores deben atender en primera instancia los intereses de los socios, es decir, que deben propender a aumentar el valor de las acciones, o las cuotas o partes de interés, según el tipo societario de que se trate. Sin embargo, ese no puede convertirse en su único objetivo, ya que, así algunas actuaciones sean las más idóneas y adecuadas para conseguir un aumento en el valor de las acciones, si estas resultan ser gravemente lesivas para los trabajadores, o para los consumidores, o para los acreedores sociales, o para la comunidad, los administradores deben abstenerse de realizar dichas actuaciones para salvaguardar el interés social.
Lo anterior se explica en que si determinada operación realizada por los administradores busca generar utilidades a los socios, pero perjudica gravemente a algún otro grupo de interés, por ejemplo a los consumidores, la reacción de estos puede perjudicar, a su vez, a la compañía, disminuyendo las ventas, y finalmente perjudicar a los socios64.
E. Participación de los grupos de interés en el proceso de autorización del autocontrato en el campo societario
Teniendo en cuenta los postulados de la teoría contractualista y de la teoría institucionalista surge el cuestionamiento sobre la aplicabilidad de las mismas en situaciones de conflicto de intereses, como la autocontratación. Más precisamente la pregunta a realizar es la siguiente: ¿es prudente incluir a algún grupo de interés, además de los socios, para que participe en el proceso de autorización de un autocontrato, y así proteger sus intereses?
Para responder a este cuestionamiento, hay que precisar en primer lugar que, hoy por hoy, nuestro derecho societario se ha inclinado por la teoría contractualista, pues es el máximo órgano social el encargado de examinar y autorizar la operación interesada que pretenda celebrar uno o más administradores; además, no prevé los instrumentos para que los otros grupos obliguen al administrador a actuar con lealtad defendiendo y satisfaciendo sus intereses. Es por eso que, a mi juicio, los únicos legitimados para obligar al administrador a revelar la información pertinente sobre el autocontrato y decidir sobre su procedencia son los socios.
Pretender la protección de otros grupos de interés en pie de igualdad, como lo propone la teoría institucionalista, significaría permitirles participar en los procesos de autorización de las autocontrataciones, pues es el mecanismo de defensa del interés social, lo que llevaría a que la gestión de los administradores sea ardua, engorrosa e ineficaz y a que en la práctica se paralicen operaciones que puedan ser muy beneficiosas para la compañía. Acoger, entonces, plenamente los planteamientos de la teoría institucionalista implicaría un replanteamiento absoluto del deber de lealtad, pues por esta vía cada grupo debería tener la posibilidad de intervenir en las decisiones sobre las autocontrataciones, y así tratarlos en pie de igualdad, ya que de esta manera todos los grupos que conforman el interés social serían escuchados y tendrían voz y voto al momento de autorizar o ratificar una operación interesada. Sin embargo, querer incluir a otros grupos en el proceso decisorio sobre la procedencia de una autocontratación o de cualquier otro conflicto de interés llevaría a que la administración de sociedades sea engorrosa, inoperante e ineficaz, o que cualquier actuación de los administradores se encuentre plenamente justificada, pues dicha actuación no tendría un faro que la delimite.
Es por ello que lo mejor es optar por un sistema que tenga en cuenta los diferentes grupos de intereses que intervienen en la actividad desarrollada por la compañía, pero que esté basado en un sistema jerárquico, en el que el faro, o el parámetro, que delimite el deber de lealtad exigido a los administradores sea el interés común de los socios. Bajo este entendido, si bien a los grupos de intereses diferentes a los socios el derecho de sociedades no les permite activar los mecanismos de protección del interés de la compañía propios del deber de lealtad, esto es, la posibilidad de autorizar o ratificar una autocontratación, un administrador puede justificar una actuación ante los órganos sociales, basado en la protección de dichos grupos. Esto significa que los trabajadores, los consumidores, los proveedores, etc., no pueden reclamar lealtad a un administrador, pero este sí puede basar una decisión en la defensa de aquellos.
Entonces los intereses de los demás grupos sirven como pautas tanto para el administrador interesado como para la sociedad, para determinar si la operación objeto de estudio resulta conveniente para la compañía en su conjunto, y es de esta manera como se prioriza el interés común de los socios sin anular los demás grupos que intervienen en la actividad a la que se dedica la sociedad.
Así las cosas, el administrador al momento de revelar la información y de solicitar la autorización a la sociedad puede basar su discurso en la defensa o satisfacción de un grupo de interés diferente a los socios, y el máximo órgano social debe escuchar y considerar sus razones, pensando en lo más conveniente para la sociedad, llegando incluso a negar la transacción cuando perjudique los intereses de la compañía65.
