10.18601/16577558.n27.03

Enfoque regional

Siete años después: Medio Oriente y el contexto internacional

Seven Years Later: The Middle East in the International Context

Marta Tawil*

* Doctora en Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Institut d'Études Politiques de Paris. Docente-investigadora, El Colegio de México, México. [mtawil@colmex.mx].

Recibido: 30 de septiembre de 2017 / Modificado: 27 de noviembre de 2017 / Aceptado: 13 de enero de 2018

Para citar este artículo:

Tawil, M. (2018). Siete años después: Medio Oriente y el contexto internacional. OASIS, 27, 27-46. DOI: https://doi.org/10.18601/16577558.n27.03


RESUMEN

Este artículo explora, entre los países de la llamada Primavera Árabe, la relación entre contexto internacional -entendido en términos de geografía, distribución del poder y agenda normativa mundial- y cambio de régimen o crisis política, a partir de la experiencia de algunos países árabes en la coyuntura crítica inaugurada en Túnez en diciembre de 2010. En todos los casos, el entorno internacional ha sido con frecuencia determinante en el desarrollo de dinámicas económicas, sociales y políticas, aunque los objetivos y las consecuencias de esa interacción son muy distintos según el país. El examen se desarrolla en torno a tres áreas temáticas: economía y política, violencia, y política exterior.

Palabras clave: sublevaciones árabes, presiones internacionales, economía, política, violencia, política exterior.


ABSTRACT

This article explores, in the countries of the so-called Arab Spring, the relationship between the international context - understood in terms of geography, the distribution of power, and the global normative agenda- and regime change or political crisis, based on the experience of some Arab countries in the crisis that started in Tunisia on December 2010. In all cases, the international environment has often been determinant in the development of economic, social and political dynamics, although the objectives and consequences of such interaction are very different according to the country. The exam is developed around three issue-areas: politics and economy, violence, and foreign policy.

Key words: Arab revolts, international pressures, economy, politics, violence, foreign policy.


Han sido múltiples los esfuerzos de las oposiciones en el mundo árabe para alterar gradualmente las realidades políticas y sociales en el marco de las movilizaciones populares desde 2011. Como sostienen Thomas Pierret y Amin Allal (2013), los "momentos revolucionarios" en el mundo árabe que estallaron a partir de Túnez en diciembre de 2010 son procesos, específicamente procesos de adaptación permanente en los que el Estado es un espacio donde se teje una densa trama de relaciones y de formas tradicionales de poder, y en los que el orden social y las prácticas estatales se transforman simultáneamente y de manera continua.

En ese marco, es un hecho que la desintegración social y política que se observa en varios países árabes desde el estallido de las sublevaciones populares en el invierno de 2010 al día de hoy se explica esencialmente por dinámicas internas: 1) la brutal respuesta militar de algunos regímenes árabes dispuestos a destruir a su país para permanecer en el poder ha acentuado identidades y fuerzas tribales y sectarias. Estas, a su vez, hacen imposibles las transiciones democráticas; 2) la falta de experiencia en prácticas democráticas, de individuos y grupos, incluidos los militares, los islamistas, los autócratas de la "vieja guardia" y los grupos de oposición seculares-nacionalistas; 3) la continua afirmación del sentido del derecho a gobernar que tienen autoridades militares y de seguridad en la mayoría de los países, pero más claramente en Siria, Bahréin y Egipto, donde el ejército y los funcionarios que no han sido elegidos siguen ocupándose de las políticas públicas. En suma, la estructura, la forma y las raíces del régimen autoritario tienen repercusiones decisivas en la forma y dirección de la transición posterior (Hagopian y Mainwaring, 2005).

Sin embargo, el mundo árabe no ha sido inmune a las evoluciones globales. La región ha estado durante mucho tiempo sujeta a la influencia extranjera, comenzando con el surgimiento del colonialismo y el nacimiento de los Estados árabes, durante el periodo de la independencia poscolonial y la Guerra Fría, hasta la Primavera Árabe desde 20111. Esos efectos no son exclusivos de Medio Oriente, pero es la región donde los actores internacionales suelen tomar partido con más regularidad y claridad. Desde esta perspectiva, y como ha señalado Lawrence Whitehead (1996), un ambiente internacional favorable puede aumentar las posibilidades de democracia, mientras que un entorno desfavorable puede ser su obstáculo.

En este artículo se explora la relación entre contexto internacional -entendido en términos de geografía, distribución del poder y de la agenda normativa mundial- y cambio de régimen o crisis política, a partir de la experiencia de algunos países árabes en la coyuntura inaugurada en Túnez en diciembre de 2010. En todos los casos, el entorno internacional ha sido con frecuencia determinante en el desarrollo de dinámicas económicas, sociales y políticas, aunque los objetivos y las consecuencias de esa interacción son muy distintos según el país. El examen se desarrolla en torno a tres áreas temáticas: la economía, la violencia y la política exterior. Ninguna se explora exhaustivamente; tampoco se trata a todos los países que se han visto sacudidos por las sublevaciones, ni a los actores y las fuerzas del exterior que han incidido en ellos. Con todo, se espera, a partir de esas tres esferas interdependientes, ofrecer elementos de análisis generales que permitan explorar la interacción del escenario interno con el internacional y, específicamente, la presencia del exterior, en los reordenamientos internos de los países árabes de la "Primavera".

