10.18601/01207555.n28.11
ENSAYO
LA INCREÍBLE Y SABROSA CRÓNICA DEL AJIACO SANTAFEREÑO Y DE CÓMO LO CORONARON CON ALCAPARRAS Y CREMA GRACIAS A LA HERMANA DE RAFAEL POMB01
THE INCREDIBLE AND SAVORY CHRONICLE OF THE AJIACO SANTAFEREÑO AND HOW THEY CROWNED HIM WITH CAPERS AND CREAM THANKS TO RAFAEL POMBO'S SISTER
MAURICIO BERMÚDEZ RODRÍGUEZ
Profesor titular de Enología, Técnicas Profesionales de Mesa Y Bar y Mercadeo de Alimentos y Bebidas de la Uriversidad Externado de Colombia
Colombia
[mauricio.bermudez@uexternado.edu.co]
1 Para citar el artículo: Bermúdez. M. (2021). La increíble y sabrosa crónica del ajiaco santafereño y de cómo lo coronaron con alcaparras y crema gracias a la hermana de Rafael Pombo. Turismo y Sociedad, XXVIII. pp. 231-246. DOI: https://doi.org/10.18601/01207555.n28.11
Fecha de recepción: 28 de agosto de 2019
Fecha de modificación: 12 de enero de 2020
Fecha de aceptación: 20 de febrero de 2020
Resumen
El ajiaco no se originó aquí, en la cordillera, sino a orillas del mar; nació en la gran "cocina del Caribe, madre de todas las cocinas mestizas del Nuevo Mundo", como lo indica Lácydes Moreno Blanco (1997). Al principio se preparaba con carne cecina, cocinada junto con el ñame y la yuca; luego con pescado, plátanos verdes, tal vez con cola de res y tomates; mucho después algunos se prepararon con cordero, papas variopintas y gallina, además de la alegre mazorca. Navegó contra corriente por el río Magdalena, por allá y acullá trepó a la cordillera, y aquí, en Santafé, permaneció asi por más de dos siglos. Pero en su corazón mestizo tenia la guasca, humilde verde hojita tan aromática que lo hace singular; y las únicas, tiernas y amarillas papas criollas, tan muiscas, tan granadinas, en fin, tan colombianas. El ajiaco fue coronado con crema y alcaparras el 11 de junio de 1877, día de un baile en Bogotá, y desde entonces se le llama, se le come y se le rinden honores como santafereño.
Palabras clave: Ajiaco santafereño, crónica, gastronomía, cocina, geopolítica, identidad, patrimonio cultural, hábitos y costumbres.
Abstract
The ajiaco did not originate here in the ridge, but on the shores of the sea, he was born in the "Great Kitchen of the Caribbean sea, mother of all the mestizo kitchen of the New World", in the beginning, with smoked dried meat, cooked by the yam and yuca, then with fish, plantain, maybe with a cow's tail and tomatoes, some with lamb and multicolored potatoes and hen, also with the yellow corn mazorca. Sailing against the stream by the Magdalena River, over there and over here climbed up the ridge and here, in Santafé de Bogotá it remained for more than two centuries, but in his heart, he had the guasca; humble and green little leaf, that makes it unique. And the only soft and tender yellow colombian unique criollas potatoes, so tender and yellow. The Ajiaco was crowned with capers and cream, on June 11,1877, a dance day in Bogotá, and since then, it is called, and is eaten, and all of the people give up honors to him, as "santafereño".
Keywords: Ajiaco santafereño, chronicle, gastronomy, kitchen, geopolitical conditions, identity, cultural patrimony, habits, and customs.
A título de introducción, un par de anécdotas imposibles de dejar de lado por el impacto que me causaron dos hechos contundentes. El primero ocurrió un día cualquiera del año 1963, cuando, en el Colegio Salesiano de León XIII, el profesor de Historia y Geografía, y cometas y otros fenómenos celestes, el padre Cotes, nos soltó aboca de jarro tamaña afirmación: "Gonzalo Jiménez de Quesada fundó a Santafé en donde está el chorro de Quevedo, no en la plaza de Bolívar". Tuve una gran decepción, pues a mí, un bogotano de crianza, que andaba por esos lares desde cuando me matricularon en el Colegio Agustiniano -ubicado en la carrera 4.ª entre las calles 10 y 11, justo a una cuadra de la iglesia de La Candelaria- para hacer el 1.° de primaria con las monjas agustinas, siempre me había parecido muy grande y apropiada la fundación de la ciudad en la plaza de Bolívar, y no fue así, pero me vine a enterar años después.
Entonces fui a reconocer esa placita del chorro de Quevedo y a darle un tamaño real, quizás más pequeño, pero más valioso con las doce chozas de la dichosa fundación.
El otro golpe contundente me lo dio un cartagenero ilustre, don Lácydes Moreno Blanco, mi mentor en estos avatares de la gastronomía. En octubre de 1992, cuando andábamos en las celebraciones de los quinientos años del Descubrimiento de América, se le ocurrió a él desarrollar un festival cuyo nombre fue "Las Tres Carabelas". Allá en la avenida Jiménez, en el hotel Nueva Granada, me dijo en tono socarrón, pero solemne, como correspondía a quien fue diplomático en La Habana, Cuba: "Maestrico, el ajiaco santafereño nació en el Caribe, y no es tan bogotano como te gustaría…". No me he podido reponer de semejante golpe, y para sobrellevarlo le he dedicado buena cantidad de horas a esta crónica que, al fin, me ha ayudado a poner en orden los acontecimientos sucedidos para continuar afirmándolo a los cuatro vientos y sosteniéndolo como un hecho real, aunque no me gustara al principio: el ajiaco santafereño nació en el Caribe.
También quiero responder a Olympo Morales, gran amigo y contertulio de la Academia Colombiana de Gastronomía, su pregunta: ¿de dónde viene el nombre de ajiaco?
¿Cómo llegó el ajiaco a La Candelaria, el barrio tradicional de Santafé, allí donde lo coronaron con alcaparras y crema fresca para convertirlo en santafereño? Pues venía de muy lejos en un largo y penoso viaje: si por tierra, más de 1000 km; si en contracorriente del río grande de La Magdalena, 990 km, ni más ni menos, entre Barranquilla y Honda.
