10.18601/16577558.n27.09

Palestina, Israel y la geopolítica de Asia occidental

Palestine, Israel and the Geopolitics of Western Asia

Pío García*

* Doctor en Filosofía, Universidad Pontificia Javeriana. Docente-investigador, Universidad Externado de Colombia, Colombia. [pio.garcia@uexternado.edu.co].

Recibido: 29 de junio de 2017 / Modificado: 10 de octubre de 2017 / Aceptado: 13 de octubre de 2017

Para citar este artículo:

García, P. (2018). Palestina, Israel y la geopolítica de Asia occidental. OASIS, 27, 149-166. DOI: https://doi.org/10.18601/16577558.n27.09


RESUMEN

Los esfuerzos de la comunidad internacional por darle solución al conflicto israelí-palestino siguen chocando contra las medidas de fuerza del Gobierno de Israel y su insistencia en la negociación bilateral. Aquí se argumenta que la comprensión cabal del problema amerita la revisión del juego geopolítico en Asia occidental, donde los grandes poderes configuran alianzas y desatan guerras en pro de sus intereses. Siendo allí la alianza israelí-estadounidense persistente, las gestiones de la comunidad internacional para comprometer a Estados Unidos en la salida del enfrentamiento mediante el reconocimiento multilateral del Estado palestino han de mantenerse sin vacilación, puesto que la alternativa del acuerdo bilateral con Israel no le ofrece a Palestina más que su rendición.

Palabras clave: Estado palestino, conflicto israelí-palestino, geopolítica, Asia occidental.


ABSTRACT

The efforts of the international community in providing a solution to the Israeli-Palestinian conflict are still colliding with the demonstrations of force of the Government of Israel and its insistence on bilateral negotiation. Here it is argued that the understanding of the problem merits a review of the geopolitical game in Western Asia, where the major powers set up alliances and unleashed wars in their own interest. Since the United State-Israel Alliance remains unshakable in the region, the will of the international community to commit the United States to an end to confrontation through the multilateral recognition of the Palestinian State should be maintained without hesitation, since the alternative of a bilateral agreement with Israel does not offer more to Palestine than surrender.

Key words: Palestinian State, Israel-Palestine conflict, geopolitics, Western Asia.


INTRODUCCIÓN

Cada año, como en una ceremonia recurrente, la comunidad internacional, en su inmensa mayoría, insta al Estado de Israel a cumplir las disposiciones del máximo cuerpo político mundial. El rito en la Asamblea General de la ONU es oficiado en términos reiterados para exigir a Israel volver a sus fronteras legítimas, respetar la soberanía territorial de sus vecinos y respaldar la autonomía palestina. No obstante esta mecánica repetitiva, no se debe concluir que se trate de la puesta en escena de un libreto idéntico al modo de los actores en el teatro, porque ciertas modificaciones en la versión de los hechos, de manera especial por parte del Gobierno israelí, tratan de conmover la audiencia.

En particular, en los últimos años, a la extensión del muro físico, el Gobierno israelí añade barreras ideológicas que amparan la ocupación de territorios ajenos y previenen las críticas contra las medidas de fuerza, la subyugación del vecindario y la opresión contra sus propios ciudadanos. De este modo, en un discurso refaccionado, la cruda realidad del sometimiento de sus ciudadanos, el sojuzgamiento del pueblo palestino y el desconocimiento de las decisiones multilaterales, se transfigura en forma creciente y como por arte de magia en la narrativa del éxito que despierta la envidia de las demás naciones: aquellas que en vez de seguir tan loable suceso más bien se confabulan para para condenar y desconocer al Estado de Israel. En ese diagnóstico, un desprovisto David recrearía la historia bíblica del enfrentamiento contra el gigante Goliat, monstruo que terminamos siendo todos aquellos que desaprobamos la injusticia y nos negamos a bendecir un orden mundial basado en la arbitrariedad y la insolencia. Dichas nuevas autoapreciaciones se enlazan con los viejos y bien conocidos argumentos, con el propósito de asegurar la continuidad de un statu quo que, en un tiempo indefinido en el futuro, ha de legalizar una realidad tan explosiva como oprobiosa para la población que la sufre aun dentro del Estado de Israel.

Ahora bien, para entender las apuestas israelíes, anticipar el curso de los acontecimientos y explorar la solución del conflicto con el pueblo palestino y otros países cercanos, el artículo plantea la hipótesis de que hace falta inscribir esta problemática regional en el contexto de los movimientos tectónicos de la puja entre los grandes poderes, cuyo choque en esta zona específica crea el escenario particular de una crisis irresuelta. El efecto no es otro que una situación vergonzosa y trágica. Lo primero porque los ideales de humanitarismo, respeto y coexistencia pacífica son saboteados de manera incesante, y lo segundo por el tributo inclemente de la vida humana en el altar de la muerte.

La referencia aquí al entramado político se justifica porque el conflicto, activado por la sugerencia de la ONU de crear dos Estados en 1947, se da entre actores institucionales participantes en el sistema internacional y debe mantenerse dentro de esos límites, alejado de las interferencias reales pero perversas de las justificaciones religiosas o, aún peor, étnicas.

Por tanto, es pertinente hablar del Estado de Israel, el Estado palestino y demás Estados de la región, en cuanto entidades políticas, laicas, pluriculturales y cosmopolitas, y no del Estado judío o los Estados islámicos de Palestina, Siria y demás. En consecuencia, el artículo aborda cuatro subtemas: 1) las nuevas modalidades discursivas del Gobierno israelí, 2) las nuevas facetas discursivas acopladas a una política ya conocida y cuestionada, 3) Israel como pivote geopolítico en una zona de elevada competencia estratégica, y 4) las perspectivas respecto a la competencia y la cooperación en Asia Occidental.

LAS NUEVAS MODALIDADES DISCURSIVAS DEL GOBIERNO ISRAELÍ

La presentación del primer ministro Benjamin Netanyahu ante la Asamblea General de la ONU, el 21 de septiembre de 2016 (Times of Israel, 2016), revela ciertos aspectos de la imagen refaccionada de su Estado, con el propósito de hacérsela digerible a una opinión pública internacional reacia a aceptar la organización entre las sociedades sobre el simple principio de la ley del más fuerte.