Theda Skocpol, en su obra clásica States and Social Revolutions, ha subrayado la importancia del contexto internacional para el desarrollo de los sistemas políticos; las estructuras económicas y políticas internacionales impactan los procesos y las instituciones nacionales durante un proceso revolucionario o de cambio político. Así, la estructura internacional, el sistema de Estados en competencia, da forma a la dinámica política interna. Peter Gourevitch (1978) es otro autor que ha explorado la interacción entre factores externos e internos que derivan de la interdependencia. Su trabajo, basado en el enfoque de "segunda imagen invertida", ha servido para explorar la influencia de factores internacionales sobre la formación de los regímenes democráticos que se instalaron después de la caída de gobiernos autoritarios hacia finales del siglo XX. En un volumen de 2004, Volker Perthes y sus colaboradores explican la relación entre el cambio de élite y los cambios socioeconómicos en varios países árabes. Un denominador común que se desprende de los casos ahí tratados es que buena parte de la experiencia histórica que define a las élites políticas en el mundo árabe se relaciona con factores externos, como el conflicto regional o los compromisos con actores internacionales, sean gobiernos, instituciones financieras o aliados no estatales. Por último, como bien apunta Sarah Bush (2015, p. 13), "aunque en muchos casos las influencias internacionales en la política interna pueden ocurrir sin presión internacional deliberada, las presiones, directas o indirectas, son importantes en todas las áreas temáticas antes mencionadas, incluso mediante instituciones internacionales, diplomacia de Estado a Estado, redes de defensa transnacionales y comunidades epistémicas". En los países árabes, la presión internacional a menudo tiene efectos polarizadores en la política interna. En algunos casos, el efecto es deliberado, en otros no, pero en todos, casi inevitablemente, la presión internacional en lo que se refiere a una transición de un sistema político a otro, o a una crisis política o revolucionaria, empodera a algunas fuerzas dentro de la política interna sobre otras, ayudando a fuerzas económicas sociales o políticas particulares a efectuar cambios, o a aferrarse a la continuidad.

En la presente reflexión se reconoce e integra plenamente la agencia de los actores locales en el proceso de cambio, transición y crisis política. Asimismo, este ejercicio analítico no se limita a las relaciones interestatales, sino que integra un ángulo sociológico que considera las transformaciones de la escena internacional mediante la presencia y manifestación concreta de las sociedades (locales y transnacionales como tribus, comunidades religiosas, redes mercantiles cosmopolitas, migrantes o élites) en el juego regional y mundial. La preeminencia del Estado -en el mundo árabe como en cualquier otro lugar- es en gran parte construida y a menudo ficticia, y las trayectorias históricas son particularmente variadas de una sociedad a otra dependiendo de los contextos políticos y económicos. Ello no significa que sean obsoletos o débiles de manera obvia ni en todos los planos. En realidad, los Estados árabes nunca están ausentes, y tienen capacidades relativas de imponerse y ser eficaces (Fawcett, 2017). El único matiz, no menor, lo ofrece la multiplicidad de actores estatales, pero también no estatales y transnacionales, que a menudo compiten y colaboran con el Estado en el marco de las oportunidades y los límites provenientes del escenario externo.

ECONOMÍA Y POLÍTICA

Medio Oriente es una región donde el peso de la ideología económica global ha sido grande; en particular las políticas económicas neoliberales cuentan ahí con larga trayectoria. Los regímenes autoritarios siguieron políticas neoliberales desde la década de 1970; todos, además, fomentaron el "capitalismo de compadrazgo" (crony capitalism) asociado a la liberalización de la economía, que a su vez contribuyó en buena medida a institucionalizar el autoritarismo. Ciertamente, el grado en el cual los diferentes regímenes pudieron explotar esos procesos neoliberales de las economías para fortalecer su base interna de apoyo -o por lo menos el statu quo- varía según el país del que se trate.

Hacia finales de 2010, y en el marco del cambio generacional, las diferentes categorías sociales en estos países se movilizaron, por razones diferentes, para terminar con las fuerzas parásitas y depredadoras que habían bloqueado el potencial de desarrollo capitalista acumulado durante décadas. Los regímenes autoritarios de partido único o hegemónico fueron, pues, desde el inicio, el primer blanco de las protestas. Estos movimientos reclamaron en sus orígenes el ejercicio de libertades democráticas, pero ante todo reivindicaron el valor de la dignidad humana en las relaciones del Estado con la sociedad. Los levantamientos masivos y populares en Oriente Medio y Norte de África, en la segunda década del siglo XXI, tuvieron lugar en el contexto del desgaste de la ideología neoliberal, lo que algunos especialistas denominan "el periodo posneoliberal" (Harris, 2003; Grugel y Riggirozzi, 2012).

Sin embargo, los gobiernos no solo han sido incapaces de adoptar a la fecha reformas estructurales asociadas de manera sistemática a una estrategia de desarrollo socioeconómico y de justicia social perdurable, sino que el momento de transformación en el mundo árabe se acompaña de un fuerte impulso a las políticas neoliberales (Dixon, 2011), como los casos de Egipto y Túnez ilustran tan emblemáticamente. A siete años, una dura paradoja se confirmó: las sublevaciones, en buena medida motivadas por los efectos nefastos de las prácticas económicas asociadas al autoritarismo del sistema político, han hecho aún más severas la crisis de reservas, el desempleo y la pobreza, y dificultado el pluralismo político. Desde el comienzo de la "Primavera" en 2011, la región ha experimentado una desaceleración en el crecimiento y, más recientemente, una fuerte presión fiscal por los bajos precios del petróleo. Así, por ejemplo, el crecimiento de Túnez y Egipto se ha estancado alrededor de 2 % (Séréni, 2017); la deuda externa de Egipto aumentó 7,8 % durante el primer trimestre del año 2017 (Middle East Monitor, 2017a); en Túnez, en 2016, representaba casi el 55 % del PIB (Portail du Ministère des Finances, 2015; Mohsen, 2017). Siria enfrenta una situación muy similar desde 2013 (Haidar, 2013), mientras que las reservas del Banco Central sirio han ido en caída libre desde ese mismo año (Gobat y Kostial, 2016). En Libia, los bajos precios del petróleo y la baja producción no han facilitado la recuperación económica (Gazzini y El-Amrani, 2016). Todos los países conocen déficits públicos e índices de pobreza abrumadores, el decremento importante de los ingresos provenientes del turismo, así como la caída de las inversiones y la reserva de divisas. Este panorama socioeconómico oscuro ocurre en el marco de la ralentización de la economía mundial, los bajos precios del petróleo (alrededor de 50 dólares el barril) y la fragmentación de los mercados regionales que impide a las empresas beneficiarse de economías de escala.

