10.18601/16577558.n27.02

Enfoque regional

El Medio Oriente: entre rebeliones populares y geopolítica

The Middle East: Between Popular Uprisings and Geopolitics

Gilberto Conde*

* Doctor en Estudios de Asia y África, especialidad en Medio Oriente, El Colegio de México. Docente-investigador, El Colegio de México. [gilberto.conde@colmex.mx].

Recibido: 15 de junio de 2017 / Modificado: 31 de octubre de 2017 / Aceptado: 8 de noviembre de 2017

Para citar este artículo:

Conde, G. (2018). El Medio Oriente: entre rebeliones populares y geopolítica. OASIS, 27, 7-25. DOI: https://doi.org/10.18601/16577558.n27.02


RESUMEN

Medio Oriente ha sido escenario de fuertes convulsiones desde los levantamientos populares de 2011. Los enfrentamientos entre dos ámbitos de actores regionales con conexiones internacionales y su influencia en los conflictos existentes mantiene similitudes con la guerra fría árabe terminada alrededor de 1971. Sin embargo, también tiene grandes diferencias, como la aparición de nuevos actores no estatales que escapan a la lógica de los polos, intrínseca a cualquier guerra fría. La situación actual exhibe dos ámbitos conservadores, uno liderado por la monarquía saudí, que incluye la rivalidad de esta con la qatarí, y otro por los gobernantes iraníes. Esto, sin embargo, no debe confundirse con una oposición binaria entre sunníes y shiíes. En el texto se explora la génesis y el carácter de lo que podríamos llamar "la nueva guerra fría del Medio Oriente", particularmente en el contexto de las diversas revueltas populares en los países árabes y las reacciones conservadoras más importantes.

Palabras clave: Irán, Arabia Saudí, guerra fría árabe, hegemonía estadounidense, Qatar.


ABSTRACT

The uprisings witnessed by many Arab countries since 2011, faced geopolitical actions by regional and world powers. Regional actors have come to clash in the Middle East in ways reminiscent of the Arab Cold War that lasted from the mid-1950s to the early 1970s. The differences, however, are noticeable, including, for instance, the emergence of non-state actors that do not fall into the logic of poles, intrinsic to any cold war. The current divisions display two conservative spheres, one under the hegemony of the Saudi monarchy - which faces an internal rivalry with Qatar - and the other led by the Iranian rulers, without being, however, a simple binary contradiction between Sunnis and Shiites. This text explores the genesis and character of what we have called the "New Middle East Cold War," and the ways in which these Cold Warriors-conservative in both sides-have dealt with the Arab uprisings.

Key words: Iran, Saudi Arabia, Arab Cold War, American hegemony, Qatar.


INTRODUCCIÓN

Tras los ríos de sangre y las nubes de pólvora y polvo que se han alzado sobre Siria, Iraq, Libia, Yemen y otros territorios del Medio Oriente desde 2011, año en que se levantaron numerosos pueblos árabes contra sus regímenes autoritarios, se distinguen las siluetas de las potencias mundiales y los Estados poderosos de la región. Una vez sometidas las rebeliones, los gobernantes locales, regionales y mundiales, reacios a aceptar cualquier tipo de cambios en el área, han tomado partido a favor de unos gobiernos y en contra de otros. Esto ha generado, en torno del conflicto entre pueblos y gobernantes, el choque de alineaciones de Estados que intentan promover sus intereses regionales y hacer retroceder los de sus adversarios. Encontramos por un lado los aliados de Estados Unidos, divididos en dos bandos, uno liderado por Arabia Saudí -en el que entre sombras se ubica Israel- y otro por Qatar y Turquía, y por otro lado los aliados de Rusia, liderados por Irán.

Periodistas y especialistas, seducidos por una narrativa propagada por algunos gobiernos de la región, suelen simplificar el panorama y afirmar que se trata de un conflicto sunní-shií. A menudo agregan que los líderes iraníes han establecido un "Creciente Shií" que va desde la República Islámica de Irán hasta Líbano con Hezbollah, pasando por Iraq, gobernado por shiíes, y Siria, bajo el control de alawíes (véase inter alia Marcinkowski, 2013). La realidad es mucho más compleja; por supuesto, lo religioso y sectario tiene su papel en los conflictos actuales, pero los intereses materiales y de poder de las oligarquías regionales y mundiales tienen un peso indiscutiblemente grande.

Más que el choque de dos sectas religiosas, la rivalidad saudí-iraní genera reminiscencias de lo que Malcolm Kerr (1971) llamó "la guerra fría interárabe", que marcó las décadas de 1950 y 1960. Lo mismo vale para las fricciones saudí-qataríes. Con agudeza singular, el profesor libanés-estadounidense explicó que el eje central en torno del que giraban las relaciones políticas en el Medio Oriente durante la guerra fría era la división de los países entre conservadores y revolucionarios, entre aquellos -cuyos líderes ofrecían su lealtad al bloque capitalista, estadounidense, y se apoyaban en él para su supervivencia- y los que se declaraban no alineados -pero que encontraban cobijo en el bloque llamado comunista, liderado por la Unión Soviética-. El todo se enmarcaba en el contexto de la Guerra Fría mundial.

En lo que va del siglo XXI, como atinadamente ha observado F. Gregory Gause (2014), se está viviendo en la región algo bastante parecido a aquella Guerra Fría en muchas de sus características, como las que se enumeran aquí. Los actores principales miden su poder mediante su capacidad para afectar las luchas políticas internas de Estados vecinos, en los que los regímenes débiles enfrentaban dificultades para controlar a sus propias sociedades. Los actores locales, por su parte, buscaban aliados regionales que los apoyaran en contra de sus oposiciones internas. Los actores no estatales desempeñaban papeles fundamentales. Los campos no siempre estaban unidos, y, en ocasiones, las alianzas rebasaban sus límites. Aunque las superpotencias eran participantes de peso, no eran los maestros que conducían los acontecimientos.

Estas semejanzas entre aquel periodo y el actual son sin duda sorprendentes, pero las diferencias son igualmente importantes, tanto en la escala regional como en la mundial. Lo ocurrido durante el medio siglo transcurrido desde que culminara la guerra fría interárabe entre 1967 y 1971, en parte debido a su propio desenlace, ha transformado las sociedades, el carácter de muchos gobiernos, sus prácticas y discursos, las confianzas y desconfianzas de las poblaciones respecto de sus gobernantes y sus partidos, el contenido y la influencia de los ideales "progresistas" y "reaccionarios".

