10.18601/16578651.n30.07

La violencia posacuerdo: un análisis comparado entre Colombia y El Salvador

POST-ACCORD VIOLENCE: A COMPARATIVE ANALYSIS BETWEEN EL SALVADOR AND COLOMBIA

Elisa Ferrari De la Roche*
Ángela María Prías Trujillo**

** Magíster en Gerencia para el Desarrollo. Consultora en programas de desarrollo y generación de ingresos ONU Mujeres (Colombia). [elisaferraridelaroche@gmail.com]; [https://orcid.org/0000-0001-7632-9038].

** Diplomado Internacional en Administración de Proyectos. Gerente Operativa del Programa de Fortalecimiento Institucional para las Víctimas de la Organización Internacional para las Migraciones OIM (Colombia). [angelapriastrujillo@hotmail.com]; [https://orcid.org/0000-0002-9635-3067].

Recibido: 3 de junio de 2021 / Modificado: 2 de julio de 2021 / Aceptado: 30 de julio de 2021

Para citar este artículo: Ferrari, E. y Prías Trujillo, A. M. (2022). La violencia posacuerdo: un análisis comparado entre Colombia y El Salvador. OPERA, 30, pp. 99-121. DOI: https://doi.org/10.18601/16578651.n30.07


Resumen

Mediante un análisis comparado de la violencia homicida en el periodo posacuerdo en Colombia y El Salvador, se busca argumentar si es razonable sostener la hipótesis de la "salvadorización" de Colombia tras la firma del Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las FARC-EP. El análisis cuestiona el discurso de la salvadorización sostenido por sectores políticos opositores al Acuerdo, planteando que, tanto la guerra como la paz en ambos países presentan diferencias sustanciales, por lo que no es posible hacer una analogía entre el comportamiento de la violencia posacuerdo salvadoreña y colombiana, lo que evidencia el carácter artificioso de dicho discurso. Asimismo, se analiza la transformación de la violencia en Colombia tras la firma del Acuerdo de Paz, caracterizada por el reacomodo de los grupos armados ilegales en los antiguos territorios de la guerrilla, hecho que refuerza las diferencias con el país centroamericano.

Palabras clave: condiciones de madurez del conflicto; violencia posacuerdo; salvadorización.


Abstract

Through a comparative analysis of violence in the post-accord period in Colombia and El Salvador, it is sought to argue whether it is reasonable to support the hypothesis of salvadorization of Colombia after signing the Peace Accord between the Government and the FARC-EP. The analysis questions the discourse of salvadorization, promoted by political sectors opposing the Agreement, stating that war and peace in both countries present significant differences, so it is not possible to make an analogy between the behavior of post-accord violence, evidencing the contrived nature of this discourse. In addition, the transformation of the violence in Colombia after signing the Peace Accord is analyzed, which is characterized by the geographical rearrangement of illegal armed groups in the former guerrilla territories.

Key words: conditions for conflict resolution; post accord violence; "salvadorization".


INTRODUCCIÓN

El Gobierno de Colombia, después de casi cinco décadas de guerra y varias negociaciones fallidas logró, en 2016, firmar el Acuerdo de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), lo que dio inicio a una coyuntura que genera tanto expectativas como tensiones políticas en la sociedad (Villalobos, 2016, p. 6).

Esta coyuntura, definida como posacuerdo (Rettberg y Guizado, 2002), hace referencia a la etapa que comienza con el cese de hostilidades a partir de un acuerdo de paz. Es un periodo que no se caracteriza por el cese total de los conflictos sociales y que suele tener factores recurrentes que hacen que persista la violencia, particularmente en la fase de estabilización (Collier et al, 2006, p. 140; Devia et al., 2014).

Durante este periodo de posacuerdo se evidencia que en Colombia existe un interés de ciertas facciones políticas por polarizar a la opinión pública a fin de afectar la unión ciudadana requerida para esta difícil coyuntura. Por ejemplo, las FARC y algunas facciones de izquierda han venido sustentando teorías conspirativas sobre el surgir de un nuevo proyecto paramilitar para explicar la violencia en las regiones y los asesinatos de líderes sociales, mientras que partidos como el Centro Democrático han venido promoviendo discursos como el de la "salvadorización" de Colombia para deslegitimar el proceso de paz y bloquear la implementación de lo pactado.

La salvadorización de Colombia atribuye una situación de riesgo a la seguridad del país como consecuencia de las reformas del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, haciendo una analogía con lo ocurrido en El Salvador luego de que el gobierno firmara la paz con el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en 1992, fecha a partir de la cual se dispararon las tasas de homicidio, especialmente en las ciudades, situándolo como uno de los países más violentos del mundo (Bello, 2009).

Dado este contexto, el artículo se centra en analizar el comportamiento de la violencia en el posacuerdo en Colombia y en El Salvador para argumentar si es razonable sostener que Colombia vivirá un incremento de la violencia en las ciudades y el resurgir de un proyecto paramilitar en las regiones, donde la perpetuación de la violencia derivada del proceso de paz con las FARC-EP sería un factor que afectaría el desarrollo del país.

Se plantea como hipótesis de investigación que, tanto la guerra como la paz en El Salvador y en Colombia fueron sustancial-mente diferentes, a fin de resaltar el propósito artificioso del discurso de la salvadorización. El artículo se divide en tres partes, un análisis comparativo entre la guerra y la paz en El Salvador y Colombia, y las tasas de homicidios en el posacuerdo, para luego abrir la discusión sobre una posible salvadorización de Colombia.

MARCO DE ANÁLISIS

El análisis se enmarca en los postulados de Collier etal. (2006) "Guerra civil y políticas de desarrollo. Cómo escapar de la trampa del conflicto", quienes evalúan las condiciones de perpetuación de la violencia en el posacuerdo de varios países, identificando factores de riesgo1 que llevarían a recaer en una "trampa del conflicto" o una condición de prolongación de la violencia.