De entrada, el premier puso de manifiesto los logros de Israel en la agricultura, la salud, el reciclaje de las aguas usadas, el procesamiento de información electrónica, la conectividad y el avance en inteligencia artificial, campos en que ejerce liderazgo mundial. En cuanto al recurso acuático afirmó, "Israel es una potencia global. Si tienes un mundo sediento, como en efecto lo tenemos, no hay mejor aliado que Israel". Estas conquistas del ingenio de su país -insistió- están al servicio de toda la humanidad, en un momento histórico de grandes cambios políticos y ambientales.

Al respecto, nada más insensato sería desconocer las capacidades de una comunidad, como la judía, mayoritaria en el Estado de Israel, que porta una herencia de disciplina intelectual que ha brindado figuras eximias en todas las ramas del conocimiento y las artes, desde el rey David hasta Marx, Freud o Einstein, pasando por Maimónides o Avicevrón en plena Edad Media. Sin duda, son muchas las soluciones que el tesón de sus predecesores y la sociedad israelí de hoy día dieron y dan al bienestar de nuestros pueblos, como el hecho de hacer florecer el desierto, maximizar el uso del agua o hallar respuestas a los problemas de la comunicación o la movilidad por medio del aprovechamiento intenso de los computadores y la inteligencia artificial.

Sin embargo, es preciso hacer ciertas acotaciones a las aseveraciones del primer ministro. Por un lado, otras sociedades y culturas no fueron menos diestras e inventivas. En Asia occidental, los sumerios y babilónicos fueron tan brillantes en sus conocimientos como las civilizaciones de China, India, el sudeste asiático o los imperios americanos, con legados que aún no terminamos de entender, como por ejemplo el calendario maya o el lenguaje cifrado de las líneas en el desierto de Nazca.

Por cierto, gracias a la síntesis y renovación del conocimiento de la antigüedad por los sabios islámicos en Damasco, Bagdad, Tabriz, Isfahán, El Cairo o Córdoba, Europa encontró el terreno abonado sobre el cual sembró y cosechó la ciencia moderna, en un impulso intelectual y económico que continúa con la actual revolución tecnológica.

Como lo expresó el presidente Obama, en su conferencia en la Universidad de El Cairo, el 4 de junio de 2009:

El islam, en lugares como Al-Azhar, portó por varios siglos la luz del conocimiento y despejó la vía del Renacimiento europeo y el Iluminismo. La innovación en las comunidades musulmanas desarrolló el álgebra, la brújula magnética y las herramientas de navegación, la maestría de los lápices y la imprenta, y el estudio de la propagación de las enfermedades y su contención. En arquitectura nos legaron los arcos majestuosos y la aguja; en arte, la poesía perenne y la música preciosa, la caligrafía elegante y los espacios de contemplación pacífica.

El presidente agregó: "A lo largo de la historia, el islam demostró por medio de las palabras y los hechos que la tolerancia religiosa y la igualdad racial son posibles" (White House, 2016).

Al respecto, se conoce con suficiencia cómo el despliegue de la civilización islámica a partir del siglo VII significó una revolución intelectual de tal magnitud que pronto proliferaron los centros de investigación desde Irán hasta Mali. Destacan obras como el Canon de la Medicina, de Avicena, escrito en el siglo XI, que fue el texto de mayor influencia en su tiempo y marcó su impronta en los siglos siguientes hasta el siglo XIX. Entre otras cosas, el sabio explicó la propagación de la tuberculosis a través del agua y el suelo, el influjo de las emociones en la salud y la función de los nervios en la transmisión del dolor y la contracción muscular. Agregó las fórmulas para preparar 760 fármacos diferentes y las indicaciones para realizar pruebas de nuevos compuestos. Las derivaciones de estos conocimientos enciclopédicos las recibimos los latinoamericanos a través de España, en donde por ocho siglos convivieron las comunidades árabes, judías y cristianas (Despertad, 2012).

Pero, volviendo sobre el poder económico israelí celebrado por el primer ministro, es del caso recordar que otro componente clave de esa riqueza proviene de fuentes menos dependientes de los laboratorios de la tecnología avanzada y sí del recurso natural que venían disfrutando las comunidades locales por tiempos inmemoriales. Uno de ellos es el acopio hídrico en ese manantial que son los Altos del Golán, arrebatados a Siria desde junio de 1967. De no menor importancia son los terrenos asignados por la Resolución 181 de la ONU al Estado Palestino, invadidos por el Estado de Israel y convertidos para su beneficio exclusivo en campos de labor, fábricas y asentamientos para sus ciudadanos.

El jefe del Gobierno israelí omite mencionar no solo que parte de esa riqueza es tomada de manera forzada en territorios de otros países, sino que es producida en condiciones de explotación de los grupos judíos más pobres o de población árabe y extranjera. Un estudio de la Universidad de Tel Aviv, en 2014, encontró discriminaciones en el empleo y los salarios, con el resultado de un círculo vicioso por el cual "cuando la población es pobre y su participación en el mercado laboral es parcial y sujeta a barreras, tiene pocas posibilidades de mejorar el nivel de educación y lograr mejores oportunidades de empleo, reforzando su bajo desempeño en el mercado laboral". Las mujeres tienen menos oportunidades laborales; sin embargo, son "los árabes israelíes quienes están en el rango social más bajo, donde permanecen atados a la trampa de la pobreza" (Yashiv y Kasir, 2014, p. 4).

Un aspecto adicional tiene que ver con la corrupción del sistema político y económico. En su extensa investigación sobre el destino palestino embargado por la alianza entre Tel Aviv y Washington, Noam Chomsky llegó hace unos años a la siguiente conclusión:

Estados Unidos consiente la corrupción rampante. Una muestra de ello es el desvío de miles de millones de dólares, destinados en teoría para los inmigrantes, que proveen liquidez al sistema bancario -lo cual alguna vez tuvo que ser reversado por el Estado debido al escándalo que se suscitó-, dinero que alienta la demanda crediticia para adquirir carros, viajar al extranjero y especular en el mercado bursátil (Chomsky, 1999, p. 927).

Una segunda dimensión del discurso del primer ministro ilustra su constancia en perfilar al Estado de Israel como paradigma mundial de las libertades y la soberanía popular. Presenta a su país como "la democracia" de la zona. Algo así como la única estrella rutilante en un firmamento copado por la oscuridad de la irracionalidad religiosa y la ausencia de competencia política. Pero, si el modelo democrático liberal reside en la separación de los asuntos religiosos de la actividad política, según el dictado de la Europa moderna, ¿acaso no estuvieron los partidos Baaz en Siria e Iraq entre los primeros en introducir la laicidad en la administración del Estado? Si la democracia hace referencia al gobierno de un pueblo por sí mismo, sin constricciones, sin engaños y sin las prácticas de dominio sutil, como en las plutocracias, ¿qué tan demócrata puede ser un Estado que justifica su existencia sobre el desconocimiento de los derechos de autodeterminación para todo el mundo? ¿Es una democracia aquella que se vanagloria de sus partidos políticos mientras niega la libertad de gobierno al pueblo palestino o la integridad territorial a Siria y Egipto?