Para ponernos en contexto, la ciudad de Santa Marta fue la primera fundada por los españoles en América del Sur, en 1525; lo hizo don Rodrigo de Bastidas, quien andaba por allí desde 1501; él mismo descubrió el río Magdalena, y tan solo 18 años después Jerónimo de Melo hizo la primera incursión en el río. La ciudad de Honda, el puerto fluvial más importante a juicio de la Real Audiencia, fue fundada después de 1539 justo en la confluencia del río Gualí, la quebrada Seca y el Magdalena. Para poder acceder al río grande se construyeron dos bergantines y se dejó justificado ese enclave geográfico -ya descubierto y utilizado por los indígenas ondaimas y gualíes-, lo cual permitiría en el futuro sortear el salto de Honda, así como construir embalses y caminos para la distribución de toda clase de pertrechos y mercancías para Tocaima, Ibagué y Mariquita. Cuarenta leguas de camino reconoció Jiménez de Quesada para llegar en 1538 a la que llamaría Santafé de Bogotá; tardó en total dos largos años, y al fin pudo alcanzar el punto donde construirían las famosas doce chozas y, mucho después, el chorro de Quevedo.
Empero, el ingrediente primigenio de esa enjundiosa sopa que daría en llamarse ajiaco quizás un siglo después, la carne seca o cecina, venía navegando con el lento paso del tiempo, agarrada de mástiles y velas marineras que surcaban la mar océano desde el primer viaje de Cristóbal Colón, "el cual tuvo un costo aproximado de 2.000.000 de maravedíes, los reyes católicos aportaron 1.140.000, Colón otros 500.000, prestados, y al pueblo de Palos le obligaron a poner 350.000" (Eslava Galán, 1992). ¿Por qué tanto dinero para una nao y dos carabelas? Pues ese era su costo, y porque habría que contratar a ochenta y siete hombres que beberían y comerían durante la travesía, y no es cierto que fueran delincuentes, eran marineros avezados acostumbrados a navegar en el océano, pescadores y mercaderes, incluso corsarios y piratas, pero la mayoría recomendados por Martín Alonso Pinzón.
A Colón no le gustaba mucho la nao Santa María, pero era panzona y rotonda, con buena capacidad para los pertrechos, herramientas y vituallas; entre las tres, con La Pinta y La Niña, llevaban 130 kilos por cada hombre, incluida el agua para 6 meses, el vino, vinagre y manteca; alimentos para año y medio. (Eslava Galán, 1992).
Hablamos de "bizcochos", pescado seco y chacinas de cerdo; también de carne cruda secada al humo o al aire, esa carne de res oreada, seca por los rayos del sol, ayudado todo por la sal de la brisa marina. Comían potajes de habas, garbanzos o lentejas con vestigios de tocino rancio o cecina, a veces pescado seco.
Cuando las reservas se iban agotando echaban mano del 'bizcocho', una dura galleta de pan horneada dos veces para hacer mojos de ajo, aceite y vinagre. Con frecuencia hacían mazamorras, que en árabe significa 'sopa de barco', se completaba la ración con dos azumbres de agua y medio azumbre de vino. (Eslava Galán, 1992).
En aquella época,
[…] se discriminaba porta alimentación a ricos y pobres, y este era el caso, así que comían vegetales, legumbres, lentejas, habas, harinas, panizo o sorgo; Panicum miliaceum, mijo y pan de lo mismo, a veces de trigo candeal. También comían higos, miel, leche, pepinos, berenjenas… y cuando vivieron en Valencia comían arroz todos los días.
[…]
Los españoles puros consideraban viles aquellos alimentos y los nobles comían: gallinas, capones, perdices y tomaban vino, los pobres, carnero. (Patiño, 1984).
A los pobres o a los marineros les pagaban con vino. Basta con leer con juicio estas anotaciones de Víctor Manuel Patiño para deducir de dónde salieron los gustos del criollo, neogranadino, luego colombiano.
Cristóbal Colón, el magnífico navegante, el almirante, pertenecía al mundo genovés de finales del siglo XVI, a las Lisboa y Andalucía con fuerte presencia genovesa, donde vivió angustiosos años, críticos para su carrera; la Corte de los monarcas españoles… en un trasfondo remoto, el lento cambio de la civilización occidental del Mediterráneo al Atlántico, proceso en el que realizó una contribución tan importante. (Fernández Armesto, 2004).
Yo no la calificaría de "importante", sino de colosal, y le agregaría el Caribe al osado suceso, pues, en realidad, ha sido trascendental lo que Colón hizo el 12 de octubre de 1492 por la civilización occidental y su gastronomía. De no ser por él, la América española, incluidas California y Argentina, no ocuparían los puestos 4.° y 5.° de la producción mundial de vino; Chile no sería el quinto productor de vino de calidad, sin hablar de Bolivia, Paraguay, Perú y Uruguay. Tampoco las Antillas ni Cuba producirían ron, y Colombia no elaboraría aguardientes si no hubiera caña de azúcar y anís.
Casi un año después, el almirante puso en manos de Juan Rodríguez de Fonseca la organización de su segundo viaje, el cual ha sido la expedición dirigida a América con más alto grado de planificación, tanto en el plano logístico como en el económico. Su resultado: el éxito. Era una tarea ardua, pues se trataba de aperar doce carabelas, tres carracas y dos naos, con una tripulación de mil quinientos hombres, a quienes se debía proveer de armas, mantas, trajes y vituallas tales como sidra, melón, alcaparras, limones, naranjas y uvas; compotas, conservas, arroz y aceite; canales, tocinos y cecinas; y, cómo no, vino en toneles (Bermúdez Rodríguez, 1999).
A todas luces, fue un tortuoso y largo proceso. De aquellos mil quinientos hombres, los marineros en su mayoría eran de Andalucía, otros de Vizcaya, Santander y unos pocos de Rodrigo. Siempre me pregunto ¿cuántos Rodríguez somos hoy? Vinieron unos cuantos de Portugal y otros de Italia Viajaban también un tonelero de Mallorca y la primera mujer, osada al emprender tan grande aventura: María Fernández era su gracia.
Zarparon de Cádiz el 25 de septiembre de 1493, capitaneados desde la María Galante por Colón, quien llevaba como compañeros, entre otros, a cinco franciscanos, cuatro mercedarios y un ermitaño, fray Ramón Pane, todos ellos a órdenes de fray Bernardo Buil; entre sus oficios diarios durante la travesía estaba la distribución del vino. Viajaron con el material agrícola, semillas de trigo y cebada, hortalizas y legumbres; asimismo traían caña de azúcar y, por supuesto, vides; también cargaron ovejas y gallinas. Era un concepto colonizador y evangelizador, con la consecuente culturización.
Apreciado interlocutor: sin la obsesiva obstinación del almirante de la mar océano no existirían los cien y más sancochos, ni el puchero, y tampoco el ajiaco santafereño.