Según Collier et al., cuando un país llega al final de una guerra, "está expuesto a cerca del 44 % de riesgo de regresar al conflicto en el término de cinco años" (2006, p. 73) por cuenta de la persistencia de los mismos factores que causaron la guerra inicial, lo que se convierte en un análisis importante para el futuro de Colombia. Asimismo, "algunos riesgos surgen de países vecinos en conflicto; de modo que, hasta cierto punto, la trampa del conflicto ejerce un efecto en el ámbito de un vecindario, no solamente de un solo país" (p. 97), como lo es para Colombia la situación que está viviendo Venezuela y la influencia que ejerce el miedo al populismo de izquierda en la opinión pública frente a la implementación de lo pactado con las FARC-EP.

El análisis se complementó con los trabajos de Barbara Walter (1997)2, Jesús Antonio Bejarano (1995), Elizabeth Wood (2002) y sus conceptos de condiciones de madurez de un conflicto, la correlación de fuerzas que favorecen la terminación de hostilidades y la negociación para llegar a un acuerdo de paz, así como el rol de las élites económicas y políticas en legitimar la estructura política e institucional establecida para la consolidación de la paz.

METODOLOGÍA

Para el análisis de la violencia en el posacuerdo se tomaron las tasas de homicidio a dos años de la firma del Acuerdo de Paz -en El Salvador entre 1993 y 1995 y en Colombia entre 2017 y 2018-. El indicador estadístico permitió realizar una descripción comparada y confiable, ya que ni tipifica el delito ni permite realizar juicios de valor3, resaltando de maneram objetiva el nivel generalizado de la violencia (UNODC, 2013; BID, 2015; Ley 599 de 2000; FIP, 2018a).

Para el caso de El Salvador se utilizaron también tasas de años más recientes (2000-2018), a fin de analizar la relación entre la desmovilización de exguerrilleros con la aparición de las maras, siendo este uno de los principales fundamentos de la salvadorización. También se tuvo en cuenta el subregistro de cifras de homicidios entre 1997 y 1998 debido a cambios en la metodología de reporte de la Fiscalía de la República y a la dificultad de acceso a datos oficiales de la Policía Nacional Civil, institución creada en este periodo (Cruz et al., 2000).

Para el caso colombiano, se consultó el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, la Policía Nacional y la Fiscalía General de la Nación.

El análisis se complementó con estudios institucionales y académicos, con entrevistas semiestructuradas a expertos en temas de seguridad, a funcionarios de la Defensoría del Pueblo, al embajador de El Salvador en Colombia, a representantes del Centro Democrático y la Unión Patriótica y a un excomandante de las FARC-EP, miembro de la Dirección Nacional del Partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), creado tras la firma del acuerdo.

DE LA GUERRA A LA PAZ EN EL SALVADOR Y COLOMBIA: CONDICIONES DE MADUREZ DEL CONFLICTO Y LA SOLUCIÓN NEGOCIADA

La guerra civil que vivió El Salvador en los años ochenta y el alzamiento armado de las guerrillas en Colombia son conflictos que tienen diferencias marcadas en la naturaleza y el objetivo de la lucha guerrillera, en los actores involucrados, en las condiciones de madurez que llevaron a la salida negociada y en los acuerdos firmados. En ambos países, el surgir de las guerrillas se vio influenciado por el escenario internacional de la Guerra Fría y la Revolución cubana, así como por factores políticos y socioeconómicos relacionados con la distribución de tierras, la pobreza rural y la desigualdad económica y social, en un contexto de élites latifundistas que defendían sus intereses usando la fuerza.

El Salvador vivió una guerra civil de 12 años (1980-1992), en donde el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) buscaba la derrota del gobierno militar dictatorial impuesto desde 1931, que era aliado de una élite a favor del capitalismo liberal, de la agroexportación y concentración de la tierra y de una regulación coercitiva de las relaciones laborales que generó la exclusión y el empobrecimiento del campesinado (Wood, 2002; Brett, 2004; Mason, 2014; Villalobos, 2016).

En Colombia, el conflicto se caracterizó por ser un alzamiento armado contra un Estado democrático que comenzó a principios de los sesenta como herencia de La Violencia (1930-1958)4, con el surgir de las Fuerzas Revolucionarias Armadas de Colombia (FARC), el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). El proyecto insurgente era en contra de un orden político establecido, llamado Frente Nacional (1958-1974)5, que cooptaba por medio de dos partidos el poder político, militar y económico, presentaba gobiernos represivos y excluyentes a las reformas sociales, y permitían que las élites regionales utilizaran la violencia para defender sus intereses y fortalecer su autonomía frente al poder central (Pizarro, 2015; Echandía, 2013; Pécaut, 2015; González, 2014).

Así, mientras que en El Salvador el conflicto tuvo como fin la democratización y la reducción de la injerencia de los militares en la vida civil, con un alto impacto humanitario dado el involucramiento de Estados Unidos y grupos paramilitares en el conflicto (Walter, 1997), en Colombia, la guerrilla encausó su accionar en contra de un sistema político democrático responsable de favorecer el despojo de tierras a favor de los grandes latifundios, de la desigualdad económica y de cooptar la participación política de la izquierda, con una violencia periférica que involucró el narcotráfico como elemento de financiación (Pizarro, 2015).

En cuanto a las condiciones de madurez que llevaron a la salida negociada, en El Salvador, en 1989, se da un empate militar en un contexto donde "el conflicto se encontraba encerrado en un escenario en el cual ninguna de las partes podría ganar la guerra mediante la escalada de violencia y ambas comienzan a evaluar los costos y la viabilidad de continuar el enfrentamiento" (Faroppa-Cabrera, 2015, p. 34).