Por otro lado, ¿hemos de asentir que el Gobierno israelí es el único demócrata en la región, solo por el hecho de haber pasado por un proceso electoral? ¿Acaso los gobiernos de Turquía o Irán no obedecen de igual manera al veredicto de las urnas? ¿Por qué ensañarse en demonizar a Hamás, cuando es la organización política escogida en contienda electoral por los ciudadanos de la Franja de Gaza? ¿No será el propósito de un Estado de autoproclamarse el emblema de la democracia más bien deslegitimar a los gobiernos vecinos que persisten en reclamar su soberanía? Como dice el analista Alexander Montero, cuando los palestinos estaban divididos "Israel afirmaba que no había con quien negociar. Ahora, durante la reconciliación, Israel tampoco negocia porque no acepta un Gobierno que integre a Hamás. Así las cosas, vale la pena preguntarse: ¿cuál es la voluntad de paz de Israel?" (2014, p. 6).

En una tercera dimensión, en la ofensiva mediática actual, el Gobierno israelí se proclama el adalid de los derechos humanos en la zona y adelanta una invectiva contra las condenas internacionales que sufre por este motivo, de manera especial "ese chiste llamado Consejo de Derechos Humanos de la ONU". Sabemos que, en términos generales, el Estado israelí garantiza las libertades religiosas, políticas y económicas. Las mujeres, lo mismo que los varones, prestan el servicio militar y compiten en el mundo laboral y académico; y los diferentes credos pueden realizar sus prácticas religiosas en sus lugares de culto, y sus preferencias políticas las canalizan los partidos políticos. Pero, ¿es del todo cierta la igualdad ciudadana?

En el orden doméstico -como ya lo anotamos- hay discriminación laboral contra las mujeres y la población árabe israelí. Sobre esta última, de acuerdo con la investigadora Arlene Tickner,

…existen dos categorías de ciudadano en Israel que, pese al derecho igual al voto, gozan de un reconocimiento diferenciado. Mientras los nacionales judíos, compuestos por quienes residen dentro del país y en la diáspora, ejercen una ciudadanía plena que incluye subsidios estatales de vivienda y educación, así como acceso al empleo y la tierra, los ciudadanos israelíes con "nacionalidades" distintas a la judía no gozan de dichas prerrogativas (2014, p. 20).

Por esta discriminación similar al apartheid sudafricano -agrega la profesora Tickner- los jóvenes árabes israelíes y los palestinos son sospechosos todo el tiempo, se los somete a arrestos hasta por 90 días, se usan en su contra pruebas secretas, se les hacen detenciones arbitrarias, tienen que circular por carreteras especiales, además de sufrir la afrenta de un muro de 440 km en Cisjordania.

En el mismo sentido, Gideon Levy, un analista israelí, explica la represión constante y la militarización de su país, bajo la coartada de la seguridad. Dice Levy que "La 'seguridad' hace olvidar la injusticia. Ella blanquea el crimen y tiñe de un barniz de legitimidad las prácticas más discriminatorias. Dirigentes políticos, generales, jueces, intelectuales, periodistas: todos lo saben, pero cada uno añade su silencio al de la mayoría". Cualquier persona con acento árabe es sospechosa; en nombre de la seguridad se destruyen las casas de los "terroristas"; se les aplican castigos colectivos (prohibidos por el derecho internacional); y se suceden a cada rato crímenes alevosos, como el de la niña de 10 años que portaba unas tijeras. Este autor concluye que "los árabes son las principales víctimas de esta situación" (Levy, 2016, pp. 23-24).

Para otros pueblos vecinos, la dosis de atropello no es menor. Se afirma, por ejemplo, que a raíz de la captura de los Altos del Golán en junio de 1967, Israel practicó la "depuración étnica" de la zona, y solo dejó las familias drusas que le eran leales. Estos son pobladores locales que, por cierto, deben pagar el agua tres veces más cara que los colonos judíos instalados por el Gobierno israelí (Marchesin, 2016).

Una cuarta dimensión de la refacción discursiva propiciadora del mejoramiento de la imagen internacional del Estado de Israel apunta a cercenar el pasado, a clausurar la historia en pro del futuro. Como quien dice: "¡borrón y cuenta nueva!" Así, en el máximo foro internacional el premier Netanyahu increpó al jefe del Gobierno palestino por "hablar pegado del pasado", en vez de hablar de la actualidad y del futuro. Al postular ese porvenir brillante, en el que nadie recuerde las vejaciones a las generaciones mayores, e instalado sobre los prodigios de la tecnología, el primer ministro israelí pareciera obsesionado en seducir al pueblo palestino y al resto del vecindario, con una versión bien particular de pax hebrea, sin reclamos, añoranzas o queja alguna por parte de pueblos redimidos y extasiados en las bienaventuranzas de la prosperidad compartida.

No se puede ocultar la velada intención de esa narrativa reciente de los hechos por parte del Gobierno israelí, que hace mofa de la historia y del pasado, con el ánimo de consolidar el statu quo del que deriva las ventajas, mientras los pueblos vecinos y toda la región de Asia occidental se hunden en el caos. Es cada vez más claro que allí la serie de Estados fallidos está inducida y patrocinada desde fuera y sin solución a la vista. Obviar los compromisos pactados encaja bien con la táctica de sacarle acuerdos a un rival postrado, y ayuda a entender el reto al presidente Abbas: "En vez de hablar del pasado, hablemos los dos". Mediante esta novedosa elocuencia, el Gobierno israelí actual procura remozar la imagen de un actor cuyos gestos son conocidos y, por cierto, desaprobados por la comunidad internacional. Las innovaciones retóricas se funden con las justificaciones más conocidas de un libreto inspirado en el llamado "realismo político".