Ah, eso sí, no existiría allá la salsa napolitana que se hace con tomate, o pomodoro, al decir de los italianos. ¿Podrían concebir una pizza sin tomate?, ¿o una tortilla española sin papa? Ni su mentor, ni el potaje parmentier sin papa. ¿Cómo sería la cocina húngara sin pimentón para la paprika? ¿Qué sería de Bélgica sin su afamado chocolate, elaborado con el mismo cacao de los aztecas? ¿Cómo se habría solazado su alteza real Maximiliano I sin ese chocolate en su Viena natal?
Para dejar esta cantidad de preguntas, una afirmación: es cierto que el gran navegante no encontró por estos lares la canela, tampoco la casia ni los clavos, y menos la preciada pimienta, el principal objetivo de su empresa. Lo aseguró en una carta: "Pasar a donde nacen las especerias y a la fuente donde nace el oro, navegando al occidente" (Campoamor, 1988). Porque no llegó a Cipango, como quería, pero sí se topó de manos a boca con el maiz, para ventura del mundo entero.
Don Cristóbal desembarcó en una isla al sur de las Bahamas (Eslava Galán, 1992), y desde entonces surgió la discusión sobre su nombre, entre Guanahaní, San Salvador y Watling; no creo que se defina nunca Sin embargo, y por fortuna, hemos podido saber qué comían los taínos:
legumbres, yerbas, raíces condimentadas con ají, igual pescados: lisas, xureles, pargos, dorados, amén de mariscos; aves y roedores como hutías, guadaquinajes e inclusive iguanas. Al ñame le llamaban aje, tubérculo tropical cultivado por todos los indígenas antillanos, no obstante, se perdíó por allá en 1535, cuando los conquistadores lo cambiaron por el ñame traído del África para la alimentación de los esclavos. (Patiño, 1984).
Los taínos hacían y disfrutaban un guisado típico, el ajiaco, le aseguraba Fernando Ortiz, antropólogo cubano, a don Lácydes Moreno, con estas palabras:
Es el guiso más típico y complejo, hecho de varias especies de legumbres, que aquí llamamos viandas, y trozos de carnes diversas; todo lo cual se cocina con agua en hervor hasta producirse un caldo muy grueso y suculento que se sazona con el cubanísimo ají que le da el nombre. (2012).
Unos meses después Colón llegó a Cuba, la isla grande de la que hablaban los taínos, y de su puño y letra hay esta referencia:"Quiero yr a ver si puedo topar la isla de Cipango, otra isla grande mucho, que creo debe ser Cipango, a la cual ellos llaman Cuba".
Y desde ese 28 de octubre de 1493 se reinició la gestación del ajiaco ya en tierra, y se tomó más de un siglo, pues en 1590 Hemando Parra, el criado del gobernador Juan Maldonado, lo describía así, como lo indica Lácydes Moreno (2012):
Una reunión de carnes frescas y saladas dívidídas en pequeños trozos que hacen cocer en diversas raíces, que estimulan medíante pequeño pimiento cáustico, ají-ji-ji y dan con una semilla vi-ji-ja. Se trata del ají guaguo y de la bija o achiote.
Y pasaron dos siglos más, pues data de 1800 la descripción que del ajiaco, nuestro protagonista, hace Alfredo Zayas:"Un abundante y nutritivo caldo con carne de cerdo o tasajo, carne salada de res, las más de las veces [con] yuca, ñame, boniato, plátano, calabaza y maíz tierno; con ají, de ahí su nombre", como lo indica Lácydes Moreno (1992). Claro, lo servían en las plazuelas de las iglesias durante las fiestas religiosas en La Habana.
A estas alturas ya he aceptado el cariñoso golpe con humildad.
Otro autor que lo menciona es Fernando Campoamor, y lo hace en su magnífica biografía del ron: El hijo alegre de la caña de azúcar. Dice así: "[…] y la dieta de yuca, boniato, ñame, maíz o todo en un ajiaco suculento". Incluso hallé una receta de "ajiaco habanero" en El estuche, de Argáez, con cebollas y tomates fritos con habas, calabacitas y ejotes o habichuelas, y el caldo en el que se cocinaba el menudo o el camero, sazonado con clavo, canela y azafrán. ¿Cómo les parece?
Pero vamos por partes. Veamos la descripción que hace Víctor Manuel Patiño del "sancocho: plátano, carne de res salada, o de cerdo, o gallina y yuca, papa, zapallo y pescado en vez de carne". De no ser por que se ha referido al sancocho de finales del siglo XVI, y solo con agregarle, como indica Lácydes Moreno Blanco (1992), "ñame y plátano maduro y, claro, el arraigado sofrito y rubicundo achiote pasado por manteca", podríamos estar imaginando el célebre sancocho de carne "salá" de nuestra Cartagena de Indias y de otras ciudades de la costa Caribe colombiana.
Al plato considerado típico de España, con total influencia en América, lo hemos conocido como "olla podrida", así, mejor que el pot pourri francés, como señala Lácydes Moreno Blanco (2012); no nos habría caído tan bien al oído y menos al gusto. Se preparaba de diversas maneras y con variados ingredientes, según la región. Sobresale la de Asturias: la recomendaban con carne de carnero o de ternera, tajada de jamón magro crudo y los menudillos de ave y caza; le agregaban algunas verduras, que no falte el repollo; y se colocaban en bandejas diferentes, luego se les vertía una salsa de tomate y otra de perejil.
Pero mejor era la "olla podrida" de la cocina de los jesuitas en Santafé, pues llevaba de todas las carnes: aves, conejos, carneros, jamón, vaca, y "hervirá a fuego manso, y en estando en tierna se hecha la especia fina, y si quieren echarle vitualla que sea poca, y el caldo tasado, y con poca grasa" (Restrepo de Manrique, 2005). No hay duda, entonces: esa "olla podrida" es la madre de cien y más sancochos, del distinguido puchero santafereño y del mismísimo ajiaco.
¿De dónde las diferencias? De lo que daba la tierra Y, ¿de qué las afinidades? De hambres y angustias desconocidas, del cariño de las manos querendonas de indiecitas jóvenes tratando de agradar a castellanos apuestos y barbados.
Y ¿cuándo se trocó la yuca? Pues cuando se dejó la cuenca occidental del Magdalena, donde se comía hervida o asada. Y en el largo camino sobre la cuenca oriental, inclusive desde Mompox y otros lugares de la costa Atlántica, se consumía también en forma de arepitas de cazabe, hasta la Orinoquía y la Amazonía, donde se obtenían -y aún las hacen- esas arepas muy delgadas mediante una especie de alquimia que a los españoles les sorprendía, y de algún modo se le parecía a su bizcocho ultramarino. Allá fue quedando la yuca. Y nos vamos acercando cada vez más a las papas: amarilla, morada, blanca, grande, harinosa, pequeña, larga o ancha, fundamental en la dieta de los nativos muiscas, "ellos le decían turma o yoma, ambos vocablos de la lengua chibcha" (Restrepo de Manrique, 2005).