Así, algunos de los protagonistas estatales no son los mismos que hace cincuenta años. Con la muerte de Naser, el régimen egipcio se transmutó y abandonó sus intenciones o pretensiones revolucionarias. El golpe de Estado de Hafez al-Asad le quitó el filo de izquierda al Ba'th sirio. El desenlace de la Guerra Fría planetaria en 1989-1991 también ha tenido repercusiones: desapareció la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y la Rusia de ahora es abiertamente capitalista.

Para resumir, se puede decir que los conflictos actuales entre Estados en el Medio Oriente enfrentan a dos campos conservadores, aunque cada uno tenga sus propios subconflictos. Es decir, tanto los aliados de Estados Unidos -Arabia Saudí, Israel, Emiratos Árabes Unidos, pero también Qatar y Turquía-, como los de Rusia -Irán, Siria y sus socios- se oponen claramente a tolerar cambios que permitan a las poblaciones tomar el control de sus destinos.

Fuera del ámbito estatal -geopolítico, podríamos decir-, han entrado en escena nuevos protagonistas que quisieran escapar a la lógica de los conflictos entre potencias grandes y medianas, aunque intentan a veces usarlas. El más notorio, sin duda, es el de las organizaciones armadas llamadas yihadíes o takfiríes1, como al-Qaeda o Estado Islámico (Daesh, ISIS, ISIL, EIIL, EI o el acrónimo que el lector guste emplear). Existen otras organizaciones conservadoras, fundamentalistas islámicas, que no necesariamente son armadas, como los Hermanos Musulmanes. Otro actor muy importante, aunque haya caído en desuso mencionarlo en los medios masivos de comunicación, es el de los manifestantes surgidos de las movilizaciones populares de 2011. Habría que agregar aquí la corriente predominantemente kurda que ha animado los procesos de autogobierno en el Rojava (a pronunciar Royavá, oeste del Kurdistán, y que equivale a una franja del norte de Siria).

En este artículo se exploran estas evoluciones en perspectiva histórica con el objetivo de entender la génesis y el carácter de lo que podríamos llamar "la nueva guerra fría del Medio Oriente", y no únicamente a sus protagonistas más notorios. Tras reflexionar brevemente acerca de la evolución de las geopolíticas de las potencias grandes y medianas hacia y en la región durante la centuria pasada, y la transformación de la política regional durante los últimos tres lustros, se analizan los efectos de la ocupación estadounidense de Iraq sobre los ánimos de las potencias regionales y de las poblaciones. Se propone, asimismo, una reflexión acerca de las revueltas populares en los países árabes de 2011 y las reacciones conservadoras más importantes. Se pone énfasis en los acontecimientos de Siria, que resumen en gran medida los conflictos en curso.

REVOLUCIONARIOS Y CONSERVADORES DEL SIGLO XX

El siglo XX atestiguó el despliegue de las ambiciones imperialistas sobre el Medio Oriente, pero también el surgimiento de importantes tendencias de resistencia que se expresaron en movimientos políticos laicos y religiosos, revolucionarios y conservadores. Mientras que durante las primeras décadas de la independencia, las de 1950 y 1960, gobiernos nacionalistas y movimientos de izquierda expresaban el antiimperialismo resultante, en los decenios posteriores los gobiernos republicanos se volvieron conservadores, a menudo vectores de los intereses hegemónicos globales. Mientras que perdían liderazgo interno, dependían cada vez más del espionaje, la represión y la corrupción para mantenerse en el poder. Simultáneamente, los movimientos islamistas se fueron convirtiendo en los representantes principales de la protesta social en toda la región (Achcar, 2004).

Inaugurado con la Primera Guerra Mundial, el corto siglo XX -como Eric Hobsbawm (1994) llamara al periodo comprendido entre 1914 y 1991- vio de inmediato la colonización del Medio Oriente. Las potencias victoriosas, Gran Bretaña y Francia, pusieron en marcha los acuerdos secretos que establecieron durante la conflagración para distribuirse los territorios árabes del Imperio Otomano y establecieron su influencia en otros países de la región. Dividieron la zona con el establecimiento de Siria, Iraq, Líbano, Jordania y Palestina, que ocuparon, y controlaron Irán y lo que después sería Arabia Saudí.

Con el inicio de la hegemonía mundial de Estados Unidos tras la Segunda Guerra, se otorgó la independencia a los países colonizados, pero se pretendió sujetarlos mediante un nuevo tipo de dominación. Aparte de apoyar la creación del Estado de Israel, la administración estadounidense y la corona británica se esforzaron por atar a los pueblos de la región mediante tratados militares en nombre de la lucha contra la Unión Soviética.

Los deseos de independencia y unidad agitaron a las poblaciones árabes y cristalizaron en el ascenso al poder de dirigentes nacionalistas en Egipto, Siria e Iraq. Durante más de una década afirmaron su independencia al rechazar la colonización israelí de Palestina, criticar de forma feroz a las monarquías conservadoras árabes y establecer relaciones con la Unión Soviética. Resonaron nombres de líderes republicanos como Gamal Abdel Naser, presidente de Egipto; Abd al-Karim Qasim, primer presidente de Iraq, o Salah Jadid, dirigente del ala izquierda del Ba'th sirio y hombre tras el poder en Damasco durante algunos años. Les seguirían otros como Yaser Arafat, líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), y Kamal Jumblat, del Movimiento Nacional Libanés.

La guerra fría interárabe fue demasiado desafío para esa generación soñadora de independencia y revolución social. Los monarcas de Arabia Saudí y Jordania, con todo el apoyo de sus aliados -léase patrones- estadounidenses y europeos, además del de sus vecinos no árabes, Israel, Turquía e Irán, buscaron formas de debilitar los liderazgos radicales. Las costosas guerras israelí-árabes se sumaron a las intrigas y a la promoción desde Arabia Saudí de movimientos islamistas que socavaran las bases de los nacionalistas. Esto se sumó a las contradicciones propias de los panarabistas que promovían, cada uno, a su propio partido en detrimento de los otros. El Cairo se desangró con la guerra egipcio-saudí en Yemen.

Debilitados por sus propias contradicciones, los nacionalistas árabes republicanos sufrieron una fuerte derrota en 1967 cuando Israel lanzó un ataque sorpresa con apoyo del Pentágono. La maquinaria de guerra de Tel Aviv ocupó Cisjordania, Gaza, la península del Sinaí y los Altos del Golán. Pocos meses después, en una cumbre de la Liga Árabe, el Gobierno saudí ofreció soporte económico, aprovechando sus recursos petroleros, para la recuperación de los países derrotados2. El bloque conservador venció así al revolucionario tras años de confrontación.