Las élites y el contexto internacional jugaron también a favor de la negociación. (Ribera, 1994; Bejarano, 1995; Wood, 2002; Devia et al., 2014). Al tener el monopolio económico mediante prácticas represivas, las élites se vieron afectadas durante la guerra dado el descenso de la producción nacional y la agroexportación por cuenta del sabotaje de la guerrilla a los cultivos y al cobro de impuestos de guerra (Wood, 2002). Esto generó que viraran sus intereses hacia el sector comercial y de servicios, y favorecieran un régimen democrático "más aún frente a la posibilidad de más inversiones a través de la participación en tratados de libre comercio" (Wood, 2002, p. 9), por lo que desempeñaron un rol activo en la negociación y transición hacia la democracia.

Por su parte, la disolución de la Unión Soviética debilitó la legitimidad de la causa guerrillera y la elección de George H. W. Bush en 1989 como presidente de Estados Unidos, junto con la presión del electorado estadounidense pidiendo cuentas frente a la intervención militar en El Salvador y las violaciones de derechos humanos asociadas, generó un cambio en la política regional hacia la búsqueda de soluciones no militares (Bejarano, 1995).

En Colombia, la madurez del conflicto se dio con una correlación de fuerzas favorable al Estado y una derrota estratégica de la guerrilla durante los gobiernos de Pastrana (1998-2002) y Uribe (2002-2010), donde se modernizó la capacidad del Ejército y se hizo inviable el Plan Estratégico de las FARC-EP de expansión territorial, control de los centros urbanos y toma del poder político (Echandía y Cabrera, 2017, p. 154). Adicionalmente, desde los años noventa, grupos paramilitares, como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), intervinieron para confrontar a las FARC-EP con el objetivo de eliminar el proyecto insurgente y controlar territorios estratégicos para el narcotráfico, lo que debilitó aún más la guerrilla, que se vio replegada territorialmente en las fronteras, lo que minimizó su iniciativa militar.

Por otro lado, el Estado colombiano, si bien superaba militarmente a las FARC-EP, "subestimó la funcionalidad de las fronteras como espacio óptimo para las guerrillas a la hora de proteger su dispositivo armado […] [otorgando] valor estratégico [a] estos escenarios como espacios funcionales para evitar combates en su contra" (Echandía y Cabrera, 2017, p. 186). En este sentido, se volvió insostenible la confrontación con una guerrilla transfronteriza la cual podía, bajo estas condiciones, prolongar el conflicto.

En 2012, se instala la mesa de negociación en La Habana, Cuba, con la presencia de la verificación de un tercero neutral, para "cambiar el nivel de desconfianza dado el uso táctico y estratégico de las negociaciones pasadas" (Bejarano, 2017, p. 186), como elemento decisivo para garantizar la seguridad de las partes y alcanzar un acuerdo final (Walter, 1997; Bejarano, 2017).

Este proceso de negociación, a diferencia del salvadoreño, contó con un apoyo lánguido de las élites, quienes mostraron temer al acuerdo de paz, presintiendo "que este tipo de acuerdo dejará el campo libre a reivindicaciones sociales y políticas, que no habían podido expresarse hasta ahora" (Pécaut, 2015, p. 53). Asimismo, para algunas élites regionales -cuyo poder se basaba en alianzas con grupos armados- no era conveniente un acuerdo de paz, y para las élites urbanas -al no haber vivido directamente la confrontación- el conflicto no representaba una amenaza a sus intereses (González, 2014; Pizarro, 2015; Pécaut, 2015).

En concordancia con estas condiciones de madurez y correlación de fuerzas de las partes, los dos acuerdos fueron completamente diferentes. En El Salvador, la negociación inicia en 1990 para "terminar el conflicto armado por la vía política, al más corto plazo posible, impulsar la democratización del país, garantizar el irrestricto respeto a los derechos humanos y reunificar a la sociedad salvadoreña" (Bejarano, 1995), y en 1992 se firma el Acuerdo de Chapultepec que pone fin a la guerra civil estableciendo la democracia con el ingreso de la guerrilla a la vida política y el retiro progresivo de los militares (Córdova, 1994; Ribera, 1994). Como el gobierno y la guerrilla llegaron en una posición de empate (Ribera, 1994; Bejarano, 1995), se pudieron pactar reformas estructurales en temas de seguridad, justicia, sistema político y electoral con la mediación de la Misión de Observación de las Naciones Unidas en El Salvador (Onusal).

Las reformas al poder militar, policial y al régimen político fueron las más profundas. Se disolvieron tres cuerpos de seguridad, se definió que la Fuerza Armada defendería únicamente la soberanía y la integridad del territorio y se hizo un proceso de depuración de militares, en el que se redujo el 50 % de sus efectivos y se destituyeron oficiales involucrados en graves violaciones de los derechos humanos. Se creó la Policía Nacional Civil (PNC), acordando que en dos años asumiría la responsabilidad de la seguridad pública con un total de 5.700 efectivos al inicio y 10.000 en cinco años (Córdova, 1994; Ribera, 1994). Por su parte, el Gobierno logró que no se discutiera la política económica y el FMLN tuvo que aceptar el régimen de propiedad y el sistema de economía social del mercado (Córdova, 1994; Ribera, 1994).