Una de las últimas etapas del viaje de nuestro ajiaco inició en 1535 con la expedición de Pedro Fernández de Lugo, ahí venía Gonzalo Jiménez de Quesada. Arribaron a la gobernación de Santa Marta en noviembre de ese año.
En abril de 1536, don Gonzalo organizó una expedición para llegar al virreinato del Perú tomando todo el curso del río Magdalena. Era un hombre de gran arrojo este capitán, que estaba autorizado por la Corona para procurar la paz con los indígenas que hallara a su paso, aunque también tenía la obligación de pedirles oro para financiar tamaña expedición; incluso si no pactaban, podía tomar sus bienes a sangre y fuego. El capitán general de la expedición tomó más de seiscientos hombres y bordeó la sierra Nevada, llegó a Valledupar, Chiriguaná, Tamalameque y, con su ejército muy mermado, a La Tora, hoy Barrancabermeja.
La otra parte de la expedíción con seis naves y ochocientos hombres navegaron (sic) Magdalena arriba, pero solo dos naves llegaron a Tamalameque. Fueron las noticías del importante comercio de la sal de los muiscas lo que los animó a abandonar la ruta original y entonces, se adentraron sobre la cordíllera Oriental por el río Opón y llegaron a Chipatá en Vélez y luego a las tierras del Zipa por el extremo noroccidental, el valle de Moniquirá, Tinjacá". (Cordovez Moure, 1893).
Claro, también pasó por las tierras del zaque Quemuenchatocha, en Hunza, hoy la provincia de Tunja Después, Fúquene y Suesca, donde estaban las ya famosas lagunas que, se decía, eran de sal. Al fin arribaron a las importantes poblaciones muiscas del comercio de la sal: Nemocón y Zipaquirá, la capital del zipa Tisquesusa. Por supuesto, después de cruentas batallas llegaron a Facatativá, y al cabo de esos dos penosísimos años a 2.600 m s. n. m., el 6 de agosto de 1538, el adelantado fundó la ciudad que lo haría famoso: Santafé de Bogotá; le dio ese nombre por el valle de Bacatá y por el de la ciudad natal, que dejó junto con su Granada, en España.
Aquí resulta necesario detenerse en la expedición del alemán Nikolaus Federmann, gobernador de Venezuela, porque los Santanderes, Pamplona y Vélez, en particular, surgieron con conformación singular: "Muchos encomenderos fueron de origen alemán" (De Castellanos, 1881), gastronomía y música igual. En su libro Gastronomía tradicional presente en la provincia de Ocaña, Claudia Patricia Cepeda plantea los antecedentes de la ruta de la Gran Convención. Como le da gran importancia al patrimonio gastronómico, ilustró la portada con "un tiesto con su arepa". La arepa ocañera, de maíz, claro está, rellena de queso fresco o queso costeño, o queso rallado y guineo maduro, se acompaña con café.
En cuanto a las características gastronómicas de la provincia quizás entre 1810 y 1828, cuando se refiere a las sopas habla del ajiaco y lo describe así: "Ajiaco de frijol: con frijol blanco, o de Castilla, papa, yuca y zanahoria, parecido al sancocho de costilla. Lleva también cilantro cimarrón, plátano hartón, guineo negro y dominico, lo acompañan con ají" (Cepeda, 2010).
Qué curiosidad, hace poco me topé en Bucaramanga con Iván Gómez, el hijo de la "tía Miryam", un santandereano de pura cepa, y en medio de las charlas le pregunté si tenía noticia del ajiaco, y me respondió: "Sí, cómo no, lo hacía mi abuela y mi mamá lo llama ajiaco santandereano o 'sancocho chiquito"'. Aquí vamos: se hace un fondo o consomé con "aleta" o costilla de res, gallina o pollo despresado, costilla de cerdo, todo adobado del día anterior con comino, ajo, pimienta y cebolla larga machacada.
En el libro de Claudia Cepeda está la receta, y la agrego:
Se le pondrán papas grandes peladas y cortadas en cuartos, igual la arracacha, mazorca, yuca, trozos de plátano verde pelado y cortado con la mano; plátano maduro cortado en cuartos con cáscara, ahuyama en trozos, zanahorias peladas, hojas de repollo sin vena. Lo dejan cocer a fuego medio, con calma, y le dan sabor con las guacas. Estas hojas verdes crecen silvestres, son alargadas, de sabor algo picante y un tanto mentolado; muy diferentes de las guascas. Hacen salsa con tomates pelados y picados, cebolla larga y otra cabezona, picadas, ajo picado, sal, cilantro y perejil para decorar. Acompañan con arroz blanco y, claro, cebollitas ocañeras marinadas en agua de remolacha, sal y vinagre. No puede faltar el ají.
Fiestas y gastronomía vienen juntas en los Santanderes y en toda Colombia, desde sus orígenes prehispánicos hasta el siglo XX. De acuerdo con la fantástica investigación acometida por el profesor Carlos Gaviria, y reflejada en su libro Técnicas profosionales de cocina colombiana, lo referencia así: "Allí hacían el ajiaco también con todo lo nombrado, pero además le añadían cordero y guacas" (Gaviria, 2017).
Ya en el siglo XX sobresale uno de los platos representativos: la carne seca acompañada con buñuelos de yuca y el enyucado, que más parece un postre; y no puede faltar la bebida fermentada, en particular, la chicha. La conclusión forzosa es: el patrimonio cultural es inmaterial, pero tradicional, y ha pasado de generación en generación. Y los alimentos con los cuales se ensamblan las recetas están en función, mejor aún, a merced del entorno, de las tierras, de los pisos térmicos y del momento histórico, de la identidad de quienes los sembraban y cosechaban, de acuerdo con sus costumbres y tradiciones. "El maiz es a los criollos lo que es el trigo para los europeos y el arroz para los orientales" (Gaviria, 2017).
Pero dejemos por un momento de hablar de los criollos para hablar de los muiscas, sus ancestros, los antiguos pobladores de los Andes orientales y, en particular, del valle de Bacatá y del valle de Zaquencipá, donde había unos fogones, claro, eran humildes, pero complejos, como los moradores de estas tierras, incluida también Villa de Leyva, que producía maiz, infaltable alimento de la cultura muisca, cuyo nombre era aba (Langebaek, 2019); más que infaltable, ancestral, sembrado y venerado por los mexicas y los aztecas, olmecas y mayas allá, bien al norte, y al sur, bien al sur, por los mochicas y los incas.
