10.18601/16578651.n30.06

La transformación de la seguridad en Colombia tras el Acuerdo de Paz con las FARC-EP

THE TRANSFORMATION OF SECURITY IN COLOMBIA AFTER THE AGREEMENT WITH THE FARC-EP

César Niño*
Alberto Castillo**

* Doctor en Derecho Internacional, Universidad Alfonso X El Sabio (España). Profesor Asociado, Programa de Negocios y Relaciones Internacionales, Facultad de Economía, Empresa y Desarrollo Sostenible, Universidad de La Salle (Colombia). Investigador Senior ante Minciencias. [cnino@unilasalle.edu.co]; [https://orcid.org/0000-0002-l4l7-6643].

** Doctor en Ciencias Políticas y de la Administración y Relaciones Internacionales, Universidad Complutense de Madrid (España). Decano de la Facultad de Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Santo Tomás (Colombia). Investigador Asociado del Instituto Complutense de Estudios Internacionales ICEI-UCM (España). Investigador Asociado ante Minciencias. [albcasti@ucm.es]; [https://orcid.org/0000-0002-9778-933X].

Recibido: 5 de junio de 2021 / Modificado: 3 de agosto de 2021 / Aceptado: 4 de agosto de 2021

Para citar este artículo: Niño, C. y Castillo, A. (2022). La transformación de la seguridad en Colombia tras el Acuerdo de Paz con las FARC-EP. OPERA, 30, pp. 79-98. DOI: https://doi.org/10.18601/16578651.n30.06


Resumen

Tras el fin del conflicto armado con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), el Estado colombiano está experimentando una transformación en la configuración de su seguridad. Este trabajo intenta mostrar cómo, sin la principal guerrilla en la agenda pública, las circunstancias asociadas a la inseguridad han cambiado. Durante su vigencia, las FARC-EP concentraron el umbral de seguridad en el país. Sin embargo, suscrito el Acuerdo de Paz en noviembre de 2016, afloran otros riesgos que afectan, influyen y transforman el alcance y el sentido de la seguridad. Así, si bien la seguridad nacional estuvo definida durante seis décadas en torno a un enemigo identificado -las FARC-EP-, una vez que este desaparece, la seguridad se circunscribe a otras variables como la proliferación de la violencia, las nuevas amenazas y un cambio notable respecto a los pilares que soportan la agenda pública.

Palabras clave: seguridad; Colombia; FARC-EP; posconflicto armado; Acuerdo de Paz.


Abstract

With the end of the armed conflict with the Revolutionary Armed Forces of Colombia - People's Army (FARC-EP), the Colombian State is undergoing a transformation in the configuration of its security. This work tries to show how, without the main guerrilla on the public agenda, the circumstances associated with insecurity have changed. During its term, the FARC-EP concentrated the security threshold in Colombia. However, after signing the Peace Agreement in November 2016, other risks affect, influence and transform the scope and sense of security. Thus, national security was defined for six decades around an enemy identified as the FARC-EP, but once this disappeared, security is limited to other variables such as the proliferation of violence, new threats, and changes in the pillars that support the public agenda.

Key words: Security; Colombia; FARC-EP; armed post-conflict; Peace Agreement.


INTRODUCCIÓN

Este artículo analiza algunas de las cuestiones más relevantes sobre la transformación de la seguridad en Colombia, especialmente ahora que el escenario de la violencia tiene nuevos matices con motivo del Acuerdo de Paz suscrito entre el Gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) en noviembre de 2016. La superación del conflicto de manera dialogada no implica la finalización de la violencia. Es decir, el proceso de desarme de la extinta guerrilla supone una ventana de oportunidad para que otros grupos armados como el Ejército de Liberación Nacional (ELN), grupos criminales como el Clan del Golfo o Los Pelusos, y disidencias de las FARC-EP rivalicen por los recursos ilícitos en una geografía de la violencia que es heredera del pasado (Niño, 2018; Ríos et al., 2019). Una circunstancia que, como se verá, afecta directamente al sentido sobre el cual ha de dirigirse la política de seguridad del Estado colombiano.

El concepto de seguridad en Colombia, así como en otros países latinoamericanos, estuvo ligado durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX al marco referencial de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) (García de las Heras, 2019). La agenda estatal gravitaba en torno a combatir a un enemigo interno, directamente relacionado con el comunismo, tal y como sucedió con las experiencias de Riochiquito (1955), Marquetalia (1964) o Anorí (1973). Sin embargo, particularmente en Colombia y también en Perú, este modelo perdurará hasta bien entrado el siglo XXI, lo que conduce a constituir un modelo doctrinal de la seguridad altamente militarizado e influido por la longevidad de sus escenarios de conflicto armado interno.

Carl Schmitt (2009) define la distinción política como aquella que reconduce las acciones y motivaciones de diferentes actores en torno a una dicotomía irreconciliable "amigo-enemigo". Así, esta diferencia marca la frontera de una comunidad política que establece ciertos valores que guían el comportamiento del conjunto de la sociedad, y todo aquello que se encuentre por fuera de la política es considerado como enemigo, pues pone en cuestión los valores propios de la comunidad política. Es decir, el enemigo no equivale a un simple competidor o adversario. El enemigo es la alteridad que se desarrolla en oposición y antagonismo a la comunidad política, y que justifica que contra él se viertan todos los mecanismos necesarios para su desaparición.