Asimismo, el impacto de las exigencias sociales a favor de la justicia económica se ha visto atenuado, si no es que anulado, por el alineamiento de los intereses económicos dominantes con la estructura de los regímenes políticos (El-Dahshan, 2013; Minoui y Forey, 2013). Esto puede asociarse con la debilidad de las instituciones (en términos de fragmentación y polarización del sistema político y los partidos políticos), la cual en ocasiones tiende a favorecer la persecución de políticas neoliberales (Farouk, 2013). Igualmente, en el mundo árabe la participación de la sociedad civil en la elaboración de políticas ha sido muy limitada, por no decir nula. Las fuerzas que podrían desafiar a las élites, como sindicatos y partidos de izquierda, se encuentran sumamente debilitadas por procesos como la desindustrialización, las crisis económicas prolongadas y la represión política pasada y presente. De esta manera, como sugieren Kienle y Ettinger (2013) en su estudio de los gobiernos islamistas de la postransición -Egipto y Túnez-, "detrás de la afirmación cosmética [de los partidos islamistas] de su voluntad de trabajar por la justicia social y combate a la pobreza, se esconde una gran similitud con las políticas de los antiguos regímenes". Ningún jefe de Estado tiene los recursos necesarios para hacer algo realmente distinto; todos han sucumbido nuevamente a las presiones de organizaciones financieras internacionales, y se han vuelto receptores de fondos y programas de ayuda y préstamos que responden más a los intereses políticos y de seguridad de terceros países.

En efecto, además de las presiones resultantes del estado de la economía mundial, actores estatales externos contribuyen a dificultar la vida político-institucional. Lo hacen al brindar a sus aliados partidistas una variedad de formas de apoyo que incluyen préstamos financieros; uno de los casos más contundentes en este aspecto es Egipto (Hassan, 2016; Middle East Monitor, 2017b). En Egipto, Mohamed Morsi, islamista electo en 2012 a la presidencia después de la caída de Hosni Mubarak, firmó acuerdos con Qatar para trabajar en proyectos en Egipto por un valor de 18 mil millones de dólares (Ministry of Foreign Affairs, 2012). Poco después, los países del Golfo, opuestos a la política de Qatar y su cercanía a Irán y a la Hermadad Musulmana en la región, retiraron masivamente sus inversiones de Egipto (Ali, 2013). A pesar de que Morsi no era particularmente proiraní, el peligro que para Riad representa la participación de los islamistas en el juego democrático determinó la decisión de acabar con ese Gobierno. El 3 de julio de 2013, el presidente Morsi fue derrocado por el ejército egipcio. Pocos días después de la caída de Morsi, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Kuwait prometieron 12 mil millones de dólares en apoyo del nuevo gobierno golpista, militar, encabezado por el general Abdel Fatah al-Sisi (Lynch, 2013). Desde el verano de 2013, Egipto había recibido ayuda económica por parte de Arabia Saudita, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos, por más de 60 mil millones de dólares.

Por su parte, la Junta Ejecutiva del Fondo Monetario Internacional (FMI) aprobó, el 11 de noviembre de 2016, un acuerdo para otorgar 12.000 millones de dólares a Egipto en apoyo a los programas de reforma económica. Los funcionarios del FMI expresaron su preocupación y temor de que los puntos de vista de los delegados parlamentarios egipcios reflejaran la opinión pública, y que el Gobierno de Morsi eventualmente modificaría la política en un esfuerzo por obtener el apoyo parlamentario y popular. Se trata de ilustraciones contundentes de la manera como el exterior aumenta la probabilidad de que las nuevas autoridades en los países en transición o crisis gobiernen nuevamente secuestrando a sus sociedades, en contraparte de una nueva práctica de redistribución de recursos.

Los acuerdos comerciales y las sanciones son otros factores del sistema internacional que contribuyen a aumentar la penetración económica de las grandes potencias, y la vulnerabilidad de los Estados. Un ejemplo temprano del efecto de la política de sanciones lo ofrece Siria. El 18 de agosto de 2011, el presidente estadounidense Barack Obama pidió al presidente sirio Bashar al-Asad dejar el poder. Ese llamado se acompañó de sanciones contra el sector energético, cuyo objetivo último, el cual comparte la Unión Europea2, era preparar el terreno para provocar el caos económico y que fuese la penuria la que provocara el derrocamiento del régimen. Este depende mucho de la producción de petróleo que, si bien es baja (Siria exportaba solamente 110.521 barriles de petróleo diariamente), podía financiar un tercio de su presupuesto anual, además de que le permitía mantener varios subsidios. Por su parte, en mayo de 2011, la Unión Europea decretó sanciones, que endureció sucesivamente; además, impuso un embargo sobre las exportaciones e importaciones de productos petroleros. Pero antes de afectar a la cabeza del régimen y a sus principales figuras, las sanciones perturbaron a la Banca Comercial de Siria, principal banco (público) del país, también al Banco Central y al comercio exterior (también es cierto que, a raíz de las sanciones europeas en su sector petrolero y la toma de poder de los principales campos de petróleo por parte del "Estado Islámico" y grupos kurdos, el Gobierno sirio dejó de obtener ingresos en moneda extranjera, mientras que la destrucción de la mayor actividad económica fue reduciendo aún más sus ingresos fiscales). Dado que Siria se encontraba ya bajo sanciones estadounidenses parciales desde 2003, las medidas comerciales y bancarias de Europa de hecho reforzaron los mecanismos que nutren las finanzas del régimen. Así, el contrabando con Líbano rápidamente reemplazó a las importaciones oficiales, lo que benefició financieramente a los servicios secretos que controlan su engranaje. Los bienes de las principales figuras del régimen fueron decomisados sin transparencia alguna, como lo explica el economista sirio Samir Aïta (2013 p. 166). En consecuencia, las sanciones contribuyeron de manera perversa a debilitar a la oposición, haciendo la vida de la insurgencia mucho más difícil y dependiente de la ayuda externa. Más tarde, en marzo de 2013 y ante la ausencia de un mecanismo que evaluara el impacto de las sanciones aplicadas desde 2011, la Unión Europea decidió autorizar a la "coalición" de la oposición a vender petróleo bruto, lo que desató naturalmente luchas intestinas entre sus diferentes componentes armados para controlar los pozos. Pocos observadores entonces notaron que esa decisión controvertida autorizaba igualmente a los miembros de la Unión Europea y la "coalición" a "comprar o extender su participación en las empresas en Siria involucradas en el sector de la industria petrolera, de exploración, producción o refinación".