Según Femández de Oviedo, data del año "5000 a C., de diversas clases y colores, entre los muiscas tan solo [había de] 8 colores diferentes" (Rojas de Perdomo, 2012); con una de ellas hacían una masa para las arepas, y con otra, la chicha. El maiz, el alimento ancestral del "Nuevo Mundo", ahora tiene nombre científico: Zea mayz, europeo por supuesto; no obstante, para los incas era un regalo de Viracocha, y los taínos del Caribe lo llamaban mahis: lo que sustenta la vida (Rojas de Perdomo, 2012).
Los muiscas también cultivaban papas, frijol, ají, tomate, aguacate, yuca, ahuyama, calabaza, en ese orden, y, dependiendo de los pisos térmicos de su muy extenso territorio, también sembraban batatas y cubios con hibias y chuguas, y algodón para las mantas. Quizás canjeaban por sal algo exótico que venía de las llanuras orientales: el "maní, apreciado, raro y costoso" (Langebaek, 2019). Pérez de Barradas asegura en su libro Los muiscas antes de la Conquista (publicado en Madrid por allá en 1950) que ellos, aparte de lo ya mencionado, cultivaban ajo, arracacha, yuca dulce, quinoa, patatas y "turmas, raíces redondas con tallos, hojas y flores de forma rara y color purpúreo, las hay blancas y moradas, son harinosas, de buen gusto" (De Castellanos, 1589). No he podido encontrar cuál podría ser la diferencia entre estas dos últimas, pero esos alimentos constituyeron parte de su dieta.
Aunque algunos cronistas la tacharon de pobre en proteína, a decir verdad, creo que no la detallaron bien, pues, aparte de los dos ya descritos, otro eje de su dieta lo componían el ají y las carnes variadas, inclusive de caza y también de pesca, ocupaciones masculinas (Rojas de Perdomo, 2012). Los hombres se dedicaban a la caza del venado, muy apreciado desde el siglo I hasta el V y aún después del siglo XVI, con la Conquista Y digo "muy apreciado" porque no se les permitía cazarlo sin los permisos de los caciques; esto lo referencia de manera amplia Langebaek en su libro Los muiscas, la historia milenaria de un pueblo chibcha, basado en los numerosos estudios de antropólogos, científicos e investigadores que, como Catalina Zorro, identificaron el consumo del venado de cola blanca, seguido del de curí, y de ahí un inventario interesante de fauna: comadreja, tigrillo, armadillo, zorro y saino, paloma, loro, pato, pava.
¿Qué debió llamar la atención de los cronistas de antaño? Pues que el venado era parte de las obligaciones tributarias de la comunidad a la élite de capitanes y caciques, pero no lo referenciaron, como sí lo hicieron con la pesca. Les debió impresionar la manera o la cantidad de peces que los muiscas tenían en "zanjas y corrales" (Langebaek, 2019), según consta en el Archivo General de la Nación. Los muiscas eran cazadores y pescadores expertos, y las mujeres eran agricultoras que, a su vez, consumían más raíces; papas y granos y algo menos de proteínas de origen animal; ellas eran las amas de la tierra, del maíz, aba y, por supuesto, de la mano de moler en el metate.
En resumen: sin la agricultura y la cocina muiscas, a la olla del ajiaco no habrían caído la sal, el maíz ni el ají, tampoco las papas variadas. ¡Qué tristeza sin las papas criollas! Y ¿en dónde se habría encontrado el delicioso olor de la huázyca o la alegre compañía del carnoso y sedoso aguacate?
Los indígenas recibieron la influencia española y colonizadora, cargada de trigo, cebada y arroz; cebollas, otros ajos, perejil y habas; la vid y la caña de azúcar sembrada antes en otras latitudes; pollos y gallinas; corderos, cabras, vacas y cerdos. Lástima que no hubieran sido más de estos ganados, porque también venía el brioso caballo del conquistador, con el cual pudo doblegar primero el espíritu de los caciques y luego su valiente corazón.
Igual lo decía Bernal Díaz del Castillo (Cordovez Moure, 1893), que "el muisca […] se satisfacía apenas con el maíz, aba y la turma de tierra[…] que también la quinua, cuyas semillas nutrientes las consumían con instintiva sabiduría en puches o gachas o mazamorras, tal como hacían con el maíz, sazonadas con sal, ají y yerbas odoríferas", como lo indica Lácydes Moreno Blanco (1995). Sin duda, los muiscas hacían gachas, unas mazamorras espesas cuya base era la harina de maíz cocida con agua y sal.
De manera desprevenida podríamos encontrar en los párrafos anteriores una lista como para una receta de algunos de nuestros platos típicos; no estamos muy lejos de ello. Pero también es posible reencontrarnos la receta de la olla podrida, que hizo su aparición en estos valles, montañas y cordilleras por allá en las postrimerías del siglo XVI, pero con un recurso alimenticio bien angustioso, por cierto: reemplazar lo que no se encontraba aquí por algo similar alo de allá, o aclimatar los frutos, los animales y las especias. De aquella composición culinaria han surgido tanto el sancocho de carne salada como un sinnúmero de sancochos de pescado y de gallina, y el cocido boyacense.
Sin embargo, no me apartaré del protagonista de esta crónica, el ajiaco, el cual no se originó aquí, en las cimas de las cordilleras, no. Se generó en el Caribe, tal y como se ha demostrado, al principio con carne cecina, salada y oreada cocinada junto con ñame, luego con pollo, algunos con cordero, plátanos verdes, tal vez con cola de res y tomates, después con papas variopintas y gallina, además de la alegre mazorca. Al emigrar hacia el interior, y a medida que el fatigado caminar de los conquistadores-colonizadores se hizo más pendiente, había que reemplazarlo todo.
Surgió primero el sancocho, y luego, el ajiaco, pero en su corazón mestizo lleva la guasca, humilde verde hojita, tan aromática que lo hace singular, y las únicas, tiernas y amarillas papas criollas, tan muiscas, tan granadinas, en fin, tan colombianas.
Hemos de corroborar que la guasca era una hierba muy apreciada entre los muiscas, su nombre original huázyca, y como la llamaban sus ancestros, los incas; no solo la usaban para dar sabor a sus sopas, sino también para curar heridas y desinflamar golpes. Vean que encontré su nombre elegantísimo: Galinsoga parviflora (De Cavanilles, 1796). Aunque en otras latitudes se le considere maleza, aquí es la reina, y sin ella al ajiaco santafereño no se le habrían escrito alabanzas.
Tenemos otros testigos vagabundos y protagonistas de esta crónica: los puches madrileños, pues a su variable, a su hijo natural, se le conoce en muchos sitios como "puchero", y en otros como cocido; no obstante, en Santafé de Bogotá hay uno muy orgulloso: el llamado puchero santafereño.