En Colombia, la negociación permitió la firma del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, y una agenda establecida en el marco de un realismo político, donde las FARC-EP llegaron a la mesa en una posición de asimetría frente al Gobierno, lo que les impidió exigir reformas de gran alcance, acotando la negociación a temas puntuales, sin abordar reformas estructurales y aceptar el fortalecimiento de las actuales instituciones para dar solución a las diversas problemáticas del país (González, 2014). El acuerdo presenta una reforma rural integral; garantías para la participación política; reivindicaciones por la verdad, reconocimiento y reparación a las víctimas; solución al flagelo las drogas ilícitas, y establecimiento de mecanismos para la desmovilización, reincorporación, implementación y verificación de lo acordado.

DINÁMICAS DE LA VIOLENCIA EN EL POSACUERDO SALVADOREÑO Y COLOMBIANO

En El Salvador, la violencia homicida del posacuerdo llegó a ser peor que durante la guerra civil (Prado, 2018). En los once años subsiguientes a la firma del acuerdo de paz se cometieron más homicidios que en los doce años de conflicto, registrando 80.843 muertes violentas entre 1992 y 2003 respecto a las 75.000 entre 1980-1992.

Desde los primeros años de la guerra civil se registró un aumento de homicidios (figura 1), pasando de 55,3 homicidios por 100.000 habitante en 1982 a 69,8 en 1990, año en que se da inicio al proceso de negociación. Asimismo, dos años después de la firma del acuerdo de paz se evidenció un incremento exponencial, que llegó a 138 homicidios cada 100.000 habitantes en 1994, cifra que se mantuvo por encima de 100 hasta 1997 (Cruz et al, 1998; Cruz et al, 2000) (figura 2). Entre 1993 y 1998 murieron en promedio 8.000 personas por año, comparado con las 6.330 muertes promedio entre 1980 y 1992 (Devia et al, 2014).

En los años más recientes, la tasa de homicidios en El Salvador ha sido variable (figura 3). Entre 1997 y 2002 disminuyó llegando a 47,7/100.000 habitantes, en 2003 y en 2011 aumenta (70,5) y decrece entre 2012 y 2013, para volver a subir entre 2014 y 2015 alcanzando un valor de 105,4/100.000 habitantes.

Este comportamiento se asocia al accionar de las "maras", grupos delincuenciales que desde el año 2000 se fortalecieron en El Salvador. Desde entonces, las maras ejercen control territorial en muchas de las principales ciudades del país6, con valores por encima del promedio nacional, donde los picos de homicidios se asocian a la violencia ejercida por estos grupos. Respecto a muertes violentas por cada 100.000 habitantes, en 2011, ciudades como Sonsonate registraron una tasa de 169,1, respecto al promedio nacional de 70,5; La libertad de 136,5 y San Salvador de 92. En 2015, San Salvador reportó 198,6 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, Zacatecoluca 145,5 y Usultán 149,2 frente a un promedio nacional de 105,2 (figura 4).

Para el caso colombiano, entre 1995 y 2018 la tendencia de los homicidios ha sido decreciente, salvo el periodo comprendido entre 1999 y 2002, en donde la tasa aumentó de 60 a 68,2 homicidios cada 100.000 habitantes. Estos años corresponden a la confrontación entre las Fuerzas Armadas, las guerrillas y el accionar paramilitar.

Se trata de un caso opuesto al de El Salvador. Específicamente, desde 2003 se registra un decrecimiento importante de los homicidios, año de la puesta en marcha de la política de seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe Vélez, en donde se fortalece a nivel militar la lucha contra los grupos armados y se inicia un proceso de negociación con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). La tendencia continúa en ambos gobiernos de Uribe (2002-2010) y los gobiernos de Juan Manual Santos (2011-2017).

En 2016, la tasa llega a 23,65 homicidios por cada 100.000 habitantes, y en 2017, primer año de implementación del Acuerdo de Paz, pasa a 22,05, que es "la tasa más baja en las últimas tres décadas", de acuerdo con el ministro de Defensa de la época, Luis Carlos Villegas (El Colombiano, 2017) (figura 5). Por otro lado, en 2018 se evidencia un aumento leve7 de las tasas de homicidio, de 22,05 a 22,67 por cada 100.000 habitantes, manteniéndose de todas maneras por debajo del nivel histórico del país.

La tasa de 2017 evidencia que, en Colombia, tanto la negociación como la firma del Acuerdo de Paz tuvieron efecto positivo en la seguridad, en contraste con El Salvador, donde el posacuerdo ha sido más violento que el periodo de guerra.

En cuanto al comportamiento de los homicidios en las ciudades principales colombianas, en la figura 6 se observa que estos disminuyen entre 2010 y 2016 (FIP, 2017), a excepción de Medellín y Bucaramanga.

En las figuras 7 y 8, los datos del Instituto de Medicina Legal muestran que entre 2010 y 2018, tanto en ciudades de categoría especial8 y categoría 19, la violencia disminuye, con excepción de Medellín, Montería, Villavicencio, Manizales, Santa Marta y Valledupar.

Por otro lado, se observa una distribución geográfica de la violencia posacuerdo en regiones periféricas como el bajo Cauca antioqueño, el sur del departamento de Córdoba, Norte de Santander, el sur de la costa nariñense, la zona suroriental del departamento de Arauca y la zona fronteriza con Panamá, donde las tasas de homicidios están por encima de los 100 por 100.000 habitantes (figura 9).

En concordancia con lo anterior, la FIP reportó que los municipios rurales como Tumaco (Nariño), Caucasia, Ituango, Cáceres, Turbo, Tarazá, Yarumal (Antioquia), "son espacios donde se desarrolla gran parte de las dinámicas de las economías ilegales y ocurren disputas entre estructuras criminales por el control territorial y comercial asociados a estas actividades" (2018a, p. 5). Asimismo, destaca que el 21 % de los casos donde se incrementa de la tasa de homicidios se concentra en el 57 % (96 de 168) de los municipios del Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial - PDET del acuerdo de paz (FIP, 2018a).