LAS NUEVAS FACETAS DISCURSIVAS ACOPLADAS A UNA POLÍTICA YA CONOCIDA Y CUESTIONADA

La renovada locuacidad se encamina, en primer lugar, a eliminar la historia con el propósito de validar la fórmula de la negociación bilateral como única salida del conflicto: este "hablemos los dos", que a simple vista muestra el gesto más loable y generoso del mundo: "¡hablando se entiende la gente!" -según decimos a cada rato-, deja en suspenso el estatuto político otorgado por la comunidad internacional al pueblo palestino, como un Estado unitario y autónomo. Al retroceder la discusión al trato bilateral exclusivo, ¿a dónde van a parar los desafueros de un poder militar que arrasa con los derechos de los pueblos vecinos, por encima del derecho internacional humanitario y las decisiones de la ONU? ¿Una negociación así no viene a ser más bien la disculpa del más fuerte para imponer sus criterios e intereses, dada la asimetría tan abismal en el poder entre ambas partes?

Un segundo aspecto de esa ofensiva ya conocida es la seguridad nacional y la lucha contra el terrorismo. El hecho es que la proclama de la seguridad doméstica ha propulsado la máquina de guerra israelí a niveles estratosféricos. El pequeño Estado practica lo que Levy llama la religión securitaria: esa creencia de que Israel vive bajo una amenaza permanente, según la propaganda gubernamental que exagera los peligros reales e infunde miedo por doquier. Se manipula la idea de indefensión para sostener el abultado gasto militar y desprestigiar movimientos antagonistas como Hamás. Israel invierte más de US$15 mil millones en defensa, cada año; es el país más y mejor armado en la región, y ocupa el puesto 16 en la inversión mundial en armamento. Es el país con más tanques y aviones, respecto a su población; posee 14 submarinos, mientras los habitantes se quejan por los costos inabordables de los arriendos (Levy, 2014).

La consigna de la seguridad va en llave con la propaganda contra el terrorismo. El primer ministro israelí traza, en su discurso, una línea radical y perversa entre la política de su Estado y los gobiernos vecinos: "mientras los líderes israelíes condenan todo tipo de terrorismo, árabe o israelí, los palestinos lo celebran".

Lo cierto es que la posición del Gobierno israelí sobre el terrorismo es por completo contradictoria: apresa, encarcela o mata a los niños y jóvenes que se levantan en las intifadas; en nombre de la seguridad y el embate contra el terrorismo, los bombardeos destruyen las instalaciones públicas y las viviendas palestinas; los escombros acumulados terminan teñidos con la sangre de miles de personas. Como dice el poeta Yitzhar Laor, en "Balance":

El pistolero que ametralla un hospital/el piloto que incendió un campo de refugiados/el periodista

que cortejó los corazones y las mentes en nombre de la matanza/ el actor que la escenificó tan solo como otra guerra/ el profesor

que aprobó en clase el baño de sangre/ el rabino

que santificó la carnicería/ el ministro

que sudó y votó a favor/ el paramilitar

que le disparó tres veces al refugiado/ el poeta

que saludó la hora más fina de la nación, que perfumó la sangre y ensalzó al avión de combate.

Los moderados

que dijeron: esperemos y veamos/ el miembro del partido

que se desplomó en reverencia al ejército/ el agente de ventas

que olfateó traidores/ el policía

que golpeó un árabe en la calle asustada/ el conferencista

que da palmas en la espalda del oficial, a quien envidia/

y quien tuvo miedo de negarse a ingresar a los terrenos usurpados/ el primer ministro

que bebió con ansiedad la sangre. Ellos nunca quedarán limpios (Cohen, 2010, pp. 73-78).

Pasemos por alto -en este punto- la historia de la creación del Estado de Israel y la lucha guerrillera de Ben Gurión y los padres del Estado contra la administración inglesa, para recordar más bien la guerra clandestina. Por ella, muchos líderes palestinos perecieron por atentados de los servicios secretos israelíes, incluso violando la soberanía de otros países. Uno de los pocos que sobrevivió a esta política fue el jeque Jaled Mashal, cabeza de Hamás, en 1997. La operación de la Mosad en su contra, con agentes con pasaporte canadiense, en Amán, fracasó (Línea directa con Israel y Medio Oriente, 1997, p. 6). Otros opositores en Palestina, Irán y otros países no corrieron la misma suerte.

En la realidad y en nombre de la ofensiva contra el terrorismo, el Gobierno israelí despoja a los países vecinos de sus bienes, realiza mortales operaciones preventivas, arresta y encarcela; también realiza actividades secretas sin el consentimiento de los gobiernos. Por ejemplo, en 2014, el excanciller Adnan Mansur, del Líbano, denunciaba espionaje permanente israelí, en violación del derecho internacional y la Resolución 1701 de 2006, que puso fin a la guerra entre Hizbolá, grupo chiita libanés, e Israel (El Espectador, 2014, p. 12).

Más aún, con el fin de terminar de socavar los gobiernos rivales el Estado de Israel ha patrocinado la oposición armada y ha facilitado sus movimientos. Según la Fuerza de Observación de la ONU en Siria (FNUOS), los combatientes yihadistas de Al-Nusra, grupo afiliado a Al Qaeda, eran bien recibidos por soldados fronterizos de Israel (Marchesin, 2016). Estamos, entonces, ante la conducta contradictoria de un Estado que se ensaña contra unos opositores, al tiempo que atiza con sus armas y apoyo las revueltas contra los gobiernos que le son contrarios.

Un tercer aspecto de la tradicional posición internacional israelí es la burla y el profundo desprecio por la comunidad internacional, hasta el punto de entrar en desafío abierto a cualquier medida multilateral que no sea de su complacencia. El primer ministro Netanyhu le advirtió a la Asamblea General: "No aceptaremos ningún intento de la ONU de dictarle términos a Israel. El camino de la paz pasa por Jerusalén y Ramallah, no por Nueva York". Sin lugar a dudas, esta diatriba de un Estado contra la autoridad mundial que dispuso su existencia es una paradoja desconcertante.

De este modo, la narrativa actual israelí no se separa en el fondo de la línea tradicional de descalificación de la comunidad internacional por la razón simple de que esta respalda, en su inmensa mayoría, niveles mínimos de justicia, como lo es la paz, la seguridad, el ejercicio de la soberanía nacional y el bienestar económico, todos ellos derechos negados cada vez más a los pueblos vecinos. Esa comunidad internacional es denunciada porque se opone al cercenamiento de los países, a la aniquilación masiva del adversario y la destrucción de sus bienes, en demostraciones inaceptables de poderío militar. Más aún, una comunidad mundial que se atreve a denunciar la discriminación y el racismo aun dentro del mismo Estado israelí.