Aunque, por fortuna, la carne de vaca permaneció, no así el cordero ni el jamón, y el pollo cedió el sitio al cerdo, a fe, porque no hay certeza, y el chorizo español a la longaniza; como si alguien hubiera adivinado la fama de Sutamarchán con esos inmejorables embutidos. Sí, de España vinieron las habas y las cebollas, pero ¿puede alguien dudar hoy de la calidad de la cebolla de Sáchica? Inclusive en Colombia muchos pensamos en las habas como sinónimo de boyacenses. ¡Una maravilla! ¡Esta sí que ha sido una verdadera fusión!
La manera de disponer los ingredientes en capas superpuestas en la olla, que fue de barro, es una constante desde el Caribe hasta el Cono Sur, porque la cocina española era de olla y se suavizó, se alegró y se hizo resonante en estas tierras criollas, al unísono con la palabra. Ya lo dijo alguna vez el maestro Germán Arciniegas: "[…] en España se habla un castellano de redoblantes, aquí en Colombia, que es otra cosa, se habla un castellano de clarines".
El muisca aprendió el castellano de los endurecidos capitanes y soldados venidos con Jiménez de Quesada, ellos traían desde el Caribe la palabra de marras: agiaco, pero el indio puso en la olla todo lo que había menester y lo sazonó con ají y con huázyca para no perder del todo su genio. Y con el correr del tiempo el español se hizo mestizo, como fue mestiza la olla, crisol de razas: española-árabe, indígena-taína-caribe-africana-muisca; unas en el altiplano más marcadas que otras, pero, igual, razas cocidas al fuego.
Pasó algo más de un siglo en poblados, villas y ciudades, el aventurero español se convirtió en ciudadano. Igual, cuando logró el asiento seguro, sus sueños se hicieron realidad: las ciudades crecieron en cuadras alrededor de las plazas; vinieron conventos y escuelas de mercedarios, dominicos, franciscanos y jesuitas; llegaron la Encomienda y la organización virreinal; y en Villa de Leyva se construyó la primera fábrica de licores del Nuevo Reino de Granada.
Ese vasto reino iba desde Cartagena hasta Santafé y más al sur, allá llegó fray Pedro Simón, quien vivió en la primera década del siglo XVII. En 1637 escribió Noticias historiales del Nuevo Reino de Granada, y el fraile escogió, junto con otras 149 voces típicas, esta:
Agiaco, es un guisado, que se haze de muchas, y diuersas yeruas, y rayzes con alguna carne, y quando se puede comer, que le podemos llamar olla podrida, como se dice en España, a este modo de guisado llaman en algunas partes locro. (Chaves Cuevas, 1987).
Prueba fehaciente de que a nuestro ajiaco aún le faltaban 240 años para adquirir su apellido de santafereño, pero con lentitud y donaire iba en franco desarrollo.
Aquí vamos con otra gran sorpresa: el ajiaco de cordero de Mariquita, la ciudad escogida por Mutis después de haber recorrido toda Cundinamarca y el Tolima y buena parte de la cuenca del río grande de La Magdalena, el eje geográfico de su proyecto. "San Sebastián de Mariquita, ubicada en la región más fértil y llamativa del centro del país, cruce de caminos entre la sabana de Bogotá, el occidente, las montañas del norte y las llanuras del sur" (Ospina, 2008). De allí se podía ir al sur de los Andaquíes o hacia las Barrancas Bermejas, otrora La Tora; a Honda, por supuesto, y al río; y por su cauce a Ibagué, a Neiva; hacia el oriente, a la sabana, y a Santafé en las montañas. El sabio que dirigía la Real Expedición Botánica del Nuevo Reyno de Granada ubicó ahí la sede de la más grande "investigación científica de la región equinoccial y también la gran aventura estética" desarrollada sobre la flora de la que sería después la Nueva Granada.
José Celestino Mutis vivió y trabajó por allí 32 años: 25 en la Mesa de Juan Díaz y 7 años en Mariquita, donde le servían el ajiaco perfumado con huázyca, o mejor, para decirlo en sus propias palabras, Galinsoga parviflora. Aunque haya sido descrita en honor al médico Ignacio Mariano Martínez de Galinsoga, director del Jardín Botánico de Madrid, sí, la hojita es de aquí, y la acuarela marcada con el número 1.097 salió de aquí. ¿Quién la clasificó? Mutis, por supuesto. ¿Cómo llegó la acuarela a Madrid? Pues junto con más de 5.000 láminas confiscadas por Pablo Morillo, "el Pacificador", en su primer acto de reconquista. Se trataba de un tesoro neogranadino, embalado al Jardín Botánico de la capital del imperio.
Retornemos a nuestro ajiaco, a su ajiaco: arracacha, papas, habas, cebollas y tomates fritos, calabacitas y habichuelas, y el caldo en el que se cocinó el cordero, una vez espeso, sazonado con clavo, canela y azafrán. No podía tener más influencia española José Celestino era gaditano, buena vida, aunque taciturno; fue inquieto investigador y le dedicaba tiempo a la contemplación con rigor científico, y la gastronomía requiere de eso, de aprecio. Creo tener la certeza de que Salvador Rizo, el mayordomo de la Expedición, le hacía servir a Mutis y a sus numerosos invitados ajiaco de cordero. ¿De qué otra manera agasajarían a Alexander Humboldt?
Se hizo costumbre ese platillo, pues, "en 1828 se lo sirvieron a Augusto Lemoyne y él describe así el llamado ajiaco: una especie de guiso de cordero con manteca de cerdo en el que predominaban el pimiento y la cebolla". De esta acotación, Lácydes Moreno Blanco deduce entonces "que es derivado en su expresividad de los puches muiscas, diferente de los ajiacos caribeños". Y tiene razón. Si vemos otra descripción previa, de 1783, Joaquín de Finestrad escribió: "Los blancos o cosecheros de comodidad y riqueza acostumbran a matar un novillo, toro o vaca, y cecinada la carne la conservan para mezclar con el ajiaco" (De Finestrad, 1783).
Y he aquí otra descripción del naturalista francés Jean Baptiste Boussingault, de 1822: "Los artesanos, no muy numerosos, y los campesinos, se alimentaban especialmente de ajiaco, que es una mezcla de carne de res o de oveja, cortada finamente y cocida con papas y sazonada con ajo y cebollas".
