Desafíos en la agenda regional de seguridad ciudadana y criminalidad transnacional organizada

Challenges in the regional agenda of citizden security and transnational organized crime

Daniel Luz I Álvarez*

* Candidato a Doctorado en Paz y Seguridad Internacional. Asesor Regional del PNUD para América Latina y el Caribe en seguridad ciudadana, Ciudad de Panamá (Panamá). Daniel.luz@undp.org.

Lo expresado en este artículo no representa las opiniones del PNUD ni de ninguno de sus Estados miembros.

Recibido: 2 de septiembre de 2014 / Modificado: 15 de septiembre de 2014 / Aceptado: 30 de septiembre de 2014.

Para citar este artículo
Luz I Álvarez, D. (2014). Desafíos en la agenda regional de seguridad ciudadana y criminalidad transnacional organizada. OPERA, 15, pp. 33-54.


Resumen

América Latina y el Caribe es una de las regiones con más altos índices de violencia y delincuencia del mundo, situación que afecta el ejercicio efectivo de los derechos humanos y se convierte en un obstáculo serio para el desarrollo socioeconómico. Sin embargo, la seguridad ciudadana no debe ser vista exclusivamente como una reducción de los índices de delincuencia, sino como el resultado de una política que se oriente hacia una estrategia integral. Una estrategia que debe incluir la mejora de la calidad de vida de la población; la acción comunitaria para la prevención del delito; una justicia accesible, ágil y eficaz; una educación que se base en valores, en el respeto de la ley y la tolerancia. En este artículo se reflexiona sobre la incidencia de algunas variables sobre estos niveles de violencia así como los efectos de los mismos sobre la sociedad en general.

Palabras clave: violencia, seguridad ciudadana, política pública, América Latina y el Caribe.


Abstract

Latin America and the Caribbean is one of the regions with the highest rates of violence and crime in the world, situation that affects the effective exercise of human rights and becomes a serious obstacle for socioeconomic development. However, citizen secutrity should not be seen solely as a reduction in crime rates, but as the result of a policy that is oriented towards a comprehensive strategy. This strategy should include improving the quality of life of the population; Community action for crime prevention; an accessible, responsive and effective justice; as well as an education based on values, respect for law and tolerance. This article seeks to show the impact of some variables on these levels of violence and the effects of violence on society in general in the region.

Key words: Violence, citizen security, public policy, Latin America and the Caribbean.


Introducción

Los niveles de violencia e inseguridad que hoy se registran en América Latina y el Caribe están cuestionando la esencia misma del concepto de Estado (PNUD, 2009). Son muchos los Estados de la región que han perdido el monopolio del poder coercitivo, mientras asistimos a una proliferación de actores con intereses privados, atomizados, que ejercen de facto el control sobre diversas áreas del territorio y sus poblaciones. Aunque la gravedad del fenómeno difiere enormemente al interior de la región, dicha pérdida de control y legitimidad está erosionando el pacto social, minando la autonomía de los Estados y, en ciertos casos extremos, amenaza incluso con su desintegración. Dichas situaciones se agudizan cuando los ingresos se ven disminuidos por una coyuntura económica desfavorable que facilita una expansión de las actividades delictivas, de la corrupción y, con frecuencia, una merma sensible de la eficacia gubernamental.

América Latina y el Caribe es una de las regiones con más altos índices de violencia y delincuencia del mundo, situación que afecta el ejercicio efectivo de los derechos humanos y se convierte en un obstáculo serio para el desarrollo socioeconómico. De acuerdo con el informe del Observatorio de Seguridad Ciudadana de las Américas (Alerta América, 2011), las tasas de homicidios en la región en el 2009 eran las siguientes:

Esto también se manifiesta en la percepción de seguridad de la población latinoamericana. Si en 1995 Latinobarómetro señalaba como los principales problemas reseñados por la ciudadanía: el desempleo (23%), los bajos salarios (12,5%) y la pobreza (9,8%), y lejos aparecía la delincuencia (5,2 %); en la última encuesta (2010) la delincuencia se ubica como la primera preocupación con un 17%, superando incluso el desempleo (que registró el 15%).

Entendida como un bien público, la seguridad ciudadana se refiere a un orden ciudadano democrático que elimina las amenazas de la violencia en la población y permite la convivencia segura y pacífica. Concierne, en esencia, a la tutela efectiva de una parte del amplio espectro de derechos humanos, especialmente, del derecho a la vida, a la integridad personal y otros derechos inherentes al ámbito más personal (inviolabilidad del domicilio, libertad de tránsito, disfrute del patrimonio, etc.) (PNUD, 2009).

La seguridad ciudadana no debe ser vista exclusivamente como una reducción de los índices de delincuencia, sino como el resultado de una política que se oriente hacia una estrategia integral. Una estrategia que debe incluir la mejora de la calidad de vida de la población; la acción comunitaria para la prevención del delito; una justicia accesible, ágil y eficaz; una educación que se base en valores, en el respeto de la ley y la tolerancia. Este enfoque tiene una serie de implicaciones sustanciales. Al tener su centro en la noción de amenaza y, de manera implícita, en las de vulnerabilidad y desprotección, la definición se aparta en algunos aspectos de aquellas concepciones que definen la seguridad ciudadana puramente en función de la criminalidad y el delito ya que enuncia explícitamente la dualidad objetiva/ subjetiva del concepto de seguridad ciudadana. Esto significa que el problema de la inseguridad se puede dar tanto en contextos con altos niveles de inseguridad registrada (países como Venezuela, Brasil, El Salvador o Jamaica), así como en países donde los registros de inseguridad y criminalidad sean más bajos, aunque la percepción de la misma sea muy elevada (este es el caso de países como Costa Rica, Chile o Uruguay).

Al poseer un papel central en la vigencia y tutela de ciertos derechos, la seguridad tiene el carácter de derecho exigible frente al Estado. Asimismo, se puede afirmar que no puede haber seguridad ciudadana sin el efectivo disfrute de aquellos derechos humanos inherentes al concepto de seguridad humana. Es decir, la falta de empleo, la pobreza, la inequidad o la carencia de libertades, por citar solo algunos ejemplos, no consituyen violencia o inseguridad por sí mismos, aunque sí condiciones propicias y amenazas directas a la seguridad y a la convivencia ciudadana en cualquier sociedad.

