DOI: http://dx.doi.org/10.18601/16578651.n18.11

Enfoques conceptuales y programáticos de las políticas contra la pobreza en España y Chile: Una mirada comparativa

Policy against Poverty in Spain and Chile: A comparative look at their conceptual and programmatic framework

Francesco Maria Chiodi*

* Licenciado en Letras y Filosofía en la Universidad Sapienza, Roma. Experto en políticas sociales y de empleo. Coordinador del área de Políticas Sociales del Programa europeo de cooperación regional con América Latina eurosocial II, en el Instituto Ítalo-Latino Americano (IILA). fm.chiodi@iila.org.

Para citar este artículo: Chiodi, F. M. (2016). Enfoques conceptuales y programáticos de las políticas contra la pobreza en España y Chile: una mirada comparativa. OPERA, 18, pp. 203-227.

Recibido: 9 de marzo de 2016 / Modificado: 2 de mayo de 2016 / Aceptado: 3 de mayo de 2016


Resumen

El artículo pretende identificar tendencias comunes a la política de lucha contra la pobreza extrema en Chile y las Políticas de Renta Mínima (RMI) de las Comunidades Autónomas de España. En particular, analiza sus respectivos enfoques conceptuales y programáticos. Las RMI constituyen una última red de seguridad, se adscriben al principio del universalismo selectivo y responden, en varios casos, a un derecho exigible. En Chile, en cambio, las políticas han tomado la forma de estrategias o programas gubernamentales, por lo demás hiperfocalizados en los pobres extremos, aunque se han insertado en el sistema de protección social. Las mayores convergencias se observan en los modelos de actuación: al lado del eje monetario, ha adquirido relevancia tanto la atención personalizada como el acceso de los beneficiarios al sistema de servicios y prestaciones existentes. En los dos países, además, se hace hincapié en la inserción laboral como vía principal de inclusión social y para que los beneficiarios no dependan de los subsidios.

Palabras clave: Chile, España, lucha contra la pobreza, rentas mínimas de inserción, programas de transferencias monetarias.


Abstract

The article aims to identify common trends between minimum income policies of the autonomous communities of Spain and the policy to fight poverty in Chile. In particular, it analyses and compares their conceptual and programmatic approaches. While the Spanish policies set up last-resort safety nets, joining the principle of selective universalism and in several cases responding to an enforceable right, instead, in Chile there have been governmental strategies hyper focused on extreme poverty. Recently, these programs have obtained a structural nature within the system of social protection. The most significant convergences can be observed in their action models: together with the cash transfer, both personalized attention to meet individual needs and the link between beneficiaries and a broad range of integrated services have become relevant. Besides, in both cases, emphasis is made on employment as a main way of inclusion and to free beneficiaries from dependence on subsidy.

Key words: Chile, Spain, fight against poverty, minimum insertion income, cash transfer programmes.


Introducción

En América Latina y en Europa, las políticas contra la pobreza y la exclusión social hacen amplio uso de recursos monetarios que se transfieren a las personas pobres. Parece justificado proporcionar un sostén económico cuando la pobreza se representa como una carencia de medios de sustento. Sin embargo, cuando la mirada sobre la condición del ser pobre empieza a contemplar otros aspectos, se advierte el límite de un enfoque circunscrito a la complementación de los ingresos. Es por esta vía que las políticas contra la pobreza y la exclusión social se complejizan y adoptan nuevas estrategias que intentan dar cuenta del carácter multidimensional del fenómeno. Con este giro no se suplanta la ayuda económica, pero cambia su función al articularse con otras herramientas que actúan en conjunto con ellas para enfrentar la pobreza.

Es lo que ha estado ocurriendo en Europa y América Latina, por lo menos desde hace unos quince años, a través de dos políticas específicas. En la región latinoamericana, como es sabido, se han hecho muy populares los programas de transferencias monetarias (PTM) con el objetivo de contribuir a cerrar el círculo vicioso de la transmisión intergeneracional de la pobreza. En la mayoría de los casos, las transferencias de dinero intervienen como incentivo a las familias para que las nuevas generaciones, al acceder a más y mejor salud y educación, acumulen bastante capital humano para no tener el mismo destino de sus padres.

En Europa, por su parte, se han desarrollado las Políticas de Renta Mínima de Inserción (RMI) concebidas como el último eslabón de las redes de protección social. Se trata de medidas dirigidas a personas en situación de desempleo o con ingresos laborales muy bajos, sin los requisitos para acceder o seguir accediendo a los seguros de desempleo. Las RMI se catalogan como esquemas asistenciales para asegurar a las personas pobres niveles mínimos de ingresos una vez agotados los derechos a la seguridad social contributiva.

Si bien en ambas regiones es posible observar una pluralidad de políticas de superación de la pobreza, existen orientaciones comunes en cada una de ellas a través de las cuales se divisa la emergencia de modelos regionales.

En América Latina, una de las mayores apuestas es insertar los PTM en sistemas integrales de protección social. La integralidad se refiere a un conjunto de oportunidades proveídas por servicios y programas públicos que abordan diferentes facetas de la situación de exclusión (Medellín, Ibarrán, Stampini y Villa, 2015; CEPAL-OIT, 2014). Se aspira por esta vía a mejorar la autonomía de las familias, y con ello también a hacer menos necesarios los apoyos monetarios por parte del Estado.

De manera análoga, en Europa las RMI apuntan a trascender la ayuda meramente económica. El paradigma que rige estas políticas se encuentra sancionado en la llamada Estrategia Europea de Inclusión Activa1, que pauta las líneas rectoras para combatir la pobreza y la exclusión social, especialmente de las personas marginadas del mercado de trabajo. La Estrategia establece una plataforma de acción asentada en tres pilares integrados: a) un apoyo a la renta adecuado; b) unos mercados laborales que favorezcan la inserción en el empleo; y c) el acceso a servicios de calidad (Chiodi, 2015).

A partir de esta premisa, la pregunta que inspira el presente trabajo es si las tendencias sobresalientes en cada región están conduciéndolas a un acercamiento de sus visiones políticas acerca de la lucha contra lo pobreza. Nuestra hipótesis es que esto está ocurriendo e intentaremos discutir cómo y por qué. Asumimos que las convergencias conceptuales entre las dos realidades regionales representan un elemento favorable para el aprendizaje entre pares y el “diálogo entre las políticas públicas” (en este caso del ámbito social), dos pilares centrales de la cooperación de la Unión Europea con América Latina (Eurosocial, 2015), incluso en una perspectiva de reciprocidad.

Nos proponemos explorar inicialmente2 los casos de dos países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) -el de España por el lado europeo, y el de Chile por el latinoamericano- con el fin de comprender la concepción de sus políticas y evidenciar diferencias y similitudes, haciendo referencia, en particular, a los dispositivos de renta mínima en España y al Ingreso Ético Familiar de Chile (ahora denominado Programa familias-Seguridades y oportunidades).

El estudio se basa en documentos y artículos que analizan los dos instrumentos asistenciales. Se procederá, en primer lugar, a la descripción de cada política y su evolución reciente, para luego compararlas desde el punto de vista de sus respectivos enfoques y extraer consideraciones conclusivas.

Los dos instrumentos son representativos de las tendencias regionales señaladas arriba y son susceptibles de ser relacionados. Aun teniendo su origen y desarrollándose en contextos distintos3, ambos constituyen herramientas de protección social no contributiva en las que resaltan tres elementos: están dirigidos a personas con un nivel de renta insuficiente para solventar las necesidades básicas (individuos y hogares pobres o extremadamente pobres), incluyen transferencias monetarias y pretenden conjugar la prestación económica con otras intervenciones sociales.

Lógica y estructura de las políticas de renta mínima en España

No parece posible componer un cuadro unitario de las rentas mínimas en España. Este país se caracteriza por una pluralidad de prestaciones emanadas principalmente por dos niveles de gobierno -el Estado nacional y las Comunidades Autónomas-. Las prestaciones, además, responden a distintas lógicas protectoras: desempleo, jubilación, discapacidad o pobreza (Arriba, 2014, p. 2). Para nuestros efectos, abordaremos la renta activa de inserción (RAI) y, de manera más específica, las rentas mínimas de inserción (RMI). La primera es un subsidio estatal, las otras corresponden a medidas establecidas por las Comunidades Autónomas. En ambos casos se trata de prestaciones asistenciales y se financian con la fiscalidad general.

