10.18601/16578651.n24.09

Reconfiguración de la frontera Norte de Santander-Táchira: ilegalidad, crimen organizado y corrupción

Reconfiguration of the Northern Border in Norte de Santander-Táchira: Illegality, Organized Crime and Corruption

Javier Alberto Castrillón Riascos*
Julián Valencia Gaitán**

* MSc en Theory and History of International Relations, London School of Economics. Analista en política internacional, Centro de Pensamiento Hemisférico, Bogotá (Colombia) [jcastrillonriascos@gmail.com], [https://orcid.org/0000-0002-3504-0286].
** Magíster en Ciencia Política con Mención en Relaciones Internacionales, Pontificia Universidad Católica de Chile. Analista en política regional, Centro de Pensamiento Hemisférico, Bogotá (Colombia) [jvalencia63@gmail.com], [https://orcid.org/0000-0002-3650-2489].

Recibido: 24 de enero de 2018 / Modificado: 24 de septiembre de 2018 / Aceptado: 26 de noviembre de 2018

Para citar este artículo:

Castrillón Riascos, J. A. y Valencia Gaitán, J. (2019). Reconfiguración de la frontera Norte de Santander-Táchira: ilegalidad, crimen organizado y corrupción. OPERA, 24, 157-177. DOI: https://doi.org/10.18601/16578651.n24.09


RESUMEN

Históricamente, las zonas de frontera han sido espacios para el intercambio comercial y el desarrollo sociocultural entre Estados; sin embargo, un incipiente desarrollo institucional, poderes políticos centralizados y el poco interés en la "periferia" regional, han dejado estos lugares como zonas grises y porosas, aprovechadas por el crimen organizado y distintos grupos ilegales, los cuales se benefician de la ausencia de una autoridad creíble para cimentar estructuras dedicadas a la oferta ilegal y, en algunos casos, reemplazar atributos estatales como el control social y la administración de justicia. En la frontera colombo-venezolana, específicamente en el área de Norte de Santander y Táchira, el último lustro ha visto una reconfiguración de los actores y las rentas ilícitas generada principalmente por la mutación y reorganización territorial de las estructuras armadas ilegales que hacen presencia en el territorio colombiano y, en el caso venezolano, por una serie de complejidades económicas y políticas que han fomentado la criminalización de las fuerzas estatales y su vinculación con el monopolio del mercado ilegal.

Palabras clave: frontera, crimen organizado, Norte de Santander, Táchira.


ABSTRACT

The border zones have been historically a place for commercial exchange and socio-cultural development between states; however, an incipient institutional development, centralized political powers and a lack of interest in the regional "periphery", have left these places as gray and porous zones, which take advantage of the absence of a credible authority for cementing a whole series of illegal structures and, in some cases, for replacing States' attributes like social control and justice administration. For the Colombian-Venezuelan border, specifically in the Santander-Tachira area, the last lustrum has seen a reconfiguration of both actors and illicit rents, generated mainly by the mutation and territorial reorganization of illegal armed structures that make presence in the Colombian territory and, in the Venezuelan case, by a series of economic and political complexities that have fostered the criminalization of the States' forces and their linkage with the monopoly of illegal markets.

Key words: Border, organized crime, Norte de Santander, Táchira.


INTRODUCCIÓN

El desarrollo de las relaciones fronterizas entre dos Estados debería remitirse a un intercambio cultural, comercial y político continuo y creciente; sin embargo, las fronteras de carácter poroso tradicionalmente llegan a convertirse en espacios grises de difícil control estatal, propicios para el surgimiento de economías ilegales y actores armados en competencia por su control. Este es el caso de la frontera colombo-venezolana, lugar que abarca 2.219 km repartidos entre seis departamentos colombianos y cuatro estados venezolanos; la gran extensión territorial supone un desafío para la seguridad, con especial énfasis en Norte de Santander y Táchira. En este sentido, vale la pena preguntarnos: ¿cuál ha sido el desarrollo reciente (2013-2017) del fenómeno de criminalidad transnacional en este espacio limítrofe? El presente artículo pretende abordar los fenómenos de reconfiguración de dicho flagelo en la frontera colombo-venezolana desde una perspectiva descriptiva, al dar cuenta de las dinámicas relacionadas con las rentas ilegales que históricamente se han desarrollado en estos territorios, específicamente centrados en las regiones descritas. En primer lugar, se hará una descripción histórica de la evolución de esta frontera como receptora de distintos actores que configuran un conflicto armado internacionalizado1. Seguidamente se abordará una descripción breve de los actores armados en cuestión, para dar paso a una explicación sobre la "criminalización de actores regulares", cuestión fundamental para entender las dinámicas de la frontera como un asunto de seguridad nacional, las cuales, potencialmente, podrían dar cabida a un enfrentamiento entre fuerzas del Estado con implicaciones negativas en las relaciones internacionales de ambos países, de por sí ya deterioradas.

En la primera parte se describe la caracterización política, económica y social del área de frontera Norte de Santander-Táchira, con un énfasis especial en el periodo posterior al 2013, que marca la caída de los precios del petróleo en los mercados internacionales, situación que golpea fuertemente la economía venezolana y propicia la vinculación de más actores a la criminalidad organizada.

En la segunda parte se analizarán los diferentes actores criminales que hacen presencia tanto en Norte de Santander como en Táchira. En este sentido, se observan las economías ilícitas que sostienen los aparatos criminales de las organizaciones allí presentes, las cuales han establecido sistemas de cooptación estatal, y han llegado a disputar territorialidades en medio de una anomia estatal paralela.

En la tercera parte se estudia el impacto y la convivencia de los diferentes actores armados de ambos Estados en el área fronteriza, así como su interrelación con las rentas ilegales. En el caso de Venezuela, es especialmente llamativo cómo la debacle del Estado en sus dimensiones política y económica ha creado un ambiente ideal para la incursión de las fuerzas estatales en la competencia por el control de economías ilícitas.

Finalmente, se establecen una serie de conclusiones que recogen los direccionamientos en política de defensa y seguridad desde el unilateralismo y una incipiente cooperación internacional, con respecto a la problemática de crimen transnacional en el área Norte de Santander-Táchira. Se destacan elementos vinculados a las transformaciones de la fuerza pública colombiana en el posconflicto, y algunas acciones bilaterales que sucumbieron ante los constantes diferendos político-diplomáticos entre Bogotá y Caracas.