Entre las principales causas de la violencia en América Latina se pueden encontrar diversos factores, como una urbanización acelerada y la consiguiente quiebra de las redes sociales tradicionales. Sirvan como ejemplo diversos estudios realizados sobre el origen de los pandilleros en América Central, donde se descubrió que su procedencia no era exclusivamente la deportación, sino que en la mayoría de los casos procedían de familias inmigrantes de zonas rurales del país con problemas de adaptación a la llegada a los centros urbanos. Diversos autores han apuntado también al peso de la presión demográfica deBIDo a deficientes políticas de natalidad que generan graves problemas sociales y de marginación, a causa, por ejemplo, del gran número de embarazos no deseados ni planificados de adolescentes; así como a las estructuras socioeconómicas de amplia desigualdad que abandonan a importantes sectores y generan exclusión social. Otro motivo fundamental es el alto grado de impunidad, que viene de la mano de las deficiencias del sistema de justicia criminal con bajas tasas de resolución de crímenes y la escasa capacidad de resocialización de los presos (Buvinic y Morrison, 1999).

El coste del impacto de la inseguridad es alto, e incluye los costes del sistema de salud o la pérdida de productividad económica debido a que la población de mayor riesgo de ser víctima (y victimario) de la violencia la componen los hombres jóvenes, en la franja de edad entre 15 y 29 años. En países como El Salvador, el coste estimado de la violencia durante el año 2003 fue de 1.717 millones de dólares, lo que equivale al total de la recaudación tributaria, al doble de los presupuestos para ese año en educación y salud juntos, y al 11,5% del producto interno bruto (PIB) (PNUD, 2005).

La violencia y la criminalidad afectan no solo el crecimiento económico de los países. Se convierten en un obstáculo para el desarrollo humano, para el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y para el pleno ejercicio de los derechos de los y de las habitantes de la región. Las soluciones a esta situación han sido variadas. En la región se cuenta con prácticas de inclusión y de protección de derechos, pero también se observa un retroceso autoritario en algunas de las políticas públicas de seguridad ciudadana, en especial en lo relativo a la violencia juvenil, en particular en el tratamiento de las maras y de las pandillas. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su Informe sobre Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos del 2009 destaca que las medidas autoritarias en la región no han contribuido a una mayor seguridad de las personas y de sus derechos y, por el contrario, “el uso de la fuerza por fuera de los marcos legales y los estándares internacionales, sumado a la inhabilidad de las instituciones para enfrentar el crimen y la violencia en forma eficaz, contribuyen a incrementar la inseguridad de la población” (CIDH, 2009, párr. 34).

Las Respuestas a la inseguridad en América Latina y el Caribe

La Organización de Estados Americanos (OEA) y diversas organizaciones internacionales, entre las que se encuentra el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), han recogido la preocupación de los Estados en materia de seguridad ciudadana. Así, en las dos reuniones de ministros en materia de Seguridad Pública de las Américas (MISPA), celebradas en México en octubre de 2008 (MISPA I) y en Santo Domingo en noviembre de 2009 (MISPA II), se ha destacado la necesidad de adoptar medidas y políticas públicas que permitan hacer frente a la situación de inseguridad en la región. En la XLI Asamblea General de la OEA se aprobó la Declaración de San Salvador sobre Seguridad Ciudadana en las Américas (7 de junio de 2011), en la que se recordaron los compromisos de los Estados americanos para enfrentar la delincuencia, la violencia y la inseguridad en forma conjunta, solidaria, preventiva, integral, coherente, efectiva y permanente.

Por su parte, el PNUD se ha ocupado en analizar los efectos que para el desarrollo humano tiene la inseguridad ciudadana y ha elaborado diversos informes nacionales sobre el tema. En el Informe sobre Desarrollo Humano en América Central 2009-2010 destaca la necesidad de contar con políticas adecuadas para enfrentar la violencia y la criminalidad, lo que ha presentado como la necesidad de contar con políticas de “mano inteligente” en contraposición a las simples medidas denominadas de mano blanda y la inefectividad de las políticas de mano dura. A partir de estos documentos se entiende que la seguridad ciudadana es una dimensión de la seguridad humana en la que la ciudadanía, entendida en un sentido amplio, es el principal objeto de la protección estatal. Así, la prevención de la criminalidad y la violencia se consideran una oportunidad indirecta para apuntalar el desarrollo humano y fortalecer la gobernabilidad democrática y la vigencia de los derechos humanos (CIDH, 2009, párr. 22).

Si bien la seguridad debe tener el liderazgo y la guía del sector público, es importante contar con metodologías participativas que reconozcan las verdaderas demandas de seguridad de la población. Una perspectiva diferenciada permite reconocer esas necesidades y demandas y, por tanto, permite la construcción de políticas integrales de seguridad. Esto significa adoptar una perspectiva que se base en la protección y el respeto de los derechos de las personas y la promoción del Estado de derecho.

En el informe de la OEA/PNUD del año 2010, sobre la democracia en América Latina, se señalan tres fenómenos que merecen particular atención, por sus efectos en la gobernabilidad democrática y en los derechos de las personas:

Principales desafíos de la inseguridad en América Latina y el Caribe

El costo del impacto de la violencia en América Latina y el Caribe es considerable: vidas que se pierden, gastos adicionales para el sistema de salud y la pérdida de productividad económica, debido a que la población con mayor riesgo de ser víctima (y victimario) de la violencia armada son los hombres jóvenes (en la franja de edad entre 15 y 29 años de edad), lo que además implica un problema generacional y de género (OMS, 2003).

La incorporación de las problemáticas de la inseguridad en la agenda pública ha supuesto un aumento de responsabilidades de las autoridades civiles frente a la seguridad ciudadana. Si bien este tema históricamente ha sido dirigido y abordado desde una perspectiva casi exclusivamente policial, actualmente se está abriendo a una nueva conducción desde las instituciones gubernamentales nacionales, subnacionales y locales.