Renta activa de inserción

La RAI no es propiamente una renta mínima ya que forma parte de la acción protectora por desempleo del sistema de seguridad social, si bien con carácter específico y diferenciado. Sin embargo, comparte algunos rasgos esenciales con la otra. Desde su implantación, en el año 2000, la RAI consiste en una ayuda estatal de carácter extraordinario para trabajadores desempleados entre 45 y 65 años de edad, con especiales necesidades económicas, dificultad para encontrar empleo y que hayan extinguido todas las prestaciones y subsidios por desempleo. Antes de su reforma (2012) era suficiente que el solicitante no tuviera derecho a otra prestación o subsidio.

En su forma actual, la RAI se extiende también a personas discapacitadas, emigrantes retornados y víctimas de violencia de género. A partir de 2006 adquiere carácter permanente (antes se renovaba anualmente) y responde a un derecho subjetivo, de obligado reconocimiento si se reúnen los requisitos exigidos. De este modo, la RAI corresponde al tercer y último eslabón del sistema de protección del desempleo asociado al régimen contributivo4.

El primer piso radica en las prestaciones monetarias que se otorgan a los desempleados según las cotizaciones realizadas durante el tiempo en que han trabajado. El segundo -el subsidio por desempleo- es, al igual que la RAI, una prestación no contributiva que se concede a los trabajadores desempleados que no cuentan con los requisitos contributivos para acogerse a la prestación por desempleo, o bien ya la agotaron.

El tercer eslabón lo compone la RAI y está sujeto a la prueba de insuficiencia de recursos, tal como ocurre con otras medidas asistenciales. Esta prestación está dirigida a las personas, no a las unidades familiares, y se puede cobrar durante 11 meses como máximo, admitiéndose hasta tres solicitudes consecutivas, aunque debe transcurrir un año entre una y otra (salvo en los casos de violencia de género o discapacidad). El valor de la RAI es el 80 % del Indicador Público de Renta de Efectos Múltiples (IPREM), que en 2015 correspondía a 426 euros al mes.

A excepción de las víctimas de violencia y de los emigrantes retornados, se requiere que los solicitantes lleven inscritos como demandantes de empleo por lo menos doce meses ininterrumpidos, debiendo también acreditar no haber rechazado, en ese periodo, ofertas de empleo y haber realizado al menos tres acciones de búsqueda activa de empleo. Esta última exigencia fue introducida en 2015.

La restricción de las condiciones de acceso se debe no solo a los problemas presupuestarios del Estado en la fase actual de crisis económica, sino también a la filosofía de la RAI. Sus finalidades son, por una parte, paliar las aflicciones económicas de los beneficiarios mediante una ayuda financiera y, por otra, incrementar sus oportunidades de inserción en el mercado laboral. Se trata de una medida con un claro enfoque laboralista, tributario del paradigma de la activación laboral. Dentro de este esquema, el dispositivo prevé el “Acuerdo de actividades”, o sea una declaración de los beneficiarios que los compromete a buscar activamente empleo, a participar en las distintas acciones que se acuerden con los Servicios Públicos de Empleo y a aceptar el empleo, en caso de ofrecérsele (SEPE, 2015, p. 7). Este compromiso “es el auténtico eje sobre el que se articula el estatuto jurídico de la RAI ” (Muñoz, 2007, p. 88). El incumplimiento de las obligaciones contenidas en el mencionado acuerdo es una de las causas de baja definitiva de la prestación.

De acuerdo con el diseño de la RAI, las acciones para la reinserción laboral deben llevarse a cabo mediante una tutoría individualizada a cargo de un asesor de una oficina de empleo, con quien el trabajador elabora un plan personal que incluye una serie de servicios tales como la selección y participación del beneficiario en los procesos de gestión de las ofertas de colocación, cursos de capacitación/formación, la inclusión en planes de empleo temporal, actividades de apoyo a la búsqueda de empleo, y de información y asesoramiento del autoempleo (SEPE, 2015, pp. 15-16).

Rentas mínimas de inserción de las comunidades autónomas

Las rentas mínimas de inserción (RMI) son ayudas económicas concedidas por los gobiernos autonómicos de España y tienen distintos nombres y normativas según la comunidad autónoma (CA). Su objetivo es servir como una garantía mínima de ingresos en situaciones de necesidad probada apuntando, conjuntamente, a la integración social y laboral de los beneficiarios. Las disparidades que se observan entre las Comunidades Autónomas tienen relación con los importes reconocidos, las condiciones de acceso, la cobertura, la duración, el nivel de gasto y los servicios complementarios. Por lo general, al igual que la RAI, las RMI deben ser visualizadas como medidas residuales y subsidiarias respecto al resto de los esquemas de protección social.

Las RMI comenzaron a plantearse a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa del pasado siglo, y se implantaron de forma concatenada en las CA, entre 1989 y 1995, “en un contexto de expansión de las políticas de asistencia social en España” (Arriba, 2009, p. 3). El fracaso del proyecto que abogaba por una medida nacional había dejado “desprotegidos a determinados grupos de riesgo, lo que llevó a los gobiernos regionales a tratar de rellenar el hueco, de manera improvisada y sin ningún mecanismo de coordinación, lo que provocó diferencias muy importantes en requisitos, cuantías y derechos” (Fuenmayor y Granell, 2013, p. 9). Sin embargo, las políticas autonómicas de renta mínima surgieron también como iniciativa propia, al margen del cuestionamiento de la capacidad protectora del sistema nacional (Natili, 2015). Cabe recordar, además, que la Constitución española (1978) deposita en los gobiernos regionales la competencia en materia de asistencia social.

Las múltiples y sucesivas modificaciones normativas que han sufrido las RMI, al tiempo que las han afianzado, reconociéndolas como respuesta a un derecho (subjetivo y ejecutable en muchas CA)5, sin importar la posición contributiva del solicitante, han supuesto también una menor benevolencia de los requisitos de acceso. Como patrón general de la mayor parte de las CA, los solicitantes deben demostrar la carencia de rentas y no contar con otras ayudas económicas. Con algunas excepciones, como veremos más adelante, cualquier tipo de trabajo, incluso uno con una carga de baja intensidad, es incompatible con la prestación. La edad mínima suele ser 25 años y se precisa que la unidad familiar o de convivencia tenga un periodo de existencia entre 6 y 12 meses. Se requiere también que los solicitantes estén empadronados en el registro local por un periodo de 12 a 24 meses (o más, en algunos casos).

El importe medio de la prestación básica en el 2014 alcanzaba los 421 euros por mes, en torno al 66 % del salario mínimo (Natili, 2015, p. 10), correspondiendo al 50 % del umbral de pobreza, según un estudio encargado por la Comisión Europea (Rodríguez Cabrero, 2009, p. 9). El promedio de la cuantía máxima era 664 euros (unidad familiar con 5 miembros dependientes) (MSSSI, 2015, p. 64). Las cuantías se calculan restando a un importe teórico por percibir (establecido en función del tamaño de la familia) los ingresos ya existentes en el hogar. Salvo en unos pocos casos donde no se establecen límites temporales, la duración de la prestación oscila entre los 6 (renovables) y los 24 meses. En el año 2014, el número total de receptores de rentas mínimas de inserción fue 612.518 personas (un 3,93% menos que en 2013), 345.825 mujeres y 266.693 hombres (MSSSI, 2015, p. 55).

Los grupos de población mayormente atendidos por las RMI son la población inmigrante y las familias monoparentales. En tercer lugar está el colectivo de personas sin hogar/exclusión severa familiar (MSSSI, 2015, p. 55). Prevalecen además las personas con el nivel escolar primario.

En los años de la crisis ha crecido de manera sostenida la inversión autonómica en las RMI (12,15 % en 2014 respecto al año anterior), en línea con el incremento de las solicitudes y el empeoramiento de la situación social. Ya anteriormente el gasto había registrado una expansión, aunque con importantes diferencias regionales6. No obstante, según Malgesini (2014, p. 26), la cobertura actual de las prestaciones es claramente insuficiente y, en los últimos años, “se da un relativo estancamiento o reducción de las concesiones por parte de las administraciones públicas” (p. 25). Pese a lo anterior, ha habido un aumento tanto de los receptores totales como de las cuantías (de € 399 en el 2008 a € 412 en el 2014). De acuerdo con Jessuola et al. (2015, p. 18), “el aspecto más crítico sigue siendo el que la oportunidad de beneficiarse de estas medidas no depende solamente del estado de necesidad de los ciudadanos, sino más bien de los recursos, capacidad y voluntad política de los gobiernos regionales”.