De manera general se puede hacer referencia a investigaciones en las que se relacionan colaboraciones positivas y coexistencias negociadas entre actores estatales y organizaciones armadas ilegales que comparten control territorial, enemigos comunes y cooperaciones que resultan en beneficios mutuos sobre el control de economías ilegales (Staniland, 2012), situación acorde y evidenciada en el relacionamiento directo de las instituciones de seguridad del Estado venezolano con grupos armados organizados colombianos y grupos narcotraficantes mexicanos en una simbiosis criminal institucionalizada de facto. Asimismo, estudios realizados por Davis (2009) dan cuenta de este mismo fenómeno entendiendo el traslape de actores estales (Estados) por el control territorial y el mantenimiento de su soberanía, al tiempo que deben competir por el monopolio del uso de la fuerza con actores no estatales implicados en el control económico de un territorio, lo que genera un reto adicional a la formación y el control efectivo del Estado.

Las investigaciones realizadas con respecto al relacionamiento entre Norte de Santander y Táchira son variadas, y se remiten de manera relevante al aspecto cultural y social. Para Bustamante y Chacón (2013), esta área fronteriza, como muchas otras, se convierte en un lugar de hibridación cultural para las formas identitarias, dada la consecución de una historia común, lo que, en términos del problema analizado, crea vínculos humanos relevantes que facilitan los mecanismos de cohesión para las redes de ilegalidad. Asimismo, esta familiaridad se transmite, según Sánchez (2011), a una dimensión socioeconómica que lleva a que el tránsito de bienes y personas en una connotación comercial no sea percibido como una ilegalidad si se da al margen de los controles establecidos.

En términos de seguridad fronteriza para la compleja área de Norte de Santander-Táchira, se destacan las investigaciones de Delgado (2016), Trejos y Luquetta (2014), y Morffe (2016). En el primer caso, el autor sostiene en su investigación "Los desafíos de seguridad en la frontera", que el área fronteriza en el Táchira ha sufrido de diversos fenómenos ilegales, en donde el contrabando ha sido el de mayor impacto; hecho especialmente sensible al existir una vinculación de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) dentro de la administración de las rentas ilícitas en el área transfronteriza, lo que provocó situaciones confusas que llevaron a sucesivos cierres fronterizos en el 2015 (Delgado, 2016). De manera complementaria, Morffe (2016) en "La violencia y el fin del conflicto colombiano en la frontera colombo venezolana, oportunidades y retos para el desarrollo", argumenta que la anomia estatal es un factor relevante para la emergencia de la criminalidad en el área fronteriza, situación exacerbada por factores físicos (homogeneidad geográfica), y de connotación social articulados a este macroescenario: desigualdad, desempleo, pobreza y déficit educacional. A su vez, Trejos y Luquetta (2014) llegan a una conclusión similar al analizar el área limítrofe de La Guajira, y argumentan que una débil presencia estatal crea las condiciones deseables para la emergencia de poderes paralelos al del Estado.

Finalmente, resalta de manera importante la investigación de Ávila (2012), La frontera caliente entre Colombia y Venezuela, que realiza un balance a profundidad de las áreas fronterizas colombo-venezolanas, donde los fenómenos ilegales se circunscriben a una problemática que desborda los controles soberanos. Con respecto al área de Norte de Santander-Táchira, el autor destaca su gran complejidad en el entramado de la violencia vinculada a las rentas ilegales, caracterizada por estructuras transnacionales sujetas al narcotráfico, que han logrado cooptar la institucionalidad local (gubernamental, militar y policial).

La investigación hace uso de una metodología cualitativa que estudia las dimensiones geográficas, políticas y económicas de la zona fronteriza del Norte de Santander-Táchira, para establecer tendencias y consecuencias emergentes de las economías ilegales y su conjugación con actores armados legales e ilegales. Asimismo, desde un punto de vista comparativo, se observan las condiciones que hacen más proclive uno y otro Estado a la existencia de fenómenos ilegales en las Fuerzas Militares. Se hará uso de fuentes primarias dentro de las cuales se encuentran documentos gubernamentales desclasificados, reportes periodísticos, y declaraciones de figuras militares y del Gobierno en medios de comunicación; por otro lado, se hará uso de fuentes secundarias sustentadas en investigaciones académicas con respecto a los fenómenos de frontera existentes entre Colombia y Venezuela. Así pues, la evolución de la compleja relación bilateral en el contexto reciente abre importantes cuestionamientos de relevancia investigativa, a los cuales este artículo busca sumar un esfuerzo de análisis pertinente, como el caso de los fenómenos ilegales transnacionales, la permeabilidad de las entidades estatales de seguridad, la transversalidad entre diplomacia, soberanía y criminalidad, entre otras.

EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE UN CONFLICTO ARMADO INTERNACIONALIZADO

La frontera colombo-venezolana ha sido históricamente una de las regiones más dinámicas económicamente hablando, estableciendo el intercambio comercial más importante de la región, al menos hasta el 2013, momento en el cual las exportaciones de Cúcuta hacia Venezuela eran aproximadamente de USD 100 millones, un año más tarde, eran de USD $37,7 millones (Pabón, Arenas y Sepúlveda, 2015). De cierta manera, los bajos precios internacionales del petróleo disminuyeron la capacidad económica de Venezuela, que depende en un 90 % de este sector para obtener las divisas internacionales que son usadas para las importaciones; factor que, seguido de una agudización de la crisis política entre ambos países -que tuvo como punto de partida el cierre total de la frontera en agosto de 2015- terminó impactando de manera negativa el relacionamiento transfronterizo legal entre Norte de Santander-Táchira. Asimismo, un antecedente importante en la erosión de las relaciones fronterizas fue la salida de Venezuela de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) en el 2006, hecho que golpeó el intercambio comercial entre este país y Colombia, lo que afectó de manera especial a las poblaciones que limitan "en el eje San Cristóbal-Cúcuta, debido al alto porcentaje de mercancía y comercios que transitaban por esta área" (Morffe, Albornoz y Mazuera, 2017, p. 131).