La guerra fría interárabe, sin embargo, no culminaría por completo sino entre 1969 a 1971, con una serie de cambios de régimen que llevaron al poder a élites originadas en las corrientes nacionalistas pero más dispuestas a transigir, lo que representaría el inicio del fin de una generación revolucionaria. En Egipto, murió Naser en 1970 y entraron Anwar al-Sadat y, a su muerte 11 años después, Hosni Mubarak. En Iraq, Saddam Husayn, del ala derecha del Ba'th, dio un golpe de Estado contra el Gobierno nacionalista. En Siria, Hafez al-Asad dirigió una asonada contra el ala izquierda del Ba'th. A pesar de mantener el discurso nacionalista y, en ocasiones, incluso socialista, los nuevos regímenes, además de autoritarios y represivos, serían más proclives a transigir con Washington y no pocos de sus aliados conservadores. Sadat llevó a Egipto a firmar un acuerdo de paz con Israel separado de los palestinos y los demás países árabes. Sin llegar tan lejos, Asad representaba una opción relativamente moderada hacia Washington, Israel y las monarquías del Golfo, si se le compara con el Gobierno que depuso. Con todas sus ambiciones, Saddam Husayn también buscaba acomodarse, como demostraría en numerosas ocasiones, particularmente entre 1975 (con los Acuerdos de Argel con el shah de Irán) y 1988 (tras la guerra con Irán, que agradaba a Washington y Riyad).

La historia de los fundamentalismos islámicos es bastante compleja. Estos movimientos tienen raíces propias, pero también importantes aportes estatales. Arabia Saudí y otros aliados de Estados Unidos y Gran Bretaña tienen una larga historia, por lo menos desde 1962, de promoción de los movimientos islamistas contra los gobiernos nacionalistas y los movimientos de izquierda en los países árabes e islámicos (Corm, 2012; Ozkan, 2015). Después de cierto tiempo, muchos han virado contra sus antiguos promotores. El primero en tener éxito notorio al derrocar a un régimen y tornarse abiertamente contra Washington fue el que condujo la revolución islámica de Irán en 1979.

Para debilitar a la Unión Soviética, pero también a los ayatollahs iraníes, Estados Unidos y sus aliados regionales, en particular Arabia Saudí y Pakistán, alentaron la formación de ejércitos de muyahidín para combatir a los soviéticos en Afganistán en nombre de la fe y de Dios. Reclutaron a afganos y a ciudadanos de numerosos países árabes e islámicos en lo que después se conocería como la red al-Qaeda para luchar contra los soviéticos y el Gobierno ligado a estos en Afganistán, con base en una versión particularmente radical de fundamentalismo islámico.

Con el fin de la llamada Guerra Fría a escala mundial tras la disolución de la Unión Soviética en 1991, Washington dio un giro en su geopolítica hacia el mundo y hacia la región en particular. El Gobierno de Estados Unidos, erigido en única superpotencia mundial, formó una alianza global que atacó a Iraq aprovechando que el Gobierno de Saddam Husayn había invadido Kuwait. Durante trece años se mantuvo al país mesopotámico bajo acoso con severas sanciones económicas y bombardeos cotidianos (Simons, 2002). Paralelamente, se inició un proceso de negociaciones árabe-israelíes que llevaron a lo que parecían posibilidades de paz en el expediente palestino, con los famosos acuerdos de Oslo, pero que terminaron en un callejón sin salida. Si la mediación del presidente Clinton hubiese llevado a una solución justa y duradera del conflicto israelí-palestino e israelí-árabe, las animadversiones antiestadounidenses se podrían haber reducido de manera radical; pero no fue el caso.

Sin embargo, durante la década de 1990, los administradores de la Casa Blanca condujeron una política que los llevó a enfrentarse con los movimientos islamistas que habían apoyado hasta la década anterior, y a generar una animadversión creciente hacia su país entre las poblaciones árabes y musulmanas. En esos años hubo importantes debates entre los intelectuales estadounidenses del poder. Mientras que algunos plantearon que su país vivía un momento unipolar que debía aprovechar (Krauthammer, 1990), otros cayeron en cuenta de que Estados Unidos podía perder su posición hegemónica. Una de las causas era la pérdida del enemigo soviético que tanto ayudaba a mantener unidos a los aliados detrás del liderazgo estadounidense. Samuel Huntington (1998) propuso convertir al islam y a la civilización islámica en el enemigo capaz de mantener a la superpotencia en su posición predominante.

Aunque la administración estadounidense nunca se dejó seducir del todo por la tesis del choque de civilizaciones, sí jugó con ella. Por supuesto, mantuvo excelentes relaciones con la monarquía saudí y con presidentes como Hosni Mubarak y las élites de Turquía, por no hablar de las de tantos otros países islámicos. No obstante, parte importante de los medios de comunicación de su país insistían en pintar a los musulmanes como terroristas. Al-Qaeda se convirtió en un enemigo que mostró su capacidad ofensiva el 11 de septiembre de 2001 con los ataques terroristas de Nueva York3.

LA OCUPACIÓN DE IRAQ EN 2003 Y LA NUEVA GUERRA FRÍA DEL MEDIO ORIENTE

Para rastrear los orígenes de la nueva guerra fría del Medio Oriente es indispensable entender el devenir de la invasión estadounidense de Iraq de 2003. La rivalidad entre el Reino de Arabia Saudí y la República Islámica de Irán no es algo nuevo. Como se mencionó, la guerra de 1980 a 1988 del Gobierno de Saddam Husayn contra Irán había contado con el total apoyo saudí. Justo cuando el radicalismo nacionalista parecía haber quedado bajo control, aparecía uno nuevo y quizás tan contagioso, ahora de corte religioso, que cuestionaba el régimen monárquico. Sin embargo, la guerra había dejado exangüe a Irán. No fue sino a partir de la ocupación estadounidense de Iraq que empezó a hacerse patente la vitalidad de la reconstrucción iraní y a extenderse su influencia por la región de manera más consistente. Fue también entonces que emergió con fuerza la nueva guerra fría regional.