Este análisis es coherente con el reporte de la Fiscalía General de la Nación de 2019 en el cual, en los 161 municipios donde tenían presencia las FARC-EP se reporta un aumento del 30 % de la violencia durante el posacuerdo, pasando de 2.271 homicidios por 100.000 habitantes en 2016 a 2.957 en 2018. De la misma manera, en 52 municipios en donde se desarrollan actividades de sustitución de cultivos de uso ilícito se incrementa la tasa de homicidios de 914 muertes violentas en 2017 a 1.192 en 2018; llama la atención el incremento del 147 % de la tasa entre 2017 y 2018 en el sur de Córdoba y en la región del bajo Cauca antioqueño.

¿SALVADORIZACIÓN DE COLOMBIA?

Dadas las diferencias en los antecedentes de los conflictos, las reformas de los acuerdos y el comportamiento de la violencia en el posacuerdo, se argumenta que el discurso de la salvadorización se encuentra lejos de la realidad y es el resultado de la polarización política generada por sectores opositores al proceso de paz, los cuales influencian la opinión pública apelando a los temores sobre las consecuencias que traería consigo el Acuerdo de La Habana.

El primer temor al cual apela la salvadorización es el supuesto aumento de la violencia en las ciudades, a causa de la reincidencia de los excombatientes de las FARC-EP en actos delictivos, en una analogía con las maras. Por otro lado, se argumenta que el acuerdo fortalece políticamente a la izquierda otorgándole una alta posibilidad de llegar al poder, lo cual desestabilizaría la democracia como ocurrió en Venezuela (Villalobos, 2017).

Ahora bien, ¿por qué El Salvador no es un comparativo válido para Colombia? En primer lugar, en El Salvador las reformas del acuerdo conllevaron cambios institucionales profundos en un contexto de continuo incremento de la violencia e inestabilidad económica (Cruz et al., 2000; Moreno, 2017; Navidad et al, 2017) en donde el Estado tuvo que enfrentar retos de seguridad bajo un nuevo sistema político democrático y sin tener la capacidad institucional, financiera, militar y administrativa para asumirlos (E. Bechara, comunicación personal, 5 de mayo de 2018).

No menos relevante fue la falta de democratización económica como factor perpetuador de la violencia. Como señala el embajador de El Salvador en Colombia, Francisco Galindo, la continuidad de la violencia se debe precisamente a la falta de reformas económicas en el acuerdo final (F. Galindo, comunicación personal, 21 de mayo de 2018), en un contexto donde la

… economía había descendido, los niveles de pobreza cada vez eran más altos dado que el 20 % de la población vivía en extrema pobreza (con ingresos menores a un dólar diario), y las desigualdades sociales aumentaban, registrándose en 1992 que el 20 % de los hogares más ricos percibieron el 54,5 % del ingreso nacional y el 20 % más pobre apenas el 3,2 %. (Guarnizo, 2009, p. 11)

Este análisis ha sido también respaldado por Collier et al. (2006), Bonilla (2012) y Restrepo (2015), en la medida en que el fin de la violencia política no se tradujo en posibilidades reales de convivencia pacífica por la falta de una distribución más equitativa de la riqueza, pues "la recuperación económica reduce el riesgo de recaída en conflicto, y la reducción de recaída en conflicto acelera la recuperación económica" (Collier et al., 2006).

Así mismo, si bien se logró implementar de manera exitosa el 80 % de las reformas políticas, como la desmilitarización del Estado, las instituciones perpetuaron la impunidad y mantuvieron el esquema de poder elitista dando continuidad a las estructuras que habían propiciado el conflicto (Moreno, 2017; Restrepo, 2015; Bonilla, 2012; Guarnizo, 2009).

En efecto, Roque (2017) y Marín (2015) destacan que las políticas de seguridad siguieron militarizando las ciudades, sin promover la pacificación del país y generando una profunda desconfianza en la sociedad hacia los cuerpos de policía. Por otro lado, los órganos de justicia se estructuraron sobre la idea del Estado mínimo, por lo cual vieron reducidas sus capacidades de prevención social y coerción, lo que llevó a ser inoperantes por la reducción sustancial de efectivos de la fuerza pública (Villalobos, 2016, p. 4).

En El Salvador no se priorizaron políticas de desarrollo ni de reparación para las víctimas de hechos que "habían generado una profunda conmoción en el tejido social" (Moreno, 2017) y "no se inició ninguna investigación judicial, ni se dio a conocer ninguna indagación por parte del gobierno sobre el accionar de las Fuerzas Armadas" (Bello, 2012, p. 226). Este factor incrementó la desconfianza de la ciudadanía en las instituciones, exacerbada en 1993 cuando se proclamó, con el apoyo de la élite y del partido ARENA, una ley de Amnistía General, que declaró a El Salvador en paz y reconciliación, y bloqueó así todo proceso de justicia transicional (Moreno, 2017; Restrepo, 2015; Roque, 2017).

La misma Comisión de la Verdad contó con apenas seis meses para indagar sobre las magnitudes de las violaciones de los derechos humanos, a pesar de tener evidencia de que el Estado, de forma directa o indirecta, era responsable de la muerte de 64 mil personas, correspondiente al 91 % de las víctimas del conflicto (Moreno, 2017; Roque, 2017; Unesco, s. f.).

Adicional a este contexto, el proceso de desmovilización y reinserción de excombatientes y Fuerzas Armadas se realizó de manera descoordinada, sin planeación y sin controles estrictos para asegurar la entrega total de las armas, lo que llevó a un reciclaje de las mismas por parte de la criminalidad10 (FIP, 2017; Marín, 2015; Insight Crime, 2018). En 1995, del ministro de Defensa denunciaba la falta de entrega de aproximadamente 300.000 armas por parte del FMLN, declarándolo como "un factor de relevancia en la generación de la espiral de la violencia, criminalidad e inseguridad que vivió el país en la etapa del posconflicto" (Navidad et al., 2017, p. 59).