La región ha tenido vínculos fuertes por cuenta de su pasado común, que después de la disolución de la Nueva Granada en 1830, y hasta la definición fronteriza en 1940, mantuvo parcialmente una dinámica fluida e independiente de los avatares de los gobiernos centrales en su política exterior (Sánchez, 2011). En los años ochenta, la crisis de la deuda en Latinoamérica, conocida también como "la década pérdida", tuvo un impacto particular en la región Norte de Santander-Táchira, a lo que se le suma la influencia del narcotráfico y el lavado de activos, factores que, contrario a lo que se podría suponer, llevaron a los órganos legislativos (Asamblea Departamental-Norte de Santander y Asamblea Legislativa-Táchira) a crear un cuerpo bilateral con influencia en el Gobierno central, llamada Asamblea Regional Fronteriza (1987-1991), que fue reemplazada por la Comisión Presidencial de Asuntos Fronterizos (COPAF) y posteriormente por la Comisión Presidencial de Integración y Asuntos Fronterizos (COPIAF) (Sánchez, 2011). Dichos elementos parecían llevar a cabo la tarea de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), que a finales de los años noventa establecía en sus decisiones políticas el objetivo de crear Zonas de Integración Fronteriza (ZIF)2 en sus áreas de influencia.

No obstante, a lo largo de la década del 2000 se presentaron diferentes eventos políticos que complejizaron el relacionamiento bilateral: primero, entre 1999-2012, con Hugo Chávez; en este periodo los hechos más álgidos fueron la ruptura de relaciones comerciales por la captura de Rodrigo Granda en Venezuela (2005), la ruptura de las relaciones diplomáticas después del bombardeo de la Fuerza Aérea Colombiana contra un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) 3 en Angostura (Ecuador) (2007), y la ruptura nuevamente de las relaciones por el acuerdo militar entre Colombia y Estados Unidos para el uso de bases colombianas por parte de este último (2010), asunto que finalmente no se llevó a cabo por la negativa de la Corte Constitucional colombiana (Pabón, Arenas y Sepúlveda, 2015). Segundo, con Nicolás Maduro, con hechos especialmente graves como la expulsión de cerca de 21.000 colombianos en un marco general de cierre fronterizo y la declaración de estado de excepción en Táchira en 2015 (El Colombiano, 2015).

Desde una perspectiva económica, tanto Norte de Santander como Táchira presentan problemas de vinculación social apalancados en dicha dimensión. En el caso de Táchira, el 85,7 % de la población se encuentra en situación de pobreza, mientras que el 22 % es registrado en la extrema pobreza (Mazuera, Aleta, Albornoz y Ramírez, 2017). En general, los niveles exacerbados de hiperinflación -que al cierre del 2018 se ubicaron, según la Asamblea Nacional (AN), de mayoría opositora, en 1.698.844,2 % con una proyección de 10.000.000 % para finales del 2019 (Portafolio, 2019)-, la escasez, los controles cambiarios, las millonarias deudas del sector productivo (Pabón, Arenas y Sepúlveda, 2015, p. 166), y la caída de la explotación y el precio de la Canasta petrolera, afectan de manera directa la situación particular de esta región venezolana. En comparación, el 40 % de la población de Norte de Santander se considera pobre, mientras que el 11,60 % está bajo la pobreza extrema (La Opinión, 2017a).

Aunque en general no existe una relación causal directa entre las condiciones socioeconómicas y las dinámicas de criminalidad, sí hay evidencia de reclutamientos recientes de ciudadanos venezolanos por grupos armados organizados, especialmente el Ejército de Liberación Nacional (ELN), al cual, según cálculos de la inteligencia militar, han sido integrados cerca de 200 ciudadanos de ese país. Estos son desplegados en labores logísticas, extorsivas y como vínculo directo con la fuerza pública venezolana (El Nacional, 2018). Lo anterior respondería a una estrategia para evitar las acciones de la fuerza pública colombiana y el resguardo de los líderes de estas estructuras en territorio venezolano, que serviría como base de expansión de sus operaciones criminales (Insight Crime, 2018a).

Por otro lado, los cultivos de coca han reemergido como una problemática de orden nacional en Colombia, que afecta de manera especial al Catatumbo en Norte de Santander (El Tiempo, 2016). La importancia geográfica de esta área radica en su condición fronteriza, la relación histórica población-territorio (movilización social y base campesina), la relevancia de la industria petrolera y economías agrícolas de subsistencia, y el difícil acceso terrestre exacerbado por la carencia de infraestructura vial (Fundación Ideas para la Paz, 2015a). No obstante, esto último es suplido por diferentes vías fluviales (ríos Catatumbo, Zulia y Tarra) que son controladas por los grupos ilegales para el tráfico de armas, insumos y víveres (El País, 2017). Estas condiciones físicas brindan los elementos estratégicos claves para que, en ausencia o debilidad estatal, surjan y se fortalezcan las industrias ilegales.

El avance del narcotráfico en la región ha sabido acaparar dicho contexto, fortalecido por los incentivos negativos establecidos por la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos acordada en el proceso de paz de La Habana. Hasta el 2017, según cifras del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, 2018), Colombia llegó a 171.000 ha de coca, de las cuales Norte de Santander posee unas 28.244 ha, y ocupa el tercer lugar de mayor densidad de hoja de coca después de Nariño (45.735 ha) y Putumayo (29.589 ha).

Problemas de gran envergadura se registran también con la minería ilegal y no formal de pequeña escala, administrada por grupos criminales (Gobernación Norte de Santander, 2015). Dichos fenómenos poseen un énfasis especial en los municipios de Tibú, Teorama y Convención (Gobernación Norte de Santander, 2015). A estos se suma el contrabando (gasolina, insumos químicos, víveres, productos de aseo, etc.) controlado por grupos emergentes del proceso de desmovilización de las Autodefensas, quienes se involucran también en actividades de narcotráfico, secuestro y extorsión (Fundación Ideas para la Paz, 2015, p. 21).