Para 1832, en Bogotá ya eran de uso común los buenos modos franceses, porque el general Francisco de Paula Santander, siendo presidente, recibió a Pedro Napoleón Bonaparte, el sobrino del gran emperador, y le escribió una carta a su hermana Josefa de Briceño más o menos así: "Mi amada Josefita: […] Sin embargo, como los extranjeros son tan delicados y Bonaparte está acostumbrado a lo mejor, bien he pensado lo siguiente: yo iré a tu casa y Bonaparte a la de Montoya convidado por él, mientras me traslado a palacio… Deseo mucho que Bonaparte haga buen concepto de Bogotá y de nosotros y, por lo tanto, voy a advertirte lo que has de hacer según se usa en Europa […]. Nosotros somos de mesa 16 personas", y entonces, no hay duda, eran refinados, pues le pide ordenar entre otras muchas cosas "mantel, copas; grande para el agua y larga para el champaña, buen pescado y pavo bien asado, ensalada y pastelitos, dos o tres postres y dulces, fruta y café después[…] Debes asistir a la mesa con nosotros y componerte como si fueras a un baile".
¿Por qué he escudriñado en los asuntos cotidianos de Rafael Pombo, José Manuel Marroquín, Salvador Camacho Roldán, Ángel Cuervo, Jorge Isaacs, Jerónimo Argáez, José María Cordovez Moure y su tía, doña Agustina Moure, la de las perennes tertulias, y algunos otros: los Child, los Mallarino, los Restrepo y los Santamaría, todos ellos vecinos de La Candelaria? Porque algunos fueron estudiantes del San Bartolomé, otros del colegio Militar y la mayoría del Colegio Mayor del Rosario, y sus madres, abuelas, hermanas y tías cocinaban para ellos.
Aunque el menú de la casa y el del colegio eran similares y equilibrados, ellas, las señoras y las señoritas, no dejaban faltar los dulces de icacos, guayaba, coco y durazno.
No obstante, los colegiales eran becados; tenían alojamiento y alimentación en el claustro del Colegio Mayor del Rosario, en el refectorio, claro está. Según la Constitución IX, Título III, como lo indica Cecilia Restrepo de Manrique (2005), los quince colegiales del arzobispado de Santafé almorzaban junto con los catedráticos, de manera abundante y variada en carnes, con algún puchero y garbanzos dispuestos en potaje.
La cena era frugal, las más de las veces con ajiaco, ese potaje de papas y mazorcas y carne de ave, fue confundido como el nombre de una yerba muy del gusto de los granadinos. En el siglo XVIII y aun en el XIX, el maíz se consideró comida de indios.
Y continúa doña Cecilia:"En la cuaresma no comían carnes[,] a cambio, sí pescados; en Semana Santa: ayuno y abstinencia".
Sin embargo, para finales del siglo XIX y principios del XX, los ingredientes del ajiaco parecen haber cambiado un poco, pues en otro trabajo de Cecilia Restrepo de Manrique (2009) dice: "Sopa espesa de papa o de arracacha con carne y verduras". ¿Sería la mazorca llamada "verdura"? ¿Considerarían mejor la carne de res que la carne de ave? En todo caso, el ajiaco es descrito así: "Especie de olla podrida, usada en América, que se pone de legumbres y carne en pedazos pequeños y se sazona con ají", al contrario de lo que afirmaba Cordovez Moure.
Inclusive siendo ya mayores, "Marroquín, Pombo, Argáez y Cordovez se comprometieron en nostálgica defensa de sabores no olvidados. Multiplican las publicaciones periódicas y se avivan las polémicas…" (Martínez Crunño, 2012).
No hemos de olvidar que la Nueva Granada estuvo sumida en estado de pobreza después de las guerras de Independencia Luego, bien avanzado el siglo XIX, tras los viajes de negocios y, sobre todo, los de estudio a Estados Unidos y Europa, y las largas temporadas de muchas familias en el extranjero, las ofertas de artículos novedosos, de importados ultramarinos, copaban los avisos de los pocos periódicos. Y "detallados catálogos compiten por el mercado ofreciendo rapé, champaña, licores" (Martínez Carreño, 2012). Aquí uno de mis afortunados hallazgos: en Bogotá, justo en 1875, el señor Ignacio Merlano ofrecía en su almacén, y por primera vez, alcaparras, según lo detalla entre más de veinte artículos del denominado "rancho" nuestra apreciada Aída Martínez, y digo apreciada porque nos ha dado la prueba del aporte de lo internacional en su libro Mesa y cocina del siglo XIX. Así, pues, no había forma de que antes se le hubieran puesto alcaparras al ajiaco de marras, porque no había Ahora me falta solo encontrar al artífice de la brillante ocurrencia ¿Quién fue?, ¿cuándo? y ¿por qué?, por supuesto.
Más de 240 años después de aquella, del fraile de marras, veamos la descripción del ajiaco santafereño hecha por don José María Cordovez Moure en su magnífica obra Reminiscencias de Santafé y Bogotá, la cual data de 1893. "Ajiaco: sopa comúnmente hecha en caldo de gallina y con trozos de esta, patatas machacadas en parte y en parte enteras, crema de leche, alcaparras y hojas de guasca, equivalentes a los grelos de Galicia. Es la sopa típica de Bogotá, junto con la mazamorra A pesar de su nombre no lleva ajo ni ají".
Traigo a colación un verso del gran poeta Rafael Pombo que me atormenta desde aquel octubre de 1992. Por él he maridado tantos ajiacos con oporto o jerez y borgoña; lo que es peor, tuve la osadía de hacer esta sabrosa crónica
VI
Cena patriota? Ajiaco á la moderna, de papas de año, que con papas criollas (por ser, como sabéis, de índole tierna) se espesa al fin; y bien cebadas pollas aun no llegadas á la edad materna; y punta de alcaparras y cebollas. Unid de oporto ó de borgoña un vaso y he aquí una cena digna del Parnaso.
Quisiera decir algo más de Pombo, el poeta coronado, pero ya lo ha dicho mejor Rafael Maya (1954): "Un hombre dotado de eminente condición de artista, pero que no sacrifica nunca su condición humana a las exigencias de la estética". Así lo describió en la conferencia dictada en la Biblioteca Nacional de Colombia"Estampas de ayer y retratos de hoy". Quizás la influencia de su poesía es romántica, así se me antoja, pero Rafael Maya lo expresó de esta manera: "Rimaba con intenciones reflexivas, pero era un romántico sensible". Sin embargo, esa sensibilidad por la mujer, la naturaleza y por lo folclórico me animaron cada vez más a elaborar esta crónica, y para la muestra otro botón, o mejor, otro verso, el octavo:
VIII
Este sólido y útil refrigerio no es odioso á las drunas; certifico su imparcial gastronómico criterio, y que en más de un sarao grande y rico vi al bello sexo dividir su imperio con el ajiaco, tal como lo explico; es decir, que en la fiesta eran las bellas lo mejor, y el ajiaco después dellas.