Por esta inquina, una a una las disposiciones de la ONU son obstruidas por el gobierno de Israel. De ahí que el primer ministro reitere que su país no acata tales decisiones. En línea con esa posición, en abril de 2016, el premier Netanyahu aseguró, respecto a la colonización del Golán, que este "permanecerá para siempre en manos de Israel", en oposición a la Resolución 242 del Consejo de Seguridad, del 22 de noviembre de 1967, que denunció "la inadmisibilidad de la adquisición de territorios por la guerra". Catorce años después, la Resolución 497 del 14 diciembre de 1981, condenó la anexión del Golán (Marchesin, 2016).

Otro ejemplo craso de la hostilidad constante del Estado de Israel contra los acuerdos multilaterales es su renuencia a informar y permitir la inspección de su arsenal nuclear por parte de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, al tiempo que se las validó en su momento para provocar la invasión a Iraq sobre el montaje de la bomba atómica en manos de Sadam Hussein (Mearsheimer, 2007).

Hasta aquí, la argumentación se ha movido en el campo material de la política y la estrategia; pero no se debe olvidar que este horizonte está sostenido sobre una base inmaterial, que le enrostra al pueblo palestino, a los países vecinos y a la comunidad mundial una carga moral, cual es el prejuicio contra el pueblo judío. El argumento del antisemitismo es la más socorrida de las armas para eludir cualquier cuestionamiento o condena de la política expansionista y segregacionista israelí. Cualquier reparo al despojo, el apartheid, el neocolonialismo, el irrespeto de la soberanía y el uso de mecanismos terroristas por parte del Estado de Israel los neutraliza su Gobierno con esa bomba moral: la sostenida persecución al pueblo judío. Dicho explosivo inmaterial lo blinda contra cualquier crítica y medida que no sea de su agrado. Una vez que el Estado de Israel alcanza esa zona de confort, las críticas entran rápido en un estado de parálisis y confusión. Pero, como dice la filósofa y activista Judith Butler, "Si pensamos que criticar la violencia israelí o presionar a ese Gobierno con medidas económicas para que cambie sus políticas es un 'antisemitismo efectivo', todos vamos a bajar la guardia por el temor de ser calificados de antisemitas" (2003, p. 209).

El primer blanco de tal descalificación es, por supuesto, el propio pueblo palestino, al que el premier Netanyahu ultraja con el supuesto rechazo al Estado judío. Aduce que ese es el meollo del problema, la negación de su Estado, no el problema del colonialismo: "el conflicto no tiene que ver con los asentamientos judíos -nunca lo fue-, sino con el reconocimiento del Estado judío", aseveró en la Asamblea General de 2016. Se trata claro está de infundios bien elaborados de su parte ya que, desde los Acuerdos de Oslo en 1993, el Gobierno palestino reconoce y respeta la existencia del Estado de Israel. Sin embargo, este obstruye de manera sistemática las propuestas palestinas para alcanzar su soberanía política, la recuperación de su territorio y la autonomía económica.

Nos encontramos, por tanto, ante la situación tan particular y paradójica de un Estado que erige una cortina moral para desviar cualquier exigencia de la comunidad internacional a cesar la discriminación, el racismo y el neocolonialismo, con base en los principios humanitarios convenidos de manera multilateral. Sin embargo, esta ofensiva mediática múltiple y la arrogancia del Gobierno israelí no se adelantarían con tanto ardor de no contar con un soporte externo prominente. De hecho, la posición desafiante del Gobierno israelí contrasta con el número creciente de Estados fallidos en la zona, la destrucción de ciudades completas y la subsecuente tragedia de millones de migrantes y refugiados. Nadie niega los logros israelíes en el campo productivo y el dominio tecnológico, pero su insolencia y desprecio por los planes de paz no alcanzarían el nivel de crudeza, a no ser por el beneficio que recibe del choque geopolítico global, uno de cuyos escenarios más sórdidos, si no el más cruel y repulsivo, es el que ocurre en estos momentos en esa sección estratégica que va desde Egipto hasta Siria e Iraq, pasando por Yemen y Palestina.

ISRAEL, PIVOTE GEOPOLÍTICO EN ZONA DE ELEVADA COMPETENCIA ESTRATÉGICA

Por más armado que un pequeño país pueda estar, ello no explica de modo suficiente cómo puede hablar en términos tan altisonantes, desconocer las resoluciones multilaterales e injuriar a la comunidad internacional de manera tan reiterada. Tales términos nos son familiares, porque los escuchamos, de igual manera, en forma sistemática más allá del Mediterráneo: en Washington. El eje Israel-Estados Unidos es el hilo fundamental en ese tinglado de intereses encontrados entre los grandes poderes en una zona con características muy precisas. Cien años atrás confluyeron los intereses de Francia e Inglaterra para cambiar el control otomano por su propia presencia y el aprovechamiento en beneficio propio de la riqueza petrolera, el ahorro que significó el paso por el Suez y para contrarrestar el inminente poderío soviético. En gran medida, esos también son los objetivos de la potencia heredera de los despojos del dúo europeo tras su emergencia definitiva en la Segunda Guerra Mundial. Aquí está una de las claves que explican el juego geopolítico en Asia occidental.

No es usual que hablemos en estos términos geográficos más precisos, como el de Asia occidental: estamos demasiado acostumbrados a la denominación Medio Oriente, para referirnos a los países allende la costa oriental del Mediterráneo. Desde un punto de vista técnico, Asia tiene sus subdivisiones entre Asia oriental, Asia central, Asia sur y Asia occidental. Esta última comprende los países y las regiones desde Irán hacia el oeste hasta el Cáucaso y la península arábiga. "Medio Oriente" mantiene una versión eurocéntrica de la sociedad mundial, que ya no tiene vigencia. De ahí la pertinencia de referirse a esa zona como Asia occidental.

Ahora bien, durante la Guerra Fría, el movimiento de los actores fue bastante sencillo de entender. El alineamiento con un poder significaba el repudio automático del otro. El acercamiento abierto o los intentos de solicitud de apoyo a Moscú por parte de los gobiernos de Iraq, Siria o la OLP desataba, de inmediato, la animadversión de Washington. Este esquema dual fue resquebrajado en 1979 por el Ayatollah Jomeini, en Irán, quien instaló un régimen al margen de las afiliaciones internacionales en la región, y empezaron a darse alianzas inusitadas. Así, mientras Estados Unidos entrenaba y financiaba a Bin Laden con el fin de inflamar el celo religioso de los afganos contra los comunistas soviéticos, en la guerra contra Irán le brindaba todo el apoyo a Sadam Hussein, un ateo hasta entonces aliado de los comunistas. Es bien conocido el fin tan infame de este par de personajes.