Otro ángulo de los muchos que deben considerarse en el tema de la evolución de las sociedades son las economías de guerra. Los conflictos internos tienden a prolongarse para satisfacer los apetitos económicos y financieros de los empresarios de la guerra. Un caso emblemático es Líbano, país que a la fecha recibe más de un millón de refugiados sirios. Por un lado, Beirut es incapaz de proponer una estrategia de gestión de la grave crisis humanitaria debido a la división de la clase política sobre el apoyo que se debe brindar al régimen de Bashar al-Asad o a sus opositores. Por otro lado, los indicadores macroeconómicos muestran que Líbano también se beneficia de la guerra en Siria. Aunque el sector del turismo se ha visto seriamente afectado, el aumento de la demanda de productos de consumo impulsa la producción local, incluida la agrícola (Picard, 2016).

La migración es otro tema que muestra lo determinante que puede llegar a ser el exterior para su evolución. Los millones de refugiados sirios en Irak, Turquía, Jordania y Líbano; palestinos en Siria, Jordania y Líbano; libios en Túnez y Egipto, se vuelven un factor más de inestabilidad y presión sobre los servicios públicos que penan por recuperarse, a la vez que son portadores de proyectos nacionales. El tema migratorio destaca en el envenenamiento de la crisis libia que provoca la interferencia extranjera luego de la caída de Muammar Gadafi en ese país, en octubre de 2011. Libia es vía de tránsito privilegiado hacia Italia. Los flujos han ido en aumento y luego, este verano, han sufrido una brusca caída, la cual se ha explicado por la política de Roma. Italia firmó un acuerdo el 21 de mayo con Libia, Chad y Níger para crear nuevos centros de recepción en estos dos países, además de los que ya existen en Libia. Asimismo, desde el verano de 2017 se reportó que el Gobierno italiano estaba financiando a milicias libias para que detuvieran el contrabando de personas y su arribo masivo a las costas italianas (Kington, 2017). Roma niega estas afirmaciones a pesar de informes generalizados en contra sobre su existencia, y las repercusiones negativas que ha tenido esa interferencia, como la de desatar batallas feroces entre las milicias en guerra. La Unión Europea ya adiestra a los guardacostas libios para evitar la partida de los migrantes a Europa, mientras que sus Estados miembros todavía no instauran una distribución equitativa de migrantes o incluso refugiados en su territorio.

En un panorama en el que gobiernos y sociedades deben lidiar con un "capitalismo global estancado" que se opone al surgimiento de nuevas democracias y a la transferencia pacífica de la autoridad, y en el que la inestabilidad social y el colapso económico son una realidad o una amenaza latente, las preferencias de la sociedad se radicalizan y hacen a los Estados particularmente frágiles ante la influencia y las presiones del sistema internacional, tanto como a presiones nacionalistas y populistas desde dentro. En diversos grados, la mala situación económica de Túnez, Egipto, Bahréin, Siria y Yemen los ha hecho particularmente vulnerables a las presiones del exterior, ya sean gobiernos, organismos internacionales, el capitalismo global, o redes de grupos étnicos y religiosos transnacionales.

VIOLENCIA Y GUERRA

La labor de la sociedad civil en Yemen, Siria, Libia, Egipto y Bahréin no es solamente un despliegue de fuerzas políticas preexistentes o la puesta en práctica de preferencias antaño reprimidas; refleja el origen y la evolución acelerada de nuevas realidades políticas (prácticas, percepciones, alianzas), y nuevos tipos de violencia, que nadie había previsto, y que el sistema internacional ha contribuido a atizar y fragmentar. Desde esta perspectiva, la persistencia de la violencia estatal, así como la evolución y fragmentación de la violencia social, son reflejo de la dialéctica permanente entre unidad e implosión de los movimientos sociales en contexto revolucionario (Bozarslan, 2015). La naturaleza y trayectoria de la violencia estatal y social varía, según factores como la influencia del cambio de élite en la reformulación de las relaciones entre el ejército y el poder civil, las experiencias coloniales y poscoloniales, la legitimidad del Estado, la intervención de terceros países, el peso de actores no estatales y transnacionales, y el combate al terrorismo, entre otras.

Ahora bien, los líderes militares han luchado por conservar su autonomía y, en la mayoría de las ocasiones, lo han conseguido. De hecho, muy pronto en los países árabes de la "Primavera" el ejército apareció como un vector de orden frente a los "nuevos peligros de la transición": la inestabilidad política, el caos económico y el islamismo yihadista. Respecto a este último tema, la guerra contra el terrorismo emprendida de manera burocrática y policial prosiguió, lo cual contradice la política de democratización y respeto de los derechos humanos, sin ser por ello más eficaz, además de que contribuye a reforzar una vez más el poder y la impunidad del poder ejecutivo y el presidencialismo autoritario. En Oriente Medio, desde la década de 1980 se había intensificado la represión de los regímenes autoritarios contra las fuerzas de oposición islamistas; los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 proporcionaron el pretexto para continuar por ese camino. La ayuda de Washington a los dictadores en la "guerra contra el terror" ha sido, pues, una constante. En Yemen, donde desde 1991 se consolidó progresivamente un sistema autoritario y corrupto dominado por la red clientelista en torno al presidente Ali Abdalá Saleh, las alianzas en política exterior ataron al país a los efectos perversos tanto del combate encabezado por Estados Unidos contra el terrorismo islámico global, como de la importación del modelo urbano del Golfo (prácticas que también han hecho estragos particularmente en Siria, Líbano y Jordania desde hace casi un decenio) (Balanche, 2012). La confluencia de esas políticas agudizó la brecha social y minó la cohesión nacional. Evidentemente, la guerra contra el terrorismo es solo una guerra en sentido figurado. Primero, porque no se puede ganar: como es terrorismo, no hay adversario que pueda ser derrotado y con el que sea posible firmar un tratado de paz. Sin embargo, la palabra tiene un significado simbólico que no tiene en otros usos metafóricos, como la lucha contra el hambre, porque en el caso del terrorismo, el ejército está fuertemente involucrado. Las críticas de grupos de derechos humanos y de periodistas en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y otros países desarrollados contra el financiamiento de defensa a proyectos de seguridad en Egipto y sus vecinos árabes, incluido el apoyo a la policía, el sistema de justicia penal y el tratamiento de menores detenidos no han logrado contenerlo, a pesar de las denuncias continuas sobre violaciones sistemáticas y masivas de derechos humanos por parte de los regímenes y sus fuerzas de seguridad contra la población civil (desapariciones rutinarias, tortura de detenidos y encarcelamiento de oponentes políticos y periodistas) (Gaouette, 2017; McVeigh, 2017; Bahout, 2017).