La literatura, por lo general, asevera que las RMI adolecen de una baja capacidad protectora, con sensibles variaciones entre las CA (Ayala, 2008; Arriba, 2009 y 2014; Rodríguez, 2013; FOESSA, 2014; Natili, 2015). Muchas familias, asimismo, quedan fuera del sistema, aunque cumplan los requisitos de elegibilidad. Entre otros motivos para la no aceptación, se señala la dificultad de las administraciones de verificar los numerosos y rígidos requisitos exigidos, lo que ocasiona tiempos muy largos de espera.

La efectividad del dispositivo es más alta en la reducción de la pobreza severa y menor en las situaciones de pobreza moderada (Laparra, 2013, en Arriba, 2014, p. 6). Natili (2015, p. 14) estima una brecha del 5,7 % en el 2014, comparando la tasa de población con carencias materiales severas (7,1 %) y la cobertura de las RMI (1,4 %). Según Arriba (2009, p. 3), las RMI “ofrecen una protección de baja intensidad, condicionada al cumplimiento de una serie de requisitos y marcada por la discrecionalidad en su aplicación”. De acuerdo con una encuesta a miembros de la European Anti-Poverty Network (Malgesini, 2014, p. 42), las RMI no permiten un nivel de vida digno a causa de la cuantía modesta de la prestación y, en segundo lugar, de los exigentes requisitos y procedimientos. Una tercera razón se refiere “a la falta de un enfoque global (o un itinerario hecho a medida, en relación con un enfoque de inclusión activa)”.

No obstante, las RMI prevén servicios de acompañamiento, al lado del componente monetario, de acuerdo con la “filosofía del doble derecho” (Arriba, 2009, p. 3), es decir, derecho a la garantía de ingresos y a la inserción social. Se inscriben en este sentido en la tradición europea7 que las concibe “como mecanismos de la lucha contra la exclusión social o instrumentos de recomposición del vínculo social, lo que se materializa en la introducción de mecanismos o incentivos para la participación social y laboral, en sintonía con la orientación hacia la activación, predominante en las políticas sociales europeas” (p. 2). Prácticamente todas las ca contemplan planes individualizados para la inserción social y laboral (MSSSI, 2015, pp. 33-46). Tal como en la RAI, los beneficiarios suelen estar obligados a suscribir un pacto con el servicio público como condición para recibir el subsidio. En cambio, a diferencia de aquella, las acciones no están dirigidas a trabajadores desempleados, sino que abarcan a los grupos familiares. Los planes de inserción deben ser plasmados con arreglo a un modelo de referencia de atención multidimensional (vivienda, salud, educación, etc.) brindada a través de una asistencia personalizada e integral por parte de los servicios.

La responsabilidad del acompañamiento recae en el sistema de servicios sociales, en cuyo ámbito se incardinan las RMI, pero en algunos casos intervienen más directamente los servicios de empleo8. En el País Vasco, por ejemplo, la gestión de la política de garantía de ingresos en 2011 ha migrado al Servicio Vasco de Empleo-Lanbide. Este cambio se ha producido aprovechando el traspaso de las competencias en materia de políticas de empleo del Estado central a la comunidad autónoma, pero la decisión obedece a la voluntad de descongestionar los servicios sociales, aquejados por una situación de “asfixia burocrática” (Sánchez, 2014, p. 14) asociada a los complejos procedimientos administrativos de la renta mínima. Aun con este fundamento, el traslado de la RMI al Lanbide no deja de ser una decisión emblemática desde el punto de vista de la concepción de la lucha contra la pobreza y la exclusión social: el eje rector de la atención se mueve hacia el empleo.

Es oportuno recordar que el País Vasco puso en marcha el primer sistema autonómico complementario de garantía de ingresos de España. Euskadi, además, absorbe actualmente alrededor del 40 % del total del gasto autonómico en RMI. Otro elemento de interés es su preocupación por la prevención de la pobreza estructural. Junto con incorporar otros apoyos para hacer frente a otras necesidades básicas, sobre todo en relación con el mantenimiento de la vivienda, el sistema permite que accedan a la prestación también personas con ingresos reducidos, pero con un cierto patrimonio acumulado (Sanzo, 2013, p. 14). Aunado a lo anterior, se ha establecido un doble sistema de baremos para la prestación: uno para personas sin ingresos de trabajo y otro para personas con ingresos por este concepto, con el fin de “garantizar en todos los casos un mayor nivel de ingresos cuando se accede a un trabajo” (p. 15). El subsidio monetario empieza a tener un peso como complemento a los ingresos laborales9, perdiendo en parte su carácter asistencial de mera sustitución de ingresos, es decir, llega a cumplir la doble función de incentivo al empleo y protección de trabajadores pobres. Esta visión se ve reafirmada por el protagonismo de los servicios de empleo, que supone la adopción de un enfoque que asume cada vez más nítidamente la inclusión laboral como vector principal de inclusión social, a partir de una relación más estrecha entre prestación y activación de los beneficiarios.

La evolución vasca no es ajena al resto de España. Como se ha mencionado, en los años de recesión económica (y de recortes presupuestarios) varias CA han modificado en un sentido restrictivo los requisitos de acceso y participación a las RMI. Hoy día se hace mucho más hincapié que en el pasado en la inserción en el mercado laboral. Se han introducido también sanciones en casos de fraude o incumplimiento de las obligaciones (Natili, 2015, p. 13). Sin embargo, la propensión a sumar al componente monetario otros ejes de acción, sobre todo en el campo ocupacional, ya venía de antes de la crisis, bajo la lógica de los incentivos negativos al mantenimiento en las prestaciones. Para Arriba (2014, p. 2), las prestaciones españolas (entre ellas las RMI autonómicas) “pasan a ser comprendidas como mecanismos subsidiarios al empleo”.

Al parecer, las medidas de activación o inserción laboral están quedándose en un plano más bien programático, sin todavía una capacidad adecuada de implementación (Malgesini, 2014; ESN, 2012). Entre los problemas se destacan la falta de conexión entre niveles de gobierno y entre programas, así como el carácter “generalista” de las acciones, sobre todo por su falta de adaptación a las necesidades y características particulares de los usuarios, dado que no existen acciones específicamente diseñadas para los colectivos de mayor riesgo (Pérez Eransus, 2005; Arriba y Pérez, 2007 en Rodríguez 2009, p. 27). Al hacer referencia a una evaluación de la RMI de la CA de Madrid, Rodríguez Cabrero afirma que “en la medida en que los colectivos están más alejados del mercado de trabajo el éxito en acceder al mismo no está asegurado pero sí la mejora de capacidades e incluso el acceso al mercado protegido de trabajo” (2013, p. 23). En otras palabras, la activación tiene menores posibilidades de éxito en los colectivos con menor nivel de cualificación y más dependientes de la renta mínima.

Un segundo problema tiene relación con las capacidades de los servicios de empleo. Por ejemplo, cuando Lanbide recibió el mandato de gestionar la Renta de Garantía de Ingresos, “los servicios de empleo no estaban preparados -y es probable que sigan si estarlo- para hacer frente a la combinación de los procesos de intermediación y acceso al empleo con los de inclusión social de los beneficiarios de las prestaciones” (Sanzo, 2013, pp. 15-16). De la misma opinión es Rodríguez Cabrero (2013, p. 22) quien, refiriéndose a la realidad de todo el país, consigna que los servicios públicos de empleo “no están diseñados para adaptarse a los perfiles de los colectivos en situación de exclusión”.

Más allá de estas dificultades, la reorientación de la política de inclusión hacia la esfera laboral es común a las diferentes CA, pero sigue patrones divergentes, “desde la filosofía del doble derecho (País Vasco, Madrid o Navarra) hasta la idea de la contraprestación en pago de la deuda que se contrae con la sociedad” (Arriba, 2009, p. 7). Según Rodríguez Cabrero,

...la inclusión activa está más dirigida al desarrollo de la responsabilidad individual del trabajador ante su destino laboral que a la creación de un contexto de responsabilidad colectiva ante el reto de la integración socio-laboral. No es exagerado afirmar que la inclusión activa tiene un fuerte sesgo de responsabilidad individual y de marcada tendencia de conducir al mercado de trabajo a todos aquellos que potencialmente pueden trabajar sin considerar las limitaciones de demanda de empleo y las capacidades reales para acceder al mismo (2013, p. 9).