Apenas abrió el siglo XXI, en medio de las expectativas por un nuevo milenio en paz, los ataques suicidas de 2001 en su territorio le sirvieron de pretexto a Estados Unidos para incrementar el gasto militar, mejorar sus capacidades ofensivas y retomar la espiral catastrófica de las guerras en todo el mundo. El occidente de Asia y el norte de África recibieron la parte más letal de este fuego sofisticado, devastador y bien calculado. Sociedades por entonces un tanto apaciguadas, ya no lo fueron más: pasaron a vivir tragedias humanitarias sin solución a la vista. La serie de los Estados fallidos empezó en el 2001 y 2003, con las ocupaciones y guerras que no terminan en Afganistán e Iraq. Diez años después, la ola destructiva siguió por Siria y Yemen, después del hundimiento de Túnez, Libia y Egipto en el Norte de África.

Implantada en el corazón mismo de esta región, la postración palestina no es menos oprobiosa, y con el agravante de un Estado que ni siquiera puede terminar de nacer. Es curioso que un drama tan brutal y extendido sea vivido por sociedades que tienen en común el hecho de ser de manera acentuada árabes e islámicas. Pareciera una arremetida contra una civilización, y hay que preguntar, entonces, ¿qué hicieron para ser castigadas de esa forma? ¿Es también el pueblo palestino objetivo de esta cruzada, y si sí, por qué? ¿Cómo se puede remediar esta tragedia?

A causa de la mundialización, ciertas zonas fueron epicentro de la confrontación entre los grandes poderes. Así, en la disputa imperialista del siglo XIX, las potencias europeas se repartieron África, en el Congreso de Berlín de 1884. Alemania, Italia y el Imperio Otomano, al ser excluidos, se sintieron autorizados para arrebatar territorios a la fuerza. Brzezinski aseguró que el tablero mayor del ajedrez de entonces era Asia central, zona disputada por Inglaterra y el imperio de los zares. Tiempo después, la península coreana, el Sudeste Asiático, Europa oriental, el Caribe, África y Asia occidental fueron escenarios de la competencia estratégica en la Guerra Fría. En la actualidad, todo indica que, tras haber puesto las bases del mundo moderno, Asia occidental paga con sangre la factura de una lucha de hegemonismos con vislumbres de un choque entre civilizaciones. Parece, entonces, bien fundada la hipótesis de que el pueblo palestino es uno de los chivos expiatorios de esta ofrenda macabra a las deidades de la muerte, e Israel -con Estados Unidos a su servicio- tiene bastantes razones para celebrar el exterminio del vecindario.

En esa lógica, si hay un país donde la guerra cobra sus peores efectos es Siria, que en el pasado inmediato portó la culpa de haber albergado un Gobierno laico y haber preservado la alianza con el comunismo, y más aún conservarla más allá del fin soviético, hasta el punto de mantener la base naval rusa en el puerto de Tartus. En el pasado más lejano fue centro primordial del resplandor intelectual islámico, y ese es un elemento que, por desgracia, también cuenta en su contra. Con tales credenciales, no fue extraño que, a la sombra de la insurrección popular en el mundo árabe a partir de 2011, la disputa por Siria arreciara como nunca. La oposición fue dotada de armas a granel y la abundancia de equipo extranjero eclosionó nuevas y más aguerridas organizaciones. Una coalición informal de enemigos de Bashar al-Ásad buscó sacarlo del poder sin apelación ninguna: Europa, Estados Unidos, Israel, Turquía proveyeron las armas a las fuerzas opositoras. Las capacidades militares gubernamentales dependieron de la ayuda rusa e iraní.

Es de recordar cómo en 2014, François Hollande, el presidente francés, insistía en ocupar el país y derrocar a al-Ásad, plan que Inglaterra no autorizó, y de paso Estados Unidos tampoco. En consecuencia, los gobiernos contrarios al régimen continuaron su labor de facilitarles material de guerra a los rebeldes.

Así, de aquello que era una oposición interna esporádica e incierta en 2012, con tanta provisión de armas y un credo enardecido surgió el monstruo que los gobiernos extranjeros engendraron y ahora no logran aplacar: Isis, el terrible Ejército Islámico. Más aún, con la inyección de armas y contingentes externos Isis, Al-Nusra y demás ejércitos sectarios extendieron sus acciones a Iraq, Turquía, Yemen y Libia, entre otros países.

A propósito de esta secuela violenta en la región, no menos inaudita es la tragedia desencadenada en Yemen, país colapsado por el fuego incesante de Arabia Saudita y Estados Unidos, donde la descarga de bombas desde la aviación piloteada está acompasada de la artillería con drones letales. Entonces, hemos de preguntar, una vez más, ¿por qué tantas guerras sucesivas? ¿Por qué es tan cruel y larga esta contienda?

Por mucho tiempo se la explicó como una disputa por el petróleo y la ubicación estratégica de la región como puente con Asia. En efecto, la riqueza petrolera fue un factor inevitable, dado que en el golfo Pérsico y sus alrededores están depositadas tres cuartas partes de las reservas mundiales. Sin embargo, en una fase de precios deprimidos, no se ve la correspondencia con una guerra tan ardua y extendida. Asimismo, al ser una entrada al gran mercado asiático también la expone a la competencia entre los poderes económicos; no obstante, el comercio y las inversiones con los grandes mercados de Asia sur y oriental sigue su curso aéreo y marítimo, sin mayor inconveniente por esta obstrucción terrestre.

Otra bien publicitada explicación es aquella del "choque de las civilizaciones". A ella aduce el primer ministro israelí cuando afirma que "mientras Israel busca la paz con todos sus vecinos, sabemos que esa paz no tiene enemigo más grande que las fuerzas del islam militante". Al respecto, es necesario volver sobre el papel cumplido por varios gobiernos, incluido el israelí, en promocionar esa radicalización cuando estuvo dirigida a combatir gobiernos extranjeros que les eran contrarios. El caso más revelador fue el del movimiento Talibán, organizado y financiado para atacar al ejército soviético en Afganistán. Por otro lado, la crítica al neocolonialismo no obedece a un adoctrinamiento; por el contrario, la tragedia de la ocupación israelí es denunciada y desaprobada por una comunidad mundial sobre las bases de la coexistencia pacífica, inspirada en el respeto por los credos, y de acuerdo con las normas acordadas para su cumplimiento universal.