El "2011 árabe" ha revelado lo fina que puede ser la línea entre la violencia y el estado de guerra. En Libia hay una multitud de guerras civiles, ya que las líneas de fractura son diversas y múltiples: regionales, locales, tribales, exkaddafistas o consideradas como tales (Haimzadeh, 2017). Ghassan Salame, representante especial y jefe de la misión de la ONU en Libia desde junio de 2017, se ha referido al macrosistema de depredación que se ha adueñado de ese país norafricano, del colapso de los servicios públicos y de cómo el país pierde de 400 a 500 millones de dólares al mes en todo tipo de tráficos. Salame también ha exhortado a las grandes potencias a dejar de interferir en los asuntos libios (Centre d'actualités de l'ONU, 2017). No sorprende. En el ámbito político, en Libia, la ONU se apresuró a reconocer la legitimidad del Gobierno del Acuerdo Nacional encabezado por Fayez al-Sarraj en el oeste del país (donde está la capital Trípoli), mientras que en el oriente gobierna el Ejército Nacional Libio del general Jalifa Hafter. Las dos figuras han competido por obtener legitimidad de los actores internacionales. En este contexto de divisiones y militarización de la sociedad, la ONU participó en negociaciones maratónicas para formar un Gobierno de acuerdo nacional. Este se instaló en Trípoli en marzo de 2016, pero, a pesar de la legitimidad que le confiere su reconocimiento internacional, apenas logra imponerse en la capital. Tres gobiernos, dos parlamentos, un sinnúmero de milicias, fuerte presión migratoria, esclavitud y campos de concentración para migrantes de África subsahariana, sumado a una catastrófica situación humanitaria marcan a Libia a seis años de la intervención de la OTAN y el derrocamiento de Gadafi. En Egipto, Bahréin o Yemen la democracia fue sacrificada en los primeros tiempos por la consolidación autoritaria del poder militar, debido en buena medida a un recurso débil e incoherente al derecho internacional por parte de los poderes regionales y mundiales. En el caso de Siria, una de las preguntas más recurrentes concierne a la naturaleza de la oposición a Bashar al-Asad que, para algunos, no es sino un embrollo de "rebeldes" afiliados a Al-Qaeda y, para otros, una nebulosa demasiado fragmentada y complicada de descifrar (Ramírez y Ruiz de Elvira, 2013).

Siria, pero también Yemen, son ejemplo de uno de los desafíos principales que plantea el entorno internacional actual para la mediación: su naturaleza cambiante. Es bien sabido que desde la década de 1970 claramente los esfuerzos internacionales para promover la liberalización política en la mayoría de los países de Medio Oriente han sido, en el mejor de los casos, mediatos y, a menudo, combinados con esfuerzos internacionales enérgicos para promover el statu quo autoritario. Pero la distribución multipolar del poder que caracteriza desde hace algunos años al sistema regional de Medio Oriente mina la capacidad de los países y organismos internacionales de influir de manera efectiva y coordinada en las dinámicas políticas locales de las transiciones. Así, es claro que la violencia ha sido en buena medida producto de las agendas y la distribución de poder internacionales, tanto como de la omisión e inacción de las grandes potencias y organismos internacionales. En Siria, el titubeo de los países occidentales y las potencias regionales de coordinarse para proveer el tipo de apoyo correcto en el momento justo tuvo como una de sus principales consecuencias el permitir que fuentes indeseables se volvieran las principales suministradoras de armas y dinero a los rebeldes. Con el relevo en la Casa Blanca en enero de 2017, pareció que Estados Unidos buscaba tener una política más asertiva que la de su antecesor Barack Obama. En realidad se observa más continuidad que cambio. La ausencia de Estados Unidos en la parte noroccidental de Siria, donde Rusia tiene el control, es al día de hoy patente. La intervención rusa desde marzo de 2015 ha convertido a Siria, desde el punto de vista militar y energético, en una suerte de protectorado de Moscú (Macaron, 2017).

En cuanto a Yemen, el país está siendo devastado por una guerra entre las fuerzas leales al Gobierno internacionalmente reconocido del presidente Abdrabbuh Mansour Hadi y los aliados al movimiento rebelde Houthi; este último, que en enero de 2015 tomó posesión de la capital Sanaa, defiende a la minoría musulmana chií zaidita y recibe alguna ayuda de Irán. Obsesionados por "el proyecto iraní" en la región, Arabia Saudita y otros ocho países árabes principalmente sunís, iniciaron en marzo de 2015 bombardeos aéreos para restaurar el gobierno de Hadi. Esa coalición recibe apoyo logístico y de inteligencia de Estados Unidos, Reino Unido y Francia3. En efecto, ambas partes del conflicto, principalmente la coalición internacional, combaten con poco o nulo respeto por la población local, estrangulando en repetidas ocasiones el flujo de ayuda y productos básicos a las áreas controladas por sus rivales.

La violencia en sus diversas manifestaciones también se ha visto atizada por la participación de actores no estatales, a la vez que estos se alimentan de los efectos de la represión interna y de amenazas regionales para continuar su participación militar directa en el marco de las "crisis revolucionarias" y las guerras. Uno de esos actores es el Hezbolá libanés, grupo político y milicia que ha participado abiertamente con sus hombres y armas en el conflicto del lado del régimen en Damasco, por una necesidad estratégica dictada por la República Islámica de Irán, su patrocinador (Picard, 2016).

En los esenarios arriba descritos, el bajo perfil de los organismos regionales está muy lejos de contribuir a devolver la estabilidad, pues no ofrecen mecanismos de condicionalidad. Los países árabes no tienen los canales institucionales regionales con los que contaron, por ejemplo, las transiciones a la democracia en Amérca Latina en las décadas de 1980 y principios de 19904.