Un tercer problema es la coordinación entre los servicios sociales personales y los servicios de empleo. El mismo Rodríguez Cabrero (2013, p. 22) afirma que esta coordinación “es más testimonial que real y sin esa coordinación no es posible avanzar en la inclusión laboral”. En el caso del País Vasco, la entrega de la política de garantía de renta al Servicio Vasco de Empleo-Lanbide no fue acompañada por un diseño de la articulación entre servicios sociales y de empleo. Este factor, aunque no sea el único, ha llevado a un retraimiento de los servicios sociales, a una pérdida de funciones, incluso a una merma de su atractivo entre la población usuaria (Sánchez Amado, 2014). Si bien en todo el país muchas leyes autonómicas prevén la integración horizontal entre servicios sociales y de empleo, introduciendo también -por lo menos a nivel formal- planes que combinan acciones en los campos de la vivienda, la salud, la educación, el empleo y la atención social, “las lagunas aplicativas y las restricciones presupuestarias de los servicios de empleo y sociales significan que la estrategia de activación se ha concretizado sobre todo en la primera dimensión, principalmente para impulsar el retorno al trabajo de los desempleados” (Natili, 2015, p. 8).

Las dificultades de acceso a servicios sociales de calidad entorpecen el desarrollo del enfoque de “inclusión social activa” impulsado a nivel europeo. Por cierto, la oferta y la calidad de los servicios sociales no son las mismas en todas las CA. En general, sin embargo, pese a que la demanda de estos servicios ha aumentado mucho en los últimos años, gran parte de la población que se encuentra en condiciones más críticas no acude a ellos (FOESSA, 2014, p. 239). Se pone así al descubierto una insuficiente capacidad operativa para dar respuesta a las situaciones de acumulación de carencias o de exclusión social aguda. Los grupos normalizados siguen siendo sus usuarios principales (Rodríguez, 2013, p. 24). Si mencionamos estos problemas es porque el debilitamiento de los servicios sociales, en la medida en que emerge como trend general, podría estar reflejando la hegemonía ascendente de una visión que privilegia la respuesta ocupacional a los problemas de pobreza y exclusión social, tal como se ha observado en el caso del País Vasco.

A pesar de los problemas consignados aquí, el balance de las RMI no puede dejar de considerar su contribución a la reducción de la pobreza. Para referirnos nuevamente al sistema vasco de renta de garantía de ingresos, el más avanzado del país, las prestaciones a los hogares con al menos una persona ocupada han permitido reducir la extensión de la pobreza en un 42,2 %, haciendo que la tasa de pobreza real en este grupo, en 2014, se situara al 2,54 %, por debajo incluso de los niveles registrados en 2008, cuando estalló la crisis económica (Zalakain, 2014, p. 53).

En conclusión, la efectividad de los dispositivos autonómicos de RMI podría ser mayor si el apoyo a la renta, la inserción laboral y el acceso a servicios de calidad fueran abordados como tres ejes complementarios de la misma estrategia. Esto, por supuesto, sin olvidar que una necesidad insoslayable en España es la armonización a nivel nacional de las diferentes medidas de las CA con el fin de llegar a un sistema unitario e integrado.

Lógica y estructura de la Política de superación de la pobreza extrema en Chile

Dentro del conjunto de prestaciones asistenciales en Chile, el ingreso ético familiar (ief, actualmente denominado Programa familias - Seguridades y oportunidades) destaca por ser una medida nacional específicamente destinada a la erradicación de la pobreza extrema. Creado por ley en 201210, el IEF es una reforma del Chile Solidario, la estrategia puesta en marcha en el 2002 y que representa una piedra miliar en la reciente historia democrática del Chile en materia de combate a la pobreza. Esta iniciativa, en efecto, es la expresión de un nuevo ciclo de reconocimiento de derechos sociales básicos y se enmarca en el proceso de construcción de un sistema de protección social con perspectiva de piso mínimo para los colectivos en situación de pobreza11. Chile Solidario marcó la ruptura de una tradición política que encerraba la acción pública en la atención a las necesidades básicas insatisfechas, reconociendo que la pobreza es causada “no solo por la falta o precariedad de ingresos, sino también, por la presencia de contingencias adversas que colocan a quienes lo viven en una situación de vulnerabilidad respecto de su entorno” (MDS, 2015, p. 112).

Chile Solidario, al igual que su sucesor, ha sido una política focalizada en un segmento específico de la población. Su estrategia consiste en acercar las familias extremadamente pobres al amplio abanico de prestaciones, servicios y programas sociales ya existentes en el país. En particular, Chile Solidario ha actuado como articulador y puente hacia la oferta social disponible siendo, por tanto, no un nuevo programa social, sino una estrategia de carácter intersectorial, que pretende también reordenar las intervenciones públicas en una red unitaria bien coordinada y con una única puerta de entrada.

Sus líneas de acción integradas y complementarias, que se han transmitido en lo esencial al IEF, son las siguientes: 1) apoyo psicosocial a las familias; 2) acceso preferencial a la oferta social pública; 3) acceso garantizado a los subsidios correspondientes del Estado (que no eran exclusivos para los participantes) y a dos beneficios económicos específicos condicionados12.

En coherencia con la lógica de la promoción social, las transferencias en dinero a las familias destinatarias no eran el fulcro de intervención, su función consistía más bien en captar la población en pobreza extrema y posibilitar una parcial mitigación de sus carencias. De aquí que los importes monetarios fueran bastante modestos, por debajo de la línea de la indigencia (Cecchini y Madariaga, 2011). La superación de la pobreza se encaraba fundamentalmente como una acción para el desarrollo de capacidades y competencias, de modo tal que las familias pudieran llegar a valerse por sí mismas13.

El mejoramiento de las capacidades autónomas era un objetivo que debía ser conseguido por la propia familia, mientras que el programa respaldaba sus esfuerzos asegurando un “acompañamiento” y el acceso a la red de protección. El acompañamiento, principal eje estratégico del Chile Solidario, consistía en una suerte de asesoría personalizada a cada familia, a lo largo de los 24 meses de su participación en el programa, prestada por un trabajador social o un técnico del área psicosocial14. El propósito era doble:

Por una parte, contribuye al logro de metas materiales sobre el cual es posible proyectarse hacia el futuro con un cierto grado de incidencia. Por otra parte, da lugar a una serie de procesos simbólicos que se derivan del cumplimiento de los compromisos adquiridos por la familia, lo que redunda en un aumento de sus capacidades por formular aspiraciones e idear estrategias que les den cumplimiento (Larrañaga, Contreras y Cabezas, 2014, p. 17).

Junto con mediar la conexión con la red de protección social, los profesionales a cargo del apoyo psicosocial debían trabajar con las familias siete dimensiones de mejoramiento de la calidad de vida15, articuladas en 79 aspectos “considerados mínimos sociales en términos de derechos y ciudadanía” (p. 79)16.

Dado el foco en la incorporación en el sistema de protección social, dentro del plazo de duración del beneficio disminuían progresivamente tanto el acompañamiento como las transferencias monetarias. Estas, a su vez, estaban condicionadas al cumplimiento de metas inherentes a las siete dimensiones mencionadas. El bono de protección, particularmente, preveía que la familia trabajara por lo menos una de estas dimensiones que estructuraban a priori el itinerario de mejoramiento de sus condiciones de vida. Asimismo, el bono correspondiente al “egreso” del programa estaba condicionado al logro de unos objetivos mínimos.