Este panorama es exacerbado por un desapego institucional y una presencia limitada de entes estatales reguladores en ambos países, que impiden un plan de desarrollo bien diseñado y un proceso de integración económica organizado de orden binacional, tal como era el espíritu de la ZIF; precisamente por ser una zona de frontera, esta se encuentra en la periferia del orden central, a pesar de jugar un rol principal en el desarrollo económico de ambos países, tanto en materia de extracción petrolera como de intercambios comerciales que benefician la diversificación de las economías (Niño, Camargo y Cañizares, 2012).

Finalmente, en un contexto social, vale la pena resaltar que en este espacio conviven grupos de arraigo histórico, que se ven amenazados por un ambiente socioeconómico y político complejizado por factores geográficos, de anomia estatal y presencia de actores armados ilegales. En este aspecto se destaca la presencia de indígenas bari y grupos de la sociedad civil como las comunidades campesinas organizadas, con el Comité de Integración Social del Catatumbo (Cisca) y la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat) como unas de las más importantes. Esta última, de gran impacto en el movimiento de protesta de Norte de Santander en el marco del paro nacional en Colombia en octubre de 2017, originado por el asesinato de líderes sociales y el lento avance en la implementación de los acuerdos de La Habana en lo referente a la sustitución de cultivos y ayuda al agro (El Tiempo, 2017). Dichas comunidades están dispersas junto a actores de orden legal que realizan control de acuerdo con la división soberana. Se destaca la presencia de la Brigada 30 del Ejército de Colombia en el Norte de Santander (Laverde, 2013), y en Táchira el Comando Zonal 21 de la GNB, el Cuartel Bolívar perteneciente a la Región Estratégica de Defensa Integral (Redi) de los Andes y la 21 Brigada de Infantería, estos dos últimos, de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) (Jiménez, 2017).

ACTORES ARMADOS ILEGALES TRANSFRONTERIZOS

La presencia de actores armados ilegales en el Norte de Santander-Táchira se remonta a los años setenta, con la presencia de la guerrilla del ELN en la provincia de Ocaña y en el área del Catatumbo, donde la pobreza de la población campesina y su fe católica sirvió de base para la proliferación de la teología de la liberación y la iconografía del sacerdote Camilo Torres (La Opinión, 2016), sustentos ideológicos principales de esta agrupación. En 1973, la Operación Anorí por poco extingue al grupo ilegal, y deja a la comandancia del ELN dispersa y aislada en la zona del río Nechí, en el Bajo Cauca" (Echandía, 2013). Los reductos que sobrevivieron a la ofensiva militar, liderados por el sacerdote español Manuel Pérez Martínez, profundizan el uso de estrategias de guerra de guerrillas, fortalecen el Frente Camilo Torres y se despliegan en el Magdalena Medio santandereano, junto a núcleos en Antioquia, Bolívar, Santander y el centro del país (Giraldo, 2015, p. 20). Un segundo periodo de expansión y fortalecimiento se da en los años ochenta, cuando la organización guerrillera se dedica a extorsionar compañías de explotación minero-energética en sus áreas de influencia. Así, el ELN llegó a adquirir grandes sumas de dinero provenientes de empresas nacionales como Ecopetrol, y otras empresas multinacionales que estaban vinculadas a la construcción del oleoducto Caño Limón-Coveñas. El control territorial del que gozaba el ELN se fue expandiendo poco a poco más allá de la frontera colombiana, e incluso hubo incursiones de esta guerrilla en territorio venezolano, que imponía estas mismas prácticas ilegales sobre empresarios y ganaderos venezolanos, al mismo tiempo que se daban casos de secuestro a lo largo de la frontera, principalmente en los estados de Apure y Táchira (Jiménez y Suescún, 2007). El presidente venezolano de la época, Jaime Lusinchi (1984-1989), ordenó mediante ley habilitante la creación del Comando Específico "General en Jefe José Antonio Páez" (CEJAP) en el año 1987, el cual integraría a todos los organismos de seguridad del Estado para llevar a cabo acciones militares en contra de las guerrillas colombianas en territorio Venezolano. Esta iniciativa duró apenas un año, al ser señalado el CEJAP de ejecuciones extrajudiciales de campesinos supuestamente leales a las FARC y al ELN en el municipio de El Amparo, estado Táchira (López, 2003).

De igual forma, a principios de los años ochenta, las FARC llegan a la región con el Frente 33, y hacia 1994 se consolidan en Tibú, Sardinata y Ocaña, donde ejercieron el control de los cultivos de coca (La Opinión, 2016a). Para esta misma época, las guerrillas empiezan a usar el territorio venezolano como punto de apoyo logístico (abastecimiento y descanso), santuario para protección estratégica y escenario para la implementación de nuevas rentabilidades ilegales al amparo de la dinámica transnacional; así, se da inicio a los ataques a puestos de vigilancia fronterizos en retaliación a mayores controles sobre el contrabando, el abigeato y la lucha contra el narcotráfico en su eslabón productivo (Laverde, 2013). Esta dinámica violenta en contra de representantes del Estado se entiende como una estrategia direccionada por los actores armados ilegales para establecer su control sobre las rentas ilícitas y el territorio donde se producen o comercializan, influyendo también en los renglones social e institucional. Esto último se convirtió en una constante a la cual se sumaron el ELN y las disidencias del Ejército Popular de Liberación (EPL), luego del proceso de desmovilización a principios de los años noventa (Blanco, 2015). Para finales de esta misma década se generó un proceso de pugnas violentas entre estos actores armados ilegales, dirigido al monopolio de las rentas creadas por el narcotráfico, que generó un ambiente de violencia exacerbada por la llegada del bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) (Fundación Progresar, 2007).

La conjunción de actores ilegales viene a disputar la presencia diferenciada de ambos Estados en el área de estudio, los cuales se atribuyen la administración de las economías criminales de la región. Esta combinación de factores crea un ambiente de violencia y criminalidad que se transmite a las autoridades gubernamentales locales y de seguridad. De esta manera, las mafias focalizadas desarrollan su anclaje a través de la corrupción hacia estratos de poder cercanos por razones estrictamente económicas (Mayorca, 2010), lo que conlleva la articulación de los aparatos estatales con actividades ilícitas, violencia e impunidad brindada por los órganos de investigación que controlan.