Al ocupar Iraq en la primavera de 2003, la administración estadounidense de George W. Bush intentaba operar un viraje geopolítico; era el primer paso de un ambicioso proyecto. Tras ese país debían caer otros que la Casa Blanca consideraba hostiles, particularmente el iraní, el sirio y el libio. El fracaso rotundo en Iraq les impidió continuar. Los "civiles del Pentágono" que habían concebido el plan se proponían garantizar que su país se mantuviera al frente del mundo durante el siglo que se abría (su página de internet, ahora inexistente, era www.newamericancentury.org). Controlar el Medio Oriente, aquel viejo sueño de los primeros años de la Guerra Fría global, era una pieza clave de una estrategia para evitar que algún país o coalición, incluyendo China, pudiera obtener la hegemonía sobre el conjunto del sistema capitalista.

Sin embargo, la campaña iraquí no solo fue un fiasco monumental por la derrota que las resistencias le propinaron al ejército ocupante. Una de las principales fallas de la administración estadounidense consistió en establecer leyes como la de desba'thificación, que llevó a excluir de toda actividad de gobierno a cualquier persona que hubiera sido parte del Partido Ba'th, sin importar que lo hubiera sido de manera voluntaria o por falta de alternativa. Otra fue la de organizar las nuevas instituciones políticas del país como si la sociedad se dividiera esencialmente entre sunníes y shiíes, cuando la realidad profunda del país no era esa (Conde, 2002). Con el argumento de que los shiíes eran mayoría, los tropas de ocupación le dieron el poder a los partidos islamistas shiíes con los que venían tratando desde la guerra de 1991 (Ismael y Fuller, 2009). El Gobierno iraquí así constituido desconfiaba de las comunidades sunníes y se apoyó cada vez más en el Estado iraní que en las fuerzas de ocupación; a esto se sumó la venalidad de un Gobierno producto de la ocupación. Lo anterior llevó a las comunidades sunníes a sentirse discriminadas y contribuyó a atizar la división sectaria.

Washington fue descubriendo que un gasto de varios millones de millones (billones) de dólares y la muerte de varios miles de sus soldados no solo alimentaba la resistencia sino que había resultado en fortalecer a Irán, su enemigo en la zona. Ante el acoso estadounidense y europeo, Damasco había apoyado a los rebeldes, particularmente a los ba'thistas, pero también había mantenido una alianza con el Gobierno iraní desde el inicio de la guerra Irán-Iraq. El gran aliado del Gobierno iraní en Líbano, Hezbollah, tenía cada vez más influencia en este país, particularmente tras el retiro de las fuerzas israelíes del sur del país en 2000 y la incursión israelí de 2006. Por si fuera poco, el Movimiento de la Resistencia Islámica (Hamas) de Palestina, aún siendo sunní, también tenía lazos con Teherán.

Varias monarquías del Golfo, en especial la saudí, que habían anhelado capitalizar la invasión de Iraq, veían con desasosiego que Irán era el beneficiario de la ocupación y que extendía su influencia por lo que consideraban su área de exclusividad. Invirtieron grandes sumas en promover a grupos sunníes, particularmente islamistas, que boicotearan al nuevo Gobierno de diversas maneras. Las atrocidades cometidas por las tropas ocupantes, como las torturas en la prisión de Abu Ghraib, redundaron en el fortalecimiento de organizaciones armadas de resistencia que no solo contribuyeron a la derrota de Estados Unidos en Iraq. El grupo de Al-Qaeda en Mesopotamia -que tuvo diversos nombres y fuera posteriormente renombrado Estado Islámico en Iraq y Sham (Daesh) y ahora simplemente Estado Islámico-, producto de ese proceso, se dedicó a combatir a los shiíes, más que a los ocupantes.

Gause (2014) explica con convincente elocuencia que las contradicciones saudíiraníes no son esencialmente sectarias. No obstante, desde 2004, propagandistas jordanos, egipcios y saudíes empezaron a propalar la idea de que la contradicción fundamental en el Medio Oriente era la que oponía a sunníes y shiíes, y que Irán estaba estableciendo lo que llamaron una "Media Luna Shií" (Barzegar, 2008). Afirmaban que estaba extendiendo una hegemonía en la región por medio de gobiernos y organizaciones shiíes que formaban un arco que incluía a Iraq, Siria y Líbano con Hezbollah.

LA NUEVA GUERRA FRÍA Y LAS REBELIONES POPULARES

Literalmente, una chispa encendió la pradera árabe durante los últimos días de 2010. Se sucedieron revueltas populares en un gran número de países (Mesa Delmonte, 2012a; Galindo et al., 2014), lo que terminaría por crear desasosiego en ambos lados de la guerra fría del Medio Oriente, así como entre las grandes potencias. En cuestión de semanas, cientos de miles salieron a las calles y lograron derrocar por vía pacífica a los presidentes de Túnez y de Egipto. Aparecieron manifestaciones hasta en los sitios más inverosímiles, como el reino saudí. Las autoridades estadounidense y europeas -ni hablar de las del Golfo- mostraron desconcierto. No pocos dictadores que les habían servido para mantener en calma la región durante décadas y que aún no caían se enfilaban hacia el despeñadero. El futuro del presidente de Yemen y del monarca de Bahréin pendía de un hilo. El único alivio que encontraron las élites euroestadounidenses y las de ciertas monarquías de la región fue ver que también el hombre fuerte de Libia y el presidente de Siria estaban siendo cuestionados. Esto, por otro lado, era lo que preocupaba a los gobernantes iraníes, que en un inicio habían dado la bienvenida a los levantamientos. En otras palabras, las élites regionales y mundiales, conservadoras todas, reaccionaron virulentamente para intentar contener o encausar las rebeliones populares según sus intereses.

Aunque con grandes diferencias de un país a otro (Mesa Delmonte, 2012b), los movimientos insurreccionales fueron animados inicialmente sobre todo por jóvenes a los que solía preocupar bastante poco el tema religioso. Lo que en muchos casos sí les preocupaba era la penuria económica y la falta de expectativas, la corrupción, el autoritarismo y la imposibilidad de tener cualquier peso en la definición de su futuro (Conde, 2012; Isla Lope, 2012). Aunque todo esto resultaba en parte de fenómenos visibles, también tenía que ver con la transición demográfica que venía transformando a la región desde hacía décadas (Courbage y Todd, 2007; Todd, 2011).