Durante casi seis décadas, las FARC-EP fueron ese "otro" que operaba como enemigo, es decir, fuera de los límites marcados por la comunidad política por medio de las instituciones y las normas democráticas que conforman al Estado colombiano. El imperativo legal del Estado es reivindicar el monopolio legítimo de la violencia y garantizar el control del territorio. Y frente a este, la guerrilla de las FARC-EP se erige como la principal amenaza del statu quo, pues no entra a la discusión política dentro de los cauces constitucionales, sino de manera disruptiva, justificando la necesidad de intervenir contra el establecimiento con todos los recursos disponibles y todas las formas de lucha.

En realidad, el sentido de esta disputa es mucho más complejo, pues el conflicto armado interno no se reduce a proyectos políticos mediados por el uso de la violencia. De fondo, tienen lugar diferentes formas de organizar políticamente el territorio, en donde se yuxtaponen fuentes del poder social (Mann, 1993) -militares, ideológicas, económicas y políticas- que cuestionan la relación unívoca del Estado con el conjunto de su territorio (Kalyvas, 2001, 2006; Arjona et al., 2015; Arjona, 2016). Así, el Estado colombiano no integra a todo su territorio y son los recursos económicos, las condiciones geográficas o las comunidades de legitimación, las que dan sentido a un lugar de la violencia mucho más intrincada de lo que presupone el conflicto armado interno.

Esta visión política de amigo-enemigo es la que ha permitido al Estado colombiano constreñir la dimensión de la seguridad a la lucha contrainsurgente durante décadas, con la excepción de los carteles narcotraficantes, cuando entre finales de los años ochenta y principios de los noventa se erigieron en la principal amenaza del Estado. De este modo, desde mediados de los años sesenta y hasta finales de la década pasada, la securitization de la agenda (Waever, 1995) ha tendido a concentrar sus esfuerzos en problematizar, visibilizar y politizar al enemigo guerrillero, legitimando la necesidad de disponer de cuantos recursos resultasen necesarios para su derrota militar.

Únicamente en los acuerdos de La Uribe y Corinto, suscritos en 1984 con la guerrilla de las FARC-EP y el M-19, respectivamente, y en las conversaciones con el ELN, en 1996, se incorporaron reconocimientos que implicaban que el Estado tenía cierta corresponsabilidad en el conflicto armado interno (Pizarro, 2011). Ello, al entenderse que la violencia guerrillera, en buena medida, era consecuencia y no causa de un escenario de desigualdad, exclusión y falta de oportunidades irresoluto durante décadas (Sánchez, 2009; Reyes, 1988; Ramírez, 1990). Esta circunstancia, en todo caso, quedará también recogida en el Acuerdo de Paz suscrito con las FARC-EP en 2016, y en buena parte de los trabajos previamente elaborados por la Comisión Histórica del Conflicto Armado en Colombia (Gutiérrez, 2015a; Molano, 2015; Fajardo, 2015; Wills, 2015).

Antes de abordar la discusión teórica y el posterior análisis que propone este trabajo, queda señalar que las siguientes páginas responden a un ejercicio exploratorio e inductivo, en el que se da cuenta de cómo la actual superación del conflicto armado con las FARC-EP transforma el andamiaje de seguridad del Estado, y afecta la manera de definir y de actuar sobre otras amenazas, igualmente inscritas en un escenario complejo de violencia, que señala un nuevo contexto en transformación en el que pareciera que las respuestas del pasado resultan insuficientes para afrontar la realidad actual.

MARCO TEÓRICO Y ESTADO DEL ARTE: LA TRANSFORMACIÓN DE LA SEGURIDAD EN COLOMBIA

Entablar un marco de discusión sobre la seguridad conduce a tener que partir de elementos clásicos, políticos y militares, ampliamente discutidos por las ciencias sociales (Gallie, 1956). Hablar de seguridad en términos tradicionales, próximos al contexto del conflicto contra la insurgencia, obliga a incorporar elementos tales como defensa (para el contexto interno), interés nacional, interestatalidad o beligerancia. Estos han disfrutado de una gran relevancia a partir de los años cuarenta del pasado siglo XX, y han conformado algunas escuelas clásicas de las relaciones internacionales como el realismo político (Morgenthau, 2015) o las derivaciones de la estructura internacional del neorrealismo (Waltz, 1979; Mearsheimer, 2001).

Sin embargo, aquellos términos parecieran quedar hoy muy lejanos, pues la seguridad se representa en la actualidad como un concepto equívoco, volátil y dinámico, que merece situarse, ante todo, en el plano epistemológico de lo político (Waever, 1989; Baldwin, 1997). Un plano en el que se intersectan el Estado, la sociedad civil y el mercado, de manera que los bienes jurídicos que protege la seguridad van desde la soberanía territorial hasta la identidad nacional, pasando por la estabilidad económica o la sostenibilidad ambiental (Orozco, 2006; Caballero, 2019). Asimismo, el Estado, la naturaleza, las empresas o la ciudadanía se convierten en objetos de referencia de la seguridad, de forma que su representación es múltiple y no únicamente política o militar, en tanto que también lo es social, económica o cultural (Buzan et al., 1998).

En Colombia, el hecho de haber sido el escenario de violencia guerrillera más longeva de América Latina se ha traducido en que, desdiciendo a Hobsbawm (1991), el siglo pasado ha sido en realidad un largo siglo XX. Especialmente, si se considera que las primeras guerrillas y autodefensas campesinas levantadas en armas comienzan a finales de la década de los treinta (Gilhodès, 1972; LeGrand, 1988; Zukerman, 2012). Estas conectarán después con la llegada del conservatismo a Colombia en 1946, el desencadenamiento de La Violencia tras el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, y la aparición de las primeras guerrillas de orientación marxista-leninista, ya en la década de los sesenta (Pizarro, 2011; Ríos, 2017). Desde entonces surgirán, en plena vigencia de la Guerra Fría, una veintena de estructuras armadas que, a partir de diferentes posiciones, enarbolan el sueño de la revolución social y alimentan la particular respuesta militarista, ya señalada, de parte del Estado (Pécaut, 2006; Villamizar, 2017).