Las visiones institucionales sobre cómo afrontar el reto de prevenir y reducir la inseguridad son múltiples y variadas. Sin embargo, la mayoría de ellas no han producido respuestas plenamente efectivas. El análisis de la situación de violencia en diferentes ámbitos en la región revela que los siguientes factores constituyen los mayores obstáculos para prevenir y reducir la violencia, y consolidar la seguridad ciudadana:

  1. La necesidad de contar con políticas públicas integrales. La experiencia internacional demuestra que la aplicación de políticas de seguridad ciudadana con un enfoque holístico es la solución más efectiva (PNUD, 2008). Este tipo de políticas ha sido poco explorado en la mayoría de países y localidades de la región. Entre otros factores, esta deficiencia impide formular y ejecutar estrategias que contribuyan a reducir los índices delictivos, de forma sostenible, en el marco del Estado de derecho, con acciones en el corto, medio y largo plazo.
  2. Un sistema obsoleto que necesita ser modernizado. Otra asignatura pendiente en la región es la puesta en marcha de una reforma modernizadora del Estado y de las administraciones nacional y local acorde con esta visión integral y de conducción política civil de la seguridad ciudadana.
  3. Principales deficiencias institucionales detectadas

    1. La falta o debilidad de las estructuras organizacionales de conducción políticoinstitucional de la seguridad ciudadana en los órganos ejecutivos de la región.
    2. La ausencia de un servicio civil compuesto por funcionarios especializados y altamente capacitados en el ejercicio del gobierno, el diseño y la aplicación de políticas públicas de seguridad ciudadana desde un enfoque integral.
    3. La carencia de instrumentos, procedimientos y capacidades para que las autoridades gubernamentales ejerzan la conducción institucional superior y la administración general del sistema policial.

    Fuente: Taller PNUD “Compartir Conocimiento para el Desarrollo”, agosto de 2009, Panamá.

  4. La ausencia de políticas públicas locales. Hasta hace relativamente poco tiempo en América Latina se ha comprendido que la seguridad ciudadana requiere, además de soluciones nacionales e integrales, un abordaje desde lo local. La delincuencia, la violencia y el temor lo padecen las y los ciudadanos en su vida cotidiana y esta transcurre mayoritariamente en entornos locales. Por tanto, las soluciones también deben surgir desde la gestión municipal, que no siempre dispone de herramientas y capacidades suficientes.

Un sistema de seguridad y justicia penal capaz, robusto y eficiente es un eslabón fundamental en la consolidación de la gobernabilidad y del Estado de derecho en los países latinoamericanos. Sin embargo, en la actualidad el crimen y la violencia amenazan con debilitar los cimientos institucionales de la región. Por ello, se requiere que la formulación de políticas y la gestión de los programas de seguridad se ciñan a un conjunto de criterios encaminados a consolidar y modernizar las instituciones de seguridad y justicia en la región para construir un sistema integral y funcional.

Una de las prioridades que deben atenderse con urgencia es que regionalmente se requiere una mayor coordinación operacional y cooperación entre los países, incluido el intercambio de información en tiempo real, que en la actualidad está obstaculizado por diferentes patrones de registros de información, no siempre compatibles entre sí, además de la necesidad de incrementar las medidas de confianza entre los principales actores.

Asimismo, cualquier análisis de la seguridad ciudadana que excluya el problema que supone la violencia de género obvia una de las fuentes más importantes de vulnerabilidad y precariedad de los derechos de las personas.

La incorporación del enfoque de género al tema de la seguridad ciudadana se ha ido produciendo gradualmente. Al incluir el enfoque de género se asume que la población no es homogénea, es diversa en sus características y necesidades, y que entre estas diferencias se encuentran las de género. En este sentido, se trata de abordar los fenómenos y problemas desde una perspectiva más integradora, y no de forma separada o agregada para abordar temas en los que el movimiento de mujeres ha logrado generar mayor conciencia colectiva, y sobre los cuales los Estados han desarrollado en mayor o menor medida en los últimos años políticas públicas al respecto.

La incorporación del enfoque de género en el campo de la seguridad ciudadana implica producir y articular información para identificar lo específico y asociado que aportan las cuestiones de género en la producción o inhibición de la violencia y de la delincuencia, de tal forma que permita definir los medios y mecanismos más acertados que posibiliten a las políticas públicas tener eficacia y eficiencia en la reducción de riesgos y en el incremento de la capacidad para lograr un desarrollo humano y democrático.

Puntos de intervención para la mejora de la seguridad en América Latina y el Caribe

Se detalla a continuación una selección de los principales aspectos considerados como estratégicos para la mejora de las condiciones de seguridad de la población latinoamericana. La incidencia concertada sobre estos aspectos podría reducir de manera significativa los actuales índices de inseguridad de la región.

La reducción de la impunidad como piedra angular

Tal y como menciona el comisionado de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), el tema de impunidad tiene que ver con la finalidad del Estado. Contra la idea de cada ser humano como principio y fin del gobierno, la impunidad es la mejor manifestación de desigualdad y parcialidad. La selectividad -ilegal- de la justicia administrativa o de la justicia penal convierte la odiosa diferenciación en moneda de curso legal. Cuando hay justicia para unos y para otros no, la desigualdad impera y su consecuencia directa es la impunidad; entonces la democracia desaparece.

No puede haber una ciudadanía de primera y otra de segunda; todos deben ser de primera. El régimen deja de ser democrático cuando ciertas personas son más importantes que otras, cuando unos pueden matar, robar o delinquir sin esperar castigo, sin temer una sanción. Es por ello por lo que la reducción de la impunidad es la gran asignatura pendiente de América Latina y el Caribe para la mejora de la calidad de la seguridad de su ciudadanía.

La importancia de los sistemas de información

La falta de sistemas de información adecuados ha llevado a la adopción de políticas de seguridad manifiestamente inadecuadas para la resolución de los problemas de inseguridad. Es importante destacar que solo sobre la base de una información fiable es posible adoptar medidas pertinentes. En el Informe sobre Desarrollo Humano para América Central 2009-2010 y en el informe de la Secretaría General de la OEA titulado La seguridad pública en las Américas. Retos y oportunidades (2008), se destaca la importancia de contar con medios válidos y con metodologías adecuadas de medición de la (in)seguridad para poder formular políticas de seguridad ciudadana.