Así como en la guerra fría árabe de hace cincuenta años se conformaron dos campos con conflictos internos, en la nueva guerra fría de la región han aparecido dos ámbitos. En uno participan los países árabes del Golfo, además de Turquía, y en el otro participa Irán, así como Siria. Hemos optado por llamarlos ámbitos para evitar la expresión de bloques, que daría la idea equivocada de que se trata de sendos grupos de aliados sin diferencias evidentes entre sí.

Desde la guerra fría interárabe (terminada en 1971), la revolución islámica de Irán (1979) y la invasión iraquí de Kuwait (1990), la monarquía saudí no había visto una amenaza a su estabilidad directa de la magnitud de la que generó la Primavera Árabe. Preocupada por el peligro de que los levantamientos culminaran en revoluciones victoriosas que desataran dinámicas ajenas a su control, esta monarquía y otras del Golfo juntaron cientos de millones de dólares para hacer frente a la situación. Orientaron sus esfuerzos a concentrar los cambios en Libia y Siria, evitar transformaciones importantes en otros países en crisis y revertir, en la medida de lo posible, lo de Egipto y Túnez. En el proceso, intentaron islamizar a los movimientos rebeldes, como se vería en Siria (véase, por ejemplo, Álvarez-Ossorio, 2017).

En torno de esto, sin embargo, apareció una fuerte diferencia dentro de lo que algunos habían considerado hasta 2014 el bloque sunní, ya que quedó plenamente al descubierto un conflicto entre saudíes y qataríes. Estos, convencidos de que era más conveniente permitir o incluso alentar ciertos cambios en la región, a condición de mantenerlos bajo control, apoyaron a varias corrientes islamistas, como los Hermanos Musulmanes en Egipto y Túnez, por no hablar de Yemen y otros países (Galindo, 2017). El Gobierno de Recep Tayyep Erdogan, de Turquía, quedó del lado de Qatar. La labor informativa de la famosa televisora qatarí al-Jazeera fue de importancia central en promover las ideas de esta corriente. La fricción interna en este bando reaparecería en la primavera y el verano de 2017 con el bloqueo saudí contra Qatar.

Como se ha mencionado, el otro grupo importante en todo esto se alinea en torno de Irán, que en un inicio vio con beneplácito el estallido de las rebeliones populares ya que inicialmente afectaron a países que estaban en el bloque proestadounidense. Cuando la rebelión llegó a Siria y los apoyos de otros países se concentraron en armar y apuntalar a los rebeldes de este país, incluso con la participación de voluntarios sunníes provenientes de todo tipo de países, los iraníes concentraron cuantos recursos pudieron en apoyar al régimen de Bashar al-Asad. Este ámbito, a su vez, contó con la participación de varias organizaciones militantes, particularmente de Hezbollah, de Líbano, y de numerosas milicias iraquíes de confesión shií.

Como se ha visto, ambos ámbitos de la nueva guerra fría de la región están constituidos en torno de sendos liderazgos globales, aunque los regionales tienen un muy alto grado de autonomía respecto de los mundiales. Así, mientras que el ámbito saudí-qatarí se conforma en torno de Estados Unidos, el iraní-sirio se alinea en torno de Rusia. No obstante, cada actor estatal y cada oligarquía suele tener sus intereses, afinidades y temores propios.

Las potencias mundiales, Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia, así como la otra potencia regional, Israel, también tienen grandes intereses que defender en la zona de entre el Mediterráneo y el Golfo. Los líderes de cada uno de los Estados en cuestión avanzaron sus propias iniciativas en las diferentes etapas de la crisis desatada en 2011. La llegada del presidente Donald J. Trump a la cima del Gobierno estadounidense estimuló las tendencias de conflicto en la región.

Es importante destacar que, aunque la guerra fría del Medio Oriente enfrenta a Estados, una diversidad de actores no estatales tiene una gran importancia en los acontecimientos de la región. Se puede argumentar que muchos de esos actores -que incluyen a organizaciones islamistas de tipos diversos, grupos paramilitares y partidos políticos- pertenecen a uno u otro ámbito, pero todos tienen sus propios intereses y objetivos que en ocasiones chocan con los de los centros de poder de la región o del mundo.

Asimismo, hay que destacar la existencia de otros dos sectores que escapan en gran medida a la lógica de la guerra fría regional. Por un lado se encuentran dos renombradas organizaciones salafíes transnacionales, Daesh y al-Qaeda. Por el otro lado están las organizaciones del movimiento kurdo de liberación, como el Partido de la Unidad Democrática (PYD) en Siria y, por supuesto, un muy amplio pero bastante desarticulado y poco delimitado sector de jóvenes que participaron en las movilizaciones masivas y pacíficas de 2011.

Adelante veremos los detalles. Antes, no obstante, hay que decir que, en el fondo, tiene razón Gilbert Achcar (2016) cuando afirma que en la actualidad se enfrentan entre sí sectores conservadores, que incluyen a los Estados de la región y del mundo, así como a las organizaciones islamistas. No solo compiten entre sí, sino que buscan evitar la eclosión de los movimientos progresistas que vieron la luz a raíz de los acontecimientos de Túnez a mediados de diciembre de 2010. Esto le da a la actual guerra fría del Medio Oriente un carácter a la vez similar y bastante distinto al que tenía la de las décadas de 1950 y 1960.

El ámbito saudí y la hegemonía estadounidense

El ámbito en el que destaca Arabia Saudí incluye, entre otros, a Qatar, Turquía, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Bahréin, Jordania y Egipto. A estos se unen actores no estatales o semiestatales, como el libanés Movimiento Futuro, del hombre político y de negocios Sa'ad Hariri y el Gobierno Regional del Kurdistán (GRK) iraquí, encabezado por la familia Barzani y su Partido Democrático del Kurdistán (PDK). Se trata de gobiernos, movimientos políticos y oligarquías que se han alineado tras la hegemonía estadounidense desde hace décadas. Como se sabe, a escala mundial participan en este campo países miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), tales como Gran Bretaña y Francia.

Como se advertía en la introducción a este apartado, se han hecho notorias las subfacciones dentro de este grupo. La monarquía saudí apoyó el golpe de Estado en Egipto en 2013, mediante el que se depuso al gobierno de los Hermanos Musulmanes, el único democráticamente electo en el país. Por supuesto, el Gobierno militar no solo puso fin al nuevo Gobierno que estaba imponiendo políticas de corte fundamentalista, sino también a los avances democráticos que habían conseguido los manifestantes de 2011. La monarquía y los líderes religiosos saudíes han mantenido una actitud sumamente hostil hacia la Sociedad de los Hermanos Musulmanes no únicamente en Egipto, sino en toda la región, sin importar que la hermandad sea también sunní y tenga un programa fundamentalista (aunque con diferencias respecto del saudí).