Por su lado, los grupos diferentes a los socios pueden ejercer acciones individuales que les brinda el ordenamiento jurídico en general (leyes laborales, estatutos de protección al consumidor, leyes protectoras del ambiente, etc.) únicamente en los casos en que la celebración del negocio interesado sea abiertamente ilegal y lesione sus derechos66, lo que significa que, si dicha operación está dentro de los límites legales, los grupos mencionados no pueden hacer nada, por lo que se hace necesaria la intervención estatal para que a través de la ley puedan protegerse los grupos de intereses diferentes a los socios.
En conclusión, considero que la mejor posición que se adapta a la realidad societaria es imponerles a los administradores la defensa preferente del interés común de los socios. En todo caso, no deben descuidarse los intereses de otros grupos que se ven afectados por la misma. Esto implica que, en principio, el alcance del deber de lealtad del administrador será delimitado por el interés común de los socios, pero cuando determinada actuación, así haya sido autorizada por la sociedad, sí resulta ser manifiestamente perjudicial67 para otro grupo de interés, creo que la mejor conducta que pueden asumir los administradores es abstenerse de llevar a cabo dicha actuación.
IV. Relación administrador-sociedad y la autocontratación en el derecho de sociedades
La relación administrador-sociedad parece ser un tema que no interfiere con el fenómeno de la autocontratación; sin embargo, dependiendo de cuál sea la forma en que se entienda la naturaleza del vínculo que une a los administradores con las compañías, se puede acudir a normas del ordenamiento diferentes a las societarias para llenar los posibles vacíos legales que surjan en torno a dicha relación.
A. Evolución de la naturaleza de la relación administrador-sociedad
En un principio se consideró que el vínculo que existe entre los administradores y las sociedades correspondía a un contrato de mandato representativo, en virtud del cual al administrador-mandatario se le encomienda la gestión de los negocios de la sociedad-mandante, por lo que los defensores de dicha posición se enmarcaban en la denominada teoría contractual. Esa relación contractual se perfecciona con el nombramiento por parte de la junta directiva y la posterior aceptación del futuro administrador. A pesar de lo anterior, las críticas no se hicieron esperar e hicieron que esta teoría declinara, argumentando que resultaba insuficiente y alejada de la realidad societaria, pues el contrato de mandato es esencialmente revocable, pero si esto es así, cómo se explica que una sociedad pueda desarrollar sus actividades sin un administrador, teniendo en cuenta que, debido a la naturaleza jurídica de la sociedad, no sería admisible dicha situación68.
De esta manera surge la teoría orgánica69, la cual sostiene que no existe relación jurídica entre los administradores y la sociedad, pues los primeros son un órgano inescindible en el interior de la segunda y “cuya existencia venía impuesta por el texto legal70”. Bajo este entendido, cuando los administradores desplieguen su actividad, lo que sucede realmente es que la misma sociedad es quien está actuando. Sin embargo, esta teoría también tuvo un punto de quiebre, toda vez que no explica con suficiencia la relación jurídica en la que se encuentran los administradores frente a la compañía y frente a terceros, ya que ellos por el hecho de pertenecer a un órgano de la sociedad no pierden su personalidad jurídica71.
Así las cosas, se comenzó a distinguir entre el órgano de administración y los titulares del mismo, esto es, los administradores72, los cuales sí tienen una relación jurídica con la sociedad a su cargo. Surge entonces nuevamente el cuestionamiento sobre la naturaleza de ese vínculo jurídico73. Es así como algún sector de la doctrina, aferrándose a la teoría orgánica, sostiene que entre el administrador y la sociedad existe una relación de carácter interno u orgánico fruto de un acto jurídico unilateral, de carácter corporativo y puramente societario, el cual consiste en el nombramiento y designación del cargo al titular del órgano de administración74 y no requiere de una declaración de voluntad, pues son la ley y los estatutos los que otorgan las facultades y competencias que le son propias a un gestor para desempeñar su cargo75.
Otro sector doctrinario, que podría tildarse de mayoritario, afirma que dicha relación es de carácter contractual, especial y autónomo, o mejor, es un contrato atípico, sui generis, y que por tanto deberá acudirse a las reglas que gobiernan contratos similares o análogos a la relación que existe entre el administrador y la sociedad, como podrían ser las normas del mandato representativo o las de prestación de servicios, para llenar los vacíos legales que pueda padecer la relación en comento. En todo caso, se trata de un acto bilateral que consiste, por un lado, en el nombramiento y designación del cargo que realiza la compañía y, por el otro, la aceptación del mismo que hace el administrador76.