A esta situación, que apunta a la existencia de una distribución multipolar del poder internacional, se agrega la multipolaridad ideológica en Medio Oriente (Gause, 2015). Un caso ilustrativo de la misma es lo que ha ocurrido con la dimensión tercermundista y de "resistencia al imperialismo" en los procesos revolucionarios en curso. Ese eslogan se asoció de manera emblemática al concepto de revolución en el mundo árabe en las décadas de 1950 y 1960, incluso a las imágenes de la invasión anglo-estadounidense de Iraq en 2003 (Dot-Pouillard, 2012). En el contexto revolucionario actual, su presencia ha sido menor. Los posicionamientos de varios sectores sociales en los países a favor de la intervención o de una protección firme por parte de fuerzas militares extranjeras ilustran que un valor como el de la independencia puede revertirse en coyunturas críticas como la crueldad de la represión o de una guerra (Ayoob, 2004; Telhami, 2013). De hecho, en el marco de la crisis y guerra en Siria, se puede notar que la ideología del tercermundismo y la no intervención pudo convertirse en un tema de división y fractura, y no de ideal común o de utopía como lo había sido en décadas anteriores (Dot-Pouillard, 2012). Un ejemplo interesante de esta evolución son las diatribas y apologías que suscita el papel del Hezbolá libanés en la guerra en Siria. En Túnez, por ejemplo, sectores importantes de la sociedad, influida por teorías conspirativas, rechazaron las posiciones del Gobierno islamista y del presidente Moncef Marzouki (de 2011 a 2014), que favorecían a los revolucionarios sirios. Un caso más de las divisiones que la guerra en Siria ha provocado se observa en el seno de una parte de la oposición y de los intelectuales del mundo árabe, de Siria en particular, una doble postura de rechazo a la dictadura y a la protección internacional -esta última asociada con el imperialismo- no está muy alejada de la de algunos intelectuales, analistas y gobiernos latinoamericanos (Albaret y Devin, 2016; Herrera, 2012)5. Si bien los rápidos cambios en el entorno internacional pueden a veces proporcionar oportunidades inesperadas para el compromiso de gestión de conflictos, suelen también ser desestabilizadores, en la medida en que complican las tareas de formar coaliciones, presionar de manera coordinada y cohesionada para instar a las partes a replantearse sus posiciones, y ofrecer alternativas reales a las poblaciones y sus liderazgos.

En ese contexto de poder difuso y fragmentado, reflejo de un sistema internacional multipolar en transición, el interés internacional en cualquier conflicto particular parece disminuir. Así, al menos, lo demuestra la secuencia poco gloriosa de planes de paz para Siria desde 2011, intentos de acuerdos dispares y oblicuos, sin consecuencia práctica eficaz, para encontrar una salida al conflicto.

POLÍTICA EXTERIOR

Desde su instauración en los años 1950-1960, la naturaleza de los regímenes árabes ha sido extremadamente personalista; eso ha hecho que sus relaciones exteriores, por lo menos las regionales, sean muy personales, esto es, que se vean condicionadas en buena medida por la personalidad de quien ocupa el poder ejecutivo; dicho de otra manera, las instituciones estatales, entre ellas el Ministerio de Asuntos Exteriores, se han visto muy involucradas en los juegos y las rivalidades de liderazgo regionales. Con todo, es necesario examinar la política exterior como parte de la reformulación del juego político interno en los países de la Primavera Árabe.

En general, las transiciones políticas hacen que las políticas exteriores sean menos predecibles y estables (Whitehead, 1996). Como señalaron Nohlen y Fernández en su análisis del comportamiento exterior de países latinoamericanos, la influencia que un cambio significativo en el liderazgo o el sistema político puede tener en una política exterior, así como en la definición de intereses nacionales, puede ser indirecta o directa, parcial o completa, significativa o insignificante, y puede ocurrir durante el proceso de su formulación o de su aplicación (1991, pp. 230-231). Por tanto, ya sea que se hable de continuidad o de cambio, la pregunta es saber en qué aspectos se produce dicha continuidad, transformación o ajuste. Además, la relación entre un cierto tipo de régimen político y la política exterior es particularmente compleja y está lejos de ser inequívoca, mucho menos durante las transiciones políticas críticas que conducen a un alto grado de incertidumbre. Esta es la razón por la que las áreas de política exterior no se ven afectadas del mismo modo o en el mismo grado cuando cambia el régimen o cuando atraviesa por una fuerte inestabilidad. Los cambios tienden a ser más obvios en el área político-diplomática y simbólica que en el área estratégica, donde las percepciones y posiciones tradicionales siguen siendo más o menos las mismas, particularmente con respecto a los intereses y las disputas territoriales. En este sentido, por ejemplo, el hecho de que los islamistas hayan encabezado las transiciones en Egipto (en la Presidencia de la República de junio de 2012 a julio de 2013) y en Túnez (en coalición gubernamental, desde octubre de 2011 con algunas interrupciones) no tornó "islamistas" sus políticas externas. Con la breve presidencia de Mohamed Morsi, y bajo el Gobierno encabezado por el partido Ennahda, el islam fungió como factor legitimador de decisiones particulares en circunstancias específicas, y como instrumento para recobrar autonomía frente al exterior (Dawisha, 1985; Tawil, 2014). En sus programas, declaraciones y literatura, los islamistas han querido demostrar que sus creencias no son incompatibles con las normas internacionales de derechos humanos, y si bien persiste la ambivalencia en su concepción de esos derechos (El Fegiery 2012), el islamismo tiene tendencias a la emancipación y la inclusión, como a la intolerancia y exclusión. El caso único de Túnez, y su contraste con otros países de la región, recuerda que el papel y lugar de la religión en la vida social nunca es fijo, sino que cambia continuamente.