Producto de lo anterior, el enfoque de la seguridad nacional ha estado presente en buena parte de trabajos académicos de referencia, incluso, de la década de los noventa (Blair, 1993; Leal, 1994). En estos es posible observar la impronta militarizada de la seguridad. Una seguridad en donde, dados los atributos del enemigo interior, y como sucede en otros países de América Latina, la diferencia entre el rol policial de la seguridad y el acervo militar de la defensa no tiene cabida. Aun así, desde finales de los años noventa y durante los primeros años de la década del 2000, aparecen otras miradas complementarias de la seguridad, pero igualmente ceñidas a la estricta comprensión del conflicto armado interno. Por ejemplo, los análisis de las relaciones cívico-militares (Vargas, 2006), la aproximación longitudinal de las diferentes políticas de seguridad desarrolladas en Colombia (Leal, 2011) o las distintas miradas metodológicas sobre la relación entre conflicto y seguridad (Rettberg, 2010; Nasi, 2010). Todas ellas, más allá de su muy notable aportación, reducen en sus análisis la dimensión de la seguridad a la dimensión estricta del conflicto (Rangel, 2008; Yaffe, 2011; Gutiérrez, 2015b). Una relación de la que muy pocos trabajos escapan, como sucede con los aportes de Sarmiento (2004), Borrero (1990), Thoumi (2009), Mason y Tickner (2010), Tickner y Morales (2015) o Esquivel (2017).

Relacionado con lo anterior, puede decirse que los estudios sobre conflicto armado en Colombia, por ende, no son en absoluto equiparables a los estudios centrados en la seguridad, lato sensu. Todo lo contrario, la mayor parte de los trabajos tienden a equiparar la seguridad con el conflicto armado interno, retroalimentando el mismo reduccionismo que tiene lugar en el plano estrictamente político. Quizá, ahora más que nunca, es necesario entender la seguridad como una cuestión polisémica, en continua redefinición y resignificación. El momento actual de superación de un Acuerdo de Paz con las FARC-EP, en cierto modo, obliga a superar ese limbo estratégico que predominó durante décadas en Colombia, justificando un reposicionamiento de la seguridad en el marco de la agenda del Estado.

A tal efecto, y de acuerdo con Cavalletti (2010), la seguridad necesita de nuevas inseguridades para su transformación, y puede que el momento actual sea un punto de inflexión para ello. Conviene no olvidar, como apuntaba Sánchez (2009), que el conflicto armado interno nunca representó más del 7 % del total de víctimas mortales que cada año se sucedieron en Colombia. Es decir, es innegable que una seguridad reducida estrictamente al nivel del conflicto armado desatendió otros factores directos, estructurales, simbólicos o culturales de la violencia, relegados a un plano marginal de la agenda (Borrero, 2017).

Quedaría señalar cómo estas cuestiones tienen especial relevancia en entornos periféricos, en donde las violencias recién referidas se yuxtaponen bajo enclaves alejados e inaccesibles (Buhaug y Rød, 2006; Salehyan, 2007; Ríos, 2016). Aspectos que, según los casos, demandan nuevos esquemas y arquetipos que superen la dualidad violencia-(in)seguridad. La primera, asociada a una configuración racional en la impresión de daño sobre un "otro", y, la segunda, entendida como un estadio libre de amenazas. Tal vez, una correcta implementación del Acuerdo de Paz pudiera suponer ese punto de partida necesario para este proceso de transformación, al entenderse que muchas de las lógicas y dinámicas de la violencia son, en parte, herederas del escenario de conflicto vigente con las FARC-EP. Esto no sería impedimento para la ocurrencia de una transformación de una seguridad más próxima al ciudadano y al entorno local, y desprovista de la irrestricta amenaza que, durante décadas, representó la guerrilla.

De tal manera, la concepción de la seguridad en Colombia debe construirse con base en el análisis contextual de las causas subyacentes de la inseguridad, una dimensión resignificada que responda de manera compleja a la integralidad y el dinamismo de los actores, fenómenos y contextos. La seguridad debe definirse bajo los umbrales estratégicos de la inseguridad a los que, luego de su valoración, sea posible atribuirles derroteros para la conducción de seguridades constantes. El concepto de seguridad en Colombia debe responder a una idea particular de la misma en condiciones glocales. Un renacimiento, una construcción conceptual que ha estado en deuda con la narrativa del Estado-nación.

CRIMEN, VIOLENCIA E INSEGURIDAD: LA CAJA DE PANDORA EN COLOMBIA

Desde mediados del pasado siglo XX, el continente transita por circunstancias excepcionales que marcan la orientación de unas políticas de seguridad en donde la influencia de Washington resulta notoria. Lo anterior es producto de una Guerra Fría en donde, a toda costa, se evitó cualquier conexión, representación o expresión que tuviese que ver con el comunismo, justificando así una militarización de la seguridad pública y una violencia preventiva especialmente dirigida a ciertos sectores sociales. Todo, en aras de evitar cualquier atisbo contestatario con el statu quo. Este fenómeno en Colombia contribuiría a abrir una brecha compleja entre la noción de seguridad y la fenomenología de los actores armados que se enfrentaban al Estado (Niño y Palma, 2017). El resultado de ello sería una rigidez de la estructura de la seguridad, estrictamente entendida en clave contrainsurgente.