Rafael Pombo escribió este poema de veintidós versos y lo publicó en su periódico El Cartucho en Bogotá el 15 de septiembre de 1878. Y dentro de las viñetas de la margen derecha dice al pie de la letra: "Vale un real por ser en octavas reales".
Esta aventura periodística, como muchas otras del poeta, duró poco tiempo: menos de dos años; para ser exactos, de 1878 a 1880. Lo tituló El Cartucho: Periódico-Poema de Charla Continua. Tan solo se han conservado 18 números, los originales reposan en la biblioteca de la Academia Colombiana de la Lengua y se encuentran en facsímil en la Biblioteca Nacional, donde los encontré, con alegría; mejor, ellos me encontraron a mí. Y, para fortuna mía, al fin he podido subsanar el descuido de no referenciar el libro hallado en aquel octubre de 1992; no lo hice porque las angustias eran otras, menos poéticas, claro está. Quizás si en aquel entonces, cuando encontré el verso en la Casa de Poesía Silva, lo hubiese hecho, no habría tenido que buscarlo de manera tan tenaz durante seis meses, de nuevo allí, ni en el salón de investigadores de la Biblioteca Luis Ángel Arango, que por fortuna existe; tampoco en la biblioteca de mi querido Externado, ni en la fastuosa Biblioteca Nacional de Colombia.
Pero confieso que me he divertido mucho entre hojas, notas, papeles, portadas y solapas; he releído a Cordovez Moure en papel biblia; me topé con la fotografía del poeta; y con denodado empeño he maridado una vez más el ajiaco santafereño con oporto y jerez fino, y con borgoña, cómo no.
Y después de veinte autores y un número mayor de libros, he aquí la prueba reina: el Epistolario de Ángel y Rufino José Cuervo con Rafael Pombo, publicado por el Instituto Caro y Cuervo en Bogotá en 2012. El afortunado hallazgo: una carta de Pombo a los hermanos Cuervo con la reseña de don Eduardo Villa titulada "Un baile en Bogotá". En la carta, el poeta dedica unas líneas al famoso baile con que un grupo de caballeros obsequió a la sociedad bogotana en la noche del 11 de junio de 1877 en casa de la señora Bernardina Restrepo de Santamaría, en la calle 12 con carrera 5; eran vecinos de los hermanos Pombo.
La casa de la señora Santamaría estaba lujosamente arreglada. El patio toldado con tela blanca, refulgente de luces, se había convertido en salón de baile. Fueron nombradas por los jóvenes oferentes de la fiesta ocho dignísimas señoras para hacer los honores de la recepción: Clara Espinosa de Castello, Fanny Child de Mallarino, Felisa Manrique de Quijano, Isabel Chayne de Vargas, María de Jesús Restrepo de Nieto, Micaela Ortiz de Bonnet, Paulina Samper de Samper, Sofia Valenzuela de Child.
Todas ellas eran vecinas de La Candelaria, todas amigas y, como lo referenciaba Cordovez Moure, todas aportaron lo que hubo menester: las vajillas, cuberterías de plata, cristalería fina, lencería bordada, muebles y tapices, tapetes y un millón de etcéteras.
La fiesta se abrió antes de las diez con la obertura de Tancredo y fue escuchada en completo silencio, anhelante quizás a la espera de la primera cuadrilla que iba a tocar la orquesta… Las señoras jóvenes y elegantes lucieron por primera vez sus ricos trajes de terciopelo y seda con larguísimas colas… Tras la cuadrilla vino el valse; se habían bailado 1 cuadrilla, 3 valses y 1 polka cuando fueron al tocador de las damas asistido por diez sirvientas, donde arreglaban a las señoritas trajes y peinados cuando el giro de la danza los dañaba.
Todas ellas debieron lucir muy tranquilas porque el menú lo había compuesto la hermana de Rafael Pombo, doña Beatriz, quien vivió toda la vida con el poeta, solteros los dos y con experiencia diplomática en el extranjero. Esta era la oportunidad esperada para compartir con gran elegancia la receta tantas veces ejecutada, pero sin el ensayo de coronar al ajiaco con crema de leche y alcaparras, un toque muy europeo, coqueto y apropiado para la ocasión, con el cual Beatriz coronó al ajiaco santafereño.
Si cabe alguna duda, retomemos la reseña: "Para el comedor se había toldado el segundo patio, predominaban los colores de la bandera". ¿Dirá por eso Pombo "cena patriota" y en el otro verso "sarao grande y rico"?
Gran araña en el centro y profusión de plantas y flores. Una mesa colosal de más de treinta metros de largo ofrecía exquisitas muestras de la pastelería bogotana. El primer servicio fue el del té; el segundo, los sorbetes; y el último, el de las cenas… Brillaba en las copas el champaña como topacio.
Aquella crónica y el fastuoso baile tocaron la sensibilidad de Pombo. Por supuesto, encontró el motivo perfecto para un poema de veintidós versos, publicado en el primer número de El Cartucho quince meses después. No solo se diseminó la bienaventurada receta, sino la moda de invitar usando versos. Y para vislumbrar el orgullo de cachacos ilustres y letrados de finales del siglo XIX e inicios del XX, aquí va esta curiosidad: la invitación de don José María Restrepo Sáenz en honor de Raimundo Rivas, escrita en verso, que dice así:
En honor de un gran cachaco, el sin par Raimundo Rivas, pretendo con ansias vivas dar el lunes un ajiaco. Hora nona, puro saco, concurso santafereño que elimina todo ceño. Feliz fuera yo sin tasa. Teniendo a usted en mi casa: ¿podré lograr este empeño?
José María Restrepo Sáenz,
12 de mayo de 1927.
Pues bien, de todas las veinte respuestas solicitadas en verso, elegí esta:
Palabra formal empeño de concurrir a tu casa, donde gozaré sin tasa, sin ceremonia ni ceño. Como buen santafereño iré, vestido de saco, a devorar el ajiaco y a dar entusiastas vivas por el agraciado Rivas, por el popular cachaco.
Daniel Arias Argáez
El ajiaco nació en la gran "cocina del Caribe, madre de todas las cocinas mestizas del Nuevo Mundo", así me lo dijo Lácydes Moreno Blanco. Navegó contra corriente por el río grande de La Magdalena, por allá y acullá trepó a la cordillera, y aquí, en Santafé de Bogotá, fue coronado con crema y alcaparras no un día cualquiera de 1877, sino el 11 de junio, día de un baile en Bogotá, y desde entonces se le llama, se le come y se le rinden honores como santafereño.
Brindaré por ella en donde quiera se encuentre la bienaventurada Beatriz, artífice de la sabrosa ocurrencia, y pediré gloria, cada vez que lo sirva, al poeta Rafael Pombo, coronado en el teatro Colón, a pocos pasos de su casa aquí, en La Candelaria.
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