La reforma del 2012 -alentada por el primer Gobierno de centroderecha en régimen democrático posdictadura militar- tenía el ambicioso propósito de acabar definitivamente con la pobreza extrema17 en unos pocos años. Esta reforma retiene gran parte de las características el Chile Solidario pero lo rediseña con algunas innovaciones significativas. Junto con ello, además, se crea el Ministerio de Desarrollo Social. Manteniendo los componentes anteriores -acompañamiento, transferencias monetarias y acceso garantizado o preferente a las acciones y prestaciones sociales-, el IEF cuenta con un presupuesto significativamente superior al de Chile Solidario (Tassara, Ibarra y Vargas, 2015, p. 131). La nueva política aumenta también las cuantías de las transferencias monetarias, aunque las deja bajas, organizándolas en tres pilares denominados dignidad, deberes y logros. El primero, emblemáticamente llamado “dignidad” y sin condicionalidad, contempla un bono base mensual promedio de 27 dólares por familia y de 13 dólares por integrante18. El segundo eje condiciona un bono de 17 dólares mensuales al cumplimiento de tres deberes: controles sanitarios de los niños al día, matrícula de niños y jóvenes entre 6 y 18 años y asistencia escolar de al menos un 85%. Finalmente, los subsidios supeditados a la obtención de logros recompensan el buen desempeño escolar (63 o 104 dólares anuales, según los casos), la graduación de la educación media (125 dólares por una sola vez) y la inclusión de la mujer en el empleo formal (71 dólares mensuales). Este último subsidio se extiende también al 30% más vulnerable de la población.

La duración de los primeros dos bonos alcanza los 24 meses, decreciendo el monto de las transferencias por dignidad en los últimos cinco. En todo caso, la cuantía efectivamente entregada por el IEF varía según el grado de vulnerabilidad del hogar, es decir, depende de los ingresos faltantes para superar la línea de la pobreza extrema, siendo además compatible con la percepción de otras prestaciones monetarias.

Otro cambio importante introducido en 2012 es la creación de un segundo componente de apoyo familiar, que se adiciona al psicosocial: el acompañamiento sociolaboral de los mayores de 18 años que no estudien o bien con posibilidad de trabajar sin que sus estudios se resientan. Cabe mencionar que Chile Solidario, aunque había alcanzado una cobertura de la casi totalidad de la población indigente (CEPAL, 2013), atendiendo a cerca de 550.000 familias entre el 2002 y 2012 (Larrañaga et al., 2014, p. 28)19, no había dejado evidencias de mejoras de los niveles promedios de empleo e ingresos de los participantes, mientras que el componente más valorado por las familias participantes era el apoyo familiar (Larrañaga y Contreras, 2010).

En síntesis, la transición del Chile Solidario al IEF indica una mayor consideración de la complementación de los ingresos de las familias en extrema pobreza a la vez que el afianzamiento del enfoque de autosuperación de la pobreza a través de su particular estructura de los bonos y el decidido énfasis en la dimensión laboral. En este marco, la pobreza o vulnerabilidad es entendida como

...la privación de capacidades básicas para alcanzar funcionamientos valiosos. […] El nivel de vulnerabilidad de las personas o las familias, referido a su capacidad para controlar los eventos negativos que las afectan, depende de la posesión o control de recursos que están bajo su control para el aprovechamiento de las oportunidades que brinda el medio en que se desenvuelven (MDS, 2013a).

Conviene recordar que la experiencia chilena es parte de la familia latinoamericana de programas de transferencias monetarias condicionadas (o con corresponsabilidad): la lógica de estas transferencias

...es que el Estado entregue recursos a las familias con el fin de que ellas realicen algo que antes no estaban haciendo, desde llevar el niño al control médico hasta matricularlo en un establecimiento educacional, y así romper el círculo de la pobreza y dar más oportunidades a los hijos para que en el futuro superen la vulnerabilidad. En otras palabras, buscan el doble objetivo de aliviar la pobreza presente e invertir en capacidades para evitar la pobreza futura (Huneeus y Repetto, 2013, p. 5).

En el caso del IEF, sin embargo, se hace aún mayor hincapié en la responsabilidad del grupo familiar para que se convierta en sujeto de su propio desarrollo20 a través del acceso al trabajo. El Estado se posiciona como el actor que a la vez ayuda, incentiva y premia sus esfuerzos, incluso aquellos sobresalientes, en particular la excelencia académica de los hijos de las familias beneficiarias21 y el empleo de la mujer.

A partir de este enfoque, el IEF abandona la matriz de factores que en la visión del Chile Solidario definía un conjunto de estándares mínimos predeterminados para conducir una existencia aceptable. Esta matriz es reemplazada por una “matriz de recursos”, agrupados en cinco “capitales” (humano, familiar, social, físico y financiero). Además, los gestores familiares deben trabajar solo los recursos que la familia identifica como pertinentes para el cumplimiento de sus metas.

El IEF empieza a operar con todos sus componentes en 2013. En marzo del año siguiente vuelve al poder la coalición de centroizquierda que había gobernado el país después de la restauración de la democracia y que había dado vida al Chile Solidario. El nuevo Gobierno continúa las pautas centrales de la política anterior. El supuesto de la intervención actual sigue siendo el desenvolvimiento autónomo eficaz y la ampliación de las interacciones con la estructura de oportunidades existentes como medios para mejorar el estándar de vida de la familia pobre y sus integrantes22. Sin embargo, aunque mantiene la organización operativa y conceptual del IEF que, como se ha visto, representaba una evolución de Chile Solidario, el Ministerio de Desarrollo Social le cambia el nombre por el de Programa familias -Seguridades y oportunidades (en adelante PF), queriendo con ello imprimir un distanciamiento con algunos elementos de la experiencia anterior.

Las principales diferencias23 son: a) la adopción o recuperación de un enfoque de garantía de derechos a partir del reconocimiento de la existencia de brechas de desigualdad en áreas de bienestar de las familias donde cabe el rol fundamental al Estado para disminuirlas24; b) se operacionaliza el enfoque de derechos identificando una “matriz de bienestar” de seis áreas (educación, salud, trabajo, estructura y dinámica familiar, hábitat, entorno), desagregadas en 97 condiciones (el 50 % de las cuales de carácter estratégico) alcanzables a través del trabajo de la propia familia, el vínculo que se da entre las familias y el apoyo prestado por profesionales del PF y a través del desarrollo de un plan familiar y compromisos de acción intencionados hacia el empoderamiento de la familia25; c) el acompañamiento psicosocial se convierte en el eje articulador del proceso de intervención en general, bajo el cual se organiza y ordena el acompañamiento sociolaboral, mientras que en el IEF, los dos acompañamientos -el psicosocial y el sociolaboral- funcionaban en paralelo; d) se define la línea base en función del cumplimiento de las mencionadas condiciones de bienestar para disminuir las brechas de desigualdad que presentan las familias. Por el contrario, la estrategia de intervención del IEF no preveía una línea base.

Tal como el IEF, actualmente el PF está organizado en tres componentes: 1) los programas de acompañamiento, 2) el acceso preferente a servicios y prestaciones sociales y 3) los bonos y las transferencias monetarias.

El acompañamiento es ejecutado por el Fondo de Solidaridad e Inversión Social (FOSIS), agencia gubernamental adscrita al Ministerio de Desarrollo Social26, y se compone de tres programas: acompañamiento a la trayectoria, acompañamiento psicosocial y acompañamiento sociolaboral. El primero diagnostica a las familias con el objetivo de definir planes de intervención personalizados de acuerdo con sus necesidades. El PF realiza un seguimiento a las familias durante su participación y finaliza con una evaluación del proceso realizado. Los acompañamientos social y laboral apuntan a desarrollar y fortalecer recursos y capacidades para que las familias mejoren sus condiciones de vida, superando su situación de extrema pobreza. El segundo componente brinda acceso a las familias a programas sociales y servicios específicos y selectivos de apoyo, para apoyar su proceso de habilitación y desarrollo (Programas de Alimentación Escolar, centros de educación preescolar, programas o proyectos de habilitación, capacitación e intermediación laboral, etc.). Finalmente, los bonos y las transferencias monetarias transitorias, condicionadas y no, pretenden ofrecer una respuesta inmediata y efectiva para aliviar temporalmente la situación de pobreza extrema, permitiendo aumentar los ingresos monetarios familiares y generar una plataforma de seguridad para que en cada familia se pueda desarrollar el proceso personal y familiar orientado a su movilidad social.

Las transferencias incluyen un bono base (brecha para el 85 % de la línea de la indigencia) y un bono protección, de carácter no condicionado; dos bonos por “deberes” (control de niño sano y asistencia escolar); tres bonos asociados a “logros” (finalización del nivel medio de la educación, logros escolares y formalización en el trabajo) y un subsidio destinado a la mujer que consigue un empleo formal. Los bonos por logros y por el trabajo de la mujer se extienden también respectivamente al 30 y 40 % de la población más vulnerable del país.