Una revisión longitudinal de este fenómeno no hace sino redundar en dicha afirmación. Bajo la presidencia de Turbay Ayala (1978-1982), por ejemplo, el Estatuto de Seguridad, aprobado en 1979, buscaba enfrentarse a la guerrilla y aspirar a su derrota militar, especialmente, del M-19. Sin embargo, ello no fue posible, y el conflicto con diferentes guerrillas se proyectó y se intensificó a lo largo de toda la década de los ochenta, si bien el poder acumulado de los carteles narcotraficantes de Cali y Medellín haría que, entre finales de los años ochenta e inicios de los noventa, fueran estos y no las guerrillas las principales amenazas para la integridad del Estado (Castillo y Brocate, 2013).

Así mismo, en los años ochenta se intenta abrir un marco de negociación por parte de la presidencia de Belisario Betancur (1982-1986) con las guerrillas de las FARC-EP y el M-19. Ahora bien, entre los diferentes factores que explican el fracaso de estos dos procesos se encuentra el recelo de las Fuerzas Militares a realizar concesiones a la guerrilla y abrir un marco de cese al fuego bilateral (Illera y Ruiz, 2018). De hecho, la desmovilización del M-19, de una parte del Ejército Popular de Liberación (EPL), así como de la guerrilla indigenista Quintín Lame (GIQL) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), se debe en buena medida a su renuencia a intensificar la violencia y hacer parte de los réditos del negocio cocalero (Bushnell, 2012). Algo que, contrario a lo anterior, compromete primero a las FARC-EP y después al ELN, y pone de manifiesto cómo, desde la década de los noventa, se convierten en el principal enemigo hacia el cual dirigir todos los recursos de la agenda de seguridad del Estado.

Y es que, durante la presidencia de César Gaviria (1990-1994) y la de Ernesto Samper (1994-1998), las FARC-EP y el ELN experimentan un importante proceso de fortalecimiento. Este se traduce en un incremento en su número de combatientes, así como en el número de acciones armadas desplegadas o la presencia territorial. De hecho, entre 1996 y 1998 se suceden varias derrotas del Ejército por parte de las FARC-EP que conducen a un escalamiento de la beligerancia por parte de la guerrilla, que lleva a que algunos autores alerten que el país se aproxima al paradigma de Estado fallido (Mason, 2002; Rotberg, 2004).

La manera de evitar una intensificación del conflicto que pudiera llevar consigo al colapso del Estado era habilitar un marco de negociación como el que supuso el proceso de negociación del Caguán (1999-2002). Es decir, una agenda de diálogo en donde la guerrilla y el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) llevasen a cabo intercambios cooperativos en aras de superar el escenario de confrontación armada. Sin embargo, en realidad, ni el uno ni el otro estaban en disposición de negociar. Las FARC-EP estaban acumulando recursos y capacidades, de modo que en los tres años que dura el proceso de diálogo alcanzan los 18.000 efectivos, superan las 80 estructuras armadas y llegan a consolidar su presencia territorial en una tercera parte del total de municipios del país (Valencia, 2002). A la vez, el gobierno de Pastrana aumentaba en más de una tercera parte el gasto en seguridad y defensa, suscribía un acuerdo de cooperación militar con Estados Unidos e impulsaba un proceso de transformación y modernización de las Fuerzas Militares conforme a una agenda política exterior securitizada por el conflicto y la necesidad de superarlo (Ríos, 2017; Castillo y Niño, 2020).

Lo anterior se hace mucho más patente una vez llega a la presidencia Álvaro Uribe (2002-2010). La piedra angular de su mandato es la Política de Seguridad Democrática (PSD), esto es, volcar todos los recursos del Estado en afianzar su dimensión de seguridad con un único propósito: derrotar militarmente a las FARC-EP y al ELN. Para ello se destinan más de 8.000 millones de dólares en seguridad y defensa, a lo que se añaden otros 8.000 millones provenientes del Plan Colombia suscrito con Estados Unidos (Rojas, 2015). Esto convierte al país en uno de los cuatro países del continente con más crecimiento de su presupuesto militar, el segundo en proporción de militares cada 100.000 -solo superado por Bolivia- y el segundo en capacidad aérea de combate, por detrás de Brasil. Así, la fuerza pública colombiana se incrementa en un 40 %, pasando de 313.000 a 478.000 efectivos, y el despliegue de operativos llega a sus máximos históricos, superando ampliamente las 1.000 acciones militares anuales contra las guerrillas (Ríos, 2017). Sin embargo, y a pesar de todo lo anterior, ni el ELN ni las FARC-EP resultan derrotadas militarmente (Echandía y Cabrera, 2017). Sin embargo, existe un notorio proceso de debilitamiento por el cual la presencia guerrillera y su capacidad operativa se reducen a la mitad. Es decir, las FARC-EP se reducen a unos 8.000 combatientes con presencia en casi 200 municipios del país y el ELN lo conforman otros 1.500 guerrilleros que operan en una treintena de municipios.

Bajo este contexto es que llega Juan Manuel Santos al gobierno (2010-2018), siendo inicialmente validador de la política uribista de confrontación, de manera que se sirve del mismo código de seguridad de sus antecesores: reducir los problemas de Colombia a la estricta cuestión del conflicto armado interno. De hecho, en el primer año y medio hubo una cierta continuidad en el despliegue de grandes operativos, especialmente contra las FARC-EP. A tal efecto serían dados de baja, entre septiembre de 2010 y noviembre de 2011, los dos dirigentes más significativos de la guerrilla: el Mono Jojoy y Alfonso Cano.