Por último, el fenómeno de las maras, si bien no surgió a raíz de la desmovilización del FMLN y no tuvo "relación directa con el acuerdo de paz ni con exmilitares o exguerrilleros desmovilizados, ya que se trata incluso de otra generación" (Villalobos, 2016, p. 2)11, aprovechó este débil contexto institucional para consolidarse como una doble institucionalidad desbordando ulteriormente la capacidad de las autoridades para contener los hechos delictivos (Manrique, 2013; Villalobos, 2016). Actualmente, son responsables del 30 % de los homicidios de Centroamérica, manejan las principales economías ilícitas y presionan el Estado para garantizar su dominio territorial incrementando los homicidios (Navidad et al., 2017; E. Bechara, comunicación personal, 5 de mayo de 2018; Prado, 2018) como se ha evidenciado cuando algunos gobiernos han optado por aceptar "treguas"12 para parar las muertes violentas, tal como ocurrió en 2012 y 201613 (Vesga, 2002; Manrique, 2013; Sampó y Bartolomé, 2013; Villalobos, 2016; Arias, 2017; Lemus, 2017; Navidad et al., 2017; Prado, 2018).

Así, El Salvador presenta las condiciones de Collier et al. (2006) de perpetuación de la violencia, puesto que la falta de promoción de las reformas socioeconómicas para asumir los retos del posacuerdo sembró las condiciones para que hoy en día la Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18 (MS-18) compartieran el poder territorial, político y económico con el Estado. Bien diferente, mas no menos preocupante, es la situación del posacuerdo colombiano.

En Colombia, el Acuerdo de Paz no incluyó reformas estructurales al sistema político y de seguridad, lo que deja sin piso discursos como el del coronel Luis Alberto Villamarín Pulidos14, de que "las FARC impusieron en la agenda minimizar la capacidad militar del Estado, cambiar la doctrina de la seguridad nacional y vincular a terroristas desmovilizados en las nuevas fuerzas bolivarianas" (Villamarín, 2015).

De hecho, la salida negociada del conflicto se dio gracias al fortalecimiento del Estado colombiano y de la Fuerza Pública, lo que logró debilitar a la guerrilla, razón por la cual "nadie está proponiendo ni reducción de fuerzas, ni abandono de presencia del Estado en el territorio, al contrario, se reconoce el peligro que representa el vacío de autoridad en el posconflicto [sic] […] y el riesgo del aumento de la violencia criminal" (Villalobos, 2016, p. 6).

Las tasas de homicidio muestran que a dos años de la firma del Acuerdo de Paz se registró la disminución más relevante de las últimas cuatro décadas en donde, entre 2017 y 2018 la violencia disminuyó en un 5,89 % en las ciudades principales, con excepción de Medellín. Fruto de la desmovilización y el desarme de 7.000 guerrilleros y 4.000 milicianos, los cuales se concentraron en 26 zonas, entregaron 8.994 armas y 1.101 caletas y destruyeron 22 mil toneladas de explosivos (OIAP, 2018).

Los datos desmentirían a la vez declaraciones de integrantes del partido Centro Democrático, como la senadora Paloma Valencia, acerca de una alerta inminente de empeoramiento de las condiciones de seguridad en las ciudades como consecuencia de la desmovilización, de la impunidad que dejaría lo pactado en el acuerdo y de la representación política de los "violentos" [sic], lo que incentivaría a otros grupos delincuenciales a aspirar a los mismos beneficios causando un supuesto incremento de la criminalidad y los homicidios (P. Valencia, comunicación personal, 4 de junio de 2018).

Asimismo, el exintegrante de las FARC-EP, José Lisandro Liscarro, alias Pastor Alape (José Lisandro Liscarro, comunicación personal; 4 de junio de 2018), identifica como lejana la realidad de que los excombatientes lleguen a las ciudades e incrementen la inseguridad, ya que existen estructuras urbanas criminales que controlan las economías ilícitas frente a las cuales tienen temor de ser afectados.

Aunado a lo anterior, ¿cuál sería más bien la verdadera tendencia de la violencia en el posconflicto colombiano y su gran reto para evitar recaer en una trampa del conflicto? Si bien se ha argumentado acerca de los logros de país en la reducción de los homicidios, esto no significa que la violencia haya cesado por completo, como se evidencia en el aumento de la tasa de homicidios en 2018.

Se trata de una violencia que responde a dinámicas ajenas a la desmovilización y reincorporación de exguerrilleros, y cuya presencia territorial sigue la lógica específica del narcotráfico y del vacío de poder dejado en los territorios de antiguo dominio de las FARC-EP. Este fenómeno ha sido reportado por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos como la entrada de "otros grupos ilegales [que explican] el incremento de la violencia" (La información, 2016) y donde "la intervención de la Fuerza Pública ha generado un cambio constante en el funcionamiento de estos grupos y sus relaciones con las comunidades" (FIP, 2019). Este aumento de la violencia es, a la vez, atribuible a la incapacidad del Estado de copar dichos territorios (S. Morello, comunicación personal, 6 de junio de 2018), lo que ha dejado a las comunidades locales en una situación de alta vulnerabilidad y a "merced del siguiente grupo criminal" (FIP, 2017).