La ruta de trabajo se compone de los siguientes pasos principales a lo largo de los 24 meses de duración de la intervención: 1) el Ministerio de Desarrollo Social define la nómina de familias elegibles por comuna; 2) el fosis, por medio de “gestores familiares” del Programa Eje de acompañamiento a la trayectoria, invita a participar a las familias, realiza el diagnóstico y define con ellas un plan de intervención, el cual incluye la indicación de los programas de apoyo psicosocial o socio-laboral y el tipo de transferencias monetarias a las que las familias pueden acceder; el plan debe ser suscrito por ambas partes a través de una “carta de compromiso”; luego el gestor deriva las familias a las municipalidades, con las cuales el fosis ha suscrito un convenio para la ejecución de la estrategia; 3) las municipalidades llevan a cabo los programas de acompañamiento psicosocial y sociolaboral de los planes familiares/laborales acordados y las familias se movilizan hacia la estructura de oportunidades; 4) el Ministerio coordina la oferta existente para responder a la demanda y gestiona las prestaciones monetarias, mientras que el fosis hace asistencia técnica a las municipalidades, monitorea, supervisa y evalúa. Los trabajadores sociales responsables de los acompañamientos psicosocial y sociolaboral son funcionarios municipales o, en el caso en que una municipalidad no disponga de recursos adecuados y suficientes, profesionales de organizaciones sociales adjudicatarias de una convocatoria pública.

Los dos acompañamientos se estructuran en sesiones secuenciales. El psicosocial parte del autorreconocimiento de la familia, sus logros y recursos; seguidamente se trabaja sobre los “sueños” de la familia y se prepara un plan que traduce esos anhelos en pasos y metas concretas alcanzables. Las otras sesiones son de seguimiento y asistencia al plan y, por último, para valorar los progresos logrados y reconocer las nuevas capacidades desarrolladas con el fin de imaginar nuevas metas familiares. El acompañamiento sociolaboral sigue un recorrido similar y se propone encauzar un proceso de mejoramiento de la capacidad generadora de ingresos de uno o más miembros adultos de la familia. Tal como en el caso anterior, el centro de la intervención radica en el análisis y la movilización de los recursos personales y de las oportunidades del entorno, entre ellas la derivación a programas y servicios públicos o privados identificados por la persona (de manera autónoma o a través de la gestión territorial). Los beneficiarios participan también en acciones de seguimiento, charlas, talleres de apoyo sobre apresto, habilidades laborales, educación financiera, etc.

Todavía no es posible saber qué frutos está dando la estrategia de acompañamiento en materia de empleo e inclusión social. Al momento no se encuentran informaciones sobre los avances de las familias participantes27 que, en 2104, resultaban ser 89.468, según el último Informe de Desarrollo Social (MDS, 2015), el cual, sin embargo, reporta únicamente datos de gestión.

En Chile, además, se ha emprendido una importante reforma del sistema de medición de la pobreza. La nueva metodología permite tomar en cuenta los cambios en los patrones de consumo de la población y a la vez impone estándares más altos de medición. Asimismo, se ha introducido una nueva metodología para abarcar distintas dimensiones del bienestar, más allá de los ingresos (MDS, 2015). Estos cambios implican no solo una revisión de las líneas de pobreza y, por tanto, un aumento de la población beneficiaria del PF, sino también un mayor nivel de exigencia para esta política ya que su referente teórico y programático -la multidimensionalidad- ahora lo es también del sistema oficial de evaluación.

Conclusiones comparativas

Analizadas las políticas española y chilena, es posible ahora responder a la pregunta inicial de este trabajo y afirmar que efectivamente las visiones de los dos países en materia de lucha contra lo pobreza han ido acercándose. Las diferencias entre las dos experiencias, todavía evidentes al comienzo del siglo, se han ido atenuando.

Históricamente, en España ha sido central la garantía de ingresos mínimos, asumida en varios casos como un derecho exigible sujeto a la prueba de medios. Pese a la inexistencia de un esquema nacional y a la situación de descoordinación y fragmentación de los dispositivos autonómicos, el conjunto de rentas mínimas se caracteriza por su orientación al universalismo selectivo: las RMI son medidas de asistencia social residuales y subsidiarias en relación con el resto de los esquemas de protección social de tipo contributivo. Dicho de otra forma, constituyen el último eslabón de un sistema centrado en la seguridad social. En Chile, en cambio, la garantía de ingresos nunca ha tenido un papel relevante. Las políticas que se han sucedido han pretendido fundamentalmente derrotar la pobreza extrema a través de estrategias de gobierno hiperfocalizadas, que han combinado el acceso a la oferta social, su racionalización y el acompañamiento a las familias.

En ambos países, sin embargo, se han ido revisando las coordenadas de sus respectivas políticas.

Aunque en Chile la dependencia de la lógica de programa sigue siendo evidente, la trayectoria observada muestra una tendencia hacia la construcción de un sistema amplio e integral de protección social y tendiente al universalismo. La estrategia de lucha contra la pobreza ha sido además el núcleo fundador de este sistema y se ha ido incorporando en él como uno de sus componentes estables. Más precisamente, dentro del Subsistema de Seguridades y Oportunidades. Con este paso, se ha querido dejar atrás la concepción de corte neoliberal que había imperado en las décadas anteriores, y que limitaba la intervención pública en las poblaciones pobres a acciones de carácter paliativo. El proceso de creación de un sistema de protección social desciende directamente del enfoque de derechos adoptado por las políticas de los gobiernos de centroizquierda posdictadura. La inclusión social y el acceso a condiciones de vida digna se han tornado en derechos. En esta transición, una de las referencias externas más importantes es la europea, portadora de la principal experiencia internacional de regímenes de bienestar basados en los derechos de ciudadanía. Cabe mencionar también que en 2007 empieza la adhesión de Chile a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Más allá de la aceptación de los instrumentos y benchmarks de esta organización, el proceso ha motivado una alineación a los estándares más elevados de los países miembros.

Si en Chile las transferencias monetarias han actuado fundamentalmente como un incentivo, en España ha empezado a relativizarse su función. La ayuda económica ya no tiene centralidad absoluta y un mayor peso recae sobre los servicios, llamados como en Chile a acompañar a las personas en un proceso de inclusión social y laboral que se afirma con cada vez mayor claridad como el verdadero objetivo de las RMI. Descartamos que haya habido una influencia recíproca entre los dos países. España ha seguido el recorrido de la mayoría de los regímenes de bienestar europeos, donde el posicionamiento de los servicios como eje de las rentas mínimas refleja la transición desde políticas predominantemente pasivas hacia las llamadas políticas activas. Si bien en Europa no existe una definición unívoca y único modelo de “activación”, se puede reconocer un entramado de ideas provenientes del pensamiento neoliberal de matriz anglosajona que ha permeado también la tradición de welfare universalista de cuño socialdemócrata. El viraje hacia la activación no obedece solo a las políticas de ajuste relacionadas con los problemas de sostenibilidad del Estado social, sino también al cuestionamiento de las supuestas derivas asistencialistas de un welfare centrado en erogaciones económicas28. Con el término activación se alude básicamente a una nueva modalidad de relación entre el Estado y el ciudadano basada en el equilibro entre derechos y deberes. Según esto, desempleados y pobres que reciben transferencias monetarias al amparo de las finanzas públicas tienen que poder emanciparse de su condición de personas asistidas, movilizándose en torno a la búsqueda de trabajo y participando de forma responsable en programas públicos pensados para su (re)incorporación en el mercado laboral. Estimuladas por las políticas activas del trabajo (de welfare to work), también las políticas de asistencia social dirigidas a las personas de muy bajos ingresos han llegado a insistir con mucha fuerza en esta perspectiva (Chiodi, 2015, p. 232).

Si en el caso español el paradigma de activación es una adquisición relativamente reciente, la experiencia chilena de lucha contra la pobreza analizada aquí arranca con un conjunto de fundamentos similares. Las claves del éxito para superar la pobreza son el acceso de las familias a la estructura de oportunidades institucionales y su involucramiento activo en la creación de mejores condiciones de vida. Aunque no se le etiquete como en Europa, la activación se afirma también aquí como el principio rector, y posiblemente con mayor fuerza que allá, sobre todo con la revisión operada por el IEF, que subraya la responsabilidad de la familia de administrar su proceso de salida de la pobreza. Lo anterior, matizado por el Gobierno actual, que retoma el hilo conductor de garantía de derechos, el esquema conceptual y programático del PF no ha cambiado sustantivamente hasta la fecha.