Incluso, y a pesar de lo anterior, el conflicto armado interno, para el año 2012, ya se encontraba en una fase diferente, lo cual, quizá, explica parte del modelo de seguridad que desde entonces tiene lugar en el país. Desde la investigación para la paz y la resolución de conflictos pudo acontecer lo que se denomina momento de madurez. Es decir, producto del desgaste de décadas de confrontación armada y habida cuenta de la imposibilidad de una solución unilateral, tiene lugar una situación de "mutuo estancamiento doloroso" (Touval y Zartman, 1985; Zartman, 1989, 2009). Para las FARC-EP, y también para el ELN, su posición en el conflicto había quedado muy debilitada, de manera que ni sus capacidades ni sus recursos eran los mismos que en los años noventa. Producto de un cambio en la correlación de fuerzas favorable al Estado, la geografía de la violencia había experimentado un proceso de periferialización (Ríos, 2016). Es decir, las guerrillas optaron por reubicarse en escenarios periféricos, de condición geográfica hostil -selvática o montañosa- buscando entornos cocaleros de impronta fronteriza. Esta reterritorialización de la violencia (Pécaut, 2006; Salas, 2015) dificulta al Estado la consecución de golpes estratégicos, de manera que cada vez más deben invertir ingentes recursos para obtener menores resultados (Ríos, 2018).

Es este contexto particular el que conduce al inicio de unos diálogos tanto con las FARC-EP (2012) como con el ELN (2017). En términos de Chantal Mouffe (1999), implicaría transitar de un conflicto violento entre enemigos a un diálogo para su superación entre adversarios. Así, resulta imprescindible un reconocimiento recíproco y una mutua legitimación que entiende que únicamente desde intercambios cooperativos y mutuas aceptaciones es posible superar el antagonismo y redefinirlo como agonismo en una misma comunidad política. Las diferencias persisten y el conflicto no se resuelve, pero este pasa a ser institucionalizado desde un sistema democrático con valores propios que lo desprovee de violencia.

De hecho, el Acuerdo de Paz con las FARC-EP, y el diálogo que se llegó a abrir con el ELN, aglutinaron muchas esperanzas en torno a la finalización del conflicto más virulento de América Latina (Krujit et al., 2020). Empero, cinco años después, esa posibilidad parece tan truncada como compleja, en la medida en que seguridad y conflicto siguen conformando un binomio indisociable y, a la vez, con las FARC-EP desmovilizadas, nuevos actores emergen con fuerza sobre un escenario de violencia cuyas condiciones se mantienen vigentes e irresolutas.

A pesar de la desmovilización de más de 7.000 exintegrantes de las FARC-EP (Kroc Institute, 2017), la violencia asociada al conflicto armado pareciera que no solo no ha cesado, sino que ha aumentado (Ríos et al., 2020). Han sido asesinados más de 200 excombatientes de la guerrilla, y entre 2016 y 2019 se ha producido el asesinato de más de 600 líderes sociales; un fenómeno que para el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac) (2018) representa casi la mitad del total de asesinatos por motivaciones políticas en Colombia.

Más que nunca, parece evidente que las FARC-EP no eran el único actor de referencia en el fenómeno de la violencia. Paulatinamente se han ido reduciendo las muertes violentas por cada 100.000 habitantes, las cuales en 2002 eran 60 y en la actualidad apenas llegan a los 25 (figura 1). Sin embargo, la violencia homicida parece incrementarse exponencialmente, en más de un 100 % cuando se trata de escenarios de desmovilización de las FARC-EP o cuando concurre la presencia de cultivos cocaleros (Nussio, 2020). De esta manera, son otras estructuras criminales y grupos delincuenciales los que hoy resultan responsables de estas violencias del pos-Acuerdo de Paz, quienes operan como amenazas que durante la vigencia de las FARC-EP estuvieron relegadas a un segundo plano.

Lo anterior plantea una dificultad añadida, obviada por el Estado colombiano durante décadas: ¿cómo se cuantifica la inseguridad a través del nuevo tipo de violencias emergentes tras el Acuerdo de Paz? Expresado de otro modo: ¿quién es el enemigo?, ¿dónde se encuentra?, ¿de qué capacidades operativas dispone? Únicamente un análisis integral de nuevos y viejos actores, y de las dinámicas asociadas a una violencia en transformación, puede ayudar a redirigir el sentido de la política de seguridad. Una dirección en la que coyunturas circunstanciales y contextos locales modulan el alcance de las amenazas frente a las que el Estado, en muchas ocasiones, tiene la dificultad de no poder responder por igual en el conjunto del territorio colombiano.

Lo recién expuesto, en cierta manera, era reconocido por el Acuerdo de Paz con las FARC-EP. Así, en su punto tercero se establecía cómo debía ser la cooptación del territorio por parte del Estado, tanto por el Ejército (Plan Victoria) como por la Policía Nacional (Corazón Verde). Empero, esta circunstancia nunca se resolvió y las viejas geografías de la violencia (Echandía, 2006; Salas, 2010) son prácticamente las mismas en la actualidad (Ríos et al., 2019), debido a que nunca se ocupó el vacío de poder territorial producido tras el abandono de las armas por parte de las FARC-EP.

Pareciera evidente que lo anterior, en buena medida, fue resultado de que el Estado colombiano no estaba en disposición de dirigir su institucionalidad de manera ubicua al conjunto de su territorio. Pero, igualmente, es posible que tuvieran lugar ciertas resistencias institucionales al interior de la fuerza pública. Es decir, del Ejército, por entender que un escenario de posconflicto armado implicaba un cambio en el paradigma de la seguridad -de un modelo de seguridad pública a otro de seguridad de ciudadana- de manera que dicho cometido habría de recaer, fundamentalmente, en la Policía Nacional. Contrario sensu, la Policía Nacional pudo interpretar que, dado que siempre fue el Ejército el encargado de disputar el poder y el control territorial a la guerrilla, en un escenario de pos-Acuerdo de Paz debía ser también aquel el primer actor en desplegar sus capacidades. Unas y otras razones ayudan a entender cómo se dotó de una ventana de oportunidad a los diferentes grupos armados para que expandieran su influencia territorial, tal y como lo han hecho tras la desmovilización de las FARC-EP, disputándose una condición hegemónica sobre el control de una geografía otrora controlada por la guerrilla.