El anterior análisis explica en gran medida el aumento de las muertes violentas en 2018, por el incremento de los homicidios en la ciudad de Medellín, en el sur de Córdoba, en el bajo Cauca antioqueño, en el Catatumbo, en Arauca y en la costa pacífica nariñense (figura 10). Estos hechos se atribuyen principalmente al accionar de grupos delictivos organizados (GDO), al ELN y a disidencias de las FARC-EP, quienes están compitiendo por territorios y rutas del narcotráfico, que el Ministerio de Defensa reconoció como "una expresión más local del crimen organizado" (Álvarez, 2017; Insight Crime, 2017; FIP, 2018, 2019; Méndez, 2019a).

Por su parte, actores como el ELN, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o Clan del Golfo, las disidencias de las FARC y el EPL han intensificado sus acciones bélicas entre ellos y contra la Fuerza Pública como estrategia de expansión territorial en las zonas de frontera en Nariño, Norte de Santander y Putumayo, territorios de antiguo dominio de las FARC-EP (figura 11). En estos territorios se concentra precisamente el 63,8 % de los cultivos ilícitos del país15, siendo regiones codiciadas desde la época del conflicto (1998-2006) por paramilitares y FARC para garantizar su fuente de financiación (Echandía y Cabrera, 2017; FIP, 2017; Méndez, 2019b).

En este sentido, el reto de la inseguridad del posacuerdo en Colombia se concentra en las regiones históricamente afectadas por la violencia y que hoy son objeto de disputa para el control de economías criminales, las cuales se encuentran ubicadas en la periferia del país y no en los centros urbanos. Son zonas que han determinado históricamente la lógica de la territorialidad armada, las economías y los poderes políticos locales por medio de alianzas con élites regionales que han permitido la acumulación de recursos sin precedentes y una autonomía frente al poder central (Pizarro, 2015; Echandía y Cabrera, 2017).

Estas son precisamente las regiones que merecen ser objeto de atención pública y de toda la intervención institucional necesaria puesto que esta violencia homicida provocada por el narcotráfico ha causado la victimización de líderes sociales y defensores de derechos humanos (A. Macías, comunicación personal, 2 de junio de 2018). Este punto de análisis es importante, por lo que, como lo indica la Defensoría del Pueblo (2018), no existe un único patrón de hechos victimizantes hacia los líderes sociales.

De esta manera, hipótesis como la reaparición de un proyecto de violencia selectiva paramilitar, como "mayor amenaza para la paz en Colombia, la sociedad y la democracia" (El Espectador, 2017; A. Avella, comunicación personal, 6 de junio de 2018), son poco probables y distantes de los fenómenos regionales (Defensoría del Pueblo, 2017, 2018; FIP, 2018b; Verdad Abierta, 2018), por lo que se hace un llamado para "no confundir la violencia residual que ha dejado la desmovilización del paramilitarismo en las bacrim, con la idea de que el paramilitarismo ha renacido y se prepara para ser el instrumento que repita lo que ocurrió con la Unión Patriótica" (Villalobos, 2016, p. 9).

No obstante, este análisis no desmiente el incremento en la victimización de líderes sociales, cuyos asesinatos pasaron de 126 en 2017 a 172 en 2018, hechos que se concentraron precisamente en el Cauca, Antioquia, Norte de Santander, Valle del Cauca, Caquetá, Putumayo, Meta, Nariño, Arauca y Córdoba (Defensoría del Pueblo, 2018). De hecho, los asesinatos responden a una forma de intimidar a quienes ejercen actividades políticas en sus comunidades, interrumpiendo los procesos sociales como estrategia de control territorial (Centro Nacional de Memoria Histórica, ,2016, citado por Ball et al., 2018).

En relación con el efecto que tendría la participación política de las FARC en la seguridad del país, el discurso de la salvadorización toma como ejemplo la experiencia salvadoreña y la consecución electoral del FMLN en las primeras elecciones de 1994 de 15 alcaldías y 21 escaños en la Asamblea Legislativa, consolidándose como segunda fuerza política para luego obtener en 2009 la Presidencia de la República.

En el caso colombiano, los resultados de las elecciones para el Congreso de la República 2018-2022 mostraron que el partido político FARC alcanzó apenas el 0,34 % del total de votos para Senado y el 0,22 % para Cámara de Representantes (Portafolio, 2019). Resultados que demuestran la impopularidad de los líderes de las FARC y un rechazo de parte de la sociedad, lo que se traduce en una baja probabilidad de conformarse como una de las principales fuerzas políticas del país. A diferencia de lo ocurrido en El Salvador, en donde el FMLN era una "coalición insurgente más plural y políticamente más legítima y representativa que las FARC" (Villalobos, 2016, p. 7).

En este sentido, la desmovilización de las FARC-EP no representa un riesgo para la seguridad nacional, más bien, como se sostuvo anteriormente, las autoridades y la fuerza pública deben concentrar sus esfuerzos en hacer presencia en los territorios abandonados por la antigua guerrilla. No se trata únicamente de garantizar una presencia militar y policial para desarticular los grupos criminales, sino de establecer a la vez la infraestructura social y los servicios básicos necesarios para generar, por primera vez, oportunidades reales de desarrollo.

CONCLUSIONES

La tesis de la salvadorización de Colombia evidencia la intención política de desinformar a la opinión pública partiendo de visiones que carecen de fundamentos serios, puesto que tanto el origen de ambos conflictos como los procesos de negociación y los acuerdos firmados presentan características muy diferentes, por lo que no es razonable afirmar que las consecuencias de la implementación de lo acorado serán las mismas en los dos países, y mucho menos lo es sostener la tesis de que la situación de inseguridad salvadoreña es una consecuencia de la salida negociada de la guerra, mostrándola como una posibilidad real para Colombia.