La formulación de políticas de seguridad debe hacerse sobre la base de diagnósticos ajustados de la realidad social. Sin embargo, cuando los indicadores de las estadísticas oficiales no tienen en cuenta los actos cometidos en el hogar, o no recogen datos sobre colectivos como la comunidad LGBT o la juventud, las políticas públicas de seguridad no reflejarán su experiencia y, por tanto, no se ajustarán a la realidad social.

A pesar de los importantes esfuerzos para paliar estas debilidades, todavía hoy en América Latina y el Caribe las estadísticas oficiales presentan limitaciones de precisión, no se da una metodología común ni un entendimiento estandarizado de las categorías utilizadas, no se emplean las tecnologías adecuadas, y la carencia de conocimientos especializados para el análisis de las mismas puede afectar los resultados y las conclusiones que se toman a partir de los mismos. La información con que se cuenta no suele estar actualizada, no es comparable, no hay unicidad de datos; en suma, se desarrollan políticas de seguridad en un marco de desconocimiento que lleva a que se asuman políticas de huida al derecho penal.

Por ello es importante contar con sistemas de información eficientes y transparentes, que combinen diversas metodologías para la recolección de datos, de manera que se conozca de manera clara el estado de la cuestión que se pretende solucionar o manejar por la vía de las políticas públicas.

Narcotráfico y políticas contra las drogas en América Latina

Uno de los mayores problemas que enfrenta América Latina es el tráfico de drogas y la cultura de la violencia que se genera alrededor suyo. La conexión entre el tráfico de drogas y el crimen organizado se ha convertido en una fuente de violencia y en un factor desestabilizante que pone en riesgo el Estado de derecho y la democracia en la región. Los carteles de la droga pueden llegar a adquirir un poder tal que afecten no solo la economía de un país sino su estabilidad política. A la vez, el poder del narcotráfico implica un desafío para la soberanía de los países, pues no solo dota de grandes cantidades de dinero a los grupos ilegales sino que les permite convertirse en el poder de facto en las zonas bajo su control y en las que se encuentran los cultivos, los laboratorios de producción de drogas y sus sistemas de distribución. Las organizaciones de narcotraficantes han aprendido a controlar el Estado, por lo que su efecto sobre la gobernabilidad y la democracia pueden ser devastadores. Asimismo, pueden tener un efecto de captura del Estado que puede alcanzar las instituciones representativas del Estado y, en ese sentido, afectar incluso el proceso de producción de normas.

Los análisis hechos por diferentes organizaciones muestran que las políticas represivas solo han producido un desplazamiento del problema del tráfico, pero no han contribuido a su solución. Así se conocen nuevas rutas de tráfico que pasan por Brasil y por Argentina, y que incluso emplean territorio africano para hacer llegar la droga a Europa. Lo que lleva a afirmar que el problema del narcotráfico no puede ser reducido a la región andina y, sobre todo, no puede suponerse que compete solamente a los países productores.

El Informe de Desarrollo Humano del PNUD para América Central 2009-2010 (PNUD, 2009) muestra cómo en los últimos años se ha desarrollado la ruta de América Central para el tráfico de cocaína desde la región andina. Como se destaca en el informe, en el año 2006 más del 90% de la droga que iba para Estados Unidos desde Suramérica pasó por la región centroamericana. La presión hecha a los carteles de la droga tanto en Colombia como en México ha hecho que se haya dado un desplazamiento de los capos de la droga hacia América Central, en especial hacia Guatemala, en donde desde hace varios años se perciben incluso luchas entre los grupos de narcotráfico para apoderarse del mercado local. Esto es debido a la debilidad de los Estados para controlar el tráfico de drogas en la región y para implementar políticas efectivas.

Como consecuencia del narcotráfico y de la cultura de la violencia que se desarrolla a su alrededor se han identificado cinco amenazas para América Latina y el Caribe: los homicidios y diversos actos de violencia contra las personas; el consumo local de droga; el estímulo y la potenciación de otras formas de crimen organizado; la corrupción de las fuerzas de policía y de las instituciones del Estado; la dedicación de cuantiosos recursos a su combate con los efectos negativos que ello trae en materia de desarrollo humano. Solamente para el caso de Centroamérica, y con base en un reciente estudio del PNUD, el gasto público en materia de seguridad y justicia sobrepasó los US$4.000 millones en el año 2010.

Sin embargo, uno de los principales problemas que se presentan en la región con respecto al narcotráfico es la ausencia de políticas eficientes que vayan más allá de las simples políticas represivas y prohibitivas.

La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) en su informe mundial sobre las drogas para el año 2010 presenta los datos de la producción de cocaína para la región. Entre 2000 y 2009 se dio una reducción del 58% del área cultivada de coca en Colombia; en tanto en Perú se dio un aumento del 38% y en Bolivia del 112%, lo que muestra la necesidad de desarrollar políticas globales para enfrentar el cultivo de coca, pues la región andina como tal conserva resultados estables.

En el año 2008 las incautaciones de cocaína alcanzaron un nivel récord con 418 toneladas, un tercio más que en 2007 (322 t). Con excepción de Chile, en América del Sur se dio una tendencia general de aumento a las incautaciones de cocaína.

En cuanto a la cocaína, el informe mundial de drogas para el año 2010 reporta que su consumo en América del Sur es del 0,9 al 1% entre la población de 15 a 64 años, lo que es muy similar al consumo de cocaína en Europa. En América Central el consumo va entre el 0,5 y 0,6% y en el Caribe entre el 0,4y 1,2%. En todo caso, en América del Sur se registra un aumento del consumo de cocaína, lo que se explica por los mayores controles y la necesidad de encontrar mercados para la droga que no puede abandonar la región, ya que la mayor parte de los controles buscan evitar que esta llegue a Estados Unidos, pero no se evita su uso en los demás países suramericanos.

El consumo de marihuana es considerablemente más bajo en América del Sur. Cerca del 3% de consumidores, lo que equivale a 7,3 a 7,5 millones de personas entre 15 y 64 años. El consumo en América del Sur permanece estable y se señalan a Argentina (7,2%), Chile (6,7%) y Uruguay (6%) como los países de América del Sur en donde más se consume marihuana. Sin embargo, en el sector estudiantil se consume más en Chile (15,6 %), Uruguay (14,8%) y Colombia (8,4%).

En cuanto al consumo de opiáceos la mayor prevalencia se dio en Brasil y Chile, con 640.000 y 57.000 usuarios respectivamente. El mayor problema es el consumo de opiáceos de prescripción, pues el abuso de la heroína permanece bajo.