En este contexto se dio uno de los choques diplomáticos más fuertes que ha habido entre Colombia y Venezuela. En julio de 2010, el embajador colombiano ante la Organización de los Estados Americanos (OEA), Luis Alfonso Hoyos, denunció la presencia de cerca de 1500 guerrilleros en 28 campamentos (El Espectador, 2010) ubicados en los estados de Apure, Zulia y Táchira (Semana, 2010). Ante esto, el entonces presidente Hugo Chávez decidió llamar a consultas a su embajador en Bogotá, expulsar a la delegación colombiana, romper relaciones, cerrar la frontera y poner en alerta a la FANB (El Tiempo, 2010). Para el primer trimestre de 2011 se distensiona la relación en el primer mandato de Juan Manuel Santos, lo que da cimiento a las bases del apoyo venezolano al proceso de paz entre el Gobierno de Colombia y las FARC (Laverde, 2013).

El entramado de violencia inicialmente caracterizado por la presencia de las FARC y el ELN se ha visto saturado por organizaciones de narcotraficantes que disputan la primacía en la administración de las industrias ilegales a dichas guerrillas, muchas veces a través del outsourcing criminal de otros grupos. A inicios de la década del 2000 se habían creado y consolidado redes de narcotráfico entre Colombia y Venezuela, estructuradas principalmente por capos del cartel del norte del Valle, "quienes haciendo uso de las AUC [Autodefensas Unidas de Colombia] en el Norte de Santander fueron adquiriendo el control de importantes zonas de cultivo de coca en la región del Catatumbo" (Laverde, 2013). A partir de esta articulación se impulsa "la ruta desde Venezuela, pasando por islas del Caribe hasta África Occidental y luego Europa" (Valenzuela y Cárdenas, 2015). Asimismo, se dice que entre 2004 y 2008, hasta la muerte del capo Wilver Varela, se instauró una alianza entre narcotraficantes del norte del Valle y militares venezolanos de alto rango para enviar drogas a Estados Unidos (El Pitazo, 2016).

Como se señaló, todo esto es auspiciado por las instituciones de seguridad del Estado venezolano, que han sido cooptadas por organizaciones criminales (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, 2013). Para el año 2012, es clara la vinculación de organizaciones del crimen internacional en la zona de frontera entre Colombia y Venezuela, por lo que no son extrañas las referencias a carteles de narcotráfico mexicano como los Zetas, el cartel de Sinaloa o los Caballeros Templarios (El Comercio, 2017), además de pequeños carteles del Caribe, especialmente provenientes de República Dominicana y Haití (Insight Crime, 2018a). Es importante destacar que las actividades de narcotráfico llevadas a cabo por sectores de la fuerza pública venezolana no se restringen a una mera omisión de funciones sino, por el contrario, se trata de una evolución paulatina que comenzó con la protección de cargamentos de droga y posteriormente los transformó en negociadores directos del producto en el mercado internacional (Insight Crime, 2018a).

A estos contextos de ilegalidad es necesario sumar el contrabando (gasolina, ganado, alimentos, oro y de personas) como un fenómeno de gran impacto, con repercusiones sociales, políticas y de seguridad. Esta industria ilegal es en gran medida administrada por el Clan del Golfo, que se ha visto empujado hacia el interior de Táchira por las ofensivas del ELN, con quien disputa las áreas dejadas por las FARC después de su desmovilización (La Opinión, 2017b). De manera relevante, se cuentan también confrontaciones entre grupos armados ilegales venezolanos y colombianos por corredores estratégicos, específicamente el Frente Bolivariano de Liberación (FBL) y el ELN (El Tiempo, 2017a). El incremento en los indicadores de violencia es testimonio de lo expuesto. En el caso de Norte de Santander, los homicidios colectivos pasaron de 7 a 33 entre 2015 a 2017, mientras que los secuestros y las desapariciones forzadas pasaron de 11 a 44 y 12 a 51 respectivamente en el mismo periodo (La Opinión, 2018).

En el caso de Táchira, pese a existir un leve descenso en las cifras de homicidios (primer semestre de 2017 con 147 muertes y 2018 con 129), estas continúan siendo preocupantes (Observatorio Venezolano de Violencia, 2018). Este indicador es especialmente llamativo, teniendo en cuenta que en el 2017 el 87,8 % de los asesinatos fueron cometidos con armas de fuego, y 39,4 % de los victimarios pertenecen a los organismos de seguridad venezolanos (Observatorio Venezolano de Violencia, 2018).

Por otro lado, se destacan el sicariato y las masacres como los fenómenos de mayor impacto en el área estudiada (La Opinión, 2018; Observatorio Venezolano de Violencia, 2018), lo que permite advertir una lucha entre organizaciones criminales por el control del narcotráfico y el contrabando en sus diferentes eslabones, al ser estos mecanismos los de mayor uso en las contiendas por el control territorial y los ajustes de cuentas.

Pese a lo expuesto, variantes en términos de franquiciamiento y outsourcing criminal han sido posibles a lo largo del desarrollo del conflicto transnacional y las economías ilegales. En Táchira existen estructuras vinculadas a grupos armados ilícitos que operan en ambos lados de la frontera, principalmente con base en la especialización de actividades (La Opinión, 2017b). Lo anterior se da sobre las diferentes fases y eslabones de las industrias ilegales específicas, que como el narcotráfico, brindan servicios de abastecimiento, transporte o producción a diversos grupos subsidiarios de organizaciones mayores. El caso del contrabando de hidrocarburos es el epítome de lo mencionado: en un pacto entre el ELN y las FARC hasta antes de su desmovilización, se le permitía al grupo de los Ocañeros desarrollar dicha actividad a cambio de una cuota mensual, mientras que estos grupos guerrilleros se dedicaban a la protección de cultivos y laboratorios en el Catatumbo, cuya producción era entregada y comercializada por el EPL (Fundación Ideas para la Paz, 2015a). Después de la salida de las FARC, el Clan del Golfo4 asume las labores organizativas sobre los demás grupos ilegales en el área, tercerizando incluso la extorsión en socios menores como la banda Carlos Cepillo (Notilogía, 2016).