Por el contrario, la familia real qatarí y el Gobierno de Turquía dieron la bienvenida a los movimientos populares, aunque buscando promover a los Hermanos Musulmanes. Esta afinidad generó fricciones entre Qatar y Turquía, por un lado, y Arabia Saudí y otras monarquías del Golfo, por no hablar del Gobierno militar egipcio, por el otro.

A pesar de los choques, incluso armados, de los partidarios de ambas tendencias (en Libia, Siria y Egipto, por ejemplo), han coincidido en al menos dos escenarios. El deterioro de la situación en Yemen -tras la remoción negociada por Arabia Saudí del expresidente Ali Abdallah Salih- dio un viraje súbito cuando el movimiento Huthi se levantó en armas y, con el apoyo de Salih -y aparentemente de Irán-, derrocó al nuevo Gobierno, encabezado por Abd Rabbuh Mansur Hadi. Salih, no hay que olvidar, fue presidente de Yemen del Norte desde 1978 y luego de Yemen a partir de la unificación con el sur en 1990. Hadi fue su vicepresidente de 1994 a 2012. El Gobierno yemení fue cercano al de Arabia Saudí desde poco después del fin de la Guerra del Golfo de 1991. Las fuerzas armadas saudíes intervinieron con apoyo estadounidense, británico y emiratí, entre otros, en contra de los huthis y de Salih para intentar restituir a Hadi en la presidencia, aunque infructuosamente. En esto, han contado con el apoyo de las autoridades qataríes y turcas, así como del Partido Islah (los Hermanos Musulmanes en Yemen).

En Siria, los gobiernos del ámbito proestadounidense han tenido muchas coincidencias aunque no pocas desavenencias. No obstante, todos esos Estados y un número importante de sus magnates han apuntalado, de una forma u otra, a cualquier grupo dispuesto a combatir al Gobierno de Bashar al-Asad. Esto ha incluido a Daesh, pero también a la sección de al-Qaeda en Siria, Yibhat al-Nosra, y muchos otros grupos grandes y pequeños que se encuentran en el país en apoyo a la rebelión, pero en función sobre todo de aprovechar las condiciones con miras a apuntalar una agenda ligada a su concepción escatológica del mundo, de la religión y de la política. Es probable que estos Estados y actores individuales hubieran albergado esperanzas, en 2011 y 2012, de derrocar rápidamente a al-Asad y su régimen. Tras ver que el poder sirio se mantenía, fueron orientando sus apoyos a las organizaciones que mostraban mayor eficacia en el terreno, pero también a aquellas que tenían una mayor afinidad ideológica con los financiadores.

La administración estadounidense se ha encontrado en una situación compleja tras otra. La primera postura parece haber propuesto el mantenimiento de los nuevos regímenes en Egipto y Túnez y evitar más cambios salvo en Libia y, quizás -ya que no queda del todo claro-, en Siria (véase el discurso de Obama, 2011). En nombre de la legitimidad del levantamiento contra al-Asad, Washington permitió actuar a sus aliados y toleró el desarrollo de numerosas organizaciones yihadistas, aunque limitando el abastecimiento de cohetería antiaérea, incluso de parte de sus aliados (Achcar, 2016). Cuando, tras el uso de armas químicas en al-Ghuta en el verano de 2013, se rehusó a confrontar directamente a al-Asad, decidió concentrar sus ataques en el Estado Islámico, que ya tomaba impulso.

La administración Obama optó por realizar una retirada relativa de la región (Simon y Stevenson, 2015). Estados Unidos, bajo Obama, permitió a sus aliados tomar numerosas decisiones estratégicas en Siria y otros países, a pesar del caos resultante y de las ondas de choque que ha tenido en todo el Medio Oriente y fuera de él. Enfrentó contradicciones entre su interés por contrarrestar la influencia rusa, garantizar el apoyo de sus aliados y asegurar la estabilidad necesaria para mantener los negocios capitalistas en la región.

Aunque Israel ha tenido sus propios problemas con el recurrente surgimiento de la resistencia palestina a la ocupación y a la supresión de derechos, no deja de actuar en el tablero regional. Mesa Delmonte (2017) mostró la relativa cautela con la que actuaron, al menos en público, las fuerzas israelíes entre 2011 y 2016. A pesar de los deseos de debilitar a Irán, el escenario ideal para los gobernantes israelíes hasta entonces había sido el debilitamiento y el desgarramiento entre los árabes, por lo que no necesariamente le interesaba la caída del régimen del Ba'th en Siria, ya que este le ha garantizado un grado importante de estabilidad desde finales de 1970 (con la excepción que confirma la regla de la guerra de octubre de 1973), y la emergencia de una alternativa desconocida en el territorio vecino podía ser más peligrosa. Todavía queda claro que una solución justa y duradera a la cuestión palestina ayudaría enormemente a reducir el sentimiento de agravio de los árabes y los musulmanes del mundo.

La presidencia de Trump ha cambiado la distribución de las cartas. Ya durante la campaña electoral sus promesas respecto de la región habían sido contradictorias. Durante sus primeros meses de gobierno, sin embargo, parece haber planteado una reorientación en su política en general y su política económica en particular, alejándose del aislacionismo para optar por el crecimiento basado en la expansión del presupuesto militar y, por tanto, de la industria militar. Los conflictos del Medio Oriente, en Siria particularmente, parecen darle el argumento perfecto para continuar la expansión de la industria bélica. A esto hay que agregar los logros de su visita a Arabia Saudí e Israel en mayo de 2017, en que consiguió enormes contratos militares, por no hablar de los beneficios personales para sus negocios y para las iniciativas de su familia inmediata. La tendencia que ha mostrado desde la gira ha sido la de abdicar al liderazgo de su país hacia la región para ponerse a la cola de las decisiones tomadas por los líderes saudíes e israelíes. Su aparente apoyo al aislamiento de Qatar por parte del ámbito saudí es una muestra patente de esta tendencia.

El ámbito iraní y el liderazgo ruso

El ámbito en el que destaca Irán incluye a Iraq y Siria, así como a grupos no estatales como el Hezbollah libanés, milicias shiíes iraquíes, ligadas o no al Gobierno de su país, y diversas milicias sirias, entre otros grupos. La relación de los protagonistas de este ámbito con Rusia ha conocido grandes altibajos desde la desaparición de la URSS. Durante la década de 1990 menguaron claramente y se fueron fortaleciendo durante la de 2000. A escala mundial, China ha estrechado lazos con Rusia, que han aumentado desde el inicio del conflicto en Ukrania en 2014.