Finalmente, paralelo a las teorías contractual y orgánica, propias del sistema del civil law, se desarrolló otra forma de comprender el vínculo jurídico en comento concebido en los sistemas del common law, la llamada “relaciòn fiduciaria”, que poco a poco ha venido impregnando los ordenamientos de tradición romano-germánica, como el colombiano. Su principal fundamento es la confianza (fiduciary) que la sociedad deposita en sus administradores, lo que origina el deber genérico de fidelidad o los deberes fiduciarios de los administradores, que se manifiestan en el deber de diligencia y el deber de lealtad77.
B. Naturaleza de la relación administrador-sociedad en Colombia
En nuestro ordenamiento jurídico también se ha discutido sobre la naturaleza de la relación entre la sociedad y sus administradores, debido a que nuestra legislación ha sido confusa respecto a esta problemática. Es así como el Código de Comercio de 1887 establecía, acogiendo la teoría contractual, que el vínculo que unía a los administradores con las compañías era de carácter contractual, específicamente un contrato de mandato representativo. Producto entonces de las críticas que hicieron declinar la teoría en comento, el Código de Comercio de 1971 eliminó los preceptos del código precedente, dejando así abierto el debate. Finalmente con la entrada en vigencia de la Ley 222 de 1995, que trajo el concepto de órganos sociales, parecería que nuestro ordenamiento se inclinó por adoptar la teoría orgánica; sin embargo, no precisa expresamente por cuál tesis se ha inclinado78.
Así las cosas, el sistema jurídico colombiano permite considerar, sujeto a controversias, que la naturaleza de la relación referida tiene dos vertientes: por un lado, entre el órgano de administración y la sociedad no existe vínculo jurídico alguno, toda vez que el primero hace parte de la esencia de la segunda, esto es, que la compañía no podría funcionar sin un órgano encargado de la gestión de la actividad a la que se dedica. Por otro lado, el titular del órgano en mención, esto es, el administrador, sí tiene una relación jurídica con la sociedad a su cargo, que se caracteriza por ser bilateral, más precisamente corresponde a un contrato atípico, por lo que es necesario acudir a normas que regulan otros tipos de contratos similares con el fin de llenar cualquier vacío legal que pueda presentarse en dicha relación. De esta manera, las reglas del contrato de mandato representativo establecidas tanto en el Código Civil como en el Código de Comercio resultan las más convenientes para lograr la finalidad propuesta, sin perjuicio de las estipulaciones que las partes establezcan de manera privada para regular su relación jurídica79.
Es pertinente aclarar que no se pretende retornar a la teoría contractual, la cual entiende que entre los administradores y la sociedad existe una relación correspondiente a la de un mandato representativo, sino que se considera que dicho vínculo es atípico o sui generis y que las reglas del contrato mencionado simplemente serán tomadas para completar la regulación sobre aspectos que no fueron tenidos en cuenta por las partes o por la legislación societaria. Además, la teoría contractual nunca hizo referencia a la existencia de un órgano interno de la compañía, en cuanto, bajo los lineamientos descritos, se diferencia entre un órgano de administración y los titulares del mismo.
C. Aplicabilidad de las normas del contrato de mandato representativo en el ámbito de la autocontratación entre administradores y la sociedad
Una vez analizadas las teorías sobre la naturaleza de la relación administrador-sociedad y las reglas a las que se puede acudir para llenar cualquier vacío legal que se presente, es preciso estudiar cuáles son las posibles situaciones en las que las normas del mandato representativo son aplicables dentro del fenómeno de autocontratación.
Partiendo de la base que el artículo 23 de la Ley 222 de 1995 no consagra expresamente el fenómeno de la autocontratación, es pertinente revisar si, acudiendo a las reglas del Código Civil y el Código de Comercio sobre el contrato de mandato, se puede llenar la laguna que aparentemente presenta la legislación societaria, apoyados en los artículo 2.° y 822 del Código de Comercio.
Comenzamos, entonces, por el artículo 2175 del Código Civil, el cual consagra el deber de lealtad imponible a los mandatarios obligándoles a abstenerse de realizar operaciones que resulten manifiestamente perniciosas para el mandante, lo que significa que en ningún momento los intereses de este último pueden verse menoscabados. Sin embargo, el artículo referido no hace mención a la autocontratación, por lo que se vuelve necesario acudir al artículo 2170 del mismo estatuto, toda vez que prohíbe al mandatario comprar al mandante lo que este le ha ordenado vender, y vender lo que se le ha ordenado comprar, a menos que sea autorizado por el mandante para llevar a cabo dichas operaciones, consagrando así el fenómeno de la autocontratación. A pesar de lo anterior, pareciera que el Código Civil se quedara corto en la regulación para el contrato consigo mismo, pues únicamente consagra este fenómeno enmarcado dentro del negocio de compra y venta, lo que lleva a cuestionar sobre el alcance de la norma para otros tipos de negocios en los que exista un autocontrato80. Por lo anterior, con el fin de evitar interpretaciones contrarias, es preciso revisar el artículo 1274 del Código de Comercio, pues abre el camino para que la disposición del Código Civil sea aplicable a todo tipo de negocio al establecer que “el mandatario no podrá ser contraparte del mandante, salvo expresa autorización de este”.