La evidencia muestra que las altas tasas de homicidios de El Salvador se relacionan con problemas estructurales irresueltos y con un nivel de polarización política que provocó una ingobernabilidad permanente (Villalobos, 2017). En contraste, en Colombia el Acuerdo de Paz no generó el debilitamiento del Estado y de las Fuerzas Armadas, donde las tasas de homicidios responden a dinámicas estructurales diferentes, pues la violencia continúa dada la confrontación con la guerrilla del ELN, las disidencias de las FARC-EP y con organizaciones criminales y de narcotráfico que se disputan zonas estratégicas para cultivo, rutas y corredores de comercialización de la coca en regiones como el bajo Cauca antioqueño, sur de Córdoba, Catatumbo, Nariño y Cauca.

Se evidencia también que discursos como el resurgimiento del paramilitarismo en contra del proceso de paz no tienen evidencia y buscan polarizar la opinión pública. Esto teniendo en cuenta que los asesinatos de líderes sociales, en su mayoría, son el resultado del accionar de grupos delincuenciales organizados que se disputan los antiguos territorios de las FARC-EP, y no de un proyecto paramilitar que involucra a agentes del Estado, como ocurrió en décadas pasadas con los integrantes de la Unión Patriótica.

Finalmente, lo que sí es posible retomar para Colombia del caso salvadoreño es la crisis de ingobernabilidad que vivió como consecuencia de la polarización política, donde, por la falta de visión de Estado de los partidos políticos, no se llegó a consensos frente a las problemáticas del país ni a encadenar positivamente las políticas públicas ante los retos que supone la construcción de paz (Villalobos, 2017). Al respecto, en Colombia urgen reformas socioeconómicas en las zonas históricamente afectadas por la violencia, a fin de lograr un crecimiento económico que mitigue los factores que generarían inestabilidad e inseguridad (Pizarro, 2018). Lo anterior es fundamental para no recaer en la trampa del conflicto.


NOTAS

1 Para determinar la probabilidad de los países de recaer en la trampa del conflicto los autores emplean una regresión de riesgo. Esto depende del contexto sociopolítico de cada país y está relacionado con bajos niveles de desarrollo e ingreso per cápita, instituciones políticas e inversión en políticas públicas inestables, economías dependientes de productos primarios, la existencia de condiciones que permiten la viabilidad militar de los grupos insurgentes, como la geografía, la presencia de recursos naturales y economías criminales.
2 Walter (1997), mediante un análisis comparativo de guerras civiles entre 1940 y 1990, planteó cinco hipótesis para identificar variables que condicionaban el éxito de una negociación y la implementación del acuerdo final. Concluyó que la variable más contundente para garantizar la implementación del acuerdo de paz es la "garantía de seguridad de las partes".
3 Definición del homicidio tomada del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Colombia (INMLCF) y la Fundación Ideas para la Paz (2018a).
4 Periodo que hace referencia a las masacres entre liberales y conservadores entre 1930 y 1958.
5 Frente Nacional, pacto político (1958-1974) establecido entre los partidos Liberal y Conservador para gobernar alternadamente.
6 Las ciudades principales con mayor concentración demográfica y económica son: San Salvador, Santa Ana, San Miguel, La Libertad, La Unión, Acajulta, Usultán, Sonsonate, Zacatecoluca y San Vicente.
7 Según las cifras de la Policía Nacional, en 2018 se reportaron 12.575 muertes violentas respecto a 12.077 en 2017, y según la Fiscalía General de la Nación, 12.458 en 2018 respecto a las 12.066 en 2017.
8 Ciudades categoría especial son aquellas con población superior o igual a 500.001 habitantes y cuyos ingresos corrientes de libre destinación anuales superen 400.000 salarios mínimos legales mensuales (Ley 617/2000, Resolución 556/2018 de la Contaduría General de la Nación).
9 Ciudades categoría uno son aquellas con población entre 100.001 y 500.000 habitantes y cuyos ingresos corrientes de libre destinación anuales sean superiores a 100.000 y hasta de 400.000 salarios mínimos legales mensuales (Ley 617 /2000, Resolución 556/2018 de la Contaduría General de la Nación).
10 El FMLN no entregó la totalidad de las armas, guardando parte de su arsenal, a fin de eventualmente presionar el gobierno para cumplir con lo acordado (Navidad et al., 2017).
11 El aumento de las maras se asocia con la deportación masiva de pandilleros salvadoreños desde Estados Unidos en 2000.
12 Existen tres gobiernos acusados de corrupción por negociar con las maras: el de Francisco Flores (1999-2004), Tony Saca (2004-2009) del partido ARENA y el de Mauricio Funes (2009-2014), primer presidente del FMLN. Existen evidencias que involucran, tanto al partido ARENA como al FMLN de negociar el apoyo de las maras en las elecciones de 2014.
13 La violencia homicida provocada por las maras llegó a ser tan elevada, que en 2012 y 2016, la Policía Nacional Civil reportó tasas municipales superiores a 1.000 homicidios por 100.000 habitantes. En 2015, la tasa nacional de homicidios llegó a 102.50, con municipios como San Dionisio con 481 homicidios por 100.000 habitantes (http://www.repo.funde.org/cgi/stats/report/)
14 Invitado por el Grupo de Estudios Sociopolíticos de Antioquia, el pasado 2 de junio de 2015, el coronel Luis Alberto Villamarín Pulido dictó en Medellín una conferencia magistral acerca de las semejanzas y diferencias de los procesos de paz en El Salvador con el Frente Farabundo Martí (FMLN) y en Colombia con las FARC, y las consecuencias del surgimiento de los grupos criminales autodenominados las maras.
15 Se trata de departamentos que cuentan con las condiciones para siembra, infraestructura para la transformación y rutas de comercialización de la coca, que las FARC-EP, replegadas durante los últimos años del conflicto, usaron para financiarse.


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