Desde esta perspectiva, no se puede reducir la explicación a una supuesta esencia inmutable y determinista de las identidades étnicas y confesionales, como tampoco al supuesto de que la expresión de esas identidades, y sus efectos, se debe meramente a su instrumentalización por parte de actores y fuerzas externas (Malmvig, 2015). Así, casos como el del Hezbolá, o la obsesión por hacer del islam el principal referente explicativo de los sacudimientos internos en estos países, se mencionan en algunos análisis que adoptan un enfoque geosectario para explicar la complejidad de la guerra en Siria, y de otras crisis, así como para anunciar el "fracaso" de las revoluciones. En realidad, ese enfoque, aunque no es erróneo, ofrece una imagen por lo menos incompleta de la realidad. Una mirada a las reacciones de Turquía, Arabia Saudita e Irán ante los levantamientos árabes entre 2011 y 2016 respalda, más bien, la hipótesis de que los actores de la política exterior apoyan en países vecinos estructuras políticas similares a las de ellos, debido principalmente a razones de legitimación interna y externa (Sten, 2015).

Las opciones en el exterior de países como Túnez y Egipto, donde el estatus de transición combina en diversa medida tanto valores relativos a la liberalización, como la ausencia de un equilibrio institucional, han mostrado varias facetas de ambigüedad que pueden explicarse tanto por la reformulación del juego político interno y la inercia institucional, como por cuestiones de balance de poder regional e internacional (Tawil, 2014).

Los gobiernos o regímenes que no han sido derrocados, que se han aferrado al poder a costa de desatar crisis prolongadas, sino es que la guerra civil, han desplegado lo que podría llamarse una "política exterior de crisis"; es el caso de Bahréin, pero más aún de Yemen o Siria. En este último país, si bien es incorrecto atribuir el nacionalismo diplomático defensivo de los Asad desde la década de 1970 al autoritarismo del régimen o a la ideología baasista exclusivamente, es un hecho que la diplomacia siria ha sido parasitaria de las acciones de otros. Esto no solo se refiere al conflicto con Israel, sino a la imbricación de dinámicas conflictivas múltiples en la región, así como de las contradicciones y los fracasos de las políticas de las grandes potencias. El carácter confesional que adquirió la dinámica de seguridad en Oriente Medio a partir de la caída de Bagdad en 2003, y la guerra interna que estalló hizo que la dinámica de seguridad regional desde entonces y hasta ahora gire principalmente en torno a la división entre sunismo y chiísmo conque se reforzó la permeabilidad del sistema regional ante las redes de actores y fuerzas transnacionales que condicionan la política exterior de los países árabes, y que borran las divisiones entre los niveles de análisis local, regional e internacional (Noble, 2008).

Es cierto que aunque las reivindicaciones de los grupos sociales movilizados son esencialmente internas, hay también la exigencia formular políticas exteriores más autónomas. Basta recordar que a pesar de las políticas de Egipto y Jordania de acercarse, e incluso someterse, a las exigencias de Israel, los actores no gubernamentales en estos dos países impidieron de manera efectiva toda normalización con ese país. La ola de protestas en el mundo árabe puso al tema palestino en segundo plano solamente de manera temporal, y es justo decir que hasta que no se resuelva, la región no conocerá la estabilidad y tendrá poca paz, arrastrando en la incertidumbre generada por el conflicto regional con Israel a los procesos de transición democrática en marcha. La ética diplomática de cualquiera de los regímenes en el poder aspira a detener el imperialismo y resarcir injusticas del colonialismo. La construcción de representaciones relacionadas con el espacio global sigue estando definida por la defensa de los "hermanos palestinos", y el desafío a la "arrogancia" y la "doble moral" de los países occidentales. Los ajustes doctrinarios en política exterior tanto de islamistas como de fuerzas y partidos seculares, y su comportamiento político y relación con los valores democráticos, están determinados en buena parte por las acciones y actitudes de sus interlocutores locales e internacionales (Adraoui, 2014)6.

Por último, otro ángulo desde el cual se pueden observar los vínculos entre el proceso de transición política y el contexto internacional en la esfera de la política exterior lo ofrece la agenda de derechos humanos. Si bien el régimen internacional de derechos humanos nunca ha sido perfecto, durante la década de 1990 y en el cambio del nuevo siglo parecía descansar en un consenso. En contraste, hacia el "2011 árabe", ese régimen parece haber pasado por una transformación rápida y profunda en maneras que parecen, por un lado, fortalecer la protección de los derechos humanos y, por otro lado, mermar los esfuerzos. Se pueden identificar dos procesos simultáneos o paralelos que explican esto: el auge de los populismos y el declive del multilateralismo.

A partir de 2011 se confirmó, en el comportamiento de los gobiernos árabes, pero también de Israel y Turquía, la fuerza del modelo que vincula a la religión con una forma creciente de políticas populistas (Schmitter, 2016). Esta evolución se acompaña de retrocesos democráticos en el plano global, así como del debilitamiento del multilateralismo. En efecto, en los países árabes de la "Primavera", consolidar Estados que garanticen libertades públicas y sociales para todos no es tarea fácil, entre otras razones, porque el resto del mundo, incluidos países europeos y Estados Unidos, parecen alejarse de esa dirección. Asimismo, desde hace por lo menos quince años se ha venido reforzando un multilateralismo más declarativo que sustantivo, concreto y vinculante. El embate contra el multilateralismo ha provenido de la globalización de expresiones soberanistas y populistas que bloquean los intentos de concertación mundial en diferentes áreas, como sucedió en las décadas de 1950 y 1960 de la Guerra Fría.

CONSIDERACIONES FINALES

En este texto se argumentó que para entender los "procesos revolucionarios", las transiciones y las crisis políticas en el mudno árabe desde 2011, es indispensable tener presentes cambios mundiales y reordenamientos históricos. Gourevitch (1986) observó los diversos ejemplos que ofrece la historia acerca de la incidencia de un acontecimiento internacional o la injerencia de un Gobierno sobre las instituciones o decisiones políticas internas de otro; o de fenómenos como los flujos del comercio internacional que disparan transformaciones institucionales y políticas en el orden interno. Recientemente, Sarah Bush (2015) reconocía de manera oportuna que la presión internacional puede ser ejercida por actores estatales o no estatales, puede dirigirse a actores estatales o no estatales y puede involucrar medios militares o no militares. Además, puede influir prácticamente en cualquier aspecto de la política nacional. Aunque, como ella sostiene, la presión internacional no siempre tiene éxito -de hecho, puede provocar una reacción violenta contra la influencia extranjera, así como otras consecuencias involuntarias- es indudablemente una variable importante que explica la conducta de la política interna y exterior en muchos países al día de hoy.