Alguien como Ehud Barak ha dado una explicación elemental y tergiversada de los hechos: estos no revelan un choque de civilizaciones, sino el choque dentro del islam. Desde este diagnóstico tan simple sacaba una conclusión muy sincera: para negociar en mejores términos, es importante que Siria llegue debilitada a la mesa en Ginebra. Transcurría el año 2012. Por eso mismo, anticipaba la balcanización de Siria e Iraq, como Yugoslavia, e intimidaba a Irán: si no desmantela "el programa militar en los próximos meses tendrá que afrontar las consecuencias" (Barak, 2014, p. 13).

Y volvemos a encontrar el núcleo de la madeja geopolítica: la militarización israelí, su engreimiento frente a los vecinos y su desafío a la ONU pasa por Washington. No es que Israel sea tan solo un enclave estadounidense en el occidente de Asia; es mucho más: Israel se da el lujo de dictar la política estadounidense para la región, al punto de provocar la invasión de Iraq, con el único propósito de destruir a un Estado rival. Otro tanto buscó por muchos años frente a Irán, pero la solución negociada que propició Rouhani, desde Teherán, evitó una guerra más en la zona, en 2015.

De explicar la forma como Israel pone a su servicio el mayor poder económico y militar del mundo se ocupan los teóricos neorrealistas John Mearsheimer y Stephen Walt (2007), quienes consideran que

…no existen motivos ni morales ni estratégicos que justifiquen el actual apoyo estadounidense a Israel. Tampoco existen razones que avalen la naturaleza casi incondicional de este apoyo, ni la voluntad de Estados Unidos de dirigir su política exterior con el fin de salvaguardar a Israel […] esta situación anómala es la influencia del lobby israelí. Como en otros grupos de presión, los individuos y organizaciones que componen el lobby realizan una variedad de actividades políticas legítimas, en este caso enfocadas a influir en una política exterior proisraelí. Algunos sectores del lobby también usan tácticas más reprobables, como intentar silenciar o difamar a quienes pongan en duda su papel o critiquen las acciones de Israel. Aunque el lobby no consigue todo lo que quiere, ha sido notablemente eficaz en lograr sus objetivos fundamentales.

Estos autores agregan que el efecto del lobby ha sido perjudicial para ambos países, en la medida que exacerbó el sentimiento antiestadounidense en los países árabes y musulmanes, y ha retrasado la solución del problema israelí-palestino:

Esta situación ofrece una poderosa herramienta de reclutamiento a terroristas islamistas y contribuye al crecimiento del radicalismo islámico. El hecho de ignorar el programa nuclear de Israel, o sus abusos de los derechos humanos, hace que Estados Unidos parezca hipócrita al criticar a otros países por estos mismos motivos, y ha minado los esfuerzos estadounidenses por promover la reforma política en el mundo árabe y musulmán (Mearsheimer y Walt, 2007, pp. 538-539).

¿Qué salidas tiene, entonces, este armazón tan destructivo?

LA NECESIDAD DE IMPULSAR LA AUTODETERMINACIÓN NACIONAL Y REGIONAL, A TRAVÉS DEL CONTROL TRANSICIONAL MULTILATERAL EN ASIA OCCIDENTAL

Arribamos así al nivel de las perspectivas y el deber ser. Desde el continente americano, Asia occidental nos es tan remota como Asia oriental. La distancia nos desliza, asimismo, hacia la cómoda posición de unas guerras que no son de nuestra incumbencia directa, y de las cuales nos podríamos desentender. Pero eso no es cierto. Son hechos que nos retan, porque formamos parte de la comunidad internacional, esa que es atacada por Israel, con la complacencia y el patrocinio de Estados Unidos y sus aliados más cercanos, con el pretexto del "sesgo" antisraelí en la ONU y el antisemitismo por todas partes. En realidad, estamos ante un problema que nos concierne a todos, y que clama el pronunciamiento general.

Al respecto, son varios los frentes de acción para los sectores críticos y formadores de opinión, como parte del desafío moral de construir un sistema internacional sustentado en la justicia, el respeto entre los pueblos y la cooperación para el desarrollo humano y el cuidado del planeta, "nuestra casa común" -como dice el papa-, la Pacha Mama de nuestros ancestros americanos.

En primer lugar, hace falta una deconstrucción discursiva que desmonte el chantaje del Gobierno israelí, por el cual cualquier crítica al Estado de Israel es una manifestación abierta o encubierta de antisemitismo. La auténtica moralidad dicta el respeto profundo por el otro, su reconocimiento cabal y su cuidado. El otro encarna nuestra forma de ser, porque formamos sociedades en donde los individuos se forjan en las relaciones mutuas, y constituimos una comunidad mundial dinamizada por el relacionamiento de todos los pueblos, a través de los intercambios administrados por los Estados. Cualquier violación de esos parámetros debe ser denunciada y controlada por los organismos pertinentes, cuya autoridad suprema en el orden internacional es la ONU, con sus diferentes dependencias.

Es urgente separar las críticas al Estado de Israel del supuesto odio judío. Como cualquier agrupación religiosa o comunidad cultural, el pueblo judío es digno de toda consideración y respeto, y debe ser objeto de protección ante las manifestaciones reprobadoras de su existencia. En efecto, los horrores del nazismo y la Shoah son repudiables, y todos estamos en la obligación de evitar nuevas conjuras contra dicha comunidad. Por otro lado, ese sufrimiento del pasado de ninguna manera puede ser aceptado como disculpa para someter pueblos vulnerables, como lo hace Israel, al endilgar el supuesto rechazo al pueblo judío. Dicha imprecación, de manera más ceñida contra el vecindario musulmán refleja, por cierto, las presunciones de superioridad étnica y cultural, propias de la narrativa sionista asumida por algunos ideólogos dentro y fuera de Israel, que es inaceptable de manera absoluta.

En segundo lugar, la comunidad internacional representada en sus Estados y en las organizaciones civiles sigue en mora de conminar a Israel a honrar los compromisos multilaterales y acelerar las decisiones de la ONU sobre la descolonización y devolución del Sinaí, los Altos del Golán, Gaza, Cisjordania y Jerusalén oriental. La Resolución 242 de 1967 lo estipuló de manera específica:

  1. Salida de las fuerzas armadas de Israel de los territorios ocupados en el reciente conflicto;
  2. concluir todos los reclamos de beligerancia y reconocer y respetar la soberanía, integridad territorial e independencia de cada Estado en el área, y su derecho a vivir en paz dentro de fronteras seguras y reconocidas, libre de amenazas y actos de fuerza.