En cualquier caso, el nuevo escenario de violencia que se asocia al conflicto armado tiene lugar con actores que, mayoritariamente, no son guerrillas, sino estructuras criminales organizadas que se sirven de las carencias institucionales para resignificar el marco en el que transcurre la violencia. Actualmente, los grupos herederos del paramilitarismo ascienden, según el Ministerio de Defensa (2019), a unos 3.000 integrantes, con una presencia en 250 municipios del país. De estos, más de la mitad hacen parte del denominado Clan del Golfo, y otros tantos se reparten en decenas de estructuras. Así, tanto el Clan del Golfo como otros tales como Los Pelusos o Los Puntilleros, conforman lo que el nuevo marco de seguridad define bajo la nomenclatura de grupos armados organizados (GAO). Es decir, estructuras criminales que, de acuerdo con la Directiva 015 de 2016, son concebidas como la principal amenaza del Estado -junto a la guerrilla del ELN- fruto del nivel de organización y beligerancia que presentan. Igualmente, en la respuesta del Estado predomina una lógica militarizada.

De otra parte, en un segundo nivel de amenaza se encuentran los denominados grupos delincuenciales organizados (GDO). Estos son más débiles que los primeros y su alcance territorial es mucho más limitado, si bien operan como estructuras criminales que, en muchas ocasiones, trabajan para el ELN o los GAO. Entre muchos otros destacan La Cordillera, Los Buitragueños, Los Botalones, Los Caqueteños, Los Costeños, Los Pachenca, La Constru, La Empresa o el Clan Isaza.

De este modo, resulta apreciable cómo tras el Acuerdo de Paz convergen viejos factores y nuevas amenazas que transforman el escenario de violencia en Colombia, pero también la respuesta de seguridad del Estado. Más allá de la nueva denominación jurídica de estas amenazas, se mantiene la perspectiva restringida en cuanto a la noción de seguridad e, igualmente, continúa vigente la respuesta militarista. Así, tras las nuevas definiciones jurídicas, es momento de constituir un marco de legalidad efectivo y eficiente, al que se adapten las capacidades e instituciones del Estado, entendiendo que el modelo de seguridad que "servía" con las FARC-EP tiene un difícil asidero en el panorama actual.

UNA NUEVA SEGURIDAD LÍQUIDA EN COLOMBIA

Partiendo de la hipótesis de Bauman y Lyon (2013), cabe aceptar la existencia de una nueva seguridad líquida, que trasciende las miradas estancas y clásicas que predominaban en los tiempos de la DSN. Sin guerrillas comunistas vigentes, a excepción del ELN (a pesar de que ninguna organización al día de hoy mantiene sus postulados ideológicos), la modernidad resolvía el paradigma de la inseguridad desde la univocidad de la lucha contrainsurgente por encontrarnos con marcos de entendimiento intersubjetivos diferentes. Empero, tal y como se ha podido observar en la realidad colombiana anteriormente mencionada, las estructuras, las alianzas, las motivaciones, las representaciones territoriales o las estrategias de nuevas amenazas se encuentran en un continuo dinamismo, transformándose y adaptándose a entornos locales y circunstanciales que dificultan la dirección que ha de tomar la respuesta del Estado. Estas amenazas, en muchas ocasiones anónimas y altamente volátiles (Niño, 2018), impiden la simple construcción de la amenaza unificada por el miedo al "otro" que suponían las FARC-EP (Monahan, 2010).

Así, tras el Acuerdo de Paz en Colombia, esta amenaza pierde su condición sólida para adquirir una condición líquida, tan plural como en continua redefinición.

Hoy día, la sociedad colombiana reclama entramados precisos en la configuración del actual estadio de la seguridad. Existen apreciables elementos de violencia, de superación de la respuesta del Estado, de afectación sobre ciertos sectores de la población civil que ameritan respuestas mejor definidas y adaptadas por parte del Estado. Solo en el año 2017, el primero sin las FARC-EP, la Policía Nacional de Colombia registró 75 muertes por actos de terrorismo. Hubo más de 185.000 casos de hurto callejero, 28.000 robos en residencias y 30.000 hurtos en establecimientos comerciales. Asimismo, se contabilizaron 86 casos de secuestros y más de 5.000 casos de extorsión, y un total de 11.989 asesinatos (Policía Nacional, 2020). Todas estas cifras no hacen sino revelar problemas que siempre tuvieron lugar, pero que quedaban en un segundo plano dada la ubicuidad del marco de la seguridad del conflicto armado.

Por ejemplo, de acuerdo con el Latinobarómetro, en 2017, el 16,8% de la población colombiana estaba preocupada por la delincuencia, siendo este el principal problema percibido, por encima del desempleo (13,9%), la violencia y las pandillas (9,5%) o el terrorismo (6,6%). De estos datos se desprenden dos cuestiones: la necesidad de disponer de un Estado más resolutivo frente a la (in)seguridad que perciben sus ciudadanos, y el hecho de entender que el terrorismo, como fenómeno directamente relacionado con la seguridad, es más limitado, en tanto que no resuelve otros problemas como la delincuencia, las pandillas juveniles o la violencia, lato sensu.

