DOI: http://dx.doi.org/10.18601/01233734.n26.01
Editorial
Carlos Alberto Restrepo Rivillas
Director de Investigaciones
La teoría económica y la evidencia empírica han mostrado que existe una asociación entre tres variables fundamentales: educación, productividad e ingreso per cápita. En la medida en que los países elevan los niveles de educación de su población, los trabajadores mejoran su capacidad de incorporar conocimiento en los procesos productivos. Esto, a su vez, contribuye a que se eleve la producción por unidad de factor. El uso intensivo de conocimiento en los procesos productivos demanda mano de obra cada vez más calificada que recibe, por su contribución, un ingreso cada vez mayor.
Cabe preguntarnos si estamos trabajando en Colombia para consolidar sectores económicos que hagan un mayor uso de conocimiento en sus actividades, lo cual implica saber hasta qué punto la educación es una realidad para la mayoría de la población.
El más reciente informe de competitividad para Colombia, elaborado por el Consejo Privado de Competitividad (CPC) muestra que aún resta mucho por lograr en este frente en nuestro país. Los niveles en los que se analiza esta variable son: preescolar (prejardín, jardín y transición); básica (primaria y secundaria hasta grado noveno); media (grados décimo y once); y superior (técnica/tecnológica, pregrado universitario).
Según estimaciones del CPC, de cada cien niños entre 3 y 5 años, aproximadamente 40 están matriculados en preescolar. Esto se explica, en parte, por los niveles de pobreza del país. Según cifras del sistema de información del Departamento Nacional de Planeación, hay cerca de 1,5 millones de niños y niñas en condiciones de pobreza y vulnerabilidad, y 2 millones en este rango de edad no han podido, ni siguiera, acceder a los programas de atención a la primera infancia. ¿Cómo podrá nuestro país romper la tendencia del subdesarrollo y la baja competitividad si, desde los primeros años, a los habitantes se les niega la posibilidad de desarrollar su creatividad?
Si bien la cobertura en primaria es del 83% y en secundaria del 72%, en la educación media apenas llega al 40%. Es decir que más de la mitad de los jóvenes entre 16 y 17 años se quedan por fuera del sistema educativo. La tarea está quedando a medias porque hemos mejorado la escolaridad en los niveles inferiores y esperamos bajar la tasa de analfabetismo (cifra que está cerca al 5,7% y que el gobierno espera reducir a 3,2%), pero no hemos logrado que los jóvenes terminen el bachillerato. En esas condiciones, nuestra mano de obra seguirá siendo catalogada como no calificada y sus posibilidades de acceder a mejores puestos de trabajo y a mejores ingresos serán muy limitadas.
La educación para el trabajo es un elemento fundamental en el desarrollo productivo de los países. En Colombia, la cobertura en el nivel técnico y tecnológico es aún muy baja. De cada cien jóvenes entre 17 y 21 años, apenas el 10% entra al SENA y 8% a otras instituciones. Las empresas requieren de personal calificado para desarrollar actividades en las cuales se ejecutan labores concretas. En muchas ocasiones, el grado de especialización que alcanzan los trabajadores en estas labores es tal, que pueden acceder a ingresos relativamente altos, e incluso superiores a los de un trabajador con pregrado. Sin embargo, por razones culturales y sociales, los jóvenes aún no valoran este nivel de formación como una opción en su desarrollo personal. Se piensa que solo es bueno ingresar a la universidad tradicional. Esto es un error, ya que el aparato productivo demanda este tipo de trabajadores y la universidad tradicional no vería afectadas sus matrículas por el hecho de que los jóvenes ingresen a la educación técnica o tecnológica. Por el contrario, en la medida en que los jóvenes se formen, van a ver la importancia de seguir preparándose en niveles cada vez más avanzados.
Según cifras del CPC, de cada cien jóvenes entre 17 y 21 años, el 30% está matriculado en pregrado. Así, la cobertura total en educación superior está alrededor del 48%, con lo cual más de la mitad de los jóvenes en este rango de edad se quedan por fuera del sistema sin poder acceder a formación técnica, tecnológica ni profesional. Es decir, serán estructuralmente desempleados, con bajos ingresos y muy probablemente reproducirán ciclos de pobreza y marginación en las futuras generaciones. Estas cifras no son nada alentadoras si se tiene en cuenta que el otro gran reto para la competitividad del país es la generación de investigación y desarrollo, que se traduzca en mejoras de productividad y en innovación de los diferentes sectores de la economía nacional. Sin formación de pregrado, es difícil pensar que haya una proporción de la población que pueda desarrollar investigación y continuar avanzando hacia los siguientes niveles de maestría y doctorado. No se trata de que todos sean profesionales o doctores, pero sí que alcancemos, como país, niveles mínimos para generar verdaderos cambios estructurales en la competitividad de las empresas. En la región, países como Argentina, Chile y Uruguay tienen tasas de cobertura de educación superior que están por encima del setenta por ciento. En Colombia se estima que hay 180 investigadores por cada millón de habitantes, mientras que Brasil tiene cuatro veces más y Chile, siete veces más.
Alcanzar mayor prosperidad, basada en ingresos altos y calidad de vida, seguirá siendo una meta muy lejana mientras no aceleremos los cambios institucionales necesarios para lograr que la cobertura y calidad de la educación mejoren sustancialmente. Se trata, no solo de elevar el monto de presupuesto asignado a este sector, sino también de diseñar esquemas colaborativos interinstitucionales, en los cuales el Estado, los colegios, las instituciones de educación superior, las universidades y las empresas puedan interactuar de manera innovadora para llegar con educación a grupos poblacionales cada vez mayores, con programas que sean pertinentes a su contexto regional y local, y en condiciones de calidad óptimas.