No se debe soslayar la existencia de diferencias y matices en el ámbito iraní, a pesar de que son menos evidentes que en el saudí. Muchos, particularmente los líderes saudíes, aseguran que los huthis de Yemen forman parte de este grupo por ser shiíes, de la secta zaydí. No obstante, durante décadas Arabia Saudí ha estado aliada a gobernantes zaydíes en Yemen, como con el imamato, antes de 1967, y con Ali Abdalla Salih desde mediados de la década de 1990. Aunque sí hay indicios de apoyo iraní, los huthis tienen un alto nivel de independencia que no garantiza la longevidad de una alianza con Teherán.

Para las élites rusas y chinas, el derrocamiento del régimen sirio amenaza con traerles graves consecuencias. Se podía convertir en el primer paso hacia la consecución del objetivo de la administración Bush en 2003, con la que Rusia perdería mucho más que el acceso a la base naval de Tartús, la única que tiene en el Mediterráneo, y los riesgos superarían los del retorno de miles de yihadistas a su territorio. De hacerse del Medio Oriente, Estados Unidos podía aspirar a controlar buena parte de los recursos energéticos del planeta. Si, durante las próximas décadas, el capitalismo estuviera en condiciones de experimentar un cambio de hegemonía de Washington y Nueva York hacia otros centros, como Moscú y Beijing, los líderes actuales en estas capitales querrían impedir el control total del Medio Oriente por fuerzas adversas.

Sin duda, los que toman las decisiones estratégicas en Irán pueden entender este desafío, pero perciben un peligro existencial más inmediato. Si al-Asad y el Baath fueran derrocados en Siria, las amenazas a la República Islámica se podrían multiplicar. Si en Damasco se lograse consolidar un Gobierno favorable a Arabia Saudí, imaginan que no apoyaría o incluso sería adverso a Hezbollah. Es decir, la organización quedaría aislada en Líbano y a merced de los servicios israelíes, lo que aumentaría la viabilidad de un ataque de la fuerza aérea de Israel contra Irán. Si, alternativamente, la caída del régimen sirio es sucedida por el establecimiento duradero de un estado de caos, quizás mayor que el libio, con una guerra entre diferentes agrupaciones sunníes armadas, sin hablar del riesgo de masacres contra grupos sociales, religiosos y étnicos, la estabilidad de Líbano y de Iraq podría verse comprometida, lo que amenazaría directamente al propio Irán.

Por fuera de los ámbitos

Hay, como se anunciaba, numerosos grupos que se encuentran por fuera de los ámbitos geopolíticos de la nueva guerra fría del Medio Oriente. Se trata de dos constelaciones que, para facilitar la exposición, se designan aquí con términos prestados de un vocabulario político viejo, que pueden resultar insuficientes para describirlas: la reaccionaria y la progresista. La primera incluye particularmente a dos organizaciones fundamentalistas islámicas transnacionales, al-Qaeda y Daesh. La segunda incluye a una diversidad de redes, grupos, movimientos, asociaciones y agrupaciones democráticas, liberales y de izquierda. Al igual que con los polos descritos anteriormente, la realidad de estas constelaciones no debe nublar sus diferencias internas, tanto en términos ideológicos como prácticos.

Al-Qaeda y Daesh -que, como se sabe, se desgajó de aquella en 2014- intentaron capitalizar las movilizaciones populares en los países árabes para renovarse, fortalecerse e intentar poner en marcha su visión de un Estado islámico "puro" más allá de las fronteras heredadas de la colonización europea del Medio Oriente y del mundo islámico. Su propuesta, sin embargo, es contraria a lo que se veía en las manifestaciones de 2011. Tan es así que, cuando Daesh tomó la ciudad de Raqqa en Siria y los habitantes de la ciudad empezaron a manifestarse contra su mando, como lo reportó el diario Asharq Al-Awsat en 2013, la nueva administración local reaccionó con una represión furiosa que terminó por silenciar o expulsar a los rebeldes locales (Syria Untold, 2013).

Aunque ambas organizaciones comparten una base ideológica común con Arabia Saudí, consideran hipócritas e incluso apóstatas a los reyes que gobiernan en Riyad. Si bien en ocasiones, como en 2012, han recibido financiamiento de magnates wahhabíes de las monarquías del Golfo, tienen su propia agenda y estrategia. Daesh, más que otros, concibe su lucha en términos sectarios en oposición a los shiíes, así como a los seguidores de otras religiones.

La constelación progresista tiene dos tipos de vertientes que tomaron posiciones diferentes frente a los acontecimientos de los últimos años, particularmente en Siria. A pesar de lo nebuloso de estos entornos y de sus posturas diversas, cuando no encontradas, es erróneo agrupar al grueso de sus integrantes dentro de uno u otro bando de la nueva guerra fría del Medio Oriente. Una importante línea de demarcación entre ambas vertientes la constituye su origen, que a veces, aunque no siempre, coincide con sus posiciones.

Por un lado están los partidos políticos de viejo cuño, nacionalistas o de izquierda, que han subsistido a lo largo de las décadas, en algunas ocasiones en la clandestinidad y, en otras, de manera tolerada. En el escenario sirio, entre los partidos, muchos optaron desde que empezaba la insurrección popular por una vía negociada hacia la democratización (CEIP, 2016), lo que, de manera injustificada, ha llevado a que se les considere a priori parte del polo proiraní, prorruso, al que pertenece el Gobierno de al-Asad.

Aquí merece destacar otra corriente muy importante del ámbito de los partidos de viejo cuño; se trata de la que en Siria representa el PYD kurdo, que ha dirigido un proceso de autonomía y autodeterminación en varios cantones que se encuentran bajo su control en el norte del país. Se ha dado a conocer su movimiento como la revolución del Rojava, en referencia al oeste del Kurdistán (o Kurdistán sirio). Algo sumamente interesante en su propuesta y práctica de lo que llaman confederalismo democrático es que -aparte de oponerse a la fragmentación de Siria en varios Estados, entre los que hubiera o no uno kurdo- dentro de los propios cantones del norte de Siria promueven estructuras de autogobierno de las mujeres y de los grupos étnicos minoritarios, así sean árabes, turkmenos, siríacos o armenios. El argumento que los nacionalistas y los conservadores han empleado entre los árabes para dificultar el atractivo de su propuesta es que se trata de un movimiento kurdo.