Para Bauman (2007), lo anterior tendría una explicación evidente: cuando se comienza a experimentar una mejora en los índices de violencia y de seguridad de una sociedad, sus ciudadanos se vuelven "adictos" a la misma, a la vez que inseguros de ella. Este argumento se ilustra a la perfección cuando se observa cómo en muchos países con altísimos niveles de violencia, la principal preocupación de la ciudadanía es la corrupción o el desempleo, pero no la inseguridad que, de cierta manera, ha sido naturalizada por su imaginario colectivo. En otros lugares, como Argentina y Uruguay, las tasas de homicidio violento más bajas del continente tienen con mayor preocupación de su sociedad, precisamente, a la inseguridad. Tal vez, en este contraste, Colombia esté pasando de un escenario más próximo al centroamericano, a otro, por ejemplo, más propio del Cono Sur. Así, profundizando en el argumento anterior, un trabajo publicado por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) ofrecía los siguientes datos. Sobre una muestra de 28 grandes ciudades colombianas, un 62,7 % de la población mayor de 15 años encuestada reconocía sentirse insegura en su ciudad. Esa percepción resultaba mucho mayor en ciudades como Bogotá (81,7 %) o Quibdó (78 %) (DANE, 2017) (figura 2).

De esta manera, la desactivación del conflicto armado con las FARC-EP presenta inseguridades y dificultades no solo irresolutas, sino que, en algunos casos, como la mencionada percepción de inseguridad, se encuentran en proceso de intensificación. Esta situación redundaría en esa condición líquida de la agenda de seguridad que, igualmente, se pone de manifiesto si se mira con detalle la pluralidad del fenómeno delictivo. Hoy por hoy, resulta evidente cómo han decaído en Colombia los actos de terrorismo o los casos de secuestro, generalmente asociados al conflicto armado. Esto sucede a la vez que los reportes de hurtos, lesiones personales o delitos sexuales se han incrementado de manera notoria (Rendón, 2017). En conclusión, ahora más que nunca es momento de atender y entender esas amenazas que se presentan como "nuevas", y que en el fondo siempre estuvieron presentes, aunque en un segundo nivel de importancia. Es decir, hoy más que nunca son necesarias nuevas respuestas del Estado en términos de seguridad.

Profundizando en estos términos, puede decirse que la firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP generó un umbral especulativo en torno a la paz negativa, es decir, la ausencia de confrontación directa. De este modo, tras el aparente fin del conflicto interno, el marco social de referencia construyó expectativas sobre la simultaneidad de una situación de no violencia directa con respecto a un aumento notable de la sensación de seguridad. Algo que no es tan evidente ni tan automático (Lederach, 1997; Galtung, 2003). Por ejemplo, una de las cuestiones planteadas a tal efecto puede encontrarse en la violencia estructural irresoluta que tiene lugar en Colombia. El país es uno de los Estados menos descentralizados de América Latina, lo que permite entender una gestión central de los recursos y una condición periférica de los mayores niveles de violencia (Ríos, 2016). Por otro lado, el coeficiente de desigualdad en atención a la redistribución de la riqueza (0,54) y el relativo a la concentración de la propiedad de la tierra (0,86) ubican a Colombia como uno de los diez países más desiguales del mundo (PNUD, 2018; Cepal, 2019). Asimismo, por esta razón, algunos de los componentes nucleares del Acuerdo de Paz con las FARC-EP se relacionaban con lo que comúnmente fue concebido como "paz territorial". Esto es, asumir que las condiciones estructurales sirvieron de soporte para la violencia y, por ende, solo mejorando las condiciones socioeconómicas y político-institucionales de aquellos enclaves más golpeados por la violencia resultaba posible aspirar a un escenario futuro de construcción de paz estable y duradero (Ríos y Gago, 2018; Cairo et al., 2018; Estupiñán, 2018; Lederach, 2019).

Indisociablemente, a lo anterior se suman las ingentes opciones que ofrece el narcotráfico en Colombia en donde, a pesar de lo recogido en el Acuerdo de Paz, apenas se ha podido intervenir en la reducción de la superficie cocalera o en la promoción de cultivos alternativos. Más allá de los intentos por mitigar el impacto de los cultivos ilícitos, ya sea de manera negociada o coactiva, las hectáreas cocaleras siguen ubicadas en el umbral de las 160.000 (UNODC, 2019). De hecho, no es casualidad que los departamentos con más densidad cocalera sean aquellos en donde en los últimos años tuvieron mayor presencia las FARC-EP (Ríos, 2016; Echandía y Cabrera, 2017; Salas et al., 2019) y en donde actualmente mayor presencia de otros grupos y violencia homicida se registran (Nussio, 2020).

Producto de lo anterior, podría afirmarse que el Acuerdo de Paz recogía al menos tres componentes que, de haberse implementado correctamente, hubiesen favorecido la transformación del marco de seguridad, una vez desmovilizadas las FARC-EP: i) la intervención en las condiciones estructurales que durante décadas soportaron la violencia de la guerrilla; ii) la reducción del principal estímulo para la violencia desplegada por el conflicto, tal y como es el narcotráfico; y, finalmente, iii) el protagonismo de la Policía Nacional y el Ejército en la función garante de una seguridad en tránsito, de un modelo de seguridad pública hacia otro distinto, de seguridad ciudadana.