En cuanto a las drogas sintéticas, estas ya dejaron de ser consumidas exclusivamente en Europa. En el informe de la ONUDD se menciona la existencia de laboratorios en Argentina, Belice, Brasil, Guatemala, México y Surinam. Se ha reportado el consumo de metanfetaminas en Ecuador, El Salvador y Paraguay. En el año 2008 se estimaba que entre 1,3 y 1,8 millones de personas (entre el 0,5 y 0,7% de la población consumidora) habían utilizado sustancias de tipo anfetimínico en la región. En Colombia y en Chile el consumo se mantuvo estable, en tanto en Surinam se dio un ligero aumento.

Las políticas contra el tráfico y el consumo de drogas se desarrollaron sobre la base de una visión represiva acerca del problema de las drogas. Se parte de la base de que solo con unas políticas prohibitivas y una legislación represiva se podría eliminar el tráfico y el consumo, pasando por alto la necesidad de análisis integrales y de políticas alternativas y más efectivas.

La experiencia internacional de descriminalización no ha mostrado aumentos significativos en el consumo o la producción de las drogas. Por el contrario, ha permitido que se desarrollen políticas más efectivas y que se adopten medidas alternativas que son más eficaces y que, en todo caso, son más respetuosas de los derechos de las personas. El enfoque represivo niega la importancia de los procesos sociales que han llevado al desarrollo de la industria ilegal.

Un estudio reciente del Transnational Institute en el año 2010 muestra el impacto de las políticas de drogas en los sistemas carcelarios de Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, México, Perú y Uruguay. El estudio destaca que las leyes antidrogas han contribuido de manera significativa a la crisis carcelaria que se vive en estos países, pues en materia de lucha contra las drogas se imponen penas desproporcionadas, no se contempla el uso de penas alternativas y se promueve la prisión preventiva. Los destinatarios de las penas de prisión no suelen ser los grandes capos de los carteles de la droga, sino pequeños traficantes e incluso consumidores. El estudio concluye lo siguiente:

Crimen transnacional organizado

Una de las conclusiones a las que llegaba la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia se refería a la necesidad de distinguir entre tráfico menor de drogas y consumo, que ameritan un tratamiento menos represivo, y entre estos dos y el crimen organizado, que es responsable de una buena parte de la violencia y de la criminalidad en América Latina. En el Informe de Desarrollo Humano para América Central 2009-2010 se destaca el crimen organizado como uno de los nichos delictivos que más afecta a la región. En México, Colombia, Guatemala o Brasil el crimen organizado es uno de los principales problemas de seguridad ciudadana, especialmente por su capacidad corruptora, por su relación con el tráfico de drogas y por su capacidad de violencia, en particular a través del tráfico de armas.

Al contrario que las mafias tradicionales, las organizaciones ya no poseen una fuerte identidad cultural y no se especializan necesariamente en un solo tipo de actividades ni se localizan en un solo territorio. Pese a que algunas organizaciones lo hacen, de ello no se sigue que todo el crimen organizado sea identitario ni que todos los grupos identitarios -como las maras y las pandillas- sean organizaciones criminales. Por ello es mejor hablar de redes criminales, nacionales o transnacionales, que se ocupan de cometer delitos a gran, mediana o pequeña escala.

Las organizaciones criminales desarrollan una serie de actividades que les dejan como ganancia, según cálculos del fbi, de entre 6.000 y 8.000 millones de dólares anuales. El tipo de actividades que desarrollan incluyen el tráfico de personas, la prostitución forzada, el tráfico de migrantes, de órganos, el terrorismo, el tráfico de armas, el lavado de activos y el tráfico de drogas, entre otros.

De acuerdo con el Banco Mundial, la actividad criminal tiene un costo para América Latina de 23.000 millones de dólares, estos solo en reparar la estructura y en mejorar los servicios de seguridad.

Teniendo en cuenta el poder de captura del crimen organizado, algunos actos no aparecen tipificados o se tipifican con varios elementos constitutivos que hacen difícil su clasificación. A nivel de la investigación judicial, una perspectiva diferenciada muestra que existe una tendencia a considerar algunos crímenes como más graves que otros, como por ejemplo, en el caso de la trata de personas, en la que se suele considerar que el consentimiento para salir del país elimina el carácter delictivo de la conducta de quien trafica con mujeres migrantes con el fin de obligarlas a ejercer la prostitución.

Muchos de los delitos del crimen organizado, como el tráfico de personas o de migrantes, se vale de la situación de exclusión de los individuos, principalmente mujeres, y, por tanto, contribuye a perpetuar estructuras de dominación. Una política pública sobre el crimen organizado debe tener en cuenta este tipo de aspectos, pues entre las víctimas y en las bases de la organización criminal se encuentran los efectos de estos procesos de exclusión y de estructuras de dominación masculina.

A nivel internacional se cuenta con la Convención de las Naciones Unidas contra el Crimen Transnacional Organizado (2000), y hemisféricamente, la OEA aprobó el 25 de octubre de 2006 el Plan de Acción Hemisférica contra la Criminalidad Organizada Transnacional, que se centra en fortalecer la cooperación internacional y el sistema de justicia penal.

A efectos de un derecho penal respetuoso de los derechos de las personas es importante señalar que no basta con la simple pertenencia a una de estas organizaciones, sino que deben cumplirse los requisitos de todo derecho penal liberal para la imposición de una pena, esto es, la existencia de vulneración al bien jurídico tutelado y la existencia de conocimiento e intención de tomar parte en una actividad criminal. El tráfico de personas es otra de las actividades a las que se dedican los grupos delictivos organizados. De acuerdo con un estudio de la ONUDD sobre el crimen transnacional organizado, la mayor parte del tráfico de personas que se hace en el mundo tiene fines sexuales. La mayor parte de los traficantes son hombres, pero los datos muestran que se trata del delito en el cual se da mayor participación de las mujeres, no solo como víctimas si no como autoras del delito de tráfico de personas.