Si en España se pone de manifiesto un mosaico de programas de garantía de rentas con un muy bajo nivel de articulación, Chile, al contrario, exhibe un diseño nacional más compacto. Desde su comienzo el acompañamiento y el acceso a la oferta social fueron pensados como el centro de gravedad de las intervenciones. Las cuantías transferidas a las familias, además de ser inferiores a las españolas, están destinadas fundamentalmente a cubrir privaciones muy graves y a mitigar déficits básicos. Solo a partir de 2012 se ha observado un giro con la introducción de asignaciones no condicionadas, entendidas como prestaciones por “dignidad”. En todo caso, en ningún momento se ha planteado una garantía de ingresos mínimos. El mismo nombre de la última reforma es revelador: seguridades y oportunidades, lo cual confirma la intención de integrar la dimensión protectora y la promoción de procesos de inclusión. Una revisión análoga, como se ha visto, pero en sentido inverso, se ha registrado en España, donde ha cobrado fuerza la tendencia a disminuir el peso de las transferencias monetarias a favor de procesos dirigidos de inclusión social.

En los modelos de abordaje de las poblaciones que sufren la pobreza, por tanto, se manifiestan las convergencias más apreciables entre los dos países. Ambos tienden a restringir la duración de las prestaciones, acotan su función, prevén condicionalidades e imponen a los beneficiarios la suscripción de cartas de compromiso. Del mismo modo, en los dos casos se asigna relevancia a la atención personalizada y de proximidad, y se considera fundamental la vinculación de las familias con el conjunto de programas, servicios y prestaciones existentes. Es posible que el acercamiento de las visiones española y chilena haya ocurrido siguiendo vías paralelas. Es también cierto, sin embargo, que la concepción europea de welfare ha ejercido cierto ascendente en el pensamiento político social chileno. Otra hipótesis, cuyo examen excede los límites de este trabajo, es que la evolución de las RMI refleja la penetración en España –y en general en Europa– del enfoque del capital humano y social (donde encuentran un punto de equilibrio la crítica liberal al welfare asistencialista y los valores solidarios de las tradiciones cristiana y socialdemócrata), mientras que en Chile este marco teórico está presente desde el diseño del Chile Solidario. Entre los errores que pretende corregir, Chile Solidario consideraba que antes "los receptores de las prestaciones no debían asumir –ya que no existían incentivos para ello– compromisos ligados al desempeño y prácticas de las propias familias para bien utilizar esos recursos en pos de procesos de autodesarrollo"29.

La incorporación en el IEF del componente de acompañamiento para la inserción laboral, a partir de 2012, proporciona un factor adicional de similitud de las dos políticas.

En España, la perspectiva ocupacional ha estado siempre presente como resultado del carácter subsidiario y de "última instancia" de las RMI. Últimamente, se ha enfatizado aún más debido a la mayor influencia del enfoque de activación y con el fin devolver al empleo su función como mecanismo de protección frente a la pobreza y herramienta principal de integración. De esta manera, la inclusión laboral activa se va afianzando como marco interpretativo de la política de garantía de rentas. El fuerte acento en el empleo como factor clave de inclusión y superación de la pobreza ingresa tardíamente en el caudal de recursos de la política chilena contra la pobreza, pero lo hace como una consecuencia natural de una visión de la vulnerabilidad social según la cual esta condición “está dada por el nivel de activación de los recursos personales y familiares, y por la posición en la que se ubican en la Estructura de Oportunidades” (MDS, 2013b, p. 14). De aquí que el objetivo del componente laboral haya sido formulado, significativamente, no en términos de mejora del nivel de ingresos, sino para el “incremento de la capacidad generadora de ingresos de los representantes de la familia que participen en él”.

En conclusión, las dos experiencias nacionales han ido asumiendo un horizonte conceptual y operativo en el cual afloran más puntos en común que divergencias. Ambos países, además, están confrontados con retos similares. Uno de ellos -que no ha suscitado suficiente interés en la investigación- atañe a la alineación de las diferentes prestaciones y servicios de la red de protección social con miras a ampliar la estructura de oportunidades y potenciar el acompañamiento personalizado de las familias. Es el viejo y siempre recordado problema de la articulación interinstitucional. Avanzar hacia esta dirección de mayor complejidad e integralidad de la acción pública es tanto más indispensable si se tiene en cuenta que tanto en Chile como en España se ha abandonado una visión de la pobreza circunscrita a la carencia de ingresos. Los dos países hacen referencia a una multiplicidad de dimensiones de bienestar que se asumen como socialmente relevantes.