Esta relación entre violencia, política y frontera ha dado lugar a fricciones diplomáticas que han decantado en choques discursivos con consecuencias sociales. En agosto de 2015, después de ser heridos tres agentes de seguridad venezolanos en una operación contra el contrabando, el presidente Nicolás Maduro ordenó el cierre de la frontera, asunto que se extendió por un año, y que además se vio agravado por la "Operación de Liberación del Pueblo (OPL)". Dicha iniciativa buscaba perseguir y acabar con los núcleos criminales colombianos en áreas venezolanas (Valenzuela y Cárdenas, 2015), lo que a la larga se convirtió en un vehículo político para elevar las tensiones entre Caracas y Bogotá, al servir de excusa para la deportación masiva de cerca de 21.000 colombianos (El Colombiano, 2015).

No obstante, el narcotráfico y el contrabando no son los únicos factores que han presionado el cierre fronterizo. Ciertamente, el control social y la contención de Estados de naturaleza opositora como Zulia y Táchira, asunto homologado por las elecciones regionales de 2017 (El Espectador, 2017), lleva a una mayor concentración del madurismo sobre núcleos geográficos disidentes. Previo al cierre fronterizo de 2015, la represión gubernamental en dichos lugares presentó una escalada importante en los meses de febrero, marzo y abril de 2014: en aquel momento, "efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana, Policía Nacional Bolivariana y Ejército Nacional Bolivariano, arremetieron contra ciudadanos que protestaban pacíficamente en diferentes sectores de la ciudad de San Cristóbal, y otros municipios del estado Táchira" (Márquez, 2016, p. 63), haciendo uso de estrategias violentas (disparo de armas de fuego, perdigones, bombas lacrimógenas, tanquetas) e incluso recurriendo al sobrevuelo de aeronaves militares (Márquez, 2016).

Actualmente, los cambios en el entorno sociopolítico han creado nuevas oportunidades para los grupos armados ilegales y la delincuencia organizada. La llegada de venezolanos, que ya completa más de 800 mil registrados legalmente en el país, con una cifra de poco más de 82 mil en Norte de Santander, muchos de ellos en condiciones de pobreza y miseria (La Opinión, 2018a; La Silla Vacía, 2018), crea una coyuntura propicia para suplir las necesidades de capital humano de las industrias ilegales de la zona, y teje conexiones de escala transfronteriza. Por otro lado, las disidencias del Frente 33 de las FARC en el Catatumbo se han sumado a la disputa por las rentas ilícitas y sus corredores de movilidad, ejerciendo presencia de lado y lado de la frontera junto a sus redes de apoyo (El Espectador, 2018a; Misión de Observación Electoral, 2018). Dicho grupo armado hizo un llamado al diálogo entre EPL y ELN, quienes mantenían una confrontación violenta a principios del 2018 por el control del narcotráfico en la región (El Espectador, 2018a). Ciertamente, lo anterior, junto al incremento en la llegada de enviados de carteles mexicanos como los de Sinaloa, el Golfo, Pacífico o Jalisco Nueva Generación (Semana, 2018), quienes se han visto beneficiados por la atomización del narcotráfico en Colombia, abonan a la especialización criminal, marcando la transformación de la dinámica ilícita con momentos de aumento o descenso de expresiones violentas, que dependen de mecanismos internos de ajustes de cuentas y divisiones territoriales. Tal como sucediera entre el ELN, Rastrojos, Urabeños y FARC desde principios de la década del 2000 hasta la desmovilización de estos últimos, quienes impusieron su autoridad armada y sociopolítica sobre sus competidores (Fundación Ideas para la Paz, 2015a).

CRIMINALIZACIÓN DE ACTORES REGULARES

La extensión de las redes de crimen transnacional que se apalancan en las economías de conflicto transfronterizas llega a cooptar a las autoridades locales, y logra actuar con total impunidad y, en ocasiones, protección de las mismas. En este sentido, se debe mencionar la vinculación activa de algunos miembros de las fuerzas de seguridad venezolana, situación conocida como el cartel de los Soles. Este fenómeno empezó a ser percibido desde 1993, cuando dos generales de la GNB fueron investigados por su involucramiento en esquemas de tráfico de drogas, y se logra establecer la participación de otros generales de la FANB y figuras gubernamentales (Fiegel, 2015).

Dicho proceso se generó a partir de lo que Colmenares (2015) llama la desprofesionalización de las Fuerzas Militares, ejecutada después de las purgas de efectivos no leales a Hugo Chávez entre 2002-2003, como producto del intento de golpe de Estado y la declaratoria de desobediencia civil a finales del 2002. Todo esto, en un marco general de adjudicación de cargos claves del Estado, política y económicamente, a militares activos y retirados cuyos actos de corrupción, como apropiación de recursos públicos, quedaron en la impunidad y fueron alicientes posteriormente para su incursión en economías ilícitas.

Adicional a esto, el proyecto de exportar la "Revolución Bolivariana" hizo que el gobierno de Chávez, a través de sus organismos de inteligencia, se asociara con las FARC como parte de su estrategia, llevando a un "franquiciamiento del territorio venezolano", en el cual este grupo ilegal, previo al 2010 (año que marca su mayor debilitamiento por cuenta del Plan Colombia), usó áreas fronterizas en Venezuela para el desarrollo de actividades vinculadas al narcotráfico (Colmenares, 2015). Después del debilitamiento de la organización ilegal colombiana, el negocio es asumido por redes locales en alianza cada vez más profunda con efectivos militares venezolanos y, a su vez, con sectores del Poder Judicial que facilitaron la legitimación del dinero producido. Es en este contexto que se fortalece el cartel de los Soles como un pseudopoder con ramificaciones transnacionales vinculado a las más altas jerarquías en Venezuela. Toda esta red criminal quedó en evidencia con la captura en el 2010 de Walid Makled en una operación entre las autoridades de Colombia y la DEA (Colmenares, 2015). Makled, quien tenía el control de Puerto Cabello y una aerolínea venezolana como pago político por su colaboración en la derrota al golpe del 2002, develó la intrincada red de narcotráfico que transportaba droga a Centroamérica y África Occidental, relacionando al entonces jefe de inteligencia general Henry Rangel Silva; a Firaz el Aissami, hermano del vicepresidente Tareck el Aissami, y a cerca de 40 generales, además de coroneles y mayores de la FANB y la GNB (Colmenares, 2015). Posteriormente, una investigación del Financial Crimes Enforcement Network del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, en el año 2015, reveló que los sectores dedicados a las operaciones financieras del Estado venezolano, incluida la estatal PDVSA, estaban asociadas al blanqueamiento de dinero para el régimen. La red operaba con una serie de compañías fantasma con presencia en la Banca Privada d'Andorra (BPA) y sus filiales en Panamá y Madrid, a donde incluso se transferían fondos por medio de valijas diplomáticas (Colmenares, 2015).