Por otro lado, están las redes de activistas -jóvenes en gran medida- que salieron a manifestarse entre diciembre de 2010 y de 2011. Muchos autores los ubican en un ámbito u otro de la nueva guerra fría del Medio Oriente. Es verdad que en ocasiones establecieron alianzas y recibieron apoyo económico o logístico de países extranjeros u organizaciones militantes. No obstante, estos activistas suelen entender con claridad que los Estados y los grupos islamistas buscan hacer avanzar sus planteamientos y defender propios intereses, y no los del movimiento de 2011. Son, sin duda, los grandes perdedores de la polarización de los conflictos en la región y del auge de todos los conservadurismos. Estados Unidos ha intentado pesar sobre estos dos últimos grupos al ofrecerles entrenamiento, armamento, equipo y protección aérea para que realicen ataques contra ciertos objetivos.

REFLEXIONES FINALES

Los juegos de poder entre Estados regionales y mundiales, y la actuación de actores no estatales, así como su utilización por los gubernamentales, nos llevan a concluir que está en curso una nueva guerra fría del Medio Oriente reminiscente de la que se desarrolló durante las décadas de 1950 y 1960. Esta evolución se ha hecho manifiesta particularmente desde la ocupación estadounidense a Iraq en 2003, que rompió los frágiles equilibrios existentes hasta entonces. Las rebeliones populares de 2011, y la amplia crisis de legitimidad que generaron, llevaron a que se exacerbara el conflicto entre dos ámbitos no homogéneos, uno reunido en torno de las monarquías saudí y qatarí, y otro en torno de los gobernantes iraníes.

Frente a los levantamientos populares, el grueso de las oligarquías del Medio Oriente y sus Estados optaron por evitar cambios reales. La parte medular del ámbito saudí decidió limitar los cambios a dos países, Libia, controlada hasta entonces por un autócrata que consideraban impredecible, y Siria, gobernada por una élite muy ligada al ámbito liderado por Irán. Aunque Teherán hubiera deseado cambios en países ubicados afuera de su ámbito, se vio obligado a actuar a la defensiva para salvar al Gobierno de Damasco y hostigar al polo contrario en donde pudiera, incluso en Yemen. Al igual que durante la guerra fría interárabe de hace cincuenta años, los conjuntos no actúan como bloques incondicionales a Arabia Saudí o a Irán, sino como ámbitos con fricciones internas e intereses diferenciados. Así, la parte del primer ámbito ligada a Qatar intentó apoyar, además de cambios en Libia y Siria, a los nuevos gobiernos islamistas en Egipto y Túnez, así como a otros movimientos rebeldes de corte islámico.

No obstante, hay numerosos elementos nuevos en la nueva guerra fría del Medio Oriente que la tornan muy distinta de la de hace cincuenta años. Estados Unidos busca desentenderse del Medio Oriente y dejar las responsabilidades principales a sus aliados en la región. Esto ya era así en cierta medida con Obama y se está exacerbando con Trump, aunque por causas distintas y de formas diferentes. Lo que se está viendo es que la capacidad de influencia y control estadounidense sobre los Estados aliados es cada vez menor.

No estamos ante un polo progresista, ligado a un campo global así fuera vagamente socialista, y otro conservador, atado al campo capitalista. Ahora, ambos campos mundiales son claramente capitalistas e incluso imperialistas, y ambos polos regionales son conservadores, aunque con una gran variabilidad interna en cuanto a la expresión del conservadurismo (por supuesto, no es igual el conservadurismo de los líderes saudíes al de los egipcios, ni el de los qataríes al de los turcos, ni el de los iraníes al de los sirios). Ahora, a diferencia de hace medio siglo, un polo conservador está con el imperialismo estadounidense y el otro, con el imperialismo ruso.

Otra y quizás más importante diferencia con la bipolaridad del siglo XX en la región es que están presentes dos constelaciones de fuerzas no estatales relativamente fuertes que evaden la lógica de polos intrínseca a la guerra fría, o al menos lo intentan. Una de ellas -la representada por al-Qaeda y Daesh-, no solo es conservadora, sino ultrarreaccionaria. Las organizaciones yihadistas transnacionales aprovechan la coyuntura para fortalecerse y lanzar un fuerte movimiento que intenta desatar la ira de todos los musulmanes del mundo al intentar provocar un desenlace apocalíptico.

En el otro extremo, las rebeliones antiautoritarias de 2011 sacudieron el escenario geopolítico justamente porque generaron un ámbito nuevo que no operaba en función de las tomas de posición o de los intereses de los protagonistas poderosos tradicionales de adentro o fuera del Medio Oriente. Los vientos revolucionarios no son atizados por ningún Estado de dentro o fuera de la región. Aunque no suenan mucho en los medios de comunicación en el momento de publicar este texto, las redes de actores nuevos siguen presentes y actuantes, con su propia visión de futuro, a pesar de los golpes que han sufrido y a pesar de la utilización de la que han sido objeto.


NOTAS

1 Se les llama yihadíes porque los integrantes de estas organizaciones armadas presentan su movimiento armado como un yihad o esfuerzo en el sendero de Dios. Nótese que el adjetivo yihadí es distinto al que en árabe normalmente corresponde al sustantivo yihad, que sería muyahid. Al darles aquel adjetivo se busca cuestionar que sus acciones tengan algo que ver con el legítimo esfuerzo en el sendero de Dios. Por otro lado, el nombre de takfiríes hace referencia a la práctica que tienen estos grupos de declarar apóstatas a otros musulmanes, particularmente a los musulmanes shi'íes, pero también a los sunníes que consideren malos gobernantes o malos practicantes. Históricamente, el takfir (más o menos equivalente a la excomunión en el cristianismo) ha sido mal visto en el islam. Su uso lo han extendido ciertos movimientos islamistas desde la segunda mitad del siglo XX.
2 Acerca de la cumbre de Khartum y sus consecuencias sobre los nacionalistas árabes, véase, entre otros, la interesante discusión de George Corm (2012).
3 En realidad, al-Qaeda ya había realizado un par de atentados exitosos contra objetivos estadounidense, como el ataque contra la embajada en Nairobi (Kenia), en 1998, o el que averió el navío de la armada estadounidense, el USS Cole, en 2001.


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