De las disposiciones citadas se concluye que el ordenamiento no proscribe absolutamente la autocontratación, sino únicamente en aquellos eventos en los que el mandatario no cuente con la aprobación de su mandante, esto es, que exista una incompatibilidad de intereses, ya que inevitablemente los intereses de alguna parte se van a ver perjudicados, y en el caso de la autocontratación que no haya sido aprobada por el mandante, difícilmente puede pensarse que el mandatario sacrifique sus propios intereses, por lo que en definitiva es el interés del mandante el que se verá lesionado en estos casos.
Aunque el derecho de sociedades no contiene disposiciones expresas en las que impida a los administradores ser contraparte de la sociedad, al observar detenidamente el artículo 23 de la Ley 222 de 1995 se estableció una prohibición derivada del deber de lealtad, consistente en actuar en conflicto de intereses, a menos que el máximo órgano social excluya la incompatibilidad autorizando la situación en conflicto. Entonces, si, como ya se mencionó, la autocontratación constituye un conflicto de intereses, se concluye que la ley referida trae una similar regulación que la del Código Civil y la del Código de Comercio, por lo que hasta ahora no existe vacío legal alguno81.
Sin embargo el tan referido artículo 23 no establece la situación en que la sociedad pueda aprobar la transacción realizada por sus administradores, con posterioridad a la misma, dejando ahora sí un vacío legal. Es, precisamente, en este caso donde las reglas sobre el mandato y la representación se convierten en herramientas útiles para llenar dicha laguna, pues el artículo 84482 del Código de Comercio y los artículos 1752 a 1756 del Código Civil prevén el fenómeno de la ratificación, el cual actúa como un mecanismo de saneamiento de la actuación del mandatario o representante, posterior a la realización de la transacción.
Es así como en Colombia el máximo órgano social puede proteger los intereses de la sociedad, en los casos de autocontratación, mediante los siguientes mecanismos83:
Otro aspecto que requiere la extensión de las normas del Código Civil y del Código de Comercio, particularmente a las que gobiernan la representación, es lo referente a las consecuencias jurídicas que se presentan cuando el gestor celebra un autocontrato sin la autorización del dominus, pues las normas societarias guardan silencio al respecto.
En un principio se pensó que el ordenamiento jurídico colombiano al prohibir la celebración de autocontratos sin la autorización del representado conllevaba declarar la nulidad absoluta84; sin embargo, al permitir que dichos negocios puedan ser ratificados o saneados por el dominus, lo que realmente se pretendía con las autocontrataciones no autorizadas era la posibilidad de que el poderdante decidiera si anulaba o no el negocio, configurándose una nulidad relativa. Lo anterior debido a que en la autocontratación en particular se presenta una desviación del poder otorgado al representante, y no una ausencia del mismo, lo que genera que el negocio celebrado en esas condiciones sea simplemente anulable85 sin que sea menester demostrar un perjuicio sufrido por el representado, basta con el solo abuso86.
En lo que respecta al ámbito societario, nada impide que las sociedades en Colombia, a través de sus órganos sociales, puedan ratificar o sanear un autocontrato para salvarlo, tal como lo puede hacer un mandante con negocios de su mandatario, aunque de antemano debe precisarse que el administrador en este caso estaría actuando con deslealtad porque ha celebrado un autocontrato ignorando el procedimiento que debe agotarse en defensa del interés social. Aun así, considero que lo anterior no puede aniquilar el negocio si la sociedad considera que le es beneficioso, sin perjuicio de las sanciones de las que sea merecedor el administrador desleal.
Es así como las reglas del mandato representativo permiten llenar aquellas lagunas que pueden surgir en la relación entre los administradores y la sociedad, pero debe tenerse en cuenta que no son las únicas normas a las que habrá que acudir, pues, como se mencionó con anterioridad, la relación objeto de análisis corresponde a un contrato atípico, por lo que habrá que acudir a diferentes regulaciones afines y a las estipulaciones que administrador y sociedad convengan para el desarrollo de la actividad de administración.
Conclusiones
Pie de página
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