Los episodios de la interacción entre contexto internacional, por un lado, y diseño institucional, dinámicas socioeconómicas y políticas, por el otro, que se han planteado aquí ilustran la diversidad de la noción de "contexto internacional" y su impacto relativo, a veces decisivo, en los reordenamientos sociales e institucionales internos de diversa índole. Desde el estallido de las sublevaciones populares en países árabes no ha habido un solo caso en los levantamientos -con, quizás, la excepción muy parcial de Túnez- en el que los factores internacionales no hayan sido decisivos para su desarrollo o resultado. Existen notables semejanzas entre todos los casos, incluso en aquellos países que aquí se exploraron menos, como Bahréin: las élites tratan de beneficiarse de los cambios en el contexto internacional para promover reformas políticas y económicas que la adaptación a las transformaciones del mundo exterior demanda, de suerte que la distribución del poder mundial y el debilitamiento de algunos regímenes internacionales, como el de los derechos humanos, han sido elementos que intervienen de maneras concretas y específicas en el diseño de las nuevas reglas del juego interno y del comportamiento hacia el exterior. En varios países, las políticas asociadas a la transición han tenido lugar en el plano internacional, en foros multilaterales y en las cancillerías de las grandes potencias (Brand, 2005); los procesos políticos en curso desde 2011, a su vez, afectan las agendas de países terceros, y atizan la rivalidad entre ellos. Se podría decir, a modo de hipótesis, que la susceptibilidad de los sistemas políticos y las sociedades a la influencia del factor externo fue mayor en 2011-2013 que en 2013-2017.

Quedan varios temas sin plantear en esta reflexión, entre ellos la influencia de actores transnacionales como los medios de comunicación, o el impacto que fuerzas regionales e internacionales tienen sobre la capacidad de coordinación de las oposiciones en el mundo árabe. Otro tema que ofrece enorme potencial para la investigación de la incidencia del exterior en procesos de cambio interno en Medio Oriente tiene que ver con la manera en que ha contribuido a que los países de la región se distingan (y se alejen) más unos de otros, lo que agrava la desigualdad entre las subregiones del golfo Pérsico y la zona del Levante, con repercusiones para los procesos de regionalismo y regionalización.

Con todo, el panorama general aquí expuesto apunta a la importancia relativa, y a la vez fundamental, del contexto internacional -distribución de poder y predominio de una determinada agenda normativa- como enfoque para explicar lo que ocurre en los países árabes a siete años del estallido de las revueltas populares. Es un ángulo que sin duda permite reconstruir trayectorias que han sido recorridas por otros países en otras regiones, como América Latina o el Sureste asiático.


NOTAS

1 En este texto se usan los conceptos de revueltas, sublevaciones y movilizaciones populares como sinónimos. El concepto transición se usa en su acepción más general, como proceso o periodo de cambio de una condición política a otra. Por su parte, crisis revolucionaria hace alusión a una situación de ingobernabilidad que traduce la dificultad de reproducir un orden social, político o económico determinado según prácticas reconocidas, institucionalizadas o interiorizadas. Por las limitaciones y oportunidades inéditas que presenta, la crisis revolucionaria puede resultar en la construcción de nuevas relaciones de poder (Bozarslan, 2015). Al respecto de los debates sobre la validez de usar el concepto de revolución para describir lo que ocurre en los países árabes desde 2011, véase Geisser (2012).
2 El 23 de mayo de 2011, la Unión Europea decidió suspender todos los programas de ayuda a Siria en los sectores de desarrollo y programas energéticos (construcción de plantas eléctricas), en protesta por la represión de las revueltas.
3 Cerca de 17 millones de yemenís, de una población de alrededor de 25 millones, necesitan ayuda humanitaria urgente. Cuatro millones sufren de malnutrición aguda. La guerra civil ha matado a diez mil civiles desde 2015, 50 mil heridos desde marzo de 2015, la mayoría en ataques aéreos por parte de una coalición multinacional. El espectro del hambre ha sido resultado de la guerra, a la vez que un arma.
4 Durante la década de 1980, la Organización de los Estados Americanos (OEA) no utilizó la amenaza de sanciones contra, digamos, la represión o el fraude electoral; realmente no tenía una política activa de promoción de los derechos humanos u otros temas asociados con el juego democrático que podría haber definido los costos y beneficios para los actores involucrados en la transición. Sin embargo, durante los procesos de transición en América Latina, la naturaleza y las características de la integración regional se han motivado para desencadenar reformas políticas y económicas y canalizar el apoyo a las transiciones. Con el fin del orden bipolar, los países de América Latina han sido menos reacios a considerar la relevancia de las acciones y las instituciones que promueven la democracia, a pesar de una larga tradición de "no intervención" en la región. Dos documentos representaron la disposición real de los países miembros de la OEA para apoyar a este organismo en la promoción de las prácticas democráticas y el respeto al orden constitucional: la Declaración de Santiago sobre Democracia y Confianza Ciudadana: Un Nuevo Compromiso de Gobernabilidad para las Américas (1991), conocido como "Compromiso de Santiago", y el Protocolo de Washington (1992).
5 Desde el inicio de la guerra en Siria, países como Venezuela, Brasil y Argentina han oscilado entre la franca hostilidad contra los rebeldes sirios y el apego a una solución negociada con el régimen de Damasco. Por su parte, si bien los países del llamado "Sur" se han convertido en un principio de organización, de referencia y de posicionamiento de las Naciones Unidas, no han logrado integrar plenamente a estos actores.
6 Tomar conciencia de ciertos discursos, juicios y reacciones como respuesta a las variaciones en el entorno exterior no equivale, para Adraoui, a presuponer una definición clara y preestablecida del interés nacional que los islamistas, o cualquier otro grupo político, desean promover. Se debe reconocer la sociología del actor político, sus contradicciones, su capacidad de evolución, la relación con su sociedad y su ideología.


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