* DOI: http://dx.doi.org/10.18601/01233734.n29.01

Editorial

El gran desafío de la generación de empleo en la actualidad tiene que ver, en buena parte, con la capacidad de las empresas de sostenerse y crecer en un mercado cada vez más competitivo, y en el cual la fuerte rivalidad procede, tanto de empresas ubicadas a nivel nacional, como de otras provenientes del exterior.

A su vez, la capacidad para mantener la presencia de las empresas en los mercados locales e internacionales está determinada por su potencial para utilizar nuevas tecnologías e innovar. Allí, las variables que entran en juego tienen que ver no solo con las prácticas de gestión implementadas al interior de las mismas, sino también con las condiciones del entorno en el que operan. Es necesario, entonces, trabajar de manera simultánea en varios frentes, sabiendo que algunos de los resultados de estos esfuerzos tendrán réditos en el corto plazo, pero otros verán sus frutos en el mediano y largo plazo.

Un primer componente fundamental es la formación de capital humano. Innovar y hacer uso de las últimas tecnologías disponibles en los diferentes sectores productivos requiere mano de obra con las competencias necesarias. Sus efectos se ven en el mediano y largo plazo, pero su construcción debe emprenderse desde ya. Según cifras de la Unesco y el Ministerio de i Educación Nacional, de cada 100 jóvenes en edad de cursar estudios terciarios, solamente 49 (CPC, 2017, p. 38) logran entrar al sistema; es decir, de cada 100 jóvenes, 51 no pueden acceder a educación técnica, tecnológica o profesional. Esta cifra supera apenas el promedio de los países de América Latina, que se ubica en el 47% y contrasta con el promedio de la OCDE, que es de 76%, y más aún, con lo alcanzado por países de referencia, como Chile, donde estudian 89 de cada 100; Corea del Sur, donde la educación terciaria alcanza a 93 de cada 100, y Turquía, donde 95 de cada 100 están matriculados en este nivel (CPC, 2017, p. 39). Por tanto, elevar la cobertura de educación terciaria es crucial si realmente queremos hablar de un país competitivo con empresas innovadoras. Una generación que no se educa es una generación que no podrá vincularse adecuadamente al mercado laboral y aprovechar los beneficios que la economía del conocimiento ofrece.

Lograr esta meta es posible, siempre que confluya la voluntad política de los actores para diseñar y poner en marcha un sistema de financiamiento de la educación superior que haga viable la ampliación de la cobertura de los cupos en instituciones públicas y su adaptación al crecimiento demográfico. Igualmente, se requiere diversificar las fuentes nacionales y extranjeras de ingresos para las universidades públicas y privadas mediante fondos para la investigación.

El sistema educativo no puede estar aislado de una verdadera política de ciencia, tecnología e innovación. Ello implica que haya una asignación real de recursos por parte del sector público y privado a estas actividades. Según el Foro Económico mundial, Colombia ocupa el puesto 81 entre 137 países en cuanto al gasto de las empresas en investigación y desarrollo (WEF, 2017, p. 93); a su vez, el gasto total en I+D representa apenas el 0,25% del Producto Interno Bruto de la economía (CPC, 2017, p. 222).

La falta de mano de obra calificada, sumada a una investigación que no atiende a las realidades sociales y económicas del país y a unas empresas que aún no internalizan el desarrollo de productos como una fuente de ventaja competitiva, son todos factores que hacen muy difícil alcanzar la meta de un país competitivo e innovador. Esto se refleja en un divorcio total entre la academia y las empresas. Las instituciones de educación superior no logran articular esquemas de trabajo colaborativo con las empresas y estas últimas no reconocen a las primeras como interlocutoras válidas para emprender mejoras en su gestión, sus procesos y sus productos. Esto se refleja en que el país ocupa el puesto 53 de 137 en materia de vínculos entre la academia y la empresa privada para desarrollar investigación y desarrollo.

Por tanto, la estrategia como país debe estar sustentada en una política integral de ciencia, tecnología e innovación que articule una batería innovadora de incentivos para que empresas, academia y Estado estén dispuestos a cooperar, y en la que los recursos que en la actualidad están dispersos en el presupuesto nacional y en los recursos de las regiones sean organizados de manera efectiva para mejorar su impacto. Las prioridades deben ser otras si el país desea transformaciones estructurales y duraderas.


REFERENCIAS

Consejo Privado de Competitividad (2017). Informe Nacional de Competitividad 2016-2017. Bogotá.

World Economic Forum (2017). Global Competitiveness Report, 2016-2017. Ginebra.