Hoy en día, las latinoamericanas constituyen el 13% de las mujeres víctimas de este delito en Europa. Estas variaciones pueden ser el resultado de la capacidad de adaptación de las redes criminales, de modo que se ajustan a los cambios ocurridos en los países de origen, en donde se han hecho políticas de concientización y se aplican las leyes penales con más rigor, o incluso se han dado mejoras en la situación de subsistencia de las potenciales víctimas. De ello no se sigue que no siga existiendo explotación, pues en la medida en que unos colectivos dejan de aparecer en las cifras oficiales, otros aparecen, todo ello como resultado también de las nuevas prácticas migratorias y del arribo de personas provenientes de diferentes países.

Corrupción

La corrupción y el crimen organizado establecen una relación muy estrecha en contextos de fragilidad estatal, como es el caso de algunos países de América Latina y el Caribe. Este fenómeno no solo es el efecto del crimen organizado, sino que también da lugar al surgimiento de redes criminales dedicadas a apoderarse de los dineros o de los servicios del Estado. La corrupción en este contexto es definida como la transferencia ilegal de recursos públicos de un uso público a uno privado, que involucra el mal uso del poder público para el beneficio privado.

Es importante tener en cuenta que la definición de corrupción está culturalmente determinada, pero se puede afirmar que se trata de un uso privado de los dineros públicos. Por ello existe una relación estrecha con el crimen organizado, pues en muchos casos la corrupción se usa para cooptar a los agentes oficiales y evitar que se inicien investigaciones en contra de los miembros de la red criminal o para evitar que se regulen actividades que se benefician precisamente de esa falta de regulación. El papel de la corrupción apunta no solo a evitar la acción de las autoridades, también sirve como un complemento necesario para el desarrollo de las mismas y, por ello, es mucho más fácil que se desarrolle el crimen organizado en contextos de corrupción que en contextos en los que no la hay.

En el Informe del PNUD sobre Desarrollo Humano para América Central 2009-2010 se analiza la corrupción en la región. En el Informe se distinguen cuatro tipos: la corrupción en sentido amplio, la usurpación de funciones por parte de los poderes fácticos; los grandes desfalcos; la pequeña corrupción, y la penetración del Estado por parte del crimen organizado. En todos estos casos se habla de corrupción por tratarse de actos que involucran agentes estatales que violan la ley en detrimento del bien público y con el fin de favorecer intereses privados.

La corrupción produce daños en la economía pues disminuye su crecimiento, afecta la distribución de bienes y servicios y lesiona la confianza en las instituciones y en la democracia. De acuerdo con el mencionado Informe del PNUD, la corrupción es un delito racional que se ubica dentro de una lógica de costo/ beneficio, pese al hecho de que culturalmente hay variaciones entre lo que se admite en una sociedad y lo que es calificado como un acto de corrupción. El informe destaca seis factores que contribuyen a que haya corrupción en un contexto determinado:

El informe concluye señalando que estos seis factores se pueden traducir en términos de:

    las variables que aumentan la facilidad (beneficios) o por el contrario aumentan la dificultad (costos) para que un funcionario se corrompa: a) Qué tanto margen de discreción tiene para tomar la decisión del caso; b) qué tan eficaces son los estímulos para actuar limpiamente; c) qué tan severo es el castigo efectivo que tendría (incluyendo la sanción social), y d) qué tanta vigilancia existe por parte de los controladores y de las víctimas (PNUD, 2009, p. 149).

La corrupción es, junto a la violencia intrafamiliar, una de las (in)seguridades invisibles que es más difícil de medir, pues se conoce solo una parte mínima de lo que realmente ocurre. Acudir a los casos resueltos por la justicia penal para medir el nivel de corrupción de un país proporciona datos limitados pues no todos los casos se judicializan y, por tanto, no todos llegan al conocimiento del público. Sin embargo, se acude al nivel de percepción de corrupción, pues es la propia ciudadanía de un país la que sabe si es necesario acudir a actos de corrupción para obtener resultados en sus gestiones con la administración pública o para obtener beneficios privados.

Violencia juvenil

En los últimos años se ha venido hablando en América Latina y el Caribe del problema de las pandillas juveniles y de las maras. Con frecuencia se asocia la cuestión de la juventud -especialmente hombres jóvenes- con la violencia y la delincuencia.

Es importante destacar las interconexiones que existen entre el género, la etnia y la clase para poder explicar la violencia en la región. Los estudios sobre cuestiones de (in)seguridad ciudadana no pueden pasar por alto los datos sobre crecimiento poblacional, las tasas de fecundidad y el embarazo precoz en la región. Lo que muestran las cifras de violencia y de criminalidad es que el machismo, la existencia de masculinidades violentas y de estructuras de dominación masculina son factores tan o incluso más importantes que la inequidad para explicar la violencia.

Uno de los mitos existentes con respecto a la violencia juvenil organizada indica que es responsable de la mayoría de los homicidios que se cometen en la región y de la mayor parte del tráfico de drogas hacia Estados Unidos, incluso se le acusa de ser la responsable de la mayor parte del tráfico de personas que se cometen en Guatemala y en México. Si bien la violencia juvenil organizada es una importante fuente de delitos, las cifras sobre criminalidad en América Latina muestran que los homicidios entre jóvenes corresponden a un porcentaje muy bajo, por lo que afirmar que las maras y las pandillas son las que cometen más delitos es, cuando menos, equivocado. Igualmente, el tráfico de drogas hacia Estados Unidos se desarrolla principalmente por vía marítima, lo que requiere de una logística de la que carecen este tipo de organizaciones, que además tienen su polo de actuación en los centros urbanos y no en las costas de estos países.

Las pandillas de jóvenes, y en particular las maras en Centroamérica, son consideradas generalmente como las mayores responsables de delitos como el narcotráfico y los homicidios, y por ello en América Central se han desarrollado políticas represivas con el fin de acabar con estas organizaciones. Sin embargo, como se anotó, no hay bases para afirmarlo. Si bien en otros países de América Latina las pandillas no constituyen un problema tan dramático como en algunos países centroamericanos, sí hay presencia de pandillas en Ecuador, Colombia, Jamaica o Brasil.

Tráfico de armas

Uno de los factores para el alto índice de violencia en América Latina se debe a la presencia de armas y a la falta de cumplimiento de los controles para evitar que lleguen a la población general. Si el Estado ha sido definido como el sujeto que posee el monopolio de la violencia y el control de su territorio, los Estados latinoamericanos se encuentran precisamente en situación de fragilidad por la falta de control sobre la circulación de armas, lo que se debe entre otras razones al elevado número de armas que quedaron en poder de la ciudadanía una vez terminados los procesos de paz y entrada la etapa posconflicto.