En cualquier caso, situaciones parecidas a la experimentada en Colombia han tenido lugar en otros escenarios de superación de entornos de violencia guerrillera. El Salvador (Wielandt, 2005), Guatemala (Robinson, 2003) o Nicaragua (Rodgers, 2002), tras el fin de sus conflictos armados internos, experimentaron una proliferación de la violencia en las escalas urbanas. Allí se atomizaron y se diversificaron las amenazas, y tuvieron lugar diferentes procesos de privatización de la violencia similares al caso colombiano. Asimismo, en casi todos ellos, y en otros, como en Honduras, la opción final acabó siendo más sencilla: conferir a las Fuerzas Militares roles de seguridad, redundando así en una idea de seguridad sólida que resulta a todas luces insuficiente para resolver una problemática que es mucho más compleja (Castillo, 2018). Baste decir que un incremento de la militarización de la seguridad, hasta el momento, no se ha traducido en una reducción de la violencia homicida (UNODC, 2019a).

Tal vez, por lo anteriormente expuesto, Colombia, en el actual proceso de indefinición de seguridad, sigue amparándose en modelos del pasado. Un modelo que debe inscribirse en una realidad como la descrita, en donde herencias estructurales y delincuenciales irresolutas se entremezclan con nuevas circunstancias y posibilidades. Además, una relativa desideologización del conflicto armado interno confiere a estos grupos criminales un mayor margen de maniobra en su relación interesada. Expresado de otro modo, nuevas alianzas, mayores posibilidades de crimen organizado y una debilidad institucional, territorial y estructural que no ha sido satisfecha por el Acuerdo de Paz, demandan una respuesta de seguridad que no puede ser la misma que la desarrollada hasta el año 2016.

Incluso, las disidencias de las FARC-EP hoy ya no pueden seguir siendo concebidas como amenazas guerrilleras. Algunos reductos continuistas de esta guerrilla, que no se acogieron a la desmovilización, como el Frente 1 o el Frente 7, no pueden ser asimilados políticamente a una condición de guerrilla, como tampoco lo puede ser el remanente de disidencias que en los últimos años han proliferado en los escenarios cocaleros y fronterizos en donde se encontraban las FARC-EP -Nariño (Frente 29), Norte de Santander (Frente 33), Putumayo (Frentes 32, 48 y 64), o Cauca y Valle del Cauca (Frentes 6 y 8)-. Incluso, la disidencia de mayor carga simbólica, como ha sido la constituida por algunos de los comandantes más importantes de las otrora FARC-EP, como Iván Márquez, Jesús Santrich1, El Paisa o Romaña, no pueden ser concebidas como si de la guerrilla se tratara. Expresado de otro modo, la respuesta de seguridad del Estado ha de ser diferente a como fue bajo la vigencia de las FARC-EP.

CONCLUSIONES

Con las FARC-EP como guerrilla desmovilizada, diferentes amenazas a la seguridad se mantienen vigentes, mientras que otras se transforman y algunas se intensifican. Durante décadas, el conflicto armado concentró casi totalmente el umbral de seguridad del Estado en Colombia. Un umbral que exige en la actualidad la necesidad de una mejor adaptación a una fenomenología de la amenaza que, igualmente, ha de entenderse como un desafío para la comunidad académica.

Nuevas preguntas y concepciones han de ser correctamente visibilizadas, problematizadas y resueltas desde la acción política del Estado. ¿Quién es el enemigo?, ¿cuáles son su alcance y su significado?, ¿qué motivaciones están tras su acción delictiva?, ¿cómo integrar correctamente la dimensión estructural, territorial e institucional en el escenario actual de la violencia?

Deberá abonarse la relación seguridad/defensa y Policía Nacional/Ejército, en tanto que la seguridad debe desprenderse de la connotación nacional/pública e incorporar elementos más locales y próximos al ciudadano. La amenaza no es tanto al Estado-nación, ni a la soberanía territorial. La amenaza opera de manera difusa en el nivel individual/local y es ahí hacia donde se deben orientar los esfuerzos por readaptar la seguridad a una comprensión necesariamente multinivel.

La incertidumbre sobre el futuro inmediato, tras el fin del conflicto con las FARC-EP, deja una intrincada realidad en la que se superponen nuevos y viejos actores que demandan una nueva agenda pública y que cuestionan la eficacia del modelo tradicional, profundamente arraigado en Colombia. Es decir, mientras es posible observar acciones supuestamente guerrilleras del ELN, otros grupos como Los Pelusos o el Clan del Golfo han sido reclasificadas como grupos criminales, con la connotación jurídica y política que ello conlleva, posicionándolos fuera del marco político. Sin embargo, en todos los casos, pareciera que el modelo de seguridad sólido sigue siendo el marco referencial para la respuesta del Estado y esto se ha visto concretamente en el manejo que se ha dado a la situación de las manifestaciones sociales ocurridas en 2019 y 2021.

Mientras que las cifras oficiales muestran mejoras en muchos de los indicadores asociados a la violencia, otros parecen empeorar, lo que supone un reto en continua redefinición para el Estado. Esto, igualmente, obliga a repensar la manera en la que han de intervenir los operadores clásicos de seguridad.

En cualquier caso, la construcción de la noción de seguridad ha de entenderse de una forma distinta en su relación con la ciudadanía. Las clásicas percepciones vinculadas a la inseguridad resultaban directamente proporcionales a la capacidad operativa de una guerrilla que ya no existe. Sin embargo, lo viejo pareciera que no se ha terminado de ir y lo nuevo, igualmente, no ha acabado de llegar. Y en este punto intermedio es donde emergen, como señalaría Antonio Gramsci, los monstruos, pero también nuevas posibles líneas de investigación que arrojen luz a la comprensión de una relación entre seguridad y violencia que debe distar de un pasado inmediato, marcado por décadas de conflicto armado.


NOTA

1 Murió en Venezuela el 17 de mayo de 2021.


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