En todo este circuito ilícito, Puerto Cabello, en Carabobo, se erige como un punto estratégico clave de doble vía. Según la DEA, hasta principios de los años noventa más del 70 % de los narcóticos producidos en Colombia se enviaban desde allí (Insight Crime, 2018), lo cual se ha mantenido, ampliando actualmente su operación a los mercados europeos junto al puerto de Maracaibo (ABC, 2015). Adicionalmente, a Puerto Cabello arriban mercancías de origen chino que llegan desde Panamá, las cuales son revendidas en una red de 38 empresas de la familia El Aissami, todas ellas dedicadas al lavado de dinero (NTN24, 2018).

Por otro lado, se destaca la participación de funcionarios oficiales en el contrabando de combustible, actividad tan rentable como el narcotráfico. En este fenómeno, militares y figuras gubernamentales facturan envíos que no llegan a los destinos contratados, para ser vendidas en Colombia aprovechando la amplia diferencia de los precios subsidiados en Venezuela (Diario de los Andes, 2017). Dicho esquema se complementa con la complacencia y corrupción de miembros de la Policía Nacional de Colombia y el Ejército en la zona de frontera, los cuales han tenido responsabilidad en el establecimiento territorial de las múltiples organizaciones criminales en el área transfronteriza (Niño, Camargo y Cañizares, 2012; López, 2014).

Las redes de corrupción al interior de las fuerzas de seguridad del Estado colombiano en el Norte de Santander no son un asunto novedoso; son producto, en parte, de las luchas de carteles y la llegada de grupos de autodefensas a la región entre los años ochenta y noventa (Ávila, 2012). En este sentido, la vinculación de miembros del Cartel del Norte del Valle -en especial de Wilber Varela, quien fuera miembro de la policía colombiana antes de convertirse en criminal- con miembros activos de la policía (sobre todo en los organismos de inteligencia), facilitó la penetración del narcotráfico en la institución a diferentes niveles (Ávila, 2012). Algo similar sucedió con la desmovilización de las autodefensas y sus disidencias, hecho que dejó redes importantes de comunicación para las bandas criminales, sobre todo con el ejército colombiano (Ávila, 2012).

Estos aspectos prueban una de las situaciones más críticas de todo el fenómeno criminal de la frontera: la criminalización de los actores regulares, o, en otras palabras, la subordinación de miembros de las fuerzas de seguridad del Estado a las estructuras de crimen organizado, fenómeno que se da simultáneamente en ambos lados de la frontera, aunque con distintos niveles de cooptación.

La descripción de los distintos actores legales e ilegales que crean interacciones propias del área de frontera debe ser entendida en clave de seguridad nacional: en primer lugar, por ser una zona de alto flujo de criminalidad y, en segundo lugar, por la vinculación de la institucionalidad estatal al servicio del crimen en niveles muy altos y en las esferas centrales del poder político y militar, situación que ha propiciado el aumento, en número y gravedad, de los incidentes fronterizos (Cancillería, 2015).

CONCLUSIÓN: HACIA EL UNILATERALISMO EN LA SEGURIDAD FRONTERIZA

En un marco general, la situación de seguridad y tensión fronteriza parecía encontrar una suerte de acuerdos entre 2012-2015 que direccionarían la problemática. En febrero de 2012, los entonces ministros de Defensa por Colombia y Venezuela, Juan Carlos Pinzón y general Henry Rangel Silva respectivamente, se reunieron en Caracas en el marco de la Comisión Binacional de Seguridad Fronteriza, y suscribieron acuerdos para el establecimiento de un "sistema de información binacional para la seguridad y defensa de la línea fronteriza" (Hernández, 2012). Esto evolucionaría en el 2014 con el desarrollo del Centro Conjunto Binacional de Comando y Control (CEBOC), acordado entre Juan Manuel Santos y Nicolás Maduro en Cartagena, hecho que fue articulado con la movilización de 17.000 miembros de la FANB destinados a vigilar los pasos legales e ilegales (El Espectador, 2014). Posteriormente, en diciembre de 2016, como parte de los acuerdos que permitieron reabrir la frontera cerrada a mediados del 2015, se crea el Centro Binacional de Lucha Contra el Crimen Organizado Transnacional (CEBCOT) (Gobierno de Colombia, 2016), y se ordena también el "aumento de tropas en los pasos no formales a lo largo de la frontera común" (Ministerio de Defensa, 2017). Sin embargo, no se han conocido avances o resultados producto de estos mecanismos binacionales, probablemente, por la falta de confianza entre las fuerzas de seguridad y la crisis diplomática entre ambos países. Muestra de ello son las iniciativas unilaterales como la de diciembre de 2017 por parte de Nicolás Maduro, quien envió al Zulia fuerzas especiales al mando del Comando Estratégico Operacional de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (CEOFANB) (Xinhua, 2017), o la incursión de militares venezolanos en helicópteros a Tibú, Norte de Santander, en noviembre de 2017, donde erradicaron tres hectáreas de cultivos ilícitos (El Espectador, 2017a). Este último hecho constituyó una violación a la soberanía colombiana, que afortunadamente no escaló más allá de la denuncia y las protestas correspondientes.