Notas
1. Lanzada formalmente en 2008 mediante la Recomendación de la Comisión Europea C(2008)5737 sobre la inclusión activa de las personas excluidas del mercado laboral y hecha propia, el año siguiente, por el Parlamento Europeo con la Resolución 2008/2355/INI.
2. El trabajo proseguirá en 2016, con el análisis de las políticas de otros países europeos y latinoamericanos.
3. Aunque la pobreza se mida de forma diferente en las dos regiones, es oportuno recordar que Chile, con una población de 17.256.219, contaba en 2013 con 2.481.672 personas en situación de pobreza por ingresos, lo que equivalía al 14,4 % de la población total. En situación de pobreza extrema vivían 778.643 personas, el 4,5 % del total (MDS, 2015, p. 26). En España, por otra parte, con una población de 47.129.783 en el 2013, la tasa de pobreza alcanzaba ese año el 20,4 % (9.614.476 personas vivían en hogares con una renta inferior al 60 % de la mediana de la renta nacional equivalente). Dentro de este grupo, las personas que además de ser pobres presentaban privaciones materiales severas y pertenecían a hogares con baja intensidad de trabajo, correspondían al 1,8 % del total de la población (EAPN, 2015, p. 12).
4. A decir verdad, existen también otras oportunidades, como el Plan Prepara y el Programa de Activación para el Empleo. Se trata, sin embargo, de medidas específicas y extraordinarias de carácter temporal, o sea que se puede acceder a ellas una sola vez, y con requisitos muy estrictos de participación. El primero es una subvención especial para desempleados que se cobra en seis pagos mensuales, con el compromiso del solicitante de recibir cursos de formación. Otras prestaciones del sistema de protección social son las pensiones no contributivas, los complementos a mínimos de las pensiones contributivas, las prestaciones del sistema para la autonomía y atención a la dependencia (SAAD), los subsidios para personas con discapacidad y los programas de rentas mínimas de inserción de las Comunidades Autónomas, que veremos más adelante.
5. ”Durante los primeros años del siglo XXI, muchas Comunidades Autónomas emprendieron reformas en sus programas de rentas mínimas de inserción que buscaban, en su mayor parte, mejorar su estatus protector. Esta orientación se denota no solo en la transformación de sus denominaciones (muchas de ellas pasan denominarse salario social, renta básica o renta garantizada) sino también en sus legislaciones, garantizando la prestación más allá de la disponibilidad presupuestaria o afirmando su carácter de derecho subjetivo” (Arriba, 2014, p. 6). Sin embargo, como señalaba en 2013 Sanzo, allí donde “no existen garantías legales de acceso a las prestaciones, los límites presupuestarios marcan la frontera entre la atención y la desatención de la población necesitada” (pp. 17-18).
6. Por lo general, y con la excepción del País Vasco, las CCAA destinan escasos recursos a las RMI. Según Arriba (2009, p. 20), “Las políticas dirigidas a la pobreza tienen para sus promotores (gobiernos autonómicos y partidos que los ocupan, partidos en la oposición, sindicatos…) una alta capacidad de legitimación a un bajo coste. Por ello, los programas de RMI son empleados como signos de compromiso social, con escasa dedicación presupuestaria”.
7. De acuerdo con Rodríguez Cabrero (2009, p. 5), el desarrollo del sistema de rentas mínimas entre 1990-2000 se ve clara y fuertemente influido por una “europeización cognitiva” en el campo de la lucha contra la pobreza.
8. En 2010 “solo 6 programas entre 19 tenían […] conexión con los servicios públicos de empleo” (Rodríguez Cabrero, 2013, p. 22).
9. Una normativa del 2010, sin embargo, establece una duración de 24 meses, renovables por 12 meses más, del apoyo complementario a los bajos salarios.
10. Ley 20.595 que crea el Ingreso Ético Familiar, el cual establece bonos y transferencias condicionadas para las familias de pobreza extrema y crea subsidio al empleo de la mujer.
11. Chile Solidario arrancó del dato de que si bien en los años noventa las tasas de pobreza e indigencia se habían reducido (en especial la segunda), entre 1998 y 2000 el porcentaje de población indigente se había estabilizado alrededor del 5,7 %. Esta señal de alarma llevó a querer corregir errores, pero también a revisar los supuestos y marcos conceptuales utilizados hasta ese momento. Para esto se organizó un grupo de trabajo con el objetivo de diseñar una estrategia de intervención de carácter integral e intersectorial que cumpliera con tres requisitos: ofrecer servicios en vez de esperar una demanda por ellos; trabajar en red y que la familia fuese el ámbito de intervención (Palma y Urzúa, 2005).
12. Se trata del bono Chile Solidario por 24 meses y del bono de egreso, por los tres años sucesivos a la salida del programa. Las prestaciones no exclusivas para los beneficiarios de Chile Solidario son: Subsidio Único Familiar, Pensión Básica Solidaria, Subvención pro retención jóvenes en la enseñanza media, Subsidio al Consumo de Agua Potable.
13. El supuesto en que se apoyaba el Programa Puente, inmediato antecesor del Chile Solidario, y que se asumió como pilar de esta estrategia, era que “las personas en situación de pobreza extrema, excluidas de las redes sociales y asistenciales existentes, puedan alcanzar una adecuada calidad de vida mediante el desarrollo de un conjunto de capacidades y habilidades sociales” (Cecchini y Madariaga, 2011, p. 19).
14. Por lo general funcionarios municipales o contratados ad hoc.
15. Identificación, salud, educación, dinámicas familiares, habitabilidad, trabajo e ingresos.
16. Diferentes autores subrayan que la responsabilidad principal de cumplir las metas del programa de acompañamiento recaía sobre las mujeres (Serrano, 2005; Cecchini y Madariaga, 2011; Larrañaga et al., 2014).
17. Estimada en un 2,8 % de la población en 2011, lo que correspondía a 472.000 personas. La pobreza alcanzaba en el mismo año el 14,4 % de la población (2.430.000 personas). La línea de pobreza extrema era de unos 65 dólares al mes. La meta de cobertura para el año 2013 era 50.000 familias del total de la población en extrema pobreza para el final del periodo de Gobierno.
18. Los valores de los montos han sido tomados de Cecchini et al. (2012, p. 2).
19. La meta prevista cuando se instaló Chile Solidario eran 225.000 familias.
20. Según Fantuzzi y Henoch (2013), “Antes [en el Chile Solidario] se tenía una mirada más cualitativa y los programas se caracterizaban por ser de vínculo con las prestaciones del Estado, con un enfoque asistencialista. Este enfoque de política social cambia, ahora se cree que las personas son capaces de salir adelante si es que se les entregan las herramientas necesarias, utilizando un esquema que promueve la movilidad y las oportunidades”.
21. Huneeus y Repetto (2013, p. 8) señalan que “el pago de este bono no depende solo de las capacidades y esfuerzo del alumno y su familia. Al contrario, depende de cómo este se relaciona con los esfuerzos y resultados de los demás alumnos de su establecimiento. Así, la señal que se entrega es que superar la pobreza ya no depende de lo que haga la familia o el propio alumno, sino de una cierta competencia con sus vecinos y compañeros. Alternativamente, la visión implícita en esta política es que se trata de un juego de suma cero: lo que uno gana, lo pierde otro”.
22. Los beneficiarios son las personas y las familias en situación de pobreza extrema y también aquellas personas que se encuentran en situación de vulnerabilidad y cumplen con alguna de las siguientes condiciones: tener 65 o más años de edad, vivir solo o con una persona y estar en situación de pobreza; vivir en la calle; y niños y niñas cuyo adulto significativo se encuentre privado de libertad (también son beneficiarios los cuidadores de tales niños y niñas) (MDS, 2015, p. 92).
23. Estas diferencias se han desprendido del documento no publicado “Acompañamiento Programa Familias. Sub-sistema Seguridades y Oportunidades”, facilitado por el Fondo de Solidaridad e Inversión Social (FOSIS) al autor de este artículo.
24. Se cuestiona así el hecho de que el IEF no considerara la situación de desigualdad y exclusión social dentro de su análisis: las personas y familias eran visualizadas como poseedores de activos que no utilizaban adecuadamente para acceder a la estructura de oportunidades; salir de la pobreza, en este marco, dependía fundamentalmente de la capacidad de los sujetos y las familias.
25. El IEF, como se ha visto, definía una “matriz de recursos o activos” y hacía hincapié en la libertad de la familia de elegir aquellos que quería reforzar para mejorar sus condiciones de vida.
26. Este servicio del Gobierno fue creado en 1990 con la misión de “Liderar estrategias de superación de la pobreza y vulnerabilidad de personas, familias y comunidades, contribuyendo a disminuir las desigualdades de manera innovadora y participativa”.
27. Para medir los resultados se han establecido cinco indicadores (Tassara et al., 2015, p. 161): uno de tipo administrativo (cobro del bono), dos asociados a condicionalidades (control del niño sano y asistencia escolar) y los dos finales vinculados respectivamente con egreso exitoso (cumplimiento del plan de intervención familiar) y evolución de los ingresos autónomos familiares. De acuerdo con una evaluación de la Universidad del Desarrollo de Chile (2014, p. 18), las familias beneficiarias “presentan una menor participación laboral femenina. […] Por el lado de las variables asistir a la escuela y control del niño sano, los modelos evaluados no muestran un efecto del Programa sobre los menores evaluados. Por otra parte, se observa una reducción significativa en el ingreso autónomo promedio por adulto, […]. Finalmente, respecto de participación de trabajadores activos, no se genera evidencia estadística de que el programa genera un efecto sobre el trabajo de estas personas”. Los resultados de esta evaluación, sin embargo, se refieren solamente a la primera etapa del IEF, en el año 2011, limitada a la entrega de bonos.
28. Entre las décadas de los ochenta y noventa se empezó a evaluar negativamente la amplitud y la generosidad de distintas prestaciones sociales del welfare, sobre todo aquellas de tipo monetario. A estos dos elementos se les atribuía la responsabilidad de inducir en los usuarios actitudes de dependencia e inercia. Las dos tendencias aquí anotadas -los ataques a la deriva asistencialista del welfare y las propuestas de ajuste- han atravesado de forma muy diversa los distintos regímenes de bienestar. Pero ambas convergen en un punto: la voluntad de pasar de un welfare pasivo a uno “activo”, es decir, de un modelo que destacaba la protección y la asistencia a una nueva lógica que impulsa una menor dependencia de la ayuda pública, esencialmente, a través de la plena participación en el mercado de trabajo (Chiodi, 2015, p. 232).
29. La estrategia de Chile Solidario, apoyada técnica y financieramente por el Banco Mundial, se basaba en el hallazgo, entre otros, de que en los años noventa, “una vez obtenidos los beneficios, los receptores de las prestaciones no debían asumir -ya que no existían incentivos para ello- compromisos ligados al desempeño y prácticas de las propias familias para bien utilizar esos recursos en pos de procesos de autodesarrollo. Así, la relación entre el Estado y las personas, mediada por los servicios y beneficios entregados, se reducía estrictamente a la coincidencia efectiva de oferta y demanda, sin que existiera un proceso de acompañamiento que le agregara valor a los recursos otorgados en la lógica de potenciar en las familias capacidades y funcionalidades para el logro de grados crecientes de autonomía” (MIDEPLAN, 2004, p. 8).

El Grupo de Trabajo que diseñó Chile Solidario “procuró integrar tres enfoques complementarios y ampliamente utilizados en la literatura académica sobre la pobreza: el del capital social, el de las redes sociales y el de la intervención en crisis. Con el primero se buscaba analizar más integralmente los recursos y las posibilidades que tienen las personas para enfrentar procesos de promoción y desarrollo. El segundo (enfoque de las redes) daba énfasis al efecto sinérgico de la combinación de recursos diversos. Por último, el enfoque de la intervención en crisis lleva a intervenciones terapéuticas de corta duración, destinadas a eliminar factores que inhiben o disminuyen la capacidad de funcionamiento de una familia” (Palma y Urzúa, 2005, p. 18).


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