Los niños y las niñas son con mayor frecuencia víctimas que agresores en la violencia armada. Existen razones de estatus y de demostración de una masculinidad violenta que contribuyen al uso de las armas en la vida cotidiana de la juventud y de la infancia. A la vez, la existencia de una cultura de la violencia en la escuela contribuye a un aumento de la violencia entre jóvenes, pues a esta se suma una presencia regular de armas de fuego.

Al lado de las medidas educativas y de aquellas que contribuyen a la construcción de una cultura de paz es importante contar con mecanismos institucionales que conduzcan al control de las armas. El PNUD ha desempeñado un papel importante en el control de las armas pequeñas en América Latina. La violencia armada puede erosionar las estructuras gubernamentales, crear un clima de miedo, afectar las iniciativas de paz, incrementar la violación de los derechos humanos, prevenir la inversión, afectar los mercados, etc. La presencia de armas afecta también el cumplimiento de los ODM.

El tráfico organizado es una actividad simbiótica con el tráfico de drogas. Como lo señala Pablo Dreyfus,

    de hecho la producción y distribución de drogas ilegales, sobre todo en mercados no monopólicos, requiere cierto grado de control territorial y capacidad de defensa (o ataque) frente a competidores y frente al Estado. La tendencia general en la región es que los mismos actores involucrados en el tráfico de drogas organicen el tráfico y comercio ilegal de armas y municiones. Estos son grupos criminales directa o indirectamente ligados al tráfico de drogas que organizan el abastecimiento de armas sin necesidad de recurrir a organizaciones intermedias (Dreyfus, 2009, p. 183).

Existe una dimensión de género que pasa con frecuencia desapercibida en estos estudios. Un estudio de Oxfam, Amnistía Internacional y la Red Internacional de Acción sobre Armas Pequeñas (IANSA) del año 2005 muestra que de los casi 650 millones de armas pequeñas que hay en el mundo, un 60% está en manos privadas, en su mayoría hombres. Citando a la Relatora Especial sobre la Prevención de las Violaciones de los Derechos Humanos cometidas con Armas Pequeñas y Armas Ligeras se afirma que “aunque es cierto que las sociedades dominadas por el hombre suelen justificar la posesión de armas pequeñas invocando la supuesta necesidad de proteger a las mujeres vulnerables, de hecho estas afrontan un peligro mucho mayor cuando sus familias y sus comunidades están armadas” (Oxfam, 2005, p. 9).

En el informe se indica que los hombres, sobre todo jóvenes, son quienes tienen más armas en su poder, normalmente con el argumento de que lo hacen para protegerlas. Sin embargo, las mujeres aparecen en las cifras de víctimas de manera desproporcionada, especialmente si se tiene en cuenta que no son ellas quienes poseen las armas ni quienes las utilizan. La violencia estructural contra las mujeres se hace más extrema en tiempos de guerra, por ello la presencia de armas de fuego trae consigo efectos similares en tiempo de paz y de guerra: a mayor número de armas, mayor el peligro para las mujeres. Por ello es importante no solo el control de las armas, sino la promoción de una cultura de paz incluyente y no machista que elimine de la vida pública las masculinidades violentas y que contribuya a la creación de una sociedad democrática y dialogante.