Por parte de Colombia, el diagnóstico de pasos no formales (contabilizando 116 y priorizando 57 puntos)5 en el año 2015 (Ministerio de Defensa, 2017), llevó al desarrollo de planes desde el sector defensa de forma individual. La directiva permanente de Fortalecimiento del Control Institucional del Territorio en las Zonas de Frontera, que imparte "órdenes y li-neamientos operacionales a los Comandos de Fuerza, Comandos Conjuntos y Estado Mayor Conjunto", para fortalecer las operaciones en áreas fronterizas y establecer mecanismos de articulación con otros organismos estatales como la Fiscalía (Ministerio de Defensa, 2017), es prueba del unilateralismo colombiano con el empleo en conjunto de su capacidad institucional. La misma, reconoce el carácter poroso y la vulnerabilidad de la frontera al contrabando y tráfico de migrantes, al involucrar a la Armada colombiana a través de la Fuerza Naval de Oriente para la vigilancia de las rutas fluviales de los departamentos de Guainía, Vichada y Arauca, apoyando las labores de la Policía Fiscal y Aduanera (POLFA) y Migración Colombia (Ministerio de Defensa, 2017). Dichas estrategias vinculan a la Interpol, que a partir del 2016 estableció una oficina en Cúcuta (adicional a la de Turbo-Antioquia e Ipiales-Nariño), dirigida a realizar labores investigativas y búsqueda de información de los fenómenos criminales de la zona, y creó alianzas estratégicas con autoridades judiciales en Colombia que cubren, incluso, procedimientos de extradición (Ministerio de Defensa, 2017).

De manera paralela, estas labores se suman a la implementación del Plan Estratégico Militar de Estabilización y Consolidación "Victoria" del Comando General de las Fuerzas Militares (Ministerio de Defensa, 2017), dirigido a atender un escenario de posconflicto complejo, caracterizado por el asesinato de líderes sociales (Misión de Verificación de la onu en Colombia, 2018), y la emergencia de disidencias y luchas por el control sobre economías ilegales (Casey y Ríos, 2018). En este contexto, se ha buscado establecer presencia militar en territorios dejados por las FARC (Jiménez, Acosta y Múnera, 2017). En Norte de Santander, esta labor se ha encomendado a la Fuerza de Tarea Vulcano, a quien el Gobierno ordenó realizar operaciones para golpear al ELN y las disidencias del EPL (El Tiempo, 2018), principales actores armados ilegales del área. A nivel organizativo y de política de Defensa y Seguridad, los esfuerzos se han centrado en robustecer la acción "conjunta, coordinada e interagencial de las Fuerzas Militares, la Policía Nacional y las autoridades político-administrativas" (Ministerio de Defensa, 2016, p. 54). Lo anterior, a través de la Política de Lucha contra el Crimen Organizado, que posee una aproximación holística desde la acción operativa (inteligencia y operaciones), judicialización, acción integral y fortalecimiento legal, normativo y de política pública (Ministerio de Defensa, 2016).

Sin lugar a dudas, la estrategia militar, a la par de acciones judiciales efectivas, son pilar para la consolidación del Estado en las zonas de frontera. No obstante, es de gran relevancia desde los demás ministerios direccionar los problemas de orden social que crean un ambiente proclive para el fortalecimiento del crimen organizado en sus redes de apoyo.

Por otro lado, el avance tanto de iniciativas binacionales como unilaterales reconoce implícitamente que el crimen transnacional en Norte de Santander-Táchira no es un fenómeno aislado, sino uno que manifiesta una serie de actividades con ramificaciones diversas en sectores legales e ilegales que hace más fuertes los niveles de resiliencia de la criminalidad. La desarticulación manifiesta en los esfuerzos conjuntos entre los Estados, debido a políticas de seguridad aisladas, y el fracaso de mecanismos de cooperación por cuenta de la ruptura político-diplomática entre Caracas y Bogotá, ha influido en la capacidad superior de adaptación del crimen organizado transnacional a las ofensivas estatales de lado y lado.

Una estrategia bilateral que solvente el contexto descrito pasa necesariamente por la calibración política de los gobiernos de Venezuela y Colombia y, además, por el fomento a la confianza entre las fuerzas de seguridad de ambos Estados. De esta manera, la sospecha constante de corrupción, y el matiz ideológico, serán siempre un obstáculo considerable que socavará todo intento de coordinación y trabajo conjunto. A esto se suma la compleja situación política, social y económica que ha convertido a Venezuela en espacio fértil para la ilegalidad; factor compartido en cierta medida por áreas fronterizas periféricas de Colombia. En este sentido, el fortalecimiento de acciones de seguridad unilaterales, articuladas a una política de cooperación con organizaciones de seguridad internacional, parece ser el camino más adecuado, hasta tanto no sean normalizadas las relaciones Bogotá-Caracas, al menos en lo que respecta a lo que debería ser el pragmatismo en las políticas de seguridad fronteriza.


NOTAS

1 Un conflicto interno se internacionaliza cuando un Estado, distinto de aquel en cuyo territorio tiene lugar el enfrentamiento, interviene, directa o indirectamente, de manera expresa o encubierta, en sus desarrollos políticos o militares. También, cuando el conflicto local desborda las fronteras nacionales o vincula actores nuevos gracias a las relaciones internacionales de una de las partes. Para el Comité Internacional de la Cruz Roja, la internacionalización se produce cuando las consecuencias humanitarias del conflicto afectan a un país vecino, por ejemplo, por el desplazamiento de poblaciones fronterizas (Castro, 2013).
2 Las ZIF, de acuerdo a la Decisión 501/2001 de la CAN, son entendidas como aquellos espacios territoriales "fronterizos adyacentes de Países Miembros de la Comunidad Andina para los que se adoptarán políticas y ejecutarán planes, programas y proyectos" (Comunidad Andina de Naciones, 2001, pp. 1-2), que lleven a una integración sostenible dirigida a la obtención de beneficios mutuos.
3 Para efectos de este artículo la sigla FARC hará referencia al grupo armado ilegal previo al acuerdo de La Habana firmado en el teatro Colón a finales del 2016, y no al grupo político emergente del mismo, conocido como Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC).
4 De acuerdo con el portal noticioso Notilogia (2016), la organización que controla el tráfico de drogas y el contrabando -las dos economías ilegales de mayor alcance y proporción- es el bloque paramilitar de los Urabeños, que en Colombia recibe la denominación de Clan del Golfo.
5 A febrero de 2018 se contabilizaban 280 pasos ilegales en los 2.219 km de frontera, por los cuales se contabilizó una migración pendular (los que van y vienen por la frontera) de 1.000.000 de venezolanos aproximadamente (El Espectador, 2018a).


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