De acuerdo con la organización israelí de derechos humanos B'Tselem, desde 1967 Israel estableció cientos de asentamientos en Cisjordania, unos reconocidos por las autoridades y otros encubiertos, lo cual impide la autodeterminación palestina dentro de un Estado viable. Otro tanto sucede en Gaza y en Jerusalén oriental, lo mismo que en el espacio tomado de Siria.

En tercer lugar, la comunidad internacional convocada en la ONU ha de auspiciar un plan de paz para toda la región de Asia occidental y un plan multilateral de reconstrucción y seguridad económica para solucionar el problema de la población desplazada. El objetivo aquí incluye los derechos palestinos de existencia dentro de un Estado autónomo, pero se extiende por toda la zona, afectada de igual manera por la destrucción de la base económica y la vida normal de sus pueblos por efecto de la guerra interminable.

En cuarto lugar, este acuerdo pasa por el retiro de las fuerzas armadas extranjeras enviadas por decisiones unilaterales y ofrecer, a cambio, contingentes multinacionales operados bajo el mando de la ONU. Una conferencia ampliada entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad y los gobiernos de la zona implicados tiene posibilidades de concretar el plan de pacificación y el programa de desarrollo económico y social. Se trata de la vía expedita que retoma las lecciones dejadas por el acuerdo entre las cinco cabezas del Consejo de Seguridad, Alemania y la Unión Europea con Irán, mediante el cual se logró remediar la crisis creada por el programa nuclear de este último. Sin lugar a dudas, la paz y la prosperidad de Israel, Palestina y, en general, de Asia occidental dependen de la clausura de la injerencia unilateral de las grandes potencias, para darle paso al involucramiento exclusivo de la institucionalidad multilateral en el control de la problemática.

En quinto lugar, la comunidad internacional, a través de la ONU, ha de procurar los recursos humanos, logísticos y financieros para apoyar y promover las organizaciones económicas y políticas regionales, en las cuales el Estado de Israel llegue a ser un miembro destacado de la red de cooperación en la zona y no el agente desestabilizador.

Por último -y no por ello menos importante- está la necesidad de promover la alianza entre los sectores progresistas de todo el mundo para brindar solidaridad y acompañamiento a los pueblos apabullados por el militarismo israelí dentro y fuera de ese país, así como el apoyo a los sectores progresistas de la comunidad judía. Aquellos "judíos no judíos" (De Gregori, 2015), aliados de la justicia, los ideales cosmopolitas y la convivencia planetaria, como los citados Judith Butler e Yizhak Laor, o los filósofos Adi Ophir y Anat Biletzki, el sociólogo Uri Ram y el profesor de teatro Avraham Oz, quienes condenan con persistencia las prácticas discriminativas y racistas que sigue aplicando el Gobierno israelí.

Hay, asimismo, numerosas organizaciones como Voces Judías por la Paz, Judíos contra la Ocupación, Judíos por la Paz en el Medio Oriente, la Facultad de la Paz Israelí-Palestina, Tikkun, Judíos por la Justicia Racial y Económica, Mujeres en Negro y el caso de Neve Shalom-Wahat al-Salam, la aldea gobernada por árabes y judíos dentro del Estado de Israel (Butler, 2003). B'Tselem es una organización que supervisa los abusos de los derechos humanos en Cisjordania y la Franja de Gaza, Gush Shalom es otra que se opone a la ocupación, Yesh Gvul es una más que representa a los soldados israelíes que, como el poeta Laor, se niegan a prestar el servicio en los territorios ocupados, y Ta'ayush, la coalición judía y árabe contra las políticas de aislamiento, arresto domiciliario, desatención médica, destrucción de viviendas y desabastecimiento de agua y comida al pueblo palestino.

Como vemos, son muchas las voces que reclaman justicia para Palestina y Asia occidental. Es un asunto que nos atañe como ciudadanos comprometidos con el respeto, la paz y la cooperación entre los pueblos, y que condenan por tanto toda forma de sojuzgamiento, oprobio y discriminación. También es un problema que nuestros gobiernos e instituciones regionales, al modo de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) -por ejemplo-, deben abordar con más claridad y decisión, con el fin de asegurar el reconocimiento definitivo del Estado de Palestina como entidad soberana por parte del Consejo de Seguridad.

CONCLUSIONES

Enfundada en una retórica más bien ampulosa, la política de ocupación del territorio palestino por parte de Israel sigue su curso. Al oprobio del aislamiento, la construcción de nuevos asentamientos y el control del agua, las finanzas y el comercio, se suma la vigilancia constante y la campaña de desprestigio mundial del pueblo palestino. Los reclamos de la comunidad internacional y las resoluciones multilaterales son tomadas por el Gobierno israelí como ejemplo de injerencia externa, arrogándose el derecho de desconocerlas.

Más aún, la solidaridad internacional con el pueblo palestino y las decisiones multilaterales a favor de la protección de sus derechos de existencia dentro de las fronteras dictadas por la ONU son objeto de repudio por parte del Gobierno israelí por medio del chantaje moral del antisemitismo. Esta victimización bien publicitada siembra enorme confusión en la opinión pública de todo el orbe y logra, así, su cometido: impedir el reconocimiento definitivo del Estado palestino.

Ahora bien, para entender el expansionismo violento israelí a costa del territorio vecino sirio y palestino, y su arrogancia frente a las demandas multilaterales, hace falta ubicar su política en el contexto geopolítico de Asia occidental. Allí, la pugna entre los grandes poderes ha ido desencadenando alianzas y guerras sin término, donde la de Siria y Yemen son solo las más recientes. Esas variaciones tienen empero una conexión inamovible: el cordón umbilical que une los intereses mutuos de Israel y Estados Unidos. De este último depende la solución multilateral, en la medida que el recurso bilateral alegado por el Gobierno de Israel se torna inviable por completo, dada la pretensión de imponer a su contraparte una rendición total. Por tanto, la solidaridad internacional con el pueblo palestino significa sostener la exigencia de reconocimiento de su Estado, por lo menos dentro de las fronteras propuestas por la ONU en 1947.


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