Algunas propuestas para la reflexión

  1. Orientar los presupuestos nacionales con el objetivo de reforzar la presencia de la institucionalidad estatal en aquellas comunidades o zonas del país donde se presentan los niveles más altos de vulnerabilidad por razones económicas y sociales. La presencia del Estado debe ir acompañada de la prestación de servicios que funcionarán según un plan estratégico, con objetivos precisos e indicadores de logro claros y verificables, debidamente informados a la población involucrada1. Se asume el compromiso de incrementar un 0,5 % anual la inversión pública durante los próximos diez años para el logro de ese objetivo. Para ello se deberán hacer efectivas las reformas normativas y operativas necesarias en los sistemas tributarios nacionales para asegurar una mayor distribución de la riqueza y la inversión en políticas sociales, tanto universales como focalizadas en la población más vulnerable frente a la violencia y el delito. Estas reformas deberán estar operando en un plazo máximo de cinco años2.
  2. Los gobiernos se comprometen a desarrollar mecanismos de acceso a la justicia, de modo que las poblaciones más vulnerables tengan garantizada la protección de sus derechos. Se destaca en este aspecto la necesidad de combatir de manera especial la violencia de género, estableciendo metas para la reducción de los feminicidios en un 20 % durante los próximos cinco años. Para la mejora de los sistemas de justicia, los Estados deben incorporar en sus políticas las recomendaciones, según proceda, del Informe de la CIDH sobre Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos del año 2009 en un plazo de cinco años. Ello también requiere del incremento de la formación de funcionarios de los sectores seguridad y justicia en derechos humanos para incorporar plenamente estas materias en sus cúrriculas de formación en un máximo de cinco años. Igualmente se desarrollarán protocolos de comportamiento para que toda la actuación del Estado esté marcada por una perspectiva de protección de los derechos humanos. De este modo se fija la meta de una reducción del 5 % de las tasas de impunidad de los países de América Latina y el Caribe para los próximos cinco años.
  3. Adoptar las medidas legislativas y administrativas que hagan efectivo el acceso de la ciudadanía a la información pública, como forma de combatir la corrupción y la impunidad. Garantizar el funcionamiento de mecanismos de gestión de la información integrados por agencias estatales y organismos no gubernamentales, que informen periódicamente sobre el cumplimiento por parte de las autoridades de este compromiso y que tengan en cuenta las particularidades de toda la población, como el género, la edad o el grupo étnico3. Ello requiere del desarrollo de sistemas de información confiables y transparentes para la recolección de datos sobre violencia y criminalidad en la región, y de la creación de un sistema único de información criminal que permita desarrollar y ejecutar políticas y comparar su efectividad con los diversos países del área.
  4. Acordar una agenda para la coordinación de la actividad de los Parlamentos nacionales en el plazo máximo de un año. Establecer mecanismos de cooperación técnica comunes dirigidos a concretar formas de complementariedad normativa y procedimientos de control democráticos, utilizando los mecanismos parlamentarios regionales o subregionales ya existentes4. Ello implica adecuar a los estándares internacionales las normas penales sustanciales y procesales contra el delito transnacional organizado. En ese sentido, adoptar en un periodo de cinco años las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos5, así como la ratificación del 100 % de todos los instrumentos regionales e internacionales en materia de seguridad ciudadana y derechos humanos.
  5. Favorecer la más amplia participación de la comunidad en planes y programas de prevención local de la violencia y el delito para fomentar el concepto de corresponsabilidad de la seguridad. Las autoridades nacionales y locales se comprometen a que en un periodo de cuatro años el 20 % de las medidas ejecutadas sean generadas a través de mecanismos efectivos de participación ciudadana en el diagnóstico de los principales problemas, el diseño de acciones para enfrentarlos y la evaluación de la gestión de las instituciones públicas6.
  6. Establecer un grupo de trabajo que considere alternativas para el abordaje del crimen organizado transnacional desde las perspectivas normativa, institucional y preventiva (CIDH, 2009, párrs. 55-58). El grupo de trabajo tendrá, entre otros cometidos, el de elaborar un proyecto de ley marco interamericana para favorecer la coordinación de acciones dirigidas a la prevención y represión del crimen organizado7, así como la definición de un protocolo operativo regional8.
  7. Definir, en el plazo máximo de un año, una agenda regional sobre las políticas para enfrentar el narcotráfico. Esta agenda deberá revisar y evaluar las estrategias desarrolladas hasta el presente, y poner énfasis en la disminución de la demanda y la reducción de daños, abordando el tema en el marco de las políticas nacionales y regionales de salud pública, priorizando las acciones de prevención y atención dirigidas a aquellas personas en mayores condiciones de vulnerabilidad.
  8. Combatir el tráfico, el porte y la tenencia de armas, y promocionar programas de desarme voluntario y de rechazo social al uso de armas de fuego. Estos programas deben comprender asistencia técnica para hacer homogénea la legislación de los Estados sobre armas, así como para facilitar el intercambio de información entre los entes involucrados en materia de control de armas (incluyendo Fuerzas Armadas, Policía, sistema de justicia, comercio y vigilancia aduanera). Se incrementará un 10 % el número de armas excedentarias y decomisadas destruidas en un periodo de cuatro años; así como el fomento de los programas de entrega voluntaria de armas por parte de la población civil.
  9. Emprender acciones dirigidas a construir redes de protección de jóvenes en situación de vulnerabilidad y riesgo que facilita su involucramiento con organizaciones dedicadas al crimen. Ello requiere de un concepto unificado de pandilla para toda la región. También se deben establecer mecanismos de acción interagencial y multidisciplinaria que permitan fortalecer y activar de manera conjunta la oferta institucional cuya misión es la protección o el restablecimiento de derechos de menores y otras poblaciones en situación de vulnerabilidad para que potencien los sistemas sociales protectores que les protejan de convertirse en víctimas o victimarios de delitos instigados por las mencionadas organizaciones. El número de jóvenes en situación de vulnerabilidad social que puede llevar a conflictos con la ley debe reducirse un 10 % en los próximos cinco años.
  10. Crear un fondo de compensación entre los países de América Latina y el Caribe, y el conjunto de la comunidad internacional, para la lucha contra el tráfico de drogas, armas y personas. Este fondo, alimentado principalmente por los recursos financieros captados a este tipo de organizaciones criminales, establecerá un sistema de reparto de compensaciones siguiendo criterios de desempeño.

Pie de página

1 Cfr. Declaración de San Salvador: “Reconociendo que las condiciones de seguridad pública mejoran mediante el pleno respeto a los derechos humanos, a las libertades fundamentales, así como la promoción de la educación, de la cultura, de la salud y del desarrollo económico y social”.
2 Cfr. Declaración de San Salvador: “Considerando asimismo que en la Carta de la OEA, los Estados miembros convinieron en que la igualdad de oportunidades, la eliminación de la pobreza crítica y la distribución equitativa de la riqueza y del ingreso, así como la plena participación de sus pueblos en las decisiones relativas a su propio desarrollo, son, entre otros, objetivos básicos del desarrollo integral”.
3 El PNUD ha apoyado el funcionamiento de observatorios sobre diferentes áreas de las políticas públicas. Específicamente sobre violencia y delito, una experiencia concreta es la desarrollada en Honduras.
4 Cfr. Declaración de San Salvador, párrafo 15: “La necesidad de continuar fortaleciendo los mecanismos bilaterales, subregionales, regionales e internacionales de cooperación, de conformidad con los principios establecidos en la Carta de la OEA, para enfrentar, prevenir y combatir de manera integral y efectiva la delincuencia organizada transnacional, el tráfico ilícito de armas, la trata de personas, el tráfico ilícito de migrantes, el problema mundial de las drogas, el lavado de activos, la corrupción, el terrorismo, el secuestro, las pandillas delictivas y los delitos asociados al uso de tecnologías, incluido el delito cibernético, por cuanto estos pueden afectar, en algunos casos, el desarrollo social, económico, político y el orden jurídico e institucional”.
5 Cfr. Declaración de San Salvador: “Recordando los derechos consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, en la Convención Americana sobre Derechos Humanos y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos” y “Tomando nota del Informe sobre Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y presentado por esta en diciembre de 2009”.
6 Cfr. Declaración de San Salvador: “Teniendo en cuenta que la participación ciudadana y comunitaria es fundamental en la promoción y sostenibilidad de las políticas de seguridad pública”. En esta materia, el PNUD ha apoyado una experiencia exitosa implementada en Uruguay: las Mesas Locales para la Convivencia y la Seguridad Ciudadana.
7 Cfr. Declaración de San Salvador, párrafo 12: “La importancia de mantener y fortalecer la cooperación bilateral, subregional, regional e internacional en materia de seguridad pública”.
8 En este sentido, PNUD puede ofrecer la experiencia que se viene evaluando por parte de Naciones Unidas para la eventual creación de un mecanismo regional a fin de enfrentar las amenazas del delito organizado en el Triángulo Norte